"Último Recurso" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)1En la práctica y el protocolo del Departamento de Policía de Los Ángeles, una llamada dos-seis es la que suscita una respuesta más rápida, y también la que infunde mayor temor al corazón que late bajo el J chaleco antibalas. Es una llamada de la que con frecuencia depende la carrera. La designación se deriva de la combil1ación de un aviso de radio de código 2, que significa «responder lo antes posible», y la sexta planta del Parker Center, desde donde el jefe de policía dirige el departamento. Un dos-seis es una convocatoria urgente a la oficina del jefe, y ningún agente que conozca y valore su posición en el departamento se retrasará. El detective Harry Bosch trabajó más de veinticinco años en su primera etapa en el departamento y nunca recibió una llamada para presentarse de inmediato ante el jefe de policía. De hecho, no había vuelto a estrechar la mano de un jefe desde el día en que le entregaron su placa en la academia, en 1972. Había sobrevivido a varios -y por supuesto, los había visto en actos policiales y funerales-, pero simplemente nunca se había encontrado cara a cara con ellos. En la mañana de su regreso al servicio después de tres años retirado recibió su primer dos-seis mientras se ajustaba el nudo de la corbata ante el espejo del cuarto de baño. Fue un ayudante del jefe el que llamó al número de su móvil particular. Bosch no se molestó en preguntar cómo había obtenido el número: se daba por hecho que la oficina del jefe de policía tenía el poder de localizarte. Se limitó a asegurar que estaría allí en menos de una hora, a lo que el ayudante le respondió que esperaba que llegara antes. Harry terminó de hacerse el nudo en el coche, mientras conducía en dirección al centro todo lo deprisa que se lo permitía el tráfico de la autovía 101. Tardó exactamente veinticuatro minutos desde el momento en que colgó el teléfono hasta que pasó por las puertas de doble batiente de la antesala de la oficina del jefe, en la sexta planta del Parker Center. Pensó que tenía que haber batido algún récord, sin contar con que había aparcado en zona prohibida en Los Ángeles Street, enfrente del cuartel general de la policía. Si conocían su número de móvil, seguramente sabrían la hazaña que representaba llegar desde las colinas de Hollywood al despacho del jefe en menos de media hora. Sin embargo, el ayudante, un teniente llamado Hohman, lo miró con desinterés y le señaló un sofá de vinilo en el que ya había otras dos personas esperando. – Llega tarde -dijo-: Tome asiento. Bosch decidió no protestar para no empeorar las cosas. Se acercó al sofá y se sentó entre los dos hombres de uniforme, que se habían apoderado de los reposabrazos. Estaban sentados muy erguidos y en silencio. Supuso que también habían recibido un dos-seis. Pasaron diez minutos. Los hombres que lo flanqueaban fueron llamados antes que Bosch y cada uno de ellos despachó con el jefe por espacio de cinco minutos pelados. Mientras el segundo hombre estaba en el despacho, Bosch oyó que levantaban la voz en el sanctasanctórum, y cuando el agente salió estaba lívido. De algún modo, la había cagado a los ojos del jefe y corría la voz -el rumor incluso se había filtrado a Bosch en su retiro- de que el nuevo hombre fuerte no toleraba las cagadas a la ligera. Bosch había leído un artículo en el Finalmente, Hohman colgó el teléfono y señaló con el dedo a Bosch. Su turno. Rápidamente fue conducido al despacho en esquina con vistas a la Union Station y las vías del tren que la rodeaban. Era una vista decente, pero no fantástica. Claro que carecía de importancia, porque el edificio Iba a ser demolido pronto. El departamento se trasladaría a unas oficinas provisionales mientras se construía un cuartel general de la policía nuevo y moderno en el mismo sitio. El actual cuartel general era conocido como la Casa de Cristal por los mandos y los agentes, supuestamente porque en su interior no era posible mantener secretos. Bosch se preguntó cómo llamarían a la siguiente sede. El jefe de policía estaba sentado detrás de un gran escritorio, firmando papeles. Sin levantar la mirada de su trabajo, le pidió a Bosch que se sentara al otro lado de la mesa. Al cabo de treinta segundos, el jefe firmó su último documento y miró a Bosch. Sonrió. – Quería recibirle y felicitarle por su regreso al departamento. Su voz estaba caracterizada por un acento del Este. A Bosch no le molestó. En Los Ángeles todo el mundo era de algún otro sitio. O al menos lo parecía. Este hecho constituía la fuerza y al mismo tiempo la debilidad de la ciudad. – Es agradable haber vuelto -dijo Bosch. – Entiende que está aquí con mi beneplácito. No era una pregunta. – Sí, señor, lo entiendo. – Obviamente, estudié a conciencia su solicitud antes de aprobar su regreso. Me inquietaba su…, digamos, estilo, pero finalmente su talento inclinó la balanza. También puede agradecérselo a su compañera, Kizmin Rider, por defender su causa. Es una buena agente y confío en ella. Y ella confía en usted. – Ya le he dado las gracias, pero volveré a hacerlo. – Sé que han pasado menos de tres años desde que se retiró, pero permítame que le asegure, detective Bosch, que el departamento al que vuelve no es el departamento que dejó. – Lo entiendo. – Eso espero. ¿Conoce el decreto de consentimiento? Justo después de que Bosch abandonara el departamento, el anterior jefe se había visto forzado a aceptar una serie de reformas para evitar que las autoridades federales asumieran el control del Departamento de Policía de Los Ángeles tras una investigación del FBI sobre corrupción masiva, violencia y violación de los derechos civiles por parte de los agentes. El nuevo jefe tenía que cumplir con la nueva normativa o terminaría recibiendo órdenes del FBI. Desde el jefe al último cadete, nadie deseaba semejante situación. – Sí -dijo Bosch-. Lo he leído en los periódicos. – Bien. Me alegro de que se haya mantenido informado. Y me alegra comunicarle que, a pesar de lo que pueda haber leído en el – Eso creo. – Su regreso aquí no está garantizado. Está en período de pruebas durante un año. Así que considérese otra vez un novato. El novato más viejo de todos. Apruebo su regreso, pero puedo echar le sin esgrimir ninguna razón en el curso de un año. No me dé una razón. Bosch no respondió. Supuso que no se esperaba respuesta. – El viernes graduamos a una nueva promoción de cadetes de la academia. Me gustaría que estuviera allí. – ¿Señor? – Quiero que esté presente. Quiero que vea la abnegación en los rostros de nuestros jóvenes. Quiero que vuelva a familiarizarse con las tradiciones de este departamento. Creo que puede ayudarle, ayudarle a recuperar la abnegación. – Si quiere que esté presente, allí estaré. – Bien. Le veré el viernes. Estará en la tribuna de personalidades como invitado mío. El jefe escribió un recordatorio de la invitación en el cuaderno que tenía a su lado en el cartapacio. Después dejó el bolígrafo y levantó la mano para señalar a Bosch con un dedo. Su mirada adoptó una especial intensidad. – Escúcheme, Bosch. Nunca rompa la ley para obligar a cumplir la ley. En todo momento haga su trabajo de acuerdo con la Constitución y compasivamente. No aceptaré otros modos. Esta ciudad no aceptará ningún otro modo. ¿Estamos de acuerdo en eso? – Estamos de acuerdo. – Entonces hemos terminado. Bosch se levantó. El jefe lo sorprendió cuando se levantó a su vez y extendió la mano. Bosch pensó que quería saludarle y le tendió la suya. El jefe del departamento le puso algo en la palma, y Bosch miró y vio su chapa dorada de detective. Había recuperado su viejo número. No se lo habían dado a otro. Casi sonrió. – Llévela como merece -dijo el jefe de policía-. Y con orgullo. – Lo haré. Esta vez sí se estrecharon las manos, pero al hacerla el jefe no sonrió. -El coro de las voces olvidadas -dijo. – ¿Disculpe, jefe? – Es lo que me vino a la cabeza cuando pensé en los casos que hay en Casos Abiertos. Es una casa de los horrores. Nuestra mayor vergüenza. Todas esas voces. Cada una de ellas es como una piedra arrojada a un lago. Las ondas se extienden a través del tiempo y de las personas. Familias, amigos, vecinos… ¿Cómo podemos considerarnos una ciudad cuando hay tantas ondas, cuando este departamento ha olvidado tantas voces? Bosch soltó la mano del jefe y no dijo nada. No tenía respuesta para esa pregunta. – Cambié el nombre de la unidad cuando entré en el departamento. No son casos apagados, detective. Nunca dejan de arder. No para alguna gente. – Eso lo entiendo. – Entonces baje allí y resuelva casos. Ése es su arte. Por eso lo necesitamos, y por eso está aquí. Por eso me arriesgo con usted. Muéstreles que no olvidamos. Muéstreles que en Los Ángeles los casos no se enfrían ni se apagan. – Lo haré. Bosch lo dejó allí, todavía de pie y quizás acechado por las voces. Como él mismo. Harry pensó que tal vez por primera vez había conectado a cierto nivel con el hombre que regía los destinos del departamento. En el ejército se dice que entras en la batalla y luchas y estás dispuesto a morir por los hombres que te envían. Bosch nunca sintió eso cuando avanzaba en la oscuridad de los túneles de Vietnam. Había sentido que estaba solo y que estaba luchando por sí mismo, por permanecer vivo. Lo mismo había sentido en el departamento, y en ocasiones había adoptado el punto de vista de que estaba luchando a pesar de los hombres de arriba. Quizás en esta ocasión las cosas serían diferentes. En el pasillo pulsó el botón del ascensor con más fuerza de la necesaria. Se sentía demasiado nervioso y enérgico, y conocía el motivo. El coro de las voces olvidadas. El jefe parecía conocer la canción que entonaban. Y Bosch, ciertamente, también. Había pasado la mayor parte de su vida escuchando esa canción. |
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