"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)

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Quizá sea una casualidad o quizá no lo sea, pero llego a una hora en la que los obreros están almorzando y, gracias a ello, el tejado está abandonado.

El sol brilla y ofrece una ligera sensación de calor. El cielo está azul, las gaviotas sobrevuelan los tejados, podemos ver hasta los astilleros de Limhama, en Suecia, y no hay ni rastro de la nieve que ha motivado que nos encontremos aquí. El señor Ravn, asesor del fiscal, y yo.

Es bajito, no más alto que yo, pero lleva un enorme abrigo gris, con hombreras tan grandes que le hacen parecer uno de esos niños de diez años que actúan en un musical ambientado en los tiempos de la ley seca. De rostro oscuro, está consumido como la lava de un volcán apagado y es tan delgado que la piel se ha estirado sobre el cráneo como la de una momia. Pero sus ojos parecen despiertos y atentos.

– Pensé que estaría bien pasar por aquí y echar un vistazo -dice.

– Es demasiado amable. ¿Siempre echa un vistazo cuando hay alguna queja?

– Excepcionalmente. Por regla general, los casos son trasladados a la comisión local. Digamos que se debe al carácter del asunto y a su escrito de queja tan sugestivo.

Yo no digo nada. Dejo que el silencio actúe sobre el asesor. Parece no tener ningún efecto visible. Sus ojos de color arena reposan sobre mí sin vacilar y sin embarazo. Creo que es capaz de permanecer así el tiempo que haga falta. Sólo eso lo convierte en un hombre singular.

– He hablado con el profesor Loyen. Me ha contado que estuvo usted allí. Que cree que el niño padecía vértigo.

Su lugar en este mundo hace imposible que yo pueda confiarme a él. Sin embargo, siento una necesidad imperante por soltar algo que no deja de atormentarme.

– Vi algo en las huellas dejadas en la nieve.

Muy pocas personas son capaces de escuchar. Porque siempre están ocupadas, sus prisas les sacan de la conversación, o están intentando mejorar la situación en su interior o se han puesto a pensar en cómo entrar cuando, finalmente, yo me haya callado y les toque a ellas salir a escena.

Sin embargo, el hombre que está ante mí es diferente. Cuando hablo, escucha sin distraerse lo que le digo y solamente eso.

– He leído el informe y he visto las fotos…

– Es otra cosa. Una cosa distinta y más importante.

Estamos llegando a lo que debo decir pero que no sé cómo explicarlo.

– Había marcas de aceleración. Cuando se salta en la nieve o sobre el hielo se produce una pronación en la articulación del pie. Como al andar sobre la arena.

Intento mostrarle el movimiento ligeramente rotativo hacia fuera con la muñeca.

– Si el movimiento es demasiado brusco, no lo suficientemente calculado, surgirá un pequeño deslizamiento hacia atrás.

– Como cuando cualquier niño juega…

– Cuando se está acostumbrado a jugar en la nieve, no se dejan este tipo de huellas porque el movimiento resulta poco económico, como cuando se distribuye mal el peso subiendo una cuesta sobre esquís de fondo.

Yo misma me doy cuenta de lo extraño que debe de sonarle. De hecho espero un comentario sarcástico por su parte. Pero no llega.

Echa un vistazo sobre los tejados. No tiene tics, ni tampoco movimientos reflejos con su sombrero, al encender su pipa, o al cambiar el peso de una pierna a otra. Tampoco tiene ninguna libreta que sacarse del bolsillo. Simplemente es un hombre pequeño que escucha con atención y piensa a fondo las cosas que le digo.

– Interesante -dice finalmente-. Pero también algo… etéreo. Sería muy complicado presentárselo a personas no entendidas en la materia. Difícil tomarlo como punto de partida.

Tiene razón. Leer la nieve es como escuchar música. Describir lo que se ha leído es como explicar la música por escrito.


La primera vez que ocurre, es como si descubrieras que estás despierto mientras los demás duermen. Partes iguales de soledad y de omnipotencia. Nos encontramos en el camino que va de Qinnissut hasta el fondo del ensanche del fiordo de Inglefield. Estamos en invierno, el viento sopla con fuerza y hace un frío aterrador. Cuando las mujeres tienen que orinar, se ven obligadas a encender un infiernillo para poder quitarse los pantalones sin correr el riesgo de sufrir congelaciones inmediatas.

Durante algún tiempo hemos notado que la niebla está en camino pero, cuando finalmente llega, lo hace de golpe, como una ceguera colectiva. Incluso los perros se acobardan. Para mí, no obstante, la niebla no existe en realidad. Impera una euforia salvaje y luminosa porque conozco con absoluta seguridad el camino que debemos tomar.

Mi madre me escucha y los demás la escuchan a ella. Me sentaron en el primer trineo y recuerdo que sentía que nos deslizábamos por un fino hilo de plata tensado entre mí y la casa de Qaanaaq. En el minuto que precedió al repentino aparecer de la fachada en la noche, supe que estábamos llegando.

Tal vez no fuera la primera vez. Pero así es como lo recuerdo. Quizás estemos equivocados cuando recordamos las incursiones en nuestro propio yo como algo que tiene lugar en instantes aislados y excepcionales. Tal vez el enamoramiento, la conciencia penetrante de que algún día moriremos, el amor por la nieve, no sean repentinos sino que están siempre presentes. Tal vez nunca desaparezcan del todo.

Hay otra imagen de la niebla, posiblemente de ese mismo verano. Nunca he navegado mucho. No conozco las condiciones del fondo marino. Es una incógnita para mí que me hayan llevado ellos. Pero en todo momento sé dónde estamos con respecto a la tierra firme.

Desde entonces, los acompaño prácticamente siempre.

En el Coldwater Laboratory del ejército americano en Pylot tenían un equipo encargado de investigar el fenómeno del sentido de la orientación. Allí vi libros gordos y listados larguísimos de los artículos sobre unos vientos de dirección constante que soplan sobre la tierra y provocan en los cristales de hielo un ángulo específico de inclinación mediante el cual, incluso en tiempo nebuloso, es posible detectar los cuatro puntos cardinales. Cómo otra brisa, apenas apreciable, que se mueve a una altitud superior, ofrece, en medio de la niebla, una frescura en un lado de la cara. Cómo la conciencia subliminal registra incluso la luz que, en condiciones normales, es inapreciable. Existe una teoría que sostiene que el cerebro humano en las zonas árticas es capaz de registrar la fuerte turbulencia electromagnética del Polo Norte magnético, que se encuentra cerca de Bucha Felix.

Ponencias orales sobre la experiencia musical.

Mi único hermano espiritual es Newton. Me conmovió mucho cuando, en la universidad, nos presentaron el pasaje del primer libro de sus Principia Mathemathica en el que Newton inclina un cubo con agua y utiliza la superficie del líquido para demostrar que, dentro y alrededor de la Tierra rotatoria y el Sol giratorio, y las bailantes estrellas fijas que hacen imposible hallar un punto fijo de partida, un sistema inicial o un punto de referencia en la vida, está el absolute space, el espacio absoluto, aquello que permanece inmóvil, aquello a lo que podemos agarrarnos.

Hubiera besado a Newton. Más tarde, me desesperaría por la crítica que Ernst Mach hizo del experimento del cubo, crítica que sentó las bases de los trabajos de Einstein. Entonces era más joven e impresionable. Hoy sé que todo lo que hicieron fue demostrar que la argumentación de Newton era deficiente. Cualquier explicación teórica constituye una reducción de la intuición. Nadie ha podido influir sobre la certidumbre, mía y de Newton, del espacio absoluto. No hay nadie capaz de llegar a Qaanaaq con las narices metidas en los escritos de Einstein.


– ¿Qué se imagina usted que ocurrió?

No hay nadie que te deje tan indefenso como aquel que parece favorablemente dispuesto a escuchar.

– No lo sé -digo.

Está muy cerca de ser la verdad.

– ¿Qué quiere que hagamos?

Aquí, a la luz del día, cuando la nieve se ha derretido y la vida sigue por el puente de Knippel y una persona me está hablando, mis objeciones parecen, repentinamente, transparentes. No encuentro la manera de contestarle.

– Repasaré -me dice- el caso de nuevo, desde el primero al último detalle, enfocándolo a partir de lo que usted me ha contado.

Bajamos y es un doble descenso. Allí abajo me aguarda la depresión.

– Tengo el coche aparcado en la esquina -dice.

Y entonces es cuando comete su gran equivocación.

– Le sugiero que, mientras repasemos de nuevo el asunto, retire su queja para que podamos trabajar con tranquilidad. Y por la misma razón, en caso de que los periódicos se pusieran en contacto con usted, debería, pienso, negarse a comentar el asunto con ellos. Y, por lo tanto, dejar de mencionar lo que me ha contado a mí. Remítales a la policía, dígales que siguen trabajando en el caso.

Noto que me ruborizo. Pero no se debe a la timidez. Es la rabia la que se apodera de mí.

No soy perfecta. Prefiero la nieve y el hielo al amor. Me es más fácil interesarme por las matemáticas que amar a mis semejantes. Pero dispongo de un anclaje que me sujeta a la vida, algo que es inamovible. Puede llamársele sentido de la orientación, intuición femenina, o lo que a uno se le antoje. Yo reposo sobre un fundamento y no puedo caer más bajo. Puede ser que no haya sido capaz de ordenar mi vida de la manera más astuta y eficaz del mundo. Sin embargo, siempre me he agarrado, al menos con un dedo, al espacio absoluto.

Por ello, existen unos límites que, por mucho que el mundo dé tumbos, por mucho que se tuerzan las cosas, permiten que me percate antes de que sea demasiado tarde. Ahora sé, sin sombra de duda, que algo va mal.


No tengo permiso de conducir. Y, cuando llevas ropa bonita, hay demasiados parámetros que debes controlar si quieres ir en bici. Controlar el tráfico, mantener la dignidad y sostener con una mano un sombrerito de caza de la boutique Vagn, en Oestergade, sobre la cabeza. Así que casi siempre acabo yendo a pie o tomando el autobús.

Hoy prefiero caminar. Es martes, 21 de diciembre, hace frío y el cielo está despejado. Voy paseando primero hasta la Biblioteca del Instituto Geológico en Oester Voldgade.

Una frase que aprecio mucho es aquel axioma de Dedekind sobre la comprensión lineal. Éste propone, más o menos, que en cualquier punto de una serie de números es posible, dentro de cualquier intervalo, por pequeño que éste sea, encontrar la infinitud. Al buscar en el ordenador de la biblioteca bajo el epígrafe «Sociedad Criolita Danmark», encuentro material suficiente como para poder dedicar un año entero a la lectura.

Me decido por El Oro Blanco. Acaba siendo un libro con destellos. Los trabajadores de la cantera de criolita tienen destellos en los ojos; los patrones que ganan dinero tienen destellos en los ojos; el personal de limpieza groenlandés tiene destellos en los ojos; y los fiordos groenlandeses están llenos de reverberos solares.

Después voy paseando por delante de la estación de Oesterport y por el Strandboulevard. Hasta llegar al número 72 B, donde la Sociedad Criolita Danmark, al lado de la competencia, la Sociedad Criolita Oeresund, tenía quinientos empleados, dos edificios de laboratorios, una nave para la criolita en bruto y una nave para el refino, una cantina y algunos talleres. Ya no quedan más que los raíles del tren, la estación vacía tras el derribo, algunos tinglados y cobertizos y una gran casa roja de ladrillos. Por lo que he leído, sé que los dos grandes yacimientos de criolita cerca de Saqqaq se agotaron definitivamente en los años sesenta y que la sociedad, a partir de entonces, se dedicó a otras actividades.

Lo único que queda ahora es una zona cercada, una vía de acceso y un grupo de obreros con ropas blancas de trabajo que disfrutan de una cerveza de Navidad mientras se preparan para las fiestas que se avecinan.

Una chica emprendedora y simpática se acercaría a ellos y los saludaría a la manera scout, hablándoles en jerga y sacándoles todo tipo de información sobre la señora Lübing y su destino.

Pero carezco de esta desenvoltura. No me gusta dirigirme a extraños. No me gustan los grupos de albañiles daneses. En realidad, no me gusta ningún tipo de hombres en grupo.

Mientras mis pensamientos se han ido deslizando hasta llegar a este punto, he dado toda la vuelta al edificio y los albañiles me han visto y me han hecho gestos para que me acercara. Son caballeros muy educados que han estado empleados en la firma durante treinta años y que ahora tienen la triste tarea de liquidarlo todo y que saben que la señora Lübing todavía está viva y que reside en Frederiksberg y que sale en el listín telefónico y ¿por qué estoy tan interesada en saberlo?

– Una vez me hizo un gran favor -les digo-. Ahora hay algo que me gustaría poderle preguntar.

Asienten con la cabeza y me dicen que la señora Lübing ha hecho favores a mucha gente y que ellos mismos tienen una hija de mi edad y que vuelva cuando quiera.

De camino hacia el Strandboulevard, pienso que, incluso en lo más profundo de la desconfianza más paranoica, se encuentran el espíritu humanitario y el deseo de entrar en contacto con los demás esperando que alguien los despierte.


Nadie que haya vivido alguna vez rodeado de animales en un espacio holgado, puede soportar la visita a un zoológico. Pero en una ocasión llevé a Isaías al Museo de Historia Natural para enseñarle la sala de las focas que allí tienen.

A él le parecieron enfermas. Sin embargo, prestó mucha atención a la maqueta del uro. Volvimos a casa atravesando el parque Faelled.

– ¿Cuántos años decías que tiene? -me pregunta.

– Cuarenta mil años.

– Entonces seguramente morirá pronto.

– Sí, seguramente.

– Cuando tú te mueras, Smila, ¿me darás tu piel?

– De acuerdo -le contesto.

Atravesamos la plaza Trianglen. Es un otoño cálido y el aire está neblinoso.

– Smila, ¿por qué no nos vamos a Groenlandia?

Para mí no tiene sentido ocultar a los niños las verdades ineluctables. Es de suponer que deben criarse para llegar a soportar lo mismo que todos los demás nos vemos obligados a aguantar.

– No -le digo.

– De acuerdo.

Nunca le he prometido nada. No puedo prometerle nada. Nadie puede prometerle nada a nadie.

– Pero podemos leer cosas sobre Groenlandia.

Utiliza la primera persona del plural para la lectura, consciente de que, con su presencia, contribuye tanto o más que yo.

– ¿En qué libro?

– En los Elementos de Euclides…


Cuando llego a casa, se ha hecho de noche. El mecánico está metiendo su bicicleta en el sótano.

Es ancho de espaldas, como un oso, y si se estirara y levantara la cabeza, sería imponente. Sin embargo, mantiene la cabeza baja, quizá con la intención de excusarse por su altura, quizá para evitar los marcos de las puertas de este mundo.

Me cae bien. Siento cierta debilidad por los perdedores. Inválidos, extranjeros, el niño gordo de la clase, aquellos con quienes nunca nadie quiere bailar. Por ellos late mi corazón. Quizá porque siempre he sabido que, al fin y al cabo, no dejo de ser uno de ellos.

Isaías y el mecánico eran amigos. Desde antes de que Isaías aprendiera a hablar el danés. Estoy segura de que no han necesitado mucho las palabras. Un artesano que ha reconocido al otro. Dos personas que, cada uno a su manera, estaban solos en el mundo.

Cuando finalmente ha guardado su bicicleta en el sótano, voy tras él. Tengo un presentimiento acerca del sótano.

Le han adjudicado un trastero doble para que pueda utilizarlo como taller. El suelo es de cemento, el aire es cálido y seco y la estancia está iluminada por una luz eléctrica amarilla e intensa. El limitado espacio del trastero está abarrotado. Una mesa de trabajo se apoya en dos de las paredes. Ruedas y cámaras de aire de bicicletas penden de unos ganchos. Hay una caja de la lechería llena de potenciómetros defectuosos. Un panel de plástico para clavos y tornillos. Un tablero con pequeños alicates para los trabajos de electrónica. Otro tablero con llaves fijas. Nueve metros cuadrados de madera contrachapada con, lo que parece ser, todas las herramientas del mundo. Una hilera de sopletes. Cuatro estanterías con artículos de fontanería, latas de pintura, equipos de música desvencijados, juegos de llaves de tubo, electrodos de soldadura y la serie entera de herramientas eléctricas de la marca Metabo. Apoyadas contra la pared, dos grandes botellas para un soldador autógeno y dos pequeños sopletes cortadores. Además de una lavadora desguazada. Cubos con fungicida. Cuadros de bicicleta. Una bomba de aire que se acciona con el pie.

Son tantos los objetos que parecen esperar la más pequeña perturbación para crear un caos. A nivel estrictamente personal, creo que bastaría con enviarme allí sola para, por ejemplo, encender la luz y desatar tal desorden que, posteriormente, me sería imposible incluso encontrar el interruptor. Pero tal como está ahora, todo se mantiene en su sitio gracias al sentido del orden agudo y funcional de un hombre que quiere estar seguro de poder encontrar lo que necesita.

El lugar es un mundo doble. En la parte superior están la mesa de trabajo, las herramientas y la silla alta de despacho. Debajo de la mesa, se repite el universo en un tamaño reducido a la mitad. Una pequeña tabla de xilógeno con una pequeña sierra de marquetería, un destornillador y un escoplo. Un pequeño taburete. Un banco de trabajo. Una pequeña prensa de tornillo. Una caja de cervezas. Una caja de puros con quizá treinta chapas de Humbrol. Las cosas de Isaías. He estado aquí una vez antes, mientras ellos trabajaban. El mecánico sentado en la silla, inclinado sobre una lupa sujetada por un soporte, Isaías en el suelo, en pantalón corto, ajeno a este mundo. Había estaño y resina de epoxi en el aire. Y algo más, algo más fuerte: una concentración total que les hacía olvidarse de sí mismos. Permanecí allí de pie durante quizá diez minutos. En ningún momento levantaron la mirada.

Isaías no estaba preparado para el invierno danés. Sólo ocasionalmente Juliana se sobreponía a sí misma y lo vestía con la ropa necesaria. Cuando ya hacía medio año que lo conocía, Isaías sufrió una otitis aguda que le duró dos meses. Cuando salió de la estupefacción provocada por la penicilina, estaba casi sordo. Desde entonces, siempre me ponía frente a él durante nuestras lecturas para que pudiera seguir los movimientos de mis labios. En el mecánico encontró a una persona con quien poder hablar sin necesidad de utilizar las palabras.

Hace días que llevo algo en el bolsillo de mi abrigo porque he estado esperando este encuentro. Ahora se lo muestro.

– ¿Qué es esto?

Es la ventosa que he cogido de la habitación de Isaías.

– Una ventosa. Los vidrieros la utilizan para transportar grandes cristales.

Saco las cosas de la caja de cerveza. Hay varios trozos de madera tallada. Un arpón, un hacha. Un barco tallado en una madera dura, heterogénea, tal vez madera de peral. Es un umiaq * Ha sido pulido previamente por fuera y vaciado con una gubia. Un trabajo largo, laborioso y minucioso. Además, un coche con perfiles de aluminio curvados y pegados con cola, sacados de una lámina finísima. Trozos de vidrio bruto, coloreado, que han sido previamente fundidos y estirados sobre una llama de gas. Varias monturas de gafas. Un walkman. La tapa ha desaparecido pero ha sido artificiosamente reparada y sustituida por una placa de plexiglás sujetada por pequeñas bisagras atornilladas. También hay un pequeño estuche de plástico cosido a mano. Muestra signos de tratarse de un proyecto común entre un niño y un adulto. También encuentro un montón de casetes.

– ¿Dónde está su cuchillo?

Se encoge de hombros. Poco después se aleja con pasos lentos. Es el amiguito de cien kilos de todo el mundo y, también, uña y carne con el portero. Tiene la llave de los sótanos y puede entrar y salir cómo y cuándo le plazca.

Cojo el pequeño taburete y me siento al lado de la puerta, desde donde puedo abarcar toda la habitación con la vista.

En el internado teníamos cada uno un armario de treinta por cincuenta centímetros. Con cerradura. Y para ésta, el propietario tenía una llave. Todos los demás la abrían con un peine de acero.

Existe una concepción muy extendida según la cual los niños son transparentes y la verdad de su ser más profundo se filtra por sus poros. Es totalmente erróneo. No hay nadie que sea tan encubridor como un niño y, por otro lado, no hay nadie que lo necesite tanto como un niño. Viene a ser su respuesta a un mundo que constantemente se acerca a él con un abrelatas, pretendiendo abrirlo y ver lo que tiene dentro, con el fin de valorar si sería mejor sustituir el contenido por una conserva más corriente y vulgar.

La primera necesidad que se me desarrolló en el internado, además del hambre permanente, que nunca era saciada por completo, fue la necesidad de paz y tranquilidad. Nunca hay paz en un dormitorio, y el deseo es, en consecuencia, aplazado. Se convierte en la necesidad del escondite, del cuarto secreto.

Intento imaginarme la situación de Isaías, los lugares a los que acudía. El piso, el bloque, el parvulario, el terraplén. Lugares que nunca podrán ser registrados completamente. Por lo que me limito a lo que tengo delante.

Examino el cuarto. Minuciosamente. Sin encontrar nada. Nada que no sea el recuerdo de Isaías. Entonces intento evocar el cuarto, tal como lo vi las dos últimas veces que estuve aquí, hace ya mucho tiempo.

Quizá lleve media hora sentada, cuando, de repente, aparece. Hace medio año, el edificio fue examinado porque detectaron hongos. La compañía de seguros vino con un perro entrenado para localizarlos mediante el olfato. Encontró dos micelios de poca importancia. Fueron retirados y, posteriormente, marcaron el área afectada. Uno de los lugares en los que trabajaron fue precisamente este cuarto. Abrieron el muro a la altura de un metro. Volvieron a construirlo, pero todavía no lo han enyesado, tal como está el resto de la pared. Debajo de la mesa de trabajo, en la sombra, hay un cuadrado sin rebozar de seis por seis ladrillos.

Y aun así, estoy a punto de no encontrarlo. Debió de esperar fuera mientras los albañiles terminaban su trabajo. Entonces seguramente entró mientras el mortero todavía estaba húmedo y empujó uno de los ladrillos un poco hacia adentro. Y entonces debió de esperar un momento, colocándolo de nuevo en su sitio. Este proceso lo debió de repetir muchas veces hasta secarse el mortero. Tranquilamente, durante toda la tarde, con unos intervalos de un cuarto de hora, debió de haberse dejado caer por el sótano con el fin de mover el ladrillo un centímetro. Me imagino la escena. Es imposible introducir la hoja de un cuchillo entre el ladrillo y el mortero. Pero al hacer presión contra la piedra, ésta se mueve hacia dentro. En un primer momento, no puedo entender cómo ha logrado sacarla, porque es imposible agarrarla. Entonces saco la ventosa y la miro atentamente. No puedo empujar la piedra hacia atrás porque, entonces, lo único que pasaría sería que ésta se caería en la cavidad entre los dos muros. Pero al colocar el disco negro de goma en la piedra y girar la manivela para crear un vacío, la piedra sale hacia mí sin gran resistencia. Una vez extraída, entiendo el porqué. En su parte trasera, Isaías ha clavado un pequeño clavo. Alrededor de éste ha enrollado un fino cordel de nailon. Encima del clavo y el cordel, ha depositado una gota de Araldit que ahora se ha hecho durísima. El cordel se pierde hacia el interior de la cavidad. Al final del cordel, hay atada una caja plana de puros que dos gomas elásticas a su alrededor mantienen cerrada. Todo es como un poema de ingenio técnico.

Introduzco la caja en el bolsillo de mi abrigo y vuelvo a colocar la piedra en su sitio.


La caballerosidad es un arquetipo. Cuando llegué a Dinamarca, las autoridades del distrito de Copenhague reunieron en un aula a los niños que debían aprender el danés en la escuela de Rugmarken, cerca de las barracas para inmigrantes de la Asistencia Social en Sundby, en el barrio de Amager. Yo me sentaba al lado de un niño que se llamaba Baral. Yo tenía siete años y llevaba el pelo corto. En los recreos, solía jugar a la pelota con los niños. Después de unos tres meses, repasamos una lección en la que teníamos que decir los nombres de los demás.

– ¿Y quién está a tu lado, Baral? ¿Cómo se llama?

– Él se llama Smila.

– Ella se llama Smila. Smila es una niña.

Me miró con sorpresa muda. Después de que se hubiera disipado el primer susto y durante el resto del medio año que nos quedaba en la escuela, sólo hubo, en realidad, un cambio constitutivo en su comportamiento hacia mí. Fue demostrando progresivamente una agradable y educada complacencia hacia mi persona.

También la encontré en Isaías. A veces cambiaba repentinamente del groenlandés al danés sólo para poder tratarme de «usted», una vez había entendido la muestra de respeto que conlleva la expresión. Durante los últimos tres meses en los que la autodestrucción de Juliana se incrementó haciéndose más metódica que antes, ocurría que Isaías no quería volver a su casa por la noche.

– ¿Cree usted -decía entonces- que podría quedarme a dormir en su casa?

Después de bañarlo, solía ponerlo de pie encima de la tapa del retrete mientras lo untaba de crema. Desde allí, podía verse la cara en el espejo, que se contraía husmeando desconfiadamente el aroma a rosas de la crema de noche Elizabeth Arden.

No ha ocurrido nunca, mientras estuviera despierto, que me tocara. Nunca me cogió la mano, nunca me hizo una sola caricia y nunca las pidió para él. Sin embargo, durante la noche, solía darse la vuelta y acercarse a mí, profundamente dormido, permaneciendo allí, a mi lado, durante algunos minutos. Contra mi piel, tenía una diminuta erección que iba y venía, iba y venía, como un guiñol.

Durante esas noches, mi sueño solía ser ligero. Me despertaba con cualquier cambio en su rápida y entrecortada respiración. A menudo, simplemente permanecía pensando en que el aire que yo entonces inhalaba, era el que él había exhalado.