"La Odisea De Troya" - читать интересную книгу автора (Cussler Clive)7El viejo Orion P3 Huracane Hunter aguantaba el vapuleo tal como venía mientras se abría paso en la pared del huracán, azotado por vientos feroces, cortinas de granizo y lluvia, y las súbitas turbulencias de fuerza inconcebible que lo sacudían como una hoja. Las alas se flexionaban como el acero de un florete. Las grandes hélices de los cuatro motores Allison de cuatro mil seiscientos caballos cada uno lo impulsaban a través de aquel infierno a una velocidad de quinientos cincuenta kilómetros por hora. La Marina, el NOAA y la NUMA no habían encontrado hasta el momento ningún otro avión capaz de resistir la furia de las tormentas como éste, construido en 1976. El Jeff Barrett ocupaba el asiento del piloto y su mirada no se apartaba del panel de instrumentos. Durante las seis horas que llevaban de vuelo -de un total de diez-, los indicadores y las luces eran lo único visible, porque lo que se veía a través del parabrisas era como mirar en el interior de una lavadora cuando está en el ciclo de enjabonar. Casado y con tres hijos, Barrett no consideraba su trabajo más peligroso, sin embargo, que conducir un camión de recogida de basura por una callejuela del centro. Sin embargo, el peligro y la muerte acechaban en la nube que envolvía al Orion, sobre todo cuando Barrett realizaba pasadas tan a ras del agua que las hélices levantaban una espuma que cubría el parabrisas como si fuese escarcha antes de volver a subir en espiral hasta los dos mil metros de altura. Volar en espirales era la forma más eficaz para medir la fuerza del huracán, porque el avión entraba y salía de la peor parte de la tormenta. No era un trabajo para apocados. Los que volaban a través de los huracanes eran una raza aparte entre los científicos. No servía de nada observar las tormentas desde lejos. Había que meterse en ellas, volar directamente en su seno, y no una sino hasta diez veces. Volaban en condiciones extremas sin quejarse, para medir la velocidad y la dirección del viento, la lluvia, la presión atmosférica y otro centenar de datos que enviaban al Centro de Huracanes. Allí se procesaban para obtener modelos informáticos que permitirían a los meteorólogos calcular la fuerza de la tormenta y emitir avisos a las poblaciones ubicadas en el camino estimado del huracán, para que evacuaran las zonas costeras y de esta manera salvar un gran número de vidas. Barrett no tenía problemas con los mandos del aparato, que habían sido modificados para soportar las turbulencias más extremas, y comprobó la lectura del GPS antes de realizar un pequeño ajuste en el rumbo. Se volvió hacia su copiloto. – Esta es una mala bestia -comentó, cuando el Orion se sacudió con una ráfaga tremenda. La tripulación hablaba a través de los micrófonos y escuchaba a través de los auriculares. Cualquier conversación sin utilizar la radio los hubiera obligado a gritarse al oído. El aullido del viento era tal, que conseguía ahogar el ruido de los motores. Jerry Boozer, el hombre larguirucho reclinado en el asiento del copiloto, tomaba café en un vaso tapado a través de una pajita. Pulcro a más no poder, se vanagloriaba de no haber volcado jamás una gota de líquido o dejado caer una miga de un bocadillo en la cabina durante un huracán. Asintió con un gesto. – Es la peor que he visto en los ocho años que llevo persiguiendo a estas fieras. – No me gustaría nada vivir en una casa que estuviese en su camino cuando llegue a tierra. – Eh, Charlie, ¿cuál es la lectura que te dan tus aparatos mágicos de la velocidad del viento? En el compartimiento científico, atestado con instrumentos y consolas de aparatos electrónicos meteorológicos, Charlie Mahoney -un investigador científico de la Universidad de Stanford- estaba amarrado a una silla delante de los sensores que medían la temperatura, la humedad, la presión, los vientos y los flujos. – No lo vas a creer -respondió con su acento de Georgia-, pero la última sonda que lancé para obtener un perfil marcó vientos horizontales de una velocidad de trescientos cincuenta kilómetros mientras caía a través de la tormenta hasta el mar. – No me extraña que la pobre Gertie esté recibiendo una paliza de cuidado. Boozer no acababa de decirlo cuando el avión entró en una zona calma y el sol se reflejó en el fuselaje y las alas de aluminio. Acababan de entrar en el ojo de