"El Valle De Las Sombras" - читать интересную книгу автора (Tremayne Peter)

Capítulo 8

Un cuerno sonó a lo lejos.

– Es la señal para reunir al Consejo -anunció Fidelma a Eadulf-. Guardad las hojas y vayamos.

Eadulf se lamentó:

– No creo que pueda aguantar una reunión de ese tipo. Os juro que estoy muerto.

– Podéis esperar a morir tras la reunión -respondió con buen ánimo, de manera que Eadulf no tuvo más remedio que seguirla a su pesar al edificio de la ráth que albergaba la sala consistorial. Varias personas se dirigían hacia allí, pero se hicieron a un lado para dejar pasar a Fidelma y Eadulf primero. En la antecámara, el guerrero alto y rubio, Rudgal, les estaba esperando. Al entrar ellos, se les acercó y saludó a Fidelma con solemnidad.

– Por favor, seguidme, hermana -dijo y, tras un breve instante, añadió-: Vos también, hermano.

Los condujo hasta la sala consistorial, donde Laisre ya estaba sentado en la silla oficial. Ya habían limpiado los restos de la celebración de la noche anterior y, en su lugar, habían dispuesto un semicírculo de sillas ante Laisre. A la derecha del jefe había una silla vacía donde debía haber estado sentado el tánaiste. Era obvio que Colla ya había partido para realizar las pesquisas sobre la matanza. Detrás de la silla de Colla estaba Orla, pero no había rastro de Esnad, su hija.

A la derecha estaba Murgal, repantigado en la silla. Su aspecto era tan malo como el de Eadulf, tenía los ojos enrojecidos y estaba pálido. Todavía le quedaba una rojez en la mejilla. Detrás de él había una mesita en la que el anciano escriba, Mel, con quien Eadulf había hablado la noche anterior, estaba preparado con el estilo y las tablas de arcilla.

Acompañaron a Fidelma hasta una silla situada en el centro del semicírculo. Habían dispuesto otra para Eadulf a su lado. Detrás de ellos estaban sentados el hermano Solin y el hermano Dianach. En las demás se sentaban los dignatarios de menor grado de Gleann Geis, y alrededor, apiñados de pie, había algunos habitantes del valle que habían acudido para presenciar las negociaciones de su jefe con el representante del lejano rey de Cashel. La algarabía era considerable, y hasta que no sonó el cuerno otra vez no se impuso el silencio.

Murgal se levantó despacio para anunciar:

– Queda inaugurado el Consejo y, como druida y brehon de mi jefe, me corresponde el derecho a hablar primero.

Eadulf dio un respingo de asombro ante la descortesía de aquel hombre al declarar que debía hablar antes que su jefe. Fidelma, al darse cuenta, se inclinó hacia Eadulf para susurrarle:

– Es su derecho de acuerdo con la ley, Eadulf. Un druida puede hablar antes que un rey.

Al parecer, Murgal no advirtió el comentario, ya que se colocó junto a la silla de Laisre.

– Vos sabéis que me opongo a esta negociación. Permitid que quede constancia de esta objeción.

Miró a Laisre, el cual asintió sin decir nada y añadió dirigiéndose a Mel:

– Tal cual se ha dicho, tal cual quede escrito.

Se volvió de cara a Murgal y le indicó que continuara.

– Los antepasados de Laisre también gobernaron estas tierras. Nos guardaron de los peligros exteriores durante años, negándose a mantener ninguna relación con aquellos que veían con envidia nuestro valle, pues es un valle rico y fértil, un valle incorrupto. ¿Y por qué? Porque siempre hemos prohibido la entrada a quienes pudieran traer cambios ajenos a nuestras ancestrales costumbres. Hace ya tres años que aceptamos a Laisre como jefe, ya que su derbfhine lo eligió según la tradición para ser el representante de su familia, y lo nombraron jefe de nuestro pueblo.

– Pero ahora mi jefe ha considerado apropiado hablar con Cashel y pedir que enviaran una embajada con el propósito de hablar sobre la fundación de una iglesia que representa la doctrina de una religión ajena.

A pesar de su indisposición, Eadulf pensó que no podía dejar pasar el comentario y protestó.

– Religión que han aceptado todos los reyes de Eireann y que se ha practicado con libertad en los cinco reinos -dijo con sarcasmo, sin poder contener su enfado-. ¡Hasta qué punto es ajena a vuestro pueblo!

Toda la asamblea soltó un grito ahogado de indignación, e incluso Fidelma parecía estar incómoda. Murgal se había dado la vuelta hacia Eadulf y lo miraba molesto. Iba a abrir la boca para contestarle, cuando Laisre se lo impidió alzando la mano. Laisre se inclinó hacia delante sin levantarse de la silla y se dirigió directamente a Eadulf.

– Esta vez pasaré por alto vuestro arrebato, sajón, porque no sois de aquí y no conocéis lo suficiente la manera de hacer del lugar para morderos la lengua. No tenéis derecho a hablar en este Consejo. Sólo se os permite estar aquí sentado porque viajáis como acompañante de Fidelma de Cashel. Y aunque se os permitiera hablar, no tendríais derecho a interrumpir los discursos de apertura. Hasta que no se hayan expresado los argumentos iniciales, los delegados autorizados no pueden discutir sus méritos.

