"Crónica sentimental en rojo" - читать интересную книгу автора (Ledesma Francisco González)3. CONTRATO PARA UN DESAMORSERGI LLOR, abogado de la calle de Ganduxer, tenía motivos para creer en el pasado más que en el presente, para refugiarse en las nostalgias más que en los sueños: acababa de tener un percance sentimental con una mujer llamada Libertad y seguía siendo militante de la Esquerra Republicana de Catalunya. Las mujeres y la Esquerra son sabias en el sentido de que hacen comprender a uno que cualquier tiempo pasado fue mejor. Cuando Blanca Bassegoda atravesó su sala de espera, pasando por delante de los cuadros de Modest Urgell, de las obras completas de Manresa y de los diplomas de solvencia mental que se alineaban en las paredes, Llor tuvo una sorpresa, porque hacía ya muchos años que los Bassegoda no eran sus clientes. Desde antes de la muerte de Óscar Bassegoda, el padre de Blanca, aquel apellido no figuraba en los secretos de su despacho ni, por supuesto, en la delicadeza de sus minutas. La complicada herencia había ido a estudio de otros abogados, y el hecho de que Blanca estuviese allí le hizo pensar que algo excepcional había ocurrido. Y en efecto, era así. A Blanca, que ahora tenía treinta y siete años, la había conocido Sergi Llor cuando a los dieciocho salió del colegio de monjas sabiendo bien sabidas tres cosas: que Dios existe, que los hombres pertenecen a una especie dañina y que pasarse el dedo por ciertos sitios produce una satisfacción muy privada. Ahora Blanca Bassegoda dudaba seguramente de la existencia de Dios y no necesitaba para nada los trámites del dedo. Había aprendido, además, otras cosas: a cruzar las piernas, a controlar intereses bancarios, a cotizar los vestidos con firma, a invertir en pintura y a comer brillantemente en el Via Veneto, desbordando simpatía con personas a las que odiaba. Probablemente había aprendido también -se notaba en sus ojos- que a pesar de todo la felicidad no existe, pero que hay que seguir buscándola. Paseó su mirada por el despacho y dijo: – Mi marido no me deja en paz. Fueron sus primeras palabras. Se había casado cinco años atrás, ante más de seiscientas personas, una de las cuales era Sergi Llor. Boda en la catedral con nota de pago en La Vanguardia y El Noticiero, fotos de pago en el Hola, bendiciones de pago con todas las promesas de la dicha que como buenos cristianos merecéis, hijos míos del alma; viaje de novios a Tailandia, que está corrompida, si la vierais; a Hong Kong, que es una tienda, si supierais qué lacados en los almacenes Mao; a Bali, que es el último paraíso que nos queda por pudrir a los blancos. Piso en la Bonanova, muebles de Gordovil, bronces de Herraiz, vajilla de Talavera, ningún escándalo, ningún hijo, quién sabe si ningún orgasmo, en suma una vida como debe ser. Hasta ahora. – Mi marido no me deja en paz. – ¿Cuándo se separó usted, Blanca? – Hace dos años. – ¿Han llegado a divorciarse? – No, aunque supongo que lo haremos. De momento es sólo una separación legal. – ¿Qué abogado se la tramitó? -Perdone que no fuera usted. Fue un abogado de mi marido. Llegamos a un acuerdo, y yo di facilidades. No íbamos a discutir por el abogado; lo que quería era acabar. – No, si no lo decía por eso. Era sólo por si tenía que ponerme en contacto con un compañero. Ya me dirá quién es, si hace falta. – Es posible que sí; pero es el abogado de mi marido, al fin y al cabo, no el mío. A la hora de los auténticos problemas tengo que recurrir a usted. – ¿Cuáles son los auténticos problemas? ¿Qué significa exactamente eso de que no la deja en paz? – Me persigue, me insulta… Ha llegado a amenazarme. Yo, al principio, no acababa de tomármelo en serio, pero ahora estoy asustada, se lo juro. Dice que me matará si no vuelvo a vivir con él. Y empiezo a pensar que es capaz de hacerlo. Sergi Llor salió de detrás de la mesa y fue a sentarse junto a ella. Blanca Bassegoda no necesitaba sólo un abogado; necesitaba además un amigo. Los grandes tiempos de Óscar, el jefe de la familia, habían terminado, pero quizá precisamente por eso Sergi Llor sentía por aquella mujer una especial ternura, esa ternura fácil que se siente por las personas desamparadas que no necesitan ningún amparo, y por lo tanto no causarán demasiadas molestias. – Me duele preguntárselo, pero ¿ha llegado a golpearla? -musitó. – Dos veces. – ¿Lo denunció a la policía? -La primera vez no, porque me pareció una vergüenza, una humillación reconocer mi desastre personal ante un funcionario aburrido y que no se despertaría más que para tratar de mirarme las piernas. Pero la segunda vez sí que lo hice. Ya no estaba dispuesta a aguantar más. – ¿Y qué pasó? – Pues que declaré ante un funcionario aburrido que sólo se despertó para tratar de mirarme las piernas. – Conserva usted el viejo ingenio de la familia, Blanca. Una familia que siempre tuvo personalidad. – Ya no sé lo que conservo. – ¿Hizo algo la policía? – ¿Qué iba a hacer? La policía intuyó que éramos un clan importante, que valía la pena dedicar cinco minutos al asunto y que no se podía dejar la gestión al arbitrio de cualquier mandado. Por lo tanto, el propio comisario llamó a Eduardo, mi marido, le hizo unas reflexiones y le advirtió que si reincidía se iba a acordar de él. Pero nada más. El asunto ni siquiera pasó al juzgado de guardia; de todos modos he de ser sincera y he de reconocer que ni tan sólo había lesiones leves. ¿ Qué iban a hacer? – ¿Su marido reincidió? – En el sentido físico no, pero en el sentido moral ha sido peor que nunca. Me sigue, me amenaza, me hace escenas… Ya estoy harta de vivir así. Quiere que vuelva con él o que me muera; en definitiva quiere que me muera. Y con las actuales leyes de este país, nadie hará nada por una mujer en peligro hasta que los periódicos publiquen que la han partido en pedazos, los han metido en una maleta y luego el asesino ha dado incluso una rueda de prensa. Diga usted lo que quiera, pero las cosas son así. Sergi Llor se puso en pie y paseó por el despacho, según una vieja costumbre adquirida en las salas de los pasos perdidos de diversos palacios de justicia y en pasantías remotas que no le habían dejado más que una cierta sordidez en los pies y una arruga vertical en la frente. Miró por la ventana la calle de Ganduxer, miró su barrio de hombre situado que sin embargo no le quitaría aquella arruga nunca. – Ocurre lo mismo con los hombres -dijo-. Los enemigos te amenazan, te dicen que van a destrozar tu negocio, que van a facturar tus restos a una hamburguesería, y la ley no hace nada. Hasta que se comete el delito, la justicia honra a su imagen. Tiene los ojos vendados y está ciega. Añadió: – Pero en el caso de una mujer como usted, que tiene un nivel, comprendo que es peor todavía. – ¿Qué le parece que debo hacer? -musitó Blanca. – .Éste no es un problema legal; es más bien una situación de hecho. – ¿Y para las situaciones de hecho a quién hay que acudir? ¿Al Defensor del Pueblo tal vez? ¿Es eso? Sergi volvió a sentarse, y pensativamente musitó: – Hay que acudir a las cerraduras, a los perros, a los hombres… – ¿Qué? – Cerraduras fiables, perros amaestrados, hombres pagados, naturalmente. Ella alzó bruscamente la cabeza. – ¿Me está hablando de un guardaespaldas? -susurró. – Es curioso ver a lo que hemos tenido que llegar los abogados -dijo Sergi Llor sin contestar directamente-. A saber que la ley no existe, que es un lujo lejano situado en grandes libros que no se leen, grandes edificios que se derrumban y grandes tumbas donde ya no reza nadie. Que el ciudadano está desprotegido, que sólo tiene derechos humanos el verdugo, y que la vida es una inmensa situación de hecho para la que los abogados debemos prever otras situaciones de hecho. La gente que puede gasta ya más en guardaespaldas que en consejeros legales, ésa es la realidad. Y la que no puede, gasta en navajas y a veces en clases de kung-fu, esa última delicadeza de nuestra cultura. ¿Le estoy exponiendo un panorama negro? Me temo que no exagero, aunque reconozco que los abogados ya sólo servimos para la elegía. En el caso de usted sólo se me ocurre, naturalmente, una situación de hecho; resolver el asunto por las buenas y nada más. – ¿Cuál es la solución? – Vaya a lo práctico; y lo que es más barato, vaya a lo lógico. Búsquese un hombre. – Repito: ¿me está usted hablando de un guardaespaldas, señor Llor? – Le estoy hablando de su nuevo amor. De su prometido. Blanca hizo una mueca de estupor. – Qué?… -farfulló. – Si usted estuviera ya en relaciones para casarse otra vez, ¿su marido qué haría? – Indignarse, naturalmente. Y quizá alguna cosa más. Yo qué sé. – Si el hombre con quien usted está en relaciones fuera un ex campeón de boxeo, ¿su marido qué haría? Blanca se mordió el labio inferior. Por fin había comprendido. – Moralmente mi marido no podría hacer nada -susurró-. Y físicamente menos aún. – Usted habría dejado de ser una mujer sola, Blanca. ¿Comprende? – Perfectamente. – Pues ya ve para qué sirve la ley; finalmente hemos tenido que llegar a una situación de hecho. Hay que olvidarse de los libros y bucear en la calle. Todos acabamos haciéndolo. – ¿Usted podría ponerme en contacto con un hombre así? -preguntó Blanca Bassegoda en voz muy baja. – Yo siempre he servido a su familia, Blanca. Espero poder seguir haciéndolo. – ¿Ese hombre me respetaría en todo? – Yo no le daría el visto bueno si no pudiera garantizárselo. Es un detalle fundamental. – Pero esta relación que usted dice no podría durar siempre. Llegaría un momento en que yo tendría que quedar sola otra vez. Un año, dos… – Dice bien. La relación puede durar perfectamente un año, al menos un año. Para entonces, a su marido ya se le habrá pasado esa especie de furor testicular, perdone, y habrá ordenado su vida de otro modo. En fin… que la habrá dejado en paz. Blanca volvió a morderse el labio inferior, y ello, a pesar de su vestido Cacharel, sus zapatos Gales, su bolso Celine y su reloj Piaget de oro, le devolvió un delicioso aspecto de chiquilla a la que acaban de comprar a la salida del colegio un helado barato. Luego, aunque los Bassegoda habían tenido siempre la elegancia de no preguntar directamente el precio de las cosas (para eso había abogados, contables y lacayos), quiso saber: – Un servicio así, ¿resultaría muy caro? Sergi cerró un momento los ojos. Delicioso y aborrecible tiempo aquel en que las grandes familias lo eran de verdad. – Nada es barato hoy día -dijo-, pero le costará mucho menos que cualquier acción legal. – Es usted una gran-persona, Sergi. Trata de resolver todos los problemas. Nunca me arrepentiré de haber venido aquí. Sergi Llor dijo con voz queda: – Soy simplemente un abogado desengañado y rabiosamente moderno. Fue al día siguiente cuando se puso en contacto con Ricardo Arce, el Richard, que estaba terminando de cumplir condena. |
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