"El plan infinito" - читать интересную книгу автора (Allende Isabel)

EL PLAN INFINITO

Segunda Parte Tanto se repitió de boca en boca el duelo del tren, adornado hasta alcanzar proporciones fantásticas, que Gregory Reeves pasó a ser un héroe entre sus compañeros. Algo fundamental cambió en su carácter entonces, creció de golpe y perdió esa especie de candor angélico, causante de tantos sinsabores y palizas, adquirió seguridad y por primera vez en años se sintió bien en su piel, ya no deseaba ser moreno como los demás del barrio, empezaba a evaluar las ventajas de no serlo. En la escuela secundaria había cerca de cuatro mil alumnos provenientes de diferentes sectores de la ciudad, casi todos blancos de clase media. Las muchachas usaban el pelo recogido en cola de caballo, no decían malas palabras ni se pintaban las uñas, frecuentaban la iglesia y algunas ya tenían aire de inamovibles matronas, como sus madres. No perdían ocasión de besarse con el novio de turno en la última fila del cine o en el asiento trasero de un coche, pero no lo comentaban. Ellas soñaban con un diamante en el anular y entretanto los muchachos aprovechaban su libertad mientras pudieran, antes de que el rayo fulminante del amor los domesticara. Vivían su última oportunidad de relajo, de juegos y deportes bruscos, de aturdirse de alcohol y velocidad, un período de travesuras viriles, algunas inocuas como robarse el busto de Lincoln de la oficina del rector, y otras no tanto, como atrapar a un negro, un mexicano o un homosexual para embadurnarlo de excremento. Se burlaban del romanticismo, pero lo utilizaban para conseguir pareja. Entre ellos hablaban de sexo sin parar, pero muy pocos tenían ocasión de practicarlo. Por pudor Gregory Reeves nunca mencionó a Olga entre sus amigos. En la escuela se sentía a sus anchas, ya no estaba segregado por su color, nadie conocía su casa ni su familia, se ignoraba que su madre recibía un cheque de la Beneficencia Social. Era de los más pobres, pero siempre tenía algo de dinero en el bolsillo porque trabajaba, podía invitar a una chica al cine, no le faltaba para una ronda de cervezas o una apuesta y en el último año la bonanza le alcanzó para un automóvil bastante machucado, pero con un buen motor. La escasez sólo se percibía en los pantalones brillosos, las camisas gastadas y la falta de tiempo libre. Parecía mayor, era delgado, ágil y tan fuerte como lo había sido su padre, se creía guapo y actuaba como si lo fuera. En los años siguientes sacó provecho a la leyenda de Martínez y su conocimiento de las dos culturas en las cuales había crecido. Las extravagancias intelectuales de su familia y su amistad con el ascensorista de la biblioteca le desarrollaron la curiosidad; en un lugar donde los hombres apenas leían la página deportiva de los periódicos y las mujeres preferían los chismes de artistas de Hollywood, él había leído por orden alfabético a los más notables pensadores desde Aristóteles hasta Zoroastro. Tenía una visión del mundo deformada, pero en cualquier caso más amplia que la de los demás estudiantes y de varios profesores. Cada nueva idea lo deslumbraba, creía haber descubierto algo único y sentía el deber de revelarlo al resto de la humanidad, pero pronto se dio cuenta de que la exhibición de conocimientos caía como una patada de mula entre sus compañeros. Con ellos se cuidaba, pero ante las muchachas no podía evitar la tentación de lucirse como un funámbulo de la palabra. Las infatigables discusiones con Cyrus le enseñaron a defender sus ideas con pasión, su maestro le desbarataba todo intento de marearlo a punta de elocuencia, más fundamento y menos retórica, hijo, le decía, pero Gregory comprobó que sus trucos de orador funcionaban bien con otras personas. Sabía colocarse siempre a la cabeza del grupo, los otros se acostumbraron a abrirle paso y como la modestia no era una de sus virtudes, naturalmente se imaginó lanzado en una carrera política. — No es mala idea. De aquí a unos años el socialismo habrá triunfado en el mundo y podrás ser el primer senador comunista de este país — lo entusiasmaba Cyrus en cuchicheos secretos en la bodega de la biblioteca, donde por años había intentado, sin grandes resultados, sembrar en la mente de su discípulo su encendida pasión por Marx y Lenin. A Reeves esas teorías le resultaban incuestionables desde el punto de vista de la justicia y la lógica, pero intuía que no tenían la menor posibilidad de triunfar, por lo menos en su mitad del planeta. Por otra parte, la idea de hacer fortuna le parecía más seductora que la de compartir la pobreza por igual, pero jamás se habría atrevido a confesar tan mezquinos pensamientos.

— No estoy seguro de que quiero ser comunista–se defendía con prudencia.

— ¿Y qué vas a ser entonces, hijo? — Demócrata, por ejemplo…

— No hay ninguna diferencia entre demócratas y republicanos ¿cuántas veces tengo que explicártelo? En fin, si quieres llegar al Senado debes empezar ahora mismo. Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente. Tienes que ser presidente de los estudiantes. — Estás loco, Cyrus, soy el más pobre de la clase y hablo inglés como un chicano. ¿Quién votaría por mí? No soy ni gringo ni latino, no represento a nadie.

— Por eso mismo puedes representarlos a todos–y el viejo le prestó El Príncipe, y otras obras de Nicolás Maquiavelo para que aprendiera sobre la naturaleza humana. A las tres semanas de lectura superficial Gregory Reeves regresó bastante confundido.

— Esto no me sirve de nada, Cyrus. ¿Qué relación hay entre los italianos del siglo XV y los atorrantes de mí escuela? — ¿Es todo lo que me puedes decir de Maquiavelo? No has entendido nada, eres un ignorante. No mereces ser secretario de un preescolar, mucho menos presidente de los alumnos de la secundaria. El muchacho volvió a meter la nariz en los libracos, esta vez con mayor dedicación, y poco a poco el rayo iluminador del estadista florentino atravesó cinco siglos de historia, la distancia de medio mundo, las barreras culturales y las brumas de un cerebro juvenil para revelarle el arte del poder. Tomó notas en un cuaderno que tituló modestamente Yo Presidente» y que resultó profético, porque gracias a las estrategias de Maquiavelo, a los consejos de su maestro y a las manipulaciones de^ inspiración propia logró ser elegido por una abrumadora mayoría. Ése fue el primer año sin problemas raciales en la escuela, porque alumnos y profesores trabajaron al unísono, convencidos por Reeves de que navegaban en el mismo bote y a nadie le convenía remar en direcciones contrarias. También organizó el primer baile en calcetines, ante el escándalo de la Junta Directiva, que lo consideró el paso definitivo hacia una orgía romana, pero nada pecaminoso ocurrió, fue una fiesta inocente donde sólo los zapatos se quitaron los participantes. El nuevo presidente estaba decidido a dejar un recuerdo imborrable en los anales de la institución y a iniciarse en el camino hacia la Casa Blanca, pero la tarea resultó más ardua de lo calculado. Además de las responsabilidades del cargo ayudaba en la cocina de una taquería hasta muy entrada la noche, los fines de semana reparaba cauchos en el garaje de Pedro Morales y los veranos partía de bracero a recoger fruta en los campos. Su existencia transcurría tan ocupada que se salvó del alcohol, las drogas, las apuestas en el juego y las competencias de velocidad en las que varios de sus amigos dejaron buena parte de su inocencia, cuando no la salud y hasta la vida.

Las muchachas se convirtieron en su idea fija, manifestada a veces como un aturdimiento feliz capaz de hacerlo olvidar hasta su propio nombre, pero en general era sólo un martirio de sopa caliente en las venas y de obscenidades comunes en la mente. Con delicadeza, porque le tenía mucho cariño, pero con determinación irrevocable, Olga lo desterró de su cama con el pretexto de que ya era hora de buscar otros consuelos. Se sentía muy vieja para esos trotes, dijo, pero en realidad se había enamorado de un camionero, diez años más joven que ella, quien solía visitarla entre viaje y viaje. Esa matrona de indómito espíritu acabó zurciéndole las calcetas y aguantándole las mañas durante varios años a un amante de mala catadura, hasta que en una de sus travesías el hombre se desvió del camino para seguir a otro amor y nunca más regresó. Por otra parte, los encuentros entre Olga y Gregory habían perdido el atractivo de la novedad y el encanto de lo inconfesable, habían degenerado en una discreta gimnasia entre una abuela y su nieto. Olga fue reemplazada por Ernestina Pereda, compañera de Gregory en la primaria que ahora trabajaba en un restaurante. Con ella imaginaba el amor, ilusión que se disipaba a los pocos minutos, dejándole un sabor de culpa. Posiblemente era el único amante de Ernestina con tales escrúpulos, pero para derrotarlos habría tenido que traicionar su naturaleza romántica y los principios de caballerosidad aprendidos de su madre y de sus lecturas, no deseaba aprovecharse de ella, como tantos otros, pero tampoco era capaz de mentirle amor. Aún no se perfilaban en el horizonte los cambios en las costumbres que convertirían el sexo en un saludable ejercicio sin riesgo de embarazo ni obstáculo de culpa. Ernestina Pereda era uno de esos seres destinados a explorar el abismo de los sentidos, pero le tocó nacer quince años demasiado pronto cuando las mujeres debían escoger entre la decencia y el placer y ella no tenía valor para renunciar a ninguno de los dos. Desde que podía acordarse vivió deslumbrada por las posibilidades de su cuerpo, a los siete años había convertido el baño de la escuela en su primer laboratorio y a sus compañeros en conejillos de indias, con los que investigó, hizo experimentos y llegó a sorprendentes conclusiones. Gregory no escapó a semejante afán científico. los dos se escabullían a la sórdida intimidad del baño para explorarse con la me jor buena voluntad, juego que habría continuado indefinidamente si la brutalidad de Martínez y su banda no lo hubiera cortado en seco. En un recreo se treparon en un cajón para espiarlos, los descubrieron jugando al doctor y armaron tal escándalo de burlas, que Gregory cayó enfermo de vergüenza por una semana y no volvió a intentar esas diversiones hasta que Olga lo rescató de su turbación. Para entonces Ernestina Pereda había tenido innumerables experiencias, no quedaba muchacho en el barrio que no hiciera alarde de conocerla, algunos con justificada razón, pero muchos por simple fanfarronada. Gregory procuraba no pensar en tal promiscuidad, sus encuentros carecían de artificios sentimentales, pero siempre contaron con una elemental cortesía. El amor se le presentaba a cada rato en forma de pasiones efímeras por algunas chicas de los alrededores, con quienes no podía practicar las piruetas de perdición del repertorio de Olga ni los caracoleos frenéticos de Ernestina Pereda. No tenía dificultad en conseguir mujeres, pero nunca se sentía suficientemente amado, el afecto que recibía era apenas un reflejo deslucido de la pasión total en que se consumía. Le gustaban delgadas y altas, pero cedía sin oponer mayor resistencia ante cualquier tentación del sexo opuesto, aunque fuera más bien rechoncha, como era el caso de las latinas del barrio. Sólo a Carmen descartaba como inspiración de sus desva–ríos eróticos, a ella la consideraba su compinche y sus atributos femeninos no alteraban en nada su prístina camaradería. Sin embargo eran de temperamentos diferentes y poco a poco se había creado un abismo intelectual entre ambos. Con ella compartía confidencias, bailes y cine, pero resultaba inútil comentarle sus lecturas o las inquietudes sociales y metafisicas sembradas en su corazón por Cyrus. Cuando excursionaba por esos senderos su amiga no se daba el trabajo de halagarlo con fingido interés, lo congelaba con una mirada de hielo y le ordenaba dejarse de pendejadas. Con otras mujeres no tenía mejor acogida, las atraía al comienzo por su prestigio de salvaje y de buen bailarín, pero pronto se cansaban de sus apremios y partían comentando que era un pedante lleno de aires, incapaz de tener las manos quietas, cuidado con aceptarle un paseo a solas en su cacharro, primero te aburre con una jerigonza de candidato y luego intenta sacarte el sostén, pero aun así a Reeves no le faltaban aventuras amorosas. Juan José Morales opinaba que no valía la pena intentar comprender a las mujeres, eran objetos de lujuria y perdición, como aseguraban el cancionero latino y el Padre Larraguibel cuando se inflamaba de celo católico. Para los machos del barrio había sólo dos clases de mujeres, unas como Ernestina Pereda y otras intocables destinadas a la maternidad y el hogar, pero de nin guna había que enamorarse, eso convierte al hombre en esclavo, cuando no en cornudo. Gregory jamás se conformó con esas premisas y en los treinta años siguientes persiguió sin tregua la quimera del amor perfecto, tropezando incontables veces, cayendo y volviendo a levantarse, en una interminable carrera de obstáculos, hasta que renunció a la búsqueda y aprendió a vivir en soledad. Y entonces, por una de esas irónicas sorpresas de la existencia, encontró el amor cuando ya no pensaba hallarlo. Pero ésa es otra historia. Las aspiraciones senatoriales de Gregory Reeves terminaron abruptamente al día siguiente de su graduación de la secundaria, cuando Judy le preguntó qué pensaba hacer con su destino porque ya era hora de salir de la casa de su madre, donde los tres vivían bastante incómodos.

— Hace tiempo que deberías vivir en otro lado, aquí no cabemos, estamos muy incómodos.

— Está bien, buscaré dónde irme–replicó Gregory con una mezcla de tristeza por esa brusca manera de ser expulsado de la familia y de alivio por salir de un hogar donde nunca se sintió querido. — Debemos arreglarle los dientes a mamá, no podemos postergarlo más.

— ¿Hay algo ahorrado?

— No alcanza. Faltan trescientos dólares. Y además le prometimos un televisor para Navidad.

Judy había pasado por una adolescencia infeliz y se había convertido en una mujer devastada por una indignación sorda. Su rostro todavía era de una belleza sorprendente y su cabello, aunque cortado a tijeretazos, tenía el mismo color oro blanco de la primera infancia. Perniciosas capas de grasa se le habían asentado en el esqueleto, pero no la deformaban del todo porque aún era muy joven; a pesar de la obesidad se adivinaban las formas originales de su cuerpo y en las escasas ocasiones en que dejaba de detestarse a sí misma y se reía, recuperaba su encanto. Había tenido algunos amores con hombres blancos que encontraba en su trabajo o en otros barrios, sus vecinos hispanos habían abandonado hacia mucho tiempo la cacería, convencidos de que era una presa inalcanzable. Ella se encargaba de espantar a los esforzados pretendientes con sus arrebatos de altanería o sus largos silencios.

— Esta pobre niña nunca se casará, está visto que odia a los hombres–diagnosticó Olga.

— Mientras no adelgace está fregada–apuntó Gregory.

— El peso no tiene nada que ver, Gregory. No se quedará solterona por gorda, sino porque tiene ganas de serlo, de pura rabia.

Por una vez a Olga le falló la clarividencia. A pesar de su aspecto, Judy se casó tres veces y tuvo incontables enamorados, algunos de los cuales perdieron la paz del alma persiguiendo un amor que ella no pudo o no quiso dar. Tuvo varios hijos de diferentes maridos y adoptó otras criaturas, a quienes crió con cariño. Esa ternura natural, que marcó los primeros años de la vida de Gregory y que intentó muchas veces recuperar a lo largo de la tormentosa relación con su hermana, permaneció congelada en el alma de Judy hasta que pudo encauzarla hacia los afanes de la maternidad. Los hijos propios y ajenos la ayudaron a superar la parálisis emocional de su juventud y a sobrellevar con fortaleza el trágico secreto oculto en su pasado. En esa época había abandonado la escuela y trabajaba en una fábrica de ropa, la situación de la familia era precaria, sus aportes y los de Gregory no alcanzaban. Después de un año limpiando casas en sus horas libres, con las manos despellejadas y la certidumbre de que por ese camino no llegaría a ninguna parte, decidió emplearse a tiempo completo como obrera. Junto a otras mujeres mal pagadas y mal tratadas cosía en un sucucho oscuro y sin ventilación, donde paseaban orondas las cucarachas. En ese oficio las leyes se violaban con impunidad y las trabajadoras eran explotadas por patrones sin escrúpulos. Regresaba a casa con paquetes de telas y pasaba buena parte de la noche ante la máquina de coser de su madre. Le pagaban las horas extras al mismo precio de las normales, pero necesitaba el dinero y ante el menor reclamo la ponían en la puerta sin más trámites: había muchos desesperados esperando turno. Por su parte Gregory también estaba habituado al trabajo y había contribuido al presupuesto de la casa desde los siete años. Con sus ahorros hizo algunos cambios, cambió la antigua nevera por una moderna, la cocina a queroseno por una de gas y el gramófono por un tocadiscos eléctrico para que su madre escuchara su música favorita. No lo asustaba la idea de vivir solo. Su amigo Cyrus y Olga procuraron convencerlo de que en vez de emplearse para sobrevivir buscara la forma de pagarse la universidad, pero esa alternativa no se planteaba entre los muchachos de su medio, sobre sus cabezas había un techo invisible que los mantenía mirando el suelo. Al terminar la escuela Gregory se encontró de golpe limitado otra vez por el chato horizonte del barrio. Durante once años había hecho lo posible por ser aceptado como uno más del vecindario y a pesar de su color casi lo consigue. Aunque no pudo ponerlo en palabras, tal vez la verdadera razón para convertirse en obrero fue su deseo de pertenecer al ambiente donde le tocó crecer, la idea de elevarse por encima de los demás a través del estudio le pareció una traición. En los años fe lices de la secundaria tuvo la breve ilusión de escapar a su suerte, pero en el fondo había asumido su condición de marginal y a la hora de enfrentarse al futuro lo aplastó el peso de la realidad. Alquiló un cuarto y allí se instaló con sus pocas pertenencias en cajas, los libros prestados por Cyrus y con Oliver por única compañía. El perro estaba muy viejo y medio ciego, había perdido varios dientes y buena parte del pelo y apenas podía con su pesado esqueleto de bestia bastarda; pero seguía siendo un amigo discreto y fiel. Pocas semanas trabajando como lomo mojado le bastaron a Reeves para comprender que el sueño americano no alcanzaba para todos. Cuando regresaba a su cuarto en la noche y se echaba extenuado sobre la cama a mirar el techo, sacaba la cuenta de su desesperanza y se sentía preso en un cepo. Pasó el verano en una empresa de transporte donde debía echarse bultos pesados a la espalda, le salieron músculos donde no sabía que los hubiera y estaba adquiriendo la tosca catadura de un gladiador, cuando un accidente lo obligó a cambiar de rumbo. Subían entre dos un refrigerador sostenido por cinchas que cada uno llevaba al hombro, hacía un calor sofocante, el hueco de la escalera era estrecho y en cada peldaño el peso descansaba por completo en un lado del cuerpo. De pronto, en la pierna derecha sintió una ardiente descarga eléctrica, tuvo que echar mano de toda su voluntad para no soltar la carga, que hubiera aplastado a su compañero. Se le escapó un bramido seguido por una retahíla de maldiciones y cuando pudo asentar el refrigerador y mirarse vio un árbol morado de grueso tronco y ramificaciones, se le habían reventado las venas y en pocos minutos se le deformó la pierna. Fue a dar al hospital, donde después de examinarlo le aconsejaron reposo absoluto y le advirtieron que las venas dañadas tomarían el aspecto de várices, sólo la cirugía podría eliminarlas. Su empleador le pagó una semana y Reeves pasó la convalecencia en su cuarto, sudando bajo el ventilador, con el consuelo de la lealtad de Oliver, algunos masajes terapéuticos de Olga y los platos criollos preparados por Inmaculada Morales. Los libros de Cyrus, la música clásica y las visitas de algunos amigos fueron su entretención. Carmen aparecía por su cuarto muy seguido y le contaba con detalle las películas en cartelera; tenía el don de narrar y al oírla le parecía encontrarse frente a la pantalla. Juan José Morales, quien también había cumplido dieciocho años, pasó a despedirse antes de enrolarse en las Fuerzas Armadas y le dejó de recuerdo su álbum de fotografías de mujeres desnudas, que prefirió no examinar para evitar mayores suplicios, bastante tenía con la canícula, la inmovilidad y el fastidio. Cyrus iba a verlo a diario y le comentaba las noticias en un tono sepulcral, la humanidad estaba al borde de una catástrofe, la guerra fría ponía en peligro al planeta, existían demasiadas bombas atómicas listas para ser activadas y demasiados generales arrogantes dispuestos a hacerlo; en cualquier momento alguien apretaría el botón fatídico, reventaría el mundo en una hoguera final y todo se iría definitivamente al carajo. — Se ha perdido la ética, vivimos en un mundo de valores mezquinos, de placeres sin alegría y de acciones sin sentido. — ¡Vaya, Cyrus! ¿No me has prevenido muchas veces contra el pesimismo burgués? — replicaba burlón su discípulo. Su madre se materializaba de pronto, discreta y tenue. Le llevaba unas galletas y un hueso para Oliver, se sentaba junto a la puerta en el borde de la silla y conversaba con la mayor formalidad de los mismos temas de siempre: historia, recuerdos del padre, música. Cada día parecía más etérea y borrosa. Los sábados escuchaban juntos el programa de ópera de la radio y Nora, conmovida hasta las lágrimas, comentaba que esas eran voces de seres sobrenaturales, los humanos no podían alcanzar tal perfección. Con sus habituales buenas maneras miraba de lejos el montón de libros junto a la cama y preguntaba cortésmente qué estaba leyendo. — Filosofía, mamá.

— No me gustan los filósofos, Greg, están contra Dios. Tratan de racionalizar la Creación, que es un acto de amor y de magia. Para entender la vida es más útil la fe que la filosofía. — A usted le gustarían esos libros, mamá.

— Si, supongo que sí. Hay que leer mucho, Greg. Con conocimiento y sabiduría sería posible derrotar al mal en la tierra. — Estos libros dicen con otras palabras lo mismo que usted me ha enseñado, que hay una sola humanidad, que nadie debe poseer la tierra porque pertenece a todos, que un día habrá justicia e igualdad entre los hombres. — ¿Y ésos no son libros religiosos?

— Todo lo contrario, no son libros sobre dioses, sino sobre hombres. Hablan de economía, de política, de historia… — Ojalá no sean libros comunistas, hijo.

Al despedirse le dejaba un folleto sobre su fe Bahai o sobre algún novedoso guía espiritual de los tantos que brotaban por esos lados, y partía con un gesto suave de la mano, sin tocar a su hijo. Su paso por el cuarto era tan ligero que Gregory quedaba con la duda de si realmente había estado allí o si esa señora de cabello color niebla y vestido antiguo había sido sólo una broma de su imaginación. Sentía por ella un cariño doloroso, le parecía una criatura seráfica, intocada por la maldad, fina y delicada como las apariciones de los cuentos.

En algunos momentos lo agobiaba la ira contra ella, quería arrancarla a sacudones de su persistente duermevela, gritarle que abriera los ojos de una vez y lo mirara de frente, míreme, madre, aquí estoy ¿no me ve? pero en general deseaba sólo acercarse, tocarla, reírse con ella y contarle sus secretos.

Una tarde Pedro Morales cerró el garaje temprano para ir a verlo. Desde la muerte de Charles Reeves había asumido tácitamente la tarea de velar por la familia de su maestro.

— Este es un accidente del trabajo. Deben darte una indemnización–le explicó.

— Me dijeron que no tengo derecho a nada, don Pedro. — Tu patrón tiene un seguro ¿no?

