"Verdad Fria" - читать интересную книгу автора (Stewart Mariah)3Cass pasó por encima del montón de correo tirado como naipes repartidos en el piso dentro de su puerta delantera. Sacó la más cercana a la lámpara -una cosa vieja fea de porcelana que había pertenecido a su abuela- y recogió la basura, la cual procedió a revisar. Propaganda, propaganda, propaganda, cuenta, cuenta, propaganda, revista, basura. Llevó toda la pila a la cocina y echó la propaganda en el basurero antes de poner las dos cuentas y la revista en el mostrador. Ella prendió la luz del techo y abrió el refrigerador, sacó una cerveza, desenroscó la tapa, y tomó un largo y calmante trago mientras escuchaba los mensajes en su contestador automático. Cass no estaba segura de cual la exasperaba más, el que colgaron, o el mensaje de su prima, Lucy, recordándole que llegaría al pueblo la semana próxima, pero aún no había decidido cuánto tiempo se quedaría y esperaba que Cass no tuviera algún problema con eso. Maldita sea. La última cosa que quería Cass ahora mismo era compañía, que tendría que ser, en el peor de los casos, entretenida, y en el mejor de los casos, tolerada, por un período indefinido de tiempo. Incluso si esa compañía era uno de sus parientes vivos más cercanos y hubiera sido, hace siglos, su amiga más cercana. El rugido de su estómago recordó a Cass que no había comido desde el desayuno, y de repente le pareció muchísimo tiempo. Apartó una de las dos sillas de la mesa y se sentó, y luego la otra y descansó sus pies sobre el asiento y su cabeza en sus manos. Ver el cuerpo de la mujer muerta por la mañana la había sacudido más de lo que ella había dejado entrever. Recordar que tendría que compartir su casa con Lucy el próximo mes no era más que la guinda del pastel de ese día. Entre hoy y el jueves, tenía que encontrar tiempo para poner sábanas limpias en la cama de Lucy. Abastecer la cocina con comida verdadera. Tener algo de beber en el refrigerador además de un pack de seis cervezas y el té helado de la tienda local abierta las 24 horas del día. Y tenía que encontrar tiempo para pasar la aspiradora. Quitar el polvo. Limpiar el baño. Todas las tareas que en general aplazaba hasta que ya no podía evitarlas. Se mordió el labio inferior, preguntándose cuándo, en medio de una investigación de homicidio, encontraría tiempo para hacer la casa acogedora. El hecho de que la propiedad de Lucy en la casa en la playa era igual a la suya no se le escapó a Cass. Sus abuelos habían dejado todo divido por igual entre sus dos únicas nietas. Que Cass hubiese optado por vivir en la casa durante todo el año nunca había sido un problema entre las dos mujeres. Lucy, que estaba casada y tenía una hermosa casa en Hopewell, estaba contenta con su mes en la costa de Jersey todos los años y no podía importarle menos que Cass hubiese hecho del bungalow su residencia permanente. Dios sabía que Cass estaba agradecida por los otros once meses del año en que tenía la casa para ella sola. Y debería estar agradecida -ella estaba agradecida- de que Lucy venía sola este año y no traía a su marido y sus dos niños con ella como lo hacía cada dos años. ¿Qué pasaba con eso?, Cass se preguntó mientras tomaba otro trago de la botella, muy consciente de que se estaba concentrando deliberadamente en Lucy como un medio para evitar pensar en el cuerpo que habían encontrado en el pantano. El teléfono sonó, y Cass se paró para mirar el identificador de llamadas antes de responder. Descolgó. – Hola. Ella escuchó durante varios minutos sin responder, luego dijo simplemente, – Gracias. Nos vemos por la mañana. El cuerpo tenía ahora un nombre y una historia. Cass se apoyó contra el mostrador y picoteó la etiqueta en la botella de cerveza hasta que sólo tiras delgadas permanecieron intactas, lo despegado escondido en el puño de una mano. Linda Roman había tenido treinta y un años, un año más joven que Cass. Vivía en Tilden, trabajado en una sucursal del banco de Cass, y ella tenía un marido de cuatro años y una hija de dieciocho meses de edad. Demasiado joven para recordarla realmente, Cass pensó. Todo lo que la niña sabría alguna vez de su madre lo aprendería de otros. Cass suspiró cansadamente. Al menos ella había sido mayor cuando había perdido a su familia. Tenía vívidos recuerdos de su madre, su padre y su hermana. Si lo intentaba con mucha fuerza, casi podía recordar el sonido de sus voces. Casi, pero no del todo. Había sido hace mucho, mucho tiempo atrás. Y ahora otra niña tendría un triste aniversario para recordar, año tras año. Se le ocurrió a Cass que lo que la hija de Linda Roman más recordaría de su madre sería la fecha en la cual falleció. Cass vació la botella en el