"Zigzag" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

3

La pregunta trascendental que Víctor Lopera se hacía en aquel momento era si sus aralias aeropónicas formaban o no parte de la naturaleza. A primera vista así era, ya que se trataba de criaturas vivas, verdaderas dizygotheca elegantissima que respiraban y absorbían luz y nutrientes. Pero, por otro lado, la naturaleza nunca habría podido reproducirlas con exactitud. Llevaban la firma de la mano del hombre, y eran hijas de la tecnología. Víctor las mantenía enterradas en plástico transparente para observar los asombrosos fractales de las raíces, y controlaba su temperatura, pH y crecimiento con instrumentos electrónicos. Para impedir que se desarrollaran hasta cerca del metro y medio que solían alcanzar, usaba fertilizantes específicos. Por todo ello, aquellas cuatro aralias de hojas en color bronce casi plateado y altura no superior a los quince centímetros eran, en gran medida, creaciones suyas. Sin él, y sin la ciencia moderna, jamás hubiesen existido. De modo que la pregunta sobre si formaban parte de la naturaleza parecía pertinente.

Concluyó que sí. Con todas las reservas que se quiera, pero, categóricamente, sí. Para Víctor, la cuestión abarcaba límites más amplios que el mundo vegetal. Responder a aquella pregunta implicaba declarar nuestra fe o escepticismo en la tecnología y el progreso. Él era de los que apostaban por la ciencia. Creía firmemente que la ciencia era otra forma de naturaleza, e incluso una manera nueva de ver la religión, al estilo Teilhard de Chardin. Su optimismo vital había comenzado en su infancia, al comprobar que su padre, que era cirujano, podía modificar la vida y corregir sus errores.

Con todo, aunque admiraba aquella cualidad paterna, no había optado por una carrera «biológica», a diferencia de su hermano, también cirujano, o su hermana, que era veterinaria, sino por la física teórica. Consideraba los trabajos de sus hermanos como demasiado agitados, mientras que él amaba la paz. Al principio incluso había querido dedicarse al ajedrez profesional, porque sus capacidades para las matemáticas y la lógica eran notables, pero pronto había descubierto que competir también era agitado. No es que le gustara no hacer nada: ansiaba la paz exterior para poder declarar la guerra mental a los enigmas, hacerse preguntas como aquélla o entregarse a la resolución de complicados acertijos.

Rellenó uno de los aspersores con la nueva mezcla fertilizante que iba a probar exclusivamente en Aralia A. Las había dividido mediante compartimientos estancos para experimentar con cada una de modo individual. Al principio había jugado con la idea de llamarlas de alguna forma más poética, pero terminó optando por las primeras cuatro letras del alfabeto,-.

– ¿Por qué pones esa cara? -le susurró cariñosamente a la planta mientras cerraba la tapa del aspersor-. ¿No te fías de lo que hago? Deberías aprender de C, que se toma tan bien todos los cambios… Hay que aprender a cambiar, chiquita. Ojalá tú y yo aprendiéramos de la compañera C.

Se quedó un instante pensando por qué acababa de decir aquella tontería. Últimamente le daba por manifestar más melancolía que de costumbre, como si necesitara, él también, un nuevo fertilizante. Pero, qué caramba, eso era psicología barata. Se consideraba un hombre feliz. Le gustaba dar clases, y disponía de mucho tiempo libre para leer, cuidar sus plantas y resolver jeroglíficos. Tenía la mejor familia del mundo, y sus padres, aunque mayores y jubilados, gozaban de buena salud. Ejercía de tío ejemplar con sus dos sobrinos, los hijos de su hermano, que lo adoraban. ¿Quién podía presumir de disfrutar de tranquilidad y cariño a partes iguales?

Estaba solo, cierto. Pero tal circunstancia se debía, ni más ni menos, a su propia voluntad. Era dueño de su destino. ¿Por qué amargarse la vida apresurándose a vivir con una mujer que no pudiera hacerle feliz? A sus treinta y cuatro años aún era joven y no había perdido el optimismo. La vida era cuestión de esperar: una aralia no se desarrollaba en dos minutos, y un amor tampoco. El azar era quien mejor disponía esas cosas. Un buen día conocería a alguien, o alguien conocido le llamaría…

– Y, chas, creceré como C -dijo en voz alta, y se rió.

En ese instante sonó el teléfono.

