"Reencuentro" - читать интересную книгу автора (Vincenzi Penny)

Capítulo 4

De la habitación salían unos sollozos terribles, sollozos terribles que delataban un dolor inmenso. Era la tercera vez que Helen los oía en los últimos meses.

Las dos primeras veces habían sido consecuencia de la búsqueda de Kate, hasta el momento infructuosa, de su madre biológica. Le había contado a Helen lo que pretendía hacer la primera vez, y Helen había escuchado, con el corazón en un puño por lo poco práctico de los planes, sin osar criticarla o hacer ninguna sugerencia. Se había limitado a sonreírle alegremente, abrazarla y decirle adiós al marcharse y esperar, enferma de angustia, a que volviera.

Había vuelto unas horas más tarde. Abrió la puerta de casa, la cerró de un portazo y subió la escalera corriendo. Cerró la puerta de su habitación, y los sollozos comenzaron.

Helen había esperado quince minutos, y después había subido y había llamado a su puerta.

– Kate, mi vida, ¿puedo pasar?

– Sí, pasa.

Estaba echada en la cama, con los ojos rojos, furiosa, enfadada con Helen.

– ¿Por qué no me lo has dicho?

– ¿Decirte qué?

– ¿Que no quedaría nadie en el hospital? Nadie de los que estaban allí cuando me encontraron. ¿Por qué no me lo dijiste?

– No lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo? -Helen intentó no perder la paciencia-. A ver, ¿por qué no me cuentas lo que ha ocurrido?

Había ido al hospital, al South Middlesex, a la Unidad de Pacientes Externos. La habían tratado, según ella, como si estuviera loca.

– No entiendo, ¿es mucho pedir? Sólo quería saber quién estaba en la unidad de bebés en 1986. Me han preguntado si tenía una carta de alguien. He dicho que no, y me han dicho que no podían ayudarme, que tenía que escribir una carta para que mi solicitud siguiera los canales previstos. ¡Por favor! Bueno, entonces he seguido las flechas hasta la Unidad de Maternidad. Estaba en la tercera planta y, cuando he llegado, había una especie de sala de espera llena de mujeres embarazadas horribles y más mujeres estúpidas en recepción. Me han dicho que no habría nadie de aquellos años trabajando allí y yo he preguntado cómo lo sabían. Y me han dicho que porque nadie llevaba allí más de siete años. Entonces he preguntado por el personal de limpieza. Y me han dicho que la limpieza la hacía ahora una empresa, antes la hacía personal del hospital. He visto que se miraban arqueando las cejas y me he marchado. Mientras caminaba por uno de esos interminables pasillos, he visto un rótulo que indicaba la Oficina de Administración y he ido.

– ¿Y?

– Y allí sólo había un hombre muy borde que me ha dicho que los sábados no había nadie, y yo he dicho que quién era él, y ha dicho que sólo había ido un momento. He dicho que no le veía la diferencia. Que sólo quería saber los nombres de gente que trabajaba allí hace quince años, y me ha dicho que esa información era confidencial y que no se podía facilitar a cualquiera. Me ha dicho que escribiera una solicitud y que la tendría en cuenta. Y ya está.

– Bueno -dijo Helen con cautela-, ¿por qué no escribes?

– Mamá, son unos idiotas. No saben nada de nada. Y no quieren ayudar.

– ¿Le has contado a alguien por qué querías saberlo?

– Por supuesto que no. No pienso ir por ahí en plan penoso buscando a mi madre. No quiero que me tengan lástima.

– Kate, cariño -dijo Helen-. Creo que tendrás que hacerlo. De otro modo tus razones podrían considerarse dudosas. Piénsalo un momento.

Kate la miró y luego dijo:

– No, mamá, ni hablar. Lo haré a mi manera. Sé lo que me hago.

– Está bien -dijo Helen.

No hizo nada más durante unos meses. Después se fue a Heathrow y se acercó al mostrador de información y preguntó cómo podía ponerse en contacto con una de las personas que limpiaban.

– ¿Tienes algún nombre? -dijo la rubia teñida, dejando de teclear el ordenador un momento.

