"Último Recurso" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)

2

Bosch bajó en el ascensor un solo piso, hasta el quinto. Ése también era territorio desconocido para él. La quinta siempre había sido una planta civil. Básicamente albergaba muchas de las oficinas administrativas de nivel medio y bajo del departamento, la mayoría de ellas llenas de empleados no juramentados, encargados de los presupuestos, analistas, chupatintas. Civiles. Antes nunca había tenido ningún motivo para ir a la quinta.

N o había carteles en el vestíbulo del ascensor que señalaran a despachos específicos. Era la clase de planta en la que la gente sabía adónde iba antes de salir del ascensor. Pero Bosch no. Los pasillos de la planta formaban la letra H, y él se equivocó de dirección dos veces antes de encontrar por fin la puerta marcada con el número 503. No ponía nada más en la puerta. Hizo una pausa antes de abrirla y pensó en lo que estaba haciendo y en lo que estaba comenzando. Sabía que era la opción correcta. Era casi como si pudiera escuchar las voces que atravesaban la puerta. Las ocho mil voces.

Kiz Rider estaba sentada en lo alto de una mesa, justo al otro lado de la puerta, sorbiendo una taza de café humeante. El escritorio parecía el puesto de trabajo de un recepcionista, pero Bosch sabía por sus frecuentes llamadas en las semanas previas que no había recepcionista en esa brigada. No había dinero para semejante lujo. Rider levantó la muñeca y sacudió la cabeza al mirar el reloj.

– Pensaba qué habíamos quedado a las ocho en punto -dijo-. ¿Es así como van a ser las cosas, compañero? ¿Vas a presentarte cada mañana a la hora que te apetezca?

Bosch miró su reloj. Eran las ocho y cinco. Observó a Rider y sonrió. Ella también sonrió.

– Pues aquí es -dijo.

Rider era una mujer de baja estatura y con unos pocos kilos de más. Llevaba el pelo corto y habían empezado a aparecer las primeras canas. Era de tez muy oscura, lo cual hacía que su sonrisa resultara más brillante. Bajó del escritorio y cogió una taza de café que estaba detrás del lugar donde ella había estado sentada.

– A ver si lo recordaba bien. Bosch examinó la taza y asintió.

– Negro, como me gustan mis compañeros.

– Muy gracioso. Tendré que denunciarte por eso.

Rider se adentró en el despacho. Parecía vacío. Era grande, incluso para una sala de brigada de nueve investigadores, cuatro equipos y un agente al mando. La pintura de las paredes era de un tono azul suave, como el que Bosch veía con frecuencia en las pantallas de ordenador: El suelo estaba enmoquetado en gris. No había ventanas; en los puntos donde deberían haber estado, había tablones de anuncios o fotografías de escenas de crímenes de muchos años atrás, bellamente enmarcadas. Bosch sabía que, en aquellas imágenes en blanco y negro, los fotógrafos habían antepuesto sus dotes artísticas a sus deberes clínicos. Las sombras daban ambiente a la imagen, pero ocultaban demasiados detalles de la escena del crimen.

Al parecer, Rider adivinó que estaba mirando las fotos.

– Me dijeron que ese escritor James Ellroy las eligió y las hizo enmarcar para la oficina -dijo.

Kizmin Rider lo condujo en torno a una mampara que dividía la sala en dos y le hizo pasar a un espacio donde habían juntado dos mesas de acero grises para que los detectives se sentaran uno enfrente de otro. Rider dejó su café en una de ellas. Ya había carpetas apiladas y objetos personales como una taza llena de bolígrafos y un marco situado en un ángulo que impedía ver la foto que contenía. Había asimismo un ordenador portátil abierto y zumbando en la mesa. Ella se había trasladado a la brigada la semana anterior, mientras Bosch todavía estaba solucionando trámites como la revisión médica y el papeleo final que lo llevó de nuevo al trabajo.

La otra mesa estaba limpia y vacía. Esperándole. Bosch se colocó detrás de ella y dejó su café. Contuvo la sonrisa lo mejor que pudo.

– Bienvenido otra vez, Roy -dijo Rider.

El comentario suscitó la sonrisa. A Bosch le hizo sentir bien que lo llamaran Roy otra vez. Era una tradición que seguían muchos detectives de Homicidios de la ciudad. Muchos años atrás había trabajado en la División de Hollywood un legendario agente de Homicidios llamado Russell Kuster. Era el profesional por excelencia, y muchos de los detectives que ahora investigaban los homicidios cometidos en Los Ángeles habían estado bajo su tutela en uno u otro momento. Murió a consecuencia de un tiroteo cuando estaba fuera de servicio en 1990, pero su costumbre de llamar a la gente Roy -al margen de cuál fuera el nombre real continuó. Su origen era oscuro. Algunos decían que era porque Kuster tuvo una vez un compañero al que le encantaba Roy Acuff y que la manía había empezado con él. Otros decían que era porque a Kuster le gustaba la idea de que un poli de Homicidios fuera del estilo de Roy Rogers, acudiendo al rescate con sombrero blanco y solucionando la situación. Ya no importaba. Bosch sabía que era un honor que volvieran a llamarlo Roy.

Se sentó. La silla era vieja y estaba abollada, lo que garantizaba que le daría dolor de espalda si pasaba mucho tiempo sentado en ella. Pero esperaba que ése no fuera el caso. En su primer paso por la Brigada de Homicidios había vivido según el adagio: «Levanta el trasero y sal a la calle». No veía ninguna razón para que las cosas cambiaran en esta ocasión.

– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó.

– Desayunando. Se me olvidó. La semana pasada me dijeron que la costumbre es que los lunes por la mañana todos se reúnen antes para desayunar. Normalmente van al Pacifico No me he acordado hasta que he entrado aquí esta mañana y no he encontrado a nadie, pero no creo que tarden.

Bosch sabía que el Pacific Dining Car era desde hacía mucho tiempo uno de los lugares preferidos de los mandamases del departamento y de la División de Robos y Homicidios. También sabía algo más.

– Doce pavos por un plato de huevos. Supongo que eso significa que en la brigada se permiten las horas extras.

Rider sonrió para confirmarlo.

– No te equivocas. Pero de todas formas no habrías podido terminarte los huevos después de recibir la llamada del jefe.

– Te has enterado, ¿eh?

– Todavía tengo una oreja en la sexta. ¿Te han dado la placa?

– Sí, él me la dio.

– Le dije qué número querías. ¿Te lo ha dado?

– Sí, Kiz, gracias. Gracias por todo.

– Ya me has dicho eso, compañero. No hace falta que lo sigas repitiendo.

Bosh asintió con la cabeza y echó un vistazo a su alrededor. Se fijó en que en la pared de detrás de Rider había una foto de dos detectives en cuclillas detrás de un cadáver que yacía en el lecho seco de hormigón del río Los Ángeles. Parecía una imagen de principios de los años cincuenta, a juzgar por los sombreros que llevaban los detectives.

– Bueno, ¿por dónde empezamos? -preguntó.

– La brigada divide los casos en bloques de tres años. Eso proporciona continuidad. Dicen que has de conocer la época y a algunos de los miembros del departamento. Además, ayuda a identificar a los asesinos en serie. En dos años ya han descubierto a cuatro asesinos en serie de los que nadie sabía nada.

Bosch asintió. Estaba impresionado.

– ¿Qué años nos tocan? -preguntó.

– Cada equipo tiene cuatro o cinco bloques. Como nosotros somos, el equipo nuevo, tenemos cuatro.

Abrió el cajón de en medio de su escritorio, sacó un trozo de papel y se lo tendió.

Bosch – Rider – Asignación de casos

1966 1972 1987 1996

1967 1973 1988 1997

1968 1974 1989 1998

Bosch estudió el listado de años de los que serían responsables. Había estado en Vietnam o fuera de la ciudad durante la mayor parte del primer bloque.

– El verano del amor -comentó-. Me lo perdí. Quizás ése es mi problema.

Lo dijo sólo por decir algo. Se fijó en que el segundo bloque incluía el año 1972, el año en que había ingresado en el cuerpo. Recordó que tuvo que acudir a una casa de Vermont en su segundo día en el trabajo de patrulla. Una mujer que vivía en la zona Este les pidió que fueran a ver si le había ocurrido algo a su madre, que no contestaba el teléfono. Bosch encontró a la mujer ahogada en una bañera, con las manos y pies atados con correas de perro. Su perro estaba en la bañera con ella, muerto. Bosch se preguntó si el asesinato de la anciana era uno de los casos abiertos que les tocaría resolver.

– ¿Cómo se ha llegado a esto? ¿Por qué nos han tocado estos años?

– Proceden de los otros equipos. Aligeramos su carga de casos. De hecho, ellos ya pusieron en marcha casos de muchos de esos años. Y el viernes oí que se recibió un resultado ciego del ochenta y ocho. Se supone que hemos de empezar con él hoy. Puedes considerarlo nuestro regalo de bienvenida.

– ¿Qué es un resultado ciego?

– Es una coincidencia originada por una muestra de ADN o una huella que enviamos a ciegas a los ordenadores o recibimos del Departamento de Justicia.

– ¿Qué es lo nuestro?

– Creo que es una coincidencia de ADN. Lo sabremos esta mañana.

– ¿No te dijeron nada la semana pasada? Ya sabes que podría haber venido el fin de semana.

– Ya lo sé, Harry. Pero es un caso antiguo. No hay necesidad de empezar en el mismo momento en que llega un papel por correo electrónico. Trabajar en Casos Abiertos es diferente.

– ¿Sí? ¿Cómo es eso?

Rider parecía exasperada, pero antes de que tuviera ocasión de responder oyeron que se abría la puerta y la sala de brigada se pobló de voces. Rider salió de detrás de la mampara y Bosch la siguió. A dos de los detectives Tim Marcia y Rick Jackson, Bosch ya los conocía bien de casos anteriores. Las otras dos parejas de compañeros eran Robert Renner y Victor Rabieta, y Kevin Robinson y Jean Nardo. Bosch los conocía, así como a Abel Pratt, el agente al mando de la unidad, por su reputación. Todos ellos eran investigadores de Homicidios de primera fila.

El recibimiento fue cordial pero contenido, un poco formal en exceso. Bosch sabía que su destino en la unidad era probablemente visto con sospecha. Una plaza en la brigada era muy codiciada por los detectives de todo el departamento. El hecho de que Harry hubiera conseguido el puesto tras casi tres años retirado suscitaba preguntas. Bosch sabía, como se lo había recordado el jefe de policía, que tenía que agradecerle el trabajo a Rider, cuyo anterior puesto había sido en la oficina del jefe como analista. Había usado todos los puntos que había acumulado con el jefe para que Bosch volviera al departamento para resolver casos abiertos con ella.

Después de todos los saludos, Pratt invitó a Bosch y a Rider a su despacho para darles un discurso de bienvenida privado. Se sentó detrás de su escritorio y ellos ocuparon las dos sillas que había enfrente. En el minúsculo recinto no había lugar para más muebles.

Pratt era unos años más joven que Bosch, aún no había cumplido los cincuenta.

Se mantenía en forma y hacía gala del espíritu de la cacareada División de Robos y Homicidios, de la que Casos Abiertos era sólo una rama. Pratt se mostraba seguro de su talento y de su capacidad de mando de la unidad. Tenía que estarlo. Robos y Homicidios se ocupaba de los casos más difíciles de la ciudad. Bosch sabía que para pertenecer a ese selecto grupo tenías que creerte que eras más listo, más duro y más astuto que aquellos a los que perseguías.

– Lo que debería hacer es separaros -empezó-. Haceros trabajar con compañeros ya establecidos en la unidad porque esto es diferente de lo que habéis hecho en el pasado. Pero tengo órdenes de la sexta y no me meto con eso. Además, entiendo que tenéis una química previa que funcionaba. Así que olvidemos lo que debería hacer y dejadme que os explique un poco qué supone trabajar en Casos Abiertos. Kiz, ya sé que ya te di esta charla la semana pasada, pero tendrás que aguantarla otra vez, ¿de acuerdo?

– Por supuesto -dijo Rider.

– En primer lugar, olvidémonos de cerrar viejas heridas. Eso es una cantinela de los medios, algo que escriben en los artículos de periódico sobre los casos antiguos. Lo de cerrar heridas es un chiste. Es una puta mentira. Lo único que hacemos es dar respuestas. Las respuestas deberían bastar. Así que no os confundáis con lo que estáis haciendo aquí. No confundáis a los familiares con los que trataréis en estos casos, y que ellos no os confundan.

Hizo una pausa por si había alguna reacción y, al no haberla, continuó. Bosch se fijó en que la foto de la escena del crimen enmarcada en la pared era de un hombre desplomado en una cabina telefónica después de ser acribillado. Era una cabina de las que se veían en las viejas películas, o en el Farmers Market o en Phillippe’s.

– Sin lugar a dudas -dijo Pratt-, esta brigada es el lugar más noble del edificio. Una ciudad que olvida a sus víctimas de asesinato es una ciudad perdida. Aquí no olvidamos. Somos como los chicos que ponen en la novena entrada para ganar o perder el partido. Si nosotros no podemos lograrlo, nadie puede. Si fracasamos, el partido ha terminado, porque somos el último recurso. Sí, nos superan en número. Tenemos ocho mil casos abiertos sin resolver desde mil novecientos sesenta. Pero no nos desanimamos. Si esta unidad al completo resuelve un caso al mes (sólo doce al año), ya estaremos haciendo algo. Si uno quiere Investigar homicidios, éste es el mejor lugar.

Bosch estaba impresionado por el fervor de Pratt. Veía sinceridad e incluso dolor en sus ojos. Asintió con la cabeza.

