"El Valle De Las Sombras" - читать интересную книгу автора (Tremayne Peter)Capítulo 9Marcharon despacio hacia la Estaba inclinada para recoger las alforjas que había dejado en el suelo, cuando oyó entrar a alguien en la caballeriza. Iba a erguirse, pero al reconocer la voz del hermano Solin hablando en un tono defensivo, vaciló un momento, hasta que algo le dijo que debía volver a ponerse en cuclillas y esconderse tras los tableros de la cuadra. Había dos voces. Era fácil reconocer los tonos silbantes del hermano Solin, pero no supo identificar a la persona que lo acompañaba. Era un hombre joven. Lo que le impidió identificarlo fue el hecho de que también hablaba con acento del norte. Se acercó con cuidado a la entrada de la cuadra y consiguió echar un rápido vistazo. El hermano Solin y un joven estaban de pie en la entrada de las cuadras. Fidelma dio otro vistazo desde la puerta de madera que la ocultaba. – Aquí -oyó decir al hermano Solin- pasaremos al menos desapercibidos. – La cuestión no es si pasamos desapercibidos o no -replicó la voz más joven con enfado. – Al contrario -corrigió el hermano Solin con lisonjería-, si alguien se enterara de que estáis entre ellos para espiarles, no les haría mucha gracia. Serían capaces de hacer algo… diríamos drástico. – «Espiar» es un término muy serio -dijo el joven con sorna-. ¿Y qué me decís de la misión que habéis venido a cumplir? – ¿Acaso ponéis en entredicho mi derecho a estar en este lugar? – ¿Derecho? ¿Qué derecho? Lo que pongo en duda, desde luego, son vuestras intenciones. – Escuchad, joven amigo -dijo el hermano Solin en un tono que parecía impasible-, y escuchadme bien. Os aconsejo que os abstengáis de inmiscuiros en los asuntos de Armagh. ¿Os creéis intocable porque servís a quienes servís? Pues bien, existen fuerzas más poderosas que las de vuestro señor, y no tolerarán interferencia alguna. El joven aspiró profundamente y aclaró: – No me amenacéis a la ligera, monje pedante, pues el clero no servirá para protegeros de la ira de aquél a quien sirvo. Se hizo un silencio inesperado. Con cuidado, Fidelma volvió a asomar la cabeza sobre el borde de la puerta, y vio la figura rechoncha del hermano Solin de pie, solo, junto a la entrada, mirando hacia fuera. El adversario acababa de marcharse. El hermano Solin esperó unos momentos, pensativo, se encogió de hombros y se fue. Fidelma salió de la cuadra, meditando sobre cómo debía interpretar la conversación que acababa de oír. Contuvo un suspiro de resignación, se dio la vuelta y recogió las alforjas. Fue hasta la puerta con cuidado, para asegurarse de que nadie la observaba. Atisbo al hermano Solin entrando en la botica al otro lado de la plaza, y se apresuró a cruzar el patio, hacia la casa de huéspedes. Cruinn, la corpulenta hostalera, estaba preparando la comida del mediodía. Alzó la vista al ver entrar a Fidelma y le dirigió una sonrisa carnosa. – Vuestro compañero, el extranjero, se ha ido a la cama -anunció con cierto regocijo-. Hoy debe de haber varios hombres en la Fidelma le contestó que lo haría, pero antes subiría un momento para ver cómo estaba Eadulf. Se disponía a subir, cuando la rolliza mujer se aclaró la garganta, como si se avergonzara. – ¿Me permite, señora, que hablemos un momento, ahora que estamos solas? Intrigada, Fidelma se dio la vuelta y la invitó a hablar. – Por favor, decidme. – Me han dicho que sois una Fidelma asintió sin decir nada. – ¿Conocéis todas las leyes matrimoniales? Fidelma no esperaba tal pregunta y enarcó las cejas, sorprendida. – Sí, conozco el texto del La hostalera movió la cabeza en un gesto negativo, al tiempo que se limpiaba las manos en un delantal de color azafrán. – No, él no. Quiero pediros consejo a vos. Os pagaré, aunque no tengo mucho. Tal era el ansia de