Mientras se dirigía a la estantería de su pequeño comedor para contestar, hacía cábalas sobre la llamada. A esas horas de la noche lo más probable era que fuese su hermano, que desde hacía unos meses le daba la lata para que revisara las cuentas de la clínica quirúrgica privada que dirigía. «Tú que eres el genio familiar de las matemáticas, ¿qué trabajo te cuesta echarme una mano?…» Luis «Lo-opera» (la vieja broma familiar de pronunciar el apellido de los cirujanos Lopera) no se fiaba de los ordenadores y quería que Víctor diese el visto bueno. Víctor estaba harto de decirle que las matemáticas tenían sus especialidades, como la cirugía: alguien que extirpaba glándulas no podía ponerse a trasplantar corazones. Del mismo modo, él solo practicaba las matemáticas de las partículas elementales, no el cálculo de la lista de la compra. Pero si algo necesitaba su hermano que le extirpasen era la glándula de la testarudez.

Pescó el auricular entre un mar de retratos enmarcados: de sus sobrinos, de su hermana, de sus padres, de Teilhard de Chardin, del abad y científico Georges Lemaître, de Einstein. Dijo: «¿Sí?» tras reprimir un bostezo.

– ¿Víctor? Soy Elisa.

Todo el aburrimiento que sentía se hizo trizas como si hubiese sido de cristal. O como si se tratase de un sueño al despertar.

– Hola… -La mente de Víctor iba a todo gas-. ¿Cómo te encuentras?

– Mejor, gracias… Al principio pensé que era una alergia, pero ahora creo que se trata de un simple resfriado…

– Caramba… me alegro. ¿Lograste ver la noticia?

– ¿Qué noticia?

– Lo de la muerte de Marini.

– Ah, sí, pobre hombre -se lamentó ella.

– Creo que coincidiste con él en Zurich, ¿verdad? -comenzó a decir Víctor, pero las palabras de Elisa pasaron por encima de las suyas, como si tuviese prisa por llegar al meollo de la cuestión.

– Sí. Oye, Víctor, te llamaba… -Se oyó una risita-. Seguro que vas a pensar que es una chorrada… Pero para mí es muy importante. Muy importante. ¿Comprendes?

– Sí.

Frunció el ceño y se puso tenso. La voz de Elisa denotaba total alegría y despreocupación. Y eso era justo lo que alarmaba a Víctor, porque él creía conocerla, y jamás la voz de Elisa le había sonado así.

– Verás, se trata de mi vecina… Tiene un hijo adolescente, un chaval muy majo… De repente ha descubierto que le encantan los jeroglíficos y se ha comprado libros, revistas… Yo le he dicho que conozco al experto número uno en ese campo. El caso es que ahora está intentando resolver uno en concreto y no lo logra. Se ha puesto muy nervioso y la madre teme que abandone esta sana afición y se dedique a cosas menos saludables. Cuando me lo comentó, caí en la cuenta de que yo ya conocía ese jeroglífico, porque un día me hablaste de él, pero he olvidado la solución. Y me he dicho: «Necesito ayuda. Y solo Víctor es capaz de ayudarme». ¿Comprendes?

– Claro, ¿de cuál se trata? -Víctor no había dejado de percibir el especial acento que Elisa había puesto en sus últimas palabras. Sintió que los escalofríos lo visitaban como misteriosos e inesperados seres de otro mundo. ¿Era solo su imaginación o ella estaba intentando decirle algo diferente, algo que solo podía comprender leyendo entre líneas?

– Ese de la pierna humana y la hembra del mono… -Ella soltó una carcajada-. Lo recuerdas, ¿verdad?

– Sí, es…

– Escucha -lo cortó ella-. No es preciso que me digas la solución. Tan solo haz lo que dice esta misma noche. Es urgente. Haz lo que dice en cuanto puedas. Confío en ti. -Y de repente, volvió a sonar su risa-. También confía en ti la madre de ese chaval… Gracias, Víctor. Adiós.

Se oyó un clic, la comunicación se cortó.

El vello en la nuca de Víctor se había erizado como si el auricular le hubiese soltado una descarga eléctrica.


Se había sentido pocas veces así en su vida.

Las manos sudorosas le resbalaban por el volante, el pulso se le aceleraba cada vez más, tenía un dolor en el pecho y le parecía que, por mucho esfuerzo que hiciera, no iba a poder llenar por completo los pulmones de aire. En Víctor, tales sensaciones habían significado casi siempre una cita sexual.

