"Amigos nocturnos" - читать интересную книгу автора (Joyce Graham)2. DientesSi Terry andaba con dificultad, Clive volaba. Clive, el torturador de tritones, era lo que popularmente se conoce como un «niño superdotado». Si su padres hubiesen sido físicos nucleares o catedráticos de Oxford o Cambridge, tal don no habría representado una maldición tan grande para su padre, Eric, que trabajaba duro en la línea de montaje de Humber, o para su madre Betty, que trabajaba a tiempo parcial en el economato local cortando panceta y reponiendo los estantes. Siempre es difícil tolerar que te corrija de manera agresiva alguien más joven, pero el hábito de Clive de mejorar el imperfecto cúmulo de conocimientos de sus padres comenzó cuando tenía cuatro años, poco antes de que Terry perdiera dos de los dedos del pie por culpa de un lucio. Para cuando Clive fue a la escuela era bien conocido que podía leer el periódico. No se sabía si esto significaba que, como la mayoría de los adultos, se sumergía en los tabloides cada mañana medio adormilado, o que escrutaba los periódicos serios, desde los comentarios políticos hasta los artículos deportivos y por fin completaba el crucigrama antes del desayuno. El caso es que para cuando cumplió cinco años se decía que leía los periódicos. A los seis entró en un concurso de la NASA para escolares. Yuri Gagarin acababa de completar el primer vuelo espacial; John Glenn hacía otro tanto por los americanos; y la NASA consultaba a niños de seis años en las Midlands sobre su programa espacial. Cómo aquel concurso captó la atención de Clive a tal edad es en sí un misterio, el caso es que los escolares fueron invitados a sugerir experimentos que podrían ser llevados a cabo por astronautas previsiblemente aburridos mientras orbitaban alrededor del planeta. Clive sugirió que llevaran arañas al espacio para ver si la condición de ingravidez afectaba a la manera en la que tejían las telas. La nasa lo eligió. Debido a que ganó el concurso de la nasa, Clive y sus padres iban a volar a Cabo Cañaveral para estar presentes en el lanzamiento del siguiente vuelo espacial tripulado. Su foto apareció en el Coventry Evening Telegraph, con cara seria junto a una enorme telaraña. Aquello que tanto se celebró en el mundo de los adultos era el tipo de fama que peores consecuencias arrastraba en el patio del colegio. Pronto en la escuela comenzaron a llamarlo «El niño araña» y todos los chicos del patio se lo soltaban. Odiaba el mote tanto que pegaba puñetazos a cualquiera que lo usara, y como consecuencia también le devolvieron unos cuantos. Caminaban de vuelta a casa desde el colegio -Terry, Clive y Sam, acompañados por la prima mayor de Terry, Linda- cuando Clive le dio un puñetazo a Sam en la boca. Aquello provocó que se le soltara el mismo diente de leche que luego iba a causar tantos quebraderos de cabeza. – ¡Niño araña! -había dicho Sam sin causa aparente. Clive le soltó un puñetazo en la mandíbula, motivado más por la costumbre que por un enfado genuino. Sam se quedó paralizado. Clive, que esperaba que se produjera una trifulca, también. Terry se acercó. – ¿Qué pasa? Sam escupió en la mano un incisivo de leche que tenía un poco de sangre en la raíz. – Perdona -dijo Clive con sincero horror por lo que había hecho, porque después de todo eran amigos-. Perdona. – No pasa nada -lo tranquilizó Sam con un ligero temblor-. Ya estaba medio suelto. La prima Linda, siempre diez metros por delante y mortificada por tener que cuidar de tres pequeñajos, les gritó para que caminaran más deprisa. – Ponlo debajo de la almohada -dijo Terry-. El duende [1] te dejará seis peniques. – No hay pruebas que sugieran que tal duende exista -intervino Clive. – Siempre que he perdido un diente me he encontrado una moneda de seis peniques -gritó Terry. – Sí, pero ¿obtuviste algo cuando perdiste los dedos? -discutió Clive-. Nada. – Me pusieron cinco libras en una cuenta de ahorros. Cinco libras. – Eso lo hizo tu padre -dijo Sam-. Es diferente. A los duendes no les interesan los dedos de los pies. Y, en cualquier caso, el lucio fue el que se llevó los dedos. – ¡Cinco libras! -Terry estaba dolido. El episodio del lucio lo había dejado ligeramente cojo. – Hay forma de averiguarlo -insistió Clive-. Ponlo debajo de tu almohada, pero no les digas nada a tus padres. – ¿A qué vienen tantos gritos? -quiso saber Linda cuando llegaron hasta ella. – A Sam se le ha caído un diente -contestó rápidamente Clive. – ¿Existe el duende que se lleva los dientes? -preguntó Sam. Rápidamente Linda redefinió la distancia entre ella y el grupo de niños. – Tú no te lo tragues porque si no te crecerá un árbol de