aquella mujer, que Fidelma la tomó del brazo y la hizo sentarse en un banco de la mesa; ella hizo lo mismo, sentándose ante la mujer. – Podéis pedirme consejo a cambio de nada, Cruinn, si tan importante resulta para vos. ¿En qué puedo ayudaros? – Quisiera saber… -vaciló la anciana mujer, y luego continuó con cautela-. Quisiera saber si una mujer de baja posición puede contraer matrimonio con una persona que tenga sangre noble. ¿Existe el peligro de que el matrimonio sea ilegal? Fidelma estaba atónita en su fuero interno. A punto estuvo de preguntarle con qué jefe pensaba casarse, pero cambió de opinión al parecerle una falta de respeto por su parte. – Depende de la posición del jefe. ¿Es de linaje real? – No. Es un – Ya. Bueno, por lo general, las formas de unión más habituales se dan entre personas de la misma clase social. Incluso un Cruinn alzó la vista rápidamente, casi con emoción. – ¿Y el matrimonio es válido? – Claro que sí. Pero os advierto que la carga económica de un matrimonio entre personas de distinta clase suele perjudicar a la familia del novio de clase inferior. Mirad: si la mujer pertenece a la clase más baja, como parece que es el caso, su familia tendrá que aportar dos terceras partes del ganado para la unión de bienes. Es un paso importante y hay que pensarlo muy bien, Cruinn, antes de acceder a una unión de este tipo. Cruinn movió la cabeza y esbozó una sonrisa. – Oh, no, no soy yo la que va a casarse. Yo ya estoy felizmente casada y tengo un hijo, aunque mi esposo murió y yo estoy contenta con mi vida. No, os lo pregunto de parte de una persona conocida que nunca osaría hacerlo. Fidelma ocultó una sonrisa, pues estaba segura de que la mujer no le había consultado de parte de una amiga. Estaba convencida de que se trataba de un asunto personal, aunque no imaginaba a Cruinn arrebatando el corazón del peor jefe siquiera de un clan. Se dio cuenta de que aquello era un prejuicio, pero aun así no podía evitar cierta tendencia al sarcasmo. – Decid a vuestra amiga que lo piense bien, ya que hay una antigua tríada que dice que es una desgracia para los hijos de un plebeyo aspirar a casarse con los de un señor, aunque sea del más bajo grado. Cruinn se levantó y se inclinó en muestra de gratitud. – Lo recordaré, y os estoy muy agradecida por vuestra ayuda, señora. Iré a prepararos la comida. Pensando en lo curiosa que era la vida, Fidelma subió corriendo las escaleras para dejar las alforjas en su cuarto antes de entrar en el de Eadulf con las suyas. Eadulf estaba echado en la cama con los ojos cerrados. – ¿Cómo estáis? -le preguntó con consideración mientras colocaba las alforjas del monje sobre una mesa. Eadulf se estremeció al oír su voz, pero no abrió los ojos. – Creo que ha llegado la hora de cantar un Fidelma sonrió burlonamente. Un – ¿Habéis probado la infusión que os recomendó Marga? -inquirió con interés. – Lo haré en cuanto la corpulenta virago salga de la cocina. – ¿Os referís a Cruinn? – La misma -suspiró Eadulf-. Me ha intentado hacer comer un mejunje pastoso al entrar. Os aseguro que pretende matarme. Me ha dicho que me ayudaría a recuperarme y que ella conocía buenas medicinas, pues a menudo recogía hierbas para la boticaria. – Bueno, no me seréis de ayuda hasta que no os recuperéis, Eadulf -dijo Fidelma-. Ahora bajaré a comer. Mejorad cuanto antes. Una vez abajo, vio que el hermano Dianach había llegado y que ya estaba sentado frente a su plato. Cruinn había servido la comida y había salido. Fidelma saludó al joven monje y se sentó. No había rastro del hermano Solin ni del recién llegado a la – ¿Se encuentra mal el hermano Solin? -preguntó al recordar de pronto que lo había visto entrar en la botica. El hermano Dianach alzó la vista, sorprendido. – No, no se encuentra mal. ¿Qué os