Las raras ocasiones en las que había salido con chicas con las que sabía, o sospechaba, que podía acabar en la misma cama había experimentado una angustia similar. Por desgracia, o por fortuna, ninguna había llegado a insinuarle nada, y las noches habían finalizado con un beso y un «te llamaré».

¿Y ahora? ¿En qué clase de cama podía acabar aquella noche? Su cita esa vez era nada menos que con Elisa Robledo.

Guau.

Él ya había estado en su casa, por supuesto (en realidad, eran amigos, o se consideraban así), pero nunca a esas horas y casi siempre acompañado de otro colega, con el fin de celebrar algo (navidades, final de curso) o preparar algún seminario en común. Llevaba soñando con un momento semejante desde que se habían conocido, hacía diez años, en una inolvidable fiesta en el campus de Alighieri, pero jamás se lo había imaginado de aquella forma.

Y habría jurado que no era sexo precisamente lo que le esperaba en casa de Elisa.

Se rió al pensarlo. La risa le sentó bien, atenuó sus nervios. Imaginó a Elisa en ropa interior abrazándolo al llegar, besándolo y diciéndole sensualmente: «Hola, Víctor. Captaste el mensaje. Pasa». La risa creció en su interior como un globo que alguien inflara en su estómago, hasta que, a modo de estallido, retornó a su seriedad de siempre. Recordó todas las cosas que había hecho, pensado o fantaseado desde que había recibido la extraña llamada casi una hora antes: las dudas, titubeos, tentaciones de telefonearla y pedir una aclaración (pero ella le había dicho que no lo hiciera), el jeroglífico. Este último era, paradójicamente, lo más diáfano de todo. Se acordaba muy bien de la solución, pese a lo cual no había dudado en buscarlo en el álbum de recortes correspondiente. Se había publicado hacía poco, y mostraba una pierna humana con un trayecto venoso, un mono con ostensibles tetas y la sílaba «SA». La pregunta era: «¿Qué quieres que haga?» En su día no había tardado ni cinco minutos en resolverlo. Las palabras «Vena», «Mica» (por hembra del mico, un nombre que había hecho mucha gracia a Elisa) y «Sa» constituían la frase: «VEN A MI CASA».

Eso era fácil. El problema, el temor que sentía, tenía otro origen. Se preguntaba, por ejemplo, por qué Elisa no había podido decirle a las claras que necesitaba que acudiera a su domicilio esa noche. ¿Qué le sucedía? ¿Acaso había alguien con ella (no, por Dios) que la estaba amenazando…?

Existía otra posibilidad. La que más pánico le daba. Elisa está enferma.

Y aun había una última, sin duda la mejor, pero tampoco le dejaba indiferente. Se la imaginaba así: él llegaría a su casa, ella le abriría la puerta y tendría lugar una ridícula conversación. «Víctor, ¿qué haces aquí?» «Me dijiste que viniera.» «¿Yo?» «Sí: que hiciera lo que dice el jeroglífico.» «¡No, por favor!», ella se partiría de risa. «¡Te dije que hicieras el jeroglífico, o sea, que lo resolvieras esta noche!» «Pero me dijiste que no te llamase…» «Te lo dije para que no tuvieras que molestarte: yo pensaba llamarte después…» Él, quieto en el umbral, se sentiría estúpido mientras ella seguiría riéndose…

No.

Se equivocaba. Esa posibilidad era absurda.

A Elisa le pasaba algo. Algo terrible. De hecho, él sabía que llevaba pasándole algo terrible desde hacía años.

Siempre lo había sospechado. Como todos los seres reservados, Víctor era un termómetro infalible de las cosas que le interesaban, y pocas cosas le habían interesado más en este mundo que Elisa Robledo Morandé. La veía caminar, hablar, moverse, y pensaba: Le sucede algo. Sus ojos giraban como imanes tras el paso de su atlético cuerpo y su largo pelo negro, y no lo dudaba ni un segundo: Esconde un secreto.

Incluso creía saber de dónde procedía ese secreto. La temporada de Zurich.

Atravesó una rotonda y penetró en la calle Silvano. Aminoró la velocidad y fue buscando un lugar libre para aparcar. No había ninguno. En uno de los coches estacionados descubrió a un hombre tras el volante, pero éste le hizo señas de que no pensaba marcharse.

