"Sueños de perro" - читать интересную книгу автора (Orsi Guillermo)

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Dos días después de su muerte ya nadie se acordaba del Chivo Robirosa. Charo volvió a irse a Chascomús para borrar el asunto, llevándose a los hijos que hacía años que habían olvidado la cara del padre. No sé siquiera si se enteraron de su desgraciado final, y puesto en el lugar de la viuda creo que no les habría contado nada, ya tendrán tiempo los pibes cuando sean mayores de escarbar buscando el hueso de la verdad y elegir después por la obra social al sicoanalista que tengan más a mano para elaborar el duelo.

Como vivo solo tampoco volví a hablar con nadie del Chivo, aunque la idea de darme una vuelta por el hotel donde lo habían despachado me rondaba inexplicablemente, una obsesión hueca, una clase de vértigo que me convocaba a asomarme al vacío sin ningún fin práctico y con la posibilidad de estrellarme la cabeza contra el fondo. De todos modos no creo que hubiera ido si la carta no hubiera llegado aquella mañana a mis manos.

La tiró el portero por debajo de la puerta, junto con una factura de la telefónica y un requerimiento del abogado de mi ex mujer a ponerme al día con las cuotas de alimentos que no pago desde hace cinco años. Hacía calor, enero al rojo vivo, Buenos Aires se pone insoportable en una torre de veinte pisos enfrentada a otras torres de puro cemento, en el alguna vez elegante y hoy promiscuo barrio de Belgrano.

«Míster Sebastián Mareco», habían escrito y, aunque el sobre no tenía remitente, supe que era carta de mi viejo amigo muerto. El único que todavía me decía míster era él, porque a pesar de mi apellido italiano mi madre era más inglesa y conservadora que Margaret Thatcher. Nunca entendí por qué se había casado con un italiano violento de Calabria, secretos del alma femenina o el recuerdo de viejos orgasmos guardados como relicarios. «Marequito del alma, querido amigo injustamente olvidado por mi corazón ingrato», encabezaba el Chivo aquella carta de caligrafía irregular, escrita con el pulso tembloroso de un alcohólico o de un parkinson avanzado que sin embargo, por el tono, no había bloqueado aún su capacidad de razonar y recordar. «Ni hace falta que te aclare que estoy en aprietos; para qué, si no, iba a escribirte después de tanto tiempo. No se trata de guita, no te asustes, aunque mal no me vendría cuando la fiesta que fue mi vida durante muchos años me pasa facturas de las que nadie se hace cargo. Pensé en llamarte por teléfono y encontrarnos pero me da vergüenza que me veas así. Vos sabés, no hacen falta los detalles: la marabunta de la vida, ¿te acordás?, así la llamábamos, cuando nos cruzábamos con algún viejo conocido, compañero del colegio o de la milicia, achacoso y resentido. Otro más al que le pasó por encima la marabunta de la vida, decíamos, y nos cagábamos de risa para espantar a nuestras propias hormigas.

»Pero al grano, che, que somos gente grande y el tiempo no nos sobra.

»Me quieren matar, Mareco. No lo tomes en joda, va en serio. Qué hice, te preguntarás. ¿Pero es que hay que hacer algo, o algo justifica apurarle el final a un tipo como yo? No le robé la hembra a nadie. Con qué, además. Pobre, viejo y con la salud medio arruinada. Ni Frankestein se pondría celoso porque cruzara un par de miradas con su novia. Mi único pecado en los últimos diez años -fijate qué cráter lunar en mi vida, un solo pecado en toda una década- fue quedarme con un cambio. Sabés cómo es esto y te imaginarás en qué ando, o andaba, hasta hace un mes: en esquivarle el bulto a la miseria y no tener que dormir a la intemperie. Un ex compañero del club, Abel Sagarra, y otro que fue boxeador y de los buenos viven bajo la autopista, a la altura de Combate de los Pozos; cirujean y de vez en cuando, con una pilcha planchadita que protegen en medio de una pila de diarios, se mandan en un supermercado: el púgil llena el carrito y Sagarra después lo empuja afuera con la potencia y velocidad de locomotora que todavía conserva de cuando jugó hace treinta años contra los franceses, el viejo zorro. Aunque a veces lo alcanzan y van los dos a parar a la comisaría y los trituran a palos. Pero a pesar de las palizas, comen y mantienen los reflejos.

