"Crónica sentimental en rojo" - читать интересную книгу автора (Ledesma Francisco González)4. HABITACION CON MUJER Y BIOMBOCUANDO la gente se da cuenta de que el verano se extingue, las mesas de los cafés de la costa se van llenando de tristeza. Allí donde se reunían los jóvenes, donde se formaban los grupos y nacían las amistades eternas de este verano que durará toda nuestra vida, va quedando vacía una mesa hoy, otra mañana, van muriendo los discos en el aire y se van susurrando las remotas direcciones del invierno. Los jóvenes notan eso como una sensación física, y a veces se quedan mirándose a los ojos, tratan de sonreír y se niegan a captar el secreto del tiempo que los mayores ya tienen dolorosamente aprendido. Mientras tanto, los mayores en régimen bienestante concitan cenas, lamentan gastos, planifican audiciones de Serrat y proclaman su fidelidad a la cosecha del 70. Ya han perdido la virtud de esperar mirándose a los ojos. Méndez, a pesar de ser viejo, o quizá precisamente por eso, comprendía más a los jóvenes, captaba más su nostalgia de mar, de libertad y de noche pese a que aún tenían allí, sentados como estaban en silencio ante la mesa, su último mar, su última libertad y su última hora negra. Los muy jóvenes y los muy viejos, pensaba Méndez, ya no planificamos cenas, planificamos nostalgias. Su servicio en las playas aún no había terminado, y sus escapadas clandestinas a Barcelona, como la que utilizó para ver salir de la cárcel al Richard, le habían valido una bronca, pero eso no le importaba. Para lo que iban a poner en su hoja de servicios cuando muriese, cualquier cosa estaba bien. Lo que sí valió la pena para Méndez, después de todo fue la posibilidad de empaparse de la filosofía de la costa, fueron sus largas conversaciones con Olvido, fueron sus elementales descubrimientos de una cosa llamada cielo, de una cosa llamada sol, del olor a tierra mojada, a pino viejo; fue algo tan sencillo como la visión de un porrón de vino tinto recibiendo la luz. Claro que Méndez descubrió también que la costa iba desapareciendo entre colectores que no funcionaban, basuras plurifamiliares, supermercados, camiserías pop, exposiciones de ante, cuir, lether, heladerías de urgencia y centenares de audaces disc-jockeys dispuestos a todo. La costa iba siendo devorada y sólo quedaban ya rincones aislados, como las Casas de Alcanar, donde se mantenía la vieja civilización del pescado fresco y del aceite virgen. En todo el resto del litoral se estaba imponiendo ya para siempre la civilización de la pizza. Estos descubrimientos, que hasta entonces no había hecho a pesar de su edad, demostraron a Méndez que había otros mundos al margen de las calles del Cid, de Lancaster, de las casas-túnel de Robador y de los pájaros errabundos de la Rambla baja. Los pájaros errabundos de la Rambla baja eran el único contacto con la naturaleza salvaje, y seguramente peligrosa, que Méndez se había permitido en cuarenta y tantos años de brillantísimos servicios urbanos. Ahora se daba cuenta de que existían otras magnitudes, pero ya era demasiado tarde, y decidió arrinconarlas sigilosamente. – Olvido, ¿dónde puedo encontrar datos y antecedentes sobre Óscar Bassegoda? El patio con la palmera, la playa que se va quedando vacía, la casa con corazón que ya no guarda más que silencios. Todo eso estaba entre los dos como una cosa que las horas – se acabarían llevando. – ¿Óscar Bassegoda precisamente? ¿Por qué? – No sé, pero he llegado a la conclusión de que todo eso está relacionado con la familia, y la familia no se explica sin Óscar Bassegoda. – Yo tengo algunos datos en el juzgado, pero son más bien datos oficiales, no de índole particular. Balances… Relaciones de bienes… Todo eso. Los datos oficiales ya los conoce Méndez, como conoce también la ficha de la policía sobre Óscar, delicada ficha política de un delicado catalán de derechas; tenaz opositor al franquismo pero entre vaselinas y tedéums, entre abades y ómniums culturales, entre bancas catalanas y subvenciones a fondo perdido para