Cruzó frente al portal de la casa de Elisa y siguió avanzando. De repente advirtió un sitio flamante, espacioso. Frenó y puso la marcha atrás.

En ese instante sucedió todo.


Poco después se preguntó por qué el cerebro tenía aquella forma especial de comportarse en los momentos extremos. Porque lo primero que pensó cuando ella apareció de improviso y golpeó la ventanilla del asiento contiguo no fue en la expresión despavorida de su rostro, tan blanco como un trozo de queso a la luz de la luna; tampoco en la manera que tuvo de entrar, casi saltando, cuando él le abrió la portezuela; ni en el gesto que hizo al mirar atrás mientras le gritaba: «¡Arranca! ¡Rápido, por favor!».

No pensó, igualmente, en el bullicio de bocinas que desató su violenta maniobra, ni en los faros que cegaron su retrovisor, ni en aquel chirrido de neumáticos que escuchó detrás y que le trajo a su memoria -extrañamente- el coche aparcado con las luces apagadas y el hombre sentado al volante. Todo eso lo vivió, pero nada logró superar la barrera de su médula espinal.

Allí, en el cerebro, en el centro de su vida intelectual, solo alcanzaba a concentrarse en una cosa.

Sus pechos.

Elisa llevaba una camiseta escotada bajo la cazadora, una prenda rápida, descuidada, demasiado veraniega para el relente nocturno de marzo. Tras ella, sus redondos y magníficos pechos sobresalían de forma tan visible como si no llevara sujetador. Cuando se inclinó en la ventanilla antes de entrar, él se los miró. Incluso ahora, con ella sentada a su lado, olfateando el olor a cuero de su cazadora y a gel perfumado de su cuerpo y sumido en un vértigo angustioso, no podía dejar de mirarlos de refilón, aquellos dulces y firmes senos.

No le pareció, sin embargo, un mal pensamiento. Sabía que era la única forma que tenía su cerebro de volver a encajar el mundo en sus goznes tras haber sufrido la brutal experiencia de ver a su amiga y colega saltar al coche, agacharse en el asiento y gritarle instrucciones desesperadas. En ciertas ocasiones, un hombre necesita agarrarse a cualquier cosa para conservar la cordura: él se había agarrado a los pechos de Elisa. Corrijo: me baso en ellos para calmarme.

– ¿Nos… nos sigue alguien? -balbució al llegar a Campo de las Naciones.

Ella torcía la cabeza para mirar atrás, y al hacerlo proyectaba aquellos pechos hacia él.

– No lo sé.

– ¿Por dónde voy ahora?

– Carretera de Burgos.

Y de repente ella se encorvó, y sus hombros se agitaron entre espasmos.

Fue un llanto terrorífico. Al verla, hasta la imagen de sus pechos se esfumó de la mente de Víctor. Nunca había visto llorar así a un adulto. Se olvidó de todo, también de su propio miedo, y habló con una firmeza de la que él mismo se asombraba:

– Elisa, por favor, tranquilízate… Escúchame: me tienes a mí, siempre me has tenido… Voy a ayudarte… Sea lo que sea lo que te pase, te ayudaré. Te lo juro.

Ella se recobró de repente, pero a él no le pareció que fuera efecto de sus palabras.

– Lamento haberte metido en esto, Víctor, pero no he podido remediarlo. Tengo un miedo espantoso, y el miedo me vuelve rastrera. Me vuelve hija de puta.

– No, Elisa, yo…

– De todas formas -cortó ella y echó su largo pelo hacia atrás- no voy a perder el tiempo disculpándome.

Fue entonces cuando él sé percató del objeto plano, alargado y envuelto en plástico que ella llevaba. Podía tratarse de cualquier cosa, pero la forma en que lo aferraba era intrigante: con la mano derecha cerrada en un extremo, la izquierda apenas rozándolo.


Los dos hombres, recién llegados al aeropuerto de Barajas, no tuvieron que pasar por ningún control ni mostrar identificación alguna. Tampoco utilizaron el mismo túnel de acceso al aeropuerto que el resto de los pasajeros, sino una escalerilla adyacente. Allí los esperaba una furgoneta. El joven que la conducía era educado, cortés, simpático y deseaba practicar un poco su inglés de academia nocturna:

– En Madrid no hay tanto frío, ¿eh? Me refiero en esta época.

