"El plan infinito" - читать интересную книгу автора (Allende Isabel)

EL PLAN INFINITO

Cuarta Parte Cuidado con lo que pides, mira que el cielo puede otorgártelo, era uno de los dichos de Inmaculada Morales, y en el caso de Gregory Reeves se cumplía como una broma fatal, En los años siguientes realizó los planes que con tanto ahínco se había propuesto, sin embargo por dentro hervía en el caldo de una impaciencia abrumadora. No podía detenerse un instante, mientras estaba ocupado lograba ignorar los apuros del alma, pero si le sobraban unos minutos y se encontraba quieto y en silencio, sentía una hoguera consumiéndolo por dentro, tan poderosa que estaba seguro de que no era sólo suya, la había alimentado su desaforado padre y antes de él su abuelo, ladrón de caballos, y aún antes quién sabe cuántos bisabuelos marcados por el mismo estigma de inquietud. Le tocaba cocinarse en el rescoldo de mil generaciones. El impulso lo llevaba hacia adelante, se convirtió en la imagen del triunfador justamente cuando el desprendimiento bucólico y la inocencia eterna de los hippies habían sido aplastados por los engranajes de la implacable maquinaria del sistema. Nadie podía reprocharle su ambición porque en el país ya se gestaba la época de codicia desenfrenada que habría de venir muy pronto. La derrota de la guerra había dejado en el aire un sentimiento de bochorno, un deseo colectivo de reivindicarse por otros medios. No se hablaba del tema, habrían de pasar más de diez años para que la historia y el arte se atrevieran a exorcizar los demonios sueltos del desastre. Carmen vio decaer lentamente la calle donde antes se ganaban la vida sus mejores amigos, se despidió de muchos artesanos expulsados por la presión de los comerciantes de productos ordinarios de Taiwán, y vio desaparecer uno a uno a los lunáticos inocentes, que murieron de inanición o se fueron por los caminos cuando la gente olvidó alimentarlos. llegaron otros locos mucho más desesperados, los veteranos de la guerra que sucumbieron al horror de los recuerdos.

A la rebeldía callejera de antaño siguió la peste del conformismo, contagiando incluso a los estudiantes de la universidad. Aumentó el número de los miserables y los bandidos, por todas partes se veían mendigos, borrachos, prostitutas, traficantes de drogas, ladrones. El mundo se está descomponiendo a ojos vista, se lamentaba Carmen. Gregory Reeves, quien de todos modos nunca participó en las ilusiones ingenuas de quienes anunciaban la Era de Acuario, un tiempo de supuesta hermandad y paz, replicaba con el ejemplo del péndulo, que va y viene en una y otra dirección. No lo afectaba el cambio porque estaba lanzado en una carrera ciega, adelantándose al estallido de materialismo que marcaría la década de los ochenta. Fanfarroneaba de sus éxitos, mientras sus colegas se preguntaban cómo conseguía los mejores casos y de dónde sacaba recursos para andar de fiesta en fiesta, pasar una semana dando vueltas por el Mediterráneo y vestirse con camisas de seda. Nada sabían de los exorbitantes préstamos de los bancos ni las maniobras atrevidas de sus tarjetas de crédito. Reeves prefería no pensar en que tarde o temprano debería pagar las cuentas, cuando se le terminaban los fondos solicitaba otro crédito a su banquero con el argumento de que en bancarrota o en la cárcel de ninguna manera podría cumplir sus obligaciones, y que el dinero atrae al dinero como imán. No se angustiaba por el futuro, estaba muy ocupado tratando de labrar el presente.

Decía que no tenía escrúpulos y nunca se había sentido tan fuerte ni tan libre, por lo mismo no comprendía ese impulso de huida que no le daba descanso. Estaba otra vez soltero y sin más cruz a cuestas que la del propio corazón. De su hija lo separaba media hora de camino, sin embargo apenas la veía un par de veces al año, cuando la recogía en su coche de galán para sacarla de paseo con la pretensión de darle en cuatro horas lo que le había escatimado en seis meses. Después de cada visita la devolvía con un cargamento de regalos, más apropiados para una mujer coqueta que para una colegiala impúber, y enferma por el atracón de helados y pasteles. Había sido inútil convencer a Margaret de que lo llamara papá, decidió que Grego–ry le calzaba mejor a ese hombre casi desconocido que pasaba por su vida dos veces al año como un desaforado Santa Claus. Tampoco usaba la palabra mamá. La maestra de la escuela citó a Samantha para preguntarle si acaso era verdad que Margaret había sido adoptada después que sus verdaderos padres fueron horriblemente asesinados por una banda de maleantes.

Recomendó consultar a un psicólogo infantil, pero la madre sólo pudo llevarla a la primera consulta porque la hora de terapia interfería con su clase de yoga.

No necesito a nadie que me diga quiénes son ustedes, lo sé perfectamente, pero me divierte confundir a la maestra, que es muy estúpida, explicó Margaret con la tranquila compostura que la caracterizaba. Los padres. concluyeron que la chica era un prodigio de imaginación y sentido del humor. Tampoco les alarmaba que se orinara por las noches como un bebé, mientras insistía en vestirse de mujer, se pintaba las uñas y los labios, no jugaba con otras criaturas y coqueteaba con aires de cortesana.

Aparte del inconveniente de ponerle pañales por la noche a la edad en que comenzaba a recibir sus primeras clases de educación sexual, no daba dolores de cabeza; se desarrollaba como un ser misterioso, e incorpóreo cuya principal virtud era la de pasar desapercibida. Resultaba tan fácil olvidar su existencia que en más de una ocasión su padre hizo la broma de que a la niña le vendrían muy bien los collares para la invisibilidad de Olga.

En los siete años que Gregory Reeves estuvo en su primer trabajó adquirió las herramientas y los vicios de su profesión. Su jefe lo distinguía entre los demás abogados de la firma y se encargó de revelarle en persona los trucos fundamentales. Era una de esas personas meticulosas y obsesivas que necesitan controlar hasta el menor detalle, un hombre insoportable, pero un espléndido abogado, nada escapaba a su escrutinio, tenía olfato de perro perdiguero para dar con la clave de cada problema legal y elocuencia irresistible para convencer al jurado. Le enseñó a estudiar los casos minuciosamente, buscar los resquicios insignificantes y planear su estrategia como un general.

— Esto es un juego de ajedrez, gana quien anticipa más movidas. Se necesita la agresividad de una fiera, pero se debe mantener la cabeza fría. Si pierde la calma está frito. aprenda a controlar su carácter o nunca será de los mejores, Reeves–le repetía-. Usted tiene buen temple, pero en la contienda suele golpear con los ojos cerrados.

— Lo mismo me decía el Padre Larraguibel en el patio de la Iglesia de Lourdes.

— ¿Quién?

— Mi profesor de boxeo.

Reeves era tenaz, incansable, difícil de doblegar, imposible de quebrar y feroz en los enfrentamientos, pero lo volteaban sus propias pasiones. Al viejo le gustaba su energía, él mismo la había tenido a destajo en su juventud y todavía le quedaba una buena reserva, por lo mismo sabía apreciarla en los demás. También celebraba su ambición porque ésa era la palanca para movilizarlo, bastaba ponerle una zanahoria ante la nariz para hacerlo correr como un conejo. Si en algún momento se dio cuenta de las maniobras del otro para apoderarse de sus conocimientos y usarlo como trampolín para escalar en la firma, no debe haberle extrañado. Igual había hecho él en sus comienzos, con la diferencia de que no tuvo un jefe astuto capaz de detenerlo a tiempo.

Se consideraba buen conocedor del carácter ajeno, estaba seguro de poder mantener a Reeves en un puño y explotarlo en su beneficio por tiempo indefinido, era como domar caballos: debía darle soga, dejarlo correr, cansarlo y apenas se le fueran los humos a la cabeza pegarle un tirón y obligarlo a mascar el freno, para que reconociera la superioridad del amo. No era la primera vez que lo hacia y siempre le había dado buen resultado..

En raras ocasiones de flaqueza sentía la tentación de apoyarse en el brazo de ese joven abogado tan parecido a si mismo, era el hijo que le hubiera gustado tener. Formó un pequeño imperio y ahora, cerca de los ochenta años, se preguntaba quién lo heredaría. Le quedaban pocos placeres al alcance de la mano, el cuerpo ya no respondía a los impulsos de la imaginación, no podía saborear una comida refinada sin pagar las consecuencias con dolor de tripas, y ni hablar de mujeres, era un tema demasiado doloroso. Observaba a Reeves con una mezcla de envidia y paternal comprensión, pero no era un vejete sentimental ni estaba dispuesto a entregar la menor brizna de poder. Tenía a mucha honra haber nacido con el corazón seco, como decía a quien apelara a su benevolencia para pedirle un favor. El largo hábito del egoísmo y la invencible coraza de su mezquindad eran más fuertes que cualquier atisbo de simpatía. Era el maestro perfecto para el laborioso aprendizaje de la codicia.

Timothy Duane no perdonó a su padre que lo hubiera traído al mundo y que no se hubiera muerto a edad temprana y siguiera arruinán dole los deseos de vivir con su buena salud y su mal talante. Para desafiarlo cometió un cúmulo de barbaridades, tomando siempre la precaución de hacérselo saber al viejo, y así se le fueron cincuenta años en un odio enconado que le costó la paz y el bienestar. A veces el espíritu de contradicción lo salvó, como cuando decidió evadir el servicio militar sólo porque su padre apoyaba la guerra, no tanto por patriotismo como porque tenía intereses económicos en las fábricas de armamentos, pero en general la rebeldía se le daba vuelta y lo golpeaba en la cara.

Decidió no casarse ni tener hijos, incluso en las pocas ocasiones en que estuvo enamorado, para arruinar al otro la ambición de formar una dinastía. Con él moría el apellido familiar que tanto detestaba, excepto por una rama de los Duane en Irlanda, de la cual nadie quería hablar porque les recordaba su modesto origen. Culto y refinado, con la elegancia natural de quienes han nacido entre sábanas bordadas, tenía una inclinación apasionada por las artes y una simpatía que le ganaba amigos a destajo, pero de algún modo se las arreglaba para ocultar esas virtudes frente a su padre y comportarse como un rústico sólo para provocarlo.

Si el patriarca Duane organizaba una cena con la crema de la sociedad, él aparecía sin ser invitado, del brazo de una mujerzuela y dispuesto a violar unas cuantas reglas de urbanidad. Mientras el padre rugía entre dientes que no deseaba volver a verlo en su vida, la madre lo protegía sin disimulo, aun a costa de un enfrentamiento con su marido.

— Consulta un psiquiatra para que te ayude a curar las fallas de carácter, hijo, le recomendaba a menudo, pero Timothy respondía que sin ellas no le quedaría carácter. Entretanto llevaba una existencia miserable, no por falta de medios sino por vocación de atormentado. Disponía de un departamento en el barrio más caro de la ciudad, un piso antiguo decorado con muebles modernos y espejos estratégicos y de una renta para el resto de su vida, último regalo de su abuelo. Como nada le había faltado, no le daba la menor importancia al dinero y se burlaba de las múltiples fundaciones inventadas por la familia, no sólo para evadir impuestos sino también para despojarlo de cualquier herencia posible.

Sus demonios lo acosaban sin descanso, empujándolo a vicios que le repugnaban, pero a los cuales cedía para herir a su padre, aunque en el trayecto se estaba matando. Pasaba el día en su laboratorio de patología, asqueado de la fragilidad humana y los infinitas recursos del dolor y de la descomposición, pero también maravillado por las posibilidades de la ciencia. No lo admitía jamás, pero allí era el único si tio donde encontraba cierta paz. Se perdía en la meticulosa investigación de una célula enferma y cuando emergía de las placas fotográficas, los tubos de ensayo y los rayos láser, por lo general muy tarde en la noche, le dolían los músculos del cuello y la espalda, pero estaba contento.

Esa sensación le duraba hasta llegar a la calle; encendía el motor de su automóvil y comprendía que no tenía adónde ir, nadie lo esperaba en ninguna parte, entonces se hundía de nuevo en el odio de sí mismo. Visitaba los bares más ruines donde perdía hasta el nombre, se trenzaba en peleas de marineros y acababa en la sala de emergencia de un hospital, provocaba en los baños de homosexuales y luego escapaba por un pelo de la violencia que desataba, recogía prostitutas para comprar un placer abyecto sazonado por el peligro de una infección mortal.

Rodaba por una pendiente abrupta con una mezcla de pavor y de gozo, maldiciendo a Dios y llamando a la muerte. Después de un par de semanas de envilecimiento caía en una crisis de culpa y se detenía tiritando ante el abismo abierto a sus pies. Se juraba no volver a probar una gota de alcohol, se recluía como un anacoreta en su casa a leer sus autores favoritos y escuchar Jazz hasta la madrugada, se hacía examinar la sangre en busca de las evidencias de una peste que en el fondo tal vez deseaba como castigo de sus pecados. Comenzaba un período de tranquilidad, asistía a conciertos y obras de teatro, visitaba a su madre con la actitud de un hijo bueno, y volvía a frecuentar las novias pacientes que lo aguardaban sin perder la esperanza de reformarlo. Partía a las montañas en largas excursiones solitarias para oír la voz de Dios llamándolo en el viento. Al único que veía en las buenas y en las malas era a su amigo Gregory Reeves, quien lo rescataba de diversos líos y lo ayudaba a ponerse nuevamente de pie.

Duane no hacía misterio de su dilapidada existencia, por el contrario, se regocijaba exagerando sus vilezas para cultivar su fama de alma extraviada; sin embargo tenía un lado celosamente oculto que muy pocos sospechaban. Mientras se mofaba con cinismo desafiante de cualquier propósito noble, contribuía a varias causas idealistas, cuidando siempre de que su nombre se mantuviera en estricto secreto. Destinaba parte de sus entradas a ayudar a los necesitados que flotaban en su órbita y sostener obras en países remotos, desde niños famélicos hasta presos políticos.

Contrario a lo esperado cuando escogió ese campo de la medicina, su trabajo entre cadáveres desarrolló su compasión por los vivos; toda la sufriente humanidad le interesaba, pero no le quedaban reservas emocionales para conmoverse por animales en vías de extinción, bosques destruidos o aguas contaminadas. De todo eso hacía chistes feroces, igual despotricaba sobre razas, religiones y mujeres, en parte porque ser adalid de tales causas estaba de moda y su mayor deleite consistía en escandalizar al prójimo. Le reventaba la falsa virtud de quienes se horrorizaban por un delfín atrapado en una red para atunes, mientras pasaban indiferentes junto a los mendigos abandonados en las calles fingiendo no verlos. El mundo es una buena mierda, era su frase más socorrida.

— Lo que tú necesitas es una mujer dulce por fuera, pero de acero por dentro, para que te coja por el cuello y te salve de ti mismo. Voy a presentarte a Carmen Morales–le dijo Gregory Reeves cuando por fin comprendió que su amiga estaba fuera de su alcance y se resignó a quererla como hermano.

— Es demasiado tarde, Greg. Yo sólo sirvo para las putas–replicó Timothy Duane, por una vez sin sarcasmo.

Shanon apareció en la vida de Reeves como un soplo de aire fresco. Llevaba años de esfuerzo trepando cuesta arriba y a pesar de los éxitos alcanzados sentía que no se había movido del mismo sitio, como se corre en las pesadillas. Con artificios de mago barajaba en el aire deudas, viajes atolondrados, fiestas descomunales, un horario de loco y su rosario de mujeres, con la impresión diariamente renovada de que a la menor distracción todo se vendría al suelo con el estrépito de un terremoto.

Tenía entre manos más casos legales de los que podía manejar, más deudas de las que podía pagar y más amantes de las que podía satisfacer. Lo ayudaba la buena memoria para recordar cada hilo suelto de esa maraña, la buena suerte para no resbalar en un descuido y la buena salud para no morir de agotamiento como una bestia de tiro pasado el límite de su resistencia.

Shanon llegó un lunes por la mañana vestida de blanco nupcial y oliendo a flores, con la sonrisa de más bríos que se había visto en el edificio de cristal y acero de la firma. Contaba con veintidós años, pero con sus modales aniñados y su arrebatadora simpatía parecía menor. Ése era su primer trabajo de recepcionista, antes había sido dependienta en varias tiendas, mesonera y cantante aficionada, pero, tal como dijo con su encantadora voz de adolescente mimada, no había futuro en esas ocupaciones.

Gregory, deslumbrado por su radiante alegría y curioso ante la variedad de oficios desempeñados por alguien tan joven, le preguntó qué ventajas veía en atender el teléfono detrás de un mesón de mármol, y ella replicó enigmática que al menos allí conocería a la gente adecuada. Reeves la incluyó al punto en su libreta de direcciones y antes de una semana la había invitado a bailar. Ella aceptó con la tranquila confianza de una leona en reposo; me gustan los hombres mayores, anotó sonriente, y él no supo bien qué quiso decir, porque estaba acostumbrado a las muchachas jóvenes y no le pareció significativa la diferencia de edad. Pronto se enfrentaría al abismo generacional que los separaba, pero entonces ya sería tarde para echar pie atrás.

Shanon era una muchacha moderna. Escapando de un padre violento y de una madre que se tapaba con maquillaje los machucones causados por las palizas de su marido; partió a pie del pueblo perdido en Georgia, donde nació. Al par de millas la recogió el primer camionero que la divisó como una aparición fantástica en la cinta interminable del camino, y después de múltiples aventuras llegó a San Francisco. Su mezcla de ingenuidad y desenfado hechizaba a la gente y le permitía flotar por encima de las sórdidas realidades del mundo; ante ella las puertas se abrían solas y los obstáculos se esfumaban, la invitación de sus ojos vegetales desarmaba a las mujeres y seducía a los hombres.

Daba la impresión de no tener conciencia alguna de su poder; iba por la vida con la levedad de un espíritu celeste, eternamente sorprendida de que todo le saliera bien. Su naturaleza inconsecuente la impulsaba a ir de una cosa a otra con jovial disposición, sin pensar para nada en las faenas y dolores del resto de los mortales, no se inquietaba por el presente y mucho menos lo hacía por el futuro. Mediante un permanente ejercicio del olvido superó las sórdidas escenas de la infancia, las penurias y pobrezas de la adolescencia, las traiciones de los amantes que se saciaron y luego la dejaron, y el hecho incontestable de que no poseía nada. Incapaz de guardar algo de un día para otro, sobrevivía con breves empleos apenas suficientes para la subsistencia, pero no se consideraba pobre porque cuando deseaba algo no tenía más que pedirlo; siempre había varios pretendientes embelesados dispuestos a satisfacer sus caprichos. No utilizaba a los hombres por malicia o por perversión, sino porque simplemente no se le había ocurrido que sirvieran para algo más. Desconocía la angustia del amor o de cualquier otro sentimiento profundo; se entusiasmaba fugazmente con cada enamorado mientras duraba el ímpetu inicial, pero pronto se cansaba y partía, sin piedad por quien quedaba a su espalda. Condenó a varios amantes al martirio de los celos y del despecho sin darse cuenta porque ella misma era impermeable a ese tipo de sufrimiento; si la abandonaban cambiaba de rumbo sin lamentarse, el mundo contenía una reserva inagotable de hombres disponibles.

Disculpa, ya sabes que soy como una alcachofa, una hojita para éste, otra para aquél, pero el corazón es tuyo, dijo a Gregory Reeves sin ánimo de burla dos años después de conocerlo, mientras le vendaba los nudillos rotos de un puñetazo contra la cara de una de sus conquistas.

Desde la primera cita fue evidente quién era el más fuerte. Reeves fue vencido en su propio terreno, de nada le sirvieron la experiencia acumulada ni su jactancia de tenorio. Sucumbió de inmediato, pero no sólo ante los encantos físicos de la nueva recepcionista–en su pasado hubo varias tan bellas como ella–sino ante su risa siempre pronta y su aparente candidez.

Esa noche se preguntó con verdadera inquietud cómo podría salvar de sí misma a esa espléndida criatura; la imaginó expuesta a toda suerte de peligros y sinsabores y asumió la responsabilidad de protegerla.

— Por algo el destino me la pone por delante–comentó a Carmen-. De acuerdo con el Plan Infinito de mi padre, nada sucede por azar. Esta muchacha me necesita.

Carmen no pudo prevenirlo porque tenía las antenas de la intuición vueltas para el lado de Da¡ y en esos días estaba ocupada cosiendo un disfraz de Rey Mago para el acto de Navidad de la escuela. Mientras sujetaba el teléfono entre el hombro y la oreja, pegaba plumas en un turbante color esmeralda, ante los ojos atentos de su hijo. — Ojalá ésta no sea vegetariana–comentó distraída.

No lo era. La joven celebraba los suculentos asados de su nuevo amante con entusiasmo contagioso y apetito insaciable, parecía en verdad un milagro que pudiera devorar tales cantidades de comida y mantener su silueta. También bebía como un marinero. A la segunda copa los ojos le brillaban afiebrados y esa niña angélica se transformaba en una arrabalera.

En esa etapa Reeves no sabía aún cuál de las dos personalidades le resultaba más atrayente: la candorosa recepcionista que aparecía los lunes de blusa almidonada tras el mesón de mármol, o la bacante desnuda y turbulenta del domingo. Era una mujer fascinante y él no se cansaba de explorarla como un geógrafo ni de conocerla en el sentido bíblico. Se veían todos los días en el trabajo, donde fingían una indiferencia sospechosa, dada la reputación de mujeriego de uno y la orgánica coquetería de la otra. Varias noches a la semana retozaban en incansables encuentros, que confundieron con amor, y a veces en la oficina se escapaban a algún cuarto cerrado y con riesgo de ser sorprendidos, culebreaban de pie en un rincón con urgencia de adolescentes.

Reeves se enamoró como nunca antes y tal vez ella también, aunque en su caso no fuera mucho decir. Para él se inició una época similar a la de su juventud, cuando el estallido volcánico de sus hormonas lo obligaba a perseguir a cuanta muchacha se le cruzaba por delante, sólo que ahora toda la carga de su pasión estaba dirigida a un objetivo único. No podía quitarse a Shanon del pensamiento, se levantaba a cada rato de su escritorio para mirarla de lejos, atormentado por los celos de todos los hombres en general y sus compañeros de trabajo en particular, incluyendo al viejo de las orquídeas, quien también se detenía ante la joven recepcionista con frecuencia, tentado tal vez de adquirirla como un trofeo más, pero frenado por su sentido del ridículo y la plena conciencia de las limitaciones de su edad.

Ninguno pasaba frente a la entrada sin padecer un latigazo ante la refulgente sonrisa de Shanon. Si una tarde ella no estaba disponible para salir, Gregory Reeves la imaginaba inevitablemente en los brazos de otro y la sola sospecha lo enloquecía. La cubrió de regalos absurdos con intención de impresionarla, sin percibir que no apreciaba cajas rusas pintadas a mano, árboles en miniatura o perlas para las orejas y prefería sin duda pantalones de cuero para pasear en motocicleta con los amigos de su edad.

Trató de iniciarla en sus intereses, por ese afán de los enamorados de compartirlo todo. La primera vez que la llevó a la ópera ella se deslumbró con los trajes elegantes de la concurrencia y cuando se levantó la cortina creyó que se trataba de un espectáculo humorístico. Aguantó hasta el tercer acto, pero al ver a una dama gorda vestida de geisha clavándose un cuchillo en la barriga mientras su hijo agitaba una bandera del Japón en una mano y una de los Estados Unidos en la otra, sus carcajadas interrumpieron a la orquesta y debieron abandonar la sala.

En agosto se la llevó a Italia. Ella no cumplía aún su primer año de trabajo y no le correspondían vacaciones, pero eso no fue inconveniente, porque había presentado su renuncia al bufete de abogados.

Le habían ofrecido un empleo como modelo de fotografías publicitarias.

Gregory pasó el viaje sufriendo de antemano, detestaba la idea de verla expuesta a miradas ajenas en las páginas de una revista, pero no se atrevió a discutir el asunto por temor a parecer un cavernícola. Tampoco lo comentó con Carmen porque su amiga lo habría destrozado a burlas. Caminando por un sendero de flores a la orilla del Lago di Como, sin ver el espejo diáfano del agua ni las villas anaranjadas colgando de los cerros porque sólo tenía ojos para el inventario prodigioso de su compañera, se le ocurrió una solución para retenerla a su lado y le propuso que vivieran juntos; así no tendría que trabajar y podría entrar a la universidad a estudiar una carrera, ella era una persona inteligente y creativa ¿no habría algo que le gustaría estudiar?

No lo había en ese momento, replicó Shanon con la risa suelta de varias copas de vino, pero lo pensaría. Esa noche Reeves cogió el teléfono para contar la novedad a Carmen al otro lado del océano, pero no la encontró. Su amiga había partido con Da¡ en viaje al Lejano Oriente.

Bel Benedict no conocía su edad exacta ni quería averiguarla. Los años habían oxidado un poco sus huesos y oscurecido su piel de azúcar quemada a un tono más cercano al chocolate, pero no habían alterado el brillo de topacio de sus ojos alargados ni apaciguado del todo los reclamos de su vientre. Algunas noches soñaba con el calor del único hombre que amó en su vida y despertaba húmeda de gozo. Debo ser la única vieja en celo de la historia, que Jesús me perdone, pensaba sin asomo de vergüenza, sino más bien con secreto orgullo. Vergüenza sentía al mirarse en el espejo y ver que su cuerpo de potranca oscura era un montón de colgajos tristes; si su marido pudiera verla daría vuelta la cara espantado, pensaba. Nunca se le ocurrió que, en el caso de estar vivo, los años también pasaban para él y ya no sería el hombronazo flexible y alegre que la sedujo a los quince años. Pero Bel no podía darse el lujo de quedarse en la cama rememorando el pasado ni frente al espejo lamentando su desgaste; cada mañana se levantaba al amanecer para ir a su empleo, menos los domingos que partía a la iglesia y al mercado. En el último año no le sobraba un momento porque cuando terminaba su trabajo volaba a casa de prisa a cuidar a su hijo. Había vuelto a llamarlo Baby, como en los tiempos en que lo llevaba prendido a los senos y le cantaba canciones de cuna. No me diga así, mamá, mis amigos se burlarán de mí, le reclamaba él, pero en verdad ya no le quedaban amigos, los había perdido todos, igual como perdió el empleo, la mujer, los hijos y la memoria.

Pobre Baby, suspiraba Bel Benedict, pero no lo compadecía, más bien lo envidiaba un poco; no pensaba morirse hasta muchos años más y mientras ella viviera él estaría seguro. Paso a paso, un día a la vez, era su filosofía; de nada valía angustiarse por un mañana hipotético.

Su abuelo, un esclavo de Mississippi, le había dicho que tenemos el pasado por delante, es lo único real, del pasado podemos extraer conocimientos y experiencia para la vida; el presente es una ilusión, porque en menos de un instante ya forma parte del pasado: y el futuro es un hueco oscuro que no se ve y tal vez ni siquiera está allí, porque ahora mismo nos puede llegar la muerte. Trabajó como mucama de los padres de Timothy durante tantos años que costaba recordar esa mansión sin ella. Cuando la contrataron era todavía un mujerón legendario, una de esas negras quebradas en la cintura que se mueven como si nadaran bajo el agua. — Cásate conmigo–le decía Timothy en la cocina, cuando ella lo festejaba con panqueques, su única proeza culinaria-. Eres tan linda que debieras ser estrella de cine en vez de sirvienta de mi madre. — Los únicos negros del cine son blancos pintados de negro–se reía ella.