lo hace pensar? Fidelma decidió seguir su propio consejo. – Hay tantos afectados por el mal vino de anoche… El hermano Dianach resopló por la nariz en muestra de desaprobación. – Ya he advertido al hermano Eadulf esta mañana que los males no se curan con su igual. – Es cierto, se lo habéis dicho -contestó Fidelma con distracción mientras comía-. Me ha parecido oír que ha llegado otro huésped a la El hermano Dianach volvió a desentenderse. – Yo no he oído nada. – Otro viajero de Ulaidh. – No, seguramente os equivocáis. Oyeron un ruido en la escalera, por donde apareció Eadulf, pálido y lánguido. Sin mediar palabra, empezó a prepararse una infusión con algo que sacó de una bolsita de medicinas que solía llevar. Fidelma observó que no empleó las hojas de dedalera que le había dado Marga. Sin embargo, sabía que Eadulf conocía bien el arte de las mezclas herbolarias para confiar en que sabía lo que se hacía. Al cabo de un rato, se sentó a la mesa con una jarra llena de un brebaje aromático y empezó a sorber con los ojos cerrados. – – La puerta de la sala se abrió, y entró el hermano Solin. Estaba colorado y parecía agitado. – ¿Está aquí la hostalera? -exigió-. ¡Tengo hambre! Fidelma se disponía a decir que él mismo podía servirse comida, cuando el hermano Dianach se levantó de un salto. – Yo os traeré la comida, hermano Solin. La joven miró al corpulento secretario con reprobación. – Os sangra la nariz, Solin -observó la monja sin alterarse. También reparó en que la parte delantera de la camisa de hilo que llevaba tenía manchas de vino, así como la frente, que tenía salpicaduras secas. Estaba claro que alguien había echado vino a la cara del clérigo. Solin hizo una mueca y sacó un pañuelo para taparse la nariz. No dio ninguna explicación, pero la miró a los ojos con censura. – Espero que esta tarde se llegue a algún acuerdo en cuanto a traer la Fe a este lugar -dijo. – Por vuestra culpa perdimos la mañana -replicó ella con frialdad. El hermano Dianach regresó presuroso con un plato de comida para su señor, y volvió a su lugar con mala cara. Solin la miró frunciendo el ceño y se defendió: – ¿Perdimos? Cuando se siembra la palabra de Dios no se pierde el tiempo. Como vos no habéis defendido la Fe frente a estos paganos, me ha correspondido a mí hacerlo. A pesar de la discusión que habían tenido antes, al parecer Solin no entendía que había incurrido en la censura de Fidelma. – ¿Acaso no habéis visto que Murgal me ha tendido una trampa para que acabara discutiendo sobre teología y perder así tiempo para dilatar el principal propósito de mi visita a Gleann Geis? -le preguntó. – Sólo he visto que, antes de defender vuestra Fe, habéis preferido retiraros de la sala para conceder la victoria a los paganos -espetó Solin-. Y sabed que haré llegar la información a Ultan de Armagh, ante quien tendréis que dar razones. – En tal caso, además de ciego sois ingenuo, Solin. Y también podéis darle esa opinión a Ultan. Habiendo terminado de comer, Fidelma se levantó de la mesa y salió del hostal. Le intrigaba quién podía ser el joven misterioso de Ulaidh, pero debía descubrirlo sin llamar la atención. En la entrada a la – He oído que ha llegado otro visitante del norte a la Rudgal la miraba con admiración. – Pocas cosas se os escapan, Fidelma de Cashel -contestó-. Así es: cuando vos y el sajón os hallabais en el poblado de Ronan, ha llegado un comerciante. – ¿Un comerciante? ¿Y qué vende? Rudgal no parecía muy interesado. – Comercia con caballos, creo -dijo sin darle importancia. El compañero de Rudgal hizo una mueca de incredulidad, gesto que Fidelma no pasó por alto. Se dirigió a él para preguntarle: – ¿No pensáis lo mismo? – ¿Que comercia con caballos? -preguntó el hombre con escepticismo-. Ése lleva la marca de un guerrero