Inmediatamente supo que quería trabajar para aquel hombre una excepción en su experiencia en el departamento.

– Pero no olvidéis que cerrar un caso no significa cerrar las heridas -añadió Pratt.

– Entendido -dijo Bosch.

– Ahora bien, sé que los dos tenéis larga experiencia en el trabajo de Homicidios. Lo que os va a resultar difícil aquí es la relación con los casos.

– ¿Relación? -preguntó Bosch.

– Sí, relación. Lo que quiero decir es que trabajar en casos de homicidios recientes es algo completamente diferente. Tienes el cadáver, tienes la autopsia, llevas la noticia a la familia. Aquí se trata de víctimas que han muerto hace mucho tiempo. No hay autopsias, no hay escenas del crimen físicas. Trabajamos con expedientes (si podemos encontrarlos) y con los registros. Cuando llegamos a la familia (y hacedme caso, no vayáis antes de estar bien preparados) encontramos a gente que ya ha sufrido el shock y ha encontrado o no formas de superarlo. Desgasta. Espero que estéis preparados para eso.

– Gracias por la advertencia -dijo Bosch.

– Con los asesinatos recientes, es una experiencia casi clínica, porque se trabaja con urgencia. Con los viejos casos, la experiencia es emocional. Vais a ver el peaje que se cobra la violencia a lo largo del tiempo. Que no os pille por sorpresa.

Pratt cogió una gruesa carpeta azul que tenía en un lado de su escritorio y la colocó en el centro de su cartapacio calendario. Empezó a empujarlo hacia ellos, pero se detuvo.

– Otra cosa para la que hay que estar preparado es el propio departamento. Contad con que los archivos estén incompletos o incluso falten. Contad con que las pruebas estén destruidas o desaparecidas. Contad con empezar de cero con algunos de estos casos. Esta unidad se formó hace dos años. Pasamos los primeros ocho meses simplemente revisando el historial de casos y seleccionando los abiertos sin resolver. Enviamos todo el material que pudimos a los investigadores forenses, pero incluso cuando hemos encontrado una coincidencia nos hemos visto mermados por la falta de integridad del caso. Ha sido desastroso. Ha sido frustrante. Aunque no hay estatuto de prescripción en el asesinato, descubrimos que de manera rutinaria se habían eliminado las pruebas e incluso los archivos durante al menos una administración.

»Lo que estoy diciendo es que vuestro mayor obstáculo en algunos de estos casos podría muy bien ser el departamento en sí.

– Alguien dijo que tenemos un resultado ciego que surgió de uno de nuestros bloques de tiempo -dijo Bosch.

Había oído suficiente. Necesitaba ponerse en marcha.

– Sí -dijo Pratt-. Hemos de llegar a eso en un segundo. Déjame terminar mi pequeño discurso. Después de todo, no tengo ocasión de hacerlo con mucha frecuencia. En resumen, lo que queremos hacer aquí es aplicar tecnología y técnicas nuevas a casos viejos. La tecnología tiene esencialmente tres vertientes. Tenemos ADN, huellas dactilares y balística. En las tres áreas, los avances en análisis comparativos han sido fenomenales en los últimos diez años. El problema con este departamento es que nunca había utilizado esos avances para revisar casos antiguos. Por consiguiente, tenemos unos dos mil casos en los cuales hay pruebas de ADN que nunca se han procesado y comparado. Desde mil novecientos sesenta existen cuatro mil casos con huellas dactilares que nunca se han revisado a través de un ordenador.

Los nuestros, los del FBI, del Departamento de Justicia, el ordenador. Los nuestros, los del FBI, del Departamento de Justicia, el ordenador de quien sea. Es casi risible, pero es demasiado triste para reírse de ello. Lo mismo que balística. Estamos encontrando que en la mayoría de los casos las pruebas siguen allí, pero no se han tenido en cuenta.

Bosch negó con la cabeza, sintiendo ya la frustración de todas las familias de las víctimas, los casos barridos por el tiempo, la indiferencia y la incompetencia.

– También descubriréis que las técnicas son diferentes. El policía de Homicidios actual es simplemente mejor que aquel de, digamos, mil novecientos sesenta o setenta. O incluso que el de mil novecientos ochenta. Así que incluso antes de llegar a las pruebas físicas y de revisar esos casos vais a ver cosas que ahora os parecen obvias, pero que no eran obvias para nadie en el momento del crimen.

Pratt asintió con la cabeza. Su discurso había finalizado.

– Ahora el resultado ciego -dijo, empujando la carpeta azul pálido del expediente por la mesa-. Aquí lo tenéis. Es todo vuestro. Cerradlo y poned a alguien entre rejas.