"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)

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Parece tener unos cuarenta y tantos, pero tiene veinte años más. Lleva ropa deportiva de color negro, zapatos de golf claveteados, una gorra de béisbol americano y guantes sin dedos. De un bolsillo del pecho saca una pequeña botella de jarabe que vacía en un movimiento acostumbrado, apenas perceptible y extremadamente discreto. Es propranolol, un betabloqueante que disminuye las pulsaciones del corazón. Abre una de sus manos y la mira. Es grande, blanca y cuidada, y totalmente tranquila. Escoge un palo del número uno, un driver, taylormade, con una cabeza de palosanto pulida en forma de campana. Lo acerca a la pelota y después lo levanta. Cuando, finalmente, golpea, tiene toda su fuerza, todos sus ochenta y cinco kilos concentrados en un único punto del tamaño de un sello, y la pequeña pelota amarilla parece diluirse y desaparecer. Vuelve a aparecer al aterrizar sobre el green, al borde del jardín, donde, obediente, se posa cerca de la banderilla.

– Pelotas Cayman -dice-. De McGregor. Antes solía tener problemas con los vecinos. Estas, en cambio, sólo hacen la mitad de recorrido.

Es mi padre. Esta exhibición ha sido en mi honor, y me resulta fácil desenmascararla, descubriendo su verdadero significado: la súplica de un niño pequeño que ruega le sea concedido un poco de amor. Algo que no pienso, ni por un segundo, hacer.

Desde la perspectiva de mi situación, la población entera de Dinamarca es de clase media. Los verdaderamente pobres y los verdaderamente ricos son tan pocos que pueden considerarse exóticos.

Tengo la gran suerte de conocer un número considerable de pobres, ya que una gran mayoría de ellos son groenlandeses.

Al grupo reducido de los realmente ricos, pertenece mi padre.

Es propietario de un Swan de veinte metros de eslora en el puerto de Rungsted, con una tripulación fija de tres personas. Posee su propia islita en la entrada del fiordo de Ise, a la que puede retirarse siempre que quiera y donde tiene su casa auténticamente noruega, hecha de gruesos troncos de madera. A los posibles turistas indeseados, siempre les puede decir que desaparezcan, ahora ya, inmediatamente. Es uno de los pocos daneses que posee un Bugatti, además de un empleado que lo pule y calienta la grasa sólida de los rodamientos con un mechero Bunsen las dos veces al año que se presenta a la carrera de coches antiguos, organizada por el Club Bugatti. El resto del tiempo, se conforma con poner en el tocadiscos, de vez en cuando, el disco editado por el club, en el que puede escuchar cómo arrancan con manivela uno de esos maravillosos automóviles, cómo lo acarician y le dan gas.

También tiene esta casa, blanca como la nieve y adornada con conchas de cemento revocadas en blanco, con tejado de pizarra natural y una escalera de caracol que llega hasta la entrada. Con rosales en el jardín delantero, que cae abruptamente hacia el Strandboulevard, y un jardín trasero, tan grande que ha podido instalar un campo de entrenamiento de nueve hoyos, lo que resulta un poco justito, aunque aceptable, gracias a las nuevas pelotas.

Ha amasado su fortuna poniendo inyecciones.

Nunca ha sido un hombre que dejara correr información sobre sí mismo. Pero aquel que esté interesado puede consultar el Libro Azul y verá que fue jefe médico a los treinta años, que se le concedió la primera cátedra en anestesiología creada en Dinamarca y que, cinco años más tarde, abandonó los hospitales con el fin de consagrarse, como suelen decir en este tipo de publicaciones, a su propia clientela. Más tarde, empezó a viajar con su fama. No de cualquier manera, sino en jets privados. Ha puesto inyecciones a los grandes. Él fue quien se hizo cargo de la anestesia durante las operaciones precursoras del trasplante de corazón en Sudáfrica. Estuvo con la delegación americana en la Unión Soviética cuando murió Bréznev. He oído decir que fue mi padre quien, haciendo juegos malabares con sus largas cánulas, postergó su muerte durante las últimas semanas.

Parece un estibador y cuida con discreción tal apariencia, dejándose crecer la barba de vez en cuando. Una barba que ahora es gris pero que, en su día, fue de un negro azulado que exigía todavía dos afeitados diarios con navaja para que resultara saludable.

Sus manos tienen una seguridad absoluta. Con ellas puede atravesar el costado con una cánula de ciento cincuenta milímetros, llegar hasta el retoperitoneo a través de los profundos músculos dorsales y alcanzar la aorta. Entonces, mediante unos suaves golpecitos en la gran arteria, es capaz de asegurarse de que ha llegado a su destino y acto seguido rodearla, para depositar una cantidad de lidocaína a lo largo del gran plexo nervioso. El sistema nervioso central controla el tono de las arterias. Tiene la teoría de que es posible, mediante este bloque, remediar la insuficiencia circulatoria en las piernas de los ricos obesos.

Mientras pone la inyección está tan concentrado como pueda estarlo un hombre. No piensa en otra cosa, ni tan siquiera en la factura de diez mil coronas que su secretaria está extendiendo y que vence antes del 1 de enero y feliz Navidad y próspero Año Nuevo y el siguiente, por favor.

Durante los últimos veinticinco años ha estado entre los doscientos jugadores de golf que luchan por conseguir las últimas cincuenta eurocards. Convive con una bailarina de ballet clásico que tiene trece años menos que yo y que no hace otra cosa que mirarlo, como si sólo viviera para que él se decidiera, por fin, a arrancarle el tutú y las zapatillas de ballet.

Evidentemente, mi padre es un hombre que posee todo aquello que se puede palpar en este mundo. Y, de hecho, es lo que se esfuerza en mostrarme aquí, en su campo de golf. Que tiene todo lo que el corazón pueda desear. Ni siquiera el betabloqueante que ha tomado durante los últimos diez años para conseguir un pulso perfecto le ha producido apenas efectos secundarios.

Paseamos alrededor de la casa por los senderos de gravilla rastrillados, cuyos márgenes repasa el jardinero Soerensen con unas tijeras de peluquero durante los meses de verano, con lo que eso significa de riesgo de cortarte los pies descalzos si no pones cuidado. Llevo una piel de foca sobre un traje de lana bordada con cremallera. Desde lejos parecemos padre e hija, llenos de vitalidad y fuerza. Ya, de cerca, venimos a ser una tragedia banal entre dos generaciones.


El salón tiene el suelo de roble de pantano y marcos de acero inoxidable alrededor de una pared de cristal que da al baño de los pájaros, a los rosales y a la pendiente social que cae hacia el Strandboulevard. Benja está de pie al lado de la chimenea, enfundada en un maillot y gruesos calcetines de lana, estirando los músculos de los pies e ignorándome. Está pálida y bonita y parece una niña traviesa; como una sílfide convertida en una bailarina de strip-tease.

– Brentan -digo.

– ¿Perdona?

Pronuncia cada sílaba, tal como ha aprendido en la escuela del Teatro Real.

– Para los pies, querida. Brentan, contra los hongos que aparecen entre los dedos de los pies. Ahora lo puedes comprar sin receta.

– No son hongos -dice fríamente-. Me parece que no se cogen a mi edad, sino más bien a la tuya.

– También los cogen los menores, querida. Sobre todo la gente que entrena mucho. Y se extienden fácilmente hasta la entrepierna.

Recula gruñendo hasta los aposentos contiguos. Está llena de fuerza bruta pero ha tenido una infancia segura y una carrera meteórica. Todavía no ha experimentado la adversidad que es necesaria para poder desarrollar una psique capaz de recuperarse siempre.

La señora González dispone el té sobre la mesa de centro, un tablero de cristal de setenta milímetros de grosor que descansa sobre un bloque de mármol liso.

– Ha pasado mucho tiempo, Smila.

Me habla un poco sobre sus nuevos cuadros, sobre las memorias que está escribiendo y sobre las piezas que está ensayando en el piano. Intenta evadirse. Preparándose para el impacto del golpe que recibirá cuando yo haya soltado el propósito de mi visita, que nada tiene que ver con él. Se siente agradecido porque dejo que hable. Pero, en realidad, ninguno de los dos nos hacemos ilusiones.

– Háblame de Johannes Loyen -le digo.


Mi padre tenía treinta y pocos años cuando llegó a Groenlandia y conoció a mi madre.

El esquimal polar Aisivak le contó a Knud Rasmussen que, en el comienzo, el mundo sólo estaba habitado por dos hombres, los dos grandes hechiceros. Como ambos deseaban multiplicarse, uno de ellos transformó su cuerpo de tal manera que pudiera dar a luz; y, más tarde, tuvieron muchos hijos.

En los años sesenta del siglo pasado, el catequista groenlandés Hanseeraq registró en el diario de la Hermandad, Diarium FriedrichstaL varios casos de mujeres que cazaban como hombres. Hay ejemplos de ello en la compilación de leyendas de Rink y en Las Noticias de Groenlandia. Supongo que nunca ha sido corriente, pero se han dado algunos casos. Por un superávit de mujeres, de muertos y de miseria; por el reconocimiento natural en Groenlandia de que cada uno de los dos sexos encierra en sí la posibilidad del contrario.

Por regla general, las mujeres han tenido que vestirse como hombres, han tenido que renunciar a su vida en familia. La comunidad ha soportado un cambio de sexo pero, sin embargo, ha sido incapaz de asumir una situación transitoria y cambiante.

El caso de mi madre fue distinto. Ella crió y parió a sus hijos; murmuró sobre sus amigas y limpió pieles. Pero también cazó, navegó en piragua y trajo la carne a casa como un hombre.

Cuando tenía doce años, acompañó a su padre a los hielos en el mes de abril y allí él disparó contra un nuttoq, una foca que tomaba el sol en el hielo. Sin embargo, falló su disparo. Para otros hombres hubiera sido fácil buscar varios motivos que explicaran el error, pero para mi abuelo sólo había uno: que algo irreparable estaba ocurriendo. Se trataba de la lenta calcificación del nervio óptico. Un año más tarde estaba totalmente ciego.

Aquel día de abril, mi madre se quedó allí pensando mientras su padre fue a inspeccionar un sedal. Estuvo rumiando las diferentes posibilidades existentes con respecto al futuro. Como, por ejemplo, aquella ayuda social, que en Groenlandia, todavía hoy en día, está por debajo del nivel de subsistencia y que entonces era una especie de burla no intencionada. También estaba la posibilidad de morir de hambre, algo que, por otro lado, no era un hecho excepcional, o la de una vida arrimada a parientes que tampoco eran capaces de sostenerse a sí mismos.

Cuando la foca volvió a salir del agua, disparó y dio en el blanco.

Hasta ese momento, ella había pescado cotos espinosos e hipoglosos y había cazado algunas perdices blancas. A partir de esa primera foca, se convirtió en una cazadora.

Creo que muy raras veces se apartó de su nueva identidad para observarse a sí misma desde fuera. Recuerdo una ocasión en que nos encontrábamos en un campamento de verano en Atikerluk, una montaña que en verano era invadida por los «reyes marinos», por tantos pájaros negros con el pecho blanco que sólo aquel que los ha visto puede hacerse una idea de su cantidad. Supera lo mensurable.

Habíamos llegado del norte, donde habíamos cazado narvales desde pequeñas balandras impulsadas por motores diésel. Un día cazamos ocho piezas. En parte, porque el hielo los había encerrado en un área limitada. En parte, porque los tres barcos perdieron el contacto entre sí. Ocho narvales representaban demasiada carne, incluso si se destina a comida para perros. Demasiada carne.

Una de las ballenas era una hembra preñada. El pezón se encuentra justo encima de la abertura genital. Cuando mi madre, de un sólo tajo, abrió la cavidad abdominal para sacar las vísceras, una cría de un metro y medio, blanca como los ángeles y totalmente desarrollada, se deslizó desde las entrañas de su madre hasta caer sobre el hielo.

Durante cerca de cuatro horas, los cazadores permanecieron casi mudos, observando el sol de medianoche que en esta estación del año hace que la luz sea interminable, mientras comían mattak, piel de ballena. Yo no fui capaz de llevarme nada a la boca.

Una semana más tarde nos encontrábamos en la montaña de las aves y, desde hacía un día, no habíamos comido nada. La técnica consiste en desaparecer en el paisaje, esperar y cazar las grandes aves con una red. En mi segundo intento, cacé tres.

Eran hembras que volvían al nido donde estaban sus crías. Suelen empollar en las laderas abruptas, donde los polluelos hacen un ruido infernal. Las madres guardan los gusanos que encuentran en una especie de bolsa en el pico. Los matas apretándoles el corazón. Yo tenía tres pájaros.

Hubo tantas situaciones como ésta antes, tantos pájaros muertos, asados en barro y comidos; tantos, que ni siquiera puedo recordarlos todos. Y a pesar de ello, súbitamente, sus ojos me parecieron túneles al fondo de los cuales sus crías esperaban. Los ojos de estas crías eran túneles también, al final de los cuales se encontraba la cría del narval cuya mirada me transportaba hacia dentro y me hacía desaparecer en la nada. Lentamente le di la vuelta a la raqueta y, con una corta explosión de ruido, las aves se elevaron en el aire.

Mi madre está sentada a mi lado, en silencio. Y me mira como si hubiera algo en mí que viera por primera vez.

No sé qué me detuvo. La compasión no es una virtud en el ártico, más bien es considerada como una especie de insensibilidad, una falta de sentimiento por los animales, por el medio ambiente, por las circunstancias y el carácter apremiante de la necesidad.

– Smila -me dice-, te he llevado en amaat.

Estamos en el mes de mayo y su piel es de un tono oscuro y un resplandor profundo, como una docena de capas de barniz. Lleva pendientes dorados y una cadena con dos cruces y un áncora. Ha recogido su pelo en un moño en la nuca y es grande y hermosa. Incluso ahora, cuando pienso en ella, sigue siendo la mujer más bella que he visto en mi vida.

Debo de tener unos cinco años. No sé exactamente lo que pretende decirme con estas palabras, pero es la primera vez que entiendo que somos del mismo sexo.

– Sin embargo -dice-, soy fuerte como un hombre.

Lleva una camisa de algodón a cuadros rojos y negros. Se sube una de las mangas y me muestra su antebrazo, que es ancho y recio como una pagaya. Entonces se desabrocha lentamente la camisa. Ven, Smila, me dice quedamente. Nunca me besa y pocas veces me toca. Pero en momentos de gran intimidad deja que beba su leche, que sigue estando allí, detrás de la piel, de la misma manera que lo está la sangre. Abre sus piernas para que yo pueda sentarme entre ellas. Como los demás cazadores, lleva pantalones de piel de oso que sólo se curten de una manera superficial. Le encanta la ceniza, a veces se la come directamente de la hoguera y se unta con ella bajo los ojos. Me introduzco en este aroma de carbón quemado y piel de oso hasta llegar a sus pechos, de un blanco resplandeciente con una gran aureola rosa pálido. Allí bebo immuk, la leche de mi madre.

Posteriormente, intentó explicarme una vez cómo, en un solo mes, podían llegar a reunirse más de tres mil narvales en un mismo estrecho en plena ebullición de vida. Al mes siguiente, acaban cercados por el hielo y mueren de frío. Cómo, en los meses de mayo y junio, hay tantos reyes marinos que tiñen las rocas de negro. Y cómo, un mes después, han muerto de hambre medio millón de aves. A su manera, quiso darme a entender que, tras la vida de los animales árticos, siempre ha estado latente la fluctuación extrema de las poblaciones. Y que, en estos movimientos, lo que nosotros tomamos, supone menos que nada.

La entendí, entendí cada una de sus palabras. Entonces y después. Pero no cambió nada. Al año siguiente, el año anterior al que ella desapareció, empecé a sentir náuseas cada vez que pescaba. Tenía entonces cerca de seis años. No era lo suficientemente mayor como para preguntarme por qué. Pero era suficientemente mayor como para entender que se trataba de una especie de distanciamiento de la naturaleza. Que una parte de ella había dejado de estar a mi alcance de la manera natural en que lo había estado antes. Quizá fue entonces cuando empecé a sentir deseos de entender el hielo. Querer entender es intentar reconquistar algo que hemos perdido.


– El profesor Loyen…

Pronuncia el nombre armado con el interés y el respeto con el que un brontosaurio siempre ha considerado a otro de su especie.

– Un hombre muy competente.

Desliza la blanca palma de su mano derecha por su mejilla y mentón. Se trata de un movimiento harto estudiado que produce un sonido semejante a cuando se escofina una madera que el mar ha arrojado en la playa.

– Es el creador del Instituto de Medicina Artica.

– ¿Cuál es su interés por la patología? Se ha dejado nombrar médico forense para Groenlandia.

– En principio era patólogo. Pero, de todas formas, no deja escapar nada que le reporte algunos méritos. Debe de creer que esto le promocionará en la profesión.

– ¿Qué le mueve?

Ahora se hace una pausa. Mi padre se ha movido prácticamente toda su vida con la cabeza debajo del brazo. En su vejez, en cambio, parece muy interesado por los móviles de la gente.

– En mi generación, hay tres tipos de médicos. Están aquellos que se quedan en médicos adjuntos o acaban teniendo su consulta privada. Hay gente excelente entre ellos. Luego están aquellos que consiguen acabar su tesis doctoral, lo cual constituye la condición arbitraria, ridícula y deficiente para poder impulsarse hacia arriba en el sistema. Éstos suelen acabar de jefes de servicio. Son pequeños monarcas en las pequeñas comunidades locales de la medicina. Finalmente está el tercer tipo. Esos somos nosotros, los que hemos subido e incluso superado el techo.

Lo dice sin rastro de ironía. Mi padre sería muy capaz de declarar, con toda la seriedad del mundo, que uno de sus problemas es justamente que su autoestima no es ni la mitad de grande de lo que debería ser en relación con lo que verdaderamente se merece.

– Esas últimas brazadas exigen una fuerza especial. Un deseo vehemente, una ambición. Por el dinero. O por el poder. O, quizá, por el conocimiento. En la historia de la medicina, esa aspiración siempre ha estado simbolizada por el fuego. La llama perpetua del alquimista bajo la retorta.

Fija su mirada en algún punto invisible delante de él, como si tuviera la cánula en la mano, como si ésta estuviera a punto de llegar a su destino.

– Loyen -añade- sólo ha deseado una cosa desde sus tiempos de estudiante. Comparado con ella, todas las demás cosas son insignificantes. Siempre ha deseado que se reconociera que era el más brillante dentro de su campo. No sólo el más brillante de Dinamarca, entre sus colegas provincianos, sino el más brillante en el universo entero. Su ambición profesional es el fuego perpetuo que alumbra su interior. Y no se trata de una llama de gas, no. Es una hoguera de San Juan.


No sé cómo se conocieron mis padres. Sé que él llegó a Groenlandia porque este país tan hospitalario siempre ha sido un importante campo de operaciones para los experimentos científicos. Mi padre estaba desarrollando una nueva técnica para el tratamiento de la neuralgia del trigémino, inflamación del nervio sensitivo de la cara. Anteriormente, había conseguido aliviarla matando el nervio con inyecciones de alcohol, lo que conllevaba una parálisis parcial del rostro y una pérdida de sensibilidad en un lado de la musculatura bucal, el llamado «labio descolgado», que incluso puede darse en las mejores y más ricas familias, motivo que llevó a mi padre a interesarse por su curación. En el norte de Groenlandia abundaban los casos de esta enfermedad. Había ido a Groenlandia con el fin de tratarla con su nueva técnica, una desnaturalización térmica parcial del nervio sensitivo.

Hay fotografías suyas. Embutido en sus botas Kastinger y su traje térmico de plumón, con un pico para el hielo y gafas de sol, delante de la casa que pusieron a su disposición. Con una mano apoyada en el hombro de cada uno de los dos hombres pequeños de piel oscura que le hicieron de intérpretes.

Para él, el norte de Groenlandia era realmente la Tule postrera. Ni por un segundo había imaginado que se quedaría más del mes necesario en aquel desierto de hielo azotado por el viento, donde, para más inri, era imposible encontrar un campo de golf.

Una puede hacerse una somera idea de la energía incandescente que surgió entre él y mi madre considerando que permaneció allí tres años. Intentó que ella se mudara a la base, pero ella lo rechazó, negándose en redondo. Como para todos los que han nacido en el norte de Groenlandia, para mi madre cualquier asomo de encierro era insoportable. Entonces él la siguió a ella hasta las barracas de madera contrachapada y ondulada construidas cuando los americanos desterraron a los esquimales de la zona en la que hoy se encuentra la base. Sigo preguntándome, todavía hoy, cómo fue capaz de soportarlo. Naturalmente la respuesta es que mientras ella viviera, él habría dejado sus palos de golf atrás para seguirla, aunque fuera para ir directamente al negro y chamuscado infierno central.

«Tuvieron», se dice de la gente que tiene hijos. En este caso, no sería correcto utilizar esta expresión. Yo diría que mi madre nos tuvo a mi hermano pequeño y a mí. Fuera de este cuadro, presente pero sin poder llegar a formar enteramente parte de él, peligroso como un oso, atrapado en un país que odiaba, por un amor que no entendía pero del que, sin embargo, estaba preso y sobre el que no parecía poder influir lo más mínimo, se encontraba mi padre, el hombre de las cánulas y las manos seguras, el jugador de golf, Moritz Jaspersen.

Se fue cuando yo tenía tres años. O mejor dicho, lo expulsó de allí su propio ser. En lo más profundo de cualquier enamoramiento ciego e insensato crece el odio hacia el amado, que posee la única llave existente de la felicidad propia. Como ya he mencionado antes, yo sólo tenía tres años, pero todavía me acuerdo de la manera en que se marchó. Se fue en un estado de rabia efervescente, contenida, furiosa y maldita. Como forma de energía, sólo fue superada por la añoranza que lo arrojó de nuevo al lado de mi madre. Estaba enganchado a mi madre con una goma que era invisible para el resto del mundo, pero que poseía el efecto y la realidad física de una correa de transmisión.

Mientras estuvo en Groenlandia no trató mucho con nosotros, sus hijos. De mis primeros seis años de vida, lo único que recuerdo de él son sus huellas. El aroma del tabaco Latakia que fumaba. El autoclave en el que esterilizaba sus instrumentos. El interés que despertaba cuando, a veces, se calzaba sus zapatos claveteados de golf y salía a golpear todo un cubo de pelotas de golf por el hielo virgen. Y, finalmente, la atmósfera que traía consigo, que era, en definitiva, la suma de los sentimientos que abrigaba por mi madre. Un calor tan tranquilizador como el que podía esperarse encontrar en un reactor nuclear.

¿Cuál era el papel de mi madre en todo ello? No tengo la menor idea y nunca llegaré a saberlo. Los que entienden de estos temas dicen que para que una relación de amor realmente naufrague y se rompa en mil pedazos, las dos partes implicadas deben haberse ayudado mutuamente desde el comienzo. Es posible. Como todos los seres humanos, desde que tenía siete años, he pintado falsamente mi infancia de un color de rosa subido, y supongo que parte del tinte también ha acabado por salpicar a mi madre. Pero, de todos modos, fue ella quien se quedó donde estaba, calando redes y trenzando mis cabellos. Ella estuvo allí, grande y presente, mientras Moritz, con sus palos de golf, su barba de tres días y sus cánulas, pendulaba entre los dos polos extremos de su amor; la fusión total y el abismo de todo el Atlántico Norte entre él y su amada.


Quien cae al agua en Groenlandia nunca vuelve a subir a la superficie. El mar tiene una temperatura inferior incluso a los 4 °C bajo cero y, a esa temperatura, todos los procesos de descomposición se detienen. Ésta es la razón por la que no se produce la fermentación del contenido del estómago, mientras que los mares de Dinamarca ofrecen a los suicidas un impulso ascensional renovado que los transporta hasta las costas.

Aun así, encontraron los restos de su piragua y de ellos dedujeron que había sido una morsa. Las morsas son imprevisibles. Pueden ser muy impresionables y espantadizas. Pero si llegan al sur en un otoño con poco pescado en las aguas, se convierten en uno de los más rápidos y concienzudos asesinos del gran mar. Con sus dos colmillos, son capaces de romper la escora de cemento de una embarcación. Una vez vi cómo unos cazadores acercaban un abadejo a una morsa que habían cazado viva. Sus labios se juntaron en un beso rosado que succionó la carne directamente de los huesos del pez.

– Sería maravilloso que vinieras a pasar la Nochebuena con nosotros, Smila.

– La Navidad no significa nada para mí.

– ¿Te parece bonito que tu padre se quede solo?

Éste es uno de los aspectos más fatigosos de Moritz y que ha llegado a desarrollar con los años: la mezcla de perfidia y sentimentalismo.

– ¿Y si intentaras ir al Hogar de Hombres?

Me he levantado de la silla y él viene ahora hacia mí.

– No tienes corazón, Smila. Y ésa es la razón por la que nunca has podido retener a un hombre.

Está todo lo cerca del llanto que puede permitirse.

– Papá -le digo-. Escríbeme una receta.

Cambia de estado de ánimo inmediatamente, tal como solía hacerlo con mi madre: de sentirse ofendido a estar solícito.

– ¿Estás enferma, Smila?

– Mucho. Pero con este trozo de papel podrás salvarme la vida y mantener tu juramento médico. Que sea de cinco cifras.

Se resiste, al fin y al cabo se trata de la sangre de su sangre que está cercando sus órganos vitales, la cartera y el talonario.

Me pongo mi abrigo de piel. Benja no sale a despedirse. En la puerta, me tiende el cheque. Sabe que este conducto es su única línea de comunicación con mi vida. Pero también éste teme perderlo.

– ¿No quieres que Fernando te lleve a casa en coche?

Entonces, súbitamente, le viene algo a la mente.

– Smila -grita-, ¿no estarás pensando en marcharte?

Entre los dos sólo hay un trozo de césped cubierto por la nieve. Podía haber sido el Indlandsis.

– Hay algo que perturba mi conciencia -le digo-. Me va a costar dinero subsanarlo.

– Entonces -replica, más para sus adentros-, me temo que este cheque no va a ser suficiente.

De ese modo él es quien dice la última palabra. Es imposible ganarle siempre.