Era muy joven cuando apareció por el camino un vagabundo de risa estruendosa buscando una sombra donde sentarse a descansar. Se enamoraron de inmediato con una pasión tórrida capaz de trastornar el clima y alterar las normas del tiempo y así gestaron a King Benedict, quien habría de vivir dos vidas, tal como Olga adivinó la única vez que estuvo con él, cuando el camión del Plan Infinito lo recogió en un camino polvoriento en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Pocos días después de dar a luz, Bel había olvidado los nueve meses de cargar con el peso del hijo bajo el corazón y las angustias del parto y nuevamente perseguía a su hombre por los rincones de la granja. Hicieron el amor encharcados de sangre menstrual junto a las vacas del establo, los pájaros de los maizales y los escorpiones del granero. Cuando el pequeño King comenzó a dar los primeros pasos vacilantes, el padre, agotado de amores y temeroso de perder el alma y la hombría entre las piernas de esa insaciable hurí, escapó llevándose de recuerdo un mechón de pelo que le cortó a Bel mientras dormía.

En la turbulencia de tanta cópula desaforada habían hecho oídos sordos a las presiones del pastor de la Iglesia Bautista para que contra jeran sagrado vínculo ante los ojos del Señor, como decía. Para Bel una firma en el libro de la parroquia no marcaba diferencia, ella se consideraba casada. Durante el resto de su existencia, usó el apellido de su amante y a los muchos hombres que reposaron sobre su regazo en el siguiente medio siglo les dijo que su marido andaba temporalmente de viaje. De tanto repetirlo terminó por creerlo, por eso le daba rabia verse desnuda en el espejo; si no te apuras en regresar encontrarás un pellejo desinflado, le reclamaba al recuerdo del ausente.

Esa mañana de enero la ciudad amaneció barrida por un viento inclemente que venía del mar. Bel Benedict se puso su traje color turquesa, sombrero, zapatos y guantes en el mismo tono, su tenida de domingo y de todas las fiestas. Había notado que la Reina Isabel lucía siempre esos atuendos unicolores y no descansó hasta adquirir algo semejante. Timothy Duane la aguardaba en su automóvil frente al modesto edificio donde ella vivía.

— No eres inmortal, Bel. ¿Qué pasará con tu hijo cuando ya no estés? — le había dicho Timothy.

— King no será el primer chico de catorce años que se las arregle solo. — No tiene catorce, sino cincuenta y tres. — Para los efectos prácticos tiene catorce.

— Bueno, a eso justamente me refiero. Será siempre un adolescente. — Tal vez no, puede ser que madure…

— Con algo de dinero todo será más fácil para ustedes, no seas testaruda, mujer.

— Ya te dije, Tim. No hay nada que hacer. El abogado de la compañía de seguros fue muy claro con nosotros, no tenemos ningún derecho. Por bondad nos darán diez mil dólares, pero no será todavía, hay muchos trámites que cumplir.

— No entiendo de estas cosas, pero tengo un amigo que nos puede aconsejar.

Gregory Reeves los recibió en la jungla de maceteros de su oficina. Bel hizo una entrada triunfal vestida de reina, se sentó en el sufrido sofá de cuero y procedió a contar el extraño caso de su hijo, King Benedict. Reeves la escuchaba con atención mientras escarbaba en su memoria inexorable buscando el origen de ese nombre, que resonaba como un eco lejano del pasado. Imposible olvidar un nombre tan sonoro, se preguntaba dónde lo había escuchado antes. King era un buen cristiano, dijo la mujer, pero Dios no le había dado una vida fácil. Fueron siempre pobres y durante los primeros tiempos iban de un sitio para otro buscando trabajo, despidiéndose de los nuevos amigos y cambiando de escuela.

King se crió con la duda de que su madre podía desaparecer a la siga de un pretendiente, dejándolo solo en un cuarto de paso de un pueblo sin nombre. Fue un muchacho melancólico y tímido, a quien dos años de guerra en el Pacífico Sur no le sacudieron la inseguridad. Al regreso se casó, tuvo dos hijos y se ganaba el sustento como obrero de construcción. En los últimos años su matrimonio daba tumbos, su mujer amenazaba con dejarlo, sus hijos lo consideraban un pobre diablo. Bel lo notaba muy tenso y triste y temía que empezara a beber de nuevo, como había ocurrido en otras crisis, las cosas iban mal y terminaron de echarse a perder con el accidente. King Benedict se encontraba a la altura de un segundo piso, cuando cedió el andamio y se fue abajo, estrellándose contra el suelo. El golpe lo aturdió por algunos segundos, pero logró ponerse de pie, aparentemente sólo tenía contusiones leves, pero de todos modos lo llevaron al hospital, donde después de un examen de rutina lo dejaron ir. Apenas se le pasó el dolor de cabeza y empezó a hablar, se vio que no recordaba dónde estaba ni reconocía a los suyos, se creía de vuelta en la adolescencia. Su madre descubrió pronto que la memoria le alcanzaba sólo hasta los catorce años, de allí en adelante había un abismo de fondo de mar.

Lo revisaron por dentro y por fuera, le metieron sondas por todos los orificios, le pusieron electricidad en el cerebro, lo interrogaron durante semanas, lo hipnotizaron y le fotografiaron el alma, sin descubrir una razón lógica para tan dramático olvido. Los recursos de los médicos no detectaron daño orgánico. Empezó a comportarse como un muchacho manipulador, inventando mentiras torpes para engatusar a sus hijos, a quienes trataba corno compañeros de juegos, y evadir la vigilancia de su esposa, a quien confundía con su madre. No lograba reconocer a Bel Benedict, la recordaba como una mujer joven y muy bella, pero de todos modos en los meses siguientes se apegó a esa anciana desconocida como a un salvavidas, ella era lo único seguro en un mundo pleno de confusiones. Parientes y amigos negaron su amnesia, tal vez se trataba de una broma histérica, — dijeron, y pronto se cansaron de indagar en los resquicios de su mente en busca de un signo de reconocimiento. Tampoco le creyó la compañía de seguros; fue acusado de inventar esa patraña para cobrar una pensión y pasar el resto de su vida mantenido como un inválido, cuando en verdad se había dado un golpe de nada, era un estafador.

Cada vez que su mujer salía, King se sentía abandonado y cuando ella empezó a traer a su amante a dormir a la casa, Bel Benedict consideró que había llegado el momento de intervenir y se llevó a su hijo a vivir con ella.

En esos meses lo había observado cuidadosamente sin detectar ningún recuerdo posterior a los catorce años. King se había tranquilizado poco a poco, era un buen compañero, la madre estaba contenta de tenerlo consigo, lo único raro en su comportamiento eran voces y visiones que decía tener, pero los dos se acostumbraron a la presencia de esos impalpables fantasmas de la imaginación, a los cuales los médicos no daban la menor importancia.

Timothy Duane tenía los informes del hospital y las cartas de los abogados de la compañía de seguros. Reeves los examinó de una mirada superficial, sintiendo en todo el cuerpo el ardor de la pelea que tan bien conocía, esa anticipación frenética del guerrero, lo mejor de su profesión; le gustaban los casos complicados, los desafíos difíciles, las escaramuzas.

— Si decide ir a juicio debe hacerlo pronto, porque sólo tiene un año de plazo desde el accidente.

— ¡Pero entonces no me darán los diez mil dólares!

— Este caso puede valer mucho más, señora Benedict. Posiblemente le han ofrecido eso para ganar tiempo y que usted pierda su derecho a demandarlos.

La mujer aceptó aterrada, diez mil dólares era más de lo que había ahorrado en toda una vida de esfuerzo, pero ese hombre le inspiró confianza y Timothy Duane tenía razón, debía proteger a su hijo de un futuro muy incierto.

Esa tarde Reeves llevó el caso a su jefe, tan entusiasmado que se le atropellaban las palabras para contarle de esa negra hermosa y su hijo de edad madura vuelto de un porrazo a la adolescencia, imagínese si ganamos, les cambiaremos las vidas a estas pobres gentes; pero se encontró con las cejas diabólicas levantadas hasta el nacimiento del pelo y una mirada irónica.

No pierda tiempo en tonterías, Gregory, le dijo; no vale la pena meterse en este berenjenal. Le explicó que las posibilidades de ganar eran remotas, se requerirían años de investigación, decenas de expertos, muchas horas de trabajo y el resultado podía ser nulo; sin una lesión cerebral que justificara la pérdida de la memoria ningún jurado creería en esa amnesia.

Reeves sintió una oleada de frustración; estaba harto de obedecer decisiones de otros, cada día se sentía más inquieto y defraudado con su trabajo, no veía las horas de independizarse. Se aferró a esa negativa para zampar al anciano de las orquídeas el discurso de despedida tantas veces ensayado a solas. Al regresar a su casa esa noche encontró a Shanon echada en el suelo de la sala mirando televisión, la besó con una mezcla de orgullo y de ansiedad. — Renuncié a la firma. De ahora en adelante volaré solo. — Esto hay que celebrarlo–exclamó ella-. Y ya que estamos en eso, Greg, hagamos un brindis por el bebé. — ¿Cuál bebé?

— El que estamos esperando–sonrió Shanon sirviéndole una copa de la botella que tenía a su lado.

Al divorciarse de su segundo marido Judy Reeves se quedó con los hijos, incluso los que el hombre había tenido con su primera mujer. Con el tiempo el matrimonio se convirtió en una pesadilla de rencores y peleas, donde el marido llevaba todas las de perder. Cuando llegó el momento de separarse definitivamente, ni siquiera se planteó la posibilidad de que el padre se llevara a los niños, el afecto entre Judy y esas dos criaturas morenas era tan sólido y efusivo que nadie recordaba que no fueran suyas.

La mujer apenas alcanzó a permanecer soltera unos meses. Un sábado caluroso llevó a su familia a la playa y allí conoció a un fornido veterinario del norte de California, que hacia turismo en un carromato acompañado por sus tres hijos y una perra. La bestia había sido atropellada y tenía los cuartos traseros paralizados, pero en vez de despacharla a mejor vida, como indicaba la experiencia profesional, su amo improvisó un arnés para movilizarla con ayuda de los niños, que se turnaban para sostenerla por detrás mientras ella corría con las patas delanteras.

El espectáculo de la inválida revolcándose en las olas con ladridos de gozo, atrajo a los hijos de Judy. Así se conocieron. Ella rebasaba las costuras de un traje de baño a rayas y sorbía un helado tras otro, sin pausa ninguna. El veterinario se quedó contemplándola con una mezcla de horror y fascinación ante tanta gordura desnuda, pero al poco rato de conversación se hicieron amigos, olvidó su aspecto y al ponerse el sol la invitó a comer. Las dos familias terminaron el día devorando pizzas y hamburguesas.. El hombre regresó con los suyos al valle de Napa, donde vivía, y Judy quedó llamándolo con el pensamiento.

Desde los tiempos de Jim Morgan, su primer marido, no encontraba un hombre capaz de hacerle frente tanto en la cama como en una buena pelea. Jim Morgan salió de la prisión por buena conducta y, a pesar de que entonces ella estaba casada con el chaparrito de bigotes, la llamó para decirle que no había pasado un solo día de su condena sin recordarla con cariño. Pero ella ya marchaba por otros caminos. Además Morgan se había convertido a una secta de cristianos fundamentalistas, cuyo fanatismo resultaba incomprensible para ella, que había recibido la herencia tolerante de la fe Bahai de su madre, por eso no quiso verlo cuando volvió a quedar sola. Los mensajes mentales de Judy cruzaron montañas y extensos viñedos y poco después el veterinario regresó a visitarla. Pasaron una semana de luna de miel con todos los niños y Nora, la abuela, quien para entonces dependía por completo de Judy.

La cabaña que Charles Reeves había comprado treinta años atrás, había vuelto a su precaria condición original. Las termitas, el polvo y el paso del tiempo hicieron su lenta labor en las paredes de madera, sin que Nora hiciera nada por salvar su casa del desastre. Una tarde Judy y su segundo marido aparecieron de visita y encontraron a la anciana sentada en el sillón de mimbre bajo el sauce, porque el techo del porche se había desmoronado; los pilares estaban podridos. — Bueno, señora, usted se viene a vivir con nosotros–anunció el yerno.

— Gracias, hijo, pero no es posible. Imagínese el desconcierto del Doctor en Ciencias Divinas si no me encuentra aquí el jueves. — ¿Qué dice tu mamá?

— Cree que el fantasma de mi padre la visita los jueves, por eso nunca ha querido dejar la casa–le aclaró Judy.

— No hay problema, señora. Le dejaremos una nota a su marido con su nueva dirección–resolvió el hombre.

A nadie se le había ocurrido una solución tan simple. Nora se levantó, escribió la nota con su perfecta caligrafía de maestra, cogió su collar de perlas, salvado de tantas pobrezas, una caja con viejas fotografías y un par de cuadros pintados por su marido, y fue tranquilamente a sentarse en el automóvil de su hija. Judy echó el sillón de mimbre en la cajuela, porque su madre podría necesitarlo, cerró la casa con un candado y partieron sin mirar hacia atrás. Charles Reeves debe haber encontrado el mensaje, tal como encontró los otros cada vez que su viuda cambió de domicilio, porque no faltó ni un solo jueves a la cita póstuma ni Nora perdió de vista el hilo de la naranja que la unía al otro mundo. El año que Gregory se casó con Shanon, su hermana vivía con el veterinario, con su madre y un montón de chiquillos de diversas edades, colores y apellidos, esperaba a la octava criatura y se confesaba enamorada. Su existencia no era fácil, media casa estaba destinada a la clínica de animales, debía soportar el desfile constante de animales enfermos, el aire olía a creolina, los niños peleaban como fieras y Nora Reeves se había sumido en el misericordioso mundo de la imaginación y a una edad en que otras ancianas tejen calcetas para los bisnietos, ella había vuelto a su juventud. Sin embargo Judy se consideraba feliz por primera vez, tenía al fin un buen compañero y no necesitaba trabajar fuera de su hogar. Su marido preparaba unas parrilladas monumentales para alimentar a la tribu y compraba galletas de chocolate al por mayor. A pesar del embarazo, la buena mesa y su enorme apetito, Judy comenzó a adelgazar lentamente y pocos meses después de dar a luz tenía su peso de muchacha. Acudió al casamiento de su hermano con un atuendo de velos claros y un delicado sombrero de paja, del brazo de su tercer marido, con siete hijos en ropa de domingo y otro en los brazos, su madre vestida de colegiala y una perra paralítica sostenida por un arnés, pero con la expresión de risa de los animales contentos.

— Saluda a tu tía Judy y a tu abuela Nora–dijo Gregory a Margaret, quien para entonces tenía once años y seguía siendo muy pequeña de estatura, pero actuaba como una mujer adulta. La chica no había oído hablar de ese mujerón obeso ni de esa viejuca distraída con un lazo en la cabeza y pensó que aquel circo era una especie de broma. No apreciaba el sentido del humor de su padre. El novio quiso dar a su boda un aire latino, contrató a un grupo de mariachis del barrio de la Misión y la comida fue obra de Rosemary, una de sus antiguas amantes, una bella mujer que no le guardaba rencor por su matrimonio porque nunca lo quiso para marido. Había escrito varios libros de cocina y se ganaba la vida preparando banquetes, con su equipo de mesoneras servía con la misma facilidad una fiesta mexicana, un almuerzo para ejecutivos japoneses o una cena francesa. Shanon convertida en el alma de la recepción y ataviada con un inocente vestido de organdí blanco, se ejercitó con pasodobles, boleros y corridos, hasta que se le fueron las copas a la cabeza y debió retirarse. El resto de la noche Gregory Reeves y Timothy Duane bailaron con Carmen, como en los viejos tiempos del jitter–bug y el rock'n roll, mientras Daí observaba con expresión atónita ese nuevo aspecto de la personalidad de su madre. — Este niño es igual a Juan José–apuntó Gregory. — No, es igual a mí–replicó Carmen.

Había regresado de su viaje a Tailandia, Bali y la India con un cargamento de materiales y la cabeza llena de ideas novedosas. No daba abasto con los pedidos del comercio, había alquilado un local para su taller y contratado a un par de refugiados vietnamitas a quienes entrenó para ayudarla. En las horas que Da¡ iba a la escuela disponía de tranquilidad y silencio para diseñar las joyas que luego sus operarios reproducían. Contó a Gregory que pensaba abrir su propia tienda apenas lograra ahorrar lo suficiente para echar a andar. — Eso no funciona así. Tienes mentalidad de campesina. Debes pedir un préstamo, los negocios se hacen a crédito, Carmen. — ¿Cuántas veces te he pedido que me llames Tamar? — Te presentaré a mi banquero.

— No quiero acabar como tú, Gregory. Ni en cien años podrás pagar todo lo que debes.

Era cierto. El banquero amigo tuvo que hacerle otro préstamo para instalar su oficina, pero no se quejaba porque ese año los intereses se dispararon a niveles nunca vistos en el país, debía aprovechar a clientes como Gregory Reeves porque no quedaban muchos capaces de pagarlos. La racha no podía durar demasiado, los expertos pronosticaban que la incertidumbre económica costaría la reelección al presidente, un buen hombre a quien acusaban de ser débil y demasiado liberal, dos pecados imperdonables en ese lugar y en ese tiempo.

Instaló la oficina en los altos de un restaurante chino y mandó grabar en los vidrios su nombre y su título con grandes letras doradas, como había visto en las películas de detectives: Gregory Reeves, abogado. Ese letrero simbolizaba su triunfo. Se te nota la baja clase, hombre, no he visto nada más vulgar, comentó Timothy Duane, pero a Carmen le gustó la idea y decidió copiarla para su tienda, con una caligrafía de arabescos. Era un piso amplio en pleno centro de San Francisco con un ascensor directo y una salida de emergencia, que habría de ser útil en. más de una ocasión. El mismo día que Reeves entró al edificio el dueño del restaurante, oriundo de Hong Kong, subió a presentar sus saludos, acompañado por su hijo, un joven miope, pequeño y de modales suaves, geólogo de profesión, pero sin la menor afinidad con los minerales y las piedras, en realidad sólo amaba los números. Se llamaba Mike Tong y había llegado muy joven al país. cuando su padre trasladó la familia completa a esa nueva patria. Preguntó si el señor abogado necesitaba un contador para llevar sus libros y Gregory le explicó que por el momerito sólo tenía un cliente, de modo que no podía pagarle un sueldo, pero podría emplearlo por algunas horas a la semana. No sospechaba que Mike Tong se convertiría en su más fiel guardián y lo salvaría del desespero y la bancarrota. Para entonces el contingente de trabajadores latinos había aumentado mucho. Dentro de treinta años los blancos seremos minoría en este país, pronosticaba Timothy Duane. Reeves quiso aprovechar la experiencia del barrio donde se crió y su dominio del español para buscar clientela entre ellos, porque en otros campos la competencia era grande, tres cuartas partes del total de abogados del mundo operaban en los Estados Unidos, había uno por cada trescientas setenta personas. La razón más importante, sin embargo, fue que se enamoró de la idea de ayudar a los más humildes, podía comprender mejor que nadie las angustias de los inmigrantes latinos, él también había sido un lomo mojado.

Necesitaba una secretaria capaz de desenvolverse en ambos idiomas y Carmen lo puso en contacto con una tal Tina Faibich, que cumplía los requisitos. La postulante apareció en la oficina cuando todavía no llegaban los muebles, sólo estaba el sofá de cuero inglés, cómplice de tantas conquistas, y decenas de maceteros con plantas, archivos y expedientes yacían de cualquier modo por el suelo. La mujer debió abrirse paso en el desorden y sentarse sobre un cajón de libros. Gregory se encontró frente a una señora plácida y dulce, que se expresaba en perfecto español y lo miraba con una indescifrable expresión en sus ojos amables de ternera. Se sintió cómodo con ella, irradiaba la serenidad que a él le faltaba. La miró apenas, no revisó sus recomendaciones ni hizo demasiadas preguntas, confiaba en su instinto. Al despedirse ella se quitó los lentes y le sonrió ¿no me reconoce? le preguntó con timidez. Gregory levantó la vista y la observó más detenidamente, era Ernestina Pereda, la ardilla traviesa de los juegos eróticos en el baño de la escuela, la loba caliente de la adolescencia que lo salvó del suplicio del deseo cuando se estaba ahogando en el caldo hirviente de sus hormonas, la de los coitos precipitados y los llantos de arrepentimiento, santa Ernestina, ahora convertida en una matrona apacible. Después de muchos amantes de un día, se había casado, ya madura, con un empleado de la compañía de teléfonos, no tenía hijos y no los necesitaba, su marido era suficiente, dijo, y le mostró una fotografía del Sr. Faibich, un hombre tan común y corriente que sería imposible recordar su rostro un minuto después de haberlo visto. Gregory Reeves se quedó con la foto en la mano y la vista clavada en el suelo, sin saber qué decir. — Soy buena secretaria–murmuró ella sonrojándose. — Esta situación puede resultar incómoda para los dos, Ernestina. — No tendrá quejas de mí, señor Reeves.

— Llámeme Gregory.

— No. Es mejor que empecemos de nuevo. El pasado ya no cuenta–y procedió a contarle cómo cambió su vida luego de conocer a su marido, un hombre bonachón sólo en apariencia, porque en privado era pura dinamita, un amante insaciable y fiel que logró tranquilizar su vientre apasionado. Del pasado tormentoso apenas quedaba una imagen difusa, en parte porque no tenía interés alguno en lo ocurrido antes, le bastaba la dicha de ahora.

— Sin embargo usted no se me olvidó nunca, porque fue el único que nunca me prometió algo que no estuviera decidido a cumplir–dijo. — Mañana la espero a las ocho, Tina–sonrió Gregory estrechándole la mano.

Linda broma me hiciste, reclamó después a Carmen por teléfono y ella, que conocía los sigilosos y culpables encuentros de su amigo con Ernestina Pereda, le aseguró que no se trataba de una broma, con toda honestidad pensaba que era la secretaria ideal para él. No se equivocó, Tina Faibich y Mike Tong serían los únicos pilares firmes del frágil edificio del bufete de Gregory Reeves. También fue idea de Carmen atraer clientes latinos con publicidad en el canal en español a la hora de las telenovelas, recordaba a su madre hipnotizada frente a la pantalla, más inquieta por los destinos de esos seres de ficción que por los de su propia familia. Ninguno de los dos calculó el impacto del aviso. En cada interrupción del melodrama aparecía Gregory Reeves con su traje bien cortado y sus ojos azules, la imagen de un respetable profesional anglosajón, pero cuando abría la boca para ofrecer sus servicios lo hacía en un sonoro español de barrio, con los modismos y el inconfundible acento arrastrado de los hispanos que lo observaban al otro lado de la pantalla. Se puede confiar en él, decidían los clientes potenciales, es uno de nosotros, sólo que de otro color. Pronto lo conocían los mozos de los restaurantes, los choferes de taxi, los obreros de construcción y cuanto trabajador de piel tostada se le cruzaba por delante. King Benedict era su único caso cuando comenzó, al mes tenía tantos que pensó en buscar un socio. — Subalternos sí, socios nunca–le recomendó Mike Tong, quien pasaba todo el día en la oficina., a pesar de que estaba contratado por unas horas a la semana.

Dos años después trabajaban en la firma seis abogados, una recepcionista y tres secretarias, Reeves atendía casos por toda California, se movilizaba más en aviones que por tierra firme, ganando dinero a montones y gastando mucho más de lo que entraba. Para entonces Mike Tong pasaba la mayor parte de su existencia metido en el des orden de su cuchitril, entre archivos, papeles, libros de contabilidad, documentos bancarios y la máquina fotocopiadora, además de la cafetera, escobas, provisión de papel de baño y vasos desechables, que fiscalizaba con diligencia de urraca. Los demás se burlaban de la mezquindad del chino, aseguraban que por las noches regresaba sigiloso para rescatar de la basura los vasos de cartón, lavarlos y colocarlos de vuelta en la caja para ser usados al día siguiente, pero Mike Tong no hacía el menor caso de esas bromas, estaba muy ocupado cuadrando las cuentas en su ábaco.

Las rutinas de la vida y deberes de la monogamia agobiaron a Sha–non desde un comienzo, tenía la sofocante sensación de arrastrarse por un, desierto de dunas interminables dejando jirones de su juventud en cada paso. La risa de cascabeles que constituía su principal atractivo bajó de tono y se hizo más notorio su carácter indolente. Se aburría sin consuelo, anclada a un marido por ilusión de seguridad, idea sugerida por su madre, quien también le insinuó que la mejor forma de atrapar a Gregory Reeves era un embarazo oportuno. Deseaba casarse, por supuesto, pero no por razones mezquinas sino porque sentía cariño por ese hombre. A su lado se sentía protegida por primera, vez.

— Me alegro, hija, porque muy pronto Reeves será rico, a menos que ya lo sea, como he oído decir por ahí–replicó la señora. Shanon no hizo cálculos, no aparentaba un interés específico en el dinero, a pesar de los consejos familiares de que atrapara un pez gordo que le diera la categoría de reina digna de su belleza. Por otra parte, la idea de ganarse la vida, cumplir un horario y ajustarse a un presupuesto le resultaba insoportable, había intentado hacerlo, pero estaba probado que no lo resistía. Un marido próspero resolvería sus problemas, pero no pensó el precio que eso tendría. Ahora estaba prisionera dentro de la casa y atada a la criatura que crecía en su vientre. Las primeras semanas se distrajo tomando sol en el muelle junto al bote fantasma, pero pronto convenció a Gregory de cambiarse de casa y en el afán de buscar la mansión de sus sueños se le fueron los meses. No encontró lo que buscaba, ni tuvo ánimo para decorar la suya con algún esmero, compró apresuradamente muebles y adornos de un catálogo y cuando llegaron los apiñó de cualquier modo. Deambulaba por los cuartos atiborrados y se entretenía hablando por teléfono con sus amistades, por broma llamaba a sus antiguos amantes a horas intempestivas y les susurraba obscenidades, excitándolos y excitándose hasta la demencia. Necesitaba ejercitar su natural coquetería, sí no se le agriaba el ánimo, igual como cuando le faltaba licor. De puro fastidio, fue aumentando las copas y acabó bebiendo como su padre. En los primeros meses, antes de que se le inflara la barriga, iba a la oficina de su marido y fumaba pierna arriba sobre el escritorio de alguno de los jóvenes abogados, sólo por el placer de verlos inquietos. Posiblemente no habría notado la existencia de Mike Tong a no ser porque él era impermeable a su encanto, la trataba con la cortés distancia reservada a una abuela ajena, situación que, le provocaba un rencor sordo, agravado porque el contador chino le restringía el uso de las tarjetas de crédito y ponía freno a su jefe cuando se lanzaba en gastos desproporcionados para complacerla. Tampoco le gustaba Timothy Duane, lo invitó en cierta ocasión a almorzar con el pretexto de discutir una fiesta de cumpleaños para su marido, pero se presentó acompañado por una turista austriaca con quien salía esa semana y no dio señales de percibir cuánto más bella y disponible era Shanon. Cuida a tu mujer, le advirtió Duane al día siguiente a Gregory, quien llegó a su casa a exigir explicaciones, pero no pudo confrontarla porque la encontró aturdida en el suelo de la cocina y cuando quiso moverla, le vomitó encima. Es el embarazo, dijo, pero olía a alcohol. La ayudó a acostarse y más tarde, cuando la vio dormida entre sus sábanas rosadas, pensó que era muy joven, algo ingenua y tal vez Duane, guiado por su cinismo, había interpretado mal una invitación inocente. Sin embargo no pudo seguir engañándose por mucho tiempo, en los meses siguientes vio los síntomas del deterioro, tal como antes le sucediera con Samantha, pero calculó que tenía mucho más en común con Shanon que con su primera mujer y se aferró a esa idea para no deprimirse. Al menos compartían el gusto por la buena comida y los retozos desmedidos en la cama. Como él, Shanon era inquieta y aventurera, gozaba con los viajes, las compras y las fiestas. Ustedes acabarán mal, tu mujer sintoniza con las debilidades de tu carácter, le advirtió Carmen, pero él no lo veía de ese modo. Tal vez con esas similitudes podrían haber tejido los fundamentos de una verdadera relación de esposos, pero se les enfrió pronto la pasión de los primeros encuentros y al escarbar en el rescoldo de la antigua hoguera no encontraron amor. Gregory seguía deslumbrado por la juventud, la alegría y la belleza de Sha–non, pero estaba muy ocupado en su trabajo y no le dedicaba tiempo a su familia. Entretanto ella se consumía de impaciencia con la actitud de una adolescente consentida. Ninguno puso mucho interés por mantener a flote el barco en el cual navegaban, por lo mismo resultó extraño que cuando finalmente se hundió, se guardaran tanto rencor.