Eadulf se sonrojó, arrebatado por la vergüenza que sentía, y se hundió en la silla. Fidelma lo miraba fijamente con desaprobación.

Murgal, con una sonrisa triunfal, continuó su discurso:

– Esto es una muestra de lo que nos trae una religión ajena: extranjeros de ultramar que no conocen nuestras tradiciones y costumbres, y que si pudieran, se impondrían sobre nosotros; extranjeros que insultan nuestra forma de proceder, de tal manera que hay que reprenderles.

Eadulf apretó los dientes al oír de qué modo Murgal había aprovechado su desconocimiento del protocolo para reforzar su argumento.

– Puede que los hermanos que viven al otro lado de la protección que ofrecen estas montañas hayan sucumbido a esos dictados extranjeros, pero esto no justifica que nosotros debamos aceptar también esa religión, ni es argumento que valga. Yo pido que la rechacemos, y que la barrera natural que nos rodea se emplee para excluir sus perniciosas enseñanzas. Ésta es mi postura como druida, como brehon y como consejero del jefe de Gleann Geis.

Murgal se sentó entre un murmullo de voces que aprobaban sus razones.

Laisre hizo una señal con la cabeza al encargado del cuerno para que lo tocara, y restablecer así el silencio en la sala.

– Murgal tiene derecho a hablar antes que nadie. A mí me corresponde hablar a continuación -dijo con solemnidad-. Al igual que Murgal, yo soy adepto a las verdaderas deidades de nuestro pueblo, de los dioses y diosas a quienes adoraron nuestros antepasados, que nos han protegido desde el principio de los tiempos. Sin embargo, mi deber como jefe es dar protección a todas las personas de este clan. Antes de sugerir al obispo de Imleach que podríamos negociar la edificación de una iglesia y una escuela para aquellos de nuestro pueblo que han adoptado las enseñanzas de la nueva Fe, sopesé la cuestión con profundidad. Tomé la decisión de que podría enviar a alguien para tratar el asunto del mejor modo y poder llegar a un acuerdo. Hace mucho tiempo que Imleach quiere fundar una iglesia y una escuela cristianas en nuestro valle.

– Sin embargo, soy una persona pragmática, y dado que muchos de los nuestros se han casado con personas de más allá del valle, debemos aceptar que entre nosotros hay seguidores de la nueva Fe. Muchos han procurado ocultarlo al creer que no me gustaría saberlo. No lo negaré: uno de los argumentos que me aconsejaron fue eliminar la nueva doctrina. Pero la gente de Gleann Geis son mis hijos.

Murgal lo miraba con desafío, pero guardaba silencio. Laisre calló un momento para reflexionar y prosiguió:

– Habría sido una política contraproducente, ya que al final lo prohibido se busca con mayor avidez. Por tanto, más que contener e ignorar a quienes adoran la nueva Fe, ordenaré que se les dé libertad, con la convicción de que ésta se debilitará de forma natural.

Una segunda oleada de murmuros siguió al discurso de Laisre.

Fidelma, en cierto modo desconcertada, se levantó de su sitio.

– No he venido aquí para discutir sobre la nueva o la antigua Fe. Estoy aquí como enviada de Cashel para negociar con vos sobre asuntos sobre los cuales, según se me había informado, el Consejo ya había llegado a un acuerdo.

Para asombro de Eadulf, Fidelma volvió a sentarse. La brevedad de su afirmación sorprendió incluso a Laisre, que parecía confuso.

– Estoy seguro de que querréis dar algún argumento a favor de vuestra Fe -titubeó.

Incluso Murgal, que parecía perplejo, intervino con sorna.

– Quizá no los tenga.

Eadulf se inclinó hacia Fidelma:

– No podéis permitir que estos paganos menosprecien nuestra religión de esta forma -le susurró, empleando el término irlandés pagánach.

Murgal tenía buen oído.

– ¿He oído al sajón cristiano llamarnos paganos? -dijo en voz alta.

Eadulf iba a responderle, cuando recordó que tenía prohibido hablar, por lo que se contuvo.

– Permitidle confirmar que nos ha llamado paganos, señor -instó Murgal a Laisre.

– Los demás oímos tan bien como vos -respondió Laisre-. Es el término que los seguidores de la nueva Fe emplean para referirse a nosotros.

– Ya lo sé -afirmó Murgal-. Y la palabra pagánach ni siquiera es una palabra que pertenezca a la lengua de los hijos de Eireann. ¿Qué mejor prueba que el uso de tal palabra para demostrar que su filosofía nos es ajena?

– No pretendemos discutir que pagánach sea una palabra adoptada a nuestra lengua -intervino el hermano Solin con voz jadeante-. Viene del latín paganus.

Murgal mostraba una amplia sonrisa.

– ¡Exactamente! Incluso el latín describe correctamente lo que soy, una persona del campo, pagus, frente a milites, o soldados que marchan por el campo devastándolo. Los cristianos os enorgullecéis de llamaros milites, soldados de Cristo, y miráis con desprecio a los civiles o paganus, a los que pisotearíais si pudierais. ¡Para mí es un orgullo que se me llame paganus! Es un estado honorable.

