"La Odisea De Troya" - читать интересную книгу автора (Cussler Clive)9Machacados por el despiadado castigo del huracán Lizzie, Barrett y Boozer luchaban a brazo partido para mantener al avión en un vuelo nivelado. Las diabólicas rachas dobles que golpeaban a Nunca en todos los años que llevaban persiguiendo las tormentas tropicales se habían encontrado con alguna que se aproximara ni siquiera remotamente a la increíble fuerza del huracán Lizzie. Era como si estuviese empeñado en destrozar el mundo entero. Por fin, después de lo que parecieron treinta horas -pero que en realidad había sido poco más de media-, el color del cielo comenzó a cambiar del gris a un blanco sucio y luego a un azul brillante, cuando el maltrecho Orion escapó de los bordes de la tormenta y se encontró con el buen tiempo. – Es imposible que podamos llegar a Miami -opinó Boozer después de mirar la carta de navegación. – Está muy lejos para un avión con sólo dos motores, el fuselaje que apenas si se aguanta y el timón averiado -manifestó Barrett con tono grave-. Lo mejor será desviarnos a San Juan. – Pues a San Juan de Puerto Rico y no se hable más. – Es todo tuyo -dijo Barrett y apartó las manos de los controles-. Voy a ver cómo están los científicos. No quiero ni pensar en lo que encontraré. Se desabrochó el arnés de seguridad y salió de la cabina. El compartimiento principal del Orion era una ruina. Los ordenadores, las pantallas y las estanterías con los instrumentos electrónicos estaban desparramados como si los hubiesen volcado de un camión en el patio de un chatarrero. Los equipos, que habían estado sujetos con soportes capaces de aguantar las peores turbulencias, habían sido arrancados de cuajo como si la mano de un gigante se hubiera ensañado con ellos. La mayoría de los científicos estaban tumbados en el suelo, algunos inconscientes y malheridos. Los pocos que aún se mantenían en pie se ocupaban de atender a los demás dentro de sus posibilidades. Sin embargo, eso no era lo peor. Barrett vio horrorizado que el fuselaje del Orion aparecía rajado en un centenar de lugares, y que habían saltado los remaches que sujetaban las planchas de aluminio a las costillas. A través de algunas de las grietas se veía el azul del cielo. Era evidente que si hubiesen permanecido cinco minutos más en la tormenta, el avión se hubiera deshecho en pleno vuelo y todos habrían acabado engullidos por el mar. Steve Miller, uno de los meteorólogos, estaba atendiendo a un técnico en electrónica que tenía una fractura múltiple en el antebrazo. – ¡Es increíble! -le dijo a Barrett, al tiempo que hacía un gesto en derredor-. Primero nos golpeó una ráfaga de trescientos cuarenta kilómetros por estribor y un par de segundos después otra todavía más violenta nos pegó por babor. – Nunca había visto nada parecido -respondió Barrett, asombrado. – Te lo juro. No hay registros de que hubiese ocurrido antes nada así. Dos rachas opuestas que chocan en una misma tormenta es una rareza meteorológica, y sin embargo ha ocurrido. En algún lugar en medio de todo este desastre tenemos todo lo necesario para demostrarlo. – – No te olvides de pedirles que tengan más ambulancias y asistentes sanitarios. Todos tenemos cortes y lesiones menores. Sólo las heridas de Delbert y Morris revisten cierta gravedad. Es una suerte que no tengamos a nadie en estado crítico. – Tengo que volver a la cabina para ayudar a Boozer. Si hay algo… – Nos la apañaremos -afirmó Miller-. Tú ocúpate de mantenernos en el aire y llevarnos a casa. – Ten por seguro que lo estamos intentando. Dos horas más tarde avistaron el aeropuerto de San Juan. Barret pilotó el avión con un toque exquisito apenas por encima de la velocidad de sustentación, para reducir al máximo el esfuerzo en la maltrecha estructura. Bajó los alerones y comenzó a dar una larga vuelta de aproximación a