El entusiasmo de Gregory por Shanon se esfumó con rapidez, pero no se notó porque durante los meses del embarazo sintió por ella una ternura protectora, mezcla de compasión y arrobamiento. Estuvo a su lado cuando dio a luz, sosteniéndola, secándole la transpiración, hablándole para calmarla. mientras los médicos se afanaban bajo las lámparas implacables de la sala de parto. El olor de la sangre le trajo el recuerdo de la guerra y volvió a ver al muchacho de Kansas, como tantas veces lo viera en sueños, suplicándole que no lo dejara solo. Shanon se aferró a él mientras empujaba por desprender a la criatura de sus entrañas y en esos momentos Gregory creyó que la amaba. Le gustaban los niños y estaba entusiasmado con la idea de ser padre de nuevo, esta vez seria diferente, se prometió, el bebé no le sería extraño, como Margaret. Quiso ser el primero en iniciarlo en el mundo y estiró las manos para recibirlo apenas asomó la cabeza. Lo levantó para mostrárselo a la madre y nada pudo decir, porque la emoción le secó la voz. Después recordaría ese instante como el único de felicidad completa junto a esa mujer, pero aquel chispazo de dicha desapareció en cuestión de días, ella no servía para los afanes de la maternidad, así como tampoco para el papel de esposa o de ama de casa, y apenas pudo ponerse sus bluyines ajustados de soltera trató de escapar de la trampa del matrimonio. Su primer amante fue el médico que la atendió en el parto y muy pronto hubo varios más, mientras su marido, absorto en el trabajo, no tuvo ojos para ver las evidencias. Shanon se transformaba con cada nuevo amor según los requerimientos del hombre de turno, un día aparecía con una permanente y nueva ropa interior de encaje negro, pero dos semanas más tarde los portaligas franceses quedaban, olvidados al fondo de un cajón porque había puesto los ojos en un vecino escritor, entonces Gregory la encontraba arropada en uno de sus chalecos, sin maquillaje y con nuevos anteojos de carey, leyendo a Jung. Entretanto David, el bebé, crecía en un corral, tan inquieto, llorón y mañoso que ni su madre deseaba hacerle compañía. Un día Tina contó abochornada a su jefe que había visto a uno de los abogados de la firma besándose con Shanon en el estacionamiento, disculpe que me meta en esto, Sr. Reeves, pero es mi obligación decírselo, concluyó con voz temblorosa. A Gregory el mundo se le tiñó de rojo, cogió al acusado por la solapa y se trenzó a puñetazos, el hombre logró tomar el ascensor para escapar, pero él corrió por la escalera de servicio y lo atrapó en la calle con tal escándalo que intervino la policía y acabaron todos declarando en el retén, incluso Mike Tong, quien volvía del correo y alcanzó a ser testigo del final de la pelotera, cuando el galán yacía en la acera con la nariz ensangrentada. Esa noche Shanon culpó de lo sucedido a unas copas de más y trató de convencer a su marido que esas travesuras carecían por completo de importancia, sólo lo amaba a él. Gregory quiso saber qué diablos hacía en el estacionamiento y ella juró que se trataba de un encuentro casual y un beso amistoso.

— Se te nota la edad, Gregory, eres muy pasado de moda–concluyó. — ¡Parece que nací para cornudo! — rugió Reeves y se fue con un portazo rotundo.

Durmió en un motel hasta que Shanon logró ubicarlo y le suplicó que regresara, jurando amor y asegurándole que a su lado se sentía segura y protegida, sola estaba perdida, dijo sollozando. En secreto Gregory la esperaba. Había pasado la noche despierto, atormentado por los celos, imaginando represalias inútiles y soluciones imposibles. Fingió una rabia que en verdad ya no sentía, sólo por la satisfacción de humillarla, pero volvió a su lado tal como lo haría cada vez que se fuera en los meses siguientes.

Margaret desapareció de la casa de su madre a los trece años. Samantha esperó dos días antes de llamarme porque pensó que no tenía dónde ir y pronto estaría de vuelta, seguro se trataba de una escapada sin importancia, todos los chicos a su edad hacen estas locuras, no es nada del otro mundo, ya sabes que Margaret no da problemas, es muy buena, me dijo. Su capacidad para ignorar la realidad es como la de mi madre, nunca deja de maravillarme. Avisé de inmediato a la policía, que organizó una operación masiva para encontrarla, pusimos avisos en cada ciudad de la bahía, la llamamos por radio y por televisión. Cuando fui a la escuela me enteré de que no la habían visto en meses, se habían cansado de mandar notificaciones a su madre y dejar recados por teléfono. Mi hija era pésima estudiante, no tenía amistades, no hacía deportes y faltaba demasiado a clases, hasta que por fin dejó de asistir. Interrogué a sus compañeros, pero sabían poco de ella o no quisieron decirme, me pareció que no le tenían, simpatía, una muchacha la describió como agresiva y grosera, dos adjetivos imposibles de asociar con Margaret, quien siempre se comportaba como una dama antigua en un salón de té. Después hablé con los vecinos y así me enteré de que la habían visto salir a altas horas de la noche, a veces la venía a buscar un tipo en una motocicleta, pero casi siempre regresaba en diferentes automóviles. Samantha dijo que seguro se trataba de chismes mal intencionados, ella no había notado nada raro. Cómo iba a percibir la ausencia de su hija, si ni siquiera notaba su presencia, digo yo. En la foto que apareció en televisión Margaret se veía muy bonita e inocente, pero recordé sus gestos provocativos y se me ocurrieron horribles posibilidades. El mundo está lleno de pervertidos, me dijo una vez un oficial de la policía cuando se me perdió en el parque uno de los ni ños que cuidaba. Fueron días de suplicio recorriendo cuarteles de policía, hospitales, periódicos.

— Este es un caso para San Judas Tadeo, patrono de las causas perdidas–me recomendó Timothy Duane con toda seriedad cuando me desmoroné en su laboratorio en busca de una mano amiga-. — Tienes que ir a la Iglesia de los Dominicos, ponerle veinte dólares a la cajita del santo y prenderle una vela. — Estás demente, Tim.

— Sí, pero ése no es el punto. Lo único que me dejaron doce años de colegio de curas es el sentido de culpa y la fe incondicional en San Judas. Nada pierdes con probar.

— El Dr. Duane tiene razón, no se pierde nada con probar. Yo lo acompaño–ofreció suavemente mi secretaria, cuando lo supo, y así fue como me encontré de rodillas en una iglesia encendiendo velas, como no lo hacía desde mis tiempos de monaguillo del Padre Larraguibel, acompañado por la inefable Ernestina Pereda. Esa noche alguien llamó diciendo que en un bar habían visto a una persona parecida, sólo que bastante mayor. Allí fuimos con dos policías y encontramos a Margaret disfrazada de mujer, con uñas postizas, tacones altos, pantalones ajustados y una máscara de maquillaje deformando su cara de bebé. Al verme echó a correr y cuando le dimos caza me abrazó llorando y me llamó papá por primera vez desde que me acuerdo. El examen médico reveló que tenía marcas de agujas en los brazos y una infección venérea. Cuando traté de hablar con ella en el cuarto de la clínica privada donde la internamos, me rechazó con una andanada de palabrotas que escupía con voz de hombre, varias de las cuales no había oído ni siquiera en el barrio donde me crié o en mis tiempos de soldado. Se había arrancado la sonda del brazo, con su lápiz de labios había escrito horrendas obscenidades en las paredes de su pieza, había destrozado la almohada y lanzado al suelo todo lo que encontró a su alcance. Se necesitaron tres personas para sujetarla mientras le colocaban un tranquilizante. A la mañana siguiente fui con Samantha a verla y la encontramos serena y sonriente en su cama, con la cara limpia y una cinta en el pelo, rodeada de ramos de flores. cajas de chocolate y animales de pe–luche que le habían mandado los empleados de mí oficina. De la endemoniada del día anterior no quedaba ni rastro. Al preguntarle por qué había cometido semejante barbaridad se desmoronó llorando con aparente arrepentimiento, no sabía lo que le pasó, dijo, nunca lo había hecho antes, era culpa de malas amistades, pero no debíamos preocuparnos, se daba cuenta del peligro y no vería más a esa gen tuza, los pinchazos fueron sólo un experimento y no se repetirían, lo juraba.

— Estoy bien. Lo único que necesito es un tocacintas para escuchar música–nos dijo.

— ¿Qué clase de música quieres? — preguntó su madre acomodándole las almohadas.

— Un amigo me trajo mis canciones preferidas–replicó letárgica-. — Y ahora déjenme dormir, estoy un poco cansada.

Al despedimos nos pidió que le lleváramos cigarrillos, sin filtro por favor. Me extrañó que fumara. pero luego recordé que a su edad yo me había fabricado una pipa y, de todos modos. comparado con sus otros problemas, un poco de nicotina me pareció lo de menos. Consideré poco oportuno discutir sobre los peligros del humo en los pulmones, cuando podía morirse de una sobredosis de heroína. Cuando regresé a verla en la tarde ya no estaba. Se las arregló para despistar a la enfermera de tumo, ponerse la misma ropa de prostituta con la cual llegó y huir. Al limpiar el cuarto descubrieron una jeringa de–sechable bajo el colchón, junto a la cinta de música rock y los restos del lápiz de labios. Había perdido a Margaret–desde entonces la he visto en la cárcel o en una cama de hospital–pero no lo sabía aún, me demoré nueve años en decirle adiós, nueve años de esperanzas defraudadas, de búsquedas inútiles, de falsos arrepentimientos, de incontables raterías, traiciones, vulgaridades, sospechas y humillaciones, hasta que por fin acepté en el fondo de mi corazón que es imposible ayudarla.

La primera tienda Tamar surgió en una calle del centro de Berkeley, entre una librería y un salón de belleza, veinticinco metros cuadrados con una vitrina pequeña y una puerta estrecha, que hubiera pasado desapercibida entre los otros comercios del vecindario, si Carmen no decide aplicar los mismos principios decorativos de la casa de Olga, pero al revés. La vivienda de la curandera tenía tantos adornos y colorinches como una pagoda de opereta y por lo mismo destacaba en la arquitectura os y pobretona del barrio latino. El local de Carmen estaba rodeado de tiendas vistosas, de restaurantes chinos con sus dragones iracundos y mexicanos con sus cactus de yeso, bazares de la India, ventas para turistas y la floreciente industria de pornografía con avisos de neón mostrando parejas desnudas en posiciones inverosímiles. Con semejante competencia resultaba difícil atraer clientela, pero ella pintó todo de blanco, puso un toldo del mismo color en la puerta y lámparas potentes para acentuar el aspecto de laboratorio de su local. Desplegó las joyas sobre sencillas bandejas de arena y transparentes trozos de cuarzo, donde el elaborado diseño y los ricos materiales lucían espléndidos. En un rincón colgó algunas faldas gitanas, como las que ella misma usaba desde hacía años, únicas notas cálidas en esa blancura de nieve. En el aire flotaba un aroma tenue de especias y los monótonos acordes de una vihuela oriental.

— Pronto tendré cinturones, carteras y chales–explicó Carmen a Gregory cuando le mostró ufana su nuevo negocio en la fiesta de inauguración-. Habrá poca variedad pero se podrán combinar todas las piezas, de manera que con una visita a mi tienda la clienta pueda salir vestida de pies a cabeza.

— No encontrarás mucho entusiasmo por estos disfraces–se rió Gregory, convencido de que se necesitaba estar mal de la cabeza para ponerse las creaciones de su amiga, pero minutos más tarde debió tragarse sus palabras cuando Shanon le rogó que le comprara varios pendientes «étnicos», que a él le parecieron injustificadamente caros, y vio a su amiga Joan, del brazo de Balcescu, luciendo una de esas estrafalarias faldas zíngaras de parches multicolores. Las mujeres son un verdadero misterio, masculló.

Carmen Morales llevaba su negocio con prudencia de hortelano. Sacaba sus cuentas cada semana, separando una parte para mantener funcionando la fábrica, otra para impuestos. algo para sobrevivir sin lujos y aumentar su cuenta de ahorros. Contaba con sus fieles vietnamitas para reproducir los diseños y unas comadres mexicanas de su barrio que, de acuerdo a precisas instrucciones, cosían la ropa en sus casas y se la enviaban por servicio postal. Ella misma escogía todos los materiales y una vez al año, durante el verano, partía de compras al Asia o al norte de África en unos azarosos viajes que a otra mujer menos confiada la hubieran aterrado, pero ella iba protegida de los riesgos porque era incapaz de imaginar la maldad ajena. Sólo podía ausentarse durante las vacaciones escolares de Daí quien se acostumbró a esos safaris en tren, en jeep, en burro o a pie por aldeas remotas en las junglas de Tailandia, campamentos de pastores nómades en las montañas Atlas, o barrios de miseria en las multitudinarias ciudades de la India. Su cuerpo delgado y moreno resistía sin quejas toda suerte de comidas, agua contaminada, picadas de mosquitos, fatigas y calor de infierno, poseía la fortaleza de un fakir para los inconvenientes. Era un niño tranquilo que aprendió las cuatro operaciones aritméticas jugando con las cuentas para collares y antes de los diez años había descubierto varias leyes matemáticas que en vano trataba de explicar a su madre y a la maestra. Más tarde, cuando averiguaron su extraordinario talento para los números y lo examinaron profesores de la universidad, resultaron ser principios dé trigonometría. Tenía un pequeño tablero metálico de ajedrez con piezas imantadas y en el vapuleo de los trenes, medio aplastado por la multitud de pasajeros, jaulas de animales, destartaladas maletas de cartón y canastos con comestibles, Daí jugaba impasible ajedrez contra sí mismo, sin hacer trampas. No siempre dormían en hoteles o en chozas de gente amiga, a veces viajaban en pequeñas caravanas o llevaban un guía y les tocaba detenerse para acampar en la mitad de la nada.

En un petate en el suelo o en una hamaca colgando bajo un improvisado mosquitero, rodeado por graznidos amenazantes de pájaros nocturnos y rumor de patas sigilosas, sumido en el inquietante olor de residuos vegetales y magnolias, Da¡ se sentía totalmente seguro junto al cuerpo tibio de su madre, la creía invulnerable. Con ella pasó por muchas aventuras y las pocas veces en que la vio asustada sintió también el pinchazo del miedo: pero entonces recordaba a su otra madre, la de los ojos de almendras negras que volaba a propulsión a chorro sobre su cabeza protegiéndolo de todos los males. En un bazar de Marruecos, pululando entre la abigarrada muchedumbre, el niño se soltó de la mano de Carmen para admirar unos cuchillos curvos con cachas de cuero labrado.

El dueño de la tienda, un hombronazo patibulario envuelto en trapos, lo cogió por el cuello, lo levantó en vilo y le dio un bofetón, pero antes que alcanzara a repetir el gesto una fiera brava le cayó encima, toda zarpas. gruñendo y lanzando mordiscos de perra rabiosa. Daí vio a su madre rodar con el árabe por el suelo en un alboroto de faldas rotas, cestas volteadas, mercadería dispersa y burlas de otros hombres del mercado. Carmen recibió un puñetazo en la cara y por unos instantes quedó aturdida, pero la violencia de su desesperación la reanimó y antes que nadie pudiera preverlo empuñaba uno de los cuchillos curvos desenvainado. En ese instante interrumpió la policía, la desarmaron y salvaron al comerciante de una puñalada segura, mientras los hombres reunidos en círculo celebraban la golpiza y acusaban a la extranjera con gritos e insultos. Carmen y Da¡ terminaron en un cuartel entre rejas, rodeados de maleantes que no se atrevieron a molestarlos porque vieron la muerte en los ojos de esa mujer. El cónsul americano acudió a su rescate y más tarde, al despedirse, les aconsejó no volver a poner los pies en ese país. Nos vemos el ano próximo, replicó Carmen y no pudo sonreír, porque tenía la cara hinchada y una cortadura profunda en el labio. De esas exploraciones regresaban con cajas repletas de cuentas variadas, trozos de coral, vidrio o métales antiguos, piedras semipreciosas, minúscu las tallas en hueso, conchas perfectas, garras y dientes de bestias ignotas, hojas y escarabajos petrificados desde la edad de los hielos. También traían telas bordadas y cueros repujados que servían para agregar detalles a un cinturón o un bolso, cintas desteñidas por el tiempo para las faldas, botones o hebillas que descubrían en sucuchos olvidados. Para entonces Carmen ya no trabajaba en su casa. En el taller tenía sus tesoros en cajas de plástico transparente organizados por materiales y colores, allí se encerraba por horas a fabricar cada modelo, poniendo y quitando cuentas, labrando metales, cortando y puliendo en un paciente ejercicio de la imaginación. Inició la moda de los motivos astrológicos de lunas y estrellas, el uso de cristales para la buena fortuna, las joyas de inspiración africana, los aretes diferentes para cada lado y el pendiente único enroscado en la oreja con una cascada de piedras y de piezas de plata, que más tarde serían copiados hasta la saturación. Los, años le dieron seguridad y afinaron un poco sus rasgos, pero no atenuaron su alegre disposición ni disminuyeron su gusto por la aventura. Manejaba el negocio como una experta, pero se divertía tanto haciéndolo que no lo consideraba un trabajo. Era incapaz de tomarse en serio. No veía diferencia entre su próspera empresa y los tiempos en que fabricaba artesanías en la casa de sus padres para vender en el barrio latino o se vestía con pañuelos de colores para hacer malabarismos en la Plaza Pershing. Todo formaba parte del mismo, pasatiempo ininterrumpido de la existencia y el hecho de que aumentaran los ceros en sus cuentas bancarias no cambiaba para nada la índole juguetona de su quehacer. Era la primera sorprendida de su éxito, le costaba creer que hubiera gente dispuesta a pagar tanto por esos adornos inventados en un rapto de inspiración para divertirse. Los afanes de la vida y los engaños del éxito tampoco cambiaron su naturaleza amable, seguía siendo abierta, confiada y generosa. Los viajes le enseñaron las infinitas «serias y dolores que soporta la humanidad y al compararse con otros se sentía muy afortunada. Para ella no existía conflicto entre el buen ojo para el comercio y la compasión, desde el comienzo se las arregló para dar trabajo en las mejores condiciones posibles a los más pisoteados de la escala social, y después, cuando su fábrica creció, contrataba tantos latinos pobres, refugiados asiáticos y centroamericanos, inválidos y hasta un par de retardados mentales que puso a cargo de las plantas y los jardines, que Gregory llamaba al negocio de su amiga «el hospicio de Tamar». Gastaba tiempo y dinero en fatigosos entrenamientos y clases de inglés para sus obreros, que por lo general acababan de llegar al país escapando de inconfesables penurias. Su espontánea caridad resultó da empresarial, tal como lo fueron el comedor gratuito, los recreos obligatorios, la música ambiental, las sillas cómodas. las clases de gimnasia y relajación para los músculos agarrotados por el minucioso esfuerzo de montar las joyas, y tantas innovaciones, porque el personal respondía con fidelidad y eficiencia asombrosas. En sus viajes Carmen aprendió que el mundo no es blanco y nunca lo sería, por lo mismo ostentaba con orgullo su piel tostada y sus rasgos latinos. Su arrogante postura engañaba a los. demás, daba la impresión de ser más alta y más joven y se presentaba con tanto aplomo, envuelta en sus vestidos gitanos y acompañada por el tintinear de sus pulseras, que nadie se daba el trabajo de detallar su escasa estatura, senos pesados y cuerpo de guitarra. o sus primeras canas y arrugas. En el recreo de la escuela Da¡ ganó un concurso entre sus compañeros por tener la madre más bella. — ¿Nunca te vas a casar, mamá? — le preguntó el niño. — Sí. cuando tú crezcas me voy a casar contigo. — Cuando yo crezca tú estarás muy vieja–le explicó Daí, para quien los números eran verdades irrefutables.

— Entonces tendré que buscarme un marido tan decrépito como yo–se rió Carmen y en un chispazo de la memoria vio el rostro de Leo Galupi, tal como lo había recordado a menudo en esos años y tal como lo viera por primera vez, medio oculto tras un ramo de flores mustias esperándola en el aeropuerto de Saigón. Se preguntó si acaso él la recordaría también y decidió que un día tendría que averiguarlo, porque Daí crecía rápido y muy pronto tal vez no la necesitaría. Por otra parte estaba cansada de amantes fugaces; escogía hombres menores porque necesitaba armonía y belleza a su alrededor, pero empezaba a pesarle el vacío sentimental.

Mientras su amigo Gregory vivía acumulando deudas y dolores de cabeza, ella vivía como una obrera, pero cosechaba dinero y halagos.

Pronto el nombre de Tamar había pasado a ser símbolo de estilo original y de calidad impecable. Sin proponérselo se encontró dirigiendo desfiles de moda y dando conferencias como una experta, sin perder de vista que todo el asunto era una broma.

— Un día me pillarán que no sé nada de nada, me las arreglo para engatusar al mundo con pura jactancia–comentaba con Gregory cuando salía en revistas femeninas y de arte, o en publicaciones de economía como ejemplo de empresa en rápido desarrollo-. Pocos años más tarde, cuando había sucursales Tamar en varias capitales y casi doscientas personas trabajando a sus órdenes, sin contar los vendedores que recorrían varios continentes ofreciendo la mercadería en las tiendas más lujosas, y cuando el departamento de contabilidad ocupaba todo un piso de la fábrica, ella todavía viajaba en mula por la jungla o en camello por el desierto comprando sus materiales y vivía modestamente con su hijo, no por mezquindad sino porque no sabía que la existencia puede ser más cómoda.

King Benedict deseaba más que nada en el mundo un tren eléctrico para armar en la sala de la casa de su madre. Ya había fabricado la estación, un pueblo de casitas de madera, árboles de cartón y una naturaleza de cerros y túneles en miniatura que se extendía de muro a muro impidiendo el paso por el cuarto. Sólo esperaba el tren porque Bel le había prometido que esa sería la primera adquisición cuando recibieran el dinero del juicio. Se sentía como un inválido y se aferraba a esa mujer de cuello largo y ojos amarillos, que aseguraba ser su madre, y representaba la única brújula en una tempestad de incertidumbres. Desde el accidente su memoria era sólo neblina; cuarenta años borrados en el instante en que su cabeza golpeó el suelo. Recordaba a su madre joven y hermosa; ¿cómo se transformó en esa vieja gastada por el trabajo y los años? ¿Quién es Bel realmente? Ojalá que me compre el tren… Comprendía que ya no estaba para juegos infantiles, pero de verdad no le interesaban para nada los asuntos que obsesionaban a los hombres.

Pasaba horas embobado frente al televisor, ese prodigioso invento antes desconocido para él, y cuando veía besos apasionados en la pantalla sentía una ciega ansiedad, algo palpitante en las entrañas, que por fortuna no duraba mucho. El catálogo de trenes eléctricos lo atraía mucho más que las revistas de mujeres desnudas que le ofrecía el vendedor de periódicos en el quiosco de la esquina. A veces se veía a sí mismo desde la distancia, como si estuviera en el cine contemplando su propio rostro en un guión inexorable. No reconocía su cuerpo. Su madre le había explicado el accidente y la amnesia; no era tonto, sabía que no tenía catorce años. Se miraba largamente en el espejo sin reconocer a ese abuelo que lo saludaba desde el otro lado; hacía un inventario de los cambios y se preguntaba en qué momento ocurrieron, cómo se acumuló tanto desgaste.

Ignoraba cómo perdió pelo, ganó peso y le aparecieron arrugas, dónde fueron a parar algunos de sus dientes, por qué le dolían los huesos cuando lanzaba una pelota, se le acababa el aire cuando intentaba subir corriendo las escaleras y no podía leer sin anteojos. No recordaba haber comprado esos lentes.

Ahora se encontraba sentado ante una mesa grande en una oficina llena de plantas y libros entre dos hombres que lo acosaban a preguntas, algunas imposibles de responder, mientras una secretaria escribía cada palabra en una máquina. ¿Quién era el presidente en el año en que usted se casó?

Su madre lo obligaba a ir diariamente a la biblioteca a leer los periódicos antiguos para enterarse de lo ocurrido en el mundo durante esos cuarenta años que se le fueron de la mente. Los datos abstractos le resultaban más comprensibles que los artefactos de uso diario, como un horno microonda y otras cosas fascinantes y misteriosas. King sabía los nombres de los presidentes, los más notables resultados del béisbol, los viajes a la luna, las guerras, los asesinatos de John Kennedy y Martin Luther King, pero no tenía la menor idea de dónde se encontraba durante esos eventos y podía jurar que jamás se había casado.

Su madre enteraba las tardes contándole cosas de su propia vida a ver si de tanto repetir lograba despejar las brumas del olvido, pero esos ejercicios obligados de la memoria eran un interminable y aburrido calvario. Le costaba creer que su destino hubiera sido tan insignificante, que nada importante hubiera hecho, nada realizara de sus planes juveniles. Sentía angustia por el tiempo desperdiciado en ese collar de rutinas minúsculas, por lo mismo agradecía esa segunda oportunidad en este mundo. Su futuro no era un hoyo negro a la espalda, como decía su madre, sino un cuaderno en blanco ante sus ojos. Podía llenarlo con lo que siempre ambicionó, recorrer una vez más los años ya vividos. Correría aventuras, encontraría tesoros, cometería actos heroicos, iría al África en busca de sus raíces, nunca se casaría ni envejecería. Si al menos pudiera recordar los errores y los aciertos…

Siempre quiso un tren eléctrico, no era un capricho del momento sino su más antiguo deseo, el sueño de su infancia. Cuando se lo dijo a Reeves, el hombre le sonrió con sus ojos claros y le confesó que ésa era también su máxima aspiración, pero nunca lo tuvo. Mentira, si puede pagar esta oficina con letras de oro en las ventanas. también puede comprarse un tren y hasta dos si le da la gana, había deducido King Benedict, pero no se atrevió a decírselo, no podía quedar como un grosero. ¿Por qué su madre escogió un abogado blanco? ¿No le había dicho ella misma muchas veces que por principio debía desconfiar siempre de los blancos? Ahora el otro hombre le ponía hileras de fotografías sobre la mesa y debía reconocerlas, pero. ninguna de esas personas le resultaba familiar, excepto la bella mujer sentada en el marco de una ventana con media cara iluminada y la otra en sombras, su madre sin duda, aunque se veía muy diferente a la anciana de ahora.

Después lo enfrentaron con fotos de revistas para que identificara ciudades y paisajes, casi todos desconocidos para él. ¿Y eso? ¿Qué eran esa plantación de algodón y esa camioneta? No lograba recordar, pero estaba seguro de haber estado en un sitio similar. ¿Dónde es, mamá?, pero antes que pudiera modular las palabras comenzó a sentir clavos en las sienes y en pocos momentos el dolor lo volteó. Levantó las manos para protegerse la cabeza y trató de escapar, pero cayó al suelo de rodillas.

— ¿Se siente mal, Sr. Benedict? ¡Sr. Benedict…! — Y la voz le llegó de lejos. Después sintió la mano de su madre en la frente y se volvió para abrazarse a su cintura y esconderse en su pecho, agobiado por los sordos martillazos retumbando dentro de su cerebro y la ola de náusea que le llenaba la boca de saliva y lo hacía temblar.