profesional. Fidelma miró con sumo interés al compañero de Rudgal. – Por lo visto lo habéis visto de cerca. ¿Por qué decís que lleva la marca de un guerrero profesional? Rudgal tosió con fuerza. Era una señal clara, y el otro hombre se encogió de hombros y masculló una disculpa diciendo que requerían su presencia en otra parte. Rudgal iba a marcharse también, cuando Fidelma le pidió que esperara. – ¿A qué se refería vuestro compañero? – Simplemente que un hombre puede ser varias cosas -contestó con indiferencia-. Como bien sabéis, hermana, yo soy carrero de oficio y además ejerzo de guerrero para servir a Gleann Geis cuando hay menester. – ¿Ha pasado de largo el tratante de caballos, o se ha quedado en la – Como ya no quedan habitaciones en la casa de huéspedes, Laisre ha propuesto que el comerciante se alojara en la granja de Ronan. – ¿Está allí ahora? – No, ha regresado a la – Vaya. ¿Y dónde está la mercancía? ¿En la granja de Ronan quizá? Rudgal la miró, extrañado. – ¿La mercancía? Fidelma conservó la paciencia. – Si es tratante de caballos -le explicó-, tendrá caballos con los que comerciar, ¿no? Me gustaría ver su oferta. Desde aquí se ven los pastos de Ronan, y no veo ninguna manada de caballos entre las vacas. Por un instante, Rudgal la miró con expresión confusa. – No sé. Quizá deberíais hablar con él. Fidelma se quedó mirando al guerrero, que se alejó de la De pronto notó la presencia de alguien que corría. Al darse la vuelta vio a la esposa del – Parecéis consternada, Orla -gritó, lo cual obligó a la esposa del La hermosa mujer se la quedó mirando un momento; tragó saliva, pero no cambió el gesto de enfado. – Que la diosa de la muerte os maldiga a todos vosotros, cristianos -dijo con malevolencia-. ¡Reivindicáis piedad, castidad y humildad, pero no sois más que animales! Fidelma quedó estupefacta. – No sé a qué viene esto. Quizá deberíais explicaros. Orla levantó la barbilla. – ¡Mataré a ese cerdo seboso de Solin si vuelve a acercarse a mí! – Espero que no hayáis desperdiciado un buen vino con él -dijo Fidelma sonriendo al recordar el aspecto que presentaba el hermano Solin. Orla la miró fijamente. – ¿Vino? – Suponía que erais vos quien ha rociado al hermano Solin con vino. Orla negó con la cabeza. – Yo no. No desperdiciaría ni un mal vino con ese puerco. Sin decir más, Orla siguió adelante, dejando a Fidelma con una expresión pensativa. Se dirigió entonces hacia la Una voz la hizo detenerse. Era Marga, la boticaria, que se acercaba a ella. – ¿Me tomáis por tonta? Fidelma no se inmutó. ¿Dos mujeres furiosas en pocos minutos? – ¿Qué os hace pensar que es así? -dijo Fidelma a su vez con interés. – Esta mañana habéis acudido a mí en busca de un remedio para la resaca de vuestro amigo. ¿Me estabais poniendo a prueba? – ¿Por qué iba yo a poneros a prueba? – ¿Quién sabe cuáles son vuestros motivos? Vuestro amigo sajón tiene suficientes conocimientos de medicina para buscarse su propio remedio. He sabido que ha estudiado en Tuam Brecain y sabe lo bastante para no tener que consultarme. Fidelma guardó silencio un instante. – ¿Cómo habéis sabido que estudió en Tuam Brecain? -preguntó después de un momento de reflexión. Marga estaba exasperada. – ¡Respondéis a mis preguntas con preguntas! No creáis que podéis guardar secretos en un lugar tan pequeño como la – Os pido perdón -pidió Fidelma con una amable sonrisa-. Es por costumbre. Hace demasiado tiempo que soy Era evidente que el hermano Dianach se lo había dicho al hermano Solin, y Solin había pasado la información aquella mañana al acudir a la botica de Marga. Marga le lanzó una mirada de antipatía, dio media vuelta y se alejó a grandes pasos. Fidelma se quedó allí de pie unos momentos antes de seguir andando hacia el edificio principal de la La figura taciturna