— El patrón dijo que él no es el patrón y que nosotros no somos sus empleados, somos contratistas independientes. Nos pagan en efectivo, nos echan en cualquier momento y no estamos asegurados. Usted sabe cómo son las cosas. — Eso es ilegal. Un abogado puede ayudarte, hijo. Pero Reeves no tenía dinero para abogados y lo desanimó la idea de empantanarse por años en engorrosos trámites. Apenas pudo ponerse de pie consiguió un trabajo menos esforzado, aunque no más agradable, en una fábrica de muebles, donde el fino polvo de aserrín que flotaba en el ambiente y los efluvios de cola de pegar, barniz y disolvente mantenían a los trabajadores en permanente estado de ofuscación. Durante varios meses hizo patas de sillas, todas exactamente iguales. El accidente de la pierna lo puso sobre aviso y tantas veces enfrentó al capataz reclamando derechos escritos en los contratos e ignorados en la práctica, que terminaron por calificarlo de revoltoso incurable y lo despidieron. De allí dio bote por diferentes empleos y de todos salía en mala forma a las pocas semanas. — Para qué alborotas tanto, Greg? No estás en la secundaria, ya no eres el presidente de nada. Si te pagan lo tuyo no reclames. Quédate tranquilo–le aconsejaba Olga sin esperanza de ser escuchada. — Haces bien, hijo, hay que tener solidaridad de clase. En la unión está la fuerza–exclamaba Cyrus, apuntando a una invisible bandera roja con un índice tembleque-. El trabajo eleva al hombre, y todos los trabajos son igualmente dignos y debieran recibir la misma paga, pero no todos los hombres tienen las mismas habilidades. Tú no sirves para esto, Greg, es un esfuerzo inútil, no te conduce a ninguna parte, es como echarle arena al mar.

— ¿Por qué no te dedicas al arte, mejor? Tu padre era artista ¿no? — le aconsejaba Carmen.

— Y se murió en la miseria dejándonos a cargo de la beneficencia pública. No gracias, estoy harto de ser pobre. La pobreza es una mierda.

— Nadie se hace rico de obrero en una fábrica. Además tú no sabes obedecer órdenes y te aburres pronto. Para lo único que sirves es para ser tu propio jefe–insistía su amiga, quien aplicaba los mismos principios para ella.

La joven ya no tenía edad para malabarismos callejeros vestida de trapos multicolores, pero tampoco quería ganarse la vida en un empleo, le producía horror la idea de pasar el día encerrada en una oficina o en un galpón ante una máquina de coser, ganaba algún dinero haciendo artesanías para vender en tiendas de regalos y ferias ambulantes. Como Judy y muchas otras muchachas del barrio, tampoco había terminado la secundaria; no tenía preparación pero le sobraba inventiva y en secreto contaba con la complicidad de su padre para escapar del martirio de un trabajo rutinario. A Pedro Morales le fla–queaba la voluntad ante esa chica extravagante y le permitía algunas licencias que no toleró en otros hijos.

En la fábrica de latas el trabajo era sencillo, pero cualquier distracción podía costar un par de dedos. La máquina a cargo de Gregory Reeves sellaba el interminable desfile de tarros que pasaba en una correa transportadora. El ruido era enloquecedor, un clamor de palancas y de láminas metálicas, un rugido de selladoras y de ruedas dentadas, un chirriar de hierros mal aceitados, un tronar de martillos, un rasguñar de cuchillas un cloqueteo de rodillos. Gregory, provisto de bolas de cera en las orejas, apenas soportaba el estrépito en su cabeza; se sentía dentro de un escandaloso campanario, el ruido lo dejaba exhausto, al salir a la calle estaba tan aturdido que no se percataba del bullicio del tráfico y por un buen rato le parecía encontrarse sumido en un silencio de fondo de mar. Lo único importante era la producción y cada obrero estaba obligado a llegar al límite de sus fuerzas y a menudo cruzarlo a tientas, si deseaba mantener el empleo. Los lunes los hombres llegaban lánguidos por la resaca de las parrandas de fin de semana y apenas lograban mantenerse despiertos. Al sonar el silbato de la tarde el ruido cesaba de pronto y por algunos minutos Gregory perdía asidero y creía flotar en el vacío. Los trabajadores se lavaban en los grifos del patio, se cambiaban de ropa y salían en tropel rumbo a los bares. Al principio intentó acompañarlos, inmerso en el humo saturado de tequila barata y cerveza negra, riéndose de los chistes groseros y cantando rancheras desafinadas, más aburrido que alegre; podía imaginar por algunos momentos que tenía amigos, pero apenas salía al aire libre y se le despejaban un poco las brumas del bar, comprendía que se estaba consolando con engañifas de despechado. Nada tenía en común con los demás, los mexicanos desconfiaban de él, tal como hacían de todos los gringos. Pronto renunció a esa camaradería ilusoria y de la fábrica partía a su cuarto, donde se encerraba a leer y a escuchar música. Para ganar la confianza de los otros obreros se colocaba a la cabeza de las protestas; era el primero en armar guerra cuando alguien se accidentaba o se cometía un atropello, pero en la práctica resultaba difícil difundir las ideas de Cyrus sobre justicia social, porque no contaba con el apoyo de los supuestos beneficiados.

— Quieren seguridad, Cyrus. Tienen miedo. Cada uno se ocupa de lo suyo, a nadie le importan los demás.

— Se puede vencer el temor, Gregory. Debes enseñarles a sacrificar los intereses individuales por causas comunes.

— En la vida real parece que cada uno defiende su palo del gallinero. Vivimos en una sociedad muy egoísta.

— Debes hablarles, Greg. El hombre es el único animal que se guía por una ética y que puede ir más allá del instinto. Si no fuera así todavía estaríamos en la Edad de Piedra. Este es un momento crucial de la historia, si nos salvamos de un cataclismo atómico los elementos están dados para el nacimiento del Hombre Nuevo. — explicaba incansable el ascensorista en su elaborada jerga.

— Ojalá tengas razón, pero me temo que el Hombre Nuevo nacerá en otra parte, Cyrus, no por estos lados. En este barrio nadie piensa en saltos biológicos, sino en sobrevivir.

Así era, ninguno deseaba llamar la atención. Los hispanos, ilegales en su mayoría, habían llegado al norte venciendo incontables obstáculos y no tenían la menor intención de provocar nuevas desgracias con martingalas políticas que podían atraer a los temibles agentes de la «Migra». El capataz de la fábrica, un hombronazo de barba roja, había observado a Reeves durante meses. No lo había despedido porque era uno de los pacientes admiradores de Judy, soñaba con desnudarla algún día para recorrer sus carnes generosas, y por un tiempo pensó ablandarle el corazón sirviéndose de su hermano. No dejaba pasar ocasión de tomarse unos tragos con Gregory, siempre a la espera de ser correspondido con una invitación a casa de los Reeves. No quiero verlo por aquí, gruñó Judy cuando su hermano se lo insinuó, sin imaginar que el pelirrojo ganaría la partida a punta de tenacidad y con el tiempo llegaría a ser su primer marido. Cierta vez el hombre sorprendió a Gregory repartiendo unas hojas mal escritas en español y quiso saber de qué diablos se trataba. — Son artículos de la Ley del Trabajo–replicó desafiante.

— ¿Qué pendejada es ésa? — Las condiciones de este galpón son insalubres y nos deben muchas horas extraordinarias. — Ven a la oficina, Reeves.

Una vez a solas le ofreció asiento y un trago de una botella de ginebra que guardaba en el botiquín de primeros auxilios. Durante un momento muy largo lo observó en silencio, buscando la forma de explicarle sus razones. Era de pocas palabras y jamás se hubiera tomado esa molestia si Judy no estuviera de por medio. — Aquí puedes llegar lejos, hombre. Tal como veo la cosa, puedes ser capataz en menos de cinco años. Tienes educación y sabes mandar. — Y también soy blanco, ¿verdad? — apuntó Reeves. — También. Hasta en eso tienes suerte.

— Por lo visto ninguno de mis compañeros saldrá nunca de la correa transportadora…

— Esos indios pulguientos son mala gente, Reeves. Pelean, roban, no se puede confiar en ellos. Además son tontos, no entienden nada, no aprenden inglés, son flojos.

— No sabes lo que dices. Tienen más habilidad y sentido del honor que tú y yo. Has vivido en este barrio toda tu vida y no sabes una palabra de español, en cambio cualquiera de ellos aprende inglés en pocas semanas. Tampoco son flojos, trabajan más que cualquier blanco por la mitad del pago.

— ¿Qué te importa esa gentuza? No tienes nada que ver con ellos. eres diferente. Créeme, serás capataz y quién sabe si un día serás dueño de tu propia fábrica, tienes buena pasta, debes pensar en tu futuro. Te ayudaré, pero no quiero peloteras. No te conviene. Por otra parte estos indios no se quejan de nada, están de lo más contentos.

— Pregúntales, a ver cuán contentos están…

— Si no les gusta que se vayan a su país, nadie les pidió que vinieran aquí.

Reeves había oído esa frase muchas veces y salió de la oficina indignado. En el patio donde los obreros se lavaban vio el tarro de basura lleno a rebasar con sus panfletos, lo volteó de una patada y partió maldiciendo.

Para pasar el mal rato se fue al cine a ver dos películas de horror, después se comió una hamburguesa de pie en un mesón y a medianoche volvió caminando a su pieza. Entretanto la rabia se le había transformado en un angustioso sentimiento de impotencia. Al llegar encontró un mensaje en su puerta: Cyrus estaba en el hospital. El anciano ascensorista agonizó dos días sin más compañía que Gregory Reeves. No tenía familia y no quiso avisar a ninguno de sus amigos porque consideraba la muerte como un asunto privado. Detestaba los sentimentalismos y advirtió a Gregory que a la primera lágrima mejor se iba, porque no estaba dispuesto a pasar los últimos momentos en esta tierra consolando a un llorón. Lo había llamado, explicó, porque le quedaban algunas cosas por enseñarle y no deseaba partir con el remordimiento de una tarea inconclusa. En esos días su corazón se fue apagando con rapidez, pasaba muchas horas concentrado en el fatigoso proceso de despedirse de la vida y desprenderse de su cuerpo. A ratos disponía de fuerzas para hablar y tuvo suficiente lucidez para prevenir a su discípulo una vez más sobre los peligros del individualismo y dictarle una lista de autores ineludibles con instrucciones de leerlos en el orden señalado. Luego le entregó la llave de una casilla de la estación de trenes y con muchas pausas para sujetar el aliento le dio sus disposiciones finales. — Ahí encontrarás ochocientos diez dólares en billetes. Nadie sabe que los tengo, el hospital no podrá reclamarlos para pagar mis gastos. La caridad pública o la biblioteca se harán cargo de mi funeral; no me echarán a la basura, estoy seguro. Ese dinero es para ti, hijo, para que vayas a la universidad. Se puede empezar por abajo, pero es mucho mejor empezar por arriba y sin un diploma te costará mucho salir de este agujero. Mientras más alto te encuentres, más podrás hacer por cambiar las cosas de este condenado capitalismo ¿me entiendes?, Cyrus…

— No me interrumpas, se me van las fuerzas. ¿Para qué te he llenado el cerebro de lectura durante tantos años? ¡Para que lo uses! Cuando uno se gana el sustento en lo que no le gusta se siente como un esclavo, cuando uno lo hace en lo que ama se siente como un príncipe. Coge el dinero y te vas lejos de esta ciudad ¿me has oído? Tuviste buenas notas en la escuela, te admitirán sin problemas en cualquier universidad. Júrame que lo harás. — Pero… — ¡Júramelo!

— Te juro que lo intentaré… — No me basta. — Júrame que lo harás.

— Está bien, lo haré–y Gregory Reeves tuvo que salir al pasillo para que su amigo no lo viera llorar. Como un zarpazo le había vuelto un miedo antiguo. Después de ver a Martínez destrozado en la línea del tren creyó que había superado su obsesión con la muerte y en verdad no pensó en ella por años, pero al sentir en el aire del cuarto de Cyrus ese tenue aroma de almendras amargas, el terror le volvió con la misma intensidad de su infancia. Se preguntó por qué ese olor le producía náuseas, pero no pudo recordarlo. Esa noche Cyrus murió con discreción y dignidad, tal como había vivido, acompañado del hombre a quien consideraba su hijo. Poco antes del fin sacaron al moribundo de la sala común y lo trasladaron a un cuarto privado. Advertido por Carmen Morales el Padre Larraguibel se presentó a ofrecer los consuelos de su fe, pero el enfermo ya estaba inconsciente y Gregory consideró una falta de respeto molestar a Cyrus, agnóstico, irrestricto, con aspersiones de agua bendita y latinazgos. — Esto no puede hacerle mal y quién sabe si le haga bien–razonó el cura.

— Lo siento Padre, a Cyrus no le gustaría, usted perdone. — No te toca a ti decidir, muchacho–replicó el otro, categórico, y sin más dilaciones lo apartó de un empujón, extrajo de su maletín la estola de su autoridad y el óleo santo de la extremaunción y procedió a cumplir su cometido aprovechando que el enfermo no estaba en condición de defenderse.

La muerte fue tranquila y pasaron varios minutos antes de que Gregory se diera cuenta de lo ocurrido. Se quedó un largo rato sentado junto al cuerpo de su amigo hablándole por primera vez, agradeciéndole lo que debía agradecer, pidiéndole que no lo abandonara y velara por él desde el cielo de los incrédulos, mira qué tonto soy, Cyrus, pedirte esto justamente a ti, que si no crees en Dios menos debes creer en los ángeles de la guarda. A la mañana siguiente sacó el modesto tesoro de la casilla y le agregó algunos ahorros propios para financiar un solemne funeral con música de órgano y profusión de gardenias, al cual invitó al personal de la biblioteca y a otras personas que desconocían la existencia de Cyrus y asistieron sólo porque se los pidió, como su madre, Judy y la tribu de los Morales, incluyendo a la abuela chiflada, quien se acercaba a los cien años y aún era capaz de regocijarse con un sepelio ajeno, feliz de no ser ella quien iba en el ataúd. El día del entierro amaneció un sol radiante, hacía calor y Gregory sudaba en su traje oscuro alquilado. Al marchar tras el féretro por el sendero del cementerio se despedía calladamente de su viejo maestro, de la primera etapa de su vida, de esa ciudad y de los amigos. Una semana más tarde tomó el tren a Berkeley. Llevaba noventa dólares en el bolsillo y muy pocos buenos recuerdos. Salté del tren con la anticipación de quien abre un cuaderno en blanco; mi vida empezaba de nuevo. Había oído tanto de aquella ciudad profana, subversiva, y visionaria, donde convivían los lunáticos junto a los Premios Nobel, que me pareció sentir el aire cargado de energía, aletazos de un viento contagioso sacudiéndome de encima veinte años de rutinas, fatiga y asfixia. Ya no daba más, Cyrus tenía ra zón, se me estaba pudriendo el alma. Vi una hilera de luces amarillas en la niebla lunar, un andén algo desportillado, sombras de viajeros silenciosos cargando maletas y bultos, oí los ladridos de un perro. Había una impalpable humedad fría y un extraño olor, mezcla de hierros de la locomotora y tufillo de café. Era una estación tristona como muchas, pero eso no derrotó mi entusiasmo, me eché el saco de lona a la espalda y partí dando brincos de mocoso y gritando a pleno pulmón que ésa era la primera noche de todos los demás días estupendos de mi fantástica vida. Nadie se volteó a mirarme, como si aquel arrebato de súbita demencia fuera de lo más normal, y así era en verdad, como comprobé a la mañana siguiente apenas salí del hostal de jóvenes y puse los pies en la calle para emprender la aventura de inscribirme en la universidad, conseguir un empleo y encontrar un lugar donde vivir. Era otro planeta. A mí, que había crecido en una especie de ghetto, la atmósfera cosmopolita y libertaria de Berkeley me emborrachó. En un muro estaba escrito a brochazos con pintura verde: «todo se tolera menos la intolerancia». Los años que pasé allí fueron intensos y espléndidos, todavía cuando voy de visita, cosa que hago a menudo, siento que pertenezco a esa ciudad. Cuando llegué, al comienzo de la década de los sesenta, no era ni sombra del circo indescriptible que llegó a ser en la época en que me fui al otro lado de la bahía, pero ya era extravagante, cuna de movimientos radicales y atrevidas formas de rebelión. Me tocó asistir a la transformación del gusano en capullo al insecto de grandes alas multicolores que alborotó a una generación. De los cuatro puntos cardinales llegaban jóvenes tras ideas nuevas que aún no tenían nombre, pero se percibían en el aire como pulsaciones de un tambor en sordina. Era la Meca de los peregrinos sin dios, el otro extremo del continente, donde se iba escapando de viejas desilusiones o en busca de alguna utopía, la esencia misma de California, el alma de este vasto territorio iluminado y sin memoria, una Torre de Babel de blancos, asiáticos, negros, algunos latinos, niños, viejos, jóvenes, sobre todo jóvenes: No confíes en nadie mayor de treinta. Estaba de moda ser pobre, o al menos aparentar serlo, y siguió estándolo en las décadas futuras, cuando el país entero se abandonó a la embriaguez de la codicia y del éxito. Sus habitantes me parecieron todos algo andrajosos, con frecuencia el mendigo de la esquina tenía un aspecto menos lamentable que el pasante generoso que le daba una limosna.^ Yo observaba con curiosidad de provinciano. En mi barrio de Los Ángeles no había un solo hippie, los machos mexicanos lo habrían destrozado, y aunque había visto algunos en la playa, en el centro o por televisión, nada era comparable a ese espectáculo. En torno a la univer sidad los herederos de los Beatles se habían tomado las calles con sus melenas, barbas y patillas, flores, collares, túnicas de la India, bluyines pintarrajeados y sandalias de fraile. El olor de la marihuana se mezclaba con el del tráfico, incienso, café y oleadas de especias de las cocinerías orientales. En la universidad todavía se usaba el pelo corto y la ropa convencional, pero creo que ya se vislumbraban los cambios que un par de años más tarde acabarían con esa prudente monotonía. En los jardines los estudiantes se quitaban los zapatos y las camisas para tomar sol, como anticipo de la época cercana en que hombres y mujeres se desnudarían por completo festejando la revolución del amor comunitario. «Jóvenes para siempre», decía el graffiti de un muro, y cada hora el despiadado carillón del Campanile nos recordaba el paso inexorable del tiempo. Me había tocado ver de cerca varios rostros del racismo, soy de los pocos blancos que lo ha sufrido en carne propia. Cuando la hija mayor de los Morales se lamentó de sus pómulos indígenas y su color canela, su padre la cogió por un brazo, la arrastró ante un espejo y le ordenó que se mirara bien mirada y agradeciera a la Santísima Virgen de Guadalupe no ser una negra cochina. En esa ocasión pensé que a don Pedro Morales le había servido de muy poco el diploma del Plan Infinito colgado en la pared certificando la superioridad de su alma; en el fondo tenia los mismos prejuicios de otros latinos que detestan a negros y asiáticos. A la universidad no entraban hispanos en ese tiempo, todos eran blancos excepto unos pocos descendientes de los inmigrantes chinos. Tampoco había negros en las salas de clases, apenas unos cuantos en los equipos deportivos. Se veían muy pocos en oficinas, tiendas y restaurantes, en cambio atestaban cárceles y hospitales. Es cierto que había segregación. pero los negros no tenían la condición de extranjeros, tan humillante para mis amigos latinos, al menos ellos caminaban sobre su propio suelo y muchos empezaban a hacerlo con grandes trancos ruidosos.

Recorrí las oficinas tratando de ubicarme en el laberinto del campus, calculando cuánto dinero necesitaba para sobrevivir y cómo conseguir un empleo. Me mandaban de una ventanilla a otra en trámites circulares que se pillaban la cola, la burocracia me aplastó, nadie tenía idea de nada, los recién llegados éramos considerados una molestia inevitable de la cual procuraban sacudirse. No supe si a todos nos trataban como basura para curtirnos el ánimo o si solamente yo andaba tan perdido; llegué a sospechar que me discriminaban por mi acento chicano. De vez en cuando algún estudiante de buena voluntad, sobreviviente de otros obstáculos, me soplaba alguna información para guiarme en la dirección correcta, sin esa ayuda habría pa sado un mes dándome vueltas como un pánfilo. En los dormitorios no había vacantes y no me interesaban las fraternidades, son antros conservadores y clasistas donde un tipo como yo no tiene cabida. Un muchacho con quien me topé varias veces durante las engorrosas diligencias de esos días, me dijo que había conseguido un cuarto de alquiler y estaba dispuesto a compartirlo conmigo. Se llamaba Ti–mothy Duane y, según supe después, era considerado por las chicas el hombre más buen mozo de la Universidad. Cuando Carmen lo conoció, muchos años más tarde, dijo que parecía una estatua griega. De griego no tiene nada, es un irlandés de ojos claros y pelo negro, igual a tantos. Me contó que su abuelo escapó de Dublín a comienzos del siglo perseguido por la justicia inglesa, llegó a Nueva York con una mano por delante y otra por detrás y en pocos años dedicado a oscuros negocios hizo una fortuna. En la vejez se convirtió en benefactor de las artes y nadie se acordó de sus comienzos algo turbios; al morir le dejó a su descendencia un montón de dinero y un buen nombre. Timothy se crió interno en colegios católicos para niños ricos, donde aprendió algunos deportes y le cultivaron un oprimente sentido de culpa que, de todos modos, estoy seguro que ya traía desde la cuna. En el fondo de su alma deseaba ser actor, pero su padre consideraba que sólo había dos profesiones respetables: médico o abogado; todo lo demás era burumballa para truhanes y con mayor razón lo relacionado con el teatro, que a sus ojos era cosa de homosexuales y pervertidos. Distraía la mitad de sus impuestos con la fundación para las artes inventada por el abuelo Duane, pero eso no le desarrolló simpatía por los artistas. Se mantuvo autoritario y en buena salud durante casi un siglo, privando a la humanidad de la figura perfecta de su hijo en la pantalla sobre un escenario. Timothy se convirtió en un médico que detesta su profesión y asegura que se dedicó a la patología porque al menos a los muertos no tiene necesidad de escucharles sus quejas ni consolarlos. Al renunciar a sus sueños histriónicos y cambiar las tablas por heladas salas de disección, se convirtió en un solitario atormentado por tenaces demonios. Muchas mujeres lo han perseguido, pero todos sus amores fracasaron por el camino dejándole un reconcomio de pesadumbre y desconfianza, hasta que tarde en su vida, cuando había perdido la risa, la esperanza y buena parte de su apostura, apareció alguien que lo salvó de sí mismo. Pero me estoy adelantando, eso ocurrió mucho después. En la época en que lo conocí engañaba a su padre con la promesa de estudiar leyes o medicina, mientras a escondidas se dedicaba al teatro, su verdadera pasión. Había llegado esa semana a la ciudad y todavía estaba en la fase exploratoria, pero a diferencia de mí, contaba con experiencia en el mundo de la educación para blancos, tenia el respaldo de un padre rico y una actitud que le abría las puertas. Por su aplomo parecía el dueño de la universidad. Aquí se estudia poco, pero se aprende mucho; abre los ojos y cierra la boca, me aconsejó. Yo aún andaba como espultado. Su cuarto resultó ser el ático de una casa vieja, una sola pieza con techos de catedral y dos claraboyas por donde se vislumbraba–la torre del Campanile. Me me demostró que también se podían ver otras cosas; trepándonos en una silla, divisábamos el baño de un dormitorio, donde cada mañana desfilaban hileras de muchachas en ropa interior camino a las duchas. Al descubrir poco después que las observábamos, varias se paseaban desnudas. En la habitación había muy pocos muebles, apenas dos camas, una mesa grande y una repisa para libros. Tendimos un trozo de cañería entre dos vigas para colgar la ropa y lo demás fue a parar a unas cajas de cartón en el suelo. El resto de la casa estaba ocupado por dos mujeres encantadoras, Joan y Susan, que con el tiempo se convirtieron en muy buenas amigas mías. Tenían una amplia cocina donde preparaban las recetas de un libro que pensaban escribir; el aroma de sus guisos me hacía agua la boca, gracias a ellas aprendí a cocinar. Poco después serían famosas, no tanto por su talento culinario o por el libro que jamás llegó a publicarse, sino porque pusieron de moda la idea de quemar el sostén en protestas públicas. Ese gesto, producto de un arrebato de inspiración cuando les negaron la entrada a un bar para hombres solos y captado casualmente por la máquina fotográfica de un turista japonés, salió en el noticiario de televisión, fue imitado por otras mujeres y pronto se convirtió en la contraseña de las feministas del mundo. La casa resultó ideal, estaba a un paso de la universidad y era muy cómoda. Además me gustaba su aire señorial; comparada con los otros sitios donde había vivido parecía un palacio. Años después albergaría a una de las más célebres comunidades hippies de la ciudad, veintitantas personas en amable promiscuidad bajo el mismo techo, y el jardín se convertirla en una enmalezada plantación de marihuana, pero para entonces yo me había mudado a otra parte.