– No.

Kate suspiró.

– Entonces no sé cómo podemos ayudarte.

– Tendrá una lista de personas.

– Aunque la tuviera, si no me das un nombre, ¿de qué te serviría la lista? ¿Es una queja o qué?

– No -dijo Kate.

– ¿Entonces qué?

– No… no puedo decírselo.

– En ese caso -dijo, volviendo a teclear-, no creo que pueda ayudarte. Puedes escribir al departamento de RH si quieres.

– ¿Qué es RH?

– Recursos Humanos. Si me disculpas, hay gente que espera. Diga, señor.

Indicó a Kate que se apartara para poder hablar con el hombre que estaba detrás de ella.

Kate sintió la misma desesperación que la primera vez. Fue a una cafetería, pidió una coca-cola y se sentó buscando con la mirada al personal de limpieza. Algunos eran muy mayores. Seguro que estaban allí hacía quince años. Seguro que se conocían todos. Seguro. Acabó la coca-cola y se acercó a una asiática de mediana edad que limpiaba mesas. Le preguntó cuánto tiempo llevaba trabajando allí.

– Demasiado tiempo, guapa, demasiado. -Le sonrió cansadamente.

– ¿Quince años?

– Oh, no.

– ¿Conoce a alguien que sí?

– Puedo preguntarlo. ¿Por qué quieres saberlo?

– No se lo puedo explicar. Lo siento. Pero no es nada… malo.

– Lo intentaré.

Kate esperó un buen rato, observándola. Preguntó a algunos compañeros de la mujer; algunos sonreían, otros arqueaban las cejas como las enfermeras, y todos menearon la cabeza. Finalmente un hombre con aspecto oficial fue hacia la mujer asiática y le preguntó algo. Ella dejó de sonreír y señaló en la dirección de Kate. El hombre se acercó a ella.

– Disculpe, señorita. ¿Puedo ayudarla?

– No -dijo Kate-, estoy buscando a alguien.

– ¿A quién busca?

– A alguien que trabajaba aquí hace quince años.

– ¿Y para qué busca a esa persona?

– Lo siento, pero no puedo decírselo.

– En ese caso, debo pedirle que deje de hacer perder el tiempo a mis empleados. Si tiene alguna solicitud, puede presentarla a través de los canales previstos. Escriba al departamento de Recursos Humanos. Pero no la ayudarán si no les da una razón satisfactoria.

Kate cogió el metro hasta Ealing y pasó la tarde en su habitación. Aquel día no dejó que Helen entrara.


Y ése, otra vez, más sollozos. Helen se armó de valor y llamó a la puerta. No podía dejarla así, y además creía saber por qué lloraba. Al día siguiente era el cumpleaños de Kate.

– ¿Kate? Cariño, ¿puedo ayudarte?

– No, gracias -dijo ella, después de un rato.

– ¿No puedo escucharte al menos?

– He dicho que no.

– Bien. Entonces…

Sonó el teléfono. Agradecida, Helen fue a cogerlo.

– Era la abuela -comentó, volviendo a la habitación de Kate-. Quiere invitarnos a todos a cenar mañana, para celebrar tu cumpleaños. ¿No es estupendo? Al Joe Allen's, en Covent Garden. Dice que es muy divertido.

– ¿Al Joe Allen's? -Kate se esforzó por parecer desinteresada, pero no lo logró-. Bien por la abuela. Es una caña.

– Me alegro de que te guste. En fin, ¿seguro que no quieres contarme nada?

– ¡Mamá! ¡Te he dicho que no! -Pero sonrió a Helen y le dio un breve abrazo-. Estoy bien. En serio.

Aliviada, Helen bajó a comunicarle a Jim la invitación de Jilly. No le hizo mucha gracia y dijo que creía que no debían ir.

– Siempre hemos celebrado los cumpleaños en casa. Es una tradición familiar. Y tú ya le habías hecho un pastel. ¿Qué vas a hacer con él?

– Nos lo comeremos antes de marcharnos. O a la vuelta. Jim, creo que es importante que vayamos. Y es muy generoso de su parte. Por favor, ¿puedo llamarla y decirle que sí?

Un silencio. Por fin:

– Bueno -dijo Jim de mala gana.

– Bien, gracias.

Fue a llamar a Jilly para decirle que todos irían encantados. Por Dios, qué difícil era la vida. Y desde luego la velada tampoco sería pan comido. Por mucho que se esforzaran por disimular, siempre afloraba la tensión entre su madre y Jim. Sin embargo, valía la pena hacerlo por Kate. Como tantas cosas…


Jilly había fingido desde el principio con todo el mundo que le gustaba mucho Jim. En realidad, le parecía aburrido, pretencioso y vulgar. Incluso su aspecto era vulgar, con su cabello castaño bien cortado, su cara redonda y la barriga incipiente. La clase de persona con la que Helen no se habría casado nunca, si las cosas hubieran sido diferentes.

Si Jilly no se hubiera quedado viuda tan cruelmente, cuando Helen tenía sólo tres años. Y no sólo se había quedado sola, sino en condiciones deplorables. Con un valor y una determinación admirables, había cambiado su elegante casa de Kensington Mews (por la que había obtenido un precio decepcionante por culpa de la hipoteca) por una casita eduardiana bastante modesta en Guildford. Había seguido un curso de taquigrafía y se había pasado diez años trabajando de secretaria a tiempo parcial.

Podría haberse casado otra vez, tuvo bastantes proposiciones. Pero Mike Bradford había sido su amor verdadero, y no soportaba la idea de que otro fuera el padrastro de Helen. Ella era el trabajo de su vida y no lo echaría a perder por un hombre mediocre. Sin embargo, Helen se había echado a perder ella solita con un hombre así. Muy mediocre. No había duda de que Jim era muy inteligente, porque no llegabas a ser director de un instituto a los treinta y ocho si no lo eras. Pero aun así, ¡un profesor! ¡Para Helen! Viviendo en una casita miserable de Ealing. Y… Jim. ¿Por qué Jim? ¿Por qué no James, un nombre tan distinguido? Lo había pensado la primera vez que lo había oído, el día de su boda. Yo, James Richard, te tomo a ti, Helen Frances…

En fin, ¿por qué Jim?


Porque Helen le quería. Le quería mucho. Era amable y cariñoso, y le daba confianza en sí misma, no sólo porque la consideraba muy atractiva y se lo decía («siempre soñé con una chica alta con el pelo oscuro y los ojos azules, pero nunca creí que la tendría»), sino porque la encontraba interesante y también solía decírselo.

Además Jim era un padre estupendo. Siempre estuvo a su lado con lo de la adopción y participaba en todos los aspectos de la educación de las niñas. Demasiado anticuado para creer que era su obligación levantarse por las noches o cambiar pañales, pero dispuesto a hablar de todo con ella, con la seriedad y la atención que ponía en todo lo que hacía en la vida. Del orinal, de la guardería, de la disciplina. Y estaba muy orgulloso de las dos: de Kate y de Juliet. Helen sabía que todo el mundo se preguntaba si sentían un afecto distinto por Juliet, porque era su hija biológica y no la de otros, pero los dos decían con total sinceridad que no era así. Las dos eran sus hijas y las querían, así de sencillo.

Cuando llegaron Kate y Juliet, Jilly ya no trabajaba de secretaria. Un empleo en el departamento de personal de Allders of Croydon había llevado a una amistad con una de las compradoras de moda, que estaba a punto de abrir una tienda propia en Guildford. Caroline Norton le ofreció empleo como gerente.

– Sé que en teoría no sabes nada de ropa -dijo-, pero salta a la vista que lo sabes todo en la práctica. Por favor, ven conmigo.

Y Jilly lo hizo, y Caroline B (la B fue un bonito cumplido en honor de Jilly) inauguró su tienda en Guildford en 1984. Tuvo un gran éxito entre las señoras de Guildford, porque ofrecía ropa de verdad para mujeres de verdad, según decía en el escaparate. Abrigos y vestidos sencillos y elegantes, trajes de cheviot bien cortados, y para la noche, trajes pantalón, que sentaban bien a mujeres con piernas menos largas y esbeltas. Y Jilly y Caroline no sólo ofrecían ropa elegante, también ofrecían un servicio personal. Si un traje no sentaba bien a una clienta, se lo decían, aunque con cariño y tacto. Si la clienta quería un traje para una ocasión particular, no paraban hasta que le encontraban uno. Ahora había cinco Caroline B, todas con mucho éxito, todas dirigidas con la misma filosofía de servicio y atención personal. La más cercana a Londres era la de Wimbledon. Como decía Caroline, en la ciudad estarían perdidas.

Helen quería a su madre y estaba muy orgullosa de ella. Sabía lo mucho que había trabajado para que a ella no le faltara de nada, pero desde que había empezado a ser mayor Helen supo que era una desilusión para ella (demasiado pacífica, demasiado tímida, poco ambiciosa). Y sin el éxito suficiente con los hombres. Por eso había sido maravilloso conocer a Jim. Tranquilo, cariñoso, interesado en ella.

Helen nunca había pensado en volver a trabajar (antes era secretaria). Una de las muchas cosas en las que ella y Jim estaban del todo de acuerdo era que las madres debían estar en casa para cuidar a los hijos.

De todos modos, económicamente iban muy justos. Había poco dinero para lujos y a medida que las chicas crecían y salían más caras, sobre todo Kate, el problema era mayor. Hacía meses que Kate pedía que la dejaran trabajar los sábados.

– Sarah trabaja en la peluquería, le gusta mucho y gana dinero. No sé por qué yo no puedo.

Pero Jim y Helen tenían muy claro por qué no.

Jilly les ayudaba en todo lo que podía, le regalaba ropa a Helen que aseguraba que ya no podía venderse en la tienda y que Helen le agradecía demasiado para discutírselo. Jim no aceptaba nada más, salvo un regalo de vez en cuando, y habían tenido una pelea terrible cuando Jilly se había ofrecido para pagar la escuela a las niñas.

– En primer lugar, no pienso aceptar el dinero, y en segundo lugar, no quiero ni oír hablar de que las niñas vayan a una escuela privada.

Kate iba a la escuela pública local. Era una escuela muy buena y ella estaba muy contenta.

Pero había habido un problema considerable cuando Juliet había ganado una beca de música para el instituto local privado. El director de su escuela primaria había propuesto que lo intentara porque tenía muchas posibilidades de que se la concedieran. Jim dijo que sus principios y por descontado su situación económica hacían imposible que aceptara la plaza. Helen se puso firme por una vez y dijo que era una oportunidad maravillosa para Juliet y no pensaba privarla de ella.

– Sólo porque vaya contra el ideal de la escuela pública, no lo rechazaremos. Lo siento, Jim, pero o la dejas ir a Gunnersbury o me voy. Si le dan la beca va a ir y no hay más que hablar.

Muy a su pesar, Jim tuvo que ceder.


Cuando llegaron al restaurante, Jilly ya estaba sentada a la mesa, con una enorme caja al lado. Resultó ser una chaqueta de motorista de piel preciosa. Kate se puso como loca e insistió en llevarla durante la cena.

– Es divina -no paraba de decir, acariciándola y levantándose para exhibirla-. ¿No es una preciosidad?

Cada vez acababa dando un abrazo y un beso a su abuela, y exigiendo que todos afirmaran que era una preciosidad. Jim estaba furioso para sus adentros por que Jilly le hubiera regalado algo tan caro. Helen sabía por qué. Hacía que su propio regalo, un móvil nuevo, pareciera insignificante en comparación.

Las niñas disfrutaron de la cena, armando un escándalo cada vez que localizaban algún famoso. Vieron a Zoë Ball, y también a Geri Halliwell y a una estrella de EastEnders de quien Helen no había oído hablar, y cuando el camarero llegó con un pastel y velitas, y se puso a cantar «Cumpleaños feliz», los ojos oscuros de Kate se llenaron inesperadamente de lágrimas.

– Es todo tan bonito -no cesaba de decir Kate-. Es tan…

Jim logró secundar la canción, pero en cuanto cortaron y repartieron el pastel no pudo evitar decir que era un desperdicio el pastel que Helen había hecho en casa.

– Papá -dijo Kate quejumbrosa-, no seas aguafiestas.

– Kate, no hables así -dijo Helen bastante cortante, y Jilly le dijo que no había para tanto, que Kate estaba nerviosa.

– ¿Por qué no nos calmamos y disfrutamos del pastel? Juliet, cariño, come.

– Es una pasada -dijo Juliet educadamente, y después desvió la conversación con habilidad-. Kate, ¿no es ése el doctor Fox?

– Hablando de médicos -dijo Jilly-. He…

– ¡Abuela! -exclamó Kate-. ¡Foxy no es un médico de verdad! ¡Es un DJ! Deberías saberlo.

– No le hagas caso, mamá -dijo Helen-. Sigue.

– ¿Qué? Ah, sí. Tengo una doctora de cabecera nueva muy buena. Una chica encantadora que acaba de empezar en la consulta. Me gustó muchísimo.

– Qué bien -dijo Helen-. ¿Te encuentras bien, mamá?

– Por supuesto que me encuentro bien -contestó Jilly, casi con indignación.

– Fue una visita social, entonces -dijo Jim en un tono algo crispado-. Como es tan simpática…

– Sí -comentó Jilly secamente-, sí, lo es. Venga, niñas, acabaos el pastel.

– ¿Sabes qué? -intervino Kate con aire soñador, mirando a un camarero que llevaba un cubo de hielo al fondo del restaurante-. Nunca he probado el champán.

– Pues ahora lo vas a probar -dijo Jilly-. Voy a pedir una botella.

Sabía perfectamente lo que hacía, pensó Helen. Las últimas palabras de Jim la habían ofendido y sabía cómo devolverle la ofensa. Ya había levantado una mano para llamar al camarero, pero Helen se la hizo bajar con suavidad.

– Mamá, por favor, no. Es un derroche y las niñas ya han comido demasiado. Se pondrán enfermas.

– No es verdad -protestó Kate-. ¿Verdad que no, Jools?

– No -dijo Juliet un poco nerviosa.

– Bien. Entonces…

– Jilly, no -comentó Jim con voz hosca y expresión de dureza-. Por favor.

– Papá…

– No te preocupes, Kate -dijo Jilly enseguida-. Te diré lo que haremos: la próxima vez que vengas a pasar el fin de semana, tendré una botella preparada. ¿Qué te parece? ¿Podemos poner una fecha?

– De acuerdo -dijo Kate fastidiada-. Pero sería más divertido ahora.

Helen sintió una oleada de rabia contra su madre, que había hecho enojar a Jim a propósito.

¿Y Juliet qué? ¿Cuándo tendría ella la oportunidad de pasar un sofisticado fin de semana con champán con su abuela?

– A lo mejor Juliet también puede ir a pasar el fin de semana -dijo, consciente mientras hablaba de lo mal que sonaba y de lo embarazoso que era para Juliet.

– ¡Por supuesto! -dijo Jilly-. Será muy divertido. Quedaremos muy pronto. Bueno, si todo el mundo está satisfecho, pediré la cuenta.

– Muy satisfechos, gracias -dijo Jim.

De repente, Helen tenía ganas de echarse a llorar.

El cumpleaños de Kate siempre la hacía sentir muy sensible, como a Kate. Pensó en la madre de Kate, dando a luz sola, sin la ayuda de nadie. Pensó en Kate recién nacida y en el peligro físico que sin duda había corrido, abandonada, fría y sola, y pensó en su terrible vulnerabilidad, mientras su madre se alejaba con determinación.

¿Cómo podía hacer eso una mujer? ¿Cómo? ¿Dónde estaría en ese momento, aquel día preciso? ¿Pensaría en el bebé diminuto y vulnerable que había abandonado de forma tan cruel y despiadada?

Helen esperaba que sí, y esperaba que le doliera.