fregadero y la tiró a la basura, ya que rara vez o nunca, recordaba mantener el reciclado al día. Abrió el refrigerador y buscó algo que poder calentar en el microondas para la cena, pero nada le atrajo. Llamó para pedir comida y tomó una rápida ducha en el pequeño baño anticuado del bungalow. Mucho tiempo había pasado desde que se renovó el cuarto de baño -por no hablar de la cocina- pero cada vez que Cass pensaba en ello, y consideraba las opciones, le entraba un dolor de cabeza. Una vez el pasado verano, a insistencia de Lucy, había hecho todo el camino a la tienda de reformas local para ver lo que estaba disponible, pero había vuelto a casa en menos de cuarenta minutos, con su cabeza dándole vueltas. Todo lo que había querido era una simple bañera con ducha, un nuevo inodoro, un nuevo lavamanos. Algún nuevo azulejo. Pero había encontrado todas las elecciones abrumadoras y la dejó con menos idea de lo que deseaba que cuando había salido. Me gustan las cosas simples, estaba pensando mientras se secaba el cabello y las piernas. Simple, fácil, básico. La única mejora real que había realizado desde que se había trasladado fue comprar un nuevo horno microondas, -un accesorio necesario, ya que le permitía recalentar las sobras o comida para llevar- y un nuevo refrigerador, porque el otro había entregado el alma tres años atrás. Aparte de esos dos artículos, ni siquiera se había molestado en cambiar el color de las paredes o las viejas alfombras. Pero lo haré, se aseguró a sí misma. Tan pronto como tenga tiempo, lo haré. Ella reconoció su aplazamiento por lo que era. Al igual que reconoció que por la última hora, había pensado en todo menos en el cuerpo en el pantano. Cass se puso un pantalón de chándal y una vieja camiseta de rugby dejada por un antiguo novio, y se calzó un par de chanclas de goma. Rara vez llevaba otra cosa en sus pies en los meses de verano cuando no estaba trabajando, aunque se vería en apuros para explicar por qué le gustaban tanto. No eran muy prácticas, como las que cubrían el pie y, sin embargo, ella se había comprado en casi todos los colores que pudo encontrar. Rosa, amarillo, rojo, azul, blanco, turquesa, y ese año el nuevo favorito, naranja. Ella caminó las cuatro cuadras al nuevo restaurante de comida mexicana para llevar y recogió su orden. Consideró quedarse y comer allí, -el lugar estaba casi vacío-, pero el propietario del restaurante estaba demasiado ansioso por discutir el crimen con ella. – Hola, Detective. ¿Usted está en la investigación? ¿El cuerpo dejado en Wilson's Creek? -Preguntó. – Sí. – Bueno, ¿estuvo allí? ¿Lo vio? – Sí, estuve allí. – Debe haber sido extraño, ¿eh? – Sí. – Entonces, ¿tienen algunas pistas? ¿Sospechosos? Sé que dicen en la televisión que no tienen pistas, pero a veces dicen cosas así para despistar al asesino, ¿sabe? – La investigación apenas comienza. -Sacó su billetera, esperando darle el importe de su orden para poder pagar y escapar, pero él mantenía la bolsa con su comida como si se tratara de un rehén. Tenía a su cautivo e iba a aprovechar la situación, así tendría algún chisme de adentro que servir en el plato a la multitud en el desayuno por la mañana. – He oído que acaban de averiguar quién era. Linda Roman era su nombre, dijeron. No me suena. ¿La conocía usted? – No. No la conocía. – Alguien que estuvo más temprano dijo que la conocía de su banco. ¿Usted tiene cuenta ahí? – Sí. Ahora, si puede… – Supongo, le apuesto que mi prima Roxanne la conoce. -Él chasqueó sus dedos-. Ella trabaja para ese banco. Una rama diferente, pero apuesto a que todos se conocen entre ellos. Creo que voy a llamarla y ver si… – Dino, odio interrumpir, pero tengo que irme. – Oh, claro, claro. Lo siento. -Él se rió cohibido y marcó el total en la anticuada caja registradora-. Es tan raro tener algo así en Bowers Inlet, ¿sabe? Cuando me enteré esta mañana, yo dije, «Oye, de ninguna manera». Entonces, cuando algunos de los chicos del periódico se detuvieron al mediodía y nos dijeron lo que estaba pasando abajo, dije, «¡No jodas!» Cass le entregó un billete de diez dólares y se despidió con el cambio en la mano, deseosa de salir de la pequeña tienda y la curiosidad excitada de su dueño. Empujó la puerta mosquitera y se dirigió de nuevo a las tranquilas calles de Bowers Inlet. Las aceras estaban desiertas ahora, siendo casi las ocho de la tarde, los demás residentes de todo el año, sin duda, estaban todos en casa viendo los informes especiales de noticias relacionados con el asesinato. Se preguntó quien entre ellos podría haber conocido a Linda Roman; quien, detrás de las sombras de las casas por la que Cass pasaba, podría llorar su muerte. Como policía, sabía que no