"Crónica sentimental en rojo" - читать интересную книгу автора (Ledesma Francisco González)

2. LA COMIDA EN EL RESTAURANTE ANTIGUO

– ÉSTE es uno de los restaurantes más clásicos de Barcelona -explicó Méndez, quien conocía la historia de todos los sitios a los que se puede ir sin corbata-. Creo que en 1840 ya existía en este mismo sitio, con el nombre de Café de las Siete Puertas, aunque si nos ponemos a analizar es más viejo aún, porque sucedió a otro que debía ser por lo menos carolingio y que se llamaba Café Neptuno. Como verá, el sitio donde estamos tiene todas las cualidades menestrales de este pueblo, que es un pueblo que no está para cuentos. Yo, que me he hartado de comer mal, como aquí positivamente bien. Es una cocina honrada y directa, que no necesita vivir de la crónica social. Hay quien se queja de que a lo largo de los años surgen pocas novedades en su carta, pero creo que las cosas buenas y ya comprobadas no necesitan ser inventadas otra vez. A la cocina y a las mujeres es mejor tomarlas por sus virtudes conocidas y no darles demasiadas vueltas.

Después de este acceso de elocuencia, tan impropio de un hombre como él, Méndez dejó elegir a Olvido y luego pidió para sí una paella parellada, o sea con el marisco ya mondado, vino tinto y una copita de orujo gallego para animar la boca, con lo cual demostró ser uno de esos entendidos que lo mismo comen un entrecot con calisay que beben un café con gambas. Pese a ello, seguía milagrosamente vivo, si bien un sector de la opinión sostenía la tesis de que estaba muerto desde varios años antes y la noticia no se había hecho pública por razones de seguridad interior.

– Y ahora -dijo, bien instalado en la mesa y como si quisiera abrir el apetito- explíqueme bien qué es eso de la mujer a la que le faltaba el pecho.

Olvido bebió un sorbo de vino tinto de la tierra, vino fuerte y un poco áspero, rebajado con una rodaja de limón, y susurró:

– Después de un par de conversaciones con los abogados, he llegado a conocer bastante bien la historia de la familia Bassegoda.

– Pues cuénteme lo que sea de verdad importante. Al menos cuénteme lo de esa mujer. Las historias de tíos me aburren, las historias de tías me pirran. Sobre todo si son historias de tías pecadoras, pero que van a misa.

– La mujer del pecho cortado era Nuria Bassegoda, la hermana del jefe de la familia. Murió de cáncer hará unos quince años, si no recuerdo mal; en fin, puede que sean catorce, puede que sean dieciséis. No tiene importancia, la muerte carece de edad.

– Antes la operaron y le extirparon el pecho?

– Sí.

– ¿Y luego se le reprodujo el cáncer?

– Sí. Ya sabe usted eso de las tres «c»: carretera, cáncer, corazón. En fin, eso.

– Hay otras tres «c» que se oponen a las que usted dice y que le mantienen a uno en forma.

– ¿De veras? No sabía.

– Canciones, copas y coitos. Dicho esto, Méndez añadió cautelosamente:

– Pero la última cosa debe practicarse más bien en sus aspectos filosóficos.

– ¿Usted lo hace?

– Las mujeres vienen conmigo en plan de oyentes. No les doy gusto, pero les doy conversación.

– A usted le hubiese gustado conocer a Nuria. Parece que era una mujer muy inteligente, y hasta quién sabe si hablaba de filosofía en la cama.

– ¿Por qué se hizo pintar con el pecho destrozado? ¿Fue una extravagancia? ¿Masoquismo quizá?

– Nada de lo que usted dice. Más bien un acto de amor. Esas cosas no están de moda y ya no lo estaban hace quince años, pero fue un acto de amor, estoy segura.

– ¿Por parte de quién?

– De Wences.

– ¿Quién era Wences?

– Es.

– Bueno, pues quién es.

– Wenceslao Cortadas, un profesor de dibujo y pintura. Tenía un estudio en la Plaza Real y daba clases a un reducido grupo de alumnos. Nuria Bassegoda era una de ellas, siguiendo la tradición de las mejores familias. Cuando se tiene dinero, hay que adornarlo con algo. Con el arte, con la caridad, con las altas relaciones o con un adulterio bien administrado. Eso último da un juego enorme, tiene inmensas posibilidades históricas.

– Oiga, Olvido, usted no es como los demás jueces.

– ¿Cómo son los demás jueces?

– Mejor no lo digo.

– En todo caso intento no parecerme a ellos. Fue un propósito que me hice cuando me di cuenta, al salir de la Escuela Judicial, de que en parte había equivocado mi vida.

Cortó un pedazo de carne que le acababan de servir. La había pedido muy hecha, lo cual era una prueba de sensibilidad. Méndez, hombre dado a la sardina veterana y servida en cazuela, miraba con aprensión a los que devoran la carne cruda, gentes que aman una aproximación a la dentellada en vivo y a la vieja civilización de la sangre.