– Y que lo diga -respondió de buen humor el mayor de los dos hombres, un tipo alto y delgado de cabellos níveos, escasos en la coronilla, pero con algo de melena-. Me encanta Madrid. Vengo siempre que puedo.

– Por lo visto, en Milán sí que hacía frío -dijo el conductor. Sabía bien de dónde procedía el avión.

– Ciertamente. Pero, sobre todo, mucha lluvia. -Y luego, en un castellano chapurreado, el hombre mayor añadió-: Es agradable volver a buen tiempo español.

Ambos rieron. El conductor no escuchó la risa del otro hombre, el corpulento. Y, a juzgar por el aspecto y la expresión del rostro que había observado cuando subía a la furgoneta, decidió que casi era mejor no escucharla.

Si es que aquel tipo se reía alguna vez.

Empresarios -sospechó el conductor-. O un empresario y su guardaespaldas.

La furgoneta había dado un rodeo por la terminal. En aquel punto aguardaba otro tipo de traje oscuro, que abrió la portezuela y se apartó para dejar paso a los dos hombres. La furgoneta se alejó y el conductor no volvió a verlos.

El Mercedes tenía los cristales opacos. En el momento en que se acomodaron en los amplios asientos de piel, el hombre mayor recibió una llamada en el móvil que acababa de conectar.

– Harrison -dijo-. Sí. Sí. Espere… Necesito más datos. ¿Cuándo ocurrió? ¿Quién es? -Extrajo del bolsillo del abrigo una pantalla flexible de ordenador, bastante menos gruesa que el propio abrigo, la desplegó sobre las rodillas como un mantel y pulsó en la superficie táctil mientras hablaba-. Sí. Ya. No, sin cambios: seguimos igual. Muy bien.

Pero cuando cortó la comunicación, nada parecía «muy bien». Arrugó los labios formando casi un punto mientras examinaba la pantalla iluminada y flácida sobre sus piernas. El hombre corpulento desvió la vista de la ventanilla y la observó también: mostraba una especie de mapa en color azul con puntos rojos y verdes que se movían.

– Tenemos un problema -dijo el hombre de pelo blanco.


– No sé si nos siguen -observó ella-, pero toma esa desviación y callejea un poco por San Lorenzo. Son calles estrechas. Quizá los confundamos.

Obedeció sin rechistar. Abandonó la autopista a través de un camino paralelo que le llevó a una urbanización laberíntica. Su coche era un Renault Scenic anticuado que carecía de ordenador y GPS, por lo que Víctor no sabía por dónde iba. Leyó los letreros de las calles como en un sueño: Dominicos, Franciscanos… El nerviosismo le llevó a relacionar aquellos nombres con alguna clase de designio divino. De repente un recuerdo asaltó por sorpresa su atribulada conciencia: los días en que llevaba a Elisa a su casa en su antiguo coche, el primero de los que había tenido, al salir de la Universidad Alighieri, cuando asistían al curso de verano de David Blanes. Eran tiempos más felices. Ahora las cosas habían cambiado un poco: tenía un coche mayor, daba clases en una universidad, Elisa estaba loca y, al parecer, armada con un cuchillo y ambos huían a toda leche de un peligro desconocido. Vivir significa esto -supuso-. Que las cosas cambien.

Entonces oyó el ruido del plástico y advirtió que ella había sacado a medias el cuchillo de la envoltura. Las luces de la calle arrancaban chispas de la hoja de acero inoxidable.

Sintió que el corazón le daba un vuelco. Peor: que se derretía o estiraba como un chicle empapado de saliva, aurículas y ventrículos formando una sola masa. Está loca -le vociferó el sentido común-. Y tú has dejado que entre en tu coche y te obligue a llevarla a donde quiera. Al día siguiente su automóvil aparecería en una cuneta, y él estaría dentro. ¿Qué le habría hecho ella? Quizá decapitarlo, a juzgar por el tamaño del arma. Le cortaría el cuello, aunque puede que antes lo besara. «Siempre te amé, Víctor, pero nunca te lo dije.» Y rrrrrrizzzzzsss, él oiría (antes de sentirlo realmente) el ruido del tajo en su carótida, el filo rebanando su gaznate con la precisión inesperada de una hoja de papel cortando la yema de un dedo.

Aun así, si está enferma, debo intentar ayudarla.

Giró por otra calle. Dominicos de nuevo. Estaban dando vueltas, como sus pensamientos.

– ¿Y ahora?