Tim me obligó a desprenderme de mis camisas, dijo que parecía un pájaro tropical con esa moda del sur de California; en Berkeley nadie se vestía así, no podía salir a protestar con esa facha. Me explicó que si no protestábamos no éramos nadie y no conseguíamos mujeres. Yo había notado los letreros y afiches anunciando diversas causas: hambrunas, dictaduras y revoluciones en puntos del planeta imposibles de ubicar en un mapa, derechos de las minorías, de las mujeres, los bosques y las especies en peligro, paz y fraternidad. No se podía avanzar una cuadra sin poner la firma en algún manifiesto ni tomarse un café sin donar veinticinco céntimos a una colecta para algún fin tan altruista como distante. El tiempo del estudio era mínimo comparado con el dedicado a reclamar por los males ajenos, denunciar al gobierno, los militares, la política exterior, los abusos raciales, los crímenes ecológicos y las injusticias sempiternas. Esa preocupación obsesiva por los asuntos del mundo, aun los más disparatados, fue una revelación. Cyrus me había sembrado por años preguntas en la mente, pero hasta entonces me parecían material de libros y de ejercicios intelectuales sin aplicación práctica en la existencia cotidiana, cosas que sólo podía discutir con él porque el resto de los mortales resultaba impermeable a tales temas. Ahora compartía esas inquietudes con los amigos; nos sentíamos parte de una compleja red donde cada acción repercutía con imprevisibles consecuencias en el destino futuro de la humanidad. Según mis compinches de los cafés había una revolución en marcha que nadie podría detener, nuestras teorías y costumbres serían pronto universalmente imitadas, teníamos la responsabilidad histórica de estar al lado de los buenos, y los buenos eran, por supuesto, los extremistas. Nada debía quedar en pie, era necesario allanar el terreno para la nueva sociedad. Escuché por primera vez la palabra política en susurros en el ascensor de la biblioteca y sabía que ser llamado liberal o radical era un insulto apenas menos ofensivo que comunista. Ahora estaba en la única ciudad de los Estados Unidos donde esto era al revés, allí lo único peor que ser conservador, era ser neutral o indiferente. Una semana mas tarde me encontraba instalado en el desván con mi amigo Duane, asistía regularmente a clases y había conseguido dos trabajos para mantenerme a flote. El estudio no me pesaba, todavía esa universidad no se convertía en el terrible colador de cerebros que llegó a ser después, me pareció como la escuela secundaria, pero más desordenada. Había obligación de asistir a cursos militares por dos años. Me divertía tanto en los ejercicios y en los campamentos de verano, y me gustaba tanto el uniforme, que lo hice por cuatro y obtuve grado de oficial. Al inscribirme me hicieron firmar una declaración jurada de que no era comunista. Mientras colocaba mi firma al pie del documento sentí la mirada irónica de Cyrus en mi nuca tan vívidamente, que me volví para saludarlo.

El capataz de la fábrica de latas soñaba cada noche con Judy Reeves y despierto lo perseguía sin tregua la visión de esa mujer. No era uno de aquellos hombres obsesionados por las gordas, ni siquiera había notado que ella lo fuera. A sus ojos era perfecta, no le faltaba ni le sobraba nada, y si alguien le hubiera dicho que tenía práctica mente el doble de su peso normal se hubiera sorprendido de veras. No se fijaba en el tamaño de sus defectos, sino en la calidad de sus virtudes, amaba sus senos redondos y su trasero ampuloso y le gustaba que fueran grandes, Así había más para coger a dos manos. Lo deslumbraba la piel de bebé, las manos dañadas por la costura y los quehaceres de la casa, pero de noble forma, la radiante sonrisa que había vislumbrado en un par de ocasiones y su cabello fino y tan rubio como hilos de plata. La determinación de la joven para rechazarlo sólo aumentaba su deseo. Buscaba oportunidades para acercarse a pesar de la arrogancia con que ella lo ignoraba una y otra vez. Recién lavado, con camisa limpia y rociado con agua de colonia para disipar el ácido olor de la fábrica, se apostaba cada tarde en la parada del bus a esperar que su amada regresara del trabajo, le tendía la mano para ayudarla a bajar del vehículo y no se molestaba cuando ella prefería descender a trastabillones antes que apoyarse en él. Caminaba a su lado hablándole en un tono cotidiano, como si fueran íntimos amigos, sin desanimarse por el taimado silencio de Judy; le contaba pormenores de su jornada, noticias de personas desconocidas para ella y resultados del béisbol. La acompañaba hasta la puerta de su casa, la invitaba a cenar–seguro de su negativa silenciosa–y se despedía con la promesa de verla al día siguiente en el mismo sitio. Este paciente asedio se mantuvo sin variaciones durante dos meses.

— ¿Quién es ese hombre que viene todos los días? — preguntó Nora Reeves por fin. — Nadie, mamá. — ¿Cómo se llama?

— No le he preguntado, ni me interesa.

Al día siguiente Nora aguardó atisbando por la ventana y antes que Judy alcanzara a cerrar la puerta en las narices del gigante pelirrojo, le salió al encuentro y lo invitó a tomar una cerveza, a pesar de la mirada asesina de su hija. Sentado en la minúscula sala en una silla demasiado frágil para su enorme corpachón, el pretendiente permaneció callado apretándose las manos para hacer sonar los nudillos mientras Nora lo observaba sin disimulo desde el sillón de mimbre. Judy había desaparecido en el dormitorio y a través de las delgadas paredes se oían sus furiosos resoplidos.

— Permítame agradecerle sus finas atenciones con mi hija–dijo Nora Reeves.

— Ajá–replicó el hombre, incapaz de discurrir una respuesta más laboriosa, porque no estaba acostumbrado a ese lenguaje rebuscado. — Usted parece buena persona.

— Ajá…

— ¿Lo es? — ¿Qué?

— Si acaso es usted buena persona. — No sé, señora. — ¿Cómo se llama? — Jim Morgan.

— Yo me llamo Nora y mi marido es Charles Reeves, Maestro Funcionario y Doctor en Ciencias Divinas, seguramente usted ha oído hablar de él, es muy conocido…

Judy, que escuchaba la conversación desde el otro cuarto, no aguantó más y entró como un tifón a la sala, enfrentando a su tímido admirador con los brazos en jarra.

— ¡Qué diablos quieres de mí! ¡Por qué no me dejas en paz! — No puedo… creo, que me estoy enamorando, verdad lo siento… — balbuceó el desdichado galán, la cara tan encendida como su pelo. — ¡Está bien, si la única forma de librarme de esta pesadilla es acostándome contigo, vamos de una vez!

Nora Reeves lanzó una exclamación de espanto y se levantó con tal sobresaltó que el sillón se volcó; su hija nunca había usado ese vocabulario en su presencia. Morgan también se puso de pie, se despidió con un gesto de Nora, se encasquetó su gorra y salió. — Veo que me equivoqué contigo. Lo que yo quiero es matrimonio–le dijo secamente desde el umbral.

Al bajar del bus al otro día Judy no encontró a nadie dispuesto a tenderle la mano para ayudarla. Suspiró aliviada y echó a andar con su lento bamboleo de fragata observando el quehacer de la calle, las gentes en sus afanes, los gatos escarbando en los basureros. los niños morenos correteando en juegos de vaqueros y bandidos. El camino se le hizo largo y cuando llegó a su casa la alegría se le había disipado y en su lugar sentía un áspero despecho. Esa noche no pudo dormir; se retorcía entre las sábanas como una ballena varada en la marea baja, desesperada. Se levantó al amanecer, se comió dos plátanos, una taza de chocolate, tres huevos fritos con tocino y ocho tostadas untadas con mantequilla y mermelada. Su madre la encontró en el porche con bigotes de chocolate y yema de huevo y dos hilos de lágrimas cayéndole por las mejillas.

— Anoche vino tu padre de nuevo. Manda decir que entierres hígados de pollo a los pies del sauce. — No me hables de él, mamá.

— Es por las hormigas. Dice que así se irán dé la casa.

Ese día Judy no fue a trabajar y en cambio fue a visitar a Olga. La adivina la miró de pies a cabeza, evaluando los rollos, las piernas hinchadas, la respiración jadeante, el horrible vestido cosido de prisa en una tela ordinaria, la tremenda desolación en los ojos absolutamente azules de la muchacha y no tuvo necesidad de su bola de cristal para improvisar un consejo. — ¿Qué es lo que más te gustaría tener, Judy? — Hijos–replicó ella sin vacilar.

— Para eso necesitas un hombre. Y ya que estás en eso, es mejor que sea un marido.

La joven se dirigió a la pastelería de la esquina y devoró tres pasteles de mil hojas y dos vasos de sidra de manzana, de allí partió a la peluquería, donde no había puesto jamás los pies, y en las tres horas siguientes una mexicana chaparrita y simpática le hizo una permanente, le pintó las uñas de las manos y de los pies de un rosa fulminante y le depiló las piernas con cera, mientras ella se comía un kilo de bombones con paciente determinación. Luego tomó el bus al centro con la intención de comprar un vestido en la única tienda para gordas que había entonces en el estado de California. Consiguió una falda celeste y un blusón floreado que disimulaban un poco su volumen y resaltaban la frescura infantil de su piel y sus ojos. Así ataviada a las cinco de la tarde se apostó de brazos cruzados y con una tremebunda expresión en la puerta de la fábrica donde trabajaba su enamorado. Sonó el silbato, vio salir al tropel de obreros latinos y veinte minutos más tarde apareció el capataz sin afeitarse, sudado y con una camiseta grasienta. Al verla se detuvo boquiabierto. — ¿Cómo dijiste que te llamabas? — le preguntó Judy con un vozarrón poco amable para ocultar su vergüenza. — Jim. Jim Morgan… Te ves muy bonita. — ¿Todavía quieres casarte conmigo? — ¡Claro que sí!

El Padre Larraguibel celebró la ceremonia en la parroquia de Lourdes, a pesar de que Judy era bahai como su madre y Jim pertenecía a la Iglesia de los Santos Apóstoles, pero sus amigos eran católicos y en ese barrio el único matrimonio válido era con los ritos del Vaticano. Gregory viajó especialmente para conducir a su hermana del brazo al altar. Pedro Morales financió la fiesta, mientras Inmaculada, sus hijas y amigas pasaron dos días cocinando platos mexicanos y fabricando galletas de boda. El novio se encargó del licor y de la música, armaron una parranda en el medio de la calle con el mejor grupo de mariachis y más de cien invitados que bailaron toda la noche los ritmos latinos. Nora Reeves fabricó para su hija un primoroso vestido de novia con tantos vuelos de organdí que de lejos parecía un velero de piratas y de cerca la cuna de un príncipe heredero. Jim Morgan tenía algunos ahorros y pudo instalar a su mujer en una casa pequeña, pero cómoda, y comprarle un juego de dormitorio nuevo con una cama de medidas especiales capaz de contenerlos a ambos y de resistir los encontronazos de rinoceronte con que se amaron de buena fe la primera semana. El viernes siguiente el marido no llegó a dormir a la casa. Su esposa lo esperó hasta el domingo, cuando apareció tan embriagado que no podía recordar dónde había estado ni con quién. Judy cogió una botella de leche y se la partió en la cabeza. A otro más débil el golpe tal vez lo habría matado, pero a Jim Morgan apenas le fracturó la frente y, lejos de apabullarlo, lo puso en un frenético estado de excitación. Se secó la sangre de los ojos con la manga, se lanzó encima de Judy y a pesar de sus furiosos pataleos esa noche gestaron al primer hijo, un rozagante niño que pesó cinco kilos al nacer. Judy Reeves, iluminada por una felicidad que jamás imaginó posible, se lo puso al pecho, determinada a dar a esa criatura el amor que ella nunca tuvo. Había descubierto su vocación de madre. Para Carmen Morales la partida de Gregory fue una ofensa personal. En el fondo de su corazón siempre supo que él no pertenecía al barrio y tarde o temprano emprendería otros rumbos, pero suponía que cuando llegara ese momento partirían juntos, tal vez a correr aventuras con un circo ambulante, como tantas veces habían planeado. No podía imaginar su existencia sin él. Desde que podía recordar lo había visto casi a diario, nada grande o pequeño le había sucedido nunca sin compartirlo con su amigo. Él le reveló los misterios de la infancia, que Santa Claus no existía y los bebés no crecían en repollos ni los traía la cigüeña de París, fue el primero en enterarse de la novedad cuando ella descubrió a los once años una mancha roja en sus calzones. Estaba más cerca suyo que de su propia madre o de sus hermanos, habían crecido juntos, se contaban incluso aquellas cosas vedadas por el pudor en el cual la habían educado. Como Gregory, ella también se enamoraba a cada rato con pasiones fulminantes y de corto aliento. pero a diferencia de él, estaba atada por las tradiciones patriarcales de su familia y de su ambiente. Su apasionada naturaleza se estrellaba contra el doble código moral que convertía a las mujeres en prisioneras y en cambio otorgaba licencia de caza a los hombres. Debía cuidar su reputación porque cualquier sombra podía desencadenar una tragedia; su padre y sus hermanos la vigilaban celosamente, dispuestos a defender el honor de la casa, mientras al mismo tiempo intentaban hacer con otras mujeres lo que jamás les permitirían a las de su misma sangre. Carmen tenía un es píritu indómito, pero en ese tiempo todavía estaba enredada en las telarañas del qué dirán. Temía sobre todo a su padre, luego al explosivo cura Larraguibel y a Dios, en este orden, y finalmente a las malas lenguas, capaces de destrozarle el futuro. Como tantas otras muchachas de su generación, fue criada con el axioma de que el matrimonio y la maternidad eran el más perfecto destino " — se–casaron–tuvieron–muchos–hijos–y–fueron–muy–felices — " pero a su alrededor no había un solo ejemplo de dicha doméstica, ni siquiera sus padres, que permanecían juntos porque no podían imaginar otra alternativa, pero estaban lejos de imitar a las románticas parejas del cine. Nunca los había visto hacerse una caricia y se rumoreaba que Pedro Morales tenía un hijo con otra mujer. No, no era eso lo que deseaba para sí misma. Seguía soñando, como en la niñez, con una vida diferente y aventurera, pero no tenía el coraje de romper con su ambiente y salir de allí. Sabía que a sus espaldas corrían muchos chismes ¿qué se ha creído la menor de los Morales? no tiene un trabajo fijo, anda sola de noche, se pinta demasiado los ojos ¿no es una pulsera eso que lleva en un tobillo?, sale demasiado con Gregory Reeves, después de todo no son parientes, los Morales debieran ocuparse más de su hija, ya está en edad de casarse, pero no le será fácil conseguir marido con esos modales de gringa suelta. Sin embargo a Carmen no le habían faltado vehementes candidatos al matrimonio. La primera proposición la recibió a los quince años recién cumplidos y a los diecinueve ya había tenido cinco pretendientes desesperados por casarse; de todos ellos se había enamorado con una, pasión quimérica y se había fastidiado al cabo de pocas semanas, apenas empezaban las inevitables rutinas. En la época en que Reeves se fue tenía su primer novio americano, Tom Clayton, todos los demás habían sido latinos del vecindario. Se trataba de un periodista irónico e intenso que la deslumbró con su conocimiento del mundo y sus estupendas teorías sobre el amor libre y la igualdad entre los sexos, temas que ella jamás se atrevería a sugerir en su casa, pero que había discutido extensamente con Gregory. — Pura palabrería, lo que quiere es acostarse contigo y después salir corriendo–determinó su amigo. — ¡Eres el eslabón perdido; más atrasado que mi papá! — ¿Te ha hablado de casarse? — El matrimonio mata el amor. — ¡Y qué no lo mata. Carmen, por Dios!

— No me interesa entrar a la iglesia vestida de blanco, Greg. Yo soy diferente.

— Dilo de una vez, ya te acostaste con él…

— No. todavía no–y después de una pausa llena de suspiros-. ¿Qué se siente? Cuéntame qué se siente…

— Como un corrientazo de electricidad, nada más. La verdad es que el sexo está sobrevalorizado, muchas ilusiones y al final siempre se queda uno medio frustrado.

— Mentiroso. Si fuera así no andarías jadeando detrás de todas las mujeres.

— Justamente ahí está la trampa, Carmen. Uno siempre cree que con otra será mejor.

Gregory se fue en septiembre y en enero del año siguiente Tom Clayton partió a Washington con la intención de incorporarse al equipo de prensa del presidente más carismático del siglo, cuya política de ideas ampulosas le fascinaba. Deseaba palpar el poder y participar en los sobresaltos de la historia, sentía que en el oeste no había futuro para un periodista ambicioso, estaba demasiado lejos del corazón del imperio, como le dijo a Carmen. La dejó en lágrimas, porque para entonces estaba enamorada por primera vez; comparados con el sentimiento que ahora la sacudía, todos los demás habían sido amoríos insignificantes. Por teléfono y en breves notas salpicadas de horrores gramaticales, contó a Gregory día a día los pormenores de su romántico suplicio, reprochándole no sólo que la hubiera dejado sola en semejante momento, sino que le hubiera mentido respecto al corrientazo eléctrico, porque de haber sabido cómo era el asunto en realidad, no se habría demorado tanto en incorporarlo a su vida. — Lástima que estés tan lejos, Greg. No tengo con quién desahogarme.

— Aquí la gente es más moderna, todos se acuestan con todos y después lo comentan.

— Si se enteran mis padres me matan.

Los Morales lo supieron tres meses más tarde, cuando llegó la policía a interrogarlos. Tom Clayton no contestó las cartas de Carmen ni dio señales de vida hasta que varias semanas más tarde ella logró atraparlo por teléfono a una hora intempestiva de la madrugada, para anunciarle, con la voz quebrada de terror, que estaba embarazada. El hombre fue amable, pero terminante: ése no era su problema, intentaba dedicarse al periodismo político y debía pensar en su carrera; no era cosa de regresar en ese momento y por otra parte nunca había mencionado la palabra matrimonio, era partidario de las relaciones espontáneas y suponía que ella compartía sus ideas ¿no lo habían discutido así muchas veces? En todo caso no intentaba perjudicarla, asumía su responsabilidad y al día siguiente pondría un cheque en el correo para resolver de la manera habitual ese pequeño in conveniente. Carmen abandonó la central de teléfonos y caminó como una sonámbula hasta una cafetería, donde se desmoronó en una silla, totalmente descompuesta. Allí estuvo con la vista clavada en su taza hasta que le anunciaron la hora de cerrar el local. Más tarde, tendida sobre su cama con un dolor sordo en las sienes, decidió que lo más importante era guardar el secreto o arruinaría su vida irremisiblemente. En los días siguientes estuvo varias veces a punto de marcar el número de Gregory, pero tampoco a él deseaba confiarle su desgracia. Ésa era su hora de la verdad y quiso enfrentarla sola; una cosa era desafiar al mundo con vagas fanfarronerías feministas y otra muy distinta ser madre soltera en ese medio. Sacó las cuentas de que su familia no volvería a dirigirle la palabra, la expulsarían de la casa, de su clan y hasta del barrio, sus padres y hermanos morirían de bochorno, le tocaría hacerse cargo sin ayuda de una criatura, mantenerla y criarla, trabajar en cualquier oficio para sobrevivir, las mujeres la repudiarían y los hombres la tratarían como a una prostituta. Pensó que el niño cargaría también con el peso insoportable del anatema. No tenía valor para tan larga batalla, pero tampoco lo tenía para tomar una resolución. En esa incertidumbre se debatió un tiempo interminable, disimulando las náuseas que la agobiaban por las mañanas y la somnolencia que la volteaba en las tardes, eludiendo a su familia y comunicándose el mínimo con Gregory, hasta que un día no pudo abotonarse la falda y comprendió la urgencia de actuar pronto. Llamó otra vez a Tom Clayton, pero le indicaron que estaba de viaje y no sabían cuándo regresaría. Entonces se fue a la Iglesia de Lourdes, rogando que el párroco vasco no apareciera, se arrodilló ante el altar, como tantas veces había hecho en su vida, y por primera vez se dirigió a la Virgen para hablarle de mujer a mujer. Desde hacía años cultivaba calladas dudas sobre la religión, la misa del domingo se había convertido sólo en un rito social para ella, pero en ese instante de temor tuvo necesidad de reencontrarse con los consuelos de su fe. La estatua de la Madona con sus ropajes de seda y su aureola de perlas no le ofreció ayuda, el rostro de yeso miraba el vacío con sus ojos de vidrio pintado. Carmen le explicó sus razones para cometer el pecado que estaba planeando, le pidió benevolencia y bendición y de allí se fue directamente a la casa de Olga.

— No debiste esperar tanto–dijo la maga después de palparla con sus manos expertas-. En las primeras semanas no hay problema, pero ahora…

— Ah oriaj yaarntoesgafloen es que hacerlo.

— No importa. Por favor, ayúdame… — y se echó a llorar desesperada en los brazos de la adivina.

Olga había visto crecer a Carmen, los Morales eran como su, propia familia, y había vivido en ese barrio lo suficiente para saber lo que esperaba a la muchacha apenas empezara a notársele la barriga. La citó para la noche siguiente, preparó sus instrumentos y sus hierbas medicinales y le sacó brillo a su Buda, porque en esta ocasión las dos iban a necesitar de mucha suerte. Carmen anunció en su casa que se iría con una amiga a la playa por un par de días y se trasladó donde Olga. Nada quedaba del alegre desenfado de la joven, el miedo al dolor inmediato anulaba los demás temores, no podía pensar en los riesgos ni en las consecuencias posibles, lo único que deseaba era dormir profundamente y despertar libre de esa pesadilla. Pero a pesar de las pócimas de Olga y la media botella de whisky que se bebió al seco no perdió el sentido del presente y ningún sueño piadoso la ayudó en ese trance; tuvo que soportarlo atada por las muñecas y los tobillos a la mesa de la cocina, con un trapo metido en la boca para que sus quejidos no se oyeran en la calle, hasta que no pudo más y le hizo señas que prefería cualquier cosa antes que ese martirio, pero la curandera le contestó que ya era tarde para arrepentirse, debían llegar hasta el final de aquella tarea brutal. Después Carmen se quedó acurrucada como una criatura, con una bolsa de hielo en el vientre, llorando a mares, hasta que el cansancio la venció; le hicieron efecto los calmantes y el alcohol y pudo dormir. Treinta horas después, cuando aún no despertaba y parecía perdida en delirios de otro mundo, mientras un hilo de sangre, tenue pero constante manchaba las sábanas, Olga supo que por una vez le había fallado su estrella de la buena fortuna. Intentó bajarle la fiebre y detener la hemorragia con todos los recursos de su ingenioso repertorio, pero la chica empeoraba por momentos, era evidente que se le estaba escapando la vida. Olga se vio atrapada, podía morir bajo su techo y en ese caso ella estaba perdida: por otra parte no podía ponerla en la calle ni avisar a su familia. Mientras le sostenía la cabeza para obligarla a beber agua, le pareció que murmuraba el nombre de Gregory y enseguida comprendió que era el único a quien podía pedir ayuda. Cuando lo llamó, él dormía. Ven ahora mismo, le dijo, y por el tono de su voz Gregory adivinó la urgencia del mensaje y no hizo preguntas, tomó el primer avión de la mañana y pocas horas después tenía a su amiga en los brazos y la llevaba en un taxi al hospital más cercano, maldiciendo porque en esas horribles semanas no había confiado en él, por qué me excluiste, yo debí acompañarte, te lo dije, Carmen, Tom Clayton es un desalmado hijo de puta, pero no todos son iguales, no todos se acuestan y se van, como dice tu padre, te juro que hay mejores que Clayton, por qué no me dejaste ayudarte antes, tal vez el bebé habría vivido, no debiste hacer esto sola, para qué somos amigos, para qué somos hermanos si no es para ayudarnos, qué chingada vida, Carmen, no te vayas a morir, por favor no te mueras.