Fidelma sabía que Murgal era un hombre inteligente, pero aun así le sorprendió que tuviera tales conocimientos de latín. Volvió a ponerse en pie.

– Insisto: no he venido para entablar un debate teológico. Sólo estoy aquí para ver cuál es la mejor forma de llegar a un acuerdo práctico sobre el asunto.

Orla se puso en pie con brusquedad tras la silla vacía de Colla. Era evidente que se deleitaba con la discusión.

– Si mi esposo estuviera presente, desafiaría a esta representante de Cashel, pero tengo derecho a hablar en esta asamblea, no sólo en nombre de mi esposo, sino como hermana del jefe.

– ¡Dejad que Orla hable! -se oyó gritar con ímpetu desde el lugar que ocupaban los dignatarios y aquellos que estaban de pie detrás de ellos.

Laisre le concedió la palabra a su hermana con una señal.

– De todos es sabido que yo y Colla, mi esposo, siempre hemos estado en desacuerdo con Laisre al respecto. Tras rechazar durante años los intentos de Imleach de traer la cristiandad al valle, ahora Laisre ha invitado a miembros de la Fe a traernos unas enseñanzas ajenas a nuestro pueblo. Mi hermano Laisre es ingenuo si cree que al permitir que se practique la nueva doctrina, ésta remitirá en poco tiempo. Mirad qué lugar ocupa ya en los cinco reinos. Hace apenas dos siglos Laoghaire de Tara dijo que siempre habría cabida para otra religión en el país y que intentar suprimirla sólo avivaría su crecimiento. Dio libertad a los seguidores de Patricio el britano para adorar a su dios. Dos siglos después, sólo quedan unos pocos reductos en los cinco reinos donde aún rendimos culto a los dioses de nuestros antepasados. La nueva religión se ha impuesto en todas partes. Concededle más espacio y nos ahogará a todos los demás.

Un alborozo de pies contra el suelo y aplausos siguieron al discurso de Orla cuando regresó a su sitio.

Para irritación de Fidelma, el hermano Solin se había puesto en pie.

– Dado que Fidelma de Cashel no discutirá con vos, yo, como representante del comarb Patricio, con sede en Armagh, siento que debo asumir el desafío que ella descarta con tanta ligereza. Pido vuestra indulgencia para dirigirme a este Consejo.

Fidelma miraba al frente con una expresión pétrea. Los pensamientos fluían en su mente. Aquélla no era la negociación que esperaba. Nadie le había dicho que iba a verse envuelta en un debate sobre teología, ni que su labor consistiría en buscar prosélitos. Tuvo la sensación de que habían tergiversado la situación para generar un debate que distrajera la atención del propósito inicial, pero, ¿por qué? Laisre pidió al hermano Solin que se adelantara y lo invitó a hablar. Éste dirigió una mirada de triunfo a Fidelma.

– ¿Por qué teméis a la religión de Cristo? -solicitó, mirando a Murgal.

– Sencillamente, porque destruye la antigua religión.

– ¿Y es eso malo?

Murgal le dirigió una mirada amenazadora.

– Rendimos culto a las diosas y los dioses antiguos, que son los Imperecederos. A vuestro Cristo lo condenaron y murió. ¿Acaso eso le otorga el valor de un poderoso guerrero? ¿Acaso lo defendieron a miles? No, era un vil carpintero que, ironías donde las haya, ¡murió en un árbol!

Murgal miró a su alrededor con una sonrisa de satisfacción y añadió:

– Como veis, he estudiado parte de la religión de Cristo.

La mofa había enardecido al hermano Solin, que se defendió:

– Así se predestinó: Cristo, que era el hijo de Dios, debía morir para traer la paz al mundo. Tanto ama Dios al mundo, que nos dio a su único hijo para que muriera por él.

– Vaya un Dios -desdeñó Murgal-. ¡Tuvo que matar a su propio hijo para demostrar su amor! ¿Tenía celos de su hijo? Tan pobre fue el hijo de vuestro dios como su padre.

El hermano Solin se encolerizó.

– ¿Cómo osáis…?

– La exaltación no vale como argumento -se burló Murgal, que estaba disfrutando a todas luces de la situación-. Explicadnos, pues, qué enseñó vuestro dios. Nos gustaría oírlo. ¿Era un dios fuerte? ¿Os enseñó a resistir contra quienes esclavizan a otros? ¿Os enseñó a tener confianza propia o a hacer lo que es bueno y justo? ¿Enseñó a resistir contra quienes siembran el mal? No, según he oído de vuestros labios. Os enseñó a ser pobres de espíritu. Está escrito en vuestros textos sagrados: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.» El cielo de vuestro Dios no es el Otro Mundo, donde la justicia, la moralidad y la independencia del hombre se recompensan en la sala de los héroes que están sentados con los Imperecederos.

– De hecho, vuestro Dios os enseñó que si un hombre pegaba a otro en la mejilla, éste debía ofrecer la otra mejilla para que volvieran a pegarle, exponiéndose de este modo a un daño y a una opresión mayores, e invitando con ello a actuar de forma equivocada. Los brehons enseñan que quienes oprimen a los demás deben correr la misma suerte. Cuando los hombres son pobres de espíritu, los soberbios y altivos de espíritu los oprimen. En cambio, cuando los hombres son puros de espíritu y están dispuestos a evitar el mal, las personas se benefician. ¿No estáis de acuerdo conmigo, hermano Solin?

El hermano Solin estaba fuera de sí. Su ira le concedía un aspecto lamentable y aturullado frente a la asamblea. Fidelma ya había decidido que hacía falta un intelecto más ágil que el del hermano Solin para enfrentarse a la palabrería de Murgal. Movió la cabeza ligeramente y le susurró a Eadulf:

– Las tríadas de Eireann definen las clases de hombre que hay en el mundo: los envidiosos, los parsimoniosos y los apasionados. El hermano Solin ha caído de cabeza en la trampa que le ha tendido Murgal.

El hermano Solin siguió hablando, ajeno a la impresión que estaba dando.

– Cristo dijo: «Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios».

– Bonitas promesas, pero sólo se cumplirán en el Otro Mundo -se rió Murgal-. Sin embargo, es una enseñanza inútil para éste. La pobreza conduce a la pobreza de espíritu. Es evidente que esta religión fue concebida por un tirano que quería que los pobres siguieran siendo pobres, para que él pudiera enriquecerse y engordar a costa de su riqueza.

– No es así, no es así… -gritó el hermano Solin, perdiendo toda posible compostura.

De pronto Fidelma se puso en pie.

No dijo nada, pero el mero hecho de levantarse y su propio silencio hicieron apagar todas las voces, de manera que el silencio se fue imponiendo en la sala. Esperó hasta que fue tan absoluto, que hasta el menor susurro pudiera oírse.

– Me informaron mal -empezó a decir con calma-. Me dijeron que esto iba a ser una negociación sobre asuntos prácticos. No un debate teológico. Si hubierais pedido representantes para debatir sobre teología, en tal caso debierais haber pedido al obispo de Imleach que os enviara a estudiosos que estuvieran a la altura de los vuestros. Yo no soy más que una simple servidora de este reino. Esta tarde partiré de regreso a Cashel, donde llevaré el mensaje de que el jefe de Gleann Geis ha sido incapaz de tomar una decisión sobre este asunto. Cashel no volverá a enviar a nadie más a Gleann Geis a menos que se garantice que se ha tomado una decisión.

Al dar media vuelta, Eadulf se puso en pie tambaleándose un poco, lamentándose de tener que iniciar semejante viaje en las condiciones en que se encontraba.

– ¿Es esto un reconocimiento de la derrota? -preguntó Murgal en voz alta-. ¿Reconocéis con ello que los cristianos no pueden discutir con argumentos lógicos contra un druida?

Fidelma se detuvo en seco y miró hacia donde estaba Murgal.

– Supongo que conoceréis las tríadas de Éireann.

– Un mediocre brehon sería, de no ser así -replicó Murgal con complacencia.

– Tres son las velas que iluminan la oscuridad: la verdad, la naturaleza y el conocimiento -citó, y luego se dirigió hacia la puerta.

En esta ocasión no se detuvo cuando Laisre se lo pidió.

El guerrero Rudgal, incómodo por la situación, se interpuso entre ella y la puerta, a la vez que acariciaba la empuñadura de la espada. Parecía contrito.

– Mi jefe os pide que os quedéis, hermana -murmuró-. Debéis obedecerle.

Lo desconcertó el fuego de sus ojos verdes.

– Soy Fidelma de Cashel, princesa Eóghanacht. ¡No me quedaré por nadie!

Cómo lo hizo, ni Eadulf lo sabía, pero su simple presencia hizo que Rudgal retrocediera un paso, y ella salió a toda prisa por la puerta. No se detuvo para comprobar si Eadulf la seguía o no; cruzó el patio de la ráth hacia la casa de huéspedes. Una vez dentro, cogió una jarra de agua y se sirvió un vaso.

Eadulf la siguió, presuroso, y cerró la puerta al entrar. Estaba agitado y, al mirarla, vio que en su rostro se dibujaba una sonrisa. Eadulf movió la cabeza con perplejidad.

– No lo entiendo.

Fidelma estaba de buen ánimo.

– No sé si Laisre lo había previsto o no, pero este Consejo ha sido una farsa. Lo han organizado, bien para perder tiempo, bien para distraernos del asunto para el cual nos enviaron a Gleann Geis. Lo que todavía no sé es qué o quién es el responsable. Es más, me pregunto si ese idiota del hermano Solin forma parte de este engaño.

– Sigo sin comprender nada.

– En vez de iniciar la negociación prevista para llegar a una acuerdo, Murgal ha intentado enredarnos de manera que acabáramos por perder el tiempo discutiendo sobre nuestras diferencias filosóficas. Si yo hubiera accedido a ello desde el principio, habríamos perdido semanas enteras. ¿Y por qué? ¿De qué habría servido? La única salida era adoptar la postura que he adoptado y ponerlos en evidencia.

– ¿Y así los habéis puesto en evidencia? -preguntó Eadulf.

Oyeron el sonido de voces que se aproximaban.

Eadulf miró por la ventana.

– Es el hermano Solin y su escriba. No parece que venga de buen humor.

Instantes después irrumpió en la sala el hermano Solin; todavía estaba rojo de cólera.