que se editase un honesto libro de Pere Quart o para que Josep Maria de Sagarra pudiese seguir comiendo langosta. Todo eso lo sabía Méndez, pero no le importaba; lo que quería era conocer a la familia en el comedor y en el dormitorio, la familia que nunca habían podido ver los agentes judiciales esperando en los pasillos ni los policías apostados en la calle, pues hubo un feliz tiempo -recordaba Méndez- en que todo el mundo era digno de sospecha. – Los datos oficiales tienen poco interés -dijo-. Estoy pensando en la vida privada. – De eso puedo aclararle muy pocas cosas, pero quizá usted averigüe algo leyendo las disposiciones testamentarias de Óscar Bassegoda, bastante más interesantes que las interminables relaciones de bienes. Aquí, en casa, tengo una copia del testamento, por si la quiere usted leer. Méndez la leyó. Estuvo en un lugar tan jurídico como Can 60 meditando y dando vueltas al asunto hasta que más o menos lo echaron de allí, (no por cierre, dijo el camarero, sino por peligro de hundimiento del viejísimo local), hasta que un borracho se durmió en la puerta, hasta que un marido empezó a preguntar por su mujer, hasta que una quinceañera enseñó a Méndez sus tetitas bañadas por la luna y Méndez no sintió nada, absolutamente nada. Sólo entonces se fue. De todos los nombres de personas citadas como posibles beneficiarios del testamento, más de cincuenta, sólo uno llamó la atención de Méndez: el de Encarnación López, a la cual se legaban doscientas mil pesetas y una pulsera de oro que, con los tiempos que corren, bien podía estar valorada en otras doscientas mil. Como eso podía significar una relación sentimental, Méndez siguió la flecha. Cualquiera que frecuenta la Ronda de la Universidad sabrá que hay una acera comercial y animada -la de la derecha entrando por la Plaza de Cataluña- y otra dada a todos los silencios municipales, con tiendas cerradas, balcones desiertos y un hotel de medio pelo ante el que se apean los audaces viajeros comarcales de la línea de autobuses Alsina Graells. En la acera viva estaba el piso alquilado por Encarnación López, piso discreto precisamente porque no lo era: rodeado de oficinas, de hombres presurosos y de mujeres ausentes que no se fijaban en nadie, uno podía llegar a aquel piso como un gestor administrativo, es decir como una sombra. Y como una sombra, pero más larga que las otras, se coló Méndez en él, sabiendo muy bien adónde iba. El piso tenía ventanas a la Ronda de la Universidad, a su ruido y a su vida; tenía un balcón trasero, cubierto, que daba a los patios vecinales, a su silencio y a su muerte. Tenía un cuarto de baño antiguo, con bañera-ataúd, espejo ovalado y grifería barroca. Tenía habitaciones amplias, una de ellas con un biombo de cristal frente a la cama donde las mujeres dejaban reflejar su boca felatríz, su cintura muelle y sabia, su monte más cuidado, su culo más secreto. Al Amores le estaban explicando en la redacción las anécdotas del viejo periodista José María Lladó. Como el Amores acababa de recibir una bronca por un error en la información (unas declaraciones del delegado del Gobierno en Cataluña se las había atribuido a Pujol, y lo que aún era más grave, las de Pujol al delegado del Gobierno) sus compañeros trataban de animarle antes de que lo despidiesen otra vez, cosa que según todos los síntomas iba a ocurrir con la debida urgencia. – Lladó, cuando abandonó el exilio y regresó de Francia el año 49, se encontró sin trabajo y muerto de hambre -estaba explicando el Florindo Chico sentado sobre una mesa- y al final encontró algo en la Editorial Bruguera, que entonces tenía su redacción en una especie de palomar en el Paseo de Gracia, donde en verano te asabas vivo y donde la gente pedía a gritos que la dejasen ir en top-less. Lladó encontró también trabajo como redactor de anuncios en Publicitas, que entonces estaba en la calle Pelayo y no sé si aún sigue allí. Eran unos anuncios la mar de curiosos: para una funeraria de una pequeña localidad y para un fabricante de tazas de water. ¿Qué se podía