»Yo no puedo entrar en ésa. Nunca me ha dado el cuero por ser chivato ni para revolver basura, y me gusta dormir calentito, aunque en este departamento antiguo de San Telmo tengas que pedir permiso a las cucarachas para ir al baño. Pero al grano, carajo.

»Mi proveedor es un tal Fabrizio. Yo no consumo más, te aclaro, la merca sale un vagón y por ahora me cubro el alma con los recuerdos de los buenos tiempos. Pero como todavía necesito comer, voy y vengo con los mandados. Como si encargaran pizzas o empanadas a domicilio. La gente llama a lo de Fabrizio -buenos vecinos, ningún maleante: padres de familia, madres solteras, hijos adolescentes, el mercado es surtido y cumplidor- y yo les llevo el pedido. El Chivo Robirosa, puesto a recadero. Cuesta creerlo, ¿no? No sé en qué andarás vos, qué tacles te habrá hecho la vida, ni te pido ahora que me cuentes. Nadie llega intacto a la edad que nosotros tenemos, aunque hasta el culo que más sangró se disfrace de trasero de la Madonna.

»El caso es que una noche de tantas, después de una entrega, vuelvo a lo de Fabrizio a rendir mis cuentas. Llamo a la puerta y nadie sale a abrirme; tanteo el picaporte y como está sin llave, entro: en el living, la tele prendida con el programa de la Susana Giménez y un cordobés contando chistes; me quedé parado frente a la tele, riéndome con las huevadas que contaba mi comprovinciano. El tipo que salió del dormitorio de Fabrizio se topó conmigo, ahí parado, y la sorpresa lo inmovilizó lo suficiente para que yo tuviera tiempo de sentir que alguien me estaba mirando. Te juro que no le vi la cara, creí que era el gordo Fabrizio y estaba por repetirle el chiste que acababa de contar por televisión el cordobés cuando recibí el empujón que me hizo trastabillar y caerme detrás del sofá con el estrépito de un armario cargado de vajilla. Cuando reaccioné y me pude levantar, el tipo había rajado.

»Vi que la puerta del dormitorio del gordo había quedado abierta y me agarró una cosa en la garganta, Mareco, el instinto me decía "ni te asomes, andate". Pero no le hice caso al instinto y eso, en una vieja gloria del rugby, es un claro signo de decadencia. Me asomé.

»Mirá que soy un tipo acostumbrado a las trastiendas: el distinguido consorcio en el que vivo está lleno de putas de cuarta y de chulos flatulentos que aprovechan las horas de descanso para echarse en cara las traiciones. Lo que ves, escuchás y olés por esos pasillos habría convencido al Dante Alighieri de abandonar la literatura y anotarse de enfermera en la Cruz Roja.

»Pero aquello era un asco. Al gordo Fabrizio lo habían achurado, con una saña de aprendiz de matarife o practicante de cirugía que todavía hoy me revuelve las tripas recordar. En su cama, desnudo, boca abajo sobre las sábanas empapadas en sangre, como si le hubiera pasado un tractor por encima. Imaginate la escena, si podés: yo, parado en la puerta del dormitorio, mirando despavorido aquel estropicio y con la plata de la recaudación del día en el bolsillo, dos mil trescientos cincuenta y cinco mangos. Ya sé que es poca guita para un tipo como vos que vive en Belgrano y paga doscientos mangos solamente de gastos. Pero yo como seis meses con lo que vos gastás en un mes de impuestos, Mareco, a ese extremo de miseria he llegado. Y si la policía me encontraba con esa plata encima me encerraban y, después de afanármela y de destrozarme a palos una semana seguida, recién hubieran llamado al juez para darle barniz legal a la carnicería.

»Me escabullí sin tocar nada, hasta la tele quedó encendida. Pensé en volver al conventillo para no despertar sospechas pero me dije: qué boludo, si el treinta por ciento de lo que le llevo a Fabrizio se lo queda el comisario, todos saben en qué ando y lo primero que van a hacer es ir a buscarme.

»Pasé esa noche en la suite de Sagarra y el boxeador, bajo la autopista. Sagarra ahora de viejo se la come y el púgil es su amante, tuve que soportar sus puercas escenas frente a mis narices, besos y manoseos a la luz de una fogata que alimentaban con los tetrabricks que iban vaciando, qué ganas de vomitar. Menos mal que el viento sudeste soplaba fuerte esa noche y por lo menos barría los olores de ese par de tórtolos de pesadilla. Apenas amaneció los dejé, abrazados y borrachos, habían tomado tanto tinto peleón que por los siguientes dos o tres días fue fiesta nacional en sus cerebros.