Lizzie. Abajo, el mar revuelto reflejaba el azul del cielo. Era como volar en un cilindro gigantesco limitado por una masa de nubes que giraban a gran velocidad. Boozer tenía la sensación de estar volando en un enorme remolino que llegaba hasta el infierno. Barrett comenzó a volar en círculo dentro del ojo para que los meteorólogos recogieran los datos que necesitaban. Después de casi diez minutos, varió el rumbo y el Orion volvió a dirigirse al terrible muro gris. Una vez más, el avión comenzó a sacudirse como si lo atacara la furia de los dioses. De pronto el avión se inclinó sobre una de las alas como si el puño de un gigante lo hubiese golpeado por estribor. Todo lo que no estaba sujeto -papeles, carpetas, tazas de café- salió disparado y fue a estrellarse contra el mamparo de la cabina. La tremenda ráfaga no había acabado de pasar cuando otra todavía más fuerte hizo que el avión brincara como si fuese un planeador de madera atado a un ventilador, y de nuevo los objetos se estrellaron, esta vez contra el otro lado de la cabina. El doble golpe fue como el rebote de una pelota de tenis contra una pared. Barrett y Boozer se quedaron casi paralizados por el asombro. Ninguno de los dos se había encontrado nunca con una ráfaga de viento de semejante magnitud, y menos con dos, en un margen de una fracción de segundo. Era algo imposible de creer. El Orion comenzó a caer sin control hacia babor. Barrett notó una súbita pérdida de potencia y su mirada buscó inmediatamente en el panel de instrumentos la indicación de un fallo mientras luchaba para nivelar el aparato. – No hay lectura del motor número cuatro. ¿Alcanzas a ver si la hélice funciona? – ¡Oh, Dios mío! -exclamó Boozer, que miraba por la ventanilla-. ¡Hemos perdido el motor número cuatro! – ¡Entonces apágalo! -replicó Barrett. – No podemos apagarlo. Se ha caído. Con la mente y el cuerpo concentrados en la tarea de nivelar al Orion, Barrett no tomó la información de Boozer en su sentido literal. Notaba que había algo absolutamente anormal en la aerodinámica. El avión no respondía a los movimientos de la palanca ni de los pedales, y si había alguna respuesta era muy lenta. Era como si hubiesen colgado un enorme peso en el ala derecha y tuvieran que arrastrarlo. Por fin consiguió nivelar a Gertie. Solo entonces captó el verdadero significado de las palabras de su copiloto. Era la pérdida del motor, arrancado de sus soportes por la fuerza de la tormenta, la causa de que perdiera el control y de que existiera el tirón por estribor. Se inclinó para mirar a través de la ventanilla de Boozer. En el lugar donde había estado el motor en el ala había ahora un hueco donde asomaban los soportes retorcidos, las tuberías hidráulicas, de aceite y combustible cortadas, las bombas aplastadas y los cables eléctricos. No podía ser cierto, pensó Barrett, incrédulo. Los motores no se desprendían de los aviones, ni siquiera en la peor de las turbulencias. Entonces contó casi treinta agujeros pequeños donde habían saltado los remaches. Su inquietud creció al ver varias grietas en el revestimiento de aluminio. Una voz desde el compartimiento principal sonó en sus auriculares. – Aquí tenemos a unos cuantos heridos y la mayor parte del equipo está averiado o apenas si funciona. – Aquellos que estén ilesos, que atiendan a los heridos. Regresamos a casa. – Si lo conseguimos -opinó Boozer con tono lúgubre. Señaló a través de la ventanilla de Barrett-. Se ha incendiado el número tres. – ¡Apágalo! – Proceso de apagado en marcha -respondió Boozer. Barrett se sintió tentado de llamar a su esposa para decirle adiós, pero no estaba dispuesto a rendirse. Haría falta un milagro para sacar a la maltrecha Gertie y su tripulación fuera de la tormenta y aterrizar. Comenzó a musitar una plegaria mientras utilizaba toda su experiencia para pilotar al Orion a través del vórtice y llegar a una zona más calmada. Si conseguían escapar de lo peor del caos, el resto se solucionaría solo. Al cabo de veinte minutos el viento y la lluvia disminuyeron y comenzó a clarear. Entonces, cuando ya creía que faltaba muy poco para salir de la tormenta, Lizzie descargó otro golpe y envió una ráfaga de viento que golpeó en el timón del aparato y prácticamente hizo imposible pilotar el Orion. Acababan de esfumarse todas las posibilidades de regresar sanos y salvos. |
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