decir? Imagínate a Lladó elogiando la paz de los ataúdes, la capacidad orgásmica de los usuarios del water. O una feliz combinación de ambas cosas: «Muérase de gusto después de usar las tazas Pérez, pero haga que lo entierren en la funeraria Gómez.» Aunque yo estaba hablando del trabajo de Lladó en Bruguera, donde él decía que la gente no tenía derecho a quejarse, porque al fin y al cabo pasaba los veranos en el mar: en efecto, el despacho estaba entre dos calles bien conocidas, estaba entre Valencia y Mallorca. Allí escribía Lladó por veinte pesetas guiones para historietas infantiles, y por cien, cuentos de hadas que siempre se titulaban «La princesita de oro», «La doncella de los cabellos de oro», «El principito de oro». Pues bien, un amigo suyo andorrano (ya sabéis que la gente, allí, se ha ganado bien la vida) quiso sacarle de apuros y le regaló veinticinco mil pesetas de las de entonces para que pudiese atender dignamente a su mujer y a su hijo, que entonces era muy pequeño, más pequeño que Lladó, que ya es decir. Pues bien, Lladó las gastó con la diligencia propia de estos casos y escribió un cuento que por suerte no le publicaron. ¿Sabéis cómo se titulaba? Pues se titulaba «El andorrano de oro». El Florindo Chico alzó un dedo con gesto pontifical, luego se rascó cuidadosamente el ombligo y añadió: – El tal Lladó siempre fue amigo del retruécano y el juego de palabras sobre la marcha. Cierto día en que estaba escribiendo enfermo dijo que él trabajaba a la vez en las industrias fabril y textil, porque estaba haciendo textos con fiebre, y cierta noche en que alguien le dijo que era imposible encontrar un santo patrón para las putas, él arguyó con veloz irreverencia que era posible encontrar no uno, sino dos. A saber: San Matías y San Zacarías (el Florindo Chico pronunciaba Matías con el típico «ae» catalán, y Zacarías con la característica «s» en vez de la «z», o sea que salía «san metías y san sacarías»). Pero el colmo fue cuando le dio un infarto en la redacción de Telelexprés y entre cuatro redactores bajaron el pequeño cuerpo de Lladó por las escaleras para meterlo en una ambulancia. «¡Vaya! -comentó Lladó con los ojos ya casi en blanco-. ¡Estáis conduciendo al cadaverito a su última humorada!» El Florindo Chico descendió de la mesa donde estaba sentado en plan Buda, señaló al Amores y le dijo que se animase, que porvenir periodístico quizá no tenía mucho, pero en cambio tenía un gran porvenir político, porque sabía de buena fuente que el gabinete socialista iba a nombrarle director general de Aguas Residuales. Amores no lo tomó del todo a broma, hizo un rápido cálculo, llegó a la conclusión que toda el agua que se consume en España es ya residual y quedó bastante satisfecho en cuanto a su porvenir más inmediato. Pero eso duró poco. La verdad fue que al salir a la calle, al sumergirse en su tráfico, en sus apreturas y en su prosa, Amores se dio cuenta de que podían suspenderle otra vez de empleo y sueldo, de que condenaría nuevamente al hambre a su esposa, a su perro y en último término a él mismo, que era el más resignado de los tres, y el único que no mordía. Y como siempre que le empezaba a dominar la desesperación, buscó refugio en ese rincón privado donde tenemos nuestra pequeñez, pero también nuestros sueños y nuestra capacidad de aislamiento. Recordó que en la Ronda de la Universidad existía un lugar semisecreto, rodeado de todas las impunidades, donde señoras casadas iban a redondear el presupuesto con hombres maduros y solventes. Como él era maduro y tenía cinco milagrosos minutos de solvencia, decidió buscar el olvido en las profundidades del sexo. El piso del pecado que no hace daño a nadie estaba rodeado de otros pisos especialmente dañinos: gestores que tramitaban multas, abogados que maquinaban apremios, agentes de seguros que calculaban a ojo la duración de tu vida, con un error máximo de cinco minutos, y la estampaban en pólizas hechas para que no las cobraras jamás. Amores pudo olvidarse de todas las maquinaciones que encerraba aquel