Mientras los cirujanos operaban, la policía, advertida por el hospital de las condiciones en que llegó la paciente, intentaba sonsacarle información a Gregory Reeves.

— Hagamos un trato–ofreció el oficial exasperado después de tres horas de inútil interrogatorio-. Me dices quién le hizo el aborto y te dejo ir de inmediato, ni siquiera quedas fichado. No más preguntas, nada, quedas totalmente libre.

— No sé quién lo hizo, se lo he dicho cien veces. Ni siquiera vivo aquí, tomé el avión de la mañana, vea mi pasaje. Mi amiga me llamó y yo la traje al hospital, es todo lo que sé. — ¿Eres el padre de la criatura?

— No. No he visto a Carmen Morales desde hace más de ocho meses.

— ¿Dónde la recogiste?

— Me esperaba en el aeropuerto.

— Eso es imposible, no puede caminar!

— Dime dónde la recogiste y te dejo ir. De lo contrario vas preso por cómplice y por encubridor. — Eso tendrá que probarlo.

Y volvía a repetirse una vez más el mismo ciclo de preguntas, respuestas, amenazas y evasivas. Por último los policías lo soltaron y fueron a la casa de los Morales a interrogar a la familia. Así se enteraron Pedro e Inmaculada de lo sucedido, y aunque sospecharon de Olga no lo dijeron, en parte porque adivinaron la buena intención de ayudar a su hija y en parte porque en el barrio mexicano la delación era un crimen inconcebible.

— Dios la ha castigado; Así no tengo que castigarla yo–dijo Pedro Morales con voz ronca cuando se enteró del grave estado en que se encontraba su hija.

Gregory Reeves se quedó junto a su amiga hasta que pasó el peligro. Durmió sentado en una silla a su lado durante tres noches, despertando a cada rato para vigilar la respiración de la enferma. El cuarto día en la madrugada Carmen amaneció sin fiebre. — Tengo hambre–anunció.

— ¡Gracias a Dios! — sonrió él y sacó de una bolsa una lata de leche condensada. Se bebieron el pegajoso dulce a lentos sorbos, tomados de la mano, como tantas veces lo hicieron de niños.

Entretanto Olga cogió su maleta y se fue a Puerto Rico, lo más lejos que pudo, anunciando por el barrio que partía a jugar a los casinos de Las Vegas porque el espíritu de un indio se le había aparecido para soplarle al oído una martingala de barajas. Pedro Morales se puso una cinta negra en el brazo, en la calle dijo que se le había muerto un pariente. en la casa hizo saber que su hija no había existido jamás y prohibió que se mencionara su nombre. Inmaculada prometió a la Virgen rezar un rosario diario por el resto de su existencia para que perdonara a Carmen el pecado cometido, cogió el dinero que tenía escondido bajo una tabla del piso y se fue a verla a espaldas de su marido. La encontró sentada en una silla mirando por la ventana el muro de ladrillos del edificio del frente, vestida con la túnica de tosca tela verde del hospital. La vio tan desdichada que se guardó sus reproches y sus lágrimas y simplemente la rodeó con sus brazos. Carmen escondió la cara en el pecho de su madre y se dejó mecer por largo rato, aspirando ese olor a ropa limpia y cocinería que la había acompañado toda su infancia.

— Aquí tienes mis ahorros, hija. Es mejor que partas por un tiempo, hasta que de tanto echarte de menos se le ablande el corazón a tu padre. Escríbeme, pero no a la casa, sino a la de Nora Reeves. Es la persona más discreta que conozco. Cuídate mucho y que Dios te ayude…

— Dios se ha olvidado que yo existo, mamá.

— No digas eso ni en broma–la atajó Inmaculada-. Pase lo que pase Dios te quiere y yo también, hija. Los dos estaremos siempre a tu lado ¿has entendido? — Sí. mamá.

Gregory Reeves vio a Samantha Emst por primera vez en una cancha de tenis donde jugaba mientras él podaba los arbustos vecinos del parque. Uno de sus empleos era el servicio de comedor en un pabellón de mujeres que había frente a su casa. Dos cocineras preparaban los alimentos y Gregory dirigía un equipo de cinco estudiantes para servir las mesas y lavar los platos, posición muy envidiada porque le daba libre acceso al edificio y a las estudiantes. En sus horas libres trabajaba como jardinero. Aparte de cortar el césped y arrancar malezas, nada sabía de plantas cuando comenzó pero tenía un buen maestro, un rumano de nombre Balcescu, de aspecto bárbaro y corazón blando, que se afeitaba la cabeza y sacaba lustre a su cráneo con un paño de fieltro, chapuceaba una vertiginosa mezcolanza de idiomas y amaba a las plantas tanto como a sí mismo. En su país fue guardia fronterizo, pero apenas se le presentó la ocasión escapó aprovechando su conocimiento del terreno y después de mucho deambular entró a los Estados Unidos a pie por Canadá, sin dinero, sin papeles y con sólo dos palabras en inglés: dinero y libertad. Convencido de que de eso se trataba América, hizo pocos esfuerzos por ampliar su vocabulario y se las arreglaba a base de mímica. Con él Gregory aprendió a luchar contra gusanos, moscas blancas, caracoles, hormigas y otras bestias enemigas de la vegetación, a fertilizar, hacer injertos y trasplantes. Más que una tarea, esas horas al aire libre eran un divertido pasatiempo, sobre todo porque debía descifrar las instrucciones de su jefe mediante un permanente ejercicio de intuición. Ese día podaba el cerco cuando se fijó en una de las jugadoras de tenis, se quedó observándola un buen rato, no tanto por el aspecto de la muchacha, que en reposo no le hubiera llamado la atención, como por su precisión de atleta. Tenía músculos tensos, piernas veloces, un rostro alargado de huesos nobles, el cabello corto y ese bronceado un poco terroso de quienes han estado siempre al sol. Gregory se sintió atraído por su agilidad de animal sano; esperó que terminara el partido y se plantó a la salida a esperarla. No sabía qué decirle y cuando ella pasó por su lado con la raqueta al hombro y la piel brillante de sudor, todavía no se le ocurría ninguna frase memorable y se quedó mudo. La siguió a cierta distancia y la vio entrar a un ostentoso coche deportivo. Esa noche se lo contó a Timothy Duane en un tono de estudiada indiferencia. — No serás tan cretino de enamorarte, Greg. — Claro que no. Me gusta, nada más. — ¿No vive en el dormitorio? — No creo, nunca la he visto allí. — Mala suerte. Por una vez te habría servido la llave… — No parece estudiante, tiene un convertible rojo. — Debe ser la mujer de algún magnate… — No creo que sea casada. — Entonces es puta.

— ¿Dónde has visto que las putas jueguen tenis, Tim? Trabajan de noche y duermen de día. No sé cómo hablarle a una muchacha como ésta.. es muy diferente a las de mi medio. — No le hables. Juega tenis con ella. — Jamás he tenido una raqueta en las manos. — ¡No puedo creerlo! ¿Qué has hecho toda tu vida? — Trabajar.

— ¿Qué diablos sabes hacer, Greg? — Bailar.

— Entonces invítala a bailar.

— No me atrevo.

— ¿Quieres que yo le hable? — ¡Ni te acerques! — exclamó Gregory, poco dispuesto a competir con su amigo ante los ojos de nadie y menos los de esa mujer.

Al día siguiente estuvo un buen rato espiándola mientras fingía ocuparse de los arbustos y cuando ella pasó por su lado hizo un gesto para detenerla, pero de nuevo lo venció la timidez. La escena se repitió hasta que por fin Balcescu se fijó que las plantas habían sido podadas hasta la raíz y decidió intervenir antes que el resto del parque sufriera igual suerte. El rumano se metió en la cancha, interrumpió el partido con una retahíla de palabras en lengua de Transil–vania y como la aterrorizada muchacha no obedeció sus perentorios gestos en dirección al admirador que observaba atónito al otro lado de la reja, la cogió de un brazo y la arrastró mascullando algo respecto al dinero y a la libertad, para mayor confusión de la jugadora. Y así fue cómo Gregory Reeves se encontró cara a cara con Samantha Ernst, quien por escapar de Balcescu se aferró a él, y terminaron tomando un café con el beneplácito del pintoresco maestro jardinero. Se sentaron en una de las desvencijadas mesas de la cafetería más frecuentada de la ciudad, un sucucho en perpetua decadencia, atestado de gente, donde varias generaciones de estudiantes han escrito miles de poemas y discutido todas las teorías posibles y otras parejas como ellos iniciaron el cauteloso proceso de conocerse. Gregory intentó deslumbrarla con su repertorio de temas literarios, pero ante su aire distraído, pronto abandonó esa táctica y optó por tantear en busca de un terreno común. Lajoven tampoco se entusiasmó con los derechos civiles o la revolución cubana, parecía no tener opiniones sobre nada, pero Gregory confundió su actitud pasiva con profundidad de espíritu y no soltó la presa. Fuera de la cancha deportiva Samantha Ernst no ofrecía demasiado interés, pero en todo caso bastante más que las jóvenes de la escuela secundaria o del barrio latino. Deseaba dedicarse a la arqueología. le gustaba la idea de explorar lugares exóticos en busca de civilizaciones milenarias, al aire libre y en pantalones cortos, pero cuando averiguó las exigencias de la profesión renunció a sus propósitos. No tenía pasta para la meticulosa clasificación de huesos roídos y pedazos de cántaros inservibles. Comenzó entonces un tiempo de indecisión que abarcaría diversos aspectos de su existencia. Había crecido en la hermosa casa con dos piscinas de un productor de películas en Hollywood; su padre se casó cuatro veces y vivía rodeado de ninfas recién salidas del cascarón a quienes prometía un fulminante estre–llato a cambio de pequeños favores personales. Su madre, una aris tócrata de Virginia con orgullo de reina y buenos modales de institutriz, soportó estoicamente los devaneos de su marido con el consuelo de un arsenal de drogas y las tarjetas de crédito, hasta que un día se miró en el espejo y no distinguió su propia imagen, borrada por el desgaste de la soledad. La encontraron flotando en espuma rosada en la bañera de mármol donde se abrió las venas. Samantha, que para entonces tenía dieciséis años, logró pasar inadvertida en el tumulto de hermanastros, ex esposas, novias de turno, sirvientes, amistades y perros de raza de la mansión paterna. Siguió nadando y jugando tenis con la misma tenacidad de siempre, sin nostalgias inútiles y sin juzgar a su madre. No la echaba de menos, no había tenido con ella ninguna intimidad, y tal vez la habría olvidado del todo a no ser por recurrentes pesadillas de espuma rosada. Llegó a Berke–ley, como tantos otros, atraída por su reputación libertaria, estaba harta de las buenas maneras burguesas impuestas por su madre y las fiestas de efebos y doncellas de su padre. Su automóvil llamaba la atención entre los vapuleados cacharros de otros estudiantes y su casa era un refugio bohemio encerrado entre árboles y gigantescos helechos con una vista soberbia de la bahía, cuyo alquiler pagaba su padre. A Gregory Reeves lo deslumbró el refinamiento de la joven; no conocía a nadie capaz de comer con seis cubiertos y distinguir la autenticidad de un chaleco de cachemira o de una alfombra persa a la primera mirada, excepto Timothy Duane, pero él se burlaba de todo, especialmente de los chalecos de cachemira y las alfombras persas. La primera vez que la invitó a bailar apareció radiante con un vestido amarillo escotado y un collar de perlas. Sintiéndose ridículo en el traje prestado por Duane, comprendió que debía llevarla a un sitio mucho más caro de lo presupuestado. Samantha bailaba mal, seguía la música con atención y contaba los pasos, dos, uno, dos, uno, rígida como una escoba en los brazos de su compañero, bebía jugo de fruta, hablaba poco y tenía un aire distante y frío que Grego–ry imaginó cargado de misterio. Puso su testarudez al servicio de ese amor y se convenció de que los gustos comunes o la pasión no eran requisitos indispensables para formar una familia. Y ésa era exactamente su intención, aunque todavía no se atrevía a admitirlo en su fuero interno y mucho menos ponerlo en palabras. Toda su vida había deseado pertenecer a un verdadero hogar, como el de los Morales, y tan enamorado estaba de aquel sueño doméstico, que decidió realizarlo con la primera mujer a su alcance, sin investigar si ella tenía el mismo plan.

Reeves se graduó con mención en literatura, su buen amigo Cyrus debe haberlo celebrado en el otro mundo, e ingresó a la Escuela de Leyes en San Francisco. La idea de convertirse en abogado se le ocurrió por contradecir a Timothy Duane, quien consideraba que lo más próximo a un abogado es un bucanero, y luego lo sedujo. Apenas tomó la decisión llamó por teléfono a Olga para decirle que se había equivocado en sus pronósticos respecto a él, no sería bandido ni policía, si podía evitarlo. La hechicera, que había regresado de Puerto Rico hacía un buen tiempo con nuevos conocimientos adivinatorios y medicinales, le contestó que ella había acertado medio a medio, como siempre, porque trabajaría con la ley y además los abogados eran sólo ladrones con licencia. Una de las razones de Reeves para continuar los estudios fue evitar el servicio militar mientras pudiera. La guerra de Vietnam, que antes parecía un conflicto minúsculo y lejano, había tomado un giro alarmante y ya no le resultaba divertido lucir el uniforme de oficial de reserva ni ejercitarse en juegos bélicos durante los fines de semana. Una postergación de tres o cuatro años, mientras recibía su título, podría salvarlo de ir al frente.

— No me explico la feroz resistencia de esos enanos orientales. ¿Cómo no se han enterado todavía que somos el poder militar más abrumador de la historia? Estamos ganando, por supuesto. Sus bajas son tantas, según los cálculos oficiales, que no quedan enemigos vivos, los que disparan del otro lado son fantasmas–se burlaba Timot–hy Duane.

Aquello que para Duane era un sarcasmo, para muchos otros constituía una verdad, estaban convencidos de que bastaba un último esfuerzo y esos seres ilusorios serían vencidos para siempre o eliminados de la faz del planeta. Así lo aseguraban los generales por televisión, mientras a sus espaldas las cámaras mostraban las hileras de bolsas con cuerpos de soldados americanos esperando en las pistas de aterrizaje. Himnos, banderas y desfiles en las ciudades de la patria. Fragor, polvareda y confusión en el sudeste asiático. Callado registro de los nombres de los muertos, ninguna lista de los mutilados en cuerpo o en alma. En las protestas callejeras los jóvenes pacifistas quemaban banderas y tarjetas de reclutamiento. Traidores, rojos cobardes, si no les gusta América váyanse, no los queremos, les gritaban sus contrincantes. La policía sofocaba las revueltas a palos y a veces a tiros. Paz y amor, hermano, canturreaban entretanto los hippies ofreciendo flores a quienes los apuntaban con rifles y danzando en ronda tomados de las manos, con los ojos perdidos en un paraíso de marihuana, sonriendo siempre con esa chocante felicidad que nadie podía perdonarles. Gregory vacilaba. Lo atraía la aventura de la guerra, pero sentía una desconfianza instintiva contra el entusiasmo bélico. Dementes, todos dementes, suspiraba Timothy Dua–ne, a salvo del servicio militar mediante una docena de dudosos certificados médicos que probaban una infancia de padecimientos. Después de un largo período de amistad la pasión inicial de Gregory por Samantha se convirtió en amor, la desconfianza de ella se disipó y la relación se acomodó en las rutinas y los ritos de los novios eternos. Compartían el cine y excursiones al aire libre, conciertos y teatro, se sentaban juntos a estudiar bajo los árboles, otras veces se reunían a la salida de clases en San Francisco y paseaban como turistas de la mano por el barrio chino. Los planes de Reeves eran tan burgueses que no se atrevía a comentarlos ni con Samantha, construirían una casa con un jardín de rosas y mientras él ganaba el pan como abogado ella cocinaba tartas y criaría niños, todo correcto y decente. El recuerdo de su hogar en el camión trashumante, cuando su padre estaba sano, perduraba en su memoria como el único tiempo feliz de su existencia. Imaginaba que si pudiera reproducir esa pequeña tribu volvería a sentirse seguro y tranquilo; soñaba con sentarse a la cabecera de una larga mesa con sus hijos y amigos, como había visto tantas veces a los Morales. Pensaba en ellos a menudo, porque a pesar de las pobrezas y limitaciones del medio donde tuvieron que vivir, eran el mejor ejemplo a su alcance. En aquellos tiempos de comunidades hippies y comida rápida su secreta ilusión de patriarca era sospechosa y más valía no mencionarla en alta voz. La realidad cambiaba a un ritmo aterrador, cada día había menos espacio para mesas familiares, el mundo rodaba velozmente, las cosas andaban patas arriba, la vida se había vuelto una pura pelotera y ni siquiera el cine, único terreno seguro de antaño, ofrecía el menor consuelo. Los vaqueros, los indios, los enamorados castos y los bravos soldados en sus pulcros uniformes sólo aparecían por televisión en películas antiguas interrumpidas cada diez minutos por avisos comerciales de desodorante y cerveza, pero en el santuario de las salas de cine, donde antes se refugiaba en busca de una efímera tranquilidad, ahora había muchas probabilidades de recibir un golpe bajo. John Wayne, el héroe duro, valiente y solitario a quien intentaba emular sin ningún éxito, había retrocedido ante el avance de las películas de vanguardia. Cautivo en su sillón de espectador soportaba a guerreros japoneses haciéndose el harakiri en pantalla gigante, lesbianas suecas en acción y extraterrestres sádicos apoderándose del planeta. Ni en los melodramas podía relajarse porque ya no terminaban con besos y violines sino en depresión o suicidio. En las vacaciones se separaban durante semanas, Samantha se iba a visitar a su padre y él distribuía su tiempo entre los obligados campamentos militares y la labor política, difundiendo junto a otros estu diantes los postulados de los derechos civiles. Imposible dos realidades más diferentes: los rudos entrenamientos militares, donde blancos y negros eran aparentemente iguales bajo las órdenes del sargento, y las arriesgadas misiones por los estados del sur, donde trabajaba con las comunidades negras prácticamente en secreto para eludir a los grupos de matones blancos dispuestos a impedir cualquier idea de justicia racial. Para entonces los Panteras Negras con sus boinas, su malévola retórica y sus marchas marciales producían espanto y fascinación. Negros de arrogante negritud, negros vestidos de negro con negros lentes y una expresión provocadora ocupaban el ancho de la acera al pasar, codo a codo con sus mujeres, negras atrevidas marchando con los senos enhiestos apuntando al frente, ya no cedían el paso a los blancos, ya no miraban al suelo ni bajaban la voz. Los tímidos y humillados de antes ahora desafiaban. Al fin del verano los novios se reencontraban sin urgencia, pero con sincera alegría, como dos buenos camaradas. Rara vez discutían, no hablaban de temas conflictivos, pero tampoco se aburrían, el silencio les quedaba cómodo. Gregory no le pedía opinión a Samantha ni le contaba sus actividades, porque ella parecía no escucharlo, el esfuerzo de comunicar sus ideas la abrumaba. Nada la entusiasmaba, salvo el deporte y algunas novedades traídas del Oriente, como danzas giratorias de los derviches y técnicas de meditación trascendental. En ese aspecto había mucho donde elegir, porque la ciudad ofrecía una infinidad de cursos maratónicos para quienes desearan adquirir la laboriosa sabiduría de los grandes místicos de la India en un cómodo fin de semana. Reeves se había criado entre Logi y Maestros Funcionarios, había visto a su madre desprenderse de la realidad y huir por derroteros espirituales, y conocía las brujerías de Olga, no es raro que se burlara de esas disciplinas. Samantha lamentaba su escasa sensibilidad, pero no se ofendía ni intentaba cambiarlo; la tarea habría sido agotadora. Su energía era muy limitada, tal vez era simplemente perezosa como sus gatos, pero en ese lugar y en esos tiempos resultaba fácil confundir su temperamento abúlico con la paz budista tan en boga. Carecía de bríos incluso para el amor, pero Gregory se obstinaba en llamar timidez a la frialdad y ponía su perseverante imaginación al servicio de aquel desabrido amor, inventando virtudes donde no las había. Aprendió a usar una raqueta de tenis para acompañar a su novia en su única pasión, aunque detestaba ese juego porque jamás lograba ganarle y como se trataba de un enfrentamiento entre sólo dos contrincantes no había modo de diluir la derrota entre otros miembros del mismo equipo. Ella, en cambio, no intentó aprender ninguna de las cosas que a él lo atraían. En la única ocasión en que asistieron a la ópera se durmió en el segundo acto y cada vez que salían a bailar terminaban de mal humor porque era incapaz de relajarse o de vibrar con la música. Lo mismo le ocurría cuando hacían el amor. Se abrazaban a diferente ritmo y les quedaba un sensación de vacío, pero ninguno de los dos vio en esos desencuentros una advertencia para el futuro y le echaron la culpa al temor del embarazo. Ella objetaba todos los contraceptivos, unos por poco estéticos o incómodos y otros porque no estaba dispuesta a interferir con el delicado equilibrio de sus hormonas. Cuidaba su cuerpo en forma obsesiva, hacía gimnasia por horas, bebía dos litros de agua al día y se daba baños de sol desnuda. Mientras Gregory aprendía a cocinar con sus amigas Joan y Susan y leía el Kamasutra y cuanto manual erótico caía en sus manos; ella mordisqueaba vegetales crudos y defendía la castidad como medida higiénica para el organismo y disciplina del alma.

Reeves perdió el deslumbramiento inicial por la universidad en la misma medida en que perdió el acento chicano. Al graduarse concluyó, como tantos otros, que había obtenido más conocimientos en la calle que en las aulas. La educación universitaria intentaba adaptar a los estudiantes a una existencia productiva y dócil, proyecto que se estrellaba contra la creciente rebelión de los jóvenes. Los profesores no se daban por aludidos de ese terremoto; enfrascados en sus pequeñas rivalidades y su burocracia no percibían la gravedad de lo que estaba ocurriendo. Durante ese tiempo Gregory no tuvo maestros dignos de ser recordados, ninguno como Cyrus que lo obligara a revisar sus ideas y aventurarse en la exploración intelectual a pesar de que muchos eran celebridades científicas o humanistas. Las horas se le iban en investigaciones inútiles, memorizando datos y escribiendo disertaciones que nadie revisaba. Sus románticas ideas sobre la vida de estudiante fueron barridas por una rutina sin sentido. No quería abandonar esa ciudad extravagante, a pesar de que por razones prácticas habría sido preferible vivir en San Francisco. La República Popular de Berkeley se le había metido bajo la piel, le gustaba perderse en esas calles donde pululaban swamis en túnicas de algodón, mujeres con aires de espíritus renacentistas, sabios sin asidero en la tierra, revolucionarios sin revolución, músicos callejeros, predicadores, locos, vendedores de chucherías, artesanos, policías y criminales. El estilo de la India predominaba entre los jóvenes, que deseaban alejarse lo más posible de sus padres burgueses. Se comerciaba de cuánto hay por calles y plazas: drogas, camisetas, discos, libros usados, adornos de pacotilla. El tráfico era un bochinche de autobuses cubiertos de graffiti, bicicletas, antiguos Cadillacs verde limón y rosa sandía y coches decrépitos de una empresa de taxis baratos para la gente normal y gratuitos para la gente especial, como vagabundos y manifestantes de alguna protesta. Para ganarse la vida, Gregory cuidaba niños después de las horas de clases, que recogía en la escuela y entretenía durante unas horas por la tarde, hasta que los padres regresaban a sus hogares. Al comienzo sólo contaba con cinco criaturas, pero pronto aumentó el número y pudo dejar su empleo de mozo en el pabellón de muchachas y de jardinero con Balcescu, compró un pequeño bus y contrató un par de ayudantes. Ganaba más dinero que cualquiera de sus compañeros y vista desde afuera la tarea era simpática, pero en la práctica resultaba agotadora. Los niños eran como de arena, todos iguales a la distancia, escurridizos cuando intentaba ponerles límites y pegajosos cuando quería sacudírselos de encima, pero les tomó cariño y en los fines de semana los echaba de menos. Uno de los chiquillos tenía talento para desaparecer; hacía tantos esfuerzos por pasar desapercibido que por lo mismo sería el único inolvidable en los años venideros. Una tarde se perdió. Antes de partir, Gregory siempre contaba a los chicos, pero en esa ocasión iba atrasado y no lo hizo. Su recorrido habitual lo condujo a la casa del chiquillo y al llegar se dio cuenta aterrado de que no estaba en el bus. Dio vuelta y enfiló como un celaje de regreso al parque, donde llegó cuando ya oscurecía. Corrió llamándolo a todo pulmón, mientras dentro del vehículo los demás lloriqueaban cansados, y por último voló a un teléfono a pedir socorro. Quince minutos más tarde había un destacamento de policías con linternas y perros, varios voluntarios, una ambulancia que esperaba por si acaso, dos periodistas, un fotógrafo y medio centenar de vecinos y curiosos observando detrás de los cordones. — Debe avisar a los padres–decidió el oficial. — ¡Dios mío! ¿Cómo se los voy a decir?