– Poco habéis hecho para ayudarme a defender la Fe -le espetó a Fidelma sin andarse con rodeos-. Os habéis limitado a insultar a nuestros anfitriones y a negar cualquier medio posible para establecer la Fe en este valle.

– No es competencia mía apoyaros en un debate teológico -se defendió Fidelma con dureza, lo cual hizo pestañear a Solin, pues, si esperaba que ella mostrara aquiescencia con su imposición, en ese momento supo que no iba a ser así.

Fidelma añadió mirando a Eadulf:

– Ensillad los caballos, iré enseguida. Yo me encargaré de recoger nuestras cosas.

Eadulf cumplió la orden con renuencia.

El hermano Solin parecía aterrado.

– ¿De modo que seguís en vuestro empeño? No podéis marcharos ahora.

Ella lo miró con frialdad.

– ¿Quién me lo impedirá? ¿Y por qué os importa tanto?

– ¿Pretendéis marcharos de Gleann Geis después de haber insultado al jefe y al Consejo de esa manera?

– El jefe y el Consejo me han insultado a mí al no haber tratado el tema que nos ocupaba.

El hermano Solin se abrió de brazos en señal de agitación.

– Pero es normal que deban hacerse concesiones por ambas partes. Este pueblo quiere garantías en cuanto a la Fe, y nuestro deber moral es darles esas garantías. A cada una de estas personas, la Fe…

– Pobre hermano Solin -lo compadeció Fidelma con una dureza en el tono que ocultaba su preocupación-, no veis o no queréis ver que os estaban manipulando para prolongar un debate interminable, para perder el tiempo hablando sobre nimiedades teológicas. No sé muy bien si sois un granuja o un ingenuo. ¿Por qué preferíais perder el tiempo que podríais aprovechar a vuestro favor? ¿De veras creíais que era el momento oportuno para convertir a Murgal y a sus seguidores a la Fe? Deberíais haber tenido presente la elocuente máxima que dice fere libenter homines quod volunt credunt, los hombres suelen creer lo que quieren creer.

– No sé a qué os referís -dijo a la defensiva el hermano Solin.

Ella escrutó las facciones de su rostro y añadió:

– Puede, o puede que no. No quisiera pensar que tomasteis parte en esta distracción a sabiendas.

Dio media vuelta, subió a toda prisa las escaleras, recogió las alforjas y fue a buscar las de Eadulf a su cuarto. Luego bajó a la sala principal.

– Tal vez vuelvan a cruzarse nuestros caminos, hermano Solin, pero espero que ese día tarde en llegar -dijo con frialdad y, antes de que él pudiera reaccionar, ya había salido del hostal y se dirigía hacia las cuadras.

Eadulf la esperaba con los caballos. Estaba pálido y saltaba a la vista que no se encontraba demasiado bien. Fidelma sentía pena por él, pero todo dependía de la decisión que tomara en aquel momento.

– ¿Qué vamos a hacer? -musitó Eadulf-. Nos está observando un grupo desde la puerta de la sala consistorial.

– Entonces debemos partir.

Fidelma subió al caballo. Eadulf la emuló, y ella encabezó la marcha hacia la salida de la ráth. Los guerreros que la custodiaban los observaban, dirigiendo miradas de nerviosismo a la puerta de la sala consistorial, sin saber muy bien qué debían hacer. Al final se hicieron a un lado y les dejaron pasar.

Una vez fuera, Eadulf se quejó:

– No creo que pueda ir muy lejos sin descansar, Fidelma. Todavía me encuentro mal por el vino.

– No iréis muy lejos -le aseguró.

– Me gustaría saber qué tenéis pensado hacer exactamente -rezongó.

– Exactamente, no lo sé, pues quizá tenga que cambiar de planes. Depende de lo que ocurra ahora.

Eadulf volvió a lamentarse con un gruñido. Habría hecho lo que fuera por una hora de sueño. O incluso media.

– Entonces, tenéis pensado algo, ¿no? -preguntó con esperanza.

– Por supuesto. ¿Nos apostamos un sarepally un sicuil? ¿Veis ese grupo de casas allí donde se bifurca el río?

Eadulf miró hacia delante y le dijo que sí.

– Aquél es el sitio al que el hermano Solin dijo que había ido a pasear -prosiguió Fidelma-. Bueno, apuesto a que al llegar allí nos alcanzará un jinete desde la ráth y nos pedirá, en nombre de Laisre, que regresemos. Luego nos presentará disculpas por los acontecimientos de esta mañana.

– Conociéndoos, Fidelma -dijo Eadulf con resignación-, más vale que no acepte la apuesta. Sin embargo, a veces me gustaría tomar una vía más fácil.

Fue el propio Laisre quien los alcanzó antes de llegar al puente de madera que cruzaba el río, hacia el grupo de edificios que formaban el poblado más próximo a la ráth. El jefe de Gleann Geis mostraba preocupación en su semblante, como cabía esperar.

– Fidelma de Cashel, os pido disculpas. La culpa es mía por haber permitido que el debate se me fuera de las manos.

Había detenido a los caballos antes de llegar al río, y estaban cara a cara sentados a horcajadas sobre éstos.

Fidelma no respondió.

– Tenéis razón, Fidelma -insistió Laisre-. No habéis venido aquí para entablar un debate sobre filosofía, sino para hablar de acuerdos prácticos. Murgal se ha dejado llevar por la hostilidad hasta…

Fidelma levantó una mano y dijo:

– ¿Queréis decir con esto que es vuestro deseo que el Consejo vuelva a reunirse para tratar el asunto que nos ocupa?

– Por supuesto -asintió Laisre de inmediato.

– No parece que vuestro druida comparta con vos la opinión de permitir que se edifiquen una iglesia y una escuela en el valle.

– Regresad y veréis -casi le rogó Laisre.

– Si regreso… -dijo Fidelma, e hizo una pausa significativa-. Si regreso, exijo que haya una serie de condiciones que regulen ese asunto.

La expresión de Laisre pasó a ser suspicaz.

– ¿Qué condiciones? -inquirió.

– Vuestro Consejo deberá reunirse y tomar una decisión antes de que vos y yo iniciemos un diálogo. Es decir, decidid si queréis o no una escuela y una iglesia. Si la respuesta es negativa, como parece que lo es por el momento, regresaré a Cashel sin perder más tiempo. Si la respuesta es afirmativa, podemos empezar a hablar de cuestiones prácticas. Pero la negociación será entonces entre vos y yo, y ningún otro miembro del Consejo. No quiero proporcionarle a Murgal un escenario donde hacer despliegue de sus pericias dramáticas.

Laisre enarcó las cejas.

– ¿Eso es lo que pensáis de Murgal? -preguntó, sorprendido.

– ¿Acaso vos no? -contestó ella.

Laisre parecía afligido, pero entonces se echó a reír de buena gana. Al final, moviendo la cabeza, añadió:

– Reconozco que hay algo de cierto en lo que decís, Fidelma. Pero no subestiméis sus intenciones.

– No -respondió Fidelma en voz baja-. No las subestimo.

– Entonces, ¿regresaréis? No puedo aseguraros que Murgal vaya a presentaros excusas.

– No deseo que lo haga. Sólo pido que cualquier debate que vuestro Consejo quiera sostener sobre el asunto, lo haga antes de iniciar una negociación práctica con vos.

– Tenéis mi palabra -prometió Laisre tendiendo una mano-. Por mi honor, Fidelma de Cashel.

Fidelma lo miró detenidamente, pero él no se dio cuenta.

– Antes de terminar y, puestos a hablar con franqueza, Laisre, ¿a qué ha venido el hermano Solin de Armagh?

Laisre la miró, desconcertado.

– Creía que estaba aquí a petición vuestra. Llegó con regalos de Armagh.

– ¿A petición mía? -repitió Fidelma, tratando de no perder los nervios-. ¿Eso os ha dicho?

– No, pero es seguidor de vuestra Fe. Supongo que di por sentado que… -vaciló-. Se trata de un viajero que nos pidió hospitalidad. No se la negamos porque no compartiera la misma Fe que nosotros.

Entonces Fidelma aceptó de buen grado la mano de Laisre.

– Acepto vuestra palabra, Laisre. Eadulf y yo regresaremos enseguida.

Laisre preguntó, confuso:

– ¿No volveréis ahora conmigo?

– Antes queremos dar un paseo para conocer mejor vuestro valle. No tardaremos en regresar.

Laisre vaciló un momento y se encogió de hombros.

– Muy bien; gracias por acceder a mi petición -acto seguido, espoleó al caballo y dio media vuelta para marcharse al galope hacia la ráth.

Eadulf lo miró con envidia.

– Podía haber regresado con él para dormir -se lamentó-. No le veo el sentido a este juego, Fidelma.

– Se llama diplomacia, Eadulf -explicó su compañera con una sonrisa-. El problema es que no sé quién representa a quién. Veamos si en esas casas hallamos la información que busco.

Cruzaron el puente a caballo hasta una plazoleta rodeada de granjas. La más grande era una granja de proporciones considerables. Las demás no parecían más que cabañas campesinas. Distinguieron a algunas personas que trabajaban en sus propios huertos, y a otras que se ocupaban de los campos de la granja principal.

En la puerta de la granja de mayores dimensiones estaba apoyada una mujer rubicunda que observaba su aproximación con descarada curiosidad. Fidelma ya la había visto cuando se habían detenido antes del puente para hablar con Laisre. Parecía la típica mujer de un granjero: fornida y de brazos musculosos, lista para empezar la jornada en los campos. Los había escrutado detenidamente y con cierta hostilidad en el semblante.

– Salud, buena mujer -la saludó Fidelma.

– Mi esposo está en el Consejo -les espetó la mujer con voz de pocos amigos-. Se llama Ronan, y es el señor de este lugar.

– Yo misma vengo del Consejo.

– Ya sé quién sois.

– Bien -dijo Fidelma mientras descabalgaba-. De este modo no hará falta que me explique.

La mujer puso mala cara y dijo con intención de desanimarla:

– Os he dicho que mi esposo no está en casa.

– No he venido a ver a su esposo. Decís que sabéis quién soy. Bien, ¿y cómo os llamáis vos?

La mujer la miró con suspicacia.

– Bairsech. ¿Para qué queréis saberlo? ¿Qué deseáis?

– Quiero saberlo para hablar con vos, eso es todo, Bairsech. ¿Vive mucha gente en este poblado?

– Unas cuarenta personas -contestó la mujer con indiferencia.

– ¿Vino un visitante anoche?

– ¿Uno? Vinieron varios. Mi esposo estaba en el festejo, como era su derecho, y en casa había tres primos que vinieron al valle para asistir al banquete. Es un viaje muy largo para regresar a casa de noche, sobre todo cuando se ha bebido.

Fidelma sonrió, tratando de tranquilizar a la mujer con ello.

– Sois una mujer sensata, Bairsech. Pero aparte de vuestros primos, ¿vinieron otros visitantes al poblado? -Fidelma decidió ser más explícita-: ¿Vino un hombre fornido que está alojado en la ráth?

La mujer entornó los ojos.

– ¿Fornido? ¿Un hombre con ese corte de pelo ridículo que lleva vuestro compañero?

Eadulf enrojeció de irritación por el comentario sobre su tonsura, pero guardó silencio.

– El mismo.

– ¿Un hombre con un rico atavío? Sí, sí que lo he visto. Lo vi esta mañana al salir a cuidar las vacas, cuando mi esposo aún roncaba. Sí, sí que lo he visto.

– ¿Entonces conoce a vuestro esposo, a Ronan?

– He dicho que lo he visto en el poblado, no que se alojara en mi casa.

Señaló con la cabeza un edificio pequeño apartado de los demás, con establo propio y un campo adyacente donde media docena de vacas pacían tranquilamente.

– Se alojó allí.

Fidelma se volvió hacia el edificio y lo miró con interés.

– ¿Y quién vive ahí?

– Una mujer de mala vida -contestó la otra con censura para referirse a una prostituta.

Fidelma abrió los ojos de par en par, atónita. No esperaba que en aquel valle aislado hubiera una prostituta, y mucho menos en aquel poblado.

– ¿Y cómo se llama esa mujer de mala vida?

– Se llama Nemon.

– ¿Nemon? Un nombre poco adecuado para una mujer de su clase.

Nemon era el nombre de una antigua diosa de la guerra. Significaba «fragor de batalla».

– Escupo sobre su nombre -espetó la rolliza mujer, haciendo según decía-. Ya le he dicho a mi esposo que deberían echarla de aquí. Pero la granja es de su propiedad y está bajo la protección de Murgal.

– ¿Ah, sí? ¿Y decís que el hombre que os he descrito pasó la noche con ella?

– Sí.

– En tal caso habrá que ver qué dice Nemon. Gracias, Bairsech, por vuestro tiempo y por vuestra amabilidad.

Dejaron atrás a la mujer, que no dejó de mirarles con suspicacia.

Eadulf había desmontado también, y cruzaron el poblado tirando de los caballos.

– ¿Quién iba a pensar que nuestro pío hermano del norte frecuenta a mujeres de mala vida? -dijo, riéndose.

– No podemos estar seguros de ello -lo reprobó Fidelma-. Sólo sabemos que no regresó al hostal y que al parecer pasó la noche en casa de una prostituta. Eso no implica que frecuente estos lugares. El hecho de que esa tal Nemon esté bajo la protección de Murgal es un aspecto mucho más interesante en este asunto.

Al llegar a la cabaña, llamaron a la puerta de roble.

Momentos después, les abrió una mujer que los miraba con el mismo semblante hostil de la mujer del granjero.

Era una mujer entrada en carnes, de unos cuarenta años y de piel y cabellos rojizos. Iba muy maquillada, tenía las cejas teñidas con zumo de bayas, y los labios pintados de rojo. Se veía que antaño había sido una joven bien parecida, pero de eso hacía ya mucho tiempo, pues ahora su voluptuosidad era más burda que atrayente. Los escrutó un momento con unos ojos oscuros y luego miró hacia donde Bairsech, la esposa de Ronan, todavía estaba, observando cada movimiento con curiosidad insolente.

– Cada día tiene la nariz más larga -murmuró la mujer-. Bairsech es el nombre más adecuado para ella.

Sólo entonces Fidelma se dio cuenta de que el nombre podía aplicarse a una mujer peleona como un gallo joven. A continuación, la mujer se hizo a un lado y les hizo pasar.

– Pasad. No le demos el placer de seguir fisgando.

Amarraron los caballos a un poste pequeño que había delante del edificio y entraron.

Era una sala acogedora, pero no muy bonita.

– ¿Sois Nemon?

La mujer asintió sin decir anda.

– Y vosotros sois los extranjeros -dijo no tanto como pregunta sino como una afirmación.

– ¿Sabéis a qué hemos venido?

– Yo no sé nada y aún me importa menos. Sólo me preocupa estar bien y ocupar el tiempo en algo que me dé provecho.

Fidelma se dirigió a Eadulf:

– Dadle un screpalla Nemon -le ordenó.

Eadulf sacó la moneda del monedero a regañadientes y la entregó a la mujer. Ella casi la arrancó de su mano y la examinó con desconfianza.

– El dinero no abunda en el valle. Aquí solemos usar el trueque. Pero es tres veces bienvenido.

Se aseguró de que la moneda fuera auténtica antes de mirarlos y preguntarles:

– ¿Qué queréis? Está claro que no buscáis mis servicios -añadió riéndose burdamente.