edificio y se sumergió en el único piso dedicado a la corrupción y sus delicadezas. Amores entró allí con su pequeño miembro y su gran desesperanza. Se metió en el recinto que daba por un lado a la Ronda de la Universidad y sus trajines, por el otro a los patios vecinales y sus cortinas llenas de paz. Se encontró con el biombo de espejos, instrumento indispensable para elevar la cultura de la pareja y olvidarse al fin de la cultura de masas. Alquiló todos los vicios, todos los jugos y todas las frustraciones de una casada infiel que ya sólo creía en la pericia de su lengua y que le introdujo previo pago, cariño mío, yo esto no lo hago por dinero, sino porque odio a mi marido, en el santuario del amor donde estaba el balcón, donde estaba la cama, donde estaba la mujer ahorcada ante el biombo de los espejos. Ondia, fue todo lo que pensó el Amores al ver balancearse el cuerpo, yo no conocía esa perversión, a ver si ahora ésta me propone hacer un dúplex con una muerta. Méndez había dicho cuando la mujer, ya de cierta edad, le abrió la puerta: – Necesito ver a Encarnación López. – Casi nunca viene por aquí. ¿Quién le dijo que la encontraría en esta casa? – Eso no importa ahora. ¿Está o no está? La facha de Méndez y la seguridad con que hablaba hicieron que la mujer llegase inmediatamente a una alta deducción científica: la bofia. – Pase-dijo. La rápida carrera de una chica vestida con unos shorts («creí que era el señor que había telefoneado antes, preguntando por mí»), un dormitorio más bien hostil, sin biombos y sin mujeres, una butaca con olor a antepasado que en cualquier momento puede resucitar. Todo eso y Méndez que se sienta. – Si usted busca algo, le advierto que aquí todo es normal -explicó la vieja-, y que la policía ya sabe lo que hacemos. Que unas chicas sin trabajo quieran ganarse la vida no es ningún pecado, digo yo. Ahora, si usted quiere que hablemos, podemos hablar. Era una insinuación de lo más perfecto: «Jodido policía, chinga y calla.» – Mire, hija, yo no vengo a perturbar la buena marcha de la casa. Diré más: si yo pudiera tener un negocio de esta clase, lo tendría. Los lugares piadosos me gustan, me chiflan. – No será usted de los impuestos y todo eso… Porque, si lo es, le aseguro que aquí se gana muy poco. Ya le podría dar otras direcciones, ya, de sitios donde se gana más. Pero es que en este país sólo se castiga al pobre. – Sólo quiero ver a Encarnación López, hablar con ella… Le repito que no es nada que vaya a afectar a la buena marcha de esta casa. – ¿Ustedes son amigos? – Hace bastantes años la conocí. – ¿De qué? Méndez contestó educadamente: – Señora, con todo respeto, y puesto que adivino que usted es una mujer que sabe lo que es la vida, le confesaré que hace años Encarnación López me la empinaba la mar de bien. Y añadió cautelosamente: – Cuando yo tenía algo que empinar, claro. La vieja no se sorprendió en absoluto, demostrando que, en efecto, era una mujer de mundo. – Mire, señor, ahora ella no trabaja en estas cosas -musitó. – No he venido para hacerla trabajar, pero me gustaría saber qué hace aquí. – Somos socias. Tiene alquilado a su nombre el piso. – Bueno, pues quisiera verla. Sólo para pedirle una información. Cosa particular, créame. No hizo falta. De repente el grito. La casada infiel, cariño mío, que sale aullando. El Amores que sale abrochándose a toda prisa. Méndez que dice: – Tenía. La vieja balbució: «¿Pero qué pasa?»… – Nada -contestó Méndez-. Sólo que en esta casa tiene que haber una muerta. Maldita sea, si lo sabré yo. La madre que parió al Amores -pensó Méndez mientras corría a toda velocidad los cinco metros lisos-. Ese joputa es capaz de acabar en un par de años con toda la población femenina de España. Habrá que pensar en coserle la bragueta, como primera providencia, y luego ya se verá. Entró así en la acogedora habitación del biombo, en aquel recinto hecho para todas las artes de la fornicación, pero en cuyo interior estaba de pronto la muerte. Encarnación López aún era una mujer de las que no dan asco, una madura