"Amigos nocturnos" - читать интересную книгу автора (Joyce Graham)

4. Ojos

Sam se despertó por el frío. La ventana del dormitorio estaba abierta y el frescor del otoño se había instalado en la habitación como una cobertura de azúcar glasé. En el exterior, las estrellas estaban esparcidas sobre la negra oscuridad, y la luna se consumía en su cuarto decreciente. La habitación se vio inundada por exuberantes fragancias nocturnas, el olor de las frutas maduras caídas de los ciruelos del jardín, de hojas podridas por la lluvia. Estos olores se habían adherido a las botas de la figura que estaba en cuclillas al otro extremo de la habitación.

Sam sintió un escalofrío. Pero el duende parecía exhausto. Él o ella, Sam aún no era capaz de decidirse, se agarraba una rodilla. Uno de los pies sobresalía de los conocidos pantalones a rayas mostaza y verde, mostrándole la suela grabada de una enorme bota. La débil luz de la luna danzaba en los brillantes ojos que habían estado observando a Sam durante un tiempo.

– Tenemos problemas.

Sam se incorporó.

– ¿Por qué?

Siempre que intentaba hablarle al duende el corazón se le hinchaba y la lengua se le pegaba al paladar.

– ¿Has tenido alguna vez problemas?

Sam pensó la respuesta. Sabía lo que era escuchar una voz que le gritaba. Incluso sabía lo que era sentir un tortazo tan vigoroso como para dejarle una enorme huella rojiza en la parte trasera de la pierna.

– Sí.

– Me refiero a un problema grave. Me refiero a estar de mierda hasta el cuello.

Cuando los otros chicos en el colegio utilizaban la palabra «mierda», no significaba nada. Cuando a veces había oído a adultos utilizar tal lenguaje, y la criatura de la habitación hablaba como un adulto aunque no lo pareciera, entonces la palabras asustaban. Se volvían reales.

– No he hecho nada.

La criatura resopló.

– «No he hecho nada» -lo imitó con crueldad.

El duende tenía el hábito de sofocarse con su propio humor cínico, de modo que algunas palabras se escurrían con una leve tos.

– ¿Quieres saber lo que has hecho? Me has visto, eso es lo que has hecho. Aún me ves. Eso es suficiente, mocosete. Ya has hecho bastante.

– No puedo evitarlo.

– Joder.

Al decir «joder», los dientes de la criatura quedaron al descubierto. Como antes, pudo ver una hilera de dientes perfectos acabados en punta. El esmalte brilló con una mortecina luminosidad azul. El duende lanzó un pequeño escupitajo sobre la moqueta.

– ¿Eres un chico o una chica?

El duende lo miró fijamente durante largo tiempo.

– ¿Quieres que te haga daño?

– Solo quería saberlo.

– Si me preguntas eso otra vez te arrancaré la cara de un mordisco. Lo digo en serio.

El duende estaba sentado entre él y la puerta. Sam sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Quiso llamar a su madre, pero tenía demasiado miedo de la bestia que había en la habitación.

– Tranquilo. Simplemente fingía el cabreo. Joder. Lo siento. Cálmate. Tengo que pensar en cómo podemos salir los dos de esta. Iba en serio cuando te dije que estamos en un apuro. Ocurrirán cosas malas si no tenemos cuidado. Cosas malas.

El duende se puso en pie. Estaba nervioso, se movía de acá para allá mientras tocaba las cosas de Sam. Deslizó un largo y elegante dedo lleno de anillos por el balón de fútbol. Le dobló la oreja a su conejo de peluche.

Al tropezar con el castillo de plástico de las cruzadas que había en el suelo, el duende lo pateó con saña, lanzándolo por el suelo mientras los soldados de juguete salían despedidos de sus puestos.

– Encontré los seis peniques -dijo Sam sin convicción-. Bajo la almohada, la mañana después de tu visita.

El duende dejó escapar un débil aullido de rabia y exasperación, mientras clavaba las uñas de una mano en la palma de la otra. Sam se horrorizó al ver que el duende había hecho que brotara sangre.

– ¡Joder! ¡Joder! ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué? ¿Sabes que cuando descubrí que podías verme estuve a punto de sacarte los ojos? ¡Casi lo hice! ¡Podría hacerlo ahora mismo!

La criatura alargó un tembloroso dedo hacia Sam mientras hablaba. Se produjo una explosión de furia, que se extendió por la habitación. Saltó sobre la cama de Sam y lo sujetó con sus huesudas rodillas. Se inclinó sobre él y exhaló con brusquedad. El aliento golpeó a Sam en el ojo derecho. Otra vez pudo distinguir un olor a cuadra y a excrementos de pájaros mezclado con el de los ciruelos y la hierba recién cortada. Sintió una sensación aguda y dolorosa en el ojo.