– Creo que ya podemos regresar a la autopista -dijo ella-. Dirección Burgos. Si aún nos siguen, me da igual. Solo necesito un poco de tiempo. -¿Para qué?, se preguntó él. ¿Para matarme? Pero ella se lo dijo de repente-: Para contártelo todo. -Hizo una pausa y agregó-: Víctor, ¿crees en el mal?

– ¿En el mal?

– Sí, tú que eres teólogo, ¿crees en el mal?

– No soy teólogo -murmuró Víctor, algo ofendido-. Leo cosas, tan solo.

Era cierto que al principio había querido matricularse oficialmente en alguna universidad y estudiar teología, pero luego había descartado la idea y decidido hacerlo por su cuenta. Leía a Barth, Bonhoeffer y Küng. Se lo había comentado a Elisa, y en otras circunstancias le habría halagado que ella sacara el tema. Pero en aquel momento lo único que pensaba era que la hipótesis de la locura estaba ganando puntos.

– Sea como sea -insistió ella-, ¿crees que hay algo maligno que va más allá de lo que pueda conocer la ciencia?

Víctor meditó la respuesta.

– Nada hay más allá de lo que pueda conocer la ciencia, salvo la fe. ¿Me estás preguntando por el diablo?

Ella no contestó. Víctor se detuvo en un cruce y volvió a girar hacia la autopista mientras pensaba a mucha más velocidad de la que imprimía a su vehículo.

– Soy católico, Elisa -añadió-. Creo que… existe un poder maligno y sobrenatural que la ciencia jamás podrá explicar.

Esperó cualquier clase de reacción preguntándose si habría metido la pata. ¿Quién podía saber lo que deseaba oír una persona trastornada? Pero la respuesta de ella le dejó desconcertado:

– Me alegra oírte decir eso, porque así creerás con más facilidad lo que voy a contarte. No sé si tiene que ver con el diablo, pero es un mal. Un mal espantoso, inconcebible, que la ciencia no puede explicar… -Por un instante pareció como si fuese a llorar de nuevo-. No tienes idea… No puedes comprender qué clase de mal, Víctor… No se lo he contado a nadie, juré no hacerlo… Pero ahora ya no puedo soportarlo más. Necesito que alguien lo sepa y te he elegido a ti…

A él le hubiese gustado responder como un héroe de película: «¡Hiciste lo correcto!». Aunque no le gustaban las películas, en aquel momento se sentía viviendo en una de terror. Pero lo cierto era que no podía hablar. Temblaba. No era nada figurado, ningún escalofrío interior, ningún tipo de hormigueo: temblaba, literalmente. Aferraba el volante con las dos manos, pero notaba que sus brazos se sacudían como si estuviese desnudo en medio de la Antártida. De repente le entraban dudas sobre la locura de Elisa. Ella hablaba con tanta seguridad que le horrorizaba oírla. Descubrió que era peor, mucho peor, que no estuviese loca. La locura de Elisa resultaba temible, pero su cordura era algo que Víctor aún no sabía si sería capaz de afrontar.

– No te pediré otra cosa, salvo que me escuches -continuó ella-. Son casi las once de la noche. Disponemos de una hora. Te agradecería que luego me dejaras en un taxi, si es que… eliges no acompañarme. -Él la miró-. Debo asistir a una reunión muy importante a las doce y media de esta noche. No puedo faltar. Tú puedes hacer lo que quieras.

– Te acompañaré.

– No… No lo decidas antes de oírme… -Se detuvo y respiró hondo-. Después puedes darme una patada y echarme del coche, Víctor. Y olvidar lo sucedido. Te juro que me parecerá bien silo haces…

– Yo… -susurró Víctor y tosió-. No voy a hacer eso. Adelante. Cuéntamelo todo.

– Empezó hace diez años -dijo ella.

Y de improviso, de forma muy fugaz pero inapelable, Víctor tuvo una intuición. Va a contarme la verdad. No está loca: lo que va a contarme es la verdad.

– Fue en aquella fiesta, a comienzos del verano de 2005, cuando tú y yo nos conocimos, ¿recuerdas?

– ¿La fiesta de inauguración de los cursos de verano de Alighieri? -Cuando me conoció a mí y a Ric, pensó-. Me acuerdo bien, pero… no sucedió nada en aquella fiesta…

Elisa lo miraba con los ojos muy abiertos. Su voz tembló:

– Esa fiesta fue el comienzo, Víctor.