para sugerir complicidades, caricias sabias y corseterías barrocas, amén de una santa resignación cuando al manso no se le levantaba: en definitiva, una mujer de las que aún le podían gustar a Méndez para contarle historias de cuando él era joven, delicadas historias del siglo dieciocho. Pero ahora estaba muerta; ahora colgaba de un fino cordón de seda sujeto a la barra de las cortinas del balcón, barra que prodigiosamente no se había roto, demostrando así que no era de fabricación nacional o que aún queda algún industrial de buena fe. Los brazos colgaban a lo largo del cuerpo, su rostro era casi dulce pese al espasmo de la muerte, y bajo sus pies estaba volcada una silla. Méndez había visto los suficientes asesinatos artísticos para saber que éste no lo era, para darse cuenta instantáneamente de que Encarnita había elegido ella misma el camino de la paz, sin que ninguna alma buena la metiese en él, como ocurre casi siempre. La vieja también lanzó un grito. Méndez masculló: – Maldita sea, nada de espectáculos. Calme a las chicas y dígales que no pasa nada. Que la policía ya está aquí, pero que ésa no es mala señal, porque el asunto no va con ellas. – Sí… Bien. Lo que usted diga. – Ah, otra cosa. El cabroncete aquel que venga. – ¿Quiere decir el cliente de la Manoli? Al Amores la Manoli le había dicho que se llamaba Sandra. Méndez gruñó: – El cliente de su padre. Pero que venga. El Amores vino arrastrándose. – Le juro que ya estaba así, señor Méndez. – ¿Y a ti qué te pasaba, que ibas con los pantalones casi abajo? ¿Te ibas desabrochando por el camino? – Es que ella me iba diciendo: «Hala, amor, vete enseñando la cosa.» – Imbécil, lo que debía decir era que le enseñases el dinero. – ¿Por qué piensa eso? – Porque en caso contrario te hubiera dicho que le enseñaras la cosita. – Parecía una mujer desinteresada, señor Méndez… Casada satisfecha y todo eso. Bueno, y en cualquier caso le juro que, cuando entramos, esa otra ya estaba así. – ¿Se balanceaba? – Un poco. – Bueno, entonces es que acababa de dar la patada a la silla. A ver, Amores, quédate en la puerta y que nadie entre. Méndez examinó el cadáver. Ninguna señal de violencia, ningún arañazo, ningún golpe. El suicidio estaba clarísimo, aunque sus motivos le parecieron a Méndez oscuros y remotos. Volvió la cabeza hacia Amores. – Eh, tú, picha que mata. – ¿Qué dice, señor Méndez? – Nada, hombre, que cada vez que vas a sacarla hay una defunción. Pero, si quieres, le das la vuelta a la frase y la tomas como un elogio. – Yo nunca tomo a mal nada de lo que usted dice, señor Méndez, palabra de honor. – ¿Viste viva a esta mujer al entrar en la casa? – Sí. Pasó un momento por el pasillo. Yo, con perdón, creí que era del oficio, porque aún estaba buena. – ¿No oíste ningún ruido extraño? De pelea, por ejemplo. – ¿Qué voy a oír? Con lo escamado que estoy, me hubiese ido enseguida, saltando las escaleras de cuatro en cuatro. – Lo del suicidio está clarísimo -dijo Méndez pensando en voz alta-. Luego averiguaremos por qué. Tú, Amores, otra vez a la puerta. Amores iba a abrir el único armario de la habitación. Méndez gritó: – ¡No! – ¿Qué pasa? – Si lo abres tú, aparecerá otra muerta. Ya tengo bastante con una. Deja, lo haré yo. No había nada dentro del armario, excepto toallas, sábanas limpias, un pequeño látigo, un equipo de cuero negro para el sado y otras vulgaridades. Méndez cerró. – Mi primera misión ha terminado -dijo-: Cuando empiecen los interrogatorios no te despegues de mi lado, Amores; no quiero que digas ninguna tontería. Ahora hay que llamar a los de la Brigada. A ver, ¿dónde está el teléfono? Lo alcanzó cuando estaba sonando. Méndez descolgó. – ¿Diga?… – Oiga, ¿es aquí donde han puesto un anuncio de mujeres recién casadas por un precio de amigo y todo eso? – Sí, hijo -masculló Méndez-, tan recién casadas que aún están en viaje de luna de miel. Pero supongo que no le importará esperar a que vuelvan, ¿eh? Mientras tanto se va desnudando. Y colgó rabiosamente. |
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