— Vamos, lo acompaño. Estas cosas pasan, a mí me ha tocado ver de todo. Después aparecen los cadáveres, mejor no describirlos, algunos violados… torturados… Nunca faltan pervertidos. Yo los mandaría a todos a la silla eléctrica.

A Reeves le flaquearon las rodillas, sentía náuseas. Al llegar se abrió la puerta y apareció en el umbral el mocoso perdido con la cara embadurnada de mantequilla de maní. Se había aburrido y prefirió irse a la casa a ver televisión, dijo. Su madre aún no había regresado del trabajo y no sospechaba que a su hijo lo daban por desaparecido. Desde ese día Gregory le amarró a su huidizo cliente una cuerda en la cintura, tal como hacía Inmaculada Morales con su madre loca; eso evitó nuevos problemas y desanimó cualquier idea de indepen dencia en los otros niños. Excelente idea, ¿qué importa si después tienen que pagar un psiquiatra para que les quite el complejo de perro faldero?, comentó Carmen cuando se lo contó por teléfono. Joan y Susan se mudaron a una antigua mansión bastante deteriorada, pero aún firme en sus pilares, donde inauguraron un restaurante vegetariano y macrobiótico que con los años sería el mejor de la ciudad. En su lugar se instaló en la casa una colonia de hippies que comenzó a crecer y multiplicarse a un ritmo veloz. Primero fueron dos parejas con sus niños, pero pronto la tribu aumentó, las puertas permanecían abiertas para quienes desearan llegar a ese oasis de drogas, modestas artesanías, yoga, música oriental, amor libre y olla común. Timothy Duane no soportó el revoltijo, la confusión y la mugre y alquiló un departamento en San Francisco, donde estudiaba medicina. Ofreció compartirlo, pero Reeves no se decidía a dejar el ático, a pesar de que también estudiaba en la ciudad y estaba harto con los hippies. Le molestaba encontrar extraños en su pieza, detestaba la música monótona de tamboriles, pitos y flautas, y montaba en cólera cuando desaparecían sus objetos personales. Paz y amor, hermano, le sonreían con, mansedumbre los llamados Hijos de las Flores cuando bajaba convertido en una fiera a reclamar sus camisas. Casi siempre regresaba con la cola entre las piernas al último rincón privado de su cuarto, sin el botín y sintiéndose como un podrido capitalista. Berkeley se había convertido en un centro de drogas y de rebelión, cada día aparecían nuevos nómades en busca del paraíso, llegaban en motos ruidosas, cacharros desvencijados y bu–ses adaptados como viviendas provisorias, acampaban en los parques públicos, copulaban dulcemente en las calles, se alimentaban de aire, música y yerba. El olor de la marihuana anulaba los demás aromas. Eran dos las revoluciones en marcha, una de los hippies que intentaban cambiar las leyes del universo con oraciones en sánscrito, flores y besos, y otra de los iconoclastas que pretendían cambiar las leyes del país con protestas, gritos y piedras. La segunda se avenía más al carácter de Gregory, pero no le quedaba tiempo para esas actividades y se le agotó el entusiasmo por las revueltas callejeras cuando comprendió que se habían convertido en un modo de vida, una especie de sufrido pasatiempo. Dejó de sentirse culpable cuando se quedaba estudiando en vez de provocar a la policía; consideraba más útil su silencioso trabajo casa por casa entre los negros del Sur durante los veranos. Cuando no había manifestaciones en apoyo a los derechos civiles, las había contra la guerra de Vietnam, rara vez pasaba un día sin algún altercado público. La policía usaba tácticas y equipos de combate para mantener un simulacro de orden. Se orga nizó una contraofensiva destinada a preservar los valores de los Padres de la Patria entre aquellos horrorizados con la promiscuidad, la revoltura y el desprecio por la propiedad privada. Se elevó un coro de voces en defensa del sagrado American Way Of Life. ¡Están demoliendo los fundamentos de la civilización cristiana occidental. ¡Este país acabará convertido en una Sodoma comunista y psicodélica, es lo que quieren estos desgraciados! ¡Los negros y los hippies mandarán el sistema al carajo!, parodiaba Timothy Duane a su padre y a otros señorones del Club. No eran los únicos en colocar a todos los disidentes en el mismo paquete; en esa simplificación solía caer también la prensa, a pesar de que bastaba una mirada superficial para ver las enormes diferencias. Los derechos civiles se fortalecían en la misma medida en que los hippies se desintegraban. La revolución contra el racismo avanzaba rotunda e inevitable, pero la de las flores era un sueño. Los hippies, embarcados en un viaje prodigioso con callampas alucinógenas, yerba, sexo y rock, poca cuenta se daban de sus propias debilidades y de la fuerza de sus enemigos, creían que la humanidad había entrado en una etapa superior y nada volvería a ser como antes. — No debemos subestimar la estupidez humana, unos cuantos chiflados se dan besos y se tatúan el pecho con palomas, pero te aseguro que de ellos no quedará ni rastro, se los devorará la historia, — aseguraba Duane. En las prolongadas conversaciones nocturnas de los dos amigos, él ponía siempre la nota escéptica, convencido de que la mediocridad derrotaría finalmente a los grandes ideales y por lo tanto no valía la pena entusiasmarse con la Era de Acuario ni con ninguna otra. Sostenía que era una pérdida de tiempo perder los veranos inscribiendo negros en los registros electorales, porque no se darían la molestia de votar o lo harían por los republicanos, sin embargo cada vez que se trataba de juntar fondos para las campañas de los derechos civiles, se las arreglaba para sacar un cheque de tres ceros a su madre. Defendía el feminismo como un magnífico invento porque lo liberaba de pagar la parte de la dama en una cita y de paso podía llevarla gratis a la cama, pero en la vida real no aprovechaba esas ventajas. Tenía una actitud cínica que chocaba y divertía a Gregory.

Libertad y dinero, dinero y libertad, profetizaba enigmático Balcescu, quien para entonces había adquirido un vocabulario algo más extenso en inglés, se había dejado crecer una coleta de mandarín en su cráneo afeitado, vestía como un campesino feudal ruso y enseñaba en el parque su propia filosofía a un grupo de seguidores. Duane atribuía el éxito del maestro jardinero a que nadie entendía de qué diablos estaba hablando y a su extraordinaria pericia para cultivar marihuana en tinas de baño y hongos mágicos en maceteros dentro de los armarios. El rumano tenía en su garaje una pequeña fábrica de ácido lisérgico, negocio floreciente que en poco tiempo lo convertiría en hombre rico. Aunque Gregory no trabajaba con él desde hacía años, habían mantenido una buena amistad basada en el amor por las rosas y los placeres de la comida. Balcescu tenía un instinto natural para inventar platos a base de ajo que nombraba de manera impronunciable y hacía pasar como típicos de su país. También le enseñó a cultivar rosas en barriles con ruedas, para que pudiera llevarlas consigo en caso de mudarse de casa o de emigrar. — ¡No pienso emigrar! — se reía Gregory.

— Nunca se sabe. Falta libertad, falta dinero ¿qué se hace? Emigrar — suspiraba el otro con patética expresión de nostalgia.

Samantha Ernst estudiaba literatura en los ratos libres, después de hacer su gimnasia y deportes. No había trabajado nunca y nunca lo haría. Ese año su padre se arruinó con una película millonaria sobre el Imperio de Bizancio que fue un fiasco monumental y destruyó en poco tiempo su propio imperio. Como todos sus hermanastros y madrastras, quienes hasta entonces habían disfrutado de la generosidad del productor de cine, Samantha debió arreglárselas sola, sin embargo no alcanzó a pasar necesidades porque Gregory Reeves estaba allí. Habían planeado el matrimonio para cuando él terminara sus estudios y consiguiera un trabajo seguro, pero la ruina del magnate precipitó las cosas y debieron adelantar la boda un par de años. Se casaron en una ceremonia tan privada que pareció secreta, con Timothy Duane y el instructor de tenis como únicos testigos, y luego dieron la noticia por teléfono a los parientes y amigos. Nora y Judy Reeves veían a Gregory una vez al año para el Día de Gracia, se sentían muy lejos de él y no les sorprendió no ser invitadas a la ceremonia, pero los Morales se ofendieron profundamente y dejaron de hablarle por un tiempo al «hijo gringo», como lo llamaban, hasta que el nacimiento de Margaret les ablandó el corazón y terminaron por perdonarlo. Gregory se trasladó a la casa de Samantha con sus pertenencias, incluidos los barriles de rosas, dispuesto a cumplir su sueño de una familia feliz. La vida de casados no resultó tan idílica como había imaginado, en realidad el matrimonio no resolvió ninguno de los problemas del noviazgo, sólo agregó otros, pero no se dejó apabullar y supuso que las cosas mejorarían cuando se recibiera de abogado, tuviera un trabajo normal y menos presiones. Su empresa de cuidar niños daba suficiente para ofrecer una existencia cómoda a su mujer, pero él no gozaba nada de ese bienestar. Su horario había degenerado en una verdadera carrera de obstáculos. Se levantaba al amanecer para hacer sus tareas, demoraba una hora en llegar a clases y otra en regresar, trabajaba por la tarde. Llevaba a los niños a museos, parques y espectáculos, y mientras los vigilaba con un ojo, con el otro estudiaba. Una vez por semana iba a la lavandería automática y al mercado, muchas noches ganaba unos dólares ayudando a Joan y Susan en el restaurante. Al fin de la jornada aparecía en su casa extenuado, se preparaba un trozo de carne a la parrilla, comía solo y seguía estudiando. A Samantha le repugnaba la vista de la carne cruda y el olor a asado, prefería no estar allí a la hora de la cena. Tampoco coincidían sus horarios, ella dormía hasta el mediodía y comenzaba sus actividades en la tarde; siempre tenía alguna clase por la noche: tambores africanos, yoga, danzas de Cambodia. Mientras su marido volaba cumpliendo con una infinidad de obligaciones, ella parecía siempre confundida, como si la mera existencia fuera una prueba titánica para su evasiva naturaleza. Con la convivencia no aumentó su interés por los juegos de amor y en la cama siguió tan indiferente como antes, con el agravante de que ahora tenían más oportunidades de estar juntos y menos pretextos para la frialdad. Gregory intentó practicar los consejos de sus manuales, a pesar de que se sentía bastante ridículo en el ejercicio de maromas eróticas que Samantha no apreciaba para nada. Ante los escasos resultados de sus esfuerzos supuso que las mujeres no sienten gran entusiasmo por ese asunto, salvo Ernestina Pereda, que constituía una feliz excepción. Ignoró las incontables publicaciones probando lo contrario y mientras el mundo occidental descubría la torrentosa líbido femenina, él se dispuso a reemplazar la pasión por la paciencia, aunque no renunció del todo a la idea de conducir a Samantha poco a poco hacia los pecaminosos jardines de la lujuria, como llamaba Timothy Duane, con su atormentada conciencia católica, a la pura y simple diligencia sexual.

Cuando Samantha descubrió que estaba embarazada se desmoralizó por completo. Sintió que su cuerpo bronceado y sin un gramo de grasa, se había convertido en un asqueroso recipiente donde crecía un ávido guarisapo imposible de reconocer como algo suyo. En las primeras semanas se agotó haciendo los más violentos ejercicios de su repertorio con la inconsciente esperanza de librarse de aquella perniciosa servidumbre, pero luego la venció la fatiga y acabó tendida en la cama mirando el techo, desesperada y furiosa con Gregory, quien parecía encantado con la idea de un descendiente y a sus quejas respondía con consuelos sentimentales, lo menos apropiado en esas circunstancias, como se lo dijo muchas veces. Es culpa tuya;

sólo culpa tuya, le reprochaba, yo no quiero hijos, al menos todavía, eres tú quien habla todo el tiempo de formar una familia, mira qué ideas se te ocurren, y de tanto hablar de semejante estupidez ahora resultó, maldito seas. No podía entender ese golpe de mala suerte, creía ser estéril, porque en tantos años sin tomar precauciones no había pasado sobresaltos. Si no lo deseo nunca ocurrirá, porfiaba como una niña consentida incapaz de tolerar una imposición desagradable. Le daban ataques de náuseas, más por repugnancia de sí misma y rechazo de la criatura que por su estado. Su marido compró un libro sobre comida naturista Y pidió ayuda a Joan y Susan para hacerle platos saludables, esfuerzo inútil, porque ella apenas toleraba un trozo de apio o de manzana. Tres meses después, cuando notó cambios en la cintura y en los senos, se abandonó a su suerte con una especie de rabia urgente. Su desgano se convirtió en voracidad y contra todos sus principios vegetarianos devoraba metódicamente grasientas chuletas de cerdo y salchichones que Gregory preparaba por la tarde y ella mordisqueaba fríos a lo largo del día. Una noche cenaron con un grupo de amigos en un restaurante español, donde descubrió la especialidad del día, callos a la madrileña, un revoltijo de tripas con la consistencia de toalla remojada en salsa de tomate. Fue tantas veces a horas intempestivas a pedir el mismo plato, que el cocinero se entusiasmó con ella y le regalaba tiestos de plástico rebosantes de su insalubre guiso. Engordó, se le cubrió la piel de ronchas y terminó por deprimirse del todo; se sentía enferma y culpable, envenenada por alimentos putrefáctos y cadáveres de animales, pero que no podía dejar de devorar, como un castigo. Dormía demasiado y el resto del tiempo veía televisión echada en la cama, con sus gatos. Reeves, alérgico a los pelos de esos animales, se trasladó a otro cuarto sin perder el buen humor ni la paciencia, ya se le pasará, son antojos de embarazada, sonreía. Samantha detestaba las labores domésticas pero al menos antes mantenía una cierta decencia en la casa, durante esos meses su relativa organización casera se transformó en caos. Gregory procuraba poner algo de orden, pero por mucho que limpiara, el olor de los gatos encerrados y de callos a la madrileña impregnaba el ambiente.

Ese año vino la moda de los alumbramientos naturales acuáticos, una original combinación de ejercicios respiratorios, bálsamos, meditación oriental y agua común y corriente. Era necesario entrenarse con tiempo para dar a luz dentro de una bañera, sostenida por el padre de la criatura y acompañada por los amigos y quien quisiera participar, para que el recién nacido entrara al mundo sin el trauma de abandonar el ambiente líquido, tibio y silencioso del vientre materno para aterrizar de súbito en el terror de un pabellón de obstetricia, bajo inexorables focos y rodeado de instrumentos quirúrgicos. La idea no era mala, pero en la práctica resultaba algo complicada. Samantha se había negado a tocar el tema del parto, fiel a su teoría de que si algo no lo deseaba jamás ocurriría, pero hacia el séptimo mes no tuvo más remedio que enfrentarse con la realidad, porque dentro de un plazo fijo el bebé iba a nacer y ella tendría una intervención inevitable en el evento. Parir en una bañera de agua tibia, a media luz con un par de comadronas beatíficas, le pareció menos temible que hacerlo sobre una mesa de hospital en manos de un hombre con delantal y la cara embozada para que nadie lo reconociera; sin embargo, no estaba de acuerdo en convertir aquello en una reunión social a pesar de la promesa de las comadronas naturalistas de que no debería ocuparse de nada; el costo del alumbramiento incluía las bebidas, la marihuana, la música y las fotos. — Si nos casamos en privado, no pienso parir en público y tampoco quiero que me retraten con las piernas abiertas, — decidió Samantha, poniendo fin al dilema. Se levantó finalmente de la cama y comenzó a ir con su marido a las clases, donde vio a otras mujeres en su mismo estado y descubrió que la maternidad no es necesariamente una desgracia. Sorprendida, notó que las demás lucían sus barrigas con orgullo y hasta parecían contentas. Eso tuvo un efecto terapéutico; recuperó en parte el respeto por su cuerpo y decidió cuidarse; no renunció a los callos a la madrileña, pero agregó también verduras y frutas a su dieta, y daba largas caminatas y se frotaba la piel con aceite de almendras y loción de salvia y yerbabuena, comprobó ropa para la criatura, y por unas semanas reapareció su antigua personalidad. Los extensos preparativos para el alumbramiento incluyeron la instalación de una enorme tinaja de madera en la sala, que en principio podían alquilar, pero los convencieron de los beneficios de comprarla. Después del alumbramiento podían ocuparla para otros fines, les dijeron, ya que también empezaban a ponerse de moda los baños comunitarios entre amigos, todos desnudos remojándose en agua caliente. El artefacto resultó inútil, porque cinco semanas antes de la fecha prevista Samantha dio a luz una hija a quien llamaron Margaret, como la abuela materna muerta en espuma rosada. Gregory llegó a la casa por la tarde y encontró a su mujer sentada en el charco de sus aguas anmióticas, tan desconcertada que no se le había ocurrido pedir ayuda y ni siquiera recordaba la respiración de foca aprendida en los cursos del parto acuático. La montó en el bus que usaba para su trabajo y disparó al hospital, donde debieron practicar una cesárea para salvar a la recién nacida. Margaret no entró al mundo en una tina de madera arrullada por cánticos sedantes y nubes de incienso, como estaba previsto, se inició en la vida dentro de una incubadora, como un patético pez solitario en un acuario. Dos días más tarde, cuando la madre daba sus primeros pasos tentativos por el pasillo del hospital, el padre se acordó de llamar a las comadronas espirituales, a los parientes y a los amigos para contarles la noticia. Lamentó no tener a su lado a Carmen, la única persona con quien habría deseado compartir los apuros de esos momentos.

Para Samantha Emst el viento del desastre comenzó a soplar el mismo día de su nacimiento, cuando su aristocrática madre la puso en manos de una enfermera y se desentendió de ella para siempre, y se convirtió en un huracán que la lanzó fuera de la realidad al momento de dar a luz a su hija. Mucho más tarde confesaría a su analista con la mayor sinceridad que esa criatura diminuta respirando con dificultad dentro de una caja de vidrio, sólo le inspiraba rechazo. Secretamente agradeció no tener leche para amamantarla y tal vez en lo más profundo de su corazón deseó que desapareciera para no verse obligada a cargarla en brazos. Lo aprendido en los cursos no le sirvió de nada, le resultaba imposible considerar a Margaret una niña más entre las miles nacidas en el planeta el mismo día y a la misma hora, nunca pudo aceptarla. Tampoco se resignó a la idea de que estaba unida a ese gusano por ineludibles responsabilidades. Se miró en el espejo y vio un largo costurón atravesado en su vientre, antes liso y bronceado, ahora un pellejo flojo lleno de estrías, y lloró sin consuelo por la belleza perdida. Su marido intentó acercarse para ayudarla, pero cada vez lo apartó con virulencia demencial. «Ya se acostumbrará, es muy reciente, está desconcertada», — pensaba Gregory-, pero al cabo de tres semanas, cuando dieron de alta a la niña en el hospital y la madre todavía no dejaba de examinarse en el espejo y lamentarse, tuvo que pedir auxilio a su hermana. Tal vez su madre hubiera sido la persona más indicada en aquel trance, pero Samantha no soportaba a su suegra, nunca pudo apreciar ninguna de sus virtudes, la consideraba una viejuca estrafalaria capaz de sacar de sus casillas a una tortuga. También pensó en Olga, que tanto disfrutaba de los alumbramientos y los bebés, pero comprendió que si su mujer no toleraba a Nora, menos podría sufrir a Olga. — Te necesito, Judy, Samantha está deprimida y enferma y yo no sé nada de niños, por favor ven–clamó Gregory en el teléfono. — Pediré permiso en el trabajo el viernes y pasaré el fin de semana con ustedes, no puedo hacer más–replicó ella.

Harta de las parrandas de Jim Morgan, el gigante pelirrojo con quien tuvo dos hijos, Judy se divorció y regresó a vivir con su madre en la misma cabaña de siempre. Nora cuidaba a los dos nietos, uno de los cuales todavía andaba en brazos, mientras Judy mantenía a la familia. Jim Morgan amaba a su mujer y la amaría hasta el fin de sus días, a pesar de que ella se había convertido en una arpía que lo perseguía por la casa a gritos, se apostaba en la puerta de la fábrica a insultarlo delante de sus obreros y recorría los bares buscándolo para armarle escándalo. Cuando lo echó definitivamente de la casa y entabló demanda de divorcio, el hombre sintió que se le terminaba la vida y se abandonó en una borrachera sin memoria de la cual despertó entre rejas. No podía explicar cómo ocurrió la desgracia, ni siquiera recordaba al hombre que mató. Algunos testigos dijeron que fue un accidente y Morgan nunca tuvo intención de liquidarlo, le dio un golpe insignificante y el infeliz se fue para el otro mundo, pero las circunstancias no beneficiaban al acusado. La víctima estaba a todas luces sobrio y era un alfeñique peso pluma que cuando empezó el altercado se encontraba en una esquina con una campanita en la mano pidiendo limosna para el Ejército de Salvación. Desde su celda Jim. Morgan no pudo ayudar con los gastos de los hijos y Judy se alegró de que así fuera, convencida de que mientras menos contacto tuvieran los niños con un padre criminal mejor sería para ellos, pero como no le alcanzaba para mantener la casa sola, volvió con su madre. Gregory fue a buscar a su hermana al aeropuerto y se espantó al ver cuánto había engordado. No pudo disimular la mala impresión y ella lo notó.

— No me digas nada, ya sé lo que estás pensando. — ¡Ponte a dieta, Judy!

— Decirlo es de lo más fácil, la prueba es que lo he hecho tantas veces. Ya he bajado como dos mil libras en total.

La mujer se trepó con dificultad al bus de Gregory y partieron en busca de Margaret al hospital. Les entregaron un pequeño bulto cubierto por un chal. tan liviano que lo abrieron para verificar su contenido. Entre la lana descubrieron una minúscula criatura durmiendo plácida. Judy acercó la cara a su sobrina y empezó a besarla y olisquearla como una perra con su cachorro, transfigurada por una ternura que Gregory no le había visto en décadas, pero no había olvidado. Todo el camino se fue hablándole y acariciándola, mientras su hermano la observaba de reojo, sorprendido al ver que Judy se transformaba, las capas de grasa que la deformaban desaparecieron revelando la radiante belleza oculta en su interior. Al llegar a la casa encontró a los gatos metidos en la cuna y a Samantha parada de cabeza en su cuarto, buscando alivio a la zozobra emocional con acrobacias de fakir. Gregory procedió a sacudir los pelos de los animales para instalar al bebé, mientras Judy, cansada por el viaje y las horas de pie, sacó de un empujón a su cuñada del nirvana y la devolvió a la posición cabeza arriba y a los groseros afanes de la realidad. — Ven que te explico cómo se prepara un biberón y cómo se cambian los pañales–le ordenó.

— Tendrás que explicárselo a Greg, yo no sirvo para esas cosas — balbuceó Samantha retrocediendo.

— Más vale que él no se acerque demasiado a la niña, no vaya a salir con las mismas chingaderas de mi padre–gruñó Judy de muy mal humor.

— ¿De qué estás hablando? — preguntó Gregory con la recién nacida en brazos.

— Sabes muy bien de qué estoy hablando. No soy retardada ¿crees que no me he dado cuenta de que siempre andas rodeado de criaturas?

— ¡Es mi trabajo!

— Claro, es tu trabajo. De todos los trabajos posibles tenías que escoger ése. Por algo será. Apuesto que cuidas niñitas también ¿no? Los hombres son todos unos pervertidos.