debería dejar que le afectara, pero lo hizo. Dios lo sabía, lo hizo. Se volvió en el angosto sendero delante de su pequeña casa, notando que una vez más ese año, la hierba había crecido en obstinadas matas en la arena gruesa en el patio delantero. Este fin de semana se acordaría de sacarlo y rastrillar la arena para que se aplanara y hubiera menos malezas. Tal vez incluso pondría una vasija con algún tipo de flor de verano cerca de la acera. Si se hacía tiempo. Lo cual probablemente no haría. La abuela Marshall solía poner tiestos con petunias al final del sendero. Petunias rojas. Las macetas estaban todavía en alguna esquina olvidada del garaje. Cass nunca las habían tirado, pero tampoco los había llenado. Lucy, por otro lado, los buscaría si Cass lo sugiriera. Lucy no podía quedarse quieta durante más de cinco minutos, y nunca había sido una de las que dejan las cosas estar. Ella subió los desgastados escalones de madera y por la puerta mosquitera que se abría hacia el porche que daba a la parte delantera de la casa, observó que la malla que recubría todo el porche tenía un rasgón aquí y allá. Ponlo en la lista de cosas por hacer, se dijo a sí misma mientras abría la puerta y se dirigía a la cocina. Simplemente ponlo en la lista. Cass puso algunos burritos del envase en un plato, y sacó una botella de agua de la pequeña despensa. Se metió la botella bajo el brazo y agarró un tenedor del cajón de al lado del fregadero y llevó su cena a la sala de estar, donde se sentó en el mismo sofá desgastado en que se había sentado siendo niña, y miró bajo los cojines en busca del control remoto de la televisión. Ella agarró el informe especial sobre los eventos del día en la estación local, y contempló en la pantalla como el presentador repetía todos los detalles de la lamentable muerte de Linda Roman. Cass dejó la botella en la mesa de café y apoyó sus codos sobre sus rodillas. Había estado luchando un combate contra la melancolía desde temprano esa misma mañana, llevándolo dentro de ella y tratando de fingir que no estaba allí. Todo lo que ella había hecho durante todo el día -a partir de las entrevistas que había llevado a cabo, a las fotos que había visto y los informes que había escrito, a la cerveza que ahora ingería- todo había sido calculado para impedirle concentrase en lo que le había pasado a Linda Roman en aquel pantano, porque pensar demasiado la podría llevar por caminos que no deseaba transitar. Es demasiado tarde ahora, sin embargo. Había hecho contacto visual con la foto de Linda y su familia. Ella había permitido sentir lo que la niña de Linda Roman sentiría, y supo que estaba perdida. – Hijo de puta, -susurró mientras videos de Linda Roman aparecían en la pantalla de la televisión. Linda con su marido en el día de su boda. Linda con su hija recién nacida. Linda y su hermana en la playa con sus bebés ni hace dos semanas. Mirar hacía a Cass enfermar. Literalmente. Dejó el agua sobre la mesa y entró el cuarto de baño, y vomitó hasta que no quedo nada en su estómago que ser expulsado. Sólo entonces regresó a la sala de estar, donde apagó la televisión y las luces exteriores, recogió su plato de comida, y lo llevó a la cocina, donde la botó a la basura. Ella verificó la cerradura en la puerta trasera, y se acostó. Una vez bajo las cubiertas, Cass se ovilló y lloró por Linda Roman y por todas las Linda Roman cuyas hermosas vidas les había sido arrebatada sin ningún motivo, excepto los que alguien que había querido, alguien que había podido. El sueño tardó mucho en llegar, y no había durado el tiempo suficiente para que Cass se sacudiera la fatiga que había estado molestándola. Por encima de todo lo demás -o quizás debido a ello- la pesadilla había vuelto, y en consecuencia, Cass se había vestido y había escapado de la casa, dirigiéndose hacia la playa desierta. A media cuadra de distancia podía escuchar los golpes del oleaje, y la guió la noche. Ella caminó directamente al mar y dio la bienvenida al frío rocío mientras las olas se arrojaban con abandono hacia la orilla, dio la bienvenida a la sensación de la marea arremolinándose en sus tobillos en la oscuridad. Caminó a lo largo de la playa hacia el embarcadero más cercano, donde se sentó en compañía de sus propios fantasmas hasta que el sol salió. Luego, sabiendo que para hacer su trabajo tendría que mantener sus propias emociones bajo control, sus recuerdos a raya, volvió sobre sus pasos hacia el bungalow, recuperó su rumbo, y enderezó su espalda con determinación. Se vistió para el trabajo, comprometida a hacerle justicia a Linda Roman, lista para comenzar la búsqueda del hombre que la había matado. |
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