de Murgal la saludó desde la puerta. – ¿De manera que habéis decidido regresar? Ella no mostró satisfacción alguna. – Es más que evidente, Murgal. ¿Por qué queréis hacer tan difícil la labor de vuestro jefe? Murgal esbozó una sonrisa. – A estas alturas ya deberíais saber que no estoy de acuerdo con lo que está haciendo mi jefe. Por tanto, ¿por qué iba a facilitarle el camino? – Se me ha dicho que ya se había tomado una decisión. Si es así, deberíais acatarla. – Una decisión que se toma de forma arbitraria no vincula a todo el pueblo. – ¿Me estáis diciendo con esto que Laisre ha tomado la decisión de pedir a Imleach y a Cashel un enviado sin antes hablar del asunto con el Consejo? Murgal vaciló un momento, estuvo a punto de contestar, pero lo pensó dos veces. Fidelma esperó su respuesta, y al guardar silencio Murgal, ella añadió: – Puede que no compartamos una misma Fe, Murgal, pero hay algo en lo que ambos creemos y es en el imperio de la ley. La palabra de vuestro jefe es inviolable una vez pronunciada. Sois Murgal movió la cabeza en señal de desprecio. – Pero mi juramento no es válido de acuerdo con vuestra Fe porque no es un juramento a vuestro Dios. – No estáis hablando con un clérigo extranjero, Murgal. Sea o no cristiana, soy descendiente de Eber – Sois una mujer extraña, Fidelma de Cashel. – Soy el resultado de mi pueblo, como vos. – Yo soy enemigo de vuestra Fe. – Pero no sois enemigo de nuestro pueblo. Si Laisre dio su palabra de acuerdo con la ley, vos sabéis que jurasteis mantenerla. Las puertas de la sala consistorial se abrieron, y salió Laisre. Le seguía el joven a quien Fidelma había visto en la entrada del establo. Escrutó al recién llegado con cuidado. Tenía unos treinta años. No era alto, pero supo que su cuerpo era musculoso, a pesar de la holgada ropa que llevaba. No vestía con el atuendo propio de un guerrero y mucho menos las galas de un noble. Pero cazó al vuelo aquello a lo que se había referido el guerrero de la entrada a la Era indudable que Laisre no esperaba encontrar a Murgal con Fidelma. Se detuvo en seco, los miró con ojos inquisidores y, al ver que no había una abierta animosidad entre ellos, se dirigió hacia ellos con una sonrisa forzada. – Otro forastero está de viaje por nuestra región. Fidelma de Cashel, Murgal, permitid que os presente a Ibor de Muirthemne. El hombre dio un paso al frente e inclinó la cabeza lo justo para saludarlos. – Señora, vuestra fama os precede. Vuestro nombre es conocido con afecto incluso en Tara. – Sois gentil, Ibor -agradeció Fidelma-. Y también estáis muy lejos de vuestra tierra natal, Muirthemne. – El destino del comerciante exige a menudo aventurarse lejos de su hogar, señora. – Me han dicho que sois tratante de caballos. El joven movió la cabeza en señal de afirmación. Fidelma pensó que tenía unos rasgos cálidos y honestos, casi infantiles. – Os han dicho bien, señora. – Entonces me gustaría ver vuestros caballos, ya que estoy interesada en comprar uno. ¿Dónde pasta la manada? – No he traído una manada -confesó el hombre sin reparo. Murgal intervino, formulando la pregunta que pensaba hacer Fidelma: – ¿Dónde se ha visto un tratante de caballos sin caballos? Eso merece una explicación. Sin alterarse, el hombre se rió y dijo: – Ah, pero sí que tengo un caballo. He traído un caballo para vender. – ¿Sólo uno? -preguntó Murgal algo sorprendido-. Es un largo viaje desde Muirthemne para vender un solo caballo. – Cierto -le dio la razón Ibor-. Pero es un buen caballo, y espero venderlo a un buen precio. Espero venderlo por treinta – ¿Treinta – ¿Habéis dicho que «esperáis venderlo»? -preguntó Fidelma enseguida. – Tenía entendido que Eoganán, el jefe de los Uí Fidgente, estaba buscando un purasangre y que, por un animal de gran valía, iba a estar