Luego Olvido añadió:

– Pero le estaba hablando de Wenceslao Cortadas y de Nuria Bassegoda. Como le digo, ella recibió clases durante algunos años y parece que fue una alumna aventajada y dócil. Se entregaba al maestro, quería aprender. Hasta la luz sucia de la Plaza Real se le metió muy adentro. Y el maestro se enamoró perdidamente de ella.

– ¿Wences vivía en la misma Plaza Real?

– Sí.

– ¿Y Nuria?

– Entonces en una torre de la parte alta de la Vía Augusta, una de las pocas que aún quedan en pie.

– Un salto demasiado largo para Wences, ¿no? Como para romperse las piernas al intentarlo.

– O como para romperse el corazón -,dijo Olvido.

– Las conversaciones sobre amores imposibles no acaban de encajar en este ambiente de matrimonios sólidos, bien implantados y sin demasiada imaginación, que se reparten un entrecot -murmuró él.

– Quizá bajo las palmeras de la Plaza Real era distinto. Me refiero a palmeras con la luz y el aire de hace quince años.

– Sí, tal vez.

– Bueno, pues lo fue. Creo que fue distinto. Méndez, con gesto de entendido pidió delicadamente otra copita de orujo gallego para amenizar la paella. El camarero se la sirvió con gesto de desearle un entierro pomposo, concurrido y lo más inmediato posible.

– ¿Llegaron a la cama? ¿Chingaron? -preguntó Méndez, delicado amante de las cosas concretas.

– No lo sé. En todo caso hubo cuando menos un “flirt”. Y él la pintó muchas veces, aunque siempre vestida; Dios sabe dónde están esos cuadros, porque nunca quiso venderlos, pero existen, han existido. Una mujer en la ventana, una mujer en una silla, una mujer quieta ante el espejo. Bueno, ya sabe usted. Luego a ella la operaron, le cortaron un pecho y se hundió.

– ¿Porque él dejó de prestarle atención?

– Todo lo contrario. Suplicó que la dejase pintarla con su único pecho, tal como era.

Méndez comprendió.

– Era una prueba de que la amaba fuese como fuese- dijo. Y en seguida añadió:

– Qué cosas.

– Usted no acaba de entenderlo, ¿verdad?

– No crea; yo me hago cargo de lo que debía sentir Wences, claro que me hago cargo. Bien mirado, una mujer con un solo pecho te debe dar menos trabajo.

– ¿Siempre habla así? -Perdone. Es que usted me intimida. Quizá soy demasiado fino.

Olvido prefirió no contestar. Masticó un pedazo de carne y sólo al cabo de unos momentos dijo:

– Es el cuadro que usted ha visto. Si se ha fijado en él, se habrá dado cuenta de que consigue el milagro de que una mujer tarada sea una belleza. Es una auténtica obra de arte, y por lo tanto Bassegoda, que era un “connaisseur”, lo guardó.

– Sigo preguntándome qué tiene eso que ver con la muchacha muerta en la playa. Hasta ahora hay solamente una relación, digamos, puramente física. Una coincidencia.

– Pues hay más, y estoy segura de que usted lo ha adivinado. Supongo que la relación amorosa había ido llegando bastante lejos, y cuando Nuria Bassegora murió, Wences se volvió loco. Dejó el estudio de la Plaza Real, hizo un desfalco con dinero de su marchante, provocó un incendio en el que quedaron destruidos varios cuadros y desapareció. Días después intentó abrir sin éxito la tumba de Nuria Bassegoda. Estaba claro, repito, que se había vuelto loco. Pero nadie se ocupó de él hasta que en Madrid intentó cortarle el pecho a una mujer. Quisieron atraparle y huyó; como se dice en las novelas y en las películas, fue tragado por las sombras.

Méndez alzó la cabeza y cerró los ojos. Por un momento le pareció que en el gran comedor no había nadie, que había quedado en el más absoluto silencio.

– Es una historia romántica -dijo al fin-. Y el romanticismo está pasado de moda.

– Comete un error. Los motivos por los que se mata y se muere son ahora los mismos que hace dos mil años. Son lo más estable que existe: al contrario de las ideas religiosas y las ideas políticas, no pasan de moda jamás.

– Muy bien, pero yo estoy hablando de hoy, y usted me habla de algo que ocurrió hace quince años.

– Wenceslao Cortadas sólo tenía entonces treinta y cinco. Eche cuentas. Tiene que estar en perfecta forma.

– Echar cuentas sobre la edad de una mujer me disgusta y me marea. En la Constitución debería figurar que las mujeres tienen derecho a la eterna juventud.

– Estamos hablando de un hombre.

– También los hombres acabarán gustándome jóvenes -dijo sibilinamente Méndez-. Qué le vamos a hacer. Cuando haga tratos con ellos, les preguntaré los años que tienen. No se me había ocurrido.