la pista. Podía hacer un único intento. No tendría una segunda oportunidad si no conseguía aterrizar a la primera. – Ruedas abajo -ordenó en cuanto enfiló hacia la pista. Boozer activó el tren de aterrizaje. Afortunadamente, las ruedas bajaron sin problemas. Los camiones de incendio y las ambulancias bordeaban la pista, con las dotaciones atentas al desastre después de escuchar por la radio los daños que había sufrido el avión. El personal de la torre de control, que observaba al avión por prismáticos desde que había aparecido como un punto en el cielo, no daba crédito a sus ojos. Con un motor parado del que salía una columna de humo y un hueco en el ala donde había estado otro, parecía imposible que el Orion se mantuviera en el aire. Habían desviado todos los vuelos comerciales y los aviones daban vueltas alrededor del aeropuerto a la espera de que el drama llegara a su final. Ahora no podían hacer otra cosa que rezar. El Orion se acercó muy bajo y con una lentitud desesperante. Boozer se ocupaba de los aceleradores para mantener el aparato en el rumbo correcto mientras Barrett accionaba los controles con gran finura. Posó al aparato con toda la suavidad humanamente posible cuando apenas había recorrido doscientos metros de la pista. Solo se notó un ligero rebote cuando los neumáticos chirriaron contra el cemento. No había posibilidad alguna de invertir el sentido de las dos hélices para que actuaran de freno. Boozer cerró los aceleradores y dejó que los motores funcionaran al ralentí mientras el avión continuaba carreteando por la pista. Barrett pisó con delicadeza los frenos, atento a la verja que se elevaba un poco más allá del final de la pista. Siempre tenía el último recurso de pisar a fondo el freno izquierdo para desviarse bruscamente hacia la zona de hierba. Pero esta vez lo tenía todo a favor, y Barrett y Boozer se reclinaron en los asientos y soltaron el aliento en el preciso momento en que el avión volvió a sacudirse y se escuchó un gran estrépito. Se quitaron los arneses y salieron de la cabina en un santiamén. Más allá del lugar donde estaban tumbados los científicos y se amontaban los instrumentos rotos, vieron la pista a través de un enorme boquete en el fuselaje. Se había desprendido toda la sección de cola. El viento descargaba toda su furia contra el lateral del Morton se sentía orgulloso de sus subordinados, que se estaban comportando de una manera admirable. Su principal preocupación había sido que se dejaran dominar por el pánico. Pero los directores, los recepcionistas y el personal de servicio habían trabajado unidos para trasladar a los huéspedes desde las habitaciones de los pisos inferiores y acomodarlos en la sala de baile, el gimnasio, el cine y los restaurantes de los pisos altos. Se habían distribuido los chalecos salvavidas y les habían comunicado cuáles eran los botes salvavidas a los que debían acudir si se daba la orden de abandonar el hotel. Lo que nadie sabía, ni siquiera Morton, porque ninguno de los empleados se había arriesgado a salir a la terraza azotada por el viento, era que los botes salvavidas habían sido barridos con todo lo demás veinte minutos después de que el huracán se hubiera abatido sobre el hotel flotante. Morton se mantenía en contacto permanente con los empleados de mantenimiento, quienes recorrían el hotel para informar de cualquier daño y organizar las reparaciones. De momento, la fuerte estructura resistía bastante bien. Para los huéspedes fue una experiencia horrible ver cómo una gigantesca ola llegaba a la altura del décimo piso y rompía contra una esquina del hotel… y a continuación escuchar el gemido de los cables de amarre sometidos a la máxima tensión y el crujido de la estructura, que se retorcía en las uniones remachadas. Hasta el momento sólo se había informado de unas pocas filtraciones. Los generadores y los sistemas básicos funcionaban sin problemas. El Los huéspedes y los empleados que no podían desempeñar sus trabajos habituales parecían fascinados por el terrible espectáculo de agua y viento que les ofrecía la naturaleza. Contemplaban indefensos cómo las olas de más de treinta metros de altura y centenares de metros de longitud, e impulsadas por un viento de trescientos veinte kilómetros se abalanzaban sobre el hotel, conscientes de que la única barrera que los separaba de los millones de toneladas de agua eran los cristales blindados de las ventanas. Era como para acabar con el coraje de los más valientes. La espectacular altura de las olas era lo que más impresionaba. No podían hacer otra cosa que mirar, los hombres abrazando a las mujeres, las mujeres abrazando a los niños, todos como hipnotizados mientras una ola tras otra cubría el hotel y en las ventanas no se veía nada más que una espuma blanquecina. Sus mentes conmocionadas eran incapaces de comprender el fenómeno en su verdadera dimensión. Todos rezaban para que la siguiente ola fuera más pequeña, pero no podía serlo. Al contrario, cada vez eran mayores. Morton se tomó un pequeño respiro y se sentó delante de su escritorio, de espalda a la ventana, poco dispuesto a dejarse distraer de las responsabilidades que caían como una avalancha sobre sus estrechos hombros. Pero por encima de todo le daba la espalda a la ventana porque no soportaba ver cómo las gigantescas olas verdes se lanzaban contra el hotel indefenso. Había enviado mensajes solicitando ayuda inmediata para evacuar a los huéspedes y empleados antes de que fuese demasiado tarde. Sus súplicas fueron respondidas, pero nadie acudió en su ayuda. Todos los barcos en un radio de ciento cincuenta kilómetros estaban en peores condiciones que el hotel. Un buque portacontenedores de ciento ochenta metros de eslora había dejado de transmitir la señal de SOS. Una indicación funesta. Otras dos naves ya no respondían a las llamadas que se les hacían por radio. También se habían dado por perdidos diez pesqueros, que habían tenido la mala fortuna de encontrarse en el camino del huracán Lizzie. Todos los aviones de rescate de la fuerza aérea dominicana estaban en tierra. Las naves de la Marina estaban amarradas. La respuesta que recibía Morton era siempre la misma: “Lo sentimos mucho, Se mantenía en contacto con Heidi Lisherness en el Centro de Huracanes de la NUMA para facilitarle informes sobre la magnitud de la tempestad. – ¿Está usted seguro de la altura de las olas? -preguntó la meteoróloga, que tenía dudas sobre la descripción. – Créame. Estoy en mi despacho a treinta metros por encima de la línea de flotación del hotel y cada nueva ola pasa por encima de la terraza. – Es algo increíble. – Le doy mi palabra. – ¿Puedo hacer algo por ustedes? -preguntó Lisherness, con tono de profunda preocupación. – Solo quiero que me diga cuándo cree que comenzarán a amainar el viento y las olas. – Según los informes del avión cazatormentas y de los satélites, todavía hay para rato. – Si no vuelve a tener noticias mías -manifestó Morton, que se volvió para mirar las olas-, sabrá que ha ocurrido lo peor. Y antes de que Heidi pudiera responderle, cortó la comunicación para atender otra llamada. – ¿Señor Morton? – Sí, dígame. – Señor, le habla el capitán Rick Tappa de la flota de remolcadores de Odyssey. – Adelante, capitán. Hay algunas interferencias provocadas por la tormenta, pero lo oigo. – Señor, lamento mucho informarle de que los remolcadores – Lo comprendo -manifestó Morton con resignación-. Venga cuando pueda. No sé por cuánto tiempo más aguantarán los cables de amarre. Ya es un milagro que la estructura del hotel haya soportado el embate de las olas. – Haremos todo lo humanamente posible para acudir en socorro en cuanto lo peor de la tormenta se haya alejado del puerto. – ¿Han recibido alguna comunicación de Specter? – No, señor, no hemos tenido ningún contacto con él o sus directores. – Gracias, capitán. ¿Podía Specter ser tan absolutamente despiadado como para despreocuparse del Se disponía a salir del despacho para hacer otro recorrido por el hotel antes de enfrentarse a los huéspedes e intentar convencerlos de que sobrevivirían -algo que requeriría las dotes de un actor consumado-, cuando escuchó el ruido de algo que se desgarraba y vio cómo el suelo se inclinaba un poco. Al instante una voz sonó en la radio portátil. – Adelante, ¿qué ha pasado? – Soy Emlyn Brown, señor Morton -le respondió la voz del jefe de mantenimiento-. Estoy en la sala de máquinas número dos. Se ha cortado el cable de amarre a unos noventa metros. Los peores temores de Morton se estaban convirtiendo en realidad. – ¿Los otros aguantarán? – Con uno menos y los demás sometidos a una tensión extrema, dudo que puedan mantenernos amarrados mucho más. El hotel se sacudía con cada nueva ola, quedaba sepultado debajo de la montaña de agua y emergía como una fortaleza asediada, firme e inamovible. Poco a poco, la confianza de los huéspedes en la capacidad del Los cocineros y sus ayudantes no iban a ser menos y prepararon auténticos manjares, que fueron servidos por los impecables camareros en el teatro, la sala de baile y el gimnasio. Morton se sentía cada vez más angustiado. No tenía la menor duda de que la catástrofe era inminente y que no había nada que un simple ser humano pudiera hacer para oponerse al monstruo creado por la naturaleza. Las amarras se fueron rompiendo una tras otra, las dos últimas casi simultáneamente. Suelto, el hotel comenzó su precipitada deriva hacia las rocas a lo largo de la costa de la República Dominicana, empujado implacablemente por un mar de una crueldad sin límites. En el pasado, el timonel, o en muchos casos el propio capitán, se plantaba delante de la rueda del timón con las piernas separadas para no perder el equilibrio y las manos aferradas a los rayos, dispuesto a enfrentarse a la furia del mar durante el tiempo que hiciera falta. Ahora ya no era necesario. Barnum sólo tuvo que programar el curso del barco en el ordenador. Después se sentó bien sujeto en su sillón alto en el puente de mando y esperó a que el cerebro electrónico se hiciera cargo del destino del Provisto de la información de la multitud de instrumentos meteorológicos y sistemas instalados a bordo, el ordenador escogió en cuestión de segundos el método más eficaz para enfrentarse a la tormenta. A continuación asumió el mando del sistema de control automático para disponer las maniobras. Medía y preveía las imponentes crestas y los tremendos senos mientras valoraba el tiempo y la distancia para el mejor ángulo y la velocidad más adecuada para avanzar a través del caos. La visibilidad se medía en centímetros. Empujadas por el viento, el agua pulverizada y la espuma azotaban las ventanas del puente de mando en los escasos momentos en que el barco no estaba sepultado debajo de miles de toneladas de agua. Las olas y el viento absolutamente monstruosos eran más que suficientes para aterrorizar a cualquiera que no se hubiera criado en el mar. Pero Barnum permanecía sentado en su sillón como una roca, con una mirada que parecía atravesar las traicioneras olas para clavarse en algún enloquecido dios de los océanos, centrado en el problema de la supervivencia. Aunque no tenía ninguna duda de la capacidad del sistema informático para dirigir al barco en su lucha contra la tormenta, siempre podía aparecer una emergencia que lo obligara a intervenir. Observaba las olas mientras pasaban sobre su barco, mirando las crestas que subían muy por encima del puente de mando, atento a la masa de agua hasta que el Transcurrían las horas sin el menor respiro. Unos pocos tripulantes y casi todos los científicos sufrían mareos, aunque ninguno se quejaba. Era impensable salir a las cubiertas, que eran barridas constantemente por las olas. Una mirada al mar arbolado era bastante para enviarlos de nuevo a los camarotes y atarse a las literas con la ilusión de llegar a ver el amanecer de un nuevo día. El único consuelo entre tanto sufrimiento era la temperatura cálida. Los que miraban a través de los ojos de buey veían olas altas como edificios de diez pisos. Observaban atónitos cómo la furia del viento les cortaba las crestas para convertirlas en enormes nubes de espuma antes de desaparecer en el aguacero. Para aquellos que se encontraban en los sollados de la tripulación y la sala de máquinas, el vaivén no llegaba a los extremos que soportaban Barnum y los oficiales en el puente de mando. El capitán comenzó a preocuparse por la manera en que el mar zarandeaba al Otro más como este, murmuró para sus adentros, y acabaremos viviendo en el fondo del mar para siempre. Le resultaba imposible comprender cómo el barco conseguía mantenerse a flote en unas condiciones que superaban todo lo conocido. Entonces, como si ya se merecieran un descanso, los instrumentos marcaron una rápida disminución en la velocidad del viento hasta indicar un poco menos de ochenta kilómetros. Sam Maverick sacudió la cabeza, asombrado. – Al parecer estamos a punto de entrar en el ojo del huracán, y sin embargo el mar parece todavía más agitado. – ¿Quién dijo aquello de que la noche es más oscura antes del alba? -replicó el capitán. El oficial de comunicaciones, Mason Jar, un hombre bajo y rechoncho con los cabellos blancos y un gran pendiente en la oreja izquierda, se acercó a Barnum y le entregó un mensaje. El capitán le echó una ojeada. – ¿Acaba de llegar? – Hace menos de dos minutos -respondió Jar. Barnum le pasó el mensaje a Maverick, que lo leyó en voz alta. – “El hotel El primer oficial le devolvió el mensaje a Barnum. – A juzgar por las llamadas de socorro, debemos de ser el único barco todavía a flote que puede intentar el rescate. – No han transmitido la posición -señaló el oficial de comunicaciones. – No son marinos, son posaderos. Maverick se acercó a la mesa de cartas y cogió las reglas. – Estaba a ochenta kilómetros al sur de nuestra posición cuando levamos anclas para capear la tormenta. No será fácil rodear el arrecife de la Natividad para efectuar el rescate. Jar reapareció con otro mensaje. Este decía así: PARA EL SEA SPRITE, DEL CUARTEL GENERAL DE LA NUMA, WASHINGTON. SI ES POSIBLE, INTENTEN EL RESCATE DE LAS PERSONAS EN EL OCEAN WANDERER. CONFÍO EN SU JUICIO Y RESPALDARÉ SUS DECISIONES. SANDECKER. – Bueno, al menos ahora tenemos la autorización oficial -dijo Maverick. – Sólo tenemos a cuarenta personas a bordo del – ¿Qué pasará con Dirk y Summer en el – Creo que podrán capear la tormenta, protegidos como están por el arrecife. – ¿Disponen de una buena reserva de aire? -preguntó Maverick. – Suficiente para seis días -respondió Barnum. – Si esta maldita tormenta acaba de una buena vez, tendríamos que estar allí en dos. – Siempre y cuando podamos enganchar al Maverick hizo una pausa mientras miraba a través de la ventana del puente de mando. – En cuanto entremos en el ojo del huracán, podremos avanzar a toda máquina. – Calcula la última posición del hotel y la deriva -ordenó Barnum-. Después fija el rumbo para el encuentro. Barnum comenzó a levantarse de la silla para ir a ordenarle al radioperador que transmitiera al almirante Sandecker su decisión de intentar el rescate del El capitán y Maverick se miraban el uno al otro absolutamente atónitos, cuando una segunda ola todavía mayor que la anterior cayó sobre el barco y lo empujó hacia las profundidades. Aplastada por millones de toneladas de agua, la proa del |
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