dispuesto a pagar un precio que haría que mi viaje valiera la pena. Yo he encontrado un animal así, un caballo criado entre los britanos que traje a Eireann. Había pensado que sólo con la suma que me pagaría Eoganán el viaje valdría la pena. Fidelma lo miró con suspicacia. – Pero Eoganán murió en la colina de Ame hace seis meses. Ibor de Muirthemne alzó las manos en un ademán de resignación. – Sin embargo, yo no lo supe hasta llegar al reino de los Uí Fidgente. Allí hallé al nuevo jefe, Donnenach, tratando de recuperar los tesoros de su pueblo vencido… – Vencido por el hermano de Fidelma, Colgú de Cashel -interfirió Murgal con malicia. – Después de que los Uí Fidgente, al mando de Eoganán, conspiraran para derrocar a Cashel -aclaró Fidelma con enfado, pues no era la primera vez que Murgal trataba de presentar la victoria de Cashel sobre los Uí Fidgente como una responsabilidad exclusiva de Colgú. – Sí, pero yo no sabía nada de todo ello -señaló Ibor de Muirthemne con resignación. – No sabía que las noticias tardaran tanto en llegar a Muirthemne -comentó Fidelma. – Yo me encontraba en el reino de Gwynedd, entre los britanos, cuando todo esto sucedió -se lamentó Ibor-. Estaba allí organizando la compra de caballos. Regresé a Ulaidh hace un mes y, la noticia era tan vieja, que nadie se molestó en contarme nada. Tomé el caballo que había escogido con tanto cuidado y partí hacia el pueblo de los Uí Fidgente… – ¿No resultó difícil sacar un purasangre de Ulaidh, cuando la ley del El hombre vaciló un momento y se apresuró a justificarse: – Tenía una exención especial del rey. Y no supe de la derrota de los Uí Fidgente hasta que no llegué a su reino, donde esperaba encontrar a Eoganán. – ¿Y qué os ha traído por aquí, si los Uí Fidgente viven al otro lado de las montañas del norte? -preguntó Fidelma. – Ya os lo he dicho -explicó el hombre, un poco ofendido-, aquel lugar está devastado y destruido. A nadie le interesaba trocar un purasangre, pues se llevaron su ganado como castigo. Y como no quería volver a llevarme el caballo hacia el norte, he venido aquí. Un Uí Fidgente me dijo que Laisre de Gleann Geis sabía valorar bien un buen caballo. Fidelma se dirigió a Laisre con curiosidad. – ¿Y ya os habéis formado un opinión del animal? – Aún no he tenido ocasión de verlo. Ibor acaba de llegar, y el caballo está en la cuadra de la granja de Ronan. Quizá lo vea mañana, o cuando nuestro invitado haya descansado de su viaje. – Sí -afirmó Ibor-. He prometido a la esposa de Ronan, Bairsech, que regresaría para bañarme y descansar del viaje, y ya me demoro. Así que, si me disculpáis, debo marcharme. – Os acompañaré hasta la granja de Ronan -anunció Murgal-. Yo también voy en esa dirección. Mi… mi hija adoptiva vive en el poblado de Ronan. – Es todo un gesto por vuestra parte, Murgal -agradeció el hombre, pero el tono de voz no acompañó a las palabras. Al parecer, al joven no le gustó la idea de que Murgal lo acompañara. Luego se dirigió con cortesía a Fidelma. – Es un honor haberos conocido, Fidelma de Cashel. – Merece interés conocer a un tratante de caballos, sobre todo si viaja grandes distancias para llegar a un rincón tan pequeño del reino de Cashel. Ibor y Murgal salieron juntos de la – Un joven agradable -observó Laisre mientras él y Fidelma los miraban alejarse. Fidelma dijo con ironía: – Un joven imprudente. Laisre la miró sin entenderla, y ella añadió: – Es de imprudentes viajar a través del reino de los Uí Fidgente con un caballo de valor en los tiempos que corren. – Quizás el reino de los Uí Fidgente no es tan peligroso como creéis -comentó Laisre-. El hermano Solin y su joven acólito estuvieron allí hace unos días. Fidelma no disimuló su sorpresa. – Vaya, ¿así que el hermano vino aquí por la región de los Uí Fidgente? Desde luego, eligieron una ruta singular. – Es normal tomar esa ruta si uno viene de los reinos del norte -respondió Laisre. – Supongo que sí -concedió Fidelma con renuencia-. Pero yo no osaría tomarla. – Volveré a reunirme con el Consejo esta tarde para limar nuestras diferencias, y puede que acordemos reanudar la negociación mañana antes del mediodía. Os vuelvo a pedir disculpas por lo ocurrido esta mañana. Murgal es un hombre honesto, pero todavía no está convencido de que si no toleramos la Fe sólo conseguiremos que se extinga nuestro pueblo. Teme los cambios que habrá. – Es una actitud comprensible -reconoció Fidelma-. No obstante, ya dijo Heráclito que nada es permanente en la vida, salvo el cambio. Laisre sonrió abiertamente. – Es una buena máxima, pero hará falta mucho más para hacer cambiar de parecer a Murgal -dijo y, después de hacer una pausa, añadió-: Esta noche habrá otro festejo. Fidelma se estremeció un poco. – Quizá podáis disculparnos al hermano Eadulf y a mí. El jefe frunció un poco el ceño. Rechazar la asistencia a un banquete era casi un insulto. Fidelma conocía las normas de hospitalidad, de modo que se apresuró a añadir: – Estoy bajo Laisre abrió un poco más los ojos y preguntó: – ¿Bajo g Fidelma asintió con gravedad. Un Fidelma mintió tras un breve enfrentamiento contra su conciencia religiosa. ¿Acaso no decía el – Muy bien, Fidelma, no seguiré insistiendo. – No obstante, hay algo más que… -lo retuvo Fidelma. – Por favor, decidme. – ¿Hay una biblioteca en la – Por supuesto que sí -contestó Laisre, casi con indignación-. Las bibliotecas no son privativas de los cristianos. – Con ello no suponía lo contrario -se disculpó Fidelma-. ¿Dónde puedo encontrarla? – Os la mostraré. De hecho, está a cargo de Murgal como druida y – ¿Le importará que la consulte? – Yo soy su jefe -aseveró Laisre como aclaración. La acompañó a través del patio, hacia el mismo edificio que albergaba la botica. Algo más allá de ésta había una entrada principal, a través de cuya puerta se accedía a un vuelo de escaleras que conducía a otras plantas. Laisre subió hasta la tercera y última planta, y se adentró por un pasillo que daba a la sala cuadrada de una torre. La torre, que era achaparrada, tenía unas espléndidas vistas a la – Ahí vive Murgal -dijo Laisre, señalando una estancia adyacente-. Y ahí está la biblioteca. Fidelma entró en una sala pequeña con las paredes recubiertas de estaquillas de madera de las que colgaban bolsas de libros, en cada una de las cuales había un volumen encuadernado en cuero. – ¿Buscáis algo en concreto? -preguntó Laisre cuando Fidelma se acercó a la hilera de estacas y bolsas para mirar el título de cada libro. – Busco los libros de leyes. Laisre señaló un grupo de libros que había en un rincón. Se quedó de pie sin saber muy bien qué hacer mientras ella consultaba las obras. Fidelma dejó de prestarle atención, hasta que al final Laisre se aclaró la garganta. – Entonces, si ya no me necesitáis… -indicó. Fidelma alzó la vista, como si hubiera olvidado que Laisre estaba allí y le sonrió para disculparse. – Disculpadme. No tardaré en consultar la referencia que necesito. Pero no tenéis por qué esperarme. Sabré regresar sola. Laisre se mostró indeciso, hasta que inclinó la cabeza en señal de asentimiento. – En tal caso, a menos que nuestros caminos se crucen, os veré mañana en el Consejo antes del mediodía. Cuando Laisre hubo salido, Fidelma siguió consultando las bolsas de libros. Buscaba la copia de un texto específico, y se preguntaba si el Al final dio con lo que buscaba. Era una obra titulada Abandonó la sala con una expresión pensativa en el rostro, y volvió sobre sus pasos hasta el patio, para dirigirse al hostal con decisión. |
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