»Viajé a Mar del Plata. Tomé un costera criolla que salió a las siete de la mañana y entró en todos los pueblos. Al pasar por Chascomús me dije: ¿y si bajo? Capaz que Charo se vino con los pibes. Dos lucardas en el bolsillo son suficientes para vivir un mes creyéndonos todos que papá ha vuelto a casa. Pero echar un vistazo al pasado puede ser peor que asomarse al dormitorio de Fabrizio: me hice un ovillo en el asiento del ómnibus, vi pasar por la ventanilla los chalecitos, las calles arboladas, adiviné ahí afuera el orden fragante de los jardines, el aire dulce y húmedo que a veces viene de la laguna, cerré los ojos y dormí hasta Mar del Plata.

»Y aquí estoy, Mareco. Alquilé una pieza, seis mangos por día, cerca del puerto. Me hace bien el olor a pescado, el viento del mar me da ganas de vivir un poco más. No vine de vacaciones ni voy a quedarme acá, pero en Buenos Aires me andan buscando. Gloria la Pecosa, que si te encontró en la guía te habrá llamado para darte esta carta, me contó que tras la muerte del traficante apareció un patrullero por el conventillo, a la mañana, sin aspavientos ni despliegue. Preguntaron por Rodolfo Robirosa, nada más, como para certificar un domicilio, y como se le dijo que no estaba, los canas se fueron tranquilos. Y esa misma noche, dos de civil. Los mismos buenos modales, según me contó Gloria por teléfono hace un rato.

»Tengo miedo, míster querido. Me quedé sin amigos, en estos últimos años fueron saltando del bote, vos sabés. Mi vida no vale nada, soy consciente, pero es lo único que tengo. No arruiné a nadie para hacerme rico, en eso estoy tranquilo, más bien jodí a unos cuantos por volverme pobre. Mis negocios fueron un desastre, creí que para pasarla bien alcanzaba con pagar unas copas a los amigotes y tener alguna minita querendona que no me exigiera relación de dependencia. A Charo, sí: le estropeé la vida. Pero me pedía demasiado. Creo que cuando ese negro caníbal me partió la clavícula en Italia, también se me rompió algo más adentro, ya no pude querer a nadie, ni a mis propios hijos. Charo hizo lo suyo por separarme de los pibes, no es inocente, pero en todo caso se quedó esperando que yo cumpliera un juramento que debí hacerle cuando viajé a Italia por primera vez, con el contrato en dólares. No sé qué le dije, ya me olvidé, pero no es difícil, con la omnipotencia que da la guita, imaginarme haciendo promesas como un político en campaña.

»Se me acaba la paciencia para seguir con esta carta, Mareco, no soy escritor, soy un tipo de acción al que expulsaron hasta del banco de suplentes y es tiempo de descuento. Con esta carta, Gloria la Pecosa va a darte una luca y media. Sos el único amigo que me queda y también el único, además, a quien Charo respetó siempre, no sé por qué carajo, a lo mejor estaba enamorada de vos, viejo atorrante, pero a esta altura qué importa si me metieron los cuernos. Llevale esa guita, que no es nada, pero seguro que le sirve. Tiene deudas, estoy seguro, la hipoteca, gastos todavía con los pibes, la madre vieja. La vida de cualquiera se va llenando de sombras cuando pasan los años. Haceme ese favor, aunque haya pasado tanto tiempo sin vernos. Ojalá Gloria la Pecosa encuentre tu teléfono en la guía, te perdí el rastro pero no debés andar muy lejos, siempre fuiste un tipo sedentario, no te veo jugando al exilio, hablando de tú y criticando a los argentinos, como tanto pajarraco austral suelto por el mundo que aprovechó la dictadura de Videla para mostrar la hilacha.

»Gloria la Pecosa no tiene pecas pero se las pinta cuando trabaja. Es joven y linda, si está arruinada no se le nota. Dice que me quiere, por el edipo no resuelto, claro, y porque la divierto a pesar de que le cuente siempre lo mismo, el replay de mis mejores jugadas. Chau, míster. A lo mejor todavía nos vemos, qué sé yo.»