Sam chilló. Era demasiado. El terror lo inundó.

– ¡Mamá! ¡Buaaaaaaa! ¡Papá! -El grito ascendió hasta hacerse muy agudo.

El duende se apartó horrorizado.

– ¡No, no, no! No debí haber hecho eso. ¡Tendré que pagar por ello! ¡No, no, no! ¡Deja de gritar! ¡Deja de gritar!

– ¡Buaaaaaaa!

En la otra habitación se oyeron movimientos. Un golpe sordo. El duende colocó sus dedos llenos de anillos sobre la boca de Sam.

– ¡Detente! Si se lo cuentas, será peor para los dos.

La puerta del dormitorio de los padres chirrió. Sonaron pisadas apagadas en el pasillo entre ambas habitaciones. El suelo de madera crujió. Sam mordió con fuerza los dedos que le tapaban la boca. El duende retrocedió estupefacto mientras observaba las marcas de dientes en forma de media luna sobre sus dedos. Dirigió la vista hacia la puerta del dormitorio.

– ¡No se lo digas! -siseó la criatura antes de saltar al alféizar-. ¡Ni se te ocurra!

Tras lo cual escapó hacia la noche.

La puerta del dormitorio se abrió y el cuarto se llenó de luz. Era su padre, con el pelo enmarañado, sin afeitar, y con unos ojos que parecían canicas desenterradas del jardín.

– ¿A qué vienen tantos gritos?

Sam intentó hablar pero le faltaba el aliento. Intentó decir:

– El duende.

Pero todo lo que salió de su boca fue un sollozo convulso. Estaba hiperventilando.

– Venga, Sam. Has tenido una pesadilla. Una pesadilla. Ya se ha ido, ¿vale? No pasa nada. No pasa nada. -Su padre le acarició el pelo-. Estás empapado, mozalbete. Empapado. Venga, vuelve a dormir, no pasa nada.

Su padre alzó la vista hacia la ventana mientras arreglaba las sábanas.

– Hace un frío que pela aquí. No me extraña.

Cerró la ventana y echó el pestillo.

– Deja la luz encendida -dijo Sam. Su padre dudó.

– Dejaré la luz del pasillo encendida y la puerta abierta. Si no, no te vas a dormir.

Sam cerró los ojos como accediendo y los volvió a abrir en cuanto se fue su padre. Salió como pudo de la cama y miró a través de la ventana. La luna brillaba pálida sobre los tejados de pizarra grisáceos de las casas cercanas. Dejó que la cortina cayese y se giró para recoger el castillo de juguete. Tenía un lateral roto. Sus maltrechas tropas compuestas por cruzados de todo tipo, caballería de los Estados Unidos, paracaidistas e indios pieles rojas estaban desperdigadas por el suelo, derrotadas por el ejército de las pesadillas. Los dejó morir allí donde habían caído.

El ojo de Sam, que había sido rociado por los nocivos vapores del duende, estaba irritado. Volvió a la cama y tras un rato se durmió de nuevo.


La noche siguiente a la segunda aparición del duende, Sam estaba hundido en un sillón, contemplando en silencio un libro de ilustraciones. Se dio cuenta de que su madre lo miraba fijamente. Alzó la vista hacia ella, pero ella no apartó la mirada. Tampoco sonrió, de modo que volvió a clavar los ojos en las ilustraciones, aún consciente, gracias a su visión periférica, de la atención de su madre.

– Ese chico tiene bizquera -oyó que su madre susurraba.

Nev gruñó de manera apática desde detrás del periódico.

– En serio -insistió Connie-, mira.

El periódico bajó lentamente, hasta que los ojos y la nariz de Nev aparecieron por encima de los titulares.

– ¿Qué?

Sam fingió no darse cuenta de aquella atención.

– El ojo derecho. Se gira ligeramente hacia adentro.

– ¿Y qué?

– Habría que echarle un vistazo.

Derrotado, Nev dejó que el periódico se posase en su regazo.

– Cuando no es artista, es autista, o comoquiera que se diga esa maldita palabra. Y cuando no tiene articulaciones dobles, es ciego de un puñetero ojo.

– No he dicho que esté ciego. He dicho que tiene bizquera.

– ¿Por qué no dejas al chico en paz en lugar de estar todo el día criticándole y chinchándole? Era imposible detener a Connie.

– Sam. Deja el libro. Ahora mírame. Ahora mira a la puerta sin mover la cabeza.

Sam hizo lo que le ordenaban. Su madre se acuclilló junto a él, tenía los ojos como un búho, llenos de autoritaria preocupación. Su padre parecía resignado y compasivo.

– No -insistió Connie-. Tienen que mirárselo.