Gregory Reeves tardó un año en aceptar que no había razón para seguir luchando por un matrimonio que nunca debió realizarse, y otro tanto en tomar la decisión de separarse porque no quería dejar a David y le dolía admitir un segundo fracaso.

— El problema no es Shanon, eres tú–diagnosticó Carmen-. Ninguna mujer puede resolverte los problemas, Greg. Todavía no sabes lo que buscas. No puedes amarte a ti mismo, ¿cómo vas a amar a nadie? — ¿Me habla la voz de la experiencia? — se burló él. — ¡Al menos yo no me he casado dos veces!

— Esto costará una fortuna–se lamentó Mike Tong cuando se enteró de que su jefe pensaba divorciarse otra vez.

Reeves se trasladó a vivir un tiempo con Timothy Duane. Después de una trifulca escandalosa en la cual se insultaron a gritos y Shanon le lanzó una botella por la cabeza, metió su ropa en dos maletas y partió jurando que esta vez no regresaría. Llegó al departamento de su amigo cuando éste se encontraba en medio de una cena formal con otros médicos y sus esposas. Entró al comedor y con gesto dramático dejó caer su equipaje al suelo.

— Esto es todo lo que queda de Gregory Reeves–anunció taciturno.

— La sopa es de callampas–replicó Timothy sin inmutarse.

Más tarde, a solas le ofreció el cuarto de huéspedes y comentó que–en buena hora se había separado de esa mala pécora-.

— Me está haciendo falta un compañero de parranda–agregó.

— No hay caso, tengo mala suerte con las mujeres.

— No digas tonterías, Greg. Vivimos en el paraíso. No sólo las mujeres son bonitas por aquí, sino que no tenemos competencia. Tú y yo debemos ser los últimos solteros heterosexuales de San Francisco. — Hasta ahora esa estadística no me ha servido de mucho…

Shanon se quedó con el niño y poco después se instaló en una casa sobre un cerro con vista a la bahía. Gregory regresó a la suya, ahora sin muebles, pero todavía con los barriles de las rosas. No se preocupó de reemplazar lo perdido porque en el deterioro de los últimos tiempos se fue ensimismando en su indignación de marido traicionado y los cuartos vacíos le parecieron el marco adecuado a su estado de ánimo. Cuando el resentimiento contra su mujer se le transformó en deseo de revancha, quiso buscar amantes de consuelo como había hecho antes, pero descubrió que lejos de aliviarlo esa solución le complicaba el horario y aumentaba su rabia. Se sumergió en el trabajo, sin tiempo ni buena disposición para trajines domésticos y se limitó a mantener vivas sus plantas.

Por su parte Shanon no estaba mucho mejor, el camión de la mudanza desembarcó los bultos en la sala de la nueva casa y allí quedaron desparramados; apenas le alcanzaron las fuerzas para acomodar las camas y unos cuantos utensilios de cocina, mientras a su alrededor crecían el estropicio y la confusión. Era incapaz de lidiar con David.

El niño resultó una tarea sobrehumana, necesitaba un domador de fieras más que una niñera, había nacido con el organismo acelerado y vivía como un salvaje. Lo despidieron de las guarderías infantiles donde intentaron dejarlo algunas horas al día; su conducta era tan bárbara que mantenía a su madre en estado de permanente alerta porque cualquier descuido podía terminar en una catástrofe. Aprendió temprano a llamar la atención privándose de aire y perfeccionó ese recurso hasta lograr que le saliera espuma por la boca, se le voltearan los ojos y cayera en convulsiones cada vez que lo contradecían en algún capricho.

Se negaba a usar un cepillo de dientes, un peine o una cuchara, comía en el suelo lamiendo los alimentos, no podían dejarlo con otros niños porque mordía, ni entre adultos porque lanzaba un chillido vi–tricida capaz de moler los nervios al más bravo. Shanon se dio por vencida apenas la criatura comenzó a desplazarse gateando, lo cual coincidió con las peores peleas con su marido, y buscó alivio en la ginebra.

Mientras su padre se aturdía en el trabajo y los viajes, que lo mantenían siempre ausente, y su madre lo hacía en el licor y la frivolidad, ambos afanados en una guerra de enemigos irreconciliables, el pequeño David acumulaba la rabia sorda de los niños abandonados. El divorcio evitó al menos la iniquidad de esas diarias batallas campales que dejaban a toda la familia extenuada, incluyendo a la sirvienta mexicana que iba todos los días a limpiar y a cuidar al niño, pero que finalmente prefirió la incertidumbre de la calle a ese asilo de locos. Su partida fue más trágica para Shanon que la de su marido. Desde ese momento se creyó desamparada y no volvió a intentar un amago de control, dejó que su hogar y su vida se llenaran de polvo y desorden, a su alrededor se acumularon ropa y platos sucios, cuentas impagas, máquinas estropeadas y deberes que procuraba ignorar. En el mismo, estado de desconcierto comenzó su existencia de mujer divorciada; no volvió a afanarse en su papel de madre ni ama de casa, renunció a toda pretensión de decencia doméstica, vencida antes de partir, pero le quedó ánimo para salvarse del naufragio y escapar, primero a ratos robados y luego por horas hasta que por último se fue del todo.

Reeves quedó en su casa vacía, con el bote pudriéndose en el muelle y los rosales languideciendo en los barriles. No era una solución práctica para un hombre solo, como le hizo ver todo el mundo, pero en un apartamento se sentía prisionero, necesitaba amplios espacios donde estirar el cuerpo y dejar el alma suelta. Trabajaba dieciséis horas diarias, dormía menos de cinco por noche y bebía una botella de vino en cada comida.

Al menos no fumas, así es que no te consumirás de cáncer al pulmón, lo consoló Timothy Duane.

La oficina parecía una fábrica de hacer dinero, pero en realidad se sostenía en precario equilibrio mientras el contador chino hacía milagros para pagar las cuentas más urgentes. En vano Mike Tong trataba de explicar a su jefe los principios básicos de la contabilidad, para que examinara las sangrientas columnas de los libros y viera cómo hacían piruetas a tientas en una cuerda floja. No te preocupes, hombre, ya nos arreglaremos, esto no es como en la China, aquí siempre se sale adelante, esta tierra es de los atrevidos, no de los prudentes, lo tranquilizaba Reeves.

Miraba a su alrededor y veía que no era el único en esa postura, la nación entera sucumbía al aturdimiento del despilfarro, lanzada en una bacanal de gastos y una estrepitosa propaganda patriótica, diri gida a recuperar el orgullo humillado por la derrota de la guerra. Marchaba al tambor de su época, pero para hacerlo debía silenciar las voces de Cyrus con su melena de sabio y sus enciclopedias clandestinas, de su padre con la boa mansa, de los soldados sumergidos en sangre y espanto, y de tantos otros espíritus cuestionadores. No se ha visto tanto egoísmo, corrupción y arrogancia desde el Imperio Romano, decía Timothy Duane.

Cuando Carmen previno a Gregory contra las trampas de la codicia, él le recordó que la primera lección de viveza se la dio ella en la infancia, al sacarlo del ghetto y obligarlo a hacer dinero en el barrio de los burgueses. Gracias a ti crucé la calle y descubrí las ventajas de estar al otro lado; es mucho mejor ser rico, pero si no puedo serlo, al menos voy a vivir como si lo fuera, dijo.

Ella no lograba conciliar esas bravatas de su amigo con otros aspectos de su vida, que revelaba sin proponérselo en las largas conversaciones de los lunes, como su tendencia cada vez más acentuada de defender sólo a los más míseros, nunca a las empresas o las compañías de seguro, donde había ganancias sustanciales sin tanto riesgo. — No estás claro, Greg. Hablas de hacer plata, pero por tu oficina desfilan sólo los pobres.

— Los latinos siempre lo son, lo sabes tan bien como yo. — A eso voy. Con ese tipo de clientes nadie se hace rico. Pero celebro que sigas siendo el tonto sentimental de siempre, por eso te quiero. Siempre te haces cargo de los demás, no sé cómo te alcanzan las fuerzas.

Ese rasgo de su carácter no se había notado tanto cuando era una tuerca más en el complicado engranaje de un bufete ajeno, pero fue evidente al convertirse en su propio patrón. Era incapaz de cerrar la puerta a quien solicitaba ayuda, tanto en la oficina como en su vida privada. Se rodeaba de gente en desgracia y apenas lograba cumplir con todos, Ernestina Pereda hacía milagros para estirar las horas de su calendario. A menudo los clientes terminaban convertidos en amigos, en más de una ocasión tuvo viviendo en su casa a alguien que se encontró sin techo.

Una mirada agradecida le parecía recompensa suficiente, pero a menudo se llevaba chascos graves. No tenía buen ojo para detectar a tiempo a los sinvergüenzas y cuando deseaba librarse de ellos era tarde, porque se volvían como escorpiones, acusándolo de toda suerte de vicios. Cuidado con que nos metan un juicio por mal uso de la profesión, advertía Mike Tong al ver que su jefe confiaba demasiado en los clientes, entre los cuales había maleantes que sobrevivían abusando del sistema legal y tenían una historia de pleitos a la espalda, trabajaban unos meses, lograban hacerse despedir y luego entablaban demanda por haber perdido el empleo, otros se provocaban heridas para cobrar el seguro.

Reeves también se equivocaba al contratar a sus empleados, la mayoría tenía problemas con alcohol, otro era jugador y apostaba no sólo lo suyo, sino todo lo que podía sustraer de la oficina, y había uno que padecía depresión crónica y lo encontró un par de veces con las venas abiertas en el baño.

Tardó muchos años en darse cuenta de que su actitud atraía a los neuróticos. Las secretarias no daban abasto con tanto sobresalto, y pocas duraban más de un par de meses. Mike Tong y Tina Faibich eran las únicas personas normales en ese circo de alucinados. A los ojos de Carmen el hecho de que su amigo todavía no se hundiera era una prueba irrefutable de su fortaleza, pero Timothy Duane llamaba a ese milagro pura y simple buena suerte.

Entró a su oficina por la puerta de servicio, como hacía a menudo para evitar a los clientes de la sala de espera. Su escritorio era una montaña de papeles y en el suelo se apilaban también documentos y libros de consulta, sobre el sofá había un chaleco y varias cajas con campanitas y ciervos de cristal. El desorden crecía a su alrededor amenazando con devorarlo. Mientras se quitaba el impermeable pasó revista a las plantas, preocupado por el aspecto fúnebre de los helechos. No alcanzó a tocar el timbre, Tina lo esperaba con la agenda del día.

— Debemos hacer algo con esta calefacción; me está matando las plantas.

— Hoy tiene una declaración a las once y acuérdese que en la tarde debe ir a los tribunales. ¿Puedo acomodar un poco aquí? Esto parece un basural, si no le importa que se lo diga, Sr. Reeves. — Bien, pero no me toque el archivo de Benedict; estoy trabajando en eso. Escriba otra vez al club de Navidad para que no me manden más chirimbolos. ¿Me puede traer una aspirina, por favor? — Creo que le harán falta dos. Su hermana Judy ha llamado varias veces, es urgente–anunció Tina y salió.

Reeves tomó el teléfono y llamó a su hermana, quien le comunicó en pocas palabras que Shanon había pasado temprano a dejar a David en su casa antes de emprender viaje con rumbo desconocido. — Ven a buscar a tu hijo cuanto antes porque no pienso hacerme cargo de este monstruo; bastante tengo con mis hijos y mi madre. ¿Sabes que ahora usa pañales?

— ¿David?

— Mi mamá. Veo que tampoco sabes nada de tu propio hijo. — Hay que internarla en una residencia geriátrica, Judy. — Claro, ésa es la solución más fácil, abandonarla como si fuera un zapato gastado, es lo que tú harías, sin duda, pero yo no. Ella me cuidó cuando era chica, me ayudó a criar a mis niños y ha estado a mi lado en todas las necesidades. ¡Cómo se te ocurre que voy a ponerla en un asilo! Para ti no es más que una vieja inútil, pero yo la quiero y espero que se muera en mis brazos y no botada como un perro. Tienes una hora para recoger a tu hijo–No puedo, Judy, tengo tres clientes esperando. — Entonces se lo entregaré a la policía. En el corto rato que lleva en mi casa metió el gato a la secadora de ropa y le cortó el pelo a su abuela–dijo Judy procurando dominar el timbre histérico de su voz. — ¿Shanon no dijo cuando regresaba?

— No. Dijo que tiene derecho a hacer su vida, o algo por el estilo. Olía a alcohol y estaba muy nerviosa, casi desesperada, no la culpo, esa pobre mujer no tiene ningún control sobre su vida, cómo podría tenerlo sobre su hijo. — ¿Y qué vamos a hacer ahora?

— No sé lo que harás tú. Debiste pensarlo mucho antes, no sé para qué echas hijos al mundo si no tienes intención de criarlos. Ya tienes una hija drogada ¿no es suficiente? ¿O quieres que David siga el ejemplo de su hermana? Si no puedes estar aquí exactamente en una hora, anda a la policía, allí encontrarás a tu chiquillo–y colgó el teléfono.

Reeves llamó a Tina para pedirle que cancelara las citas del día. Ella lo alcanzó en la puerta poniéndose el chaquetón, con su paraguas en la mano, segura de que en semejante trance su jefe la necesitaba. — ¿Qué opina de una mujer que abandona a su hijo de cuatro años, Tina? — preguntó Reeves a su secretaria a medio camino. — Lo mismo que opino de un padre que lo abandona a los tres — replicó ella en un tono que jamás usaba y así concluyó la conversación; el resto del viaje fueron callados, escuchando un concierto en la radio y procurando mantener a raya las turbulencias de la imaginación. Cualquier cosa podían esperar de David.

Judy aguardaba con los bártulos de su sobrino en la puerta, mientras el niño, vestido de soldado, correteaba por el jardín lanzando piedras a la perra inválida.

Tina abrió su gigantesco paraguas y lo hizo girar como una rueda de carrusel, eso tuvo el poder de detener en seco a David. El padre avanzó con la intención de cogerlo de la mano, pero el chico le tiró un piedrazo y salió disparado en dirección a la calle. No alcanzó a llegar. En una maniobra de ilusionista Tina cerró el paraguas, le enganchó una pierna con el mango, lo lanzó de boca al suelo y enseguida lo atrapó por la ropa, lo levantó en vilo y lo introdujo de viva fuerza en el automóvil, todo eso sin perder su habitual sonrisa. Se las arregló para mantenerlo inmovilizado todo el camino de vuelta a la ciudad. Esa tarde Gregory Reeves se presentó en los tribunales con más ganas de pelea de lo habitual, mientras su invencible secretaria lo aguardaba afuera controlando a David con cuentos, papas fritas y uno que otro pellizco.

Así comenzó la convivencia de Gregory con su hijo. No estaba preparado para esa emergencia y no había espacio en sus rutinas para una criatura, menos para una tan fregada como la suya. Era tanta la inseguridad de David que no podía estar solo ni un momento; por la noche se introducía en la cama de su padre para dormir aferrado a su mano.

Los primeros días Gregory tuvo que llevarlo consigo a todos lados, porque no tenía edad para quedarse solo y no consiguió a nadie dispuesto a hacerse cargo, ni siquiera Judy, a pesar de su inclinación natural por los niños y la bonita suma que le ofreció. Si en pocos minutos le peló la cabeza a mi madre, en una hora se la corta, fue la respuesta de Judy a su petición.

La casa y el coche de Reeves se llenaron de juguetes, comida rancia, chicles mascados, pilas de ropa sucia. A falta de otra solución lo llevó a la oficina, donde al principio sus empleados trataron de congraciarse con el niño, pero pronto se dieron por vencidos, reconociendo honestamente que lo odiaban. David corría por encima de los escritorios, se tragaba los clips y enseguida los escupía sobre los documentos, desenchufaba las computadoras, inundaba los baños de agua, arrancaba los cables de teléfono y tanto viajó en el ascensor que la máquina se trancó. Por sugerencia de su secretaria, Gregory contrató a una inmigrante ¡legal salvadoreña para cuidarlo. pero la mujer sólo duró cuatro días. Fue la primera de una larga lista de niñeras que desfilaron por la casa sin dejar recuerdos.

Al diablo con los traumas, yo le daría una buena zurra, recomendó Carmen por teléfono, aunque ella no había tenido ocasión de hacerlo con Daí. El padre prefirió consultar a un psiquiatra infantil, quien aconsejó una escuela especial para niños con problemas de conduc ta, recetó pastillas para calmarlo y tratamiento inmediato porque, según explicó, las heridas emocionales de los primeros años de vida dejan cicatrices imborrables.

— Y de paso sugiero que usted entre a terapia también, porque la necesita más que David. Si no arregla sus problemas no podrá ayudar a su hijo–agregó; pero Reeves descartó esa idea sin un segundo pensamiento. Se había criado en un medio donde, esa posibilidad no se planteaba y en ese período todavía creía que los hombres deben arreglárselas solos.

— Ése fue un año difícil para Gregory Reeves. Es el peor de tu destino. ya no tienes que preocuparte porque el futuro será mucho más fácil — le aseguró Olga más tarde, cuando trató de convencerlo del poder de los cristales para contrarrestar la mala suerte. Se le juntaron varias desgracias y el frágil equilibrio de su realidad se desmoronó. Una mañana Mike Tong se presentó descompuesto para anunciarle que debía al banco una suma imposible de pagar y los intereses estaban estrangulando a la firma, además no había terminado con los gastos de su divorcio.

Las mujeres con quienes salía fueron desapareciendo una a una a medida que tuvieron ocasión de conocer a David, ninguna tuvo fortaleza de carácter para compartir al amante con aquella indómita criatura. No era la primera vez que lo acosaban las circunstancias, pero ahora se sumaba el cuidado de su hijo. Madrugaba para alcanzar a arreglar la casa, preparar desayuno, oír las noticias, programar la comida y vestir al niño, lo dejaba en la escuela una vez que las pastillas sedantes le hubieran hecho efecto y manejaba a la ciudad. Esos cuarenta minutos de viaje eran el único momento de paz del día; al pasar entre las soberbias torres del puente del Golden Gate, como altos campanarios chinos de laca roja, con la bahía a un lado, un espejo oscuro cruzado de veleros de placer y botes de pesca, y la silueta elegante de San Francisco al frente, se acordaba de su padre. El lugar más hermoso del mundo, lo llamaba. Escuchaba música, tratando de mantener la mente en blanco, pero casi nunca era posible, porque la lista de asuntos pendientes resultaba interminable. Tina fijaba sus citas temprano, así podía recoger a David a las cuatro; se llevaba documentos a la casa con intención de estudiarlos por la tarde, pero no le alcanzaba el tiempo, jamás imaginó que un niño ocupara tanto espacio, hiciera tanto ruido y necesitara tanta atención. Por primera vez tuvo lástima de Shanon y hasta llegó a entender que hubiera desaparecido. Además el chico coleccionaba mascotas y a él le tocaba lavar el tanque de los pescados, alimentar a las ratas, limpiar la jaula de las caturras y pasear al perro, un ovejero amarillo a quien llamaron Oliver en recuerdo del primer amigo de Gregory.

— Eso te pasa por tonto. En primer lugar no debiste comprar ese zoológico–le dijo Carmen — Podías haberme advertido antes, ahora no hay nada que hacer.

— Claro que sí, regala al perro, suelta los pájaros y las ratas y echa los pescados a la bahía. Todos saldrán ganando.

Los papeles se acumulaban sobre los cajones que le servían de mesa de noche. Debió renunciar a los viajes y entregar los casos de otras ciudades a sus empleados, quienes no siempre estaban sobrios o sanos y cometían costosos errores. Terminaron los almuerzos de negocios, las partidas de golf, la ópera, las escapadas a bailar con mujeres de su lista y las jaranas con Timothy Duane, ni siquiera podía ir al cine por no dejar al niño solo. Tampoco pudo recurrir a los videos porque David sólo aceptaba películas de monstruos y de extrema violencia; mientras más sangrientas más le gustaban. Asqueado de tantos muertos, torturados, zombis, hombres lobos y pérfidos extra–terrestres, Gregory trató de iniciarlo en comedias musicales y dibujos animados, pero se aburrían ambos por igual.

Imposible invitar amigos a su casa, David no soportaba a nadie, consideraba a cualquiera que se aproximara a su padre como una amenaza y le daban escandalosas pataletas de celos que invariablemente precipitaban la huida de las visitas. A veces, si tenía una fiesta o una cita con una conquista interesante, conseguía que alguien vigilara al chiquillo por unas horas, pero siempre al regresar encontraba la casa barrida por un huracán y la cuidadora desolada o al borde de un ataque de nervios. El único con suficiente paciencia y aguante fue King Benedict, quien resultó bien dotado para el papel de niñero y también gozaban con juegos de video y películas de horror, pero vivía demasiado lejos y por otra parte era tan desvalido como el niño. Al dejarlos solos Gregory partía intranquilo y regresaba apurado, imaginando las innumerables desgracias que podían ocurrir en su ausencia. Los fines de semana los dedicaba completos a su hijo, a limpiar la casa, ir al mercado, reparar los destrozos, cambiar la paja de las ratas y lavar el tanque de los peces, que solían amanecer flotando desvanecidos porque David les echaba de un cuanto hay en el agua. Hasta dormido lo perseguían las deudas impagas, los impuestos atrasados y la posibilidad de verse en un lío sin salida porque no confiaba en sus abogados y él mismo había descuidado a algunos clientes. Para colmo debió suprimir el seguro profesional por falta de fondos, ante el espanto de Mike Tong, quien profetizaba toda suerte de catástrofes financieras y sostenía que trabajar en ese campo sin la protección de un seguro era una actitud suicida. A Reeves no le alcanzaban el dinero, las fuerzas ni las horas, estaba muy cansado, añoraba un poco de soledad y silencio, necesitaba al menos una semana de vacaciones en alguna playa, pero resultaba imposible viajar con David.

— Regálalo a un laboratorio, siempre necesitan niños para hacer experimentos, — le sugirió Timothy Duane, quien tampoco aparecía en casa de su amigo por terror a enfrentarse con el chiquillo. Gregory sentía la cabeza llena de ruido, como en los peores tiempos de la guerra; el descalabro crecía incontenible a su alrededor, empezó a beber demasiado y sus alergias no le daban tregua, se ahogaba como si tuviera los pulmones llenos de algodón. El alcohol le producía una euforia breve y luego lo sumía en una tristeza larga y al día siguiente amanecía con la piel enrojecida, un zumbido en los oídos y los ojos hinchados.

Por primera vez en su vida sintió que el cuerpo le fallaba; hasta entonces se había burlado del fanatismo californiano por mantenerse en forma, pensaba que la salud es como el color de la piel, algo irrevocable que se trae al nacer, y de lo cual ni siquiera vale la pena hablar. Nunca se había preocupado del colesterol, el azúcar refinado o las grasas saturadas, permanecía indiferente a los alimentos orgánicos y la fibra, también a la manía del aceite bronceador o de correr, a menos que tuviera que llegar pronto a alguna parte. Estaba convencido de que no tendría tiempo para sufrir enfermedades, no moriría de viejo, sino de accidente repentino.

Por primera vez disminuyó su interés por las mujeres; eso le creaba cierta angustia, pero al mismo tiempo se sentía aliviado, por una parte temía perder la virilidad y por otra pensaba que sin esa obsesión su vida hubiera sido más llevadera. Las citas se hicieron menos frecuentes, se redujeron a encuentros apresurados al mediodía, porque en la tarde debía volver con David. La sexualidad, como el hambre o el sueño, era para él un apremio que debía satisfacer de inmediato, no era hombre de largos preámbulos, y su deseo tenía una condición desesperada. — Me estoy poniendo quisquilloso. — Debe ser la edad–comentó a Carmen.

— En buena hora. No entiendo cómo un hombre tan selectivo para la ropa, la música y los libros, que goza en un buen restaurante, com pra el mejor vino, viaja en primera y se aloja en hoteles de lujo, puede andar con esas pindongas.

— No exageres, algunas no están nada mal–replicó, pero en el fondo le daba la razón a su amiga, tenía mucho que aprender en ese campo. El único placer en el cual se recreaba sin apuro, con la intención de hacerlo durar, era la música. Durante la noche, cuando no podía dormir y la impaciencia le impedía leer, se echaba en la cama a mirar la oscuridad acompañado por un concierto.

A finales de marzo murió Nora Reeves de una pulmonía. O tal vez se había ido muriendo de a poco desde hacía más de cuarenta años y nadie se dio cuenta. En los últimos años su mente divagaba por caracoleados senderos espirituales y para no perder el rumbo andaba siempre con la invisible naranja del Plan Infinito en la mano. Judy le rogaba que la dejara en casa cuando salían, no fuera la gente a pensar que su madre llevaba la mano estirada para pedir limosna. Nora se creía de diecisiete años en un palacio blanco donde la visitaba su novio, Charles Reeves, quien aparecía a la hora del té con sombrero de vaquero, una serpiente mansa y una bolsa de herramientas para arreglar los desperfectos del mundo, tal como la había visitado religiosamente todos los jueves desde el día lejano en que se lo llevó la ambulancia para otro mundo. La agonía comenzó con fiebre intermitente y cuando la anciana entró en estado crepuscular, Judy y su marido la trasladaron al hospital. Allí permaneció un par de semanas, tan débil que parecía volatilizarse de a poco, pero Gregory estaba seguro que su madre no agonizaba. Le regaló un equipo de sonido para que escuchara sus discos de ópera, notó que movía levemente los pies bajo las sábanas al ritmo de las notas y algo así como una sonrisa infantil le rozaba la boca, prueba concluyente de que no pensaba marcharse.

— Si todavía se conmueve con la música, es que no se está muriendo. — No te hagas ilusiones, Greg. No come, no habla, casi no respira. — Lo hace por joder. Verás que mañana estará bien–replicaba él, aferrado al recuerdo de su madre joven.

Pero una madrugada lo llamaron del hospital y amaneció con su hermana junto a una camilla donde yacía el cuerpo leve de una mujer sin edad. Su madre iba para los ochenta años, pero se había despedido de la existencia hacía mucho, abandonándose a una locura benigna que la ayudó a evadirse por completo de los dolores de la existencia, aunque sin afectar sus modales educados ni la delicadeza de su espíritu.

A medida que avanzaba la decrepitud de su cuerpo, Nora Reeves retrocedía a otro tiempo y a otro lugar, hasta que perdió la cuenta del olvido. Al final de sus días creía ser una princesa de los Urales y deambulaba cantando arias por las albas habitaciones de un lugar encantado.

Desde hacía mucho tiempo sólo reconocía a Judy, a quien, por otra parte, confundía con su abuela y le hablaba en ruso. Regresó a una juventud imaginaria, donde no existían deberes ni sufrimientos, sólo tranquilas diversiones de música y libros. Leía por el placer de comprobar las infinitas variaciones de veinticuatro signos impresos sobre el papel, pero no recordaba las frases ni se daba cuenta del tema; hojeaba con el mismo interés una novela clásica o el manual de instrucciones de un aparato eléctrico.

Con los años se había encogido al tamaño de una muñeca transparente, pero con los cosméticos milagrosos de sus fantasías, o tal vez simplemente con la inocencia de la muerte, recuperó la frescura perdida en tanta vida y al morir se veía tal como Gregory la recordaba cuando era niño y ella le revelaba las constelaciones en el firmamento.

Las semanas de fiebre, el prolongado ayuno y el cabello cortado a mechones por las tijeras de su nieto, que ya no volvió a crecerle, no lograron destruir esa ilusión de belleza. Se le fue el alma con la dulce timidez que le era propia, de la mano de su hija. La enterraron sin aspavientos ni lágrimas un día de lluvia. Judy puso en una bolsa lo poco que quedó: dos vestidos muy usados, una caja de lata con algunos documentos que probaban su paso por este mundo, dos cuadros pintados por Charles Reeves y su collar de perlas amarillentas por el uso. Gregory se llevó sólo un par de fotografías.