Gregory depositó a Margaret sobre la cama, cogió a su hermana de un ala y la arrastró a la cocina, cerrando la puerta a su espalda. — ¡Ahora me vas a explicar qué carajo estás diciendo! — Tienes una sorprendente capacidad de hacerte el tonto, Gregory. No Puedo creer que no lo sepas…

— ¡No! Y entonces Judy derramó el veneno que había soportado en silencio desde aquella noche en la cual no le permitió dormir junto a ella, hacía más de veinte años; el pesado secreto guardado celosamente con la sospecha de que no era en verdad un enigma y todos lo sabían, el recóndito tema de sus malos sueños y sus rencores, la vergüenza inconfesable que ahora se atrevía a exponer sólo para proteger a su sobrina, la pobre inocente, como dijo, para evitar que se repita el mismo pecado de incesto en la familia, porque esas cosas se llevan en la sangre, son maldiciones genéticas y la única herencia de Charles Reeves, ese crápula que en mala hora nos trajo al mundo, es la sucia maldad de su lujuria, y si necesitas más detalles puedo contártelos, porque nada se me ha olvidado, todo lo tengo grabado a fuego en la memoria, si quieres te cuento cómo me llevaba a la bodega con diferentes pretextos y me hacía desabrocharlo y me lo ponía en las manos y me decía que ese era mi muñeco, mi caramelo, que le diera así y así, más fuerte, hasta que… — ¡Basta! — gritó Gregory con las manos en los oídos.

Cada lunes por la mañana Gregory Reeves llamaba por teléfono a Carmen Morales, costumbre que ha mantenido hasta el día de hoy. Después del aborto que casi le cuesta la vida, su amiga se despidió de su madre y desapareció sin dejar rastro. En casa de los Morales su nombre fue borrado, pero nadie la olvidó, sobre todo su padre, que la soñaba calladamente, pero por orgullo jamás admitió que se estaba muriendo de pena por la hija ausente. La joven no volvió a comunicarse con su familia, pero dos meses más tarde Gregory recibió una tarjeta de México con un número y una pequeña flor dibujada, la inconfundible firma de Carmen. Fue el único que tuvo noticias suyas en ese tiempo, por él se enteraba Inmaculada Morales de los pasos de su hija. En las breves conversaciones de los lunes los dos amigos se ponían al día sobre sus vidas y planes. Las voces les llegaban desfiguradas por interferencias y por la ansiedad propia de las comunicaciones de larga distancia, les costaba reconocerse en esas frases interrumpidas y a ambos se les empezaba a borrar la cara del otro, eran dos ciegos con las manos extendidas en la oscuridad. Carmen se había instalado en un cuarto de mala muerte en los extramuros de la capital de México y trabajaba en un taller de orfebrería. Perdía tantas horas trasladándose en autobús de un extremo a otro de esa inmensa ciudad desesperada, que no le quedaba tiempo para otras actividades. No tenía amigos ni amores. La desilusión provocada por Tom Clayton destruyó su ingenua tendencia a enamorarse al primer vistazo y por otra parte en ese medio resultaba muy difícil hallar un compañero que entendiera y aceptara su carácter independiente. El machismo de su padre y sus hermanos era suave comparado con el que ahora soportaba y por prudencia se conformó a la soledad, como a un mal menor. La desafortunada intervención de Olga y la operación posterior la privaron de la capacidad de tener hijos, eso la hizo más libre pero también más triste. Vivía en la tácita frontera donde termina la ciudad oficial y empieza el mundo inadmisible de los marginales. El edificio era un pasillo angosto con dos hileras de cuartos a los lados, un par de grifos, un lavadero al centro y baños comunes al fondo, siempre tan sucios que procuraba evitarlos. Ese lugar era más violento que el ghetto donde se había criado, la gente debía luchar por su pequeño espacio, abundaban rencores y escaseaban esperanzas, estaba en un país de pesadilla ignorado por los turistas, un laberinto terrible en torno a la hermosa ciudad fundada por los aztecas, un enorme conglomerado de viviendas míseras y calles sin pavimento y sin luz, inundadas de basura, que se extendía hacia una periferia sin término. Deambulaba entre indios humillados y mestizos indigentes, niños desnudos y perros hambrientos, mujeres dobladas por el peso de los hijos y el trabajo, hombres ociosos y resignados a la mala suerte, con las manos en las cachas de los puñales listos para defender la dignidad y la hombría eternamente amenazadas. Ya no contaba con la protección de su familia y muy pronto comprendió que allí una mujer joven y sola era como un conejo rodeado de perros perdigueros. No salía de noche, dormía con una tranca en la puerta, otra en la ventana y un cuchillo de carnicero bajo la almohada. Cuando iba a lavar su ropa encontraba a otras mujeres que la miraban con desconfianza porque era diferente. La llamaban «gringa» a pesar de haberles explicado mil veces que su familia era de Zacatecas. Con los hombres no hablaba. A veces compraba caramelos y se sentaba en el callejón a esperar que se acercaran los niños, eran sus pocos momentos alegres. En el taller de orfebrería trabajaban unos indios herméticos, de manos mágicas, quienes rara vez le dirigían la palabra, pero le enseñaron los secretos de su arte. A ella se le pasaban las horas sin sentirlas, absorta en el laborioso proceso de moldear la cera, vaciar los metales, tallar, pulir, engarzar las piedras y montar cada minúscula pieza. Por las noches diseñaba aretes, anillos y pulseras en su cuarto, al principio los fabricaba de latón con trozos de vidrio para practicar y después, cuando pudo ahorrar algo, en plata con piedras semipreciosas. En sus ratos libres las vendía de puerta en puerta, cuidando que sus patrones no se enteraran de esa modesta competencia.

El nacimiento de su hija sumió a Samantha Ernst en una discreta pero feroz depresión; no tuvo arrebatos escandalosos ni grandes cambios aparentes en su conducta, pero no volvió a ser la misma. Siguió levantándose a mediodía, viendo televisión y tomando sol como una lagartija, sin oponer resistencia a la realidad, pero tampoco participando en ella. Comía muy poco, estaba siempre somnolienta y sólo resucitaba en la cancha deportiva, mientras Margaret vegetaba en un coche a la sombra, tan abandonada que a los ocho meses todavía no era capaz de sentarse y apenas sonreía. Su madre sólo la tocaba para cambiarle pañales y colocarle el biberón en la boca. En las noches Gregory la bañaba y a veces la mecía un rato, procurando hacerlo siempre en presencia de Samantha. Quería mucho a la niña y cuando la cogía en brazos sentía una dolorosa ternura, un deseo abrumador de protegerla, pero no era capaz de mimarla como deseaba. La confesión de su hermana erguía una muralla china entre su hija y él. Tampoco se sentía cómodo con los chicos que cuidaba en su trabajo y se sorprendía examinándose en busca de cualquier detalle revelador de una supuesta índole licenciosa heredada de su padre. Al comparar a Margaret con otras criaturas de su edad la encontraba atra sada en su desarrollo; sin duda algo andaba mal, pero no quiso compartir las dudas con su mujer para no asustarla y alejarla aún más del bebé. Le hacía pruebas a ver si oía bien, tal vez era sorda y por eso parecía tan quieta, pero cuando golpeaba las manos cerca de la cuna ella se sobresaltaba. Pensaba que Samantha no se había dado cuenta, pero un día ella le preguntó cómo se sabe cuando un niño es retardado y entonces pudieron hablar por primera vez de sus temores. Después de examinar a Margaret por dentro y por fuera, en el hospital diagnosticaron que estaba sana, simplemente necesitaba un poco de aliciente, era como un animal dentro de una caja, privado de sus sentidos. Los padres tomaron un curso de estimulación precoz donde aprendieron a acariciar a su hija, hablarle en gorgojeos, señalarle poco a poco el mundo circundante y otras elementales destrezas que cualquier miserable orangután nace sabiendo y que ellos tuvieron que aprender con un manual de instrucciones. Los resultados fueron evidentes a las pocas semanas, cuando la niña comenzó a arrastrarse por el suelo y un año más tarde pronunció sus dos primeras palabras, que no fueron papá ni mamá, sino gato y tenis. Gregory estudiaba para los exámenes finales, horas, días, meses metido en los libros y agradeciendo al cielo su buena memoria, lo único que funcionaba bien mientras lo demás a su alrededor parecía deteriorarse irremisiblemente en un rápido proceso de descomposición. La guerra de Vietnam, lejos de terminar, como había calculado, adquiría proporciones de catástrofe. Junto con el alivio de recibirse finalmente de abogado estaba la inevitable pesadilla de ir al frente, porque tenía un contrato con las Fuerzas Armadas y no podía seguir posponiendo el servicio. Su familia era el principal motivo de angustia; su relación con Samantha daba tumbos y una separación sin duda acabaría de romperla, además temía dejar a Margaret, que crecía llena de rarezas. Su hija existía en forma tan solapada y misteriosa que a veces Samantha la olvidaba y cuando Gregory llegaba en la noche descubría que no había comido desde el desayuno. No jugaba con otros chicos, se entretenía por horas mirando telenovelas, nunca tenía apetito, se lavaba en forma obsesiva, sucia, sucia, decía a cada rato, arrastrando un taburete junto al lavatorio para jabonarse las manos largamente. Se orinaba en la cama y lloraba con desesperación cuando despertaba con las sábanas mojadas. Era muy bonita y seguiría siéndolo, a pesar de las agresiones que cometería contra su cuerpo, poseía la gracia noble de su abuela de Virginia y el exótico rostro eslavo de Nora Reeves, tal como se la ve en una fotografía tomada en el barco de refugiados que la trajo de Odesa. Mientras Margaret vivía en la sombra de los muebles y escondida en los rinco nes, sus padres, demasiado ocupados en sus propios asuntos y engañados por su apariencia de niña buena, no fueron capaces de ver los demonios que se gestaban en su alma.

Se vivían tiempos de grandes alteraciones y de sorpresas continuas. La novedad del amor libre, después de tantos siglos de mantenerlo en cautiverio, se regó con rapidez y lo que comenzó como otra fantasía de los hippies se convirtió en el juego predilecto de los burgueses. Asombrado, Gregory vio cómo las mismas personas que poco antes defendían las ideas más puritanas ahora practicaban el libertinaje en pequeñas orgías de índole doméstica. Cuando estaba soltero resultaba casi imposible conseguir una muchacha dispuesta a hacer el amor sin una promesa matrimonial, el placer sin culpa y sin miedo era impensable antes de las píldoras anticonceptivas. Tenía la impresión de haber pasado los primeros diez años de su juventud dedicado a conseguir mujeres, todo el empeño y la imaginación se le iban en esa agobiante cacería, por lo general en vano. De pronto las cosas se dieron vuelta y en cuestión de un par de años la castidad dejó de ser una virtud para convertirse en un defecto del cual había que curarse antes de que los vecinos se enteraran. Fue un viraje tan brusco que Gregory, enfrascado en sus problemas, no tuvo tiempo de adaptarse a los dramáticos cambios, la revolución le llegó tarde. A pesar de su fracaso con Samantha, no se le pasó por la mente la idea de aprovechar las insinuaciones de algunas audaces compañeras de estudios o madres de los niños que cuidaba.

Un sábado de primavera los Reeves fueron invitados a cenar en casa de unos amigos. Ya no era costumbre sentarse a la mesa, la comida esperaba en la cocina y cada comensal se servía en platos de cartón y se acomodaba como mejor pudiera equilibrando un vaso lleno, un plato chorreado de salsa, un pan, una servilleta y a veces hasta un cigarrillo. Se bebía demasiado y se fumaba marihuana. Gregory había tenido un día pesado, se sentía cansado y se preguntaba si no estaría mejor en su casa que ocupado en despedazar un pollo sobre sus rodillas sin echárselo encima. Después de los postres se inició una maniobra colectiva, la gente se quitó la ropa y se metió en una gran bañera de agua caliente instalada en el jardín a la luz de la luna. La moda de los partos acuáticos pasó sin grandes consecuencias, pero a muchas familias les quedó de recuerdo una tina monumental. Los Reeves aun tenían la suya en la sala y servía de corral para Margaret y depósito donde iba a parar lo que recogían del suelo y se destinaba al olvido. Otros más audaces convirtieron los artefactos en centro de atracción, inspirados en la idea de los baños comunitarios del Japón, hasta que la industria nacional puso en el mercado gran des tinajas especiales para tal fin. Gregory no se sintió tentado de salir recién comido a enfriarse al patio, pero le pareció de mal gusto quedarse vestido cuando los demás estaban en cueros, no fueran a pensar que tenía algo de qué avergonzarse. Se quitó la ropa, observando de reojo a Samantha y extrañado de la naturalidad de su mujer para exhibirse. No tenía pudores, se sentía orgulloso de su cuerpo y a menudo circulaba desnudo en su casa, pero esa exposición pública lo puso un poco nervioso, en cambio los otros participantes de la reunión parecían tan a gusto como cualquier aborigen del Amazonas. Las mujeres procuraban mantenerse dentro del agua, pero los hombres aprovechaban cualquier pretexto para lucirse, los más arrogantes ofrecían el espectáculo de su desnudez mientras servían tragos, encendían pitos o cambiaban los discos, algunos incluso se ponían en cuclillas al borde de la bañera a pocos centímetros de la cara de una esposa ajena. Gregory comprendió que no era la primera vez que sus amigos se encontraban en esa situación y se sintió traicionado, como si todos compartieran un secreto del cual había sido excluido a propósito. Sospechó que Samantha había estado antes en fiestas parecidas y no había considerado necesario contárselo. Procuró no mirar a las mujeres, pero los ojos se le iban a los senos perfectos de la madre de la dueña de casa, una matrona de casi sesenta años, en quien no se había fijado hasta que aparecieron flotando en el agua esos atributos inesperados en una persona de su edad. En su inquieto destino Reeves habría de pasearse por tantas geografías femeninas que le sería imposible recordarlas todas, pero nunca olvidaría los senos de esa abuela. Entretanto Samantha, con los párpados cerrados y la cabeza echada hacia atrás, más relajada y contenta de lo que su marido nunca la había visto, canturreaba a sus anchas, con un vaso de vino blanco en una mano y la otra perdida bajo el agua, a su parecer demasiado cerca de las piernas de Timothy Duane. En el camino de regreso a casa él trató de hablar del tema, pero ella se durmió en el automóvil. Al día siguiente, ante una taza de café humeante en la cocina iluminada por el sol, la fiesta nudista parecía un sueño lejano y ninguno de los dos la mencionó. A partir de esa noche Samantha aprovechaba toda oportunidad de experimentar nuevas sensaciones en grupo, en cambio en la privacidad de la cama matrimonial seguía siendo tan fría como antes. ¿Por qué privarse? No hay que restar sino sumar experiencias a la vida, de cada encuentro uno sale enriquecido y tiene, por lo tanto, más para ofrecer a su pareja, el amor alcanza para muchos, el placer es un pozo inagotable del que se puede beber hasta la saciedad. aseguraban los profetas del matrimonio abierto. Gregory sospechaba que había alguna tram pa en esos razonamientos, pero no se atrevía a manifestar sus dudas por temor a parecer un troglodita. Se sentía como un forastero en ese medio, la promiscuidad no acababa de convencerlo y al ver la aceptación entusiasta de todos sus amigos imaginó que le pesaba su pasado del barrio y por eso no lograba adaptarse. No quería admitir cuánto le molestaba que otros hombres manosearan a Samantha con el pretexto de hacerle masajes desintoxicantes, activar sus puntos holísticos o estimular el crecimiento espiritual mediante la comunión de los cuerpos. Ella lo confundía, creía que le ocultaba aspectos de su personalidad y mantenía una existencia secreta, nunca mostraba su verdadero rostro sino una sucesión de máscaras. Le parecía perverso acariciar a otra mujer delante de la suya. pero tampoco deseaba quedarse atrás. Cada semana los sexólogos de moda descubrían nuevas zonas erógenas y por lo visto había que explorarlas todas para no pasar por ignorante; en su mesa de noche se acumulaban manuales esperando turno para ser estudiados. En una oportunidad se atrevió a objetar un método de encuentro con el Yo y despertar de la Conciencia mediante la masturbación colectiva y Samantha lo acusó de ser un bárbaro, un alma incipiente y primitiva. — ¡No sé qué tiene que ver la calidad de mi alma con el hecho perfectamente natural de que no me guste ver los dedos de otros hombres entre tus piernas! — Típico de una cultura subdesarrollada y foránea — anotó ella sorbiendo impasible su jugo de apio. — ¿Cómo? — preguntó desconcertado.

— Eres como esos latinos entre los cuales te criaste. Nunca debiste salir de ese barrio.

Gregory pensó en Pedro e Inmaculada Morales y trató de imaginarlos en pelotas en una bañera de agua caliente con sus vecinos escarbándose mutuamente el Yo y la Conciencia. La sola idea le desinfló la rabia y se echó a reír a carcajadas. El lunes siguiente se lo comentó por teléfono a Carmen y a través de miles de kilómetros de distancia oyó la risa incontrolable de su amiga; ninguno de esos modernismos había llegado al ghetto de Los Ángeles y mucho menos a México, donde ella vivía.

— Locos, todos locos–Opinó Carmen-. Ni muerta me muestro en cueros delante de maridos ajenos. No sabría dónde poner los ojos, Greg. Por otra parte, si algunos hombres me dan manotazos vestida, imagínate cómo sería si me desnudo. — ¡Qué india eres, mujer! Aquí nadie te miraría. — ¿Y entonces para qué lo hacen?

No me sentía cómodo en ninguna parte; el barrio donde crecí pertenecía al pasado y no había logrado plantar raíces en otro lado. De mi familia quedaba poco, mi mujer y mi hija estaban tan distantes de mí como antes lo estuvieron mi madre y Judy. También los amigos me hacían falta. Carmen se encontraba en otro planeta, no contaba mucho con Timothy porque se aburría con Samantha y creo que nos evitaba; hasta el mismo Balcescu, tan parecido a una caricatura que era casi impermeable al cambio, había dado un vuelco para convertirse en la imagen de un santón. Vivía rodeado de acólitas que veneraban el aire que exhalaba, y de tanto mirarse reflejado en el espejo de esos ojos adoradores, el estrafalario rumano acabó tomándose en serio. Junto con perder el sentido del humor, desapareció también su interés por inventar platillos exóticos o cultivar rosas, de modo que no nos quedó mucho en común. Joan y Susan conservaban su encanto y el delicioso olor de hierbas y especias que les impregnaba la piel, pero se habían puesto inaccesibles, vivían dedicadas a sus luchas feministas y a la química culinaria de sus recetas vegetarianas, eran expertas en disfrazar el tofu para que supiera a pastel de riñones. En la Escuela de Leyes no hice nuevas amistades, los estudiantes competíamos en un medio feroz, cada uno absorto en sus proyectos y ambiciones, estudiábamos sin descanso. No me quedaba ánimo para mítines y hasta las inquietudes políticas e intelectuales habían pasado a último plano. Habría sido difícil explicarle a Cyrus que por allí el único problema con la izquierda es que nadie quería ser de derecha. Al regresar a mi casa por la tarde sentía un cansancio vísceral, por el camino imaginaba la posibilidad de tomar un desvío y perderme en el horizonte, como hacía mi padre cuando recorríamos el país sin rumbo ni meta. El caos de la casa me ponía nervioso, y no es que yo sea fanático del orden, ni mucho menos. Supongo que estaba agotado por los estudios y el trabajo, seguramente no me comportaba como un buen marido y por eso Samantha ponía tan poco de su parte. A ratos parecíamos contrincantes más que aliados. En esas circunstancias uno se ciega y no vislumbra salida al callejón donde se encuentra metido, parece que uno estará siempre en la misma moledora de carne, que no hay escapatoria. Cuando tengas tu diploma todo será diferente, me consolaba Carmen a la distancia, pero yo sabía que ésa no era la única causa de mi malestar. Veía fielmente una serie de televisión sobre un astuto abogado quien se jugaba la reputación y a veces la vida por salvar de la cárcel a un inocente o castigar a un culpable. No me perdía capítulo con la esperanza de que el personaje me devolviera el entusiasmo por las leyes y me redimiera del inmenso fastidio que me provocaba esa profesión. Aún no comenzaba a ejercerla y ya estaba desilusionado. El futuro se presentaba muy diferente a la aventura imaginada en mi juventud, el último esfuerzo por terminar la carrera me aburría tanto que empecé a hablar de abandonar los estudios y dedicarme a otra cosa. El aburrimiento es rabia sin entusiasmo, me aseguró Timothy Duane. Según él, yo estaba enojado con el mundo y conmigo mismo y no era para menos, mi destino nunca fue un lecho de rosas. Me aconsejaba desprenderme de complicaciones. empezando por mi matrimonio con Samantha, que le parecía un error evidente. Me negaba a admitirlo, sin embargo llegó un momento en que al menos en ese aspecto tuve que darle razón. Fue en una fiesta como tantas otras a las cuales íbamos en esa época, en una casa como todas, muebles desvencijados, tapices indígenas cubriendo las manchas del sofá, afiches de Ho Chi Min y del Che Guevara junto a los mantras bordados de la India, las mismas parejas de amigos. los hombres sin calcetines y las mujeres sin sostén, la comida fría y pedazos de queso más y más rancios a medida que transcurrían las horas, demasiados tragos, cigarrillos y marihuana de tan mala calidad que el humo espantaba a los mosquitos. También las mismas conversaciones interminables sobre los últimos seminarios del grito primario, donde cada cual aullaba hasta desgañitarse para liberar la agresión, o del regreso al útero, donde los participantes sin ropa se colocaban en posición fetal y se chupaban el dedo. Nunca entendí esas terapias ni me presté para experimentarlas, me reventaba hablar del tema, estaba cansado de oír los múltiples cambios trascendentales en las vidas de cada uno de mis conocidos. Me instalé en la terraza a beber solo. Admito que cada día tomaba más. Había desistido de los licores fuertes porque me alborotaban las alergias y empezaba a ahogarme con las mucosas inflamadas y una terrible opresión en el pecho. Pronto descubrí que el vino me producía los mismos síntomas, pero podía consumir más cantidad antes de sentirme realmente enfermo. Horas antes había tenido una discusión a gritos con Samantha y empezaba a sospechar que nuestro matrimonio rodaba hacia un abismo.

Entraba al garaje con el automóvil, cuando vi venir a un vecino con Margaret de la mano, mi hija tenía poco más de dos años. Creo que es suya, la encontré vagando a un par de millas de aquí, para llegar tan lejos debe haber caminado desde la mañana, dijo el hombre sin disimular su reproche y su desprecio. Abracé a la niña espantado. Me latían las sienes y casi no podía hablar cuando enfrenté a mi mujer para preguntarle dónde estaba cuando Margaret salió de la casa, cómo no se dio cuenta de su ausencia en tantas horas. Me respondió con los brazos en Jarra, tan furiosa como yo, alegando que el vecino era un desgraciado y la odiaba porque los gatos se comieron su canario, que no me debía explicaciones, después de todo ella no me preguntaba dónde estaba yo todo el día, Margaret era muy independiente para su edad y no estaba dispuesta a vigilarla como un carcelero ni mantenerla amarrada con una cuerda, como hacía yo con los niños que cuidaba, y siguió rezongando hasta que no aguanté más y me fui de la pieza con un portazo. Después me di una larga ducha fría para quitarme de la imaginación las diversas fatalidades que podrían haberle ocurrido a Margaret en esas dos malditas millas, pero no fue suficiente porque en la fiesta seguía amostazado contra Samantha. Me fui a la terraza con un vaso de vino y me desmoroné en una silla, de mal humor, algo mareado y harto con la monótona música de Katmandú que llegaba desde la sala.

Saqué la cuenta del tiempo perdido en esa fastidiosa reunión; dentro de una semana debía presentar los exámenes finales y cada minuto de estudio era precioso. En eso llegó Timothy Duane y al verme acercó otra silla y se instaló a mi lado. Teníamos pocas oportunidades de estar solos. Noté que había perdido peso en los últimos años y sus rasgos se habían marcado a cincel, ya no tenía ese aire de inocencia que a pesar de sus fanfarronadas, era uno de sus encantos cuando nos conocimos. Sacó del bolsillo un tubo de vidrio, se echó cocaína en el dorso de la mano y lo aspiró ruidosamente, luego me ofreció, pero yo no puedo usarla, me mata, la única vez que la probé sentí que me clavaban un puñal helado entre los ojos, el dolor de cabeza me duró tres días y del paraíso prometido ni me acuerdo. Tim me dijo que entráramos porque estaban organizando un juego, pero yo no tenía el menor interés en ver de nuevo a todo el mundo en pelotas.

— Esto es distinto. Vamos a intercambiar esposas–insistió.

— Tú no tienes, que yo sepa.

— Traje a una amiga.

— Tiene facha de puta tu amiga.

— Lo es–se rió, arrastrándome a la sala.

Los hombres se habían reunido alrededor de la mesa del comedor, pregunté por las mujeres y me informaron que esperaban en los automóviles. Parecían nerviosos, se palmoteaban las espaldas, hacían bromas de doble sentido y las celebraban con grandes risotadas. Explicaron las normas: prohibido echar pie atrás, nada de arrepentirse ni de intentar cambios. Apagaron la luz, pusieron sus llaves sobre una bandeja, alguien las revolvió y cada participante tomó una al azar.

A pesar de la nebulosa del alcohol y del desconcierto, que me impidió precipitarme sobre la bandeja como los demás, cuando encendieron la luz vi claramente mi llavero en manos de un dentista algo barrigón y pedante, considerado una pequeña celebridad porque sacaba muelas con agujas chinas clavadas en los pies como única anestesia. Tomé el último llavero, deseando coger al dentista por la ropa y reventarle la cara con uno de aquellos certeros puñetazos que me había enseñado el Padre Larraguibel en el patio de la Iglesia de Lourdes, pero me detuvo el temor de hacer el ridículo. Los otros salieron rumbo a los carros entre carcajadas y bromas, y yo partí a la cocina a poner la cabeza bajo un chorro de agua fría para sacudirme el aturdimiento. Me serví los restos de café de un termo y me senté en un taburete a evocar los tiempos en que la vida era más sencilla y cualquiera entendía las reglas. Poco después me encontró en el mismo sitio la compañera que me había tocado en suerte, una rubia pecosa y simpática, madre de tres niños y profesora de matemáticas en una escuela primaria, la última persona con quien se me hubiera ocurrido practicar el adulterio. Te estoy esperando desde hace un buen rato, me dijo con una sonrisa tímida.

Traté de explicarle que no me sentía bien, pero creyó que la rechazaba porque no me gustaba; pareció encogerse en el umbral de la puerta como una niña pillada en falta. Le sonreí lo mejor que pude y se acercó, me tomó de la mano, me ayudó a ponerme de pie y me llevó al automóvil con una mezcla de delicado pudor y de firmeza que me desarmó. Manejó hasta su casa. Encontramos a sus hijos dormidos frente a la televisión y los llevamos en brazos a sus camas. Mi amiga les puso piyamas, los besó en la frente, les acomodó las cobijas y se quedó con ellos hasta que volvieron a dormirse. Después fuimos al dormitorio, donde la fotografía del marido vestido con toga de graduación presidía sobre la cómoda. Ella anunció qué se pondría algo más cómodo y desapareció en el baño, mientras yo abría la cama sintiéndome como un imbécil porque no podía quitarme a Samantha y el dentista de la mente y preguntándome por qué diablos no era capaz de participar en esos juegos con el desenfado de los demás, por qué me daban tanta rabia. La rubia volvió sin maquillaje y cepillándose el pelo, vestida con una bata acolchada color helado de fresa, perfecta para una madre que madruga para preparar el desayuno de su familia, pero muy poco adecuada a las circunstancias. No había ninguna coquetería en sus gestos, como si fuéramos un viejo matrimonio en las últimas rutinas antes de ir a la cama después de una jornada de trabajo.

Se sentó sobre mis rodillas y procedió a desabotonarme la camisa. Tenía una acogedora sonrisa, la nariz respingada y un fresco aroma de jabón y pasta dentífrica, pero no me provocaba ninguna excitación. Le dije que me perdonara, que había tomado mucho y me molestaba la alergia.

— La verdad es que no sé para qué vine. No me gustan estos juegos, no me gustan nada y creo que a Samantha tampoco–le confesé por último.

— ¿Qué dices? — y se echó a reír encantada-. Tu mujer se acuesta con varios de tus amigos y dicen que con algunas de tus amigas ¿por qué no te diviertes tú también un poco?

Aquellos no fueron buenos tiempos para mí. Mi vida ha sido una suma de tropiezos, pero ahora, a los cincuenta años, cuando miro hacia atrás y saco la cuenta de los esfuerzos y las desgracias, creo que ese período fue el peor porque algo fundamental se me torció en el alma y ya no volví a ser el mismo. Supongo que tarde o temprano se pierde el candor. Tal vez es mejor, porque no se puede andar por el mundo como un ingenuo, en carne viva y sin defensas. Me crié peleando en la calle. Debí endurecerme mucho antes, pero no fue así. Ahora, cuando ya le he dado la vuelta al dolor varias veces y puedo leer mi destino como un mapa lleno de errores, cuando no tengo ninguna lástima de mi mismo y soy capaz de revisar mi existencia sin sentimentalismos porque he encontrado cierta paz, sólo lamento la pérdida de la inocencia. Echo de menos el idealismo de la juventud, la época en que todavía existía para mí una nítida línea divisoria entre el bien y el mal y creía que es posible actuar siempre de acuerdo a principios inamovibles. No era una postura práctica ni realista, ya lo sé, pero había una limpia pasión en esa intransigencia que todavía me conmueve cuando la encuentro en otros. No puedo decir en qué momento comencé a cambiar y me convertí en el hombre duro que soy ahora. Sería fácil atribuirlo todo a la guerra, pero en verdad el deterioro empezó antes. O bien podría decir que el oficio de abogado requiere una buena dosis de cinismo, no conozco a ninguno que se libre de ello, pero esa también es una respuesta incompleta. Carmen dice que no me preocupe, que por mucho cinismo que tenga nunca será suficiente para vivir en este mundo y por lo demás estas dudas son pura majadería de mi parte; a pesar de las apariencias sigo siendo el mismo animalote rudo y combativo pero de corazón manso que ella adoptó como hermano hace mucho tiempo, pero yo me conozco bien y sé cómo soy por dentro.

Colegas, mujeres, amigos y clientes me han traicionado, pero ninguna traición me ha dolido tanto como la de Samantha, porque no la esperaba. A partir de entonces siempre desconfío, ya no me sorprendo cuando alguien me falla.

Esa noche no volví a mi casa. Le quité la bata de helado de fresa a la maestra de matemáticas y rodamos en su cama matrimonial. No debe guardar un buen recuerdo de mí, seguro esperaba un amante imaginativo y experto y se encontró con alguien dispuesto a salir del paso lo antes posible. Luego me vestí y me fui caminando al apartamento de Joan y Susan, donde llegué a las tres de la mañana extenuado y con rastros evidentes de haber bebido. Me colgué del timbre por varios minutos, hasta que aparecieron en camisa de dormir y descalzas. Me acogieron sin hacer preguntas, como si estuvieran habituadas a recibir visitas a esa hora. Mientras una me preparaba una taza de camomilla, la otra improvisó una cama en el sofá de la sala. Algo deben haber echado a la camomilla, porque desperté doce horas más tarde con el sol en la cara y el perro de mis amigas echado a los pies. Creo que en esas hoyas de sueño terminó mi juventud. Cuando me levanté tenía en la mente y el corazón las resoluciones que guiarían mi vida en los años futuros, aunque en ese momento lo ignoraba. Ahora, que puedo ver el pasado con cierta perspectiva, me doy cuenta de que en ese instante empecé a ser la persona que fui por mucho tiempo, un hombre arrogante, frívolo y codicioso que siempre detesté y de quien me ha costado tanto desprenderme. Me quedé con mis amigas cinco días sin comunicarme con Samantha. Se turnaron para acompañarme y escuchar con paciencia el recuento mil veces repetido de mis nostalgias, desesperanzas y quejas. El viernes me presenté a los exámenes finales sin angustia, porque no tenía ilusión, el título de abogado no me interesaba, en verdad sentía una profunda indiferencia por el futuro. Un par de meses más tarde me avisaron al otro lado del mundo que obtuve el diploma al primer intento, lo cual rara vez ocurre en esta torcida profesión. Del examen fui directamente a la oficina de reclutamiento de las Fuerzas Armadas. Debí entrenar durante dieciséis semanas, pero la guerra estaba en su apogeo y se había reducido el curso a doce. En algunos aspectos esos tres meses fueron peores que la guerra misma. pero salí de allí con noventa kilos de músculos, la resistencia de un camello y totalmente embrutecido, listo para destrozar a mi propia sombra si me lo hubieran ordenado.

Dos días antes de embarcarme la computadora me seleccionó para el Instituto de Idiomas en Monterrey. Supongo que haberme criado en el barrio mexicano y estar acostumbrado al ruso de mi madre y al italiano de sus óperas me entrenó el oído. Estuve casi dos meses en un paraíso de costas abruptas con focas tomando sol sobre las rocas, casas victorianas y atardeceres de tarjeta postal, estudiando vietnamita a tiempo completo con profesores que se rotaban cada hora y con la amenaza de que si no aprendía pronto sería juzgado por traición a la patria. Al final del curso chapuceaba ese idioma mejor que la mayoría de mis compañeros.

Partí a Vietnam acariciando la secreta fantasía de morir para no tener que enfrentar los trabajos y las pesadumbres de la existencia. Pero morir es mucho más difícil que seguir viviendo.

Tercera parte Gente.

La guerra es gente. La primera palabra que me viene a la mente cuando pienso en ella es gente: nosotros, mis amigos, mis hermanos, todos unidos en la misma fraternidad desesperada. Mis compañeros, y los otros, esos hombres y mujeres pequeños, de rostros indescifrables, a quienes debo odiar, pero no puedo, porque en las últimas semanas he aprendido a conocer. Aquí todo es en blanco o negro, no hay medias tintas ni ambigüedades, se acabó la manipulación, la hipocresía, el engaño. Vida o muerte, matas o mueres. Nosotros somos los buenos y ellos son los malos, sin esa certeza estamos jodidos y en cierta forma ese desvarío es refrescante, es una de las virtudes de la guerra.

A este agujero llega de todo, negros escapando de la miseria, campesinos pobres que todavía creen en el sueño americano, algunos latinos afiebrados por una rabia de siglos, aspirantes a héroes, psicópatas, y otros como yo, que andan escapando de fracasos o de culpas, pero en combate somos iguales, no importa el pasado, una bala es la gran experiencia democrática. Debemos probar cada día que no somos hombres, somos guerreros, resistir, soportar el dolor y la incomodidad, no quejarse nunca, matar, apretar los dientes y no pensar, no averigües, obedece, para eso nos domaron como a los caballos, nos entrenaron a punta de patadas, insultos y humillaciones. No somos individuos, en este trágico teatro de la violencia somos máquinas al servicio de la chingada patria. Uno hace cualquier cosa por sobrevivir, me siento bien cuando he matado porque al menos por esta vez estoy vivo. Acepto la demencia y no intento explicarla, simplemente me aferro a mi arma y disparo. No pensar, para no confundirse y vacilar; si lo haces mueres, es la ley inequívoca de la guerra.

El enemigo no tiene cara, no es humano, es un animal, un monstruo, un demonio, si pudiera creerlo en el fondo del corazón sería más sencillo, pero Cyrus me enseñó a cuestionarlo todo, me obligó a llamar las cosas por sus nombres: matar, asesinar. Vine para sacudirme la indiferencia y sumergirme en algo apasionante, vine con una actitud cínica, dispuesto a coleccionar experiencias temerarias para darle sentido a mi vida. Vine por culpa de Hemingway, en busca de la hombría, del mito del macho, de una definición de masculinidad, orgulloso de los músculos y la resistencia adquirida en los entrenamientos, dispuesto a probar mi valor, porque en el fondo siempre sospeché que soy cobarde, y a probar mi fortaleza, porque estaba harto de que me traicionaran los sentimientos. Un rito de iniciación tardío. A los 28 años nadie viene a esta perdición.

Los primeros cuatro meses fueron como un juego fatídico, una apuesta constante contra mí mismo, me observaba desde cierta distancia y me juzgaba con ironía, me acosaba el pasado y buscaba los extremos del riesgo, el dolor, el cansancio, el embrutecimiento, y entonces, cuando alcanzaba el límite, no lo podía soportar. Las drogas ayudan. Pero de pronto un día desperté sintiéndome vivo, esencialmente vivo, más vivo de lo que nunca antes había estado, enamorado de esta hoguera que es la existencia. Comprendí que soy muy mortal, una cáscara de huevo, una insignificancia que en un instante se hace polvo y no queda ni el recuerdo. Cuando llegan los nuevos contingentes voy a mirar a los hombres, los examino con cuidado, he desarrollado un sexto sentido para leer las señales, sé quiénes morirán y quiénes tal vez no. Los más valentones y atrevidos morirán primero porque se creen invencibles, a esos los mata la soberbia. Los más asustados morirán también porque se paralizan o se trastornan, disparan a ciegas y pueden darle a un compañero, no conviene tenerlos cerca, traen mala suerte, no los quiero en mi pelotón. Los mejores se mantienen tranquilos, no corren riesgos inútiles, no tratan de ganar ni de llamar la atención, tienen una tremenda voluntad de v¡da. Me gustan los latinos, son callados y hoscos por fuera, como dinamita por dentro, explosivos, mortíferos, no les asusta la muerte. No sólo son bravos, también son buenos camaradas. Trago a puñados las píldoras de anfetaminas, todas juntas, un garrotazo en el estómago, el gusto amargo en la boca, hablo tan rápido que no sé lo que digo, al poco rato no puedo hablar, masco chicle para no mascarme la lengua, después me aturdo de alcohol y somníferos para poder dormir un poco. Sueño con ríos de sangre, mareja das de gasolina en llamas, heridas abiertas, labios de mujer, vulvas, pilas de muertos, cabezas decapitadas, niños ardiendo en napalm, esas repugnantes fotografías que coleccionan los soldados, todo en rojo, sólo rojo.

He aprendido a dormir en fragmentos, cinco o diez minutos cada vez que puedo. tirado en cualquier parte, envuelto en mi poncho de plástico, siempre con los sentidos alerta. Se me ha desarrollado el oído, puedo escuchar las patas de un insecto arrastrándose por la tierra, y se me ha afinado el olfato; puedo oler a los guerrilleros a varios metros de distancia, comen salsa de pescado y cuando están asustados y transpiran el olor se reparte. ¿A qué olemos nosotros? A loción de afeitar, supongo, porque la bebemos como si fuera whisky, tiene cuarenta por ciento de alcohol. Cuando logro dormir un par de horas sin pesadillas quedo como nuevo, pero no siempre se puede. Si no estoy de guardia o en alguna misión, paso la noche en el campamento tiritando bajo un toldo ensopado de lluvia en una tienda fétida a orines, botas, humedad, restos de raciones descompuestas, sudor, escuchando las carreras diligentes de las ratas y las rutinas de los hombres, con mosquitos hasta en la boca. A veces despierto llorando como un imbécil; cómo se reiría de mí Juan José, cuántas veces me llevó a un rincón en el patio de la escuela para que los demás no me vieran llorar, cállate, gringo maricón, los hombres no lloran, me sacudía furioso y, como las amenazas lejos de resolver el problema lo empeoraban, optaba por suplicarme que por favor me callara, por lo que mas quieras, mano, antes que nos agarren a patadas a los dos por mujercitas. Para empezar a funcionar tomo aspirinas con café, frío, por supuesto, me fumo la primera yerba del día y antes de partir me zampo las anfetaminas.

Echo de menos una comida caliente, una ducha, una cerveza helada, estoy harto de estas raciones que nos lanzan desde el aire en paquetes azules y amarillos, frijoles con cochino y ensalada de fruta. Aquí vuelvo a ser como un niño, es una extraña sensación, no hay responsabilidades con uno mismo, no hay interrogantes, sólo obedecer, aunque en verdad me cuesta bastante, sirvo para dar órdenes, pero no para obedecerlas a ciegas, nunca seré un buen militar. Es fácil pasar desapercibido, borrarse como una sombra. A menos que uno cometa una estupidez descomunal los días transcurren uno detrás de otro con la única meta de sobrevivir, esta tremenda maquinaria invencible se hace cargo de todo, los de arriba toman las decisiones y se supone que saben hacerlo, no tengo preocupaciones, puedo desaparecer en las filas, soy igual a los demás, soy un número sin cara, sin pasado y sin futuro. Es como volverse loco, uno flota en un limbo de tiempo eterno y de espacios torcidos, nadie puede pedirme cuenta de nada, basta con cumplir mi trabajo y en lo demás puedo hacer lo que me dé la gana.

Nada más peligroso que sentirse superior, te quedas solo como un ombligo, me previno Juan José a través del humo de un pito de marihuana empapado en opio ese día en la playa. Cierto, lo único que te salva es la obstinada fraternidad de los soldados. Siento una lástima furiosa, ganas de llorar por el dolor acumulado, el propio y el ajeno, de coger una ametralladora y salir a matar, no aguanto las ganas de gritar hasta que reviente el universo entero, tengo un bramido inacabable atravesado en la garganta. Estás loco, mano, en la guerra no hay piedad.

Nos encontramos con Juan José en la playa en un par de días de permiso, un milagro que entre medio millón de combatientes estuviéramos en el mismo lugar al mismo tiempo. Nos estrechamos sin poder creer en tamaña casualidad, qué fantástica suerte venir a vemos aquí, mano, y nos palmoteábamos y reíamos, felices, olvidando por un momento dónde estábamos y para qué. Tratamos de ponemos al día del pasado, tarea imposible porque no nos veíamos desde hacía diez años, desde que él entró a las Fuerzas Armadas y andaba pavoneándose en su uniforme, mientras yo me había convertido en obrero de dólar cincuenta la hora.

Cada uno partió a lo suyo, él a su destino de soldado y yo a trabajar de lomo mojado por un año, hasta que Cyrus me obligó a salir del barrio. No pienso seguir en el pinche garaje de mi padre, hermano, me dijo Juan José en esa ocasión, mi viejo es un negrero, la milicia es lo mejor que puedo hacer, sirvo en esa chingadera hasta los treinta y ocho o cuarenta años, luego me jubilo con una buena pensión y el mundo es mío, mano, ¿qué otra cosa puedo hacer con mi color de piel y mi cara de indio? y además a las mujeres les encantan los uniformes. Nos reíamos como locos en la playa.

— ¿Te acuerdas cuando nos robábamos los cigarros de Pito–de–Lirio y el vino de misa del cura Larraguibel?, ¿y de las peleas con bosta de caballo?, ¿y cuando afeitamos a Oliver y le echamos mercurocromo y lo llevamos a la escuela con el cuento de que tenía peste bubónica?, ¿qué mierda es la peste bubónica, mano?, con ese cariño brusco y disimulado, esa rudeza salpicada de palabrotas y de buenas intenciones con que nos tratábamos desde niños. Me contó que se había enamorado de una muchacha vietnamita y al mostrarme la fotografía que guardaba en un sobre de plástico en su billetera se puso serio y le cambió la voz. Era una de esas instantáneas de mala calidad, con demasiada exposición, donde el rostro de la mujer parecía una luna pálida enmarcada por la sombra del cabello. Me llamaron la atención los ojos, pero el resto me pareció igual a tantas otras caras asiáticas que he visto en estos meses.

— Se llama Thui–me dijo.

— Es un nombre de duende.

— Significa agua.

Yo había oído rumores de mi amigo, los soldados hablan, corren chismes en susurros. Me confirmó lo que circulaba secretamente: una misión difícil, el oficial a cargo del pelotón era nuevo, se vieron rodeados, comenzó el fuego, cayeron cinco y el oficial ordenó retirarse sin llevarse a los heridos. Mira qué cabrón, mano, cómo íbamos a dejarlos allí, imagínate que fueras tú, yo no te abandonaría en manos del enemigo, eso fue lo que traté de explicarle, pero el hijo de su chingada madre estaba histérico, mano, sacó la pistola, nos amenazó, gritaba y movía los brazos sin control. Yo no esperé que se calmara, no había tiempo, le disparé a quemarropa. Cayó sin darse cuenta. Nos batimos en retirada cargando a los nuestros, como debe ser, mano. Los salvamos a todos menos a uno, que no tenía vuelta, se le habían vaciado las tripas. Pobre chavo, se sujetaba los intestinos con las manos y me miraba desesperado, no me dejes vivo, Buena Estrella no me dejes, suplicó… Y tuve que darle un tiro en la sien, que Dios me perdone.

Maldita chingadera esta, mano.

Los cuerpos debieran estar en bolsas con su nombre en una etiqueta, pero no siempre se cumplen las formalidades, falta tiempo o faltan bolsas, los cogen de las muñecas y los tobillos y los tiran dentro de los helicópteros, o los amarran como paquetes, envueltos en sus ponchos, cubiertos de moscas; en unas cuantas horas los cadáveres están hinchados, deformes, comidos por las larvas, hirviendo en el caldo de la descomposición.

Los helicópteros son pájaros de hacer viento, aterrizan en un tornado levantando el polvo, los desperdicios y el barro inmundo a treinta metros a la redonda. Cuando los muertos han estado muchas horas esperando en el calor o la lluvia, salen trozos de carne en el remolino y si estás cerca te pueden dar en la cara. En la montaña me negué a subir los cuerpos. Ayudé a los heridos, pero después me volví de piedra y nadie se atrevió a darme órdenes, parece que yo estaba más allá de la vida y de la muerte, desquiciado. Crisis nerviosa, brote psicótico, no me acuerdo el nombre que le dieron.

Lavan los helicópteros con manguera, pero el olor no desaparece. Tampoco el eco de los gritos, los muertos jamás se van del todo. No estoy llorando, es la maldita alergia o el humo, vaya uno a saber, ando siempre con los ojos irritados, uno vive respirando porquería. Cada vez doy gracias por no ser yo uno de los que viajan en bolsas de plástico, o peor aún, uno de los otros, los que llevan el pecho abierto como una fruta reventada, muñones rojos donde tenían los brazos o las piernas, pero todavía viven y tal vez sigan haciéndolo por muchos años, perseguidos siempre por los malos recuerdos. Gracias por estar aún vivo, gracias Dios mío, gritaba en inglés, allá en la montaña, ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, agregaba en español, pero nadie me escuchaba, ni yo mismo me podía oír entre el fuego de la batalla y los aullidos de los heridos, chingada–madre–de–dios sácame vivo de aquí, clamaba con el escapulario de la Virgen de Guadalupe al cuello, un trapito negro y duro por la sangre seca de Juan José. Me lo dio un capellán varias semanas después que mataron a mi hermano. Le tocó cerrarle los ojos, me dijo que ya tenía el color gris de los fantasmas cuando se quitó el escapulario y le pidió que me lo entregara para darme suerte, a ver si yo salía con vida de aquí. ¿Cuáles fueron sus últimas palabras? fue lo único que se me ocurrió preguntarle al capellán. Sujéteme, padre, que me estoy cayendo, sujéteme porque allá abajo está muy oscuro, fue lo último que dijiste, mano, y yo no estaba allí para oírte ni para sujetarte firme y arrebatarte a la muerte a tirones. ¡mierda, maldita mierda! ¡De qué te sirvió el escapulario, mano!

Uno pierde la fe aquí, pero se pone supersticioso y empieza a ver signos fatídicos por todas partes: los martes son de mala suerte, hace justo siete días que no pasa nada, es la calma antes de la tormenta; los aviones siempre caen de a tres y hoy ya cayeron dos… Vivirás hasta viejo, Greg, tendrás tiempo de cometer muchos errores, de arrepentirte de algunos y de sufrir como un condenado, no será una vida fácil, pero te garantizo que será larga, así está escrito en las líneas de tu mano y en los naipes del Tarot, me juró Olga, pero puede haberlo inventado, ella no sabe nada, es una charlatana peor que mi padre, peor que todos los adivinos y vendedores de amuletos de este condenado país. A Juan José Morales le dijo lo mismo y se lo creyó, hay que ver qué pendejo eras, mano. Estaba seguro de su buena suerte, por lo mismo no se cuidaba, su confianza era tan contagiosa que dos tipos de su pelotón hacían lo posible por no despegarse de su lado, convencidos de que junto a él estaban a salvo. Ahora ninguno de los tres puede ir donde Olga a reclamarle nada.

La jungla está llena de rumores, de chillidos de animales, de patas, de roces, de murmullos, en cambio el bosque es silencioso, un silencio opaco. Supongo que desde el aire todo parece purificado por el fuego, limpio, pero abajo es el infierno. Con el tiempo uno se acostumbra: la peor perversión, lo más obsceno de la guerra, es que a uno le parece normal. Al principio estuve ofuscado, después eufórico, pero siempre con la conciencia dormida. Ahora, en la aldea, volví a pensar. En la batalla no hay que pensar, uno se transforma en una máquina de estropicio y muerte. Nadie quiere a los tipos educados, críticos, con conciencia, sólo sirven los machos reventados de testos–terona, los negros analfabetos, los bandidos latinos, los criminales que sacan de las prisiones para traerlos, los tipos como yo son un lastre. Después de cada misión, me palpitan los músculos, no puedo controlar las manos, tengo los dientes apretados y un tic en la cara, es como una sonrisa demente, muchos la tienen igual, después se pasa, dicen. En estos meses me he acostumbrado a los huesos empapados, los pies en carne viva dentro de las botas, los dedos agarrotados en el arma, esa sensación constante de estar rodeado de sombras, de esperar el tiro de gracia que vendrá en cualquier instante de cualquier lado, contando los pasos que faltan para alcanzar aquel arbusto, los minutos para llegar al río, las horas para cumplir este turno, los días para completar mi tiempo y regresar a casa. Contando los segundos de vida y sacando la cuenta que con mucha suerte la próxima ráfaga de metralla matará a un compañero, no a mí. Y preguntándome qué mierda hago aquí, sin querer admitir ni en lo más profundo de lo profundo la extraña fascinación de la violencia, este vértigo de la guerra.

Aquella madrugada en la montaña cuando empezó a aclarar, vimos que sólo nueve quedábamos vivos, los muertos y los heridos no se podían contar. Habíamos peleado toda la noche. Con la primera luz de la mañana llegaron los bombarderos y rociaron las laderas, obligando a los guerrilleros a retirarse, y después aterrizaron los helicópteros. El ruido de los motores fue música para mí, los latidos del corazón de mi madre cuando aún no nacía, tic–tac–tic–tac, vida. Oremos, dice el capellán metodista y los otros cantan Aleluya mientras yo canto Oh, Susana; confiésate, hijo, me dice el capellán católico y yo le digo que se vaya a confesar a la chingada madre que lo parió, pero luego me arrepiento, no vaya a ser que me caiga un rayo, como decía el Padre Larraguibel, y me pille en pecado mortal. No temas, Dios está contigo. En el sermón del domingo leyeron la historia de Job. Agobiado por las desgracias con que lo prueba el Señor, Job dice «lo que temo, eso me llega, lo que me atemoriza, eso me coge, no tengo descanso; se ha adueñado de mí la turbación». No pienses cosas feas, mano, porque ocurren, no hay que llamar a la mala muerte con el pensamiento, me aconsejaba Juan José Morales, siempre riéndose. Buena Estrella, lo llamaban a Juan José, Buena Estrella Morales.

Y el humo, claro. Tengo la mente en brumas. Humo de tabaco, de yerba, de haschich y de cuanta porquería fumo, neblina de los amaneceres fríos en las montañas y del vapor quemante de los valles al mediodía, polución de los motores y polvo, humareda fétida de napalm, de fósforo, de los incontables explosivos y del incendio sin principio ni fin que está convirtiendo este país en un desierto cruzado de negras cicatrices. Toda clase de humo de todos colores. Desde arriba deben parecer nubes y a veces lo son, aquí abajo es parte del miedo. No podemos detenemos ni un instante, nadie puede, si nos movemos tenemos la ilusión de burlar a la muerte, corremos como ratas envenenadas. El enemigo, en cambio, está quieto, no malgasta angustia, espera calladamente, tiene varias generaciones de entrenamiento para el dolor, imposible descifrar la expresión inmutable de esas caras. Estos cabrones no sienten nada, son como sapos de laboratorio, me dijo un Marine que se especializa en arrancar confesiones. Nosotros nos movilizarnos enloquecidos por vivir y en el camino nos encontramos cara a cara con la muerte. Ellos se arrastran silenciosos en sus túneles, se mimetizan con el follaje, desaparecen en un instante, tienen ojos para ver de noche. Nunca estamos a salvo. Saca la cuenta, me dijo Juan José Morales, ¿cuántos hombres han venido a esta chingadera y cuántas son las bajas? El porcentaje es insignificante, mano, vamos a salir enteros, no te preocupes. Supongo que tenía razón y la mayoría de nosotros vivirá para contarlo, pero aquí sólo pensamos en los muertos y en las historias atroces de los sobrevivientes. Sí, muchos salen ilesos en apariencia, pero ninguno vuelve a ser el de antes, quedamos marcados para siempre, pero a quién le importa, de cualquier modo somos basura, ésta es una guerra de negros y de blancos pobres, muchachos del campo, de los pueblos pequeños, de los barrios más míseros, los señoritos no están en las primeras filas, sus padres se las arreglan para mantenerlos en casa o sus tíos coroneles los mandan a terreno seguro. Mi madre sostiene que la más grave perversidad es el racismo, Cyrus decía que es la injusticia de clases, los dos tienen razón, supongo, ni a la hora de ir a la guerra somos iguales. No se aceptan mexicanos ni perros, anunciaban no hace tanto en algunos restaurantes; sólo para blancos, estaba escrito en los baños públicos; aquí, en cambio, los de color son bienvenidos, muy bienvenidos, pero detrás de la aparente camaradería arde el rencor de raza, blancos con blancos, negros con negros, latinos con latinos, asiáticos con asiáticos, cada uno con su lenguaje, su música, sus ritos, sus supersticiones. En los campamentos los barrios tienen fronteras inviolables, yo no me atrevería a meterme en el de los negros sin ir invitado, igual que en el ghetto donde me crié, nada ha cambiado. Cada uno tiene su cuento pero yo no quiero oírlo, tampoco quiero amigos, no puedo darme el lujo de tomarle cariño a alguien y después verlo morir, como Juan José, o ese pobre chico de Kansas allá en la montaña, sólo deseo cumplir con mí trabajo, hacer mi tiempo y salir con vida. Rezo por una herida grave para que me devuelvan a casa, pero no tanto como para quedar inválido. Que al menos no me den en las bolas, decía en cada vuelo un piloto de helicóptero, un alegre mulato de Alabama que regresó a su pueblo cargado de medallas y en una silla de ruedas. Eso nunca me pasará a mí, lo de las medallas, decía yo, y me dieron una porque me volví loco, soy un héroe de guerra, tengo una pinche estrella de plata, no era mi intención hacer nada más allá del deber. siempre he dicho que es preferible vivir como un cobarde que morir como un tonto, pero por una de esas ironías ridículas ahora soy un chingado héroe. Primera lección del barrio: no hay mérito alguno en el heroísmo, sólo en la sobrevivencia. Ay, Juan José, ¿cómo no lo sabías si tú mismo me lo enseñaste cuando éramos un par de chavos moqui–llentos? Y ahora cómo les explico a tus padres y a tus hermanos, cómo diablos puedo mirar a la cara a tu madre y a Carmen, cómo les digo la verdad, tendré que mentirles, hermano, y seguiré mintiéndoles siempre porque no tengo cara para decirles que te pulverizaron medio cuerpo y que esas condecoraciones ganadas a punta de coraje, que seguro le habrán entregado a tu madre para colgar en la pared de la sala, son sólo estrellas de latón pintado y a la hora de morir gritando nada significan.

Conozco la violencia, es una fiera desquiciada, inútil razonar con ella, hay que tratar de engañarla. Envidio a los pilotos, arriba desapareces con más elegancia, te caes como una piedra o explotas en un millón de fragmentos, sin tiempo ni para rezar, como Martínez cuando lo cogió el tren, pachuco cabrón, ya ni siquiera lo odio, en cambio aquí abajo con la infantería te pueden despachar de mil maneras, ensartado en los palos afilados de una trampa, decapitado de un machetazo, reventado por una granada o una mina, partido en dos por una ráfaga de metralla, convertido en una antorcha, y eso sin contar todas las muertes ingeniosas en caso de caer prisionero. Cavar un hoyo en la tierra y esconderme allí hasta que esto termine, refugiarme en una madriguera, como hacía con Oliver cuando era chico. ¿Por qué no me tocó un trabajo de escritorio? hay muchos tipos que pasan la guerra debajo de un ventilador; si hubiera sido más astuto no estaría aquí, habría hecho el servicio cuando me salí de la secundaria, por ejemplo, en vez de partirme los huesos como el más bajo de los peones, en ese tiempo nadie hablaba de guerra todavía. Y ahora aquí estoy como un cretino, a una edad en que nadie viene a esta perdición, me siento como el abuelo de estos jodidos niños en uniforme de camuflaje. No me interesa terminar con los huesos carcomidos bajo una cruz del cementerio militar, uno más entre miles iguales, prefiero morir de viejo en los brazos de Carmen. Vaya, no había pensado en Carmen en mucho tiempo. ¿Por qué dije Carmen y no dije Samantha? ¿Por qué me vino este destello a la mente? En su última carta me anunció otro pretendiente, chino o japonés parece que dijo, no lo nombra ¿quién será esta vez? Tiene verdadero talento para escoger lo que menos le conviene, debe ser un comeflor harapiento y melenudo; también en Europa los hay por montones. En la última foto que me mandó, aparece de pie ante la catedral de Barcelona vestida de bailadora flamenca o algo por el estilo, no soy ningún puritano, pero me acordé de Pedro Morales y le escribí di–ciéndole que ya no tiene edad para esas chiquilladas, que se quite esos trapos y se ponga un sostén, en fin, qué me importa, es cosa suya, que se joda por tonta. Carmen… me gustaría oírte la voz, Carmen. Temo haberme desquiciado por completo, haber perdido la noción del bien y del mal, de la decencia. Me he acostumbrado tanto a la infamia que no puedo imaginar la realidad sin ella. Trato de recordar cómo se divierten los amigos, cómo se comparte un desayuno familiar, cómo se le habla a una mujer en una primera cita, pero todo eso se esfumó y creo que no volverá nunca más. El pasado es un torbellino de ráfagas borrosas, los concursos de baile con Carmen, mi madre en su sillón de mimbre escuchando la ópera, el duelo con Martínez que me convirtió en un pinche héroe de la escuela, carajo, hay que ver las tonterías que uno hace a esa edad, ninguna muchacha se me resistía y cuando compré el Buick me rogaban, yo era más pobre que ratón de sacristía, pero conseguí ese destartalado cacharro, al volante me sentía como un jeque y en el asiento de atrás cometí no sé cuántos desvaríos pecaminosos. No pasábamos de los manoseos, por supuesto, uno atacaba y la chica se defendía sin entusiasmo, no debía colaborar con su propia seducción aunque se muriera de ganas, unas calenturas que más parecían peleas de gatos y nos dejaban a ambos extenuados, acabar afuera, no sea cosa de embarazarla, si te acuestas con ella te tienes que casar, eres un caballero ¿no?, sólo Ernestina Pereda lo hacía con todos, bendita Ernestina Pereda, Dios te guarde santa Ernestina, a ti te gustaba a rabiar, pero después llorabas y había que jurarte guardar el secreto, un secreto a voces, todos lo sabíamos y nos aprovechábamos de tu ardor y tu generosidad, si no hubiera sido por ti se me habría emponzoñado la sangre de tantas obsesiones.

Aquí las mujeres son como niñas impúberes, diminutas, unos mon–toncitos de huesos, no tienen pechos ni vellos por ninguna parte y están siempre tristes, suscitan más compasión que ganas de acostarse, lo único abundantes el cabello largo, esas melenas lisas y oscuras con fulgores azules. Lo hice con una chica en un cuarto lleno de gente, la familia comía en un rincón y un niño lloraba dentro de una caja de suministros del ejército, nosotros en la cama, separados del resto por una cortina raída, ella me recitaba una retahíla de obscenidades en inglés aprendida de memoria, seguro hay un manual para porquerías, el Alto Mando piensa en cada detalle, si hay manuales para el uso de las letrinas, por qué no harían otro para entrenar prostitutas, mal que mal se trata de los buenos muchachos, el corazón de la patria, ¿no? Cállate, desgraciada, le rogué, pero no me entendió o no le dio la gana callarse y su familia hablaba al otro lado de la cortina y el bebé seguía llorando. Recordé de pronto algo que vi a los cinco años en un pueblo polvoriento del sur, dos hombres violando a una negrita, dos gigantes estrujando a una infeliz criatura tan flaca y tan pequeña como la que estaba conmigo, y me sentí como uno de ellos, enorme y satánico, y las ganas se me fueron, me desinflé por completo, no sé por qué me acordé en ese momento de algo ocurrido hace. más de veinte años al otro lado del planeta. Leo Galupi, ese bellaco encantador, me llevó a ver a la Abuela, una de las curiosidades de por aquí, una mujer inmemorial cruzada de arrugas que se arrastra bajo las mesas del bar ofreciendo sus servicios, es una maestra, dicen, después de pasar por sus mandíbulas de chimpancé uno se pone exigente: se le dan diez dólares y no hay que ocuparse de nada, ella se encarga de todo, después hasta te limpia y te sube el cierre, va por turnos agasajando a cada uno de los parroquianos, afanada bajo la mesa, mientras los demás siguen bebiendo y jugando naipes y contando chistes vulgares. Yo no pude, me venció la repugnancia o la lástima. La Abuela tiene el pelo casi blanco, una anciana nada venerable con bíceps de Charles Atlas y unos cuantos dientes afilados como serrucho, en cualquier momento hará lo que todos tememos, arrancarle a alguno el pito de un violen to tarascón, ese riesgo es parte del juego, cada cliente teme que justo cuando le toque a él la vieja se decida y zás! Aquí en la aldea he vuelto a sentirme como un hombre. Me invitan por tumos, un día en cada casa, cocinan para mí y la familia se instala a mi alrededor para verme comer, todos sonrientes, orgullosos de alimentarme aunque no alcance para ellos. Y yo he aprendido a aceptar lo que me ofrecen y agradecerlo sin exageraciones, para no ofenderlos. Nada más difícil que recibir con sencillez, ya no lo recordaba, desde los tiempos en casa de los Morales no me habían dado sin esperar algo a cambio, para mí ha sido una lección de cariño y de humildad, es imposible pasar por la vida sin deberle nada a nadie. A veces uno de los hombres me toma de la mano, como una novia, y también he aprendido a no retirar la mía. Al principio me avergonzaba, los hombres no se tocan, los hombres no lloran, los hombres no se conmueven, los hombres, los hombres… ¿Cuánto hacía que alguien me tocaba por pura simpatía, por amistad? No debo ablandarme, abrirme, confiar, si te descuidas, mueres.

No pensar, lo más importante es no ponerse a cavilar, si uno imagina la muerte, sucede, es como una premonición, pero no puedo dejar de hacerlo, tengo la cabeza llena de visiones de muerte, de palabras de muerte. Quiero pensar en la vida…

A finales de febrero la compañía se encontraba en la cima de una montaña con órdenes de defender el lugar a cualquier costo. En la investigación posterior no quedó clara la razón por la cual los hombres debían resistir como lo hicieron, pero la burocracia y el tiempo se encargaron de tapar el asunto con un manto de olvido.

Aquí vamos a morir todos, le dijo temblando un muchacho de Kansas a Gregory Reeves. No era su bautizo de fuego, llevaba meses en el frente, pero tuvo la corazonada certera del final y calculó que apenas tuvo tiempo de tomarle el gusto a la vida, había cumplido veinte años hacía menos de una semana. No vas a morir, no hables de eso, lo sacudió Reeves. Los soldados aguardaron, cavando trincheras y amontonando sacos de tierra y piedras para formar una barricada, no tanto por la esperanza de protegerse, sino para distraer el miedo y mantenerse ocupados, pero de todos modos la espera se hizo eterna, tensos, angustiados, las armas empuñadas, consumiéndose de frío después de la puesta de sol y de calor en el día. El ataque se produjo de noche y desde el primer momento supieron que estaban ante un enemigo diez veces más numeroso y que no había escapatoria. Pocas horas después el campamento era un enclave desesperado donde un puñado de hombres aún se mantenía disparando, rodeados por los cuerpos de más de cien compañeros desparramados en las laderas. En el fulgor anaranjado de una explosión Gregory Reeves alcanzó a ver al soldado de Kansas que volaba por el aire al otro lado de la barricada y sin saber lo que hacía ni por qué, saltó por encima de los sacos y se arrastró hacia él en un infierno de fuego cruzado, de fulgurantes estallidos y de humareda irrespirable. Alcanzó a sostenerlo en sus brazos llamándolo por su nombre, no te preocupes, estoy aquí, no ha pasado nada, y sintió las manos aferradas a su ropa y su voz quebrada por los estertores de la agonía, y el olor del miedo, de la sangre y de la carne desgarrada, y en otro chispazo de otro estruendo le vio la muerte en los ojos y en el color de la piel y alcanzó a ver también que le faltaban las piernas, para abajo era un charco negruzco. No pasa nada, te llevaré al otro lado, en un rato vendrán los helicópteros y pronto estaremos tomando cerveza y celebrando, ánimo. No me dejes solo, por favor no me dejes solo, y Reeves sintió que a los dos los envolvían las tinieblas y quiso salvarlo de la desesperación, pero se le fue entre las manos como arena, se le desmigajó, se le hizo humo, y cuando tuvo el peso de la cabeza del hombre en su pecho y las manos lo soltaron y el último espasmo de sangre caliente le bañó el cuello, supo que algo se le había roto por dentro en un millón de fragmentos, un espejo pulverizado. Con cuidado colocó a su compañero en el suelo y enseguida lanzó su arma lejos. Entonces el sonido terrible de una inmensa campana, repicó dentro de él y un alarido metálico le salió de las entrañas y sacudió la noche y por un instante venció el fragor de los explosivos, congeló el tiempo y detuvo la marcha del mundo. Y siguió gritando y gritando hasta que no le quedó más aire ni más grito. Por fin se disipó el eco de la campana, pero el tiempo continuó alterado y a partir de ese instante hasta el amanecer todo sucedió en una sola imagen inmóvil e inmutable, una fotografía en blanco, negro y rojo en la^ cual los acontecimientos de la noche quedaron fijos para siempre. Él no está en ese sangriento mural. Se busca entre los cadáveres y los heridos, entre los sacos de tierra y en los surcos de las trincheras, pero no se encuentra. Ha desaparecido de su propia memoria. Uno de los hombres rescatados contó después que lo vio arrojar el arma y aullar de pie, con los dos brazos levantados, como si clamara por la próxima ráfaga de balas, y cuando vació ese largo bramido de los pulmones se volvió hacia él, que estaba a dos metros de distancia desangrándose sin dolor, lo cargó atravesado en su espalda y así caminó, sin cuidarse del fuego que zumbaba a su alrededor, en línea recta hacia la cumbre, donde cuatro manos se tendieron para recibir al herido. Gregory Reeves volvió atrás en busca de otro compañero caído y luego otro más y durante el resto de esa noche aciaga los transportó bajo la metralla cerrada, con la certeza de que mientras estuviera haciéndolo nada podía ocurrirle, era invulnerable. En su vida jamás había tenido antes y nunca tendría después esa sensación de poder absoluto. Al amanecer llegó ayuda. Los helicópteros se llevaron primero a los heridos, después a los nueve sobrevivientes y finalmente descargaron las bolsas de plástico para echar a los muertos. De los hombres que salvaron, ocho estaban extenuados de tensión y terror, temblando tanto en sus ropas ensopadas que no podían sostener el frasco en la mano para tomarse un trago de whisky, pero cuando los depositaron horas más tarde en la playa para que en tres días de diversión y relajo se recuperaran del horror, ya podían hablar de lo sucedido y contaron los detalles. Inmundos y excitados hasta la demencia, todos juntos, codo a codo, una familia de bandoleros desesperados, se abalanzaron como animales sobre las cervezas heladas y las hamburguesas calientes que no habían visto en meses, y cuando alguien quiso explicarles las normas armaron una camorra que por poco degenera en otra matanza. Cuando llegó la policía militar y les vieron las caras y supieron por lo que habían pasado, les quitaron las armas y los dejaron sueltos, a ver si un poco de agua salada y arena los devolvían al mundo de los vivos. El noveno sobreviviente, Gregory Reeves, fue el último en subir a un helicóptero, después de ayudar a los demás. Permaneció mudo y rígido en su asiento, con la vista fija al frente, surcos de profunda fatiga marcados en la cara, sin un rasguño y totalmente cubierto de sangre ajena. Tenía los nervios hechos añicos. No pudieron enviarlo a la playa, le pusieron una inyección y despertó dos días más tarde en un hospital de campaña, atado a la cama para que no se hiciera daño en el tumulto de las pesadillas. Le anunciaron que salvó la vida de once compañeros y por sus actos de extremo valor le habían otorgado una de las más altas condecoraciones. De acuerdo con los supersticiosos códigos de la guerra, los nueve sobrevivientes intactos de la masacre habían escamoteado el cuerpo a la muerte, pero ya estaban señalados. Juntos no tenían la menor posibilidad de escapar una segunda vez, pero separados tal vez podían continuar engañando al destino. Los enviaron a diferentes compañías, con el tácito acuerdo de que no se pondrían en contacto por un tiempo. Por otra parte, ninguno lo deseaba, a la euforia de haber sido rescatados siguió el terror de no poder explicarse por qué fueron los únicos afortunados entre más de cien hombres. Dos de los heridos se recuperaron en pocas semanas y Gregory Ree–ves se cruzó con ellos en un par de ocasiones. No le dirigieron la pa labra, fingieron no reconocerlo porque la deuda era demasiado grande, no podían pagarla y eso les creaba un sentimiento de vergüenza.

Habían pasado varios meses desde que Reeves puso los pies en Vietnam, cuando por fin sus superiores recordaron que hablaba la lengua nativa y el Servicio de Inteligencia lo envió a una aldea de las montañas, como enlace con las guerrillas aliadas. Su misión oficial era enseñar inglés en la escuela, pero ningún lugareño tenía la menor duda sobre la verdadera naturaleza de su trabajo, de modo que ni él mismo se dio la molestia de fingir. El primer día de clases llegó con su ametralladora en una mano y un maletín con libros en la otra, cruzó la sala sin mirar hacia los lados, depositó el portadocumentos sobre la mesa y se volvió hacia sus alumnos. Veinte hombres de diferentes edades, doblados en una profunda reverencia, lo saludaban. No se inclinaban ante él, sino ante el maestro, por el respeto ancestral de ese pueblo ante el conocimiento. Sintió un golpe de sangre en la cara, en ningún momento de la guerra había sentido tanta responsabilidad como entonces. Lentamente se quitó el arma del hombro y caminó hasta la pared, para colgarla de una percha, luego regresó al pizarrón y se inclinó a su vez para saludar a los alumnos, agradeciendo calladamente sus doce años de escuela y siete de universidad. El curso de inglés que en principio era sólo una pantalla para recopilar información, desde el primer día se convirtió en un deber apremiante para él, la única forma de retribuir en algo a los aldeanos lo mucho que de ellos recibía.

Se alojaba en una casa modesta, pero fresca y cómoda, que había pertenecido a un funcionario del gobierno francés, una de las pocas en varias millas a la redonda que disponía de una letrina al fondo del patio. Las carreras de gatos y ratones en el techo terminaron por resultarle tan familiares que cuando por momentos se callaban en la noche, despertaba sobresaltado. Disponía de mucho tiempo para preparar sus clases, en verdad había muy poco que hