"La Odisea De Troya" - читать интересную книгу автора (Cussler Clive)

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Los océanos parecen estar en calma la mayor parte del tiempo. Las olas que no sobrepasan la altura de la cabeza de un perro pastor alemán dan la imagen de un gigante dormido, cuyo pecho sube y baja con cada respiración. Esto no es más que una ilusión que engaña al desprevenido. Los marineros pueden echarse a dormir en las literas con el cielo despejado y el mar en calma y despertarse en medio de una tremenda tempestad que amenaza hundir a todas las embarcaciones que encuentre en su camino.

El huracán Lizzie tenía todos los ingredientes para causar una catástrofe sin límites. Si por la mañana había parecido desagradable, al mediodía ya era abominable, y para el atardecer se había convertido en un demonio desatado. Los vientos de trescientos cincuenta kilómetros no tardaron en superar los cuatrocientos kilómetros. Azotaban y encrespaban el agua hasta generar unas olas de treinta metros de altura entre cresta y seno mientras el huracán avanzaba implacable hacia el banco de la Natividad y la República Dominicana, donde tocaría tierra por primera vez.

Acababan de izar el ancla y el Sea Sprite había comenzado a navegar, cuando Paul Barnum se volvió por enésima vez para mirar hacia el este. Antes no había notado ningún cambio. Pero ahora el horizonte, donde el agua de un color azul oscuro se encontraba con el azul zafiro del cielo, aparecía manchado por una cinta gris oscura que semejaba una lejana nube de polvo levantada por un viento cálido a su paso por la pradera.

Barnum miró la pesadilla que avanzaba, asombrado por la rapidez con que crecía y tapaba el cielo. Nunca había visto ni vivido la experiencia de enfrentarse a una tormenta que parecía moverse con la velocidad de un tren expreso. Incluso antes de que pudiera programar la velocidad y el rumbo en el ordenador que controlaba al piloto automático, la tormenta cubría el sol con una mortaja al tiempo que teñía el cielo con el mismo color gris plomo del fondo de una sartén muy usada.

Durante las ocho horas siguientes, el Sea Sprite navegó a toda máquina, mientras Barnum se empeñaba en poner el máximo de distancia posible entre su casco y los afilados corales del banco de la Natividad. Sin embargo, cuando quedó claro que se le venía encima lo peor de la tormenta, comprendió que la mejor manera de capearla era salir a su encuentro y confiar en que el Sea Sprite fuera capaz de abrirse paso. Le dio una afectuosa palmadita al timón, como si fuese algo vivo en lugar de acero. Era un barco valiente, que había resistido todos los embates del mar en los años que había navegado en las condiciones extremas de la región polar. Quizá recibiera un tremendo vapuleo, pero Barnum no tenía dudas de que saldría bien parado.

Se volvió hacia su primer oficial, Sam Maverick, que tenía todo el aspecto de un gamberro con la larga cabellera roja, la barba descuidada y un pendiente de oro en la oreja izquierda.

– Programe un nuevo rumbo, señor Maverick. Ochenta y cinco grados este. Dado que no podemos escapar de la tormenta, nos enfrentaremos a ella de cara.

Maverick miró las olas, que se elevaban sus buenos quince metros por encima de la popa, y sacudió la cabeza. Observó a Barnum con desconfianza como si su capitán hubiese perdido la chaveta.

– ¿Quiere que viremos con este mar? -preguntó con voz pausada.

– Es el momento más oportuno -replicó Barnum-. Mejor ahora que cuando las olas comiencen a sacudirnos de verdad.

Se trataba de una de las maniobras más difíciles y espeluznantes. Mientras viraba, el barco ofrecería toda la banda al embate de las olas, que podría hacerlo zozobrar. Eran innumerables las naves que habían zozobrado al intentar la maniobra y se habían ido a pique sin dejar el menor rastro.

– Cuando vea un intervalo entre las olas, le daré la orden de avanzar a toda máquina -añadió. Luego conectó los altavoces para comunicarse con la tripulación-. Vamos a virar con la mar arbolada. Que todo el mundo se sujete como si le fuese la vida en ello.

Inclinado sobre la consola delante de la ventana del puente, Barnum miró sin pestañear a través del cristal y esperó con la paciencia de un santo hasta que vio acercarse una ola mucho más alta que las anteriores.

– Por favor, señor Maverick, a toda máquina.

El primer oficial obedeció la orden en el acto, pero lo hizo dominado por el horror, seguro de que se irían a pique al ver la gigantesca ola que se abatía sobre el barco de exploración científica. Estaba a punto de maldecir a Barnum por haber virado demasiado pronto, pero entonces comprendió las intenciones del capitán. No había manera de medir los intervalos. Las monstruosas olas parecían sucederse sin solución de continuidad, como soldados avanzando en formación cerrada. Barnum se había anticipado en la virada para ganar un valioso minuto mientras el barco recibía el impacto de la ola transversalmente.

La implacable ola levantó la proa y amenazó con hacer zozobrar al Sea Sprite sobre la banda de babor antes de pasar por encima. Durante quince segundos el barco quedó sepultado bajo una masa de agua hirviente mientras avanzaba a través de la cresta de la ola que se elevaba por encima del puente. Después coleó por el otro lado y escoró violentamente hacia babor mientras el mar barría la cubierta. Casi milagrosamente, con una agonizante lentitud, se enderezó en el seno y recibió la siguiente ola de proa.

Maverick llevaba dieciocho años en el mar, pero nunca había presenciado una exhibición marinera más profesional e intuitiva. Miró a Barnum y se asombró al ver una sonrisa, quizá severa, pero una sonrisa de todas maneras, en el rostro del capitán. Dios mío, pensó, el tipo se está divirtiendo.


Ochenta kilómetros al sur del Sea Sprite, la primera línea del huracán Lizzie estaba a unos minutos de chocar contra el Ocean Wanderer. Primero pasaron los negros nubarrones que apagaron el sol y cubrieron el mar con una siniestra oscuridad gris. Después llegó el aguacero, y las gotas golpearon contra las ventanas del hotel flotante como si fuesen las balas disparadas por un millar de ametralladoras.

Demasiado tarde, se lamentó Morton para sus adentros mientras miraba a través de la ventana de su despacho la tormenta que se dirigía directamente hacia el hotel como si se tratara de un tiranosaurio enloquecido. A pesar de las advertencias y las constantes actualizaciones del Centro de Huracanes, no había sido capaz de concebir la increíble velocidad ni la distancia que había recorrido la tormenta desde la mañana. Por mucho que Heidi Lisherness le hubiera facilitado los últimos cálculos de la magnitud y la velocidad, no parecía posible que el mar calmo y el cielo despejado pudieran cambiar con tanta celeridad. Se negaba a aceptar la evidencia de que la avanzadilla de Lizzie ya estaba atacando el edificio.

– ¡Llame a todos los directores para que acudan a la sala de conferencias inmediatamente! -le ordenó a su secretaria.

Su enojo ante la vacilación de Specter a la hora de ordenar la evacuación de los mil cien huéspedes y los empleados cuando todavía contaban con el tiempo necesario para trasladarlos a un lugar seguro en la República Dominicana, que sólo estaba a unos pocos kilómetros de distancia, rayaba en la cólera. Se enfureció todavía más cuando el sonido de unos motores que se ponían en marcha hizo vibrar los cristales. Se acercó a la ventana en el preciso momento en que Specter y su comitiva subían a bordo del Beriev Be210. No habían acabado de cerrar la escotilla cuando el piloto aceleró los motores y el avión comenzó a ganar velocidad y despegó en medio de una enorme nube de espuma. Apenas había ganado altura, cuando viró para dirigirse a tierra firme.

– ¡Cobarde, canalla! -gritó Morton al ver cómo Specter escapaba para salvar su sucio pellejo sin preocuparse en lo más mínimo por las mil cien almas que dejaba atrás.

Siguió al avión con la mirada hasta que desapareció entre las nubes, y luego se volvió cuando entraron los directores de los servicios y se reunieron alrededor de la mesa. Era evidente por las expresiones de sus rostros que a duras penas se mantenían en la línea entre la calma y el pánico.

– Hemos subestimado la rapidez del huracán -manifestó-. Se nos echará encima con toda su fuerza en menos de una hora. Dado que es demasiado tarde para ordenar la evacuación, debemos trasladar a todos los huéspedes y al personal a las plantas altas, donde estarán más seguros.

– ¿Los remolcadores no podrían apartarnos de la trayectoria de la tormenta? -preguntó la directora de reservas, una mujer alta, de treinta y cinco años de edad, vestida con mucha elegancia.

– Ya les avisamos y no tardarán en llegar, pero con la mar arbolada les será tremendamente difícil sujetar los cabos de arrastre. Si no lo consiguen, no tendremos más alternativa que capear la tormenta.

Morton vio que el director de los recepcionistas levantaba la mano y le cedió la palabra.

– ¿No sería más seguro refugiarnos en los pisos debajo de la superficie?

– Si ocurre lo peor y la fuerza de las olas rompe los amarres, y el hotel queda a la deriva… -Morton sacudió la cabeza y encogió los hombros-. No quiero ni pensar en lo que pasaría si nos viéramos empujados contra el banco de la Natividad, que está a sesenta y cinco kilómetros al este, o contra la rocosa costa de Dominicana, donde se destrozarían todas las ventanas de los pisos inferiores.

– Gracias por la explicación. Si el agua inunda los pisos inferiores, los tanques de lastre no podrían mantener el hotel a flote y las olas lo harían pedazos contra las rocas.

– ¿Qué haremos si eso acaba pasando? -quiso saber el segundo de Morton.

En el rostro de Morton apareció una expresión solemne mientras miraba a todos los reunidos en la sala.

– Entonces abandonaremos el hotel, nos embarcaremos en los botes salvavidas y rogaremos a Dios para que al menos algunos nos salvemos.