Esa noche, después de bañar a David y luchar con él para que se acostara, Gregory alimentó a las bestias domésticas, echó la ropa sucia en la lavadora, recogió los juguetes regados por todas partes y los tiró dentro de un armario, llevó la basura al garaje, limpió la cocina, devolvió a las estanterías los libros que el niño había usado para fabricar una fortaleza y por fin se encontró solo en la habitación, con su maletín repleto de documentos que debía revisar para el día siguiente.

Puso una sinfonía de Mahler, se sirvió un vaso, de vino blanco y se sentó sobre la cama, único mueble de su pieza. Ya era medianoche y necesitaba por lo menos un par de horas de trabajo para desenmarañar el caso que tenía entre manos, pero no se hallaba con fuerzas para hacerlo. De dos tragos se bebió la copa, se sirvió otra y luego otra más hasta terminar la botella. Echó a correr el agua del baño, se quitó la ropa y se miró en el espejo, el cuello grueso, las espaldas anchas, las piernas firmes. Tan acostumbrado estaba a que su cuerpo le respondiera como una máquina exacta, que no podía imaginarse enfermo.

Las únicas oportunidades en que guardó cama en su vida fueron cuando se le reventaron las venas de la pierna y en aquel hospital de Hawai, pero eran episodios casi olvidados. Ignoraba taimadamente los campanazos de alarma llamándolo al orden, las alergias, el dolor de cabeza, la fatiga, el insomnio.

Se pasó las manos por el pelo y comprobó que no sólo se le estaba poniendo blanco; también se le caía. Recordó a King Benedict, que se pintaba el cráneo con betún negro de zapatos para disimular esa calvicie que lo desconcertaba, porque todavía se creía en plena juventud. Observó su imagen buscando la huella de su madre y la encontró en las manos de dedos largos y en los pies finos, el resto pertenecía a la sólida herencia de su padre.

Margaret tenía las hechuras de su abuela, un rostro de gato con pómulos altos, mirada angélica, suavidad en los gestos. ¿Qué sería de ella? La última vez que la vio fue en la cárcel. De la calle a la cárcel, de la cárcel a la calle, de un desatino en otro, así transcurría su existencia desde que escapó de la casa de Samantha por primera vez. Era muy joven, pero ya había recorrido los círculos del infierno y tenía la actitud aterradora de una cobra dispuesta al ataque. Quería imaginar, contra toda evidencia, que bajo la caparazón de los vicios aún le quedaban resabios de pureza.

Pensó que tal como Nora Reeves se había transfigurado en la muerte, Margaret podría salvarse de la corrupción y por un milagro resucitar entre sus cenizas. Su madre había vegetado varias décadas into–cada por las groseras pruebas del mundo y, estaba seguro, se convertiría en niebla dentro de su ataúd, a salvo del diligente oficio de las larvas de la descomposición.

Del mismo modo se preservaría su hija; tal vez el largo calvario que la había conducido tan lejos en un camino degradante, no había destruido aún aquella esencial belleza y bastaba una de esas purgas colosales que recetaba Olga y un buen baño con jabón y cepillo para dejarla limpia, sin una sola huella, sin picaduras de agujas, arañazos, machucones ni llagas, la piel de nuevo luminosa, los dientes sin manchas, el cabello vivo y el corazón lavado de culpa para siempre.

Se sintió un poco mareado, no veía bien. Se introdujo en la tina y se dejó invadir por el bienestar del agua caliente, tratando de relajar los miembros agarrotados por la tensión sin pensar en nada, pero los acontecimientos del día acudieron a su mente en tropel, los trámites de la muerte en el hospital, el breve servicio religioso, el solitario funeral donde la única nota de color fueron los grandes ramos de claveles rojos que compró para acallar la conciencia por no haberse ocupado de su madre en tantos años. Recordó la lluvia, el silencio obstinado y sin lágrimas de Judy, su propia incomodidad, como si la muerte fuera una indiscreción; la única falta de cortesía y de buenas maneras de Nora Reeves.

Durante el viaje al cementerio iba pensando en el trabajo acumulado en la oficina, en que debía arreglar el caso de King Benedict o decidirse a ir a juicio con riesgo de perderlo todo, había perseguido como un perro obstinado cada pista, por insignificante que pareciera, pero no tenía nada concreto a lo cual aferrarse. Sentía especial cariño por su cliente, era como un niño bueno en el envoltorio anacrónico de un cincuentón, pero sobre todo admiraba a Bel Benedict, esa mujer admirable que merecía sacudirse la pobreza de encima. Por ella debía anticipar las maniobras de los otros abogados y derrotarlos en su propio terreno, no gana quien tiene la razón, sino quien pelea mejor, había sido la primera lección del viejo de las orquídeas. Se odió por distraerse en esas consideraciones en aquel momento, cuando el cadáver de su madre aún no se enfriaba. Recordó los últimos años de Nora Reeves, reducida a la condición de una niña retardada a quien Judy cuidaba con una solicitud brusca e impaciente, como a una criatura más en su tribu de ocho hijos. Al menos su hermana estaba con ella, en cambio él siempre encontraba disculpas para no verla, se limitaba a pagar las cuentas cuando era necesario, y hacerle una breve visita un par de veces al año. Le angustiaba que no lo reconociera, que su mente no registrara la existencia de un hijo llamado Gregory; se sentía castigado por la amnesia senil de su madre, como si el olvido fuera sólo otro pretexto para borrarlo definitivamente de su corazón. Siempre sospechó que no lo quería y cuando intentó librarse de él colocándolo en el orfelinato o en la casa de los granjeros, no actuó movida por la miseria, sino por la indiferencia.

El agua estaba demasiado caliente, tenía la piel ardiendo y le latían las sienes, pensó que no le vendría mal otro trago, salió de la bañera envuelto en una toalla, fue a la cocina en busca de una botella y de paso apagó la calefacción, porque se estaba sofocando. Atisbó en el cuarto de David y comprobó que dormía tranquilo atravesado en el umbral de su tienda de indio. Se sirvió otro vaso de vino blanco y volvió a sentarse sobre la cama; el disco se había terminado y pudo escuchar el silencio, raro lujo desde que vivía con su hijo. Su madre acudió de nuevo como un recuerdo persistente, su voz su–surrándole, tratando de decirle algo, y se dio cuenta de que no la conocía, era una extraña. En su infancia la había adorado, pero después se alejó y en muchos momentos creyó odiarla, sobre todo en los años más dificiles, cuando se instaló en su sillón de mimbre, resignada a la pobreza y la impotencia, mientras él se buscaba la vida en la calle. Miró las viejas fotografías, amarillentos trozos de un pasado ajeno que en cierta forma era también suyo, y trató de componer, los pedazos de esa anciana suave y obediente. No pudo visualizarla así, en cambio la vio joven, con vestido de cuello de encaje y el pelo recogido en un moño, de pie a la salida de un pueblo polvoriento, y se vio también a sí mismo, un niño delgado, de facciones precisas, ojos azules y boca grande; a su espalda dos hombres forcejeaban con una muchacha negra, él gritaba y ellos se burlaban, pero la chiquilla se soltaba de ese terrible abrazo y aparecía junto a Nora Reeves, quien le ofrecía un folleto del Plan Infinito. Después la vio caminando a grandes trancos por una ruta solitaria, ella delante y él tratando de alcanzarla, pero mientras más corría, más ancha era la distancia y la figura que perseguía se tomaba más pequeña y más borrosa contra el horizonte; el asfalto estaba ardiente y blando, se le pegaban los pies, jamás le alcanzarían las fuerzas para vencer la fatiga, no podía avanzar, caía, se arrastraba de rodillas, el calor le impedía respirar.

Sintió una tremenda compasión por ese niño, por sí mismo. Madre, la llamó primero con el pensamiento y luego con un desgarrado grito, y entonces las imágenes imprecisas se concentraron, las líneas difusas se perfilaron como firmes trazos de una pluma y Nora Reeves apareció de cuerpo entero, real y presente, y le tendió las manos sonriendo.

Quiso ponerse de pie para abrazarla como no lo había hecho jamás, pero no logró moverse y se quedó en su sitio repitiendo mamá, mientras la habitación se llenaba de una luz incandescente y poco a poco llegaban otros visitantes: Cyrus, Juan José Morales de la mano de Thui Nguyen, el chico de Kansas que murió en sus brazos y otros lívidos soldados; Martínez sin asomo de la antigua insolencia, pero todavía con su atuendo de pachuco, y muchos más que fueron entrando silenciosos y llenaron el cuarto.

Gregory Reeves se sintió bañado por la sonrisa de Nora, que tanto necesitó de niño y en vano buscó de adulto. Permaneció inmóvil en el silencio tranquilo de un tiempo detenido en los relojes, hasta que lentamente desapareció el séquito de los muertos. La última en irse fue su madre que retrocedió flotando y se diluyó en la pared, dejándole la certeza de un cariño que no supo expresar en vida, pero que siempre le tuvo.

Cuando todos partieron y quedó solo, algo estalló en su alma, un dolor terrible clavado en el pecho y repartiéndose desde allí en ondas por el resto de su cuerpo, quemándolo, partiéndolo, rompiéndole los huesos y arrancándole la piel, perdió la capacidad de contenerse, ya no era él mismo sino ese intolerable sufrimiento, esa atormentada medusa de mar desparramándose por la habitación y llenando el espacio, una sola herida sangrante. Trató otra vez de levantarse, pero no pudo mover los brazos, se dobló y cayó de rodillas sin poder respirar, fulminado por una lanza atravesándolo de lado a lado. Durante varios minutos jadeó desplomado en el suelo, buscando aire, con golpes de tambor en las sienes. Una parte lúcida de su mente registró lo que ocurría y supo que debía pedir ayuda o moriría allí mismo, pero no logró acercarse al teléfono ni le salió la voz para gritar; se encogió como un recién nacido, temblando, tratando de recordar lo que sabía sobre ataques al corazón.

Se preguntó cuánto tardaría en sucumbir y la idea lo aterrorizó por un instante, pero luego imaginó la paz de no existir, de no seguir rodando por el polvo a golpes con la sombra, de no arrastrarse por un camino detrás de esa mujer que se alejaba y, tal como hacía en la infancia cuando se escondía con su perro en la madriguera de zorros, se abandonó a la tentación de no ser.

Muy lentamente el dolor pasó a través suyo llevándose parte de su tremendo cansancio. Tuvo la impresión de haber vivido antes ese momento. Volvió a respirar, tanteándose el pecho para comprobar que algo latía allí adentro, no, no le había reventado aún el corazón. Se echó a llorar como no lo hacía desde la guerra, un lamento visceral que venía del pasado más distante, tal vez antes de su nacimiento, una vertiente alimentada por las lágrimas reprimidas en los últimos años, un torrente incontenible.

Lloró por el abandono de la infancia, las luchas y derrotas que en vano intentaba transformar en victorias, las deudas impagas y las traiciones soportadas a lo largo de su existencia, la ausencia de su madre y la comprensión tardía de su cariño. Vio a Margaret rodando por un abismo y trató de retenerla, pero se le fue de las manos. Murmuró el nombre de David, tan vulnerable y herido, preguntándose por qué sus hijos estaban señalados por ese estigma de pesadumbre, por qué la existencia era tan difícil para ellos si acaso les había transmitido en los genes una maldición o si ellos tendrían que pagar las culpas de él. Lloró por la suma de sus errores y por ese amor perfecto con el cual soñaba y creía imposible de alcanzar, por su padre muerto hacía tantos siglos y su hermana Judy, presa en los peores recuerdos, por Olga en su oficio de embaucadora inventando el futuro en sus naipes marcados, y sus clientes, no los atorrantes ni los abusadores, sino las víctimas como King Benedict y tantos infelices, negros, latinos, ilegales, pobres, marginales y humillados que acudían a pedir ayuda en esa Corte de los Milagros en que se había convertido su oficina, y siguió sollozando, ahora por los recuerdos de la guerra, los compañeros en bolsas de plástico, Juan José Morales, las muchachas de doce años que se vendían a los soldados, los cien muertos de la montaña…

Y cuando comprendió que en verdad sólo estaba llorando por sí mismo, abrió los ojos y se encontró por fin frente a la bestia y tuvo que mirarle la cara y así supo que ese animal acechando a su espalda, ese soplo que había sentido en la nuca desde siempre, era su propio obstinado terror a la soledad, que lo afligía desde la niñez, cuando se encerraba en la bodega temblando. La angustia lo envolvió en su fatídico abrazo, se le metió por la boca, los oídos, los ojos, por todas partes, y lo ocupó entero mientras murmuraba quiero vivir, quiero vivir…

En ese momento sonó una campanilla, sacudiéndolo de su trance. Tardó una eternidad en reconocer el sonido, darse cuenta dónde se encontraba y verse en el suelo, desnudo, mojado de orina, de vómito y de llanto, borracho, aterrorizado.

El teléfono sonaba como un reclamo urgente desde otra dimensión, hasta que por fin pudo arrastrarse y coger el auricular. — ¿Greg? Soy Tamar. Hoy no me llamaste… Es lunes…

— Ven, Carmen, por favor ven–balbuceó.

Media hora más tarde ella estaba a su lado, después de hacer el viaje desde Berkeley a velocidad prohibida. Le abrió la puerta envuelto en una toalla, descompuesto, y se abrazó a su amiga tratando de explicarle a borbotones dónde le dolía, aquí, en el pecho, la cabeza, la espalda, por todas partes. Carmen lo arropó con una bata, cogió a David medio dormido, los metió a los dos en su automóvil y voló al hospital más cercano donde en pocos minutos tenían a Gregory Reeves en una camilla, conectado a una sonda y una máscara de oxígeno.

— ¿Se va a morir mí papá? — preguntó David. — Sí, si no te duermes–replicó Carmen, feroz.

Se quedó en la sala de espera junto al niño dormido hasta la mañana siguiente, cuando el cardiólogo le avisó que no había peligro; no se trataba de una falla al corazón, sino de un ataque de ansiedad; el paciente podía irse, pero debía ver a su médico, hacerse una serie de exámenes y ojalá consultar a un psiquiatra, porque andaba perdido en desvaríos de loco.

De regreso Carmen ayudó a Gregory a darse una ducha y acostarse, preparó café, vistió a David, le dio desayuno y lo llevó a la escuela. Después llamó a Tina Faibich para explicarle que su jefe no estaba en condiciones de trabajar ese día, volvió junto a su amigo y se sentó a su lado sobre la cama.

Gregory estaba extenuado y aturdido de tranquilizantes, pero ya podía respirar sin angustia y hasta sentía un poco de hambre. — ¿Qué pasó? — quiso saber Carmen. — Se murió mi madre. — ¡Por qué no me avisaste!

— Fue muy rápido, no quise molestar a nadie, además no podías hacer nada–y empezó a contarle lo sucedido sin orden ni razón, un río de frases inacabadas, recuerdos, imágenes y terrores, toda su vida de tropiezos y soledades, de la mano de esa mujer que era más que su hermana, era su más antiguo y leal amor, su amiga, su camarada, parte íntima de sí mismo, tan cercana y tan diferente a él, Carmen morena y esencial, Carmen valiente y sabia, con quinientos años de tradición indígena y castellana en la sangre y un sólido sentido común anglosajón que le habían servido para andar con paso firme por el mundo — ¿Te acuerdas cuando éramos chicos y yo corría delante del tren? Me curé de esa idea fija con la muerte y pasé muchos años sin acordarme de ella, pero ahora me han vuelto las mismas ideas y tengo miedo. Estoy atrapado, nunca terminaré de pagar a los bancos, mi hija está perdida en las drogas, durante los próximos quince años estaré lidiando con David. Mi vida es un desastre, soy un fracaso. — El fracaso y el éxito no existen, Greg, son inventos de los gringos. Se vive no más, lo mejor posible, un poquito cada día, es como un viaje sin meta, lo que cuenta es el camino. Es hora de detenerse ¿por qué tanta agitación? Mi abuela decía que no debemos ser esclavos de la prisa.

— Tu abuela estaba loca, Carmen.

— No siempre, a veces era la más lúcida de la casa.

— Estoy hundido y solo como un perro.

— Tienes que tocar fondo, entonces das una patada y subes a la su perficie de nuevo. Las crisis son buenas, son la única forma de crecer y de cambiar.

— Soy esto que ves, nada más. Todo lo he hecho mal empezando por mis hijos. Soy como la torre de Pisa, Carmen, tengo el eje torcido y por eso todo me sale desviado.

— ¿Quién te dijo que la vida era fácil? Siempre hay dolor y esfuerzo. Tendrás que enderezar el eje, si es eso lo que se requiere. Mírate, Greg, pareces un estropajo… Deja de lamentarte y levántate de una vez.

— Te has arreglado para vivir huyendo, pero no se puede correr siempre, en algún momento hay que parar y enfrentarse consigo mismo. Por mucho que corras siempre estás dentro de la misma piel.

Por la mente de Gregory pasó su padre nómade, desplazándose, cruzando fronteras, tratando de alcanzar el horizonte, de llegar al fin del arco iris y encontrar más allá algo que aquí se le negaba. El país ofrece grandes espacios abiertos para escapar, enterrar el pasado, dejar todo y partir de nuevo cuantas veces sea necesario sin cargar con culpas ni nostalgias, siempre se puede cortar las raíces y volver a comenzar, mañana es una hoja en blanco.

Así era su propia historia, nunca quieto, un transeúnte eterno, pero el resultado de ese afán había sido la soledad.

— Te lo he dicho antes, Carmen, me estoy poniendo viejo.

— Nos pasa a todos. Me gustan mis arrugas.

La miró de cerca, por primera vez con detención, notó que ya no era una muchacha y se alegró de que no hiciera nada por disimular las líneas de la cara, huellas de su recorrido, ni las canas que iluminaban su oscura melena. El peso de los senos inclinaba sus hombros y, fiel a su estilo, lucía una falda amplia, sandalias, aros y pulseras, todo eso era Carmen, Tamar. Imaginó que desnuda se vería como un gato mojado y de todos modos le pareció bonita, mucho más que en su infancia, cuando era una niña regordeta y traviesa con frenillos en los dientes, o en la adolescencia, la chica más atractiva de la escuela o, ya mujer, cuando alcanzó su forma definitiva y andaba con un japonés por el barrio gótico de Barcelona.

Le sonrió y ella devolvió la sonrisa, se miraron con una tremenda simpatía, con la complicidad compartida desde niños. Gregory la tomó por los hombros y la besó levemente en los labios. — Te quiero–murmuró, consciente de que sonaba banal, pero era una verdad absoluta-. ¿Crees que resultaríamos como pareja?

— No.

— ¿Quieres hacer el amor conmigo?

— Me parece que no. Debo tener un problema de personalidad–rió ella-. Descansa y trata de dormir. Mike Tong recogerá a David en la escuela y vendrá a quedarse contigo por unos días. Yo volveré en la noche, te tengo una sorpresa.

Daisy era la sorpresa, noventa kilos de negra linda y alegre, puro chocolate reluciente, originaria de la República Dominicana, que cruzó medio México a pie y luego atravesó la frontera con otros dieciocho refugiados en el doble fondo de un camión cargado de melones, dispuesta a ganarse el sustento en el Norte. Daisy habría de cambiar las vidas de Gregory y David. Tomó a su cargo al niño sin quejas ni remilgos, con la misma estoica actitud con que había sobrevivido a las miserias de su pasado. No hablaba una palabra de inglés y su patrón tuvo que servirle de intérprete.

El método de criar chiquillos de Daisy dio buenos resultados en David, aunque también es cierto que tal vez el mérito no fue sólo suyo; el muchacho estaba en manos de un costoso equipo de profesores, médicos y psicólogos.

Ella no creía en ninguno de esos modernismos, ni siquiera aprendió a pronunciar la palabra hiperactivo en español. Estaba convencida de que la causa de tanto desbarajuste era más simple: el mocoso estaba poseído por el demonio, cosa bastante común, como aseguraba; ella conocía personalmente a muchas personas que habían corrido igual suerte, pero eso se curaba más fácil que un resfrío común, cualquier buen cristiano podía hacerlo.

Desde el primer día se dedicó a expulsar los íncubos del cuerpo de David mediante una combinación de vudú, oraciones a los santos de su devoción, sabrosos platos de comida caribeña, mucho cariño y algunas sonoras bofetadas que le propinaba a espaldas del padre sin que el afectado se atreviera a delatarla, la perspectiva de vivir sin Daisy le era intolerable.

Con paciencia encomiable la mujer se encargó de domesticarlo, si lo veía erizado como un puercoespín a punto de treparse por las paredes, lo envolvía en sus grandes brazos morenos, se lo acomodaba entre sus pechos de madre y le rascaba la cabeza, cantándole en su lengua asoleada hasta calmarlo.

La tranquilizadora presencia de Daisy, con su aroma de piña y azúcar, la risa siempre lista, el español sin consonantes y sus interminables historias de santos y de brujos que David no comprendía, pero cuyo ritmo lo arrullaba para dormir, dieron al fin seguridad al niño.

Gracias a esa ayuda en los asuntos fundamentales de la existencia cotidiana, Gregory Reeves pudo iniciar el lento y doloroso viaje hacia el interior de sí mismo.

Cada noche. durante un año, Gregory Reeves creyó que se moría. Cuando su hijo estaba dormido, la casa entraba en reposo y se quedaba solo, sentía la cercanía del fin. Cerraba la puerta de su cuarto con llave, para que no lo sorprendiera David si despertaba; no quería asustarlo, y luego se abandonaba al sufrimiento sin oponer resistencia. Era muy diferente a la vaga angustia de antes, a la cual estaba más o menos acostumbrado.

En el día funcionaba con normalidad, se sentía fuerte y activo, tomaba decisiones, manejaba su oficina y su casa, se ocupaba de su hijo y a ratos tenía la fantasía de que todo marchaba bien; pero apenas se encontraba solo en la noche un miedo irracional le caía encima. Se veía prisionero en un cuarto acolchado por todos lados, una celda para locos donde era inútil gritar o golpear paredes, no había eco, rebote ni respuesta, sólo un agobiante vacío. No conocía el nombre para esa pesadilla compuesta de incertidumbre, inquietud, culpa, sensación de abandono y profunda soledad, de modo que terminó por llamarlo simplemente la bestia.

Había intentado burlarla por más de cuarenta años, pero finalmente comprendió que nunca lo dejaría en paz, a menos que la derrotara en una contienda frente a frente. Apretar los dientes y resistir, como aquella noche en la montaña, le parecía la única estrategia posible contra ese enemigo implacable que lo atormentaba con una opresión de tenazas en el pecho, un golpeteo de martillos en las sienes, un ardor de leños encendidos en el estómago, una urgencia por echar a correr hacia el horizonte y perderse para siempre, donde nadie ni nada pudiera alcanzarlo, mucho menos sus propios recuerdos. A veces lo sorprendía el amanecer encogido como un animal acosado, otros se dormía rendido después de varias horas de lucha sorda y despertaba sudando en el tumulto de sueños que no podía recordar. En un par de ocasiones volvió a reventarle una granada dentro del pecho dejándolo sin aire, pero ya conocía los síntomas y se limitaba a esperar que desaparecieran, tratando de mantener a raya la desesperación, para no morirse de verdad.

Había pasado la vida engañándose con trucos de magia, pero había llegado la hora de sufrir sin atenuantes con la esperanza de cruzar el umbral y resucitar sano algún día. Eso le daba fuerzas para seguir adelante: el túnel tenía salida, todo era cuestión de resistir la marcha forzada del viaje hasta llegar al otro lado.

Descartó el alivio del alcohol porque tuvo la corazonada de que cualquier recurso de consuelo retardaría la curación de burro que se había impuesto. Cuando llegaba al límite de sus fuerzas invocaba la visión de su madre, tal como se le apareció después de su muerte, con los brazos extendidos y una sonrisa de bienvenida, que lo calmaba, aunque en el fondo sabía que se aferraba a una ilusión, esa madre afectuosa era una creación de su mente. Tampoco buscaba mujeres, aunque no permaneció totalmente célibe, de vez en cuando se le cruzaba alguna dispuesta a tomar la iniciativa y al menos por un par de horas podía relajarse, pero no volvió a caer en la trampa de fantasías románticas; había comprendido que nadie podría rescatarlo, que debía salvarse solo.

Rosemary, su antigua amante autora de libros de cocina, solía invitarlo a probar sus novedades culinarias y en algunas ocasiones lo acariciaba por bondad más que por deseo, y terminaban amándose sin pasión, pero con sincera buena voluntad. Mike Tong, todavía aferrado a un ábaco inverosímil a pesar del flamante equipo de computadoras de la oficina, no había logrado explicarle a su jefe todos los misterios de sus grandes libros garrapateados en tinta roja, pero al menos le había sembrado las primeras semillas de prudencia financiera. Debe poner orden en sus cuentas o nos iremos todos a la mierda, le rogaba su contador chino con su sonrisa inmutable y una reverencia cortés, estrujándose las manos de nervios. Por cariño a su jefe y desconocimiento del inglés había terminado usando el mismo vocabulario de Reeves.

Tong tenía razón; no sólo en las cuentas debía poner orden, también en el resto de su vida, que parecía a punto de irse a pique. Su barco hacía agua por tantas partes que los dedos no alcanzaban para tapar los agujeros del naufragio.

Comprobó el valor de la amistad de Timothy Duane y Carmen Morales, que aguantaban durante horas sus taimados silencios y no dejaban pasar una semana sin llamarlo o tratar de verlo a pesar de que su compañía resultaba muy poco divertida.

Estás insoportable, no puedo llevarte a ninguna parte; ¿qué pasa contigo?, te has puesto muy aburrido, se quejaba Timothy Duane, pero él también empezaba a cansarse del desorden. Había abusado mucho de su robusta constitución irlandesa, su cuerpo ya no resistía las bacanales que antes llenaban sus fines de semana de pecados y remordimientos. En vista de que Reeves no hablaba de sus problemas, en parte porque ni él mismo sabía qué diablos le pasaba, Dua–ne tuvo la idea salvadora de llevarlo casi a la fuerza al consultorio de la doctora Ming O'Brien, después de hacerlo jurar que no intentaría seducirla.

La conoció en una conferencia sobre momias, a la que él asistió para ver si existía alguna relación entre los embalsamadores de Egipto antiguo y la patología moderna, y ella para ver qué clase de desquiciado podría interesarse en semejante tema. Se encontraron durante una pausa en la cola para el café. Ella miró de reojo la maltratada estatua del Partenón que encendía una pipa a tres pasos del letrero que prohibía fumar, y Duane se fijó en ella pensando que esa criatura pequeña de cabello negro y ojos sagaces debía tener sangre china en las venas.

En efecto, sus padres eran de Taiwán. A los catorce años la embarcaron rumbo a América a casa de unos compatriotas a quienes escasamente conocían, con una visa de turista e instrucciones precisas de estudiar, salir adelante y no quejarse jamás, porque cualquier cosa que le sucediera siempre sería preferible al destino de una mujer en su tierra natal. Al año de llegar, la muchacha se había adaptado tan bien al temperamento americano que se le ocurrió escribir una carta a un parlamentario enumerando las ventajas de América y pidiéndole de paso una visa de residente. Por una de esas absurdas coincidencias, el político coleccionaba porcelanas Ming; de inmediato le llamó la atención el nombre de la chica y en un arranque de simpatía hizo arreglar sus papeles. El apellido O'Brien provenía de un marido de juventud, con quien Ming convivió diez meses antes de abandonarlo jurando que no volvería a casarse en los días de su vida.