Fidelma negó moviendo la cabeza y, para disimular la repugnancia que le había causado aquella insinuación, dijo:

– Sólo deseamos que nos dediquéis un momento de atención. Y que respondáis a unas preguntas.

– Muy bien. Preguntad.

– Me han dicho que anoche tuvisteis un invitado.

– Sí.

– ¿Un hombre de la ráth? Corpulento, vestido con ropas suntuosas y con el cabello tonsurado a la manera de mi amigo.

– ¿Qué pasa con él? -preguntó Nemon, sin intención de ocultar la verdad.

– ¿Cuándo vino?

– Tarde. Después de medianoche, creo. Tuve que echar a dos clientes para alojarlo a él.

– ¿Por qué?

– Me pagó.

– Pero era un extraño… ¿no os habría valido más atender a dos clientes del lugar que a un extraño que sólo vendría una vez?

Nemon inspiró por la nariz.

– Cierto. Pero Murgal estaba con él y me dijo que yo no saldría perdiendo.

– ¿Murgal?

– Sí, él me trajo al hombre. Solin, se llamaba, ahora me acuerdo…

– ¿Y Murgal, el druida de Laisre, os trajo al hombre desde la ráthy os pidió que… que le brindarais vuestros favores?

– Sí.

– ¿Os dio Murgal algún motivo para hacerlo?

– ¿Creéis que la gente me da motivos para hacer esto? Yo no hago preguntas mientras me paguen por mis servicios.

– ¿Hace tiempo que conocéis a Murgal?

– Es mi padrastro. Él se ocupa de mí.

– ¿Vuestro padrastro? ¿Y se ocupa de vos? -preguntó Fidelma con cierto cinismo en el tono-. ¿Habéis conocido otra vida aparte de la que lleváis?

Nemon se echó a reír con desdén.

– ¿Me censuráis? ¿Creéis que debería ser como la mujer de Ronan, ésa que está al otro lado del patio? Miradla: una mujer mucho más joven que yo, que parece lo bastante vieja para ser mi madre. Ha envejecido antes de tiempo porque está condenada a salir al campo antes del alba para ordeñar a las vacas, mientras su marido yace borracho un día sí y otro también. A ella le toca labrar campos, cavar y sembrar cosechas, mientras él va por ahí en su caballo, jactándose de ser un guerrero importante; y no es un señor, como él dice, sino el triste jefecillo de este penoso grupo de casuchas. No, no quiero una vida distinta de la que tengo. Al menos duermo en sábanas finas de hilo, y me quedo en la cama el tiempo que quiero.

La mofa que reflejaba en el semblante aquella mujer era clara.

– Sin embargo, he visto que también vos tenéis una granja pequeña que sacar adelante -señaló Eadulf-. Fuera hay vacas a las que ordeñar. ¿Quién hace el trabajo, si no vos?

Nemon arrugó la cara en un feo gesto.

– Sólo las tengo porque son una fuente de ingresos. Mañana mismo las vendería si me pagaran bien por ellas. Dan demasiado trabajo. Pero, como he dicho, en este valle funciona el trueque, así que sólo obtendría más vacas, o cabras, gallinas, huevos y demás, en vez de monedas.

– Gracias por hablar con nosotros -dijo Fidelma de pronto, levantándose para salir.

– No hace falta que me deis las gracias. Me habéis pagado por mi tiempo. Regresad si deseáis saber algo más.

Al salir de la cabaña de Nemon, Eadulf lanzó a Fidelma una mirada significativa y le preguntó:

– ¿Creéis que Murgal pretendía lisonjear de algún modo al hermano Solin?

Fidelma sopesó la pegunta.

– ¿Queréis decir que lo sobornó? ¿Que se sirvió de Nemon para agradar a Solin, de manera que éste participara en la farsa del concilio?

Eadulf asintió.

– Puede -concedió Fidelma-. O quizás el hermano Solin encuentre irresistible el placer que pueda proporcionarle una mujer como Nemon. Quizá preguntó a Murgal dónde encontrar esa clase de servicios. Y parece que el propio Murgal se permite ese tipo de licencias por su parte.

– ¿Os referís al incidente con Marga, la boticaria?

Fidelma se subió al caballo sin contestar.

Bairsech, la mujer de Ronan, continuaba de pie en la puerta de su casa, de brazos cruzados, contemplándolos con cara de pocos amigos cuando empezaron a alejarse por el puente, de regreso a la ráth.

– ¿Sabrá Ultan de Armagh que a su secretario le gusta visitar a mujeres de mala vida? -se preguntó Eadulf.

Fidelma contestó con seriedad:

– Lo dudo. Ultan es partidario de las nuevas ideas procedentes de Roma en cuanto al celibato del clero.

– Eso nunca cuajará -aseguró Eadulf-. Es cierto que siempre habrá ascetas, pero pedir a todo el clero de la Fe que profese esos votos es exigir demasiado a un ser humano.

Fidelma lo miró de soslayo.

– Creía que aprobabais esa idea.

Eadulf se ruborizó sin decir nada.

– Bueno, al menos hemos resuelto el misterio de dónde estaba el hermano Solin anoche.

Eadulf suspiró.

– Ahora mismo sólo quiero echarme a dormir y que deje de retumbarme la cabeza.