dientes en el estómago. – ¿Qué? -dijeron los tres niños al unísono. – Un árbol de dientes que te crece en las entrañas -gritó por encima del hombro. Sam tenía el puño cerrado apretando el diente, como si algún espíritu maligno quisiese doblarle el brazo para hacer que el diente se volviese a introducir en su boca. Guardó silencio durante todo el trayecto. Sam nunca mencionó nada a sus padres acerca del incisivo. Si pensaron que estaba muy silencioso aquella tarde, no dijeron nada. En cualquier caso, a Sam se le consideraba un chico distraído, con tendencia a quedarse absorto, a soñar despierto y a permanecer con los ojos abiertos contemplando el vacío de manera poco natural. – En otro mundo -comentaba a menudo su madre, Connie-. En otro mundo. ¿Crees que el niño es autista? – ¿Autista? -Nev bajó el Coventry Evening Telegraph-. ¿Qué es eso de «autista»? Connie intentó recordar algo que había leído en una revista. – Bueno, es como estar en la luna todo el rato. Nev no creía en nada que no pudiese pronunciar. Contempló a su hijo que estaba viendo la tele, con el rostro arrugado mientras realizaba una evaluación somera. Sam, que siempre se daba cuenta de la manera en la que hablaban como si no estuviera presente, fingió no estar escuchando. – ¡Qué va! -dijo su padre mientras volvía a centrar su atención en el periódico. Aquella noche Sam examinó el diente a la luz de su lamparita de noche. El trozo de marfil estaba ligeramente manchado de amarillo cerca de la raíz. El anillo de sangre seca alrededor de la base le recordó de manera nítida la sensación que sintió al despegarse de la encía. Era una mancha de sangre con forma de dolor. Sam tanteó con la lengua el agujero que el diente le había dejado. Tenía la misma forma dolorosa. Apagó la lamparita y colocó el diente debajo de la almohada. Unas horas más tarde, se despertó, justo cuando sus padres se iban a la cama. Su madre le hizo una visita. Apenas consciente, notó que tiraba de la manta y le alisaba la almohada. Se dio la vuelta y se quedó dormido. A mitad de la noche se despertó muerto de frío. La ventana del dormitorio estaba abierta de par en par en mitad de la oscuridad y una leve brisa movía las cortinas. La luna creciente suministraba algo de luz pero que no lo aliviaba. La brisa le trajo una extraña fragancia, familiar aunque difícil de identificar. Era una mezcla de olores, entre los cuales estaba el de la hierba mojada. Aunque no había llovido. Algo no iba bien. Sam se incorporó. Había alguien en la habitación. Se le erizó el pelo. Miró parpadeando la oscuridad inescrutable. La camisa blanca, lista para el colegio a la mañana siguiente, estaba colgada del respaldo de una silla y flotaba en la penumbra. Clavó los ojos en la camisa. Había una figura agachada detrás de la silla. La sorprendente quietud de la habitación parecía hincharse y despellejarse como una capa de piel. – Sé que estás ahí. Puedo verte. La figura se puso ligeramente tensa. Sam estaba asustado, pero en lo profundo de su miedo se sintió, de manera sorprendente, bastante sereno. Aun así le temblaba la voz. – Es inútil que te escondas. Sé que estás detrás de la silla. La figura soltó un breve suspiro. Sam no podía distinguir nada detrás de la camisa colgada. Un ladrón, pensó. Es un ladrón. El intruso se decidió a salir de su escondite. Salió de detrás de la silla mientras enderezaba lentamente la espalda. La cortina de la ventana se elevó. A lo lejos, en mitad de la nada, un perro ladró tres veces. Todo lo que Sam podía discernir era la negra figura de lo que parecía ser un hombre bajito. La sombra se acercó a los pies de la cama. La voz sonó como un ronco susurro. – ¿Puedes verme? ¿Puedes? A través de la ventana podía verse la luna delgada como una uña. Apenas iluminaba el rostro del intruso, pero lo que Sam podía adivinar no le gustaba. Dos ojos oscuros, que brillaban como el caparazón negro verdoso de un escarabajo, lo miraban fijamente. Los ojos eran profundos, entrecerrados, amenazantes bajo una mata de pelo negro alborotado. Unos rizos enmarañados encuadraban unos pómulos afilados y una tez morena. A la mente le vino la palabra «mestizo». Sam había oído a los adultos utilizar ese término en un sentido feo que iba más allá de la propia palabra. Ahora que la figura se había acercado, Sam notó que el olor que había reconocido al despertar provenía del ladrón. No le llegaba a través de la ventana. Era el olor del intruso, y además del olor a hierba mojada podía percibir el olor a sudor de caballo, a excrementos de pájaros, y a camomila. El intruso -Sam era incapaz de decidir si era hombre o mujer- de repente ladeó la cabeza y sonrió. Bajo los débiles rayos de la luna una hilera de dientes brilló como una bocanada de luz azul. Los dientes eran perfectos, pero, a menos que se equivocara, estaban afilados en punta. El intruso, totalmente enderezado, no medía más de un metro veinte, o en cualquier caso, unos centímetros más que Sam. Era difícil ver lo que llevaba aquella criatura en la oscuridad, pero pudo identificar unas mallas de color mostaza y verde, y unas botas pesadas de estilo industrial. – Sí, puedo verte. – Eso es malo. Muy malo. Sam asintió en silencio. No sabía por qué era malo, pero intuía que era mejor darle la razón. El intruso miraba fijamente a Sam, como si estuviese indeciso sobre lo que hacer a continuación. – Y puedes oírme. Es obvio, es obvio, es obvio. Malo. Los afilados dientes brillaron de nuevo bajo la luz de la luna con un color azul eléctrico. Se produjo un leve crujido cuando la figura colocó un dedo en el poste de la cama. Sam sintió que el crujido le llegaba hasta la nuca y le movía el cabello. El intruso descargaba electricidad estática. Sam tuvo de repente una idea acerca de quién era aquella figura. -Has venido a por el diente, ¿verdad? Estaba estupefacto por la aparición del duende. Si alguna vez había pensado en un duende antes de aquella noche, se lo había imaginado como un ser frágil de un palmo de altura, con alas y un sombrero hecho con la capucha de una bellota. No desde luego un matón con unas botas enormes. – Quieres el diente, ¿verdad? – ¡Chsss! ¡No despiertes a toda la casa! ¿Cómo puede ser que me veas? ¿Cómo me has encontrado? No respondas. Espera. El duende alzó una mano perfectamente arreglada, con cinco dedos de marfil extendidos y un anillo plateado en cada uno de ellos. – ¿Cuántos dedos ves? – Cinco. – Esto está mal. Muy mal. El duende se colocó dos dedos sobre el puente de la nariz. Parecía estar pensando. – Esta es la peor de todas las situaciones posibles. La peor. -¿No quieres el diente? – ¿Eh? – El diente. ¿No lo quieres? -Sam extendió la palma de la mano donde estaba el diminuto incisivo. El duende se levantó y contempló durante un buen rato el diente que le era ofrecido hasta que por fin lo aceptó. Sam sintió una leve descarga eléctrica con el roce. El duende retrocedió hasta la ventana y alzó el diente bajo la mortecina luz de la luna. – ¿Te das cuenta del problema en el que estamos metidos? ¿Los dos? ¡Me has visto! ¿Sabes lo que eso significa? El duende giró el diente bajo la débil luz. – ¡No grites! Vas a despertar a papá y a mamá. – ¡Que se jodan! El veneno que condensaba aquella expresión dejó a Sam estupefacto. – ¡Se lo diré! El duende se acercó hasta la cama, extendió una mano hacia el rostro de Sam y tapó la boca del muchacho con aquellos dedos que eran tan elegantes y esbeltos como fuertes. De nuevo sintió un pinchazo eléctrico. La mano retorció la fofa carne de los carrillos de manera violenta mientras las uñas se le clavaban en el rostro. – Y ¿qué les vas a decir?, ¿que has visto a un duende? Van a pensar que estás como una puta cabra. ¿Sabes lo que les hacen a los locos? En la habitación de al lado se produjo un sonido sordo y se oyeron unos muelles de cama. La mano se apartó. – ¡Joder! -dijo el duende mientras se subía a la cama y colocaba una gran bota negra en el alféizar-. Me largo. – ¡Espera! ¡No me has dado nada! ¡Por el diente! El duende lo miró sorprendido. Lanzó otra mirada a la ventana por la que había entrado y pareció atrapado durante un instante mientras se debatía entre escapar o cumplir un contrato inquebrantable. Oyeron pasos que se acercaban desde la habitación contigua. Tras rebuscar de manera nerviosa en un bolsillo, el duende sacó una moneda de plata de seis peniques y la lanzó al aire. La moneda parpadeó a la luz de la luna haciendo giros mientras caía. Los seis peniques aterrizaron suavemente sobre la almohada antes de desaparecer limpiamente a través de ella. Sam deslizó una mano por debajo pero se detuvo cuando el duende le gritó de forma violenta. – Déjala hasta por la mañana, mocoso. ¡Ya me has oído! No la toques hasta mañana. Se oyó el quejido de una bisagra, y la madera del suelo crujió. El duende se alzó sobre el alféizar. – ¿Te veré de nuevo? -preguntó Sam. – Desearás no haberme visto nunca. El duende saltó por la ventana justo cuando se abría la puerta del dormitorio de Sam. La luz del pasillo se coló en el interior. Era su madre, que encendió la lamparita de noche. – ¿Estás bien, Sam? Me ha parecido que hablabas en sueños. ¿Has abierto tú la ventana? La cerró y echó las cortinas. Le alisó de nuevo la almohada y lo besó en la frente antes de estirar las mantas. – Vuelve a dormir -dijo. |
||
|