Una segunda mirada reveló a Duane la discreta belleza de la doctora y cuando dejaron de hablar de momias y comenzaron a explorar otros temas, descubrió que por primera vez en muchos años una mujer lo fascinaba. No se quedaron hasta el final de la conferencia, partieron juntos a un restaurante de los muelles y después de la primera botella de vino Timothy Duane se encontró recitándole un monólogo de Brecht. La doctora hablaba poco y observaba mucho. Cuando quiso llevarla a su departamento, Ming se negó amablemente y siguió haciéndolo en los meses sucesivos, situación que mantuvo por mucho tiempo viva la curiosidad del atormentado pretendiente.

Para la época en que por fin comenzaron a vivir juntos, Timothy Duane ya estaba vencido.

— Nunca he visto una mujer con tanta gracia, parece una figura de marfil, y además es entretenida, no me canso de oírla… Creo que le gusto, no entiendo por qué me rechaza. — Pensé que sólo puedes hacerlo con putas. — Con ella sería diferente, estoy seguro. — ¿Que cómo lo aguanto, Greg? Con paciencia china… Además me gustan los neuróticos y Tim es el peor de mi carrera — explicaría años más tarde Ming O'Brien a Reeves con un guiño travieso, mientras picaba queso en la cocina del departamento que compartía con Duane. Pero eso fue mucho más tarde.

Después de muchas vacilaciones logré superar la idea de que los hombres no hablan de sus debilidades ni de sus problemas, prejuicio arraigado en mí desde los tiempos del barrio latino, donde ése es uno de los rasgos fundamentales de la virilidad. Me encontré instalado en una oficina donde todo parecía armónico, cuadros, colores y una rosa única y perfecta en un vaso de cristal. Supongo que todo eso invitaba al reposo y las confidencias, pero me sentía incómodo y al poco rato se me empapó la camisa, mientras me preguntaba para qué diantres había seguido el consejo de Timothy. Siempre me pareció una tontería pagar a un profesional que se beneficia por hora, especialmente si no se pueden medir los resultados. Las circunstancias me han obligado a hacerlo con David, quien no funciona sin ese tipo de ayuda, pero no pensé que podía tocarme a mí. Por otra parte, mi primera impresión de Ming O'Brien fue que pertenecía a otra constelación; nada teníamos en común, me dejé engañar por su cara de muñeca y salté a conclusiones que hoy me avergüenzan. La juzgué incapaz de imaginar siquiera los vendavales de mi destino, qué podía saber ella de la sobrevivencia en un barrio pobre, de mi desventurada hija Margaret, de los incontables problemas de David, enchufado a perpetuidad a un cable de alto voltaje, de mis deudas, mis ex esposas y el rosario de amantes transitorias, de la pelotera con los clientes y abogados de mi firma, un puñado de abusadores, del dolor en el pecho, el insomnio y el miedo de morirme cada noche. Mucho menos sabría de la guerra. Durante años había evitado los grupos de terapia de ex combatientes, me fastidiaba compartir la maldición de los recuerdos y el terror del futuro, no me parecía necesario hablar de ese aspecto de mi pasado, nunca lo hice entre hombres, menos lo haría ahora con esa imperturbable señora.

— Cuénteme algún sueño recurrente–me pidió Ming O'Brien.

Joder, lo que me faltaba es un Freud con faldas, pensé, pero después de una pausa demasiado larga calculé cuánto me costaba cada minuto de silencio y a falta de algo más interesante se me ocurrió mencionarle lo de la montaña. Reconozco que comencé en un tono irónico, sentado pierna arriba, evaluándola con un ojo entrenado en mirar mujeres, he visto muchas y en aquella época todavía les ponía nota en una escala de uno a diez, la doctora no está mal, decidí que merecía más o menos un siete. Sin embargo a medida que contaba la pesadilla fue apoderándose de mí la misma terrible angustia que sentía al soñarla, vi a mis enemigos vestidos de negro avanzando hacia mí, cientos de ellos, sigilosos, amenazadores, transparentes, mis compañeros caídos como brochazos escarlatas en el gris opri–mente del paisaje, las veloces luciérnagas de las balas atravesando a los asaltantes sin detenerlos, y creo que empezó a correrme el sudor por la cara, me temblaban las manos de tanto empuñar el arma, lagrimeaba por el esfuerzo de apuntar en la espesa neblina, y jadeaba buscando el aire que se me estaba transformando en arena.

Las manos de Ming O'Brien sacudiéndome por los hombros me devolvieron el sentido de la realidad y me encontré en una habitación apacible frente a una mujer de rasgos orientales que me traspasaba el alma con una mirada inteligente y firme. — Mire al enemigo, Gregory. Mírelo a la cara y dígame cómo es. Traté de obedecer, pero no distinguía nada en la niebla, sólo sombras. Ella insistió y entonces, poco a poco, las figuras se hicieron más precisas y pude ver al que tenía más cerca y comprendí aturdido que me estaba mirando en un espejo. — ¡Dios mío… uno de ellos se parece a mí! — ¿Y los otros? ¡Mire a los otros! ¿cómo son?

— También se parecen a mí… son todos iguales… ¡todos tienen mi cara!

Pasó un rato muy largo, tuve tiempo de secarme la transpiración y recuperar algo de compostura. La doctora me clavó sus ojos negros, dos abismos profundos por donde se fueron los míos, aterrorizados.

— Le ha visto el rostro a su enemigo, ahora puede identificarlo, ya sabe quién es y dónde está. Jamás volverá a atormentarlo esa pesadilla porque ahora su lucha será consciente–me dijo con tal autoridad que no me cupo la menor duda de que así sería.

Poco después salí del consultorio sintiéndome un tanto ridículo porque no controlaba la debilidad en las piernas y no pude despedirme de ella; no me salía la voz.

Regresé un mes más tarde, cuando comprobé que la pesadilla no se había repetido y acepté por fin que necesitaba su ayuda. Ella me estaba esperando.

— No conozco remedios mágicos. Estaré a su lado para ayudarlo a remover los obstáculos más pesados, pero el trabajo tiene que hacerlo usted solo. Es un camino muy largo, puede durar varios años; muchos lo inician, pero muy pocos llegan hasta el final, porque es doloroso. No hay soluciones rápidas ni permanentes, sólo podrá hacer los cambios con esfuerzo y paciencia.

En los cinco años siguientes Ming O'Brien cumplió lo prometido, estuvo allí todos los martes, serena y sabia entre sus tenues grabados y sus flores frescas, dispuesta a escucharme. Cada vez que intentaba escabullirme por alguna vía lateral, ella me obligaba a detenerme y revisar el mapa. Cuando daba con una barrera insalvable, me mostraba la forma de desmontarla pieza por pieza hasta superarla. Con la misma técnica me enseñó a luchar contra mis antiguos demonios, uno a la vez. Me acompañó paso a paso en el viaje hacia el pasado, tan atrás que pude recordar el terror de nacer y aceptar la soledad a la cual estaba destinado desde el instante en que las tijeras de Olga me separaron de mi madre.

Me ayudó a sobrellevar las múltiples formas de abandono sufridas, desde la muerte prematura de mi padre, única fortaleza de mis primeros años, y el escapismo irreparable de mi pobre madre, agobiada por la realidad muy temprano y perdida en derroteros improbables donde no pude seguirla, hasta las traiciones recientes de Samantha, Shanon y de muchas otras personas.

Señaló mis errores, un guión muchas veces repetido a lo largo de mi vida, y me advirtió que debía estar siempre alerta, porque las crisis reaparecen porfiadamente. Con ella pude por fin nombrar el dolor, comprenderlo y manejarlo, sabiendo que siempre estaría presente en una u otra forma, porque es parte de la existencia, y cuando esa idea echó raíces mi angustia disminuyó de manera milagrosa. Desapareció el terror mortal de cada noche y pude estar solo sin temblar de miedo. En su debido tiempo descubrí cuánto me gusta llegar a mi casa, jugar con mi hijo, cocinar para los dos y en la noche, cuando todo se aquieta, leer y escuchar música. Por primera vez pude permanecer en silencio y apreciar el privilegio de la soledad.

Ming O'Brien me sostuvo para que me levantara de las rodillas, hiciera el inventario de mis debilidades y limitaciones, celebrara mi fuerza y aprendiera a desprenderme de las piedras que llevaba en un saco a la espalda. No es todo culpa suya, me dijo en una ocasión, y me eché a reír porque ya Carmen me había dicho antes esa misma frase, parece que tengo tendencia a sentirme culpable… No era yo quien daba drogas a Margaret, era ella quien las tomaba por propia decisión, y sería inútil suplicarle, insultarla, pagar las fianzas de la cárcel, encerrarla en un hospital psiquiátrico o perseguirla con la policía, como había hecho en tantas oportunidades, mi hija había escogido ese purgatorio y estaba más allá de mis afanes y mi cariño. Debía ayudar a crecer a David, dijo Ming O'Brien, pero sin dedicarle mi existencia completa ni soportar sus caprichos para compensar el amor que no supe dar a Margaret, porque lo estaba convirtiendo en un monstruo. Juntos revisamos línea por línea mi torpe libreta de teléfonos y verifiqué avergonzado que casi todas las amantes de mi larga trayectoria eran del mismo corte y estilo, dependientes e incapaces de retribuir afecto. También vi claro que con las mujeres diferentes, como Carmen o Rosemary, nunca pude establecer una relación sana porque no sabía rendirme ni aceptar la entrega completa de una compañera de verdad, nada sospechaba de la comunión en el amor.

Olga me había enseñado que el sexo es el instrumento y el amor es la música, pero no aprendí la lección a tiempo; vine a saberlo cuando voy camino al medio siglo, pero supongo que más vale tarde que nunca.

Descubrí que no sentía rencor contra mi madre, como creía, y pude recordarla con la buena voluntad que no supimos expresar ninguno de los dos cuando estaba viva. Ya no me importó inventar a una Nora Reeves acorde a mis necesidades, de todos modos uno acomoda el pasado y la memoria está compuesta de muchas fantasías. Se me ocurrió que su invencible espíritu me acompañaba, como lo hace el ángel a propulsión a chorro de Thui Nguyen con su hijo Daí y eso me dio una cierta seguridad.

Dejé de culpar a Samantha y Shanon por nuestros fracasos, mal que mal yo las escogí como compañeras; el problema radicaba principalmente en mí y nacía en las capas profundas de mi personalidad, donde estaba la semilla del abandono más antiguo. Una a una examiné todas mis relaciones, incluyendo hijos, amigos y empleados, y uno de esos martes tuve la súbita revelación de que toda mi vida me había rodeado de personas débiles con la callada esperanza de que a cambio de cuidarlas obtendría algo de cariño o al menos agradecimiento, pero el resultado había sido desastroso, mientras más daba más rencor recibía.

Sólo me apreciaban los fuertes, como Carmen, Timothy, Mike, Tina. — Nadie agradece ser convertido en un inválido explicó Ming O'Brien-. Usted no puede hacerse cargo de otros para siempre, llega un momento que se cansa, y cuando los deja caer, se sienten traicionados y naturalmente lo detestan. Así ha pasado con sus esposas, algunos amigos, varios clientes, casi todos sus empleados y va camino a su–cederle con David.

Los primeros cambios fueron los más difíciles, porque apenas empezaron a tambalear los cimientos del edificio torcido que era mi vida, el equilibrio se rompió y todo se vino abajo.

Tina Faibich recibió la llamada ese martes por la tarde, su jefe estaba en conferencia con un par de abogados de la compañía de seguros en el caso de King Benedict y no debía interrumpirlo, pero había tal apremio en la voz del desconocido, que no se atrevió a tramitarlo. Fue una decisión acertada, porque le salvó la vida a Margaret, al menos por un tiempo. Venga de prisa, dijo el hombre, dio la dirección de un motel en Richmond y colgó el teléfono sin identificarse. King Benedict hojeaba una revista de historietas en la antesala cuando vio salir a Gregory Reeves y mientras esperaba el ascensor alcanzó a preguntarle adónde iba tan apurado.

— Por esos lados usted no puede andar solo y menos en un automóvil como el suyo–le aseguró y sin esperar respuesta se le pegó a los talones para acompañarlo.

Cuarenta y cinco minutos más tarde estacionaron ante una hilera de cuartos desamparados en un callejón de basuras. A medida que se internaban en los vecindarios más pobres de la ciudad fue evidente que Benedict tenía razón, no había un solo blanco a la vista. En los umbrales de las puertas, frente a los bares y en las esquinas se agrupaban jóvenes ociosos que amenazaban con gestos obscenos y gritaban improperios a su paso.

Algunas calles no tenían nombre y Reeves comenzó a dar vueltas perdido, sin atreverse a bajar el vidrio de la ventanilla para preguntar la dirección por miedo a que lo escupieran o le dieran un piedra–zo, pero King Benedict no tenía el mismo problema. Lo hizo detenerse, se bajó tranquilo, interrogó a un par de personas y regresó saludando al grupo de muchachones que ya había rodeado el coche haciendo morisquetas y pateando los tapabarros. Así dieron con Margaret. Golpearon la puerta del cuarto número nueve de un motel insalubre y les abrió un negro fornido, con la cabeza rapada y cinco alfileres atravesados en una oreja, la última persona que a Reeves le hubiera gustado encontrar junto a su hija, pero no tuvo tiempo de examinarlo demasiado porque el hombre lo cogió del brazo con una mano de tenaza y lo guió hacia la cama donde estaba la muchacha.

— Me parece que se está muriendo–dijo.

Era un cliente casual, el primero del día, que por unos cuantos dólares obtuvo un rato con esa chica desgreñada a quien todos conocían en el vecindario y dejaban en paz a pesar de su raza, porque de todos modos ya estaba más allá de las agresiones habituales, había cruzado al otro lado de la aflicción. Pero cuando le arrebató el vestido de un zarpazo apresurado y la levantó para aplastarla sobre el colchón, se encontró con una marioneta desarticulada entre las manos, un pobre esqueleto ardiendo de fiebre. La sacudió un poco con la idea de remecerle la modonga de las drogas, y a ella se le fue la cabeza hacia atrás sin fuerzas para sostenerla sobre el cuello, tenía los ojos en blanco a medio cerrar y un hilo de saliva amarilla le chorreaba de la boca.

Mierda, masculló el hombre y su primer impulso fue dejarla allí tirada y salir disparado antes de que alguien lo viera y después lo acusaran de matarla, pero cuando la soltó sobre la cama le pareció tan patética que no pudo esquivar la compasión y en un espacio de generosidad dentro de la violencia de su propia vida, se inclinó sobre ella llamándola, trató de hacerle beber agua, la palpó por todos lados buscando alguna herida y comprobó que tenía el cuerpo en llamas. La muchacha vivía temporalmente en esa habitación mugrienta, en el suelo se desparramaban botellas vacías, colillas de cigarros, Jeringas, restos de una pizza añeja y cuanta inmundicia es posible imaginar. Sobre la mesa, entre cosméticos abiertos, había un bolso de plástico; lo vació sin saber lo que buscaba y encontró una llave, cigarrillos, una dosis de heroína, una billetera con tres dólares y una tarjeta con el nombre de un abogado.

No se le pasó por la mente llamar a la policía, pero se le ocurrió que por alguna razón ella tenía esa tarjeta y corrió al teléfono público de la esquina para llamar a Reeves, sin sospechar que hablaba con el padre de esa miserable prostituta agónica sobre una cama sin sábanas. Una vez dada la voz de alarma se encaminó a la licorería a tomar una cerveza, dispuesto a olvidar el asunto y rajar de allí si aparecía la policía, pero en un lugar recóndito del alma sintió que la chica lo llamaba y pensó que a nadie le gusta morir solo; nada perdía con acompañarla unos minutos más y de paso echarse al bolsillo los dólares y la droga, que de todos modos ella ya no necesitaba. Regresó al cuarto número nueve con otra cerveza y un vaso de cartón con hielo, y en el afán de darle de beber, pasarle hielo por la frente y empapar una camiseta para refrescarle el cuerpo con agua fría, olvidó vaciar la cartera y pasó el tiempo que le tomó a Reeves dar con el motel.

— Bueno, ya me voy–dijo, desconcertado al ver a ese hombre blanco con traje gris y corbata, que parecía una broma en ese lugar, pero se quedó en el umbral por curiosidad.

— ¿Qué pasó? ¿Dónde hay un teléfono? ¿Quién es usted? — preguntó Reeves mientras se quitaba la chaqueta para arropar a su hija desnuda.

— Yo no tengo nada que ver con esto, ni siquiera la conozco. ¿Y usted, quién es?

— Su padre. Gracias por llamarme–y se le quebró la voz. — Mierda… Jodida mierda… déjeme ayudarlo.

El negro levantó a Margaret como si fuera una recién nacida y la llevó al automóvil, donde esperaba King Benedict para impedir que lo desvalijaran. Reeves partió a toda velocidad al hospital, sorteando el tráfico a través de una neblina de lágrimas, mientras su hija apenas respiraba ovillada sobre las rodillas de King, quien le canturreaba una de esas antiguas canciones de esclavos con que su madre lo dormía cuando era niño.

Entró a la sala de emergencia con la muchacha en brazos. Dos horas más tarde le permitieron verla por unos minutos en el recinto de terapia intensiva, donde yacía crucificada sobre una camilla, con varías sondas y un respirador conectados al cuerpo. El médico de turno dio el primer informe: una infección generalizada que había afectado el corazón.

El pronóstico era muy pesimista, dijo, tal vez podría salvarse con dosis masivas de antibióticos y un cambio radical de vida. Los exámenes posteriores revelaron que el organismo de Margaret correspondía al de una anciana, sus órganos internos estaban dañados por las drogas, las venas colapsadas por los pinchazos, los dientes sueltos, la piel en escamas, y perdía el cabello a mechones. Goteaba sangre a causa de incontables abortos y enfermedades venéreas. A pesar de tantas tribulaciones, la niña postrada con los ojos cerrados en la penumbra del cuarto parecía un ángel dormido, sin huellas aparentes de oprobio, con la inocencia intacta. La ilusión no duró mucho; pronto su padre verificó cuán abyecto era el abismo donde había caído.

Procuraron mantener a raya sus adicciones, pero el alma se le iba en espasmos de congoja. Le administraron metadona y le dieron nicotina en goma de mascar, pero igual hubo que atarla para que no bebiera el alcohol para desinfectar heridas ni se robara los barbitúricos. Entretanto Gregory Reeves no lograba comunicarse con Samantha, que andaba en la India tras los pasos de un santón. Desesperado, acudió a Ming O'Brien solicitando ayuda, aunque en verdad había perdido toda esperanza de arrancar a Margaret de las garras de su maldito destino. Apenas la enferma superó la crisis de muerte de los primeros días, la doctora O'Brien fue a visitarla con regularidad y se encerraba por horas a conversar con ella. En las tardes Gregory Reeves llegaba al hospital y encontraba a su hija desgarrada de lástima por si misma, con expresión enloquecida y un temblor incontrolable en las manos. Se sentaba a su lado, deseando acariciarla, pero sin atreverse a tocarla, y permanecía en silencio escuchando una retahíla de reproches y execrables confesiones. Así se enteró del tenebroso martirio que su hija había soportado. Trató de averiguar cómo había ido a parar a ese Gólgota, qué rabia impenetrable y qué soledad de tinieblas le habían trastornado la existencia de aquel modo, pero ella misma no lo sabía. A ratos le decía sollozando te quiero papá, pero en un instante después se volvía contra él bramando un odio visceral y culpándolo de toda su desolación.

— Mírame, maldito hijo de puta, mírame–y de un manotazo se quitaba las sábanas y abría las piernas mostrándole el sexo, llorando y riéndose con ferocidad de loca-. ¿Quieres saber cómo me gano la vida mientras tú viajas por Europa y les compras joyas a tus amantes y mi madre medita en la posición del loto? ¿Quieres saber lo que me hacen los borrachos, los mendigos, los maricones, los sifilíticos? Pero no tengo que decírtelo porque tú eres experto en putas, tú nos pagas para que te hagamos las cochinadas que ninguna mujer te haría gratis…

Ming O'Brien trató de enfrentar a Margaret con su propia realidad, para que aceptara la evidencia de que no podía salvarse sola, necesitaba tratamiento a largo plazo, pero era como un juego de engaños en espejos deformantes. La muchacha fingía escucharla y se confesaba asqueada de su vida de desafueros, pero apenas pudo dar los primeros pasos se deslizaba al teléfono del pasillo a pedir a sus contactos que le llevaran heroína al hospital.

En otras ocasiones se abatía por completo, horrorizada de sí misma, empezaba contando detalles de su larga degradación y luego se sumergía en un lodazal de remordimientos. Su padre ofreció pagarle un programa de rehabilitación en una clínica privada y por fin la joven aceptó aparentemente resignada. Ming pasó la mañana moviendo hilos para que la admitieran y Gregory partió a comprar los pasajes para llevarla al día siguiente al sur de California. Esa noche Margaret sustrajo la ropa de otra enferma y escapó sin dejar rastro.

— La infección no está curada, sólo han desaparecido los síntomas más alarmantes. Si se interrumpen los antibióticos seguramente morirá–anunció el médico en tono neutro. Estaba acostumbrado a toda clase de emergencias y los drogadictos no le inspiraban ninguna simpatía.

— No la busque, Gregory. En algún momento deberá aceptar que no puede hacer nada más por su hija. Tiene que dejarla ir, ella es dueña de su vida–le aconsejó Ming O'Brien al abatido padre. Entretanto se aproximaba la fecha para el juicio de King Benedict. La compañía de seguros se mantenía firme en negar una indemnización por el accidente objetando que la supuesta amnesia era un embuste. Lo habían sometido a humillantes exámenes médicos y psiquiátricos para probar que no existía ningún daño físico atribuible a la caída, lo interrogaron durante semanas sobre cuanto acontecimiento insignificante ocurrió entre los tiempos de su adolescencia y el año en curso, debió identificar antiguos equipos de béisbol, le preguntaron qué se bailaba en 1941 y qué día estalló la guerra en Europa. También pusieron detectives a espiarlo durante meses con la esperanza de sorprenderlo en el engaño.

De buena fe Benedict trataba de responder los interminables cuestionarios, porque no quería ser considerado un ignorante, pero aparte de algunos hechos que retuvo de sus lecturas diarias en la biblioteca, lo demás estaba oculto en la sosegada niebla de los trechos por vivir.

Nada sabemos del futuro, tal vez ni siquiera existe; ante nuestros ojos sólo tenemos el pasado, le había dicho su madre muchas veces. pero en su caso no podía echar mano del suyo, era una escurridiza sombra donde se perdían cuarenta años de su paso por el mundo. Para Gregory Reeves, que había vivido atormentado por una memoria rotunda, la tragedia de su cliente resultaba fascinante. Él también lo interrogaba, pero no para atraparlo en mentiras, sino para saber cómo se siente un hombre cuando tiene oportunidad de borrar la vida y hacerla de nuevo.

Conocía a King desde hacía cuatro años y en ese período escuchó sus fantasías de muchacho y sus ambiciones de grandeza, mientras lo veía ir paso a paso por el mismo camino hecho antes, como un sonámbulo preso en un sueño recurrente. King no hizo grandes cambios, como si pisara sobre sus propias huellas, fue a la escuela nocturna para estudiar la secundaria, obtuvo las mismas malas notas de su época de muchacho y por último la dejó a medio camino; un par de años más tarde, para la fecha en que su mente debía alcanzar los diecisiete años, se presentó en varias oficinas de reclutamiento de las Fuerzas Armadas a suplicar que lo admitieran, pero en todas fue rechazado.

Había visto muchas películas de guerra y, obnubilado por las fanfarrias militares, acabó comprándose un uniforme de soldado que usaba para consolarse.

— Dentro de un par de años se casará con una fulana Similar a su primera mujer y tendrá dos hijos como mis condenados nietos — comentó Bel Benedict amargamente.

— Me cuesta creer que uno tropieza dos veces con la misma piedra — replicó Gregory Reeves, quien había iniciado un silencioso viaje hacia su pasado y se preguntaba a menudo qué habría sucedido si hubiera hecho esto en vez de aquello.

— No se puede vivir dos veces ni dos destinos diferentes. La vida no tiene borrador–dijo ella.

— Si podemos, señora Benedict, yo lo estoy intentando. Se puede cambiar el rumbo y enmendar el borrador.

— Lo vivido no tiene arreglo. Puede mejorarse lo que queda por delante, pero el pasado es irreversible.

— ¿Quiere decir que es imposible deshacer los errores cometidos? ¿No hay esperanza para mi hija Margaret, por ejemplo, que aún no tiene veinte años?

— Esperanza sí, pero los veinte años perdidos jamás los recuperará. — Es una idea aterradora… Significa que cada paso forma parte de nuestra historia, cargamos para siempre con todos nuestros deseos, pensamientos y acciones. En otras palabras, somos nuestro pasado. Mi padre predicaba sobre las consecuencias de cada acto y la responsabilidad que nos cabe en el orden espiritual del universo, decía que todo lo que hacemos nos vuelve, tarde o temprano pagamos por el mal y nos beneficiamos por el bien. — Ese hombre sabía mucho.

— Estaba desquiciado y murió demente. Sus teorías eran una maraña de confusiones, yo nunca las entendí.

— Pero sus valores eran claros, según parece.

— No predicaba con el ejemplo, Bel. Mi hermana dice que era alcohólico y pervertido, que tenía la obsesión de controlar todo y nos arruinó la vida, al menos a ella. Pero era un hombre fuerte. yo me sentía bien a su lado y tengo buenos recuerdos de él. — Según parece le enseñó a caminar derecho.

— Trató de hacerlo, pero se murió demasiado pronto. Mi camino ha sido muy torcido.

Comentando esto con la doctora Ming O'Brien, terminó contándole de su cliente y ella, quien por lo general escuchaba atentamente y rara vez abría la boca para emitir opiniones, esta vez lo interrumpió para preguntarle detalles. ¿Había estado King Benedict sometido a mucha presión? ¿cómo había sido su infancia? ¿era una persona tranquila y equilibrada? ¿o mas bien inestable? y finalmente le reveló que ese tipo de amnesia era raro, pero había algunos casos registrados. Sacó un libro de su estante y se lo pasó.

— Dele una mirada a esto. Es probable que en la adolescencia su cliente sufriera un choque emocional muy fuerte o un golpe similar al que recibió en el accidente.

Cuando la experiencia se repitió, el impacto del pasado fue insoportable y bloqueó su memoria. — Aparentemente no hay nada de eso.

— Debe haber algo muy doloroso o amenazante que no quiere recordar. Pregúntele a la madre.

Gregory Reeves pasó la noche en vela leyendo y a la hora del desayuno tenía una idea clara de lo sugerido por Ming O'Brien. Se acordó de aquella ocasión en que King Benedict se desmayó en su oficina al pedirle que identificara fotografías de revistas y la extraña reacción de Bel. Ella esperaba afuera durante la declaración y al oír el barullo corrió a la biblioteca, lo vio en el suelo y se inclinó para socorrerlo, pero en ese momento descubrió la revista abierta sobre la mesa y en un gesto impulsivo tapó la boca con la mano a King. Después no permitió que continuara el interrogatorio, se lo llevó en un taxi y a partir de ese día insistió en estar presente en todas las entrevistas.

Reeves lo atribuyó a preocupación por la salud de su hijo, pero ahora tenía dudas. Excitado con ese resquicio por donde divisaba algo de luz, fue directamente a la casa de los padres de Timothy Duane para hablar con la mujer. Bel estaba en la cocina limpiando los cubiertos de plata cuando el mayordomo anunció la visita, pero no alcanzó a salir a recibirlo, porque su abogado irrumpió en la cocina. Tenemos que hablar, le dijo, cogiéndola de un brazo sin darle tiempo de quitarse el delantal ni de lavarse las manos.

A solas con ella en su oficina le explicó que pronto se jugarían en una sola carta el futuro de su hijo, la victoria dependía de sus argumentos para convencer al jurado que King no estaba fingiendo. Hasta ayer eso le parecía casi imposible, pero con su ayuda hoy podría torcer la dirección del caso. Le repitió la teoría de Ming O'Brien y le rogó que le contara lo ocurrido a King Benedict en la juventud. — ¿Cómo quiere que me acuerde de algo que pasó hace tanto tiempo?

— Estoy seguro de que no necesita hacer un esfuerzo para recordarlo, porque ni por un minuto lo ha olvidado, señora Benedict–replicó él, abriendo el archivo y colocando ante sus ojos la revista que provocara el ataque de su hijo-. — ¿Qué significa este rancho? — Nada.

— ¿King y usted han estado en un lugar así?

— Hemos estado en muchas partes, nos movíamos todo el tiempo buscando trabajo. Varías veces cosechamos algodón en sitios como ése.

— ¿Cuando King tenía catorce años? — Tal vez, no me acuerdo.

— Por favor, no haga las cosas más difíciles para mí, porque no tenemos mucho tiempo. Quiero ayudarla, jugamos en el mismo equipo, señora, no soy su enemigo.

Bel Benedict guardó silencio observando la fotografía con expresión de porfiada dignidad, mientras Gregory Reeves la miraba admirado pensando que en su juventud debió ser una beldad y si le hubiera tocado nacer en otra época o en otra circunstancia tal vez se habría casado con un magnate poderoso que llevaría del brazo a esa pantera oscura sin que nadie se atreviera a objetar su raza. — Bueno, Señor Reeves, estamos en un callejón sin salida–dijo ella por último con un suspiro-. Si me callo la boca, como lo he hecho durante cuarenta años, mi Baby será un viejo desvalido y pobre. Si le digo lo que pasó voy presa y mi hijo se quedará solo. — Puede haber más de dos alternativas. Si me consulta como abogado, todo lo que diga es confidencial, no saldrá de estas cuatro paredes, le aseguro.

— ¿Es decir que usted no puede delatarme? — No.

— Entonces lo nombro mi abogado, porque voy a necesitar uno de to dos modos–decidió después de otra larga pausa. Fue en defensa propia, como dicen, pero ¿quién iba a creerme? Yo era una pobre negra de paso en la zona más racista de Texas, andaba con mi hijo de un lado a otro ganándome la vida en lo que pudiera encontrar, sólo tenía una maleta con ropa y dos brazos para trabajar. En ese tiempo me sobraban dolores de cabeza. Sin quererlo vivía metida en líos, atraía la desgracia como el papel engomado atrae a las moscas. Nunca duraba mucho en ninguna parte, siempre sucedía algo y debíamos partir otra vez. Me sorprendió que el dueño del rancho me diera empleo, los demás braceros eran hombres y casi todos latinos, gente de paso, pero era época de cosechar el algodón y supuse que necesitaba obreros. No podía alojarme en los dormitorios comunes, a Baby y a mí nos puso en una cabaña cochambrosa en el límite de la propiedad, bastante lejos, donde nos recogía en un camión en la mañana y nos llevaba de vuelta al terminar la jornada. Era un buen trabajo, pero el patrón puso los ojos en mí.

Yo ya sabía que tendríamos problemas, pero aguanté todo lo que pude, se lo aseguro. No soy persona quisquillosa, tengo mis prioridades muy claras, lo primero siempre fue dar de comer a mí hijo, ¿qué me importaba acostarme con un hombre? Diez o veinte minutos y ya está, enseguida una se olvida. Pero él era de esos que no pueden hacerlo como todo el mundo, le gustaba la cosa a golpes y si no me veía sangrando no podía hacerlo.

Quién lo hubiera dicho, parecía tan buena gente, los obreros lo respetaban, pagaba lo justo, iba a la iglesia los domingos, un modelo de patrón. Le aguanté un par de veces que me chicoteara y me llamara negra cochina y muchas cosas más; no fue el único; yo estaba más o menos acostumbrada, ¿a qué mujer no le han pegado? Ese domingo Baby había ido a jugar béisbol y el hombre llegó en su camioneta a la cabaña; yo estaba sola y le vi en la cara lo que buscaba, además olía a alcohol. No sé muy bien cómo ocurrieron las cosas, señorReeves, se había quitado el cinturón y me estaba dando duro y creo que yo gritaba, en eso llegó Baby, se puso por el medio y el tipo lo lanzó lejos de un puñetazo. Se golpeó la nuca contra la punta de la mesa. Vi a mi muchacho aturdido en el suelo y no tuve que pensarlo, cogí el bate de béisbol y le di al tipo en la cabeza. Fue un solo golpe, con toda el alma, y lo maté.

Cuando Baby abrió los ojos le lavé la herida, tenía un corte profundo, pero no podía llevarlo a un hospital, donde nos hubieran hecho preguntas, le detuve la sangre a punta de agua fría y unos trapos. Eché el cuerpo del patrón en la camioneta, lo cubrí con sacos, luego la es condí lejos de la casa. Esperé la noche y la llevé a unas veinte millas de distancia, fuera de la propiedad, y la lancé por un barranco. Nadie lo supo.

Caminé más de cinco horas de vuelta a la cabaña. Me acuerdo que el resto de la noche dormí con la conciencia limpia y al día siguiente estaba en la puerta esperando que me recogieran para ir al trabajo, como si nada hubiera pasado.

Con mi hijo jamás hablamos de eso. La policía encontró el cuerpo y creyó que el patrón había bebido mas de la cuenta y se volcó en la camioneta. Interrogaron a los braceros, pero si alguno vio algo, no me delató y la cosa no pasó de allí. Poco después partimos con Baby y nunca más hemos puesto los pies en Texas.

Imagínese lo que es la vida, señor Reeves, cuarenta años más tarde viene ese fantasma a joderme.

— ¿Le ha pesado en la conciencia? — Preguntó Reeves pensando en los muertos que él mismo cargaba.

— Nunca, con el favor de Dios. Ese hombre se buscó su final. — Mi amiga Carmen, que es una fuente inagotable de sentido común, me dijo en una ocasión que no hay necesidad de confesar lo que nadie pregunta-.

— Pero saldrá en el juicio, señor Reeves. — ¿King tiene todavía la cicatriz en la cabeza? — Sí, le quedó muy fea porque no le pusieron puntos. — Demostraremos que a los catorce años se partió la cabeza al caer contra una mesa, pero con suerte no tendremos necesidad de mencionar el resto de la historia. Si consigo un experto que relacione el primer golpe con el accidente en la construcción, tal vez podamos arreglar el caso sin ir a juicio, señora Benedict.

En la audiencia de conciliación Ming O'Brien probó que el cuadro de King Benedict correspondía a una amnesia psicogénica y, dada la falta de progresos, probablemente nunca se recuperaría. Explicó que los antecedentes calzaban con las causas habituales de ese trastorno, King tuvo una infancia y juventud atormentadas, sufrió un golpe grave durante la adolescencia, antes del accidente estuvo sometido a fuertes presiones y era de temperamento depresivo. Al caerse el andamio sufrió un trauma similar al anterior y su mente dio un salto atrás y se refugió en el olvido, como defensa contra las pesadumbres que lo agobiaban.

Los abogados de la otra parte hicieron lo posible por desbaratar el diagnóstico, pero se estrellaron contra la firmeza de la doctora, que produjo medio metro de volúmenes con referencias a casos similares.

Por otra parte, los agentes contratados para observarlo sólo obtuvieron fotografías del sospechoso entretenido con un tren eléctrico, leyendo cuentos de aventuras y jugando a la guerra disfrazado de soldado. La juez, una matrona de carácter tan recio como el de Ming O'Brien, se llevó a los demandados aparte y les hizo ver que les convenía pagar sin mas alboroto, porque si iban a juicio perderían mucho más.

De acuerdo a mi larga experiencia, dijo, los miembros de cualquier jurado serán benévolos con este pobre hombre y su abnegada madre, tal como lo sería yo si fuera uno de ellos.

Después de dos días de tira y afloja los abogados cedieron. Gregory Reeves celebró el triunfo invitando a Bel, King y su hijo David a Dis–neyland, donde se perdieron en un mundo fantástico de animales que hablan, luces que derrotan la noche y máquinas que desafían las leyes de la física y los misterios del tiempo. Al regreso ayudó a Bel a comprar una casa modesta en el campo y colocó el resto del dinero del seguro en una cuenta para que King y ella tuvieran una pensión por el resto de sus vidas.

Cuando Daí descuidó su computadora, comenzó a usar loción de afeitar y a examinarse en el espejo con aire desolado; Carmen Morales lo invitó a comer afuera para hablar con él, siguiendo su costumbre de hacer citas de novios para tratar asuntos importantes. La vida se les había complicado y con los años se perdió en parte la cariñosa intimidad que los unió al principio, aunque seguían siendo los mejores amigos.

Daí era un adolescente de aspecto latino, parecido a su padre, pero más intenso y sombrío. Nada heredó del espíritu aventurero de Juan José ni de la explosiva personalidad de Carmen; era un chico introvertido y un poco solemne, demasiado serio para su edad. A los cuatro o cinco años demostró un talento inusitado para las matemáticas y desde entonces fue tratado como un prodigio por todos, menos por su madre adoptiva. Las maestras lo presentaron en diversos programas de televisión y concursos donde aparecía resolviendo de memoria complicadas ecuaciones. Así ganó varios premios, incluso una motocicleta cuando no tenía edad para manejarla. Su temperamento orgulloso iba camino a convertirse en arrogante, pero Carmen lo mantuvo a raya poniéndolo a trabajar en su fábrica durante las vaca ciones, para que supiera desde pequeño cuánto cuesta ganarse la vida y tuviera contacto con los obreros.

También cultivó su curiosidad y le abrió la mente a^ otras culturas. A los quince años Da¡ había estado en Oriente, en África y en varios países de América del Sur, hablaba algo de español y vietnamita, tenía en la punta de los dedos la contabilidad del negocio de su madre, disponía de una cuenta de ahorros y varias universidades ya le habían ofrecido becas para estudiar en el futuro. Mientras el país entero discutía la crisis de valores entre los jóvenes y el desastre del sistema educativo que había creado una generación de ignorantes y flojos, Da¡ estudiaba a conciencia, trabajaba y en sus ratos libres exploraba la biblioteca y jugaba con su computadora. Tenía en su cuarto un pequeño altar con la fotografía trucada por Leo Galupi de su madre y su padre, junto a una cruz de madera, un pequeño Buda de loza y un recorte de una revista con la imagen de la tierra vista desde una nave espacial. No era sociable, prefería estar solo y hasta entonces Carmen fue su única y gran compañera. Aquel muchacho amable, satisfecho con su vida y cómodo en su piel de lobo solitario, cambió de repente a finales de la primavera. Pasaba horas acicalándose, empezó a vestirse, hablar y moverse como los cantantes de rock, salía a horas intempestivas y realizaba esfuerzos gigantescos para ser aceptado por los muchachos cuya compañía antes despreciaba. Renegó de su pasión por las matemáticas porque deseaba ser uno del montón y eso lo separaba de sus compañeros. Cuando su madre lo vio sufrir pegoteándose el pelo con laca para domar sus negros mechones, poniéndose pasta dentífrica en las espinillas y paseándose ante el teléfono, supo que el tiempo de idílica complicidad con su hijo estaba por terminar y tuvo una crisis de celos que no se atrevió a confesar ni siquiera a Gregory Reeves en las conversaciones de los lunes.

Para entonces había tiendas Tamar repartidas por el mundo y contaba con un eficiente equipo de empleados para manejar su negocio mientras ella se limitaba a diseñar líneas nuevas y promover la imagen de la compañía. Compró una casa de madera en medio de grandes árboles en las colinas de Berkeley, donde vivía con su hijo y su madre.

Pedro Morales había muerto hacía algunos años. Cuando presintió el fin se negó a ir al hospital y no quiso que le prolongaran la vida con recursos artificiales; pensó que las cuentas médicas arruinarían a la familia y su mujer quedaría en la calle. Trabajó una vida para sacar adelante a su pequeña tribu y no deseaba perjudicarlos en su última hora. Estaba muy orgulloso de los suyos, sobre todo de Carmen y de su nieto Da¡, en quien veía la reencarnación de su hijo Juan José. Se fue al otro mundo sin dejar cabos sueltos, con la sensación de haber cumplido sin apurar al destino.

Inmaculada ayudó a su marido en el último trance y después consoló a los afligidos hijos, nueras y nietos. Al desaparecer el patriarca no se desmembró la familia, porque ella mantuvo bien atados los lazos del afecto y de la ayuda mutua. Después del entierro decidió quedarse con Carmen por un tiempo y en pocas semanas repartió sus pertenencias y vendió la casa.

Durante años había puesto el alma en juntar esos muebles y adornos, testigos de su prosperidad, pero al perder a su marido nada material tenía significado para ella. Uno pasa la primera parte de la vida juntando cosas y la segunda tratando de desprenderse de ellas, decía. Sólo conservó la cama que había compartido con Pedro Morales durante medio siglo, porque en ella deseaba morir un día. La mujer había cambiado poco, estaba congelada en una edad indefinida, la fortaleza de su raza indígena parecía protegerla del desgaste del cuerpo y las fallas de la memoria, nunca había estado más lúcida, era una vieja firme y diligente, inmune al cansancio, la debilidad o la mala salud.

Se hizo cargo de los asuntos domésticos de Carmen con fervor militante, había criado seis hijos en la estrechez de un barrio pobre y esa casa llena de comodidades no representaba ningún desafío para ella.

Costó mucho impedirle que se partiera la espalda lavando ropa o batiendo huevos; era partidaria de mantener las manos siempre ocupadas, el ocio produce enfermedades, decía para justificarse cuando la encontraban encaramada en una escalera lavando ventanas o a gatas poniendo trampas para los mapaches, que habían formado una colonia en los fundamentos de la casa. Seguía cocinando manjares mexicanos que sólo Da¡ y ella saboreaban porque Carmen vivía a dieta, se levantaba al amanecer para regar su huerto de verduras y hierbas aromáticas, limpiar, cocinar y lavar, y era la última en irse a la cama, después de llamar por teléfono a cada uno de sus hijos a diferentes ciudades del país; no era mujer de renunciar a seguir la pista de cerca a sus descendientes. Tenía muy arraigado el hábito de servidumbre como para modificarlo en la vejez, pero era la primera en burlarse de sus afanes domésticos. Años antes aplaudió secretamente a Carmen cuando regresó de sus viajes convertida en una «gringa liberada», como mascullaba Pedro Morales. Que su hija se ganara la vida mejor que sus hermanos le producía un íntimo deleite; compensaba su propia vida de–agachar la cabeza ante los hombres.

Carmen obligó a su madre a usar máquinas modernas, compraba las tortillas en bolsas plásticas y le abrió una cuenta en el banco, que ella trataba con el mismo respeto destinado a su libro de misa.

Inmaculada fue la primera en adivinar que Daí había entrado en la fase del amor no correspondido y se lo transmitió a su hija. — Cuéntamelo todo–ordenó Carmen al muchacho en el restaurante. Daí trató de escabullirse, pero lo traicionaron el aire de desamparo y el rubor, era de piel morena y el bochorno le daba un cierto tono de berenjena. Su madre no le dejó escapatoria y a los postres no tuvo más remedio que confesar, atarantado de pastel de chocolate y revolcándose en la silla, que no podía dormir ni estudiar ni pensar ni vivir, se le iban las horas sentado junto al teléfono esperando una llamada que nunca llegaba, y qué hago, mamá, seguro me desprecia porque no soy blanco ni juego fútbol, para qué habré nacido, para qué me fuiste a buscar a Vietnam y me criaste tan distinto a los demás, no conozco los nombres de los grupos de rock y soy el único estúpido que le dice asiáticos a los orientales y afroamericanos a los negros, que se preocupa de los agujeros en la capa de ozono, los mendigos en la calle y la guerra contra Nicaragua. El único políticamente correcto de mi maldita escuela, a nadie le importa un carajo todo eso, mamá, la vida es una mierda, y si Karen no me llama hoy te juro que me subo en la motocicleta y me lanzo barranco abajo porque no puedo vivir sin ella.

Carmen Morales le interrumpió el discurso con una cachetada en la cara, que resonó como un portazo en la esotérica paz del restaurante vegetariano. Nunca lo había golpeado. Da¡ se llevó una mano a la mejilla, tan sorprendido que la letanía de lamentos se le secó en los labios.

— No vuelvas a hablar de matarte ¿me has entendido? — ¡Es una manera de decir, mamá!

— No quiero oírlo ni en broma. Vas a vivir tu vida entera, aunque te duela. Y ahora dime quién es esa desgraciada que se da el lujo de despreciar a mi hijo.

Se trataba de una compañera de clases que a su vez estaba enamorada, como todas las demás chicas de la escuela, del capitán del equipo de fútbol, con quien Da¡ ni en sueños podía competir. Al día siguiente Carmen acompañó a su hijo para verla a la salida, y se en contró ante una rubia deslavada con cara de bebé medio oculta tras un globo de goma de mascar. Suspiró aliviada, segura de que Daí se repondría del mal de amor y encontraría rápidamente alguien más interesante, pero aunque no fuera así, de cualquier forma nada se podía hacer; resultaba imposible ahorrarle experiencias o dolores como trató de hacerlo cuando era pequeño.

Después comprendió que su sensación de alivio tenía una causa más profunda que la insignificante personalidad de Karen y la certeza de que Da¡ no sufriría por ella eternamente. Comenzaba a intuir las ventajas de que su hijo volara solo.

Por primera vez en los trece años que habían estado juntos podía pensar en sí misma como un ser separado e individual, hasta entonces Da¡ era su prolongación y ella lo era de él, siameses pegados por el corazón, como decía Inmaculada. Esa tarde su madre la encontró sentada en la cocina ante una taza de té de mango, mirando las sombras oscuras de los árboles en la última luz del día. — Te parece que me veo vieja, mamá?

— Más vieja que el año pasado, pero menos que el año próximo, con el favor de Dios–replicó Inmaculada.

— ¿Sabes que podría ser abuela? La vida pasa volando.

— A tu edad pasa rápido, hija, una cree que vivirá para siempre. A la edad mía los días se hacen sal y agua, ni cuenta me doy de cómo gasto las horas.

— ¿Crees que todavía alguien puede enamorarse de mi? — Pregunta mejor si acaso puedes enamorarte tú. La felicidad que se vive deriva del amor que se da. — No dudo de que yo puedo enamorarme.

— Me alegro, porque pronto me moriré y Da¡ se irá de tu lado, es lo normal. No debes quedarte sola. Me canso de decirte que te cases. — ¿Con quién, mamá?

— Con Gregory, ese muchacho es mejor que todos los novios que te he conocido lo cual no es mucho decir, por supuesto. ¡Hay que ver qué mal ojo tienes para los hombres! — Gregory es mi hermano, casarnos sería pecado de incesto. — Lástima. Entonces busca uno de tu edad, no entiendo por qué andas con tipos más jóvenes que tú.

— No es mala idea, vieja… — replicó Carmen con una sonrisa pícara que inquietó un poco a su madre.

Tres semanas más tarde anunció en su casa que partía a Roma a buscar marido. Por medio de un investigador privado ubicó a Leo Galupi en la vasta extensión del universo, tarea que resultó bastante fácil porque su nombre estaba en letras destacadas en la guia de te léfonos de Chicago. Al terminar la guerra regresó a su punto de partida tan pobre como se fue, había perdido el dinero ganado en sus extraños negocios, pero volvió rico en experiencia. Sus años de tráficos en Asia le refinaron el gusto, sabía mucho de arte y tenía buenos contactos, así dio forma a la empresa de sus sueños. Abrió una galería con objetos orientales y tanto fue su éxito que a la vuelta de diez años tenía una sucursal en Nueva York y otra en Roma, donde vivía buena parte del año.

El investigador informó a Carmen que Galupi permanecía soltero y le mostró una serie de fotografías tomadas con teleobjetivo donde aparecía vestido de blanco caminando por la calle, subiendo a un automóvil y sorbiendo helado en las gradas de la Plaza España, el mismo sitio donde ella se había sentado a menudo cuando iba a esa ciudad a visitar las tiendas Tamar.

Al verlo su corazón dio un salto. En esos años se le habían olvidado sus rasgos, en verdad no había pensado demasiado en él, pero esas imágenes algo desenfocadas le provocaron una oleada de nostalgia; descubrió que su recuerdo permanecía a salvo en un compartimento secreto de la memoria.

Más vale que me ponga en acción, tengo mucho que hacer, decidió.

Fueron días nerviosos preparando un viaje muy diferente a los otros, en cierto sentido se trataba de una misión de vida o muerte, como le dijo a su madre cuando ésta la sorprendió con el contenido de sus armarios en el suelo, probándose vestidos en un huracán de impaciente coquetería. Una vez acomodados los asuntos de la fábrica y la casa, se hizo un examen médico, se tiñó las canas y compró ropa interior de seda. Se observó con despiadada atención en el espejo grande del baño, contó las arrugas y alcanzó a arrepentirse de no haber hecho jamás ejercicio y de los atracones de leche condensada con que burló la dieta a lo largo de los años. Se pellizcó brazos y piernas y comprobó que ya no eran firmes, trató de hundir la barriga, pero allí había un pliegue rebelde, examinó sus manos arruinadas por el trabajo con los metales y los senos que le habían pesado siempre como una carga ajena.

No tenía el mismo cuerpo de la época en que Leo Galupi la conoció, pero decidió que «el inventario» de sus encantos no estaba mal, al menos no hay huellas de várices ni estrías de embarazo, se dijo, sin recordar que no era la madre de Daí y nunca había parido. Con los detalles bajo control fue a almorzar con Gregory Reeves, con quien no quiso hablar antes de sus planes porque temió que la creyera demente. Tímidamente al comienzo y entusiasmada después le contó lo averiguado sobre Leo Galupi y le mostró las fotografías. Se llevó una sorpresa: su amigo tomó con gran naturalidad el súbito impulso de emprender peregrinaje a Europa para proponer matrimonio a un hombre a quien no había visto por más de una década y con quien nunca había hablado de amor. Le pareció tan congruente con el carácter de Carmen que preguntó por qué no lo había hecho antes.

— Estaba muy ocupada cuidando a Daí, pero mi hijo ya está grande y me necesita menos. — Puedes llevarte un chasco.

— Lo estudiaré con cuidado antes de firmar nada. Eso no me preocupa… pero tal vez yo no le guste, Greg, estoy harto más vieja. — Mira las fotografías, mujer. Los años también han pasado para él — dijo Reeves, poniéndoselas por delante, y ella entonces se fijó por primera vez que Leo Galupi tenía menos pelo y más peso. Se echó a reír contenta y decidió que en vez de escribirle o llamarlo para anunciar su visita, como había pensado, iría simplemente a verlo para desbaratar las engañifas de la imaginación y saber de inmediato si su extravagante proyecto tenía algún asidero.

Carmen Morales se presentó tres días más tarde en la galería de arte en Roma, donde llegó directo del aeropuerto, mientras sus maletas aguardaban en un taxi. Iba rezando para encontrarlo y por una vez sus oraciones dieron el resultado esperado. Cuando entró al local, Leo Galupi, vestido con pantalones y camisa de lino arrugado y sin calcetines, discutía los detalles del próximo catálogo con un joven de ropa tan desplanchada como la suya. Entre tapices de la India, marfiles chinos, maderas talladas de Nepal, porcelanas y bronces del Japón, y un sin fin de objetos exóticos, Carmen parecía parte de la exhibición, con su torbellino de ropas gitanas y el tenue destello de sus joyas de plata envejecida.

Al verla, a él se le cayó el catálogo de las manos y se quedó contemplándola como a una aparición muchas veces soñada. Ella pensó que, tal como temía, ese novio improbable no la había reconocido. — Soy Tamar… ¿te acuerdas de mí? — y avanzó vacilante. — ¡Cómo no me voy a acordar! — y tomó su mano y la sacudió por varios segundos, hasta que se dio cuenta del absurdo de ese recibimiento y la estrechó en sus brazos.

— Vine a preguntarte si te quieres casar conmigo–le zampó Carmen tartamudeando medio ahogada, porque no era así como lo había planeado, y mientras lo decía se estaba maldiciendo por echarlo todo a perder en la primera frase.

— No sé–fue lo único que se le ocurrió responder a Galupi cuando pudo sacar la voz, y quedaron mirándose maravillados, mientras el joven del catálogo desaparecía sin hacer ruido.

— ¿Estás enamorado de alguien? — balbuceó ella, sintiéndose cada vez más idiota, pero incapaz de recordar la estrategia programada hasta en los menores detalles.

— En este momento me parece que no.

— ¿Eres homosexual?

— No.

— ¿Quieres tomar un café? Estoy un poco cansada, el viaje es largo…

Leo Galupi la condujo a la calle, donde el sol radiante del verano, el bullicio de la gente y el tráfico devolvió a los dos el sentido del presente. Dentro de la galería retrocedían al tiempo de Saigón, estaban de vuelta en la habitación de emperatriz china que él había preparado para ella y donde tantas veces la espiara de noche por las ranuras del biombo para verla dormida. Cuando entonces se despidieron, Galupi sintió la mordedura de la soledad por primera vez en su existencia de trotamundo, pero no quiso admitirla y se la curó con terca indiferencia, sumergiéndose en la prisa de sus negocios y de sus viajes. Con el tiempo desapareció la tentación de escribirle y después se acostumbró al sentimiento dulce y triste que ella le provocaba. Su recuerdo le servía de protección contra el acicate de otros amores, una especie de seguro contra los enredos románticos. Muy joven había decidido no atarse a nada ni a nadie, no era hombre de familia ni de largos compromisos, se consideraba un solitario, incapaz de soportar el tedio de las rutinas o las exigencias de la vida en pareja. En varias ocasiones escapó de una relación demasiado intensa explicando a la novia despechada que no podía amarla porque en su destino sólo cabía amor por una mujer llamada Tamar. Esa coartada, muchas veces repetida, acabó por convertirse en una especie de certeza trágica para él. No examinó en profundidad sus sentimientos porque le gustaba su libertad y Tamar era sólo un fantasma útil al cual recurría si necesitaba deshacerse de un compromiso incómodo. Y entonces, justamente cuando ya se sentía a salvo de sobresaltos del corazón, aparecía ella a cobrar las mentiras que por años había dicho a otras mujeres. Le costaba creer que hubiera entrado a su tienda media hora antes a pedirle de sopetón que se casaran. Ahora la tenía a su lado y no se atrevía a mirarla, mientras sentía los ojos de ella examinándolo sin disimulo.

— Discúlpame, Leo, no pretendo acorralarte, no es así como lo había planeado.

— ¿Cómo lo habías planeado?

— Pensaba seducirte, me compré una camisa de dormir de encaje negro.

— No será necesario que te tomes tanto trabajo–rió Galupi-. Te llevaré a mi casa para que te des un baño y duermas un rato, debes estar molida. Después hablaremos.

— Perfecto, eso te da tiempo para pensar–suspiró Carmen sin intención de ironía.

Galupi vivía en una antigua villa dividida en varios apartamentos. El suyo tenía sólo una ventana a la calle, el resto miraba a un pequeño jardín vetusto donde canturreaba el agua de una fuente y crecían enredaderas en torno a estatuas mutiladas y cubiertas por la pátina verde del tiempo. Mucho más tarde, sentados en la terraza saboreando un vaso de vino blanco, mientras admiraban el jardín iluminado por una luna resplandeciente y aspiraban el perfume discreto de jazmines silvestres, se desnudaron el alma. Los dos habían tenido incontables amoríos y tropiezos, habían dado muchas vueltas y practicado casi todos los juegos de engaño que pierden a los enamorados. Fue refrescante hablar de sí mismos y de sus sentimientos sin segundas intenciones ni tácticas, con una honestidad brutal. Se contaron las vidas a grandes rasgos, se dijeron qué deseaban para el futuro y comprobaron que la antigua alquimia que los había atraído antes estaba todavía allí y bastaba un poco de buena voluntad para reanimarla.

