"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)II1Se puede intentar ocultar una depresión de varias maneras. Por ejemplo, pueden escucharse las obras para órgano de Bach en la iglesia del Redentor. Puede depositarse una raya de buen humor en polvo sobre un espejo de bolsillo con una hoja de afeitar y esnifarla con una pajita. Se puede pedir ayuda a gritos. Y puede hacerse por teléfono, para, de esta manera, estar segura de que lo ha oído quien debía. Éste es el modelo europeo: confiar en salirse de los problemas mediante la acción. Yo elijo el camino groenlandés. Éste consiste en refugiarse en el humor negro. En colocar la derrota bajo el microscopio y recrearse en su imagen. Cuando las cosas están verdaderamente mal, como ahora, veo un túnel negro ante mis ojos. Me dirijo hacia él. Me desprendo de mis ropas caras, de la ropa interior, de mi casco de seguridad y de mi pasaporte danés y me introduzco en la oscuridad. Sé que surgirá un tren del túnel. Una locomotora de vapor forrada de plomo que transporta estroncio 90. Voy a su encuentro. Puedo hacerlo porque tengo treinta y siete años. Sé que allí, en el túnel, bajo las ruedas, entre las traviesas, hay un pequeño punto de luz. Es la mañana de Nochebuena. En los últimos días, me he ido desligando del mundo gradualmente. Ahora me preparo para el descenso final. Que tiene que llegar. Porque me he dejado coaccionar por Ravn. Porque le estoy fallando a Isaías, porque lo he abandonado. Porque no consigo alejar a mi padre de mis pensamientos. Porque no sé qué decirle al mecánico. Porque es como si no aprendiera nunca. Me he preparado, obviando el desayuno. Adelantaré la confrontación. He cerrado la puerta con llave. Me siento en el sillón grande. Y convoco al mal humor: aquí está Smila. Hambrienta. Cargada de deudas. El día de Nochebuena. Un día en que todos los demás tienen a sus familias. A sus novios. A sus periquitos. En el que los demás se tienen los unos a los otros. Es efectivo. Ya me encuentro delante del túnel. Una mujer de mediana edad. Fracasada. Abandonada. Llaman a la puerta. Es el mecánico. Lo sé por la manera en que llama a la puerta. Cautelosamente, a tientas, como si el timbre estuviera atornillado directamente en el cráneo de una anciana a quien no quisiera molestar. No lo he vuelto a ver desde el entierro. No he querido molestar. No he querido pensar en él. Salgo y desconecto la clavija. Me vuelvo a sentar. Realizo un revelado interno de las imágenes de la segunda vez que me escapé y Moritz me vino a buscar a Tule. Estábamos de pie sobre las plataformas de cemento por las que se recorren los últimos veinte metros hasta llegar al avión. Mi tía gemía y lloraba. Inspiré todo el aire que pude. Pensé que de esta manera conseguiría llevarme el aire claro, seco y dulzón hasta Dinamarca. Llaman a la puerta de la cocina. Es Juliana. Se arrodilla y grita a través de la ranura del buzón del correo. – Smila, he mezclado pasta de pescado. – Déjame en paz. Ella se ofende. – La echaré por la ranura de tu puerta. Antes de subirnos al avión, mi tía me dio un par de Suena el teléfono. – Hay algo de lo que me gustaría hablar con usted. Es la voz de Elsa Lübing. – Lo siento -le digo-. Cuénteselo a otra persona. No eche margaritas a los cerdos. Arranco el cable de la pared. Empiezo a sentirme atraída intermitentemente por la celda de aislamiento de Ravn. Es uno de aquellos días en los que no puede evitarse que lo próximo sea que alguien llame a las ventanas. En un cuarto piso. Llaman a mi ventana. Fuera, hay un hombre vestido de verde. Abro la ventana. – Soy el limpiacristales. Sólo quería advertirle. Para que no se le ocurra desnudarse. Me sonríe con una sonrisa amplísima. Como si limpiara cristales metiéndose todo un entrepaño en la boca. – ¿Qué coño quiere decir? ¿Está insinuando que no tiene ganas de verme desnuda? Su sonrisa se marchita. Aprieta un botón y la plataforma sobre la que está de pie lo hace desaparecer de mi vista. – ¡No quiero que me limpies las ventanas! -le grito-. De todos modos, a mi edad apenas puedo ver a través de ellas. Durante los primeros años en Dinamarca no le hablaba a Moritz. Solíamos cenar juntos. Así lo había exigido él. Sin mediar palabra, nos sentábamos uno delante del otro, tiesos en las sillas, mientras el ama de llaves de turno servía platos siempre distintos. La señora Mikkelsen, Dagny, la señorita. Holm, Boline Hsu. Albóndigas, conejo a la crema, verduras japonesas, espaguetis húngaros. Sin intercambiar ni una sola palabra. Cuando alguien habla de lo rápido que olvidan los niños, lo rápido que perdonan, lo sensibles que son, dejo que me entre por un oído y me salga por el otro. Los niños son capaces de recordar, de sentir rencor y guardárselo y tratar a las personas que no les gustan con extrema frialdad. Creo que tenía alrededor de doce años cuando entendí, aunque sólo ligeramente, la razón por la cual me habían traído a Dinamarca. Me había escapado de Charlottenlund. Estaba haciendo autostop hacia el oeste. Había oído decir que si se iba hacia el oeste, tarde o temprano se llegaba a Jutlandia. En Jutlandia estaba Frederikshavn. Desde allí se podía llegar a Oslo. Desde Oslo salían regularmente barcos mercantes hacia Nuuk. Cerca de Soroe, muy avanzada la tarde, me recogió un guardia forestal. Me llevó a su casa en el bosque, me dio un vaso de leche y un bocadillo y me pidió que esperara un momento. Cuando él llamaba a la policía yo tenía la oreja pegada a la puerta. Fuera del garaje encontré la motocicleta de su hijo. Montada sobre la moto, atravesé los campos labrados. El guardia forestal me siguió pero sus zapatillas de estar por casa se hundieron en el fango. Era invierno. En una curva, cerca de un lago, derrapé, me caí, y mi chaqueta se desgarró; yo me rompí la mano. Desde allí fui dando tumbos durante buena parte de la noche. Me quedé dormida bajo un cobertizo en una parada de autobús. Cuando desperté, estaba sentada sobre una mesa de cocina mientras una mujer desinfectaba mis heridas en el pecho con alcohol puro. Era como sentirse embestida por un martinete. En el hospital me sacaron los trozos de asfalto de la herida y escayolaron los huesos rotos del carpo. Entonces vino Moritz a recogerme. Estaba muy enfadado. Mientras andábamos por el pasillo del hospital, uno al lado del otro, temblaba. Me sujetaba por el brazo. Cuando quiso sacar las llaves del coche de su bolsillo, me soltó y yo me escapé. Me dirigía a Oslo. Pero no estaba en la mejor forma del mundo y él siempre ha sido muy rápido. Los jugadores de golf corren para adquirir la forma necesaria y poder soportar los recorridos en la pista, que, a menudo, son de dos por veinticinco kilómetros si hacen setenta y dos agujeros en dos días. Me agarró prácticamente enseguida. Le tenía preparada una sorpresa. Un escalpelo que había metido en mi gorra en la sala de urgencias. Atraviesan la carne como si fuera mantequilla al sol. Pero, desgraciadamente, mi mano derecha estaba enyesada y sólo le pude desgarrar la palma de la mano. Miró su mano y entonces la levantó para golpearme. Sin embargo, yo había retrocedido unos pasos y acabamos dando vueltas uno alrededor del otro, en medio del aparcamiento. Cuando la violencia física ha estado latente en una relación humana durante largo tiempo, puede llegar a sentirse un cierto alivio en el momento en que finalmente se manifiesta. De repente se irguió. – Te pareces a tu madre -dijo. Y entonces se puso a llorar. En ese mismo instante pude entrever su interior. Cuando mi madre se hundió en las aguas, debió de llevarse algo de Moritz consigo. O peor todavía: parte de su mundo físico debió de ahogarse junto con ella. Allí, en el aparcamiento, en la temprana mañana invernal en la que estuvimos mirándonos mientras su sangre goteaba abriendo un pequeño túnel rojo en la nieve, recordé algo de él. Lo recordé en Groenlandia, antes de que muriera mi madre. Recordé que, en medio de sus cambios acechantes y bruscos de estado de ánimo, había existido una alegría, había ocupado su lugar un apetito vital enorme, probablemente cierto calor. Esa parte de la vida se la había llevado mi madre. Ella había desaparecido, llevándose todos los colores. Desde entonces, Moritz había permanecido encerrado en un mundo en blanco y negro. Me había traído a Dinamarca porque yo era lo único que podía recordarle lo que había perdido. Las personas enamoradas adoran una fotografía. Se postran ante un pañuelo. Hacen un viaje para ver el muro de una casa. Lo que sea, con tal de avivar los rescoldos que les reconfortan y calientan pero que, al mismo tiempo, les consumen. Con Moritz, las cosas estaban peor. Estaba desesperadamente enamorado de alguien cuyas moléculas habían sido absorbidas por el gran vacío. Su amor se agudizó. Y se había aferrado al recuerdo. Yo era ese recuerdo. Superando grandes dificultades, me había llevado consigo y, a través de los años, había soportado una serie interminable de rechazos en un desierto de aversión sólo para poder poner sus ojos sobre mí y reposar la mirada, por un instante, sobre aquellos puntos en los que necesariamente debía parecerme a la mujer que había sido mi madre. Ambos nos incorporamos. Lancé el escalpelo a unos matorrales próximos. Volvimos a la sala de urgencias y allí vendaron su mano. Fue la última vez que intenté escaparme. No puedo decir que le perdonara. Siempre discreparé de aquellos adultos que someten a sus hijos a un amor de cuyos efectos no han sido capaces de escapar. Pero diré que, de alguna manera, lo entendí. Desde el sillón en que estoy sentada puedo ver la ranura del correo. Es la única entrada por la que el mundo exterior todavía no ha intentado introducirse. Ahora alguien está introduciendo una larga tira de cartulina gris. Lleva algo escrito. La dejo un rato en el suelo. Pero es difícil hacerse la loca ante un mensaje de un metro de largo. «Todo es preferible al suicidio», pone. O, al menos, eso es lo que debería poner. Ha conseguido incluir dos o tres faltas de ortografía en tan exiguo texto. Su puerta está abierta. Sé que nunca la cierra con llave. Llamo a la puerta y entro. Me he echado un poco de agua fría en la cara. No se puede descartar que me haya podido cepillar el pelo. Está sentado en el salón, leyendo. Es la primera vez que lo veo con gafas. Fuera, el limpiacristales trabaja. Al verme, decide, súbitamente, proseguir su trabajo en el piso inferior. El mecánico todavía lleva en la oreja una pinza para cerrar heridas. Pero parece que está sanando. Tiene ojeras oscuras bajo los ojos. Por lo visto, acaba de afeitarse. – Hubo una expedición más. Golpea ligeramente los papeles que tiene delante de él. – Esto era el mapa. Me siento a su lado. Huele a champú y a ajo. – Alguien escribió sobre el mapa. Es la primera vez que miro detenidamente el mapa del glaciar. Es una fotocopia. En el margen había algo escrito con lápiz. La fotocopia ha resaltado los trazos. Es una mezcla de inglés y danés. «Revisado accord Carlsb. Found. ekspd. 1966.» Me observa lleno de expectación. – Y por lo tanto me dije a mí mismo que debió de haber otra expedición. Así que he estado considerando, por un instante, volver al archivo. – ¿Sin la llave? – Tengo herramientas. No hay razón para dudar de ello. Tiene herramientas que podrían abrir los sótanos del Banco Nacional. – Sin embargo, se me ha ocurrido llamar a Carlsberg. Lo qu-que no es tarea fácil. Me pasan a otra extensión. Resulta que tengo que hablar con la Fundación Carlsberg. Allí, todo lo que pudieron decirme fue que subvencionaron una expedición en el 66. Pero nadie en la fundación trabajaba allí por aquel entonces. Y no tenían el informe. Pero sí otra cosa. Éste es el as que se guardaba en la manga. – Tenían las cuentas, y la relación de los participantes y colaboradores en la expedición a quienes habían abonado un sueldo. ¿Sabes de parte de qu-quién dije que llamaba? De parte de Hacienda. Me dieron la información enseguida. Y adivina quién salía. Había uno que se repetía. Coloca un folio ante mí. Hay una lista de nombres escrita con letras mayúsculas en la que reconozco a dos. Señala uno con el dedo. – Un nombre raro, ¿no te parece? Cuando lo has oído una vez es imposible olvidarlo. Participó en ambas expediciones. «Andreas Fine Licht» pone. «600 CYD 12/9.» – ¿Qué significa CYD? – Cap York Dollars. La moneda propia de la Sociedad Criolita en Groenlandia. – Llamé al Registro Civil. Querían nombres, números de identificación personal y la última dirección conocida del sujeto. Por lo que tuve que volver a llamar a la fundación. Pero entonces los encontré. Hay diez nombres, ¿no es cierto? Tres de ellos eran groenlandeses. De los siete restantes, sólo dos siguen vivos. 1966 em-em-pieza a ser ya mu-muy lejano. Uno de ellos es Licht. El otro es el de una mujer. En Carlsberg me dijeron que le habían pagado por traducir algo. No les era posible saber qué había traducido. Se llama Benedicte Clahn. – Hay uno más. Me mira incrédulo. Extraigo el informe médico y señalo el nombre del firmante con el dedo. Lo deletrea lentamente. – Loyen. Entonces asiente con la cabeza. – Él también formó parte de la expedición en el 66. El mecánico cocina para los dos. Por norma, en los hogares en los que uno se encuentra a gusto, acaba por entrar en la cocina. En Qaanaaq vivíamos en ella. Aquí me conformo con quedarme en la puerta. Sin duda es grande. Pero él la llena sobradamente. Hay mujeres que saben hacer Todos debemos sentirnos agradecidos por ello. Siempre que no signifique que los demás debamos sentir mala conciencia por no tutearnos todavía con nuestra tostadora eléctrica. Dispone una montaña de pescado y otra de verduras sobre el mármol de la cocina. Salmón, caballa, abadejo, diversas platijas. Dos grandes cangrejos. Colas, cabezas, aletas. Además, zanahorias, cebollas, puerros, perejil, hinojo. Limpia las verduras y luego las pone a hervir. Le hablo de Ravn y del capitán Telling. Pone arroz a hervir. Con cardamomo y anís. Le cuento las cláusulas de confidencialidad que he firmado. Los informes de los que disponía Ravn. Cuela el agua de las verduras y hierve los trozos de pescado. Le hablo de las amenazas. Del riesgo de que pueden arrestarme en cualquier momento, en cuanto les apetezca. Va sacando los trozos de pescado poco a poco. Recuerdo que también lo hacían así en Groenlandia. En la época en que invertíamos tiempo en cocinar. El pescado tiene muy diversos tiempos de cocción. El abadejo está tierno enseguida. La caballa necesita un rato, el salmón mucho más. – Tengo miedo de estar encerrada -le digo. Guarda los cangrejos para el final. Deja que se cuezan con el resto durante un máximo de cinco minutos. De alguna manera, me siento aliviada de que no diga nada, de que no me riña. Él es quien sabe cuánto sabemos. Cuánto tendremos que olvidar, ahora. Me siento obligada a especificarle lo que significa la claustrofobia para mí. – ¿Sabes lo que hay debajo de las matemáticas? -le pregunto-. Debajo de las matemáticas se esconden los números. Si alguien me preguntara qué es lo que verdaderamente me hace sentir feliz, yo contestaría: los números. La nieve, el hielo y los números. ¿Y sabes por qué? Rompe las pinzas de los cangrejos con un cascanueces y saca la carne con unas tenacillas curvas. – Porque el sistema numérico es como la vida humana. En el comienzo están los números naturales. Son aquellos que son enteros y positivos. Los números del niño pequeño. Sin embargo, la conciencia humana se expande. El niño descubre el ansia y ¿sabes cuál es la representación matemática del ansia? Le añade crema de leche y unas gotas de zumo de naranja a la sopa. – Los números negativos. La formalización de aquello que sentimos que nos falta. Y la conciencia sigue expandiéndose, y crece, y el niño descubre los intervalos. Entre las piedras, entre las manchas de liquen que cubren las piedras, entre los hombres. Y entre los números. ¿Y sabes a qué nos lleva? Nos lleva a los quebrados. Los números enteros más los quebrados nos dan los números racionales. Y la consciencia no se detiene aquí. Su deseo es superar la razón. Añade una operación tan absurda como es la extracción de una raíz. Y llega a los números irracionales. Calienta las barritas de pan en el horno y rellena el pimentero. – Es una especie de locura. Porque los números irracionales son infinitos. No se pueden escribir. Conducen a la conciencia hasta el espacio ilimitado. Y con los números irracionales, sumados a los racionales, se obtienen los números reales. Estoy en medio de la habitación para poder disponer de espacio. Es poco frecuente tener la oportunidad de explicarse ante otro ser humano. Normalmente hay que luchar por la palabra. Y para mí, poder hacerlo me es indispensable. – Y la cosa no se detiene aquí. No se detiene nunca. Porque ahora, en este mismo momento, los números reales se expanden mediante los quebrados imaginarios de números negativos. Son números que somos incapaces de imaginar, números que la conciencia normal no puede contener. Y cuando añadimos los números imaginarios a los números reales, obtenemos el sistema numérico complejo. El primer sistema numérico dentro del cual es posible dar cuenta de la creación de cristales de hielo. Es como un gran paisaje abierto. Los horizontes. Una se siente atraída hacia ellos, y ellos siguen moviéndose. Es Groenlandia, de la que no puedo prescindir. Es la razón por la que no quiero que me encierren. He acabado y estoy frente a él. – Smila -me dice-, ¿puedo besarte? Supongo que todos tenemos una imagen de nosotros mismos. Siempre me he visto a mí misma como una doña Mordaz de enorme boca. Ahora ya no sé qué pensar ni qué decir. Siento que me ha traicionado. Que no me ha escuchado como debía. Que me ha sido desleal. Por otro lado, no hace nada. No me molesta. Se queda delante de las ollas humeantes, mirándome. No sé qué contestar. Simplemente me quedo de pie, sin saber qué hacer conmigo misma y surge el momento y, afortunadamente, pasa. – F-feliz Navidad. Hemos cenado sin intercambiar palabra alguna. En parte, por supuesto, porque lo que hemos dejado de decir sigue todavía suspenso en el aire. Pero, sobre todo, porque la sopa lo exige. Es imposible hablar con ella delante. Desde el plato, nos grita, reclamando nuestra entera atención. También era así con Isaías. Ocurría que, mientras le leía en voz alta algún libro o escuchábamos Lo mismo sucede con la sopa. La tomo en un plato hondo. El mecánico se la bebe en un gran bol. Sabe a pescado. Al profundo océano Atlántico, a icebergs, a algas. El arroz trae recuerdos de los trópicos, de las hojas dobladas del bananero, de los mercados flotantes de especias en Birmania. Así puedo darle un poco de cuerda y dejar que la fantasía corra libremente. Bebemos agua mineral. Él sabe que yo no bebo alcohol. No me ha preguntado el porqué. En realidad, nunca me ha preguntado nada. Salvo lo de hace un instante. Aparta la cuchara. – También está el barco -dice-. La maqueta en la habitación del Barón. Parecía muy caro. Deposita un tríptico impreso sobre la mesa. – La ca-caja que tenía en su habitación, aquella con la que se había construido una cueva, era el embalaje del barco. En ella encontré esto. ¿Por qué no lo había visto yo misma? En la página frontal pone: «Museo Ártico. Barco a motor – ¿Dónde está el Museo Ártico? -pregunto. No lo sabe. – Pero la caja llevaba una dirección. La ha recortado con un cuchillo. Seguramente para evitar faltas de ortografía. Ahora me la enseña. – «Abogados Hammer y Ving.» Y una dirección en la calle del Este, cerca de Kongs Nytorv. – Era el que recogía al Barón en coche. – ¿Qué dice Juliana? – Tiene tanto miedo que no para de temblar. Prepara el café. Con dos tipos de grano, y el molinillo y el embudo y la máquina y el mismo esmero y cuidado sosegados de la última vez. Lo tomamos en silencio. Es Nochebuena. Para mí, el silencio suele ser mi aliado. Hoy me produce una ligera presión en los oídos. – ¿Tenías árbol de Navidad cuando eras niño? -le pregunto. Una pregunta de una superficialidad perdonable e inocente. Sin embargo, está hecha para saber quién es. – Cada año. Ha-hasta que cumplí los quince. Entonces saltó el gato al árbol. Y le prendió fuego. – ¿Qué hiciste tú entonces? Al preguntárselo, me doy cuenta de que he supuesto que había hecho algo. – Me quité la camisa y envolví al gato en ella. Eso ahogó el fuego. Pienso en él sin camisa. A la luz de la lámpara. A la luz de las velas del árbol de Navidad. A la luz del gato ardiendo. Abandono el pensamiento. Vuelve a mí. Hay pensamientos que están impregnados de cola de pegar. – Buenas noches -le digo, y me levanto. Me acompaña hasta la puerta. – Se-seguro que esta noche soñaré. Hay algo rastrero en ese comentario. Examino su rostro atentamente para encontrar un indicio que me diga que se está burlando de mí, pero, sin embargo, está serio. – Gracias por esta agradable velada -digo. Uno de los síntomas de que necesitas reordenar tu vida aparece cuando te das cuenta de que el mobiliario del piso se ha ido deformando poco a poco, con muebles prestados, hace ya demasiado tiempo, y que ahora ya es demasiado tarde para devolverlos a su viejo dueño, y preferirías que te afeitaran la cabellera a enfrentarte con aquel hombre del saco a quien pertenecen legalmente los trastos. Mi casete lleva grabado el nombre «Instituto Geodésico». Tiene altavoces incorporados y una distorsión del 70% y es tan duradero que hace que sea imposible encontrar una excusa para comprar uno nuevo. Frente a mí, sobre la mesa, tengo la caja de puros de Isaías. He pesado las cosas, una detrás de la otra, en la mano. He buscado la punta de arpón en el libro de Birket-Smith, Saco la cinta de su funda. Es una Maxell XLI-S. Una cinta cara. Una cinta para aquellos que desean grabar música. No hay música en la cinta. Hay un hombre que habla. Un groenlandés. En Disko, en el 81, colaboré en el ensayo sobre la corrosión que provocaba la niebla marina en los mosquetones utilizados para asegurar las marchas de los glaciares. Simplemente los colgábamos de una cuerda y volvíamos tres meses después. Todavía parecían seguros. Ligeramente oxidados pero seguros. La fábrica señalaba cuatro mil kilos como la resistencia límite de tracción. Sin embargo, resultó que los podíamos romper simplemente rasgando un poco con una uña. Expuestos a un clima hostil, se habían descompuesto. El lenguaje se pierde mediante un proceso de descomposición similar. Cuando fuimos trasladados de la escuela del poblado a Qaanaaq, nos destinaron unos maestros que no sabían ni una sola palabra de groenlandés y que tampoco pensaban aprenderlo. Nos dijeron que, para aquellos de nosotros que destacáramos, habría un billete a Dinamarca, un diploma y el camino que nos alejaría de la miseria ártica. Esta dorada ascensión la realizaríamos en danés. Fue así mientras se estaba incubando la política de los sesenta, que condujo a que Groenlandia, oficialmente, se convirtiera en el «departamento norteño de Dinamarca» y a que los Con ello se sentaron las bases. Entonces llegabas a Dinamarca y tras medio año te sentías como si nunca fueras a olvidar tu lengua materna. En ella piensas, y con ella recuerdas tu pasado. Cuando te encuentras con un groenlandés por la calle, intercambias algunas frases. Y, de repente, surge una palabra, de las normales, que tienes que buscar en tu memoria. Transcurre medio año más. Una amiga te lleva a la Casa de los Groenlandeses, en la calle de la Fronda. Allí descubres que tu propio groenlandés podría desmenuzarse con una uña. Desde entonces he intentado, en las ocasiones en que he vuelto a Groenlandia, aprenderlo de nuevo. Como con tantas otras cosas, ni lo he conseguido ni lo he dejado de conseguir del todo. Aproximadamente ése es el punto en que me encuentro con respecto a mi lengua materna, como si tuviera dieciséis o diecisiete años. Para colmo, en Groenlandia no hay una lengua única. Hay tres. El hombre de la cinta de Isaías habla en groenlandés del este, en un dialecto sureño de éste. Para mí es ininteligible. Me imagino, por el tono de la voz, que le está hablando a alguien. Sin embargo, nadie le interrumpe. Suena como si estuviera hablando en una cocina o en un comedor porque, de vez en cuando, se oye ruido como de cubiertos entrechocando entre sí. De vez en cuando se oyen ruidos de motores. Quizá sea de un generador. O el ruido eléctrico de la grabación. Está explicando algo que parece ser importante para él. La explicación es larga, apasionada, detallada, pero también con largas pausas. En las pausas, puede oírse que tras su voz hay un zumbido como de música, quizá sea el sonido de un instrumento de viento. El resto de una antigua grabación que no se ha borrado del todo. Renuncio a entender lo que dice y dejo volar mis pensamientos. El que habla no puede ser el padre de Isaías, no correspondería con su dialecto. La voz termina una frase y se detiene. Deben de haber utilizado el botón de pausa porque no se oye ningún crujido. Se oye la voz y de repente, un instante después, un zumbido vacío. Y en la lejanía, en lo más profundo, un resto de música lejana. Dejo que zumbe y pongo las piernas sobre la mesa. De vez en cuando le ponía música a Isaías. Acercaba los altavoces al sofá, cerca de su sordera, y subía el volumen. Él se echaba contra el respaldo del sofá, cerrando los ojos. A menudo se quedaba dormido. Se desmayaba lenta y silenciosamente ladeando su cuerpo, sin despertarse. Entonces lo solía coger en mis brazos y lo llevaba al piso de abajo. Si allí había demasiado ruido, lo volvía a subir y lo acostaba en la cama. En el momento en que lo soltaba, solía despertarse. Y en medio de este estado de semivigilia, era como si intentara, con un ronco ronroneo, cantar algunos compases que había escuchado. He cerrado los ojos. Es de noche. Los últimos invitados de Navidad se han ido con sus remolques llenos de regalos. Ahora están en sus camas, esperando con ilusión que sea pasado mañana para poder ir al centro y cambiar los regalos por otros o por dinero. Ha llegado la hora del té de menta. De contemplar los tejados de la ciudad. Me vuelvo hacia la ventana. Siempre puedo esperar que haya empezado a nevar mientras he estado de espaldas a la ventana. En ese mismo instante hay alguien que ríe. Me levanto de un salto con las manos por delante. No es la risita frágil de una jovencita. Es el fantasma de la ópera. Quiero vender mi vida lo más cara posible. Surgen cuatro compases ligeros y entonces suena la música. Es jazz. En primer término, se extiende una gran trompeta. Proviene de la cinta de Isaías. Detengo el casete. Necesito tiempo para tranquilizarme. Para levantar un pánico sólido sólo se necesita una centésima de segundo. Para librarse de él, se requiere toda una noche. Rebobino y vuelvo a escuchar la última parte de la cinta. Han vuelto a utilizar el botón de pausa. No hay ningún aviso previo; de repente, la risa está allí. Profunda, triunfante, sonora. Entonces vienen los compases. Y la música. Es jazz y, al mismo tiempo, no es jazz. Tiene algo de eufórico, inconexo. Como cuatro instrumentos enloquecidos. Pero es un engaño. Porque también hay una extraña precisión. Como una actuación de payasos al borde de la pista. Lo que exige la máxima exactitud es justamente aquello que pretende aparentar un cataclismo. La pieza suena durante unos siete minutos. Entonces llega a su fin y las notas se interrumpen bruscamente. Era una música enérgica. Una extraña elevación, por encima de la angustia y el miedo, a las tres de la mañana de Nochebuena. Solía cantar en el coro de la iglesia de Qaanaaq. A los tres Reyes Magos los imaginé con raquetas de nieve en los pies, con un trineo tirado por perros cruzando el hielo. Con las miradas puestas en la estrella. Sabía cómo se sentían por dentro. Habían entendido el Es lo mismo ahora, con más de la mitad de mi vida a mis espaldas, aquí en La Incisión Blanca. Me es indiferente no haber tenido un hijo propio. Disfruto del mar y del hielo, sin tener por qué sentirme siempre engañada por la Creación. Un niño que nace es algo que debe perseguirse, algo que buscar; una estrella, una aurora boreal, una columna de energía en el universo. Y un niño que muere es una crueldad. Me levanto y bajo a llamar a la puerta. Sale en pijama. Aturdido por el sueño. – Peter -le digo-, tengo miedo. Pero, sin embargo, seguiré adelante. Él se ríe, medio despierto, medio dormido. – Ya lo sabía -me dice-. Ya lo sabía. |
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