"Reencuentro" - читать интересную книгу автора (Vincenzi Penny)Capítulo 5 Dolía. Dolía mucho. A veces era como un dolor físico. Y era muy injusto. Que él la despreciara y despreciara lo que hacía. Se suponía que la amaba, por el amor de Dios. Siempre le decía que la amaba. Y que la necesitaba. A veces, sólo a veces, pensaba en serio en enfrentarse a él y decirle que no podía más, que aquello no era un matrimonio como ella lo entendía. Pero le faltaba el valor, ésa era la pura verdad. Además, él era demasiado inteligente para ella: siempre vencía en las discusiones. Debería haber sido abogado, pensaba Clio amargada, mientras apretaba el timbre para que pasara otro paciente, y no cirujano, habría… – Ah, Clio, antes de que te pase a la señora Cudden, Jeremy ha llamado. ¿Otra vez? Hacía sólo media hora que la había llamado por última vez. – ¡Jeremy! Pero si sólo… Creía que estaba en el quirófano. – Parece que está en casa. ¿Quieres llamarlo ahora? – Mmm… Lo pensó rápidamente. Si no le llamaba, se enfadaría; si le llamaba, también, porque diría que no podían hablar con tranquilidad. – No, ahora no. La señora Cudden lleva años esperando. Si llama otra vez, dile… dile que estoy ocupada. – De acuerdo. Quería a Jeremy, sin duda le quería, y estaba contenta de estar casada con él: al menos casi siempre. Además le gustaba llevar la casa, lo que era bastante irónico, teniendo en cuenta sus logros y ambiciones profesionales. Y le encantaba su trabajo. Le encantaba. Era un placer llegar a conocer a sus pacientes, involucrarse en sus vidas, saber cuándo ser expeditiva y cuándo dedicarles más tiempo. También era agradablemente diferente del trabajo de hospital, donde veías a gente que no conocías de nada unas pocas veces y después no volvías a verlos nunca más. Era un placer convertirse en una parte de sus vidas, casi una amiga, un consuelo, un apoyo. A Clio le compensaba mucho la relación. Lo que no sabía antes de trabajar en el hospital era hasta qué punto recaía la responsabilidad sobre el médico de familia. Eras el último en la cadena, el contacto con los pacientes. Confiaban en ti. Sobre todo los mayores. Tenía una pareja, los Morris, que le caían en especial bien. Los dos contaban más de ochenta años, y aún podían cuidarse uno a otro en su casa, que tenían inmaculadamente limpia y ordenada, pero debían tomar pastillas y la dosificación era bastante complicada. Si no se las tomaban, se desorientaban y entraban en una cruel espiral descendente, y su única hija vivía a sesenta kilómetros de distancia y o bien no podía o no quería ayudarles. Ya había recibido un par de llamadas de los servicios sociales informando de que no habían hecho algunas comidas, y al ir a verles se había encontrado a la señora Morris en camisón, sentada en el jardín, y a su marido vagando por la casa buscando el hervidor de agua. Clio lo había encontrado dentro de la lavadora. – Un día más y quién sabe qué podría haberles sucedido -dijo Clio a Mark Salter-, pero les hice tomar la medicación, convencí a Dorothy para que entrara en casa y les llamé más tarde. Ya estaban más animados, tomando el té y mirando la tele. Entonces me acordé de esos dispensadores de medicamentos que dejó un visitador y les llené dos con la dosis de una semana. Puedo seguir haciéndolo todas las semanas. – Eres muy buena, Clio -dijo Mark-. Eso va más allá de tu obligación. – Mark, piensa en la alternativa. Les meterían en una residencia en menos de un mes. – Es absurdo -dijo él con voz cansina-. La asistente que va cada mañana a ayudarles a vestirse podría darles perfectamente la medicación, pero no le está permitido. Malditas normas. ¡Dios mío! ¡Cuando pienso en los viejos tiempos, cuando mi padre dirigía esta consulta! – Lo sé -dijo Clio apaciguadora-. Pero las cosas han cambiado. No podemos hacer nada, Mark. La casa de los Morris me pilla de camino, no me cuesta nada. Pero Jeremy sí era un problema. No era sólo que de forma constante, aunque sutil, despreciara su trabajo. Era que creía que podía dejarlo a un lado siempre que él quisiera. Si él volvía temprano a casa y ella seguía en el trabajo, se presentaba en la consulta y le mandaba un mensaje diciendo que había ido para llevarla a cenar o al cine, y después se sentaba en recepción, preguntando en voz bien alta a la recepcionista si el paciente que le pasaba era el último. Armaba un escándalo espantoso si ella tenía turno algún fin de semana (uno de cada cinco) y mostraba una falta de interés total por sus pacientes y sus problemas, mientras esperaba que ella mostrara un inmenso interés por los suyos. Había llegado a un punto en que un día había preguntado a Mark Salter si sería posible reducir su semana laboral a cuatro días. Él había comprendido el problema y había accedido. – Eres demasiado valiosa para perderte -había dicho sonriéndole-. Si puedes trabajar cuatro días, nos adaptaremos. Jeremy había estado satisfecho con eso una temporada, pero su agitación -Clio no sabía cómo llamarla de otra forma- aumentaba otra vez. Había otro problema también, o al menos una inquietud: algo que sólo sabía ella y que empeoraba cada día. O mejor dicho cada mes. Estaba recogiendo sus cosas cuando Margaret, la recepcionista, volvió a llamarla. – Perdona, Clio, pero tengo a una tal señora Bradford al teléfono. Dice que quiere hablar contigo un momento. ¿Te puedes poner? – Claro. A Clio le caía bien la elegante señora Bradford, con sus cabellos rubios lustrosos y su ropa de moda. Había ido a la consulta hacía unas semanas para pedir unos somníferos. Clio había extendido la receta y había añadido impulsivamente: – Me gusta mucho su chaqueta. – Qué amable. Pues es de mi… de nuestra tienda. ¿La conoce? Caroline B en High Street. Es una chaqueta de Max Mara, tenemos muchos artículos de esa marca. Aunque ésta es de la última temporada. – Es que me encanta la pata de gallo -dijo Clio- y estoy buscando algo para ponerme en una conferencia en octubre. – Pues cuando llegue la nueva colección, la llamaré. Estaré encantada de ayudarla a elegir algo. Siempre digo que así se ahorra mucho tiempo. Algo que las mujeres trabajadoras no tenemos. – Sería estupendo -dijo Clio, y se olvidó enseguida. – ¿Señora Bradford? -dijo Clio-. ¿Qué puedo hacer por usted? – Le prometí que la llamaría -dijo Jilly Bradford con su voz anticuada y de buen tono- para avisarle cuando llegara la colección de Max Mara. Tiene chaquetas muy bonitas. ¿Quiere que le reserve un par? Imagino que usa una treinta y ocho. – Ojalá -dijo Clio-. Pero uso la cuarenta. – Bueno, esta marca tiene un tallaje generoso. Estoy segura de que la treinta y ocho le irá bien. ¿Cuándo quiere pasar? – ¿El sábado por la tarde? – Perfecto. Me alegraré de volver a verla. No la entretengo más. Adiós, doctora Scott. – Adiós, señora Bradford. Y gracias. Jeremy estaba de muy mal humor cuando Clio llegó a casa. Estaba mirando las noticias del Canal 4 y comiendo pan con queso. – Oh, cariño, no te llenes con eso. Tengo una trucha muy buena para cenar. – No podía esperar. Llevo horas aquí solo. – ¿Por qué? ¿No tenías un montón de pacientes? – Díselo a los gerentes del hospital. A ellos y a sus malditos objetivos. Sabes tan bien como yo cómo va. Tres caderas esta mañana y después una fusión de médula complicadísima esta misma tarde. Pero eso no es suficiente, claro. Sólo cuatro operaciones en un día. Me dicen que haga tres caderas más y aplace la fusión. Además no había bastantes enfermeras en el quirófano esta tarde, así que sólo pude hacer una operación. ¡Qué asco de sistema! Me gustaría coger a ese imbécil de Milburn por el cuello y obligarlo a pasearse por unas cuantas unidades medio vacías y después obligarlo a sentarse en la sala de trauma durante un par de días. – Querido -dijo Clio con calma-, sé que es un asco, pero no podemos hacer nada por arreglarlo. ¿Por qué no me haces compañía mientras preparo la cena? – Pensaba que este fin de semana podríamos ir a alguna parte -dijo él, sirviéndose una copa de vino-. ¿Qué te parece? – Me gusta la idea. Sí. – ¿No estarás de turno o una de esas cosas absurdas? Haciendo un esfuerzo Clio ignoró lo de «absurdas». – No. No, tranquilo. Está de turno Jane Harding, la otra doctora, porque el fin de semana que viene, que estoy yo de turno -dijo valerosamente-, viene su hermano de Estados Unidos y… – He pensado que sería divertido ir a París -dijo él, interrumpiéndola-. ¿Te gustaría? – Oh, Jeremy, sí. Sí. Me encantaría. – Bien, buscaré billetes baratos. Clio soltó un suspiro de alivio. Estaba haciendo las visitas domiciliarias cuando sucedió. Había llamado a la puerta y estaba pensando, bastante irritada, por qué una mujer que estaba tan preocupada por su hijo que tenía fiebre y vomitaba hasta el punto de llorar por teléfono podía tardar tanto en abrir la puerta. La había visto mirando la tele a través de la ventana al acercarse a la puerta. Volvió a llamar. La mujer le abrió la puerta. Estaba pálida y su expresión era angustiada. – Oh, doctora. Sí. Hola. ¿Se ha enterado de la noticia? – ¿Qué noticia? – Un avión acaba de estrellarse contra una de las Torres Gemelas de Nueva York. De lleno. La ha hecho estallar. Ha sido horroroso. Es como ver una película de catástrofes. Pase, por favor, Chris está en el salón viéndolo conmigo. Y Clio intentó concentrarse en el niño febril, a la vez que miraba lo que se convertiría en la imagen más famosa de la historia, impactada y aterrada por lo que veía, las violentas explosiones y la gran masa de humo oscuro alzándose en la brillante mañana de Nueva York, cuando de repente recordó a Jane Harding hablando de su hermano: «Trabaja en el World Trade Center, tiene un trabajo muy importante…». – Dios santo -exclamó-. Dios santo, pobre Jane. – ¡Jeremy, cállate! Es sólo una noche. Me reuniré contigo el sábado por la mañana. Buscaré un vuelo barato. No creo que tenga problemas en encontrarlo. No puedo creer que tengamos esta conversación. ¿Y si fuera tu hermano? Si es que puedes imaginarte algo así, porque es evidente que no puedes. Como siempre que se enfrentaba a sus raros accesos de rabia, él se echó atrás. – Perdona. Sí. Claro, tienes razón. Iremos los dos el sábado. Lo siento. Por supuesto que tienes que hacerlo. El hermano de Jane Harding había muerto. O dieron por supuesto que había muerto. Más tarde todos reconocerían que lo peor era eso, no saberlo con seguridad. – Mamá quiere que vayamos -dijo Jane por teléfono al día siguiente, con la voz llorosa-, pero papá dice que es demasiado peligroso. Es horrible para ellos. Bueno, lo es para todos. Saltaban al vacío por las ventanas, Clio, treinta, cuarenta pisos, para escapar como fuera. ¿Y si fue eso lo que hizo Johnny? O quizás intentó bajar la escalera. Hay una línea de ayuda, pero… de todos modos, no puedo dejar solos a mis padres, están deshechos. Lo siento, Clio. Siento estropearte el fin de semana. – No seas tonta -dijo Clio-, no tiene ninguna importancia. Se habían repartido el fin de semana entre todos: Mark haría el sábado y Graham Keir, el socio sénior, el domingo. – Pero no hay nadie más para hacer el viernes -dijo Mark-. Lo siento, Clio. – Mark, no te disculpes. Lo haré encantada. Ni lo menciones. A Jeremy no le importará. La apabulló lo mucho que le importó, hasta que ella le puso en su lugar. El país entero estaba conmocionado. No se hablaba de otra cosa. Las imágenes, las famosas imágenes de las torres cuando los aviones chocan contra ellas, cuando explotan y se desmoronan. Las personas que llaman a sus seres queridos desde las torres para despedirse. Hubo terror aquellos primeros días; todos se preguntaban con miedo: ¿y ahora qué? Se cancelaron miles de vuelos. Clio aceptó encantada que Jeremy quisiera aplazar el viaje y le dijo a Mark que ella cubriría el sábado también. – Jeremy va a visitar a unos pacientes privados el sábado, así que no me cuesta nada. Hubo poca gente en la consulta. Era como si la gente no quisiera quejarse de enfermedades insignificantes cuando había tanto dolor en el mundo. Jeremy llamó para decir que no volvería hasta la tarde. A mediodía Clio se encontró sin nada que hacer. Y entonces se acordó de la llamada de Jilly Bradford. Eso sería divertido. Llegó a la tienda sobre las dos, y estaba muy vacía, como toda la ciudad. Nadie estaba de humor para compras. De repente, Clio se sintió culpable. Jilly le sonrió y dijo que se alegraba mucho de verla. – Qué desgracia. He estado a punto de no abrir, pero no he querido que ganaran ellos. Me refiero a los terroristas. Mire, tengo sus chaquetas aquí y unos tops que pensé que le gustarían. La acompañaré a uno de los probadores para que se tome su tiempo. ¿Le apetece un café? – Me apetece mucho, sí. Gracias. Las chaquetas eran una preciosidad. Después de dudar un rato decidió quedarse las dos. – Y el top negro me gusta mucho, el liso. – Bien. ¿Sabe? Ahora que tengo su número, en el futuro la llamaré siempre que llegue algo que crea que pueda ser para usted. Si le parece bien, claro. – Sí, muy bien -dijo Clio-. Normalmente nunca me acuerdo de la ropa hasta que la necesito. Se miró al espejo, vestida ya con su ropa de antes, la falda de cheviot cómoda, la blusa de rayas y el plumón sin mangas, y pensó que era evidente. – Bueno, para eso estamos -dijo Jilly sonriéndole-, para pensar por ustedes. Somos bastante más que una tienda. – Sí, ya me he dado cuenta. Mi tarjeta y… La puerta se abrió de golpe y entró una chica como una tromba: una chica muy guapa, con el pelo largo y ondulado, los ojos oscuros y vivos, y unas piernas extraordinariamente largas enfundadas en vaqueros gastados y rotos con mucho cuidado. – Hola, abuela. Sé que me he adelantado. Es que no aguantaba más a papá hablando de terroristas. Es como si creyera que van a invadir nuestra calle. ¡Oh, perdone! -dijo al ver a Clio frente a la caja. – No pasa nada, cariño. No es que esté muy ocupada. Doctora Scott, es mi nieta Kate Tarrant. Kate, te presento a la doctora Scott. – ¡Hola! -dijo la chica. Miró a Clio, sonrió brevemente y se metió en la trastienda. – De vez en cuando Kate pasa el fin de semana conmigo -dijo Jilly, devolviendo la tarjeta de crédito a Clio-. Nos llevamos muy bien. – Se nota. ¿Vive en Guildford? – No, mi hija y su marido viven en Ealing. Algo en la forma en que lo dijo le sonó raro a Clio, pero no supo muy bien qué era. – Bien, gracias otra vez -dijo-, espero no tener que verla en la consulta. Usted ya me entiende. – Abu… -La chica había aparecido otra vez, y volvió a dedicar su deslumbrante sonrisa a Clio-. Voy a salir a comprar unos bocadillos. Me muero de hambre. No tienes coca-colas en la nevera. – Lo siento, cariño. Sí, ve y cómprame a mí también. Bocadillo, no coca-cola. Toma dinero. – Gracias. -Y se fue. – Qué guapa es -dijo Clio-. Se parece a usted. – Me encanta oír eso -dijo Jilly-. Pero en realidad… La puerta tintineó: otra cliente. Clio sonrió y recogió sus bolsas. – La dejo tranquila, gracias de nuevo. Una vez en la calle se paró un momento buscando a la chica con la mirada calle arriba y abajo. Había algo en ella. Algo que le sonaba vagamente. No sabía qué. La gente a menudo preguntaba a Martha si había algo concreto que hubiera provocado el cambio, que la hubiera convencido de darle un vuelco a su vida, de arriesgar todo por lo que había trabajado tanto, y ella decía que sí: había sido el día que había entrado en el ala mixta del hospital de St. Philip, donde Lina estaba ingresada, muriéndose silenciosa y discretamente de un cáncer inoperable de hígado, muy angustiada porque había mojado la cama (pidió durante horas una cuña que no llegó) y apagándose poco a poco, en un entorno que sólo podía describirse como miserable. Martha había encontrado una enfermera y había exigido que le cambiaran las sábanas, y cuando la enfermera había dicho que no tenía tiempo, había ido a la habitación rotulada con la palabra suministros y había cogido sábanas limpias, había sentado a Lina en una silla y se había puesto a hacer la cama ella misma. Una enfermera le había dicho que no podía hacerlo y Martha había contestado que lo estaba haciendo, ya que era evidente que nadie más iba a hacerlo, y no había nada más que decir. Había llamado a la jefa de enfermeras, que había preguntado a Martha qué creía que estaba haciendo. Martha se lo había dicho y había añadido, con mucha educación, que había pensado que estarían agradecidas por tener un poco de ayuda. Añadió, con sinceridad, que estaba dispuesta a limpiar el baño también, porque estaba en un estado deplorable y podía ser un foco de infección. Después de eso la mujer había suspirado y había dicho que ya lo sabía y que hacía rato que intentaba encontrar un momento para hacerlo. – ¿No debería hacerlo el personal de limpieza? -preguntó Martha. – El sindicato no les permite tocar vendajes usados o excrementos humanos. Hay un servicio que se ocupa de eso, pero hoy todavía no han venido. Yo… -Entonces alguien la había llamado porque un paciente se había arrancado la sonda, y la enfermera se había marchado. Martha se quedó acariciando cariñosamente la mano a Lina, pensando agradecida que la operación de su madre (una fusión de la espina lumbar) se había hecho en una clínica privada. Aunque eso no ayudaría a Lina, ni a todas las demás Linas. Eso había sido en junio. En agosto, una amiga de Lina le dijo, secándose los ojos llorosos con la gamuza que estaba usando para limpiar la mesa de Martha, que Lina había muerto. – Han dicho que había muerto de cáncer, señorita Hartley -explicó-, pero creo que se le rompió el corazón. Pensaba que le había fallado a su familia, y no pudo soportarlo. Y Martha, también llorando, recordando la cara amable y cariñosa de Lina, su heroica batalla para cuidar a su familia, se preguntó si podía hacer algo, lo que fuera, para mejorar las cosas, no para Lina (para ella era demasiado tarde), sino para las demás personas a quienes su país, que parecía haber perdido el rumbo, estaba fallando. Se sintió mal todo el día, y no rindió nada en las reuniones. Aquella tarde, cuando su amigo Richard Ashcombe la llamó para decirle que no podría ir al cine con ella, también le sentó fatal. – Lo siento, Martha. Me había olvidado de que tenía que cenar con mi primo. No puedo escaquearme. – Claro que no. Era absurdo, pero la voz le temblaba y estaba a punto de llorar otra vez por esa última decepción. – Martha, ¿qué te pasa? – Nada, nada. Estoy bien. En serio. Es que he tenido un día horrible. – Lo siento, pero es que tengo que ir. Claro que podrías venir conmigo, si te apetece. No tenemos mucho en común. De hecho a veces no sabemos qué decirnos. Sé que le caerás bien y es un político, así que podrás hablar con él de tus teorías. – ¿Qué teorías? – Bueno, lo de que el país se está yendo al carajo, que le está fallando a sus ciudadanos. – ¿Tan pesada soy? – La verdad, sí. Pero él seguro que no lo ha oído nunca. Y yo puedo emborracharme y no escuchar. Ven, Martha, me harás un favor. – Bueno. -Era una idea interesante-. Puede ser divertido. Si crees que no le va a importar. Gracias, Richard. Pero primero llámale y pregúntaselo, ¿de acuerdo? ¿Cómo se llama tu primo? – Marcus Denning. – ¿Qué? ¿El ministro de Cultura? -preguntó Martha. – Bueno…, el ayudante del ministro de Cultura en la sombra… Te llamaré antes de salir. – Gracias, Richard. Llegaban tarde a la Cámara de los Comunes. El tráfico estaba fatal y al final pagaron al taxista y caminaron medio kilómetro. Mientras pasaban los abrigos y los maletines por la cinta de seguridad vieron a Denning, muy impaciente, mirando el reloj. Martha pasó por el arco de seguridad y sonó la alarma (como siempre), se dejó registrar (como siempre era culpa de sus joyas) y entonces, muy avergonzada, se acercó a Denning delante de Richard, que se había quedado atrás para abrir el maletín y mostrar su contenido. – No sabe cuánto lo siento -dijo-, primero me impongo en su velada y después llego tarde. Richard le ha avisado, espero -añadió, viendo su expresión desconcertada-, de que iba a venir conmigo. – No lo ha hecho, no. Pero es una agradable sorpresa. -Le ofreció la mano-. ¿Usted es? – Martha Hartley. Richard y yo trabajamos juntos. – Ah. ¿Otro abogado? – Sí, me temo que somos muchos. – Bien, seguro que nos hacen falta todos. -De cerca parecía más joven. Ella le habría echado cuarenta y pico-. Richard, me alegro de verte. ¿Qué? ¿No van a encerrarte en la Torre? ¿No llevas armas letales en el maletín? Sonrió a Richard y a Martha le cayó bien. – Esta vez no. Siento el retraso. – No te preocupes por eso. ¿Nos vamos? Pensaba que podíamos ir al Salón Pugin. El Strangers'Bar está lleno. Hay mucha agitación con la Reforma de los Lores. – Nunca había estado aquí -dijo Martha-, bueno, sí, un día. Pero entré y salí en menos de cinco minutos. – ¿Ah, sí? Si le apetece podemos dar una vuelta. – Oh, no, por favor -dijo Richard-, una vuelta no. Me muero de hambre. – Entonces una minivuelta. Ya sabe lo que es esto… -Indicó el techo con la mano-. El vestíbulo central. La Cámara está por allí. Es magnífico, ¿verdad? – Es impresionante -dijo Martha, mirando la gran cúpula del techo, las ventanas de cristal tintado, los escudos heráldicos tallados en piedra sobre su cabeza, consciente de la intensa calidad del sonido. Pensó que la historia resonaba en ese sonido. – Y por allí… -dijo Marcus, guiándola por el vestíbulo-. Oh, hola, Hugh. Me alegro de verte. – ¡Marcus! ¿Qué te ha parecido? – Poca cosa, ya que me lo preguntas. ¿Has hablado con Buggie después? – Sí. Ahora iba a subir. ¿Y tú? – No. Me llevo a cenar a esta encantadora dama y éste es mi primo, que nos hará de carabina. Venga, Martha -dijo, guiándola hacia la derecha-. Antes de que nos marchemos, una de las baldosas del suelo del salón Pugin está mal puesta, ¿sabe cuál es? Buenas noches, Henry. ¿Te vas? Bien hecho… Venga a ver estos bustos, Martha, le divertirán. ¿Ve ese de Alec Douglas Home? Dicen que perdió las elecciones del 64 porque llevaba gafas de media luna; como ve aquí no las lleva. Bueno, ya estamos otra vez en los Comunes. Se nota cuando cambias, por las alfombras: la de los Lores es roja; la de los Comunes, verde. Los Lores también tienen un sonido con más clase para convocarlos, nosotros tenemos un timbre y ellos tienen una campana. Fíjese, Martha, ahí está la biblioteca. Mucha gente ha muerto practicando el sexo allí dentro. – ¿En serio? -dijo Martha, riendo. – Eso dicen. Aquí no está permitido morir en ninguna parte, por si no lo sabía. Te sacan del recinto como sea. Aquí tenemos el salón. Es famoso por la decoración y todo ese horrible papel pintado. Doblaron a la izquierda y entraron en una sala tan deslumbrante que Martha pestañeó. Con su magnífica vista del río, las paredes y el techo cubiertos con el papel pintado dorado Pugin, y una enorme lámpara suspendida en el centro, era más bien como una zona de recepción de un hotel enorme. Las sillas y los sofás estaban dispuestos en grupos, y había unos camareros ancianos cargados con bandejas de plata con bebidas. Marcus les guió hacia una mesa: alguien se levantó. – Marcus, hola. ¿Qué piensas de todo eso? – Una tontería. ¿De verdad esperan que nos entusiasmemos? – Creo que sí. ¿Quieres tomar algo? – No, no nos quedaremos mucho rato. Me llevo a estos dos a cenar. -Se sentó y saludó a alguien que pasaba-. ¡Buenas noches! Me alegro de verte. – Esto es como pasear por el pueblo de mis padres -dijo Martha riendo. – Es que esto es como un pueblo. Aquí trabajan unas dos mil personas. Tiene de todo: floristería, oficina de correos, peluquería de señoras… Y se puede tomar una copa las veinticuatro horas del día, si sabes dónde buscar. En eso no se parece a un pueblo, supongo. O puede que sí. Y funciona a base de chismes. ¿Qué os apetece? – Vino blanco con sifón, por favor. -Martha se sentía extrañamente cómoda y sonrió-. Me gusta esto. ¡De verdad! Cenaron en Patrick's, un restaurante en el sótano, junto al Embankment, que en realidad se llamaba Pomegranates. – A todos nos gusta -dijo Marcus-. Está muy cerca de la Cámara y su otra ventaja para la vida política es que se encuentra al lado mismo de Dolphin Square. Allí viven un montón de diputados. Antes era donde se mantenía a las queridas, pero ahora todos tenemos que portarnos como santos. – De santos nada -dijo Richard-. Se me ocurren nombres como Hinduja y Ecclestone. – Sí, vale, vale. Escándalos de diferente calaña, eso es todo. Mucho menos atractivos, diría yo. En fin, es un trabajo muy deprimente hoy en día. En las últimas elecciones ha habido menos votantes que nunca. El otro día leí que los políticos están incluso por debajo de los periodistas en la estimación de los ciudadanos. Eso sí es un juicio duro. – No debería sorprenderle -dijo Martha-. Todo el mundo se siente abandonado, desilusionado. No es sólo su partido, por supuesto, son todos. Y por ahora no hay oposición digna de mencionarse. O sea que la gente no vota. ¿Por qué habrían de votar? – Tiene razón. Y el talento político se está desperdiciando de una forma penosa. Veo que le interesa. – Oh, sí. – Pues debería hacer algo… Hola, Janet. Me alegro de verte. ¿Puedo presentarte a mi primo Richard Ashcombe, y a su amiga Martha Hartley? Martha miró a Janet Frean y, como siempre que se encontraba con una cara muy familiar en una persona desconocida, sintió que ya la conocía. Era una cara simpática, no precisamente bonita, pero sí atractiva, de rasgos marcados. Llevaba el pelo rojizo corto. Era alta y muy delgada, tenía buenas piernas y unas manos finas y elegantes. Sonrió a Martha. – Martha tiene puntos de vista interesantes -dijo Marcus-, deberías escucharla. – Me gustaría mucho, pero ahora no puedo. Estoy esperando a… Ahí está. Buenas noches, Nick. Ya conoces a Marcus Denning. – Claro. Buenas noches, Marcus. -Un hombre muy alto, joven y de aspecto desgarbado se acercó a la mesa-. Janet, no quiero parecer grosero, pero sólo tengo media hora. Después debo volver a la Cámara. El señor Mandelson va a concederme un poco de su valioso tiempo. ¿Chad está aquí? – No, pero estará aquí en cinco minutos. ¿Nos disculpáis? -dijo Janet a Marcus-. Me encantará escuchar sus ideas algún día, señorita Hartley. En serio. Martha le sonrió, incómoda. – No tiene por qué ser cortés. Estoy segura de que mis ideas son de lo más normales. – Lo dudo -dijo Janet Frean, sonriendo-. No me parece que nada en usted sea de lo más normal. ¿A qué se dedica? A esto no, ¿verdad? – No, es abogada -dijo Marcus-, es socia en Sayers Wesley. Un puesto muy exigente. Que lo paséis bien. – Gracias. Oh, ahí está Chad. Nick, venga, vamos a nuestra mesa. – Me lo presentaron una vez -dijo Martha, mirando a Chad Lawrence-. ¿Quién es el tal Nick? – Nick Marshall. Un joven muy, pero que muy brillante. Director de política del – No, no muy a menudo. Siempre leo el Sun y el – Pues échele un vistazo un día, es muy bueno. ¿Pedimos? Al día siguiente, Martha compró el Sketch de camino al trabajo. Marcus tenía razón: era muy bueno. Menos previsible que el Mail, más serio que el Sun, pero con la misma vivacidad e inteligencia. Había un artículo de Nicholas Marshall, que leyó con gran interés. Se titulaba «¿Se acabó el partido?», y eso le gustó. Era una sobria valoración de los conservadores y dónde estaban situados en las encuestas. «A pesar de que hay mucho de podrido en el estado de nuestra política, los conservadores parecen incapaces de extraer ningún capital de eso. ¿Es posible realmente que, dentro de los confines del partido, no haya nadie capaz de luchar por él? Una de las bestias consagradas de los conservadores, ahora en los Lores, me dijo anoche que si devolvieran a Janet Frean (expulsada del gobierno en la sombra hace ocho meses por su vigorosa posición proeuropea) o a Chad Lawrence (que recibió el mismo trato por negarse a aceptar la posición del partido en cuanto a solicitantes de asilo) a primera línea, la oposición podría recuperar parte de su musculatura. Que se ha vuelto muy flácida. »Se busca: un Rambo (o una Ramba) para el partido conservador. Antes de que se desmorone.» Martha no reconoció el fondo del artículo: se trataba de una propaganda cuidadosamente planificada por Lawrence y Frean y lo que fuera que pensaran hacer, pero sí sintió una oleada de excitación por haber conocido a las personas clave en un espectáculo a punto de comenzar. Una emoción que, era consciente, el derecho hacía tiempo que no le proporcionaba. De todos modos, si alguien le hubiera dicho que menos de un año después sería la candidata parlamentaria propuesta por Binsmow, habría pensado que estaba loco de atar. |
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