— Hasta hace un par de semanas no se me había ocurrido casarme, Leo.

— ¿Y por qué pensaste en mí?

— Porque no he podido olvidarte, me gustas y creo que hace un montón de años yo te gustaba un poco también. De todos los hombres que he conocido hay sólo dos a quienes quisiera tener a mi lado cuando estoy triste. — ¿Quién es el otro?

— Gregory Reeves, pero no está listo para el amor y no tengo tiempo para esperarlo.

— ¿De qué clase de amor hablas?

— Amor total, nada de medias tintas. Busco un compañero que me quiera mucho, me sea fiel, no mienta, respete mi trabajo y me haga reír. Es mucho pedir, ya lo sé, pero yo ofrezco más o menos lo mismo y además estoy dispuesta a vivir donde tú quieras, siempre que aceptes a mi hijo y a mi madre y pueda viajar a menudo. Soy sana, me mantengo sola y jamás me deprimo. — Esto parece un contrato. — Lo es. ¿Tienes hijos?

— No que yo sepa, pero tengo una madre italiana. Eso será un problema, jamás aprueba a las mujeres que le presento. — No sé cocinar y soy bastante simple en la cama, pero en mi casa dicen que es agradable vivir conmigo, principalmente porque me ven poco, paso muchas horas encerrada en mi taller. No molesto demasiado…

— En cambio yo no soy nada fácil. — ¿Podrás hacer un esfuerzo al menos?

Se besaron por primera vez, al principio tentativamente, luego con curiosidad y pronto con la pasión acumulada en muchos años de distraer con encuentros banales la necesidad de un amor. Leo Galupi condujo a esa novia imponderable a su dormitorio, una habitación alta, adornada con ninfas pintadas en el yeso del techo, una cama grande y cojines de tapicería antigua. A ella le daba vueltas la cabeza, un poco aturdida, y no supo si estaba mareada por el largo viaje o por las copas de vino, pero no intentó averiguarlo, se abandonó a esa languidez, sin ánimo para impresionar a Leo Galupi con su camisa de encaje negro ni con destrezas aprendidas con amantes anteriores. La atrajo su olor a hombre sano, un olor limpio, sin rastro de fragancias artificiales, un poco seco, como el del pan o la madera, y hundió la nariz en el ángulo de su cuello y su hombro, aspirándolo como un perro perdiguero tras un rastro. Los aromas persistían en su memoria más que cualquier otro recuerdo y en ese momento le volvió la imagen de una noche en Saigón, cuando estaban tan cerca que registró la huella de su olor sin saber que permanecería con ella todos esos años.

Comenzó a desabrocharle la camisa, pero se le trancaban los botones en los ojales demasiado estrechos y le pidió, impaciente, que se la quitara. Una música de cuerdas le llegaba de muy lejos, trayendo la milenaria sensualidad de la India a esa habitación romana, bañada por la luna y la vaga fragancia de los jazmines del jardín. Por años había hecho el amor con muchachos vigorosos y ahora tanteaba una espalda algo encorvada y pasaba los dedos por una frente amplia y cabellos finos. Sintió una ternura complaciente por ese hombre ya maduro y por un momento intentó imaginar cuántos caminos y mujeres habría recorrido, pero de inmediato sucumbió al gusto de abrazarlo sin pensar en nada. Sintió sus manos despojándola de la blusa, la amplia falda, las sandalias, y deteniéndose vacilantes en sus pulseras. Nunca se despojaba de ellas, eran su última coraza, pero consideró que había llegado el momento de desnudarse por completo y se sentó en la cama para quitárselas una a una.

Cayeron sobre la alfombra sin ruido. Leo Galupi la recorrió con besos exploratorios y manos sabias, lamió los pezones todavía firmes, el caracol de sus orejas y el interior de los muslos donde la piel palpitaba al contacto, mientras a ella el aire se le iba tornando más denso y jadeaba en el esfuerzo por respirar; una caliente urgencia se apoderaba de su vientre y ondulaba sus caderas y se le escapaba en gemidos, hasta que no pudo esperar más, lo volteó y se le subió encima como una entusiasta amazona para clavarse en él, inmovilizándolo entre sus piernas en el desorden de los almohadones. La impaciencia o la fatiga la hacían torpe, culebreaba buscándolo pero resbalaba en la humedad del placer y del sudor del verano y por último le dio risa y se desplomó aplastándolo con el regalo de sus pechos, envolviéndolo en el trastorno de su pelo revuelto y dándole instrucciones en español que él no comprendía. Quedaron así abrazados, riéndose, besándose y murmurando tonterías en un rumor de idiomas mezclados, hasta que el deseo pudo más y en una de esas vueltas de cachorros Leo Galupi se abrió paso sin prisa, firmemente, deteniéndose en cada estación del camino para esperarla y conducirla hacia los últimos jardines, donde la dejó explorar a solas hasta que ella sintió que se iba por un abismo de sombras y una explosión feliz le sacudía todo el cuerpo. Después fue el turno de él, mientras ella lo acariciaba agradecida de ese orgasmo absoluto y sin esfuerzo.

Finalmente se durmieron ovillados en un enredo de piernas y brazos. En los días siguientes descubrieron que se divertían juntos, ambos dormían para el mismo lado, ninguno fumaba, les gustaban los mismos libros, películas y comidas, votaban por el mismo partido, se aburrían con los deportes y viajaban regularmente a lugares exóticos.

— No sé si sirvo para marido, Tamar–se disculpó Leo Galupi una tarde en una trattoria de la Vía Veneto-. Necesito moverme con libertad, soy un vagabundo.

— Eso es lo que me gusta de ti, yo también lo soy. Pero estamos en una edad en la cual no nos vendría mal algo de tranquilidad. — La idea me espanta.

— El amor se toma su tiempo… No tienes que contestarme de inmediato, podemos esperar hasta mañana–se rió ella.

— No es nada personal, si alguna vez decido casarme, sólo lo haré contigo, te prometo. — Eso ya es algo.

— ¿Por qué no somos amantes mejor?

— No es lo mismo. Ya no tengo edad para experimentos. Quiero un compromiso a largo plazo, dormir por las noches abrazada a un compañero permanente. ¿Crees que habría cruzado medio mundo para proponerte que fuéramos amantes? Será agradable envejecer de la mano, ya verás–replicó Carmen, rotunda. — ¡Qué horror! — exclamó Galupi, francamente pálido.

La oportunidad de sentarme una vez por semana en la quietud del consultorio de Ming O'Brien para hablar de mí y meditar sobre mis acciones era una experiencia que desconocía. Al comienzo me costo un poco relajarme, pero ella se ganó mi confianza y poco a poco fue abriendo los compartimentos sellados de mi pasado. Por primera vez hablé de aquel día en el cuarto de las escobas, cuando Martínez me violó, y a partir de esa confesión pude explorar los ámbitos más secretos de mi vida. El segundo año fue el peor, de cada sesión salía congestionado de llanto, Ming no mintió cuando me dijo que es un proceso doloroso, varias veces estuve a punto de darme por vencido. Por suerte no lo hice. Al pasar revista a mi destino durante esos cinco años, comprendí el guión de mi vida y di los pasos necesarios para cambiarlo, con el tiempo aprendí a vigilar mis impulsos y a detenerme en seco cuando estaba a punto de repetir los viejos errores. Mi vida familiar seguía siendo una pesadilla y no había mucho que pudiera hacer por mejorarla, Margaret estaba fuera de mi alcance, pero me concentré en darle cierta estructura a David. Hasta entonces había usado el sistema de la máquina tragaperras, como lo llamó Ming; mi hijo siempre se salía con la suya, sólo era cuestión de darle y darle a la palanca de la máquina, seguro de que en algún momento recibiría el premio. Me pedía algo, yo me negaba y él comenzaba a majadear sin descanso hasta romperme los nervios, me ganaba por cansancio y yo cedía.

Ponerle límites no fue fácil porque yo mismo no los tuve de chico, me crié suelto en la calle y pensé que la gente se forma sola, que la experiencia enseña. Pero en mí caso recibí disciplina y valores cuando mí padre estaba vivo, dicen que los primeros cinco o seis años son muy importantes en la formación, además debí arreglármelas solo, siempre tuve que trabajar. Mis hijos, en cambio, crecieron como salvajes, sin cuidados y sin verdadero amor, pero nunca les faltó nada en el orden material. Traté de compensar con dinero la dedicación que no supe darles. Mala idea.

Una de las decisiones más importantes fue aligerar algunas de las cargas que llevaba a cuestas y reorganizar mi oficina. Era imposible modificar la naturaleza de mis empleados, pero podía reemplazarlos, no era mi papel curarlos de sus vicios, pagar por sus faltas o resolver sus problemas. ¿Por qué me rodeaba invariablemente de alcohólicos? ¿Por qué se me pegaba la gente neurótica o débil? Tuve que revisar ese aspecto de mi personalidad y mantenerme a la defensiva; la oficina costaba más de lo que producía, yo solo ganaba la mayor parte de los ingresos, sin embargo siempre andaba con la billetera vacía y me habían cancelado casi todas las tarjetas de crédito. Mi buen amigo Mike Tong llevaba años de sofoco tratando de cuadrar los números y Tina me advirtió hasta la saciedad que los otros abogados no sólo descuidaban a los clientes, sino que a veces resolvían casos privadamente, sin dejar registro en mi contabilidad, también me cargaban sus gastos personales, teléfonos, cuentas de restaurantes, viajes y hasta regalos para sus amantes. No le hice caso, andaba demasiado ocupado chapaleando en mi propio caos. Pensaba que nada podía hundirme, que siempre encontraría la forma de resolver los problemas, había vencido otros obstáculos y no sería derrotado por cuentas impagas y mezquinas raterías, pero finalmente la carga se hizo insoportable. Durante un buen tiempo me debatí en dudas y culpas, hasta que Mike Tong con la precisión de su ábaco y Ming O'Brien con su perseverancia, me ayudaron a despedir uno a uno a los zánganos y cerrar las sucursales en otras ciudades. Conservé a Tina, Mike y una abogada joven, inteligente y leal, también alquilé parte del piso a un par de profesionales para aliviar el presupuesto y así reduje los gastos al mínimo. Comprobé entonces que el trabajo en pequeña escala me resultaba más rentable y más divertido; tenía todos los hilos en la mano y podía dedicarme a los desafíos de mi profesión en vez de dilapidar energía arreglando una seguidilla abrumadora de entuertos insignificantes. Además tenía mayor contacto con mis clientes, lo que más me gusta de mi trabajo.

En esa época yo también me transformé; tal como hice con la oficina, me desprendí de muchas cosas superfluas y de aspectos que me molestaban, renuncié a los arrogantes cigarros españoles, en realidad dejé completamente de fumar, y no volví a probar una gota de alcohol, única forma de terminar con mis alergias. La libreta con la lista de amantes se me perdió en algún cajón y no he vuelto a dar con ella. A falta de fondos no me quedó más remedio que reducir mi tren de vida y las parrandas pasaron a la historia porque estaba muy ocupado con David y mi trabajo. además Timothy Duane ya no me inducía al pecado.

Eso no significa que empecé a vivir como un anacoreta, ni mucho menos, supongo que siempre seré fiel a mi naturaleza de buen vividor.

— Muy bien, si no vuelve a casarse, en tres años habremos pagado las deudas–me anunció feliz Mike Tong, la primera vez que los ingresos superaron los gastos.

Ese año vendí una casa que tenía en la playa y terminé de arreglar cuentas con Shanon, quien apenas recibió el último cheque partió sin planes fijos, dispuesta a empezar una nueva vida lo más lejos posible. La visualicé alejándose hasta esfumarse en una autopista, tal como había llegado, sólo que ahora no iba a pie sino en un automóvil de lujo. Meses más tarde vi su fotografía en una revista anunciando cosméticos con una sonrisa de manzana; tuve que mirarla dos veces para reconocerla, se veía mucho mejor de lo que yo recordaba. La recorté y se la traje a David, que la pegó en la pared de su pieza. Tenía una imagen algo difusa de su madre, una criatura hermosa y alegre que aparecía de vez en cuando a cubrirlo de besos y llevarlo al cine, una voz melodiosa en el teléfono y ahora un rostro seductor en avisos de publicidad. Había fabricado con mi ayuda un cofre de madera para regalarle en su cumpleaños, le dedicaba los dibujos de la escuela y se los mandaba por correo, Shanon era el hada etérea de las fábulas, una princesa en bluyines que pasaba de vez en cuando como una brisa feliz y luego partía. Para efectos prácticos, sin embargo, no contaba mucho, su madre era Daisy, que lo peinaba con agua bendita para exorcizarle los demonios y estaba a su lado cuando abría los ojos por la mañana y cuando los cerraba por la noche.

— Quiero ver a mi mamá–me dijo un día.

— Se fue lejos y no regresará por el momento. Te echa de menos, pero por su trabajo vive en otra ciudad. Ahora es una modelo muy famosa.

— ¿Dónde se fue?

— No sé, pero seguro te escribirá pronto. — No me quiere, por eso se fue.

— Te quiere mucho, pero la vida es muy complicada, David. No la verás por un tiempo, es todo.

— Yo creo que mi mamá se murió y tú me estás engañando.

— Te doy mi palabra de honor que es la verdad. ¿No viste su foto en la revista?

— Júramelo.

— Te lo juro.

— Júrame también que nunca te volverás a casar.

— No puedo hacer eso, hijo. Ya te dije que la vida es muy complicada.

En los días siguientes estuvo retraído y silencioso, se instalaba por horas en la ventana a mirar el mar, algo inusitado en él, siempre en un torbellino de actividad y de ruido, pero pronto se distrajo con el alborozo de preparar las vacaciones. Le prometí que iríamos a acampar a las montañas, llevaríamos a Oliver y compraría una escopeta para cazar patos.

Shanon siguió siendo para su hijo lo que siempre había sido, un dulce espejismo.

La acusación por mal ejercicio de la profesión me cayó encima a finales de ese mismo año y me pareció tan descabellada que no me inquietó en lo más mínimo. Se trataba de uno de mis antiguos clientes, alguien a quien mí firma representó hace varios años. Era alcohólico. Todo comenzó cuando viajaba en un bus interestatal hacia Oregón, había tomado demasiados tragos y a mitad de camino estaba delirando por monstruos que lo perseguían. En la ofuscación sacó un cuchillo y atacó a otros pasajeros, hirió a dos y al tercero no lo mató de milagro, la hoja le cercenó el cuello a milímetros de la yugular. Con ayuda de unos cuantos valientes, el chofer desarmó al atacante, lo obligó a bajar del vehículo y luego voló al hospital más próximo, donde desembarcó a las víctimas encharcadas en sangre. La policía no pudo atrapar al acusado, que se había escondido, pero cuatro días más tarde un camión lo recogió en la carretera. Era invierno, se le habían congelado los pies y hubo que amputárselos. Al salir de la prisión, donde cumplió condena, buscó quién lo representara en una demanda contra la compañía de autobuses por haberlo abandonado en terreno descampado. Mi firma lo tomó; en ese período recibíamos a cualquiera que golpeara las puertas. — Tres pasajeros acuchillados son una buena razón para bajar a ese desalmado de mi autobús; mala suerte que se helara cuando se escondió de la policía, bien merecido tiene lo que le pasó, dijo el chofer en su declaración. A pesar de esos antecedentes, pudimos arreglar el caso por una suma respetable, porque al demandado le salía más conveniente pagar una indemnización que ir a juicio. Una vez que el hombre gastó el dinero se dirigió a otro abogado, quien olió en el aire la posibilidad de sacar su tajada acusándome de mala práctica. Yo no tenía seguro y si perdía estaba frito, pero no imaginé jamás que eso sucedería, ningún jurado del mundo daría nada al criminal. Mike Tong no estaba de acuerdo, dijo que si el juicio fuera contra el chofer del bus el jurado sería implacable, cualquiera que se ponga en el papel de los pasajeros y las víctimas votaría contra el acusado, pero ahora se trataba de mí. A un lado verían un pobre inválido con muletas y al otro un abogado, con corbata de seda.

Tendremos al jurado en contra, Sr. Reeves, la gente detesta a los abogados. Además hay que contratar un defensor ¿de dónde sacaremos para eso? — suspiró mi contador, y por una vez dejó de lado el protocolo con el cual siempre me trataba, me cogió de un brazo, me metió en su cuchitril y me confrontó con la incuestionable realidad de sus libros.

Mike estaba en lo cierto. Tres meses después el jurado decidió que el chofer no debió expulsar al hombre del vehículo y que mi firma había desatendido al cliente transando con la compañía de autobuses en vez de ir a juicio.

Ese veredicto, que produjo cierto estupor en el mundillo de la ley, fue mi condena definitiva. Por años había hecho equilibrio al borde de un acantilado, pero ahora rodaba al abismo. A menos que encuentre el tesoro de Francis Drake enterrado en mi patio no tengo la menor esperanza de pagar esa suma, me burlé incrédulo cuando lo supe, pero muy pronto la gravedad de lo ocurrido no dejó espacio para bromas; en cuestión de horas debía tomar medidas drásticas. Llamé a Tina y a Mike, les agradecí su larga fidelidad y les expliqué que debía declararme en quiebra y cerrar la oficina, pero les prometí que si en el futuro lograba comenzar de nuevo, siempre habría trabajo para ellos. Tina se echó a llorar inconsolable, pero Mike no dejó traslucir la menor emoción en su impasible rostro asiático. Puede contar con nosotros, fue todo lo que dijo y se encerró en su madriguera a ordenar los libros.

Durante las eternas semanas del juicio, estuve junto a mi defensor peleando con ferocidad cada detalle; fue un tiempo de mucha tensión, pero cuando todo terminó acepté el veredicto con una sangre fría de la cual no me sabía capaz. Tuve la sensación de haber pasado antes por situaciones similares, de nuevo me encontraba atrapado en un callejón, como algunas veces lo estuve en el barrio latino. Recordé las carreras desesperadas perseguido por la pandilla de Martínez con la certeza de que si me alcanzaban me matarían, sin embar go todavía estaba vivo. También salí ileso de incontables escaramuzas en Vietnam donde otros dejaron la piel, y sobreviví esa noche en la montaña cuando los dados estaban cargados en mi contra. Las pateaduras de la escuela y las duras lecciones de la guerra me enseñaron a defenderme y resistir; sabía que no debía ofuscarme ni perder el sentido de las proporciones, comparado con las batallas del pasado lo ocurrido era apenas un tropiezo, mi vida continuaba. Se me pasó por la mente cambiar de rumbo, el oficio de abogado tiene demasiados aspectos oscuros, cuestioné la validez de estar siempre con la espada en la mano, consumiéndome en una agresividad sin sentido.

Todavía me hago esta pregunta de vez en cuando, pero no tengo respuesta, supongo que me resulta difícil imaginar una existencia sin lucha.

El domingo ya estaba resignado a cerrar la firma. Entre otras posibilidades contemplé la de partir a algún país latinoamericano, tengo lazos muy fuertes con esa parte del mundo y me gusta hablar español; pensé irme a un pueblo pequeño donde la existencia fuera más simple, donde pudiera hacer algo por la gente y formar parte de la comunidad, como hice en la aldea del Vietnam, pero después me pareció una especie de huida.

Carmen y Ming tienen razón, por mucho que uno corra siempre está en su misma piel. También se me ocurrió instalarme en el campo. La semana de vacaciones que pasamos acampando con David, dedicados a cazar patos y pescar, sin más compañía que el perro, fue muy importante para mí y me reveló un aspecto desconocido de mi carácter. En la soledad del paisaje recuperé el silencio de la niñez, ese silencio del alma en la paz de la naturaleza, que perdí cuando se enfermó mi padre y tuvimos que instalarnos en la ciudad. El resto de mí vida estuvo marcado por el ruido, demasiado ruido, y tanto me había acostumbrado a un repique incesante en el cerebro que llegué a olvidar el bienestar del silencio verdadero.

La experiencia de dormir sobre la tierra, sin más luz que las estrellas, me devolvió a la única época realmente dichosa, los viajes con mi familia en el camión. Regresó esa primera imagen de felicidad, yo mismo a los cuatro años orinando sobre una colina bajo la bóveda anaranjada de un cielo soberbio al atardecer. Para medir la vastedad sin fin del espacio reconquistado grité mi nombre junto al lago y el eco de las montañas me lo devolvió purificado. Esos días al aire libre también hicieron un bien enorme a David, su organismo acelerado pareció entrar en una marcha más normal, no tuvimos una sola dis cusión, regresó a la escuela de buen talante y después pasó más de dos meses sin pataletas.

Estaríamos mucho mejor si abandonáramos este medio, donde las presiones suelen ser insoportables, pero la verdad es que no me veo todavía convertido en agricultor o guardia forestal; para qué me engaño… tal vez más adelante… o nunca.

Me gusta la gente, necesito sentirme útil a los demás, no creo que duraría mucho recluido como un ermitaño.

¿Sabes que en ese lugar salvaje supe de ti? Carmen me había regalado tu segunda novela y la leí durante esas vacaciones, sin imaginar que llegaría a conocerte y que te haría esta larga confesión. ¿Cómo podía sospechar entonces que iríamos juntos al barrio latino donde me crié? En más de cuatro décadas no se me había pasado por la mente regresar, si tú no insistes, nunca hubiera visto de nuevo la cabaña, en ruinas pero aún en pie; o el sauce, todavía vigoroso, a pesar del abandono y del basural que ha crecido a su alrededor. Si no me llevas, no habría recuperado el destartalado letrero del Plan Infinito, que me esperaba con la pintura descascarada y la madera medio podrida, pero con su elocuencia intacta. Mira cuánto he andado para llegar hasta aquí y comprobar que no hay un plan infinito, sólo la pelotera de la vida, te dije.

Tal vez cada uno lleva su plan dentro, pero es un mapa borroso y cuesta descifrarlo, por eso damos tantas vueltas y a veces nos perdemos, replicaste.

Di por perdidos el automóvil y la casa, únicos bienes terrenales a mi haber, el resto eran deudas, que ya vería cómo afrontar. En última instancia eso sería problema de los auditores y abogados, que el lunes se lanzarían como pirañas sobre mis despojos. La idea me daba rabia, pero no me asustaba. Me he ganado el pan desde los siete años en toda suerte de oficios, estoy convencido de que nunca me faltará cómo hacerlo. Me preocupaban mis empleados, eso sí. Ellos son mi verdadera familia, pero supuse que Mike y Tina encontrarían otro trabajo sin dificultad y seguramente Carmen se llevaría a Daisy, porque doña Inmaculada ya no está en edad de correr sola con la casa.

Al anochecer caí de visita donde Timothy y Ming a contarles lo que había pasado. Seis meses antes había terminado mi terapia y ahora Ming y yo éramos excelentes amigos, no sólo por la larga relación cultivada en su consultorio, sino porque vivía con Tim, quien se había convertido en otra persona desde que ella entró en su destino a poner orden con recursos de sabiduría. Ming resultó un bálsamo admi rable para mi atormentado amigo. En esos cinco años de penosa exploración, di la vuelta completa al perímetro de lo vivido hasta entonces y cuando llegué al final y toqué de nuevo el punto de partida, ella dio por concluida su ayuda. Dijo que desde ese momento comenzaba la parte más importante de mi curación y debía hacerla solo, que yo era como un inválido a quien le han enseñado a caminar y que sólo la práctica laboriosa de cada paso puede dar equilibrio y firmeza. Con mucha paciencia de su parte y esfuerzo de parte mía, logramos despejar la confusión volcánica en que transcurrió la primera mitad de mi destino. De su mano entré al cuarto de las máquinas desquiciadas y los artefactos inacabados, del cual tanto hablaba mi padre, y ordené poco a poco, eliminé basura, pegué trozos, compuse desperfectos y terminé lo inconcluso.

Aún quedaba mucho por limpiar, pero podía hacerlo solo. Sabía que mí viaje por este mundo sería siempre un tapiz surrealista lleno de hilos sueltos, pero al menos logré ver el dibujo.

— Esta vez me jodieron en serio. Se me acabó el crédito en los bancos y no puedo pagar mis deudas. No me queda más remedio que declararme en quiebra–comenté a mis amigos.

— Los aspectos esenciales están a salvo de esta crisis, Greg, sólo hay pérdidas materiales, lo demás está intacto–replicó Ming y tenía razón, como siempre.

— Supongo que deberé empezar de nuevo–mascullé con una extraña sensación de euforia.

La vida es una suma de ironías. Cuando vi desintegrarse a mi familia y eliminé una buena parte de mis relaciones, dejó de molestarme la soledad. Después, al desmoronarse el castillo de naipes de mi oficina y quedar arruinado, experimenté por primera vez verdadera seguridad. Y justo ahora, cuando dejé de buscar una compañera, apareciste tú y me obligaste a plantar los rosales en tierra firme. Me di cuenta de que en el fondo el dinero nunca me interesó tanto como quise creer; los codiciosos propósitos hechos en el hospital de Hawai estaban equivocados y muy dentro de mí siempre lo sospeché. Los triunfos aparentes no me engañaron, la verdad es que siempre me perseguía una vaga sensación de fracaso.

Sin embargo, tardé una eternidad en aceptar que mientras más acumulaba más vulnerable era, porque vivo en un medio donde se machaca el mensaje contrario. Se requiere una tremenda lucidez, como la de Carmen, para no caer en esa trampa. Yo no la tenía, fue necesario hundirme hasta tocar fondo para adquirirla. En el momento del derrumbe, cuando no me quedaba nada, descubrí que no me sentía abatido, sino libre. Comprendí que lo más importante no había sido sobrevivir o tener éxito, como imaginaba antes, sino la búsqueda de mi alma rezagada en los arenales de la infancia. Al encontrarla supe que ese poder, por el cual tan desesperados esfuerzos malgasté, siempre estuvo en mí. Me reconcilié conmigo mismo, me acepté con un poco de benevolencia y entonces tuve mi primer atisbo de paz. Creo que ése fue el instante preciso en que tomé conciencia de quién soy en realidad Y me sentí por fin en control de mi destino.

El lunes llegué a la oficina dispuesto a ocuparme de los últimos detalles y encontré un ramo de rosas rojas sobre mi escritorio y las sonrisas cómplices de Tina Faibich y Mike Tong, que me aguardaban desde temprano.

— No tenemos el tesoro de Francis Drake, pero conseguí crédito — anunció mí contador, estrujándose la corbata, como siempre hace cuando está nervioso. — ¿Qué dices, hombre?

— Me tomé la libertad de llamar a su amiga Carmen Morales a Roma. Nos dará una buena suma. También tengo un tío banquero que está dispuesto a otorgarnos un préstamo. Con eso podemos negociar. Si nos declaramos en quiebra los otros no cobrarán nada, les conviene darnos facilidades y ser pacientes. — No puedo ofrecer ninguna garantía.

— Entre chinos basta la palabra de honor. Carmen dijo que usted la ha financiado desde que tenían seis años, que no hace más que devolverle la mano. — ¿Más deudas, Mike?

— Ya estamos acostumbrados; ¿qué le hace otra raya al tigre? — ¡Quiere decir que seguimos en la pelea! — sonreí con la certeza de que esta vez sería en mis propios términos.

Lo demás ya lo conoces, porque lo hemos vivido juntos. La noche que nos conocimos me pediste que te contara mí vida. Es larga, te advertí. No importa, tengo mucho tiempo, dijiste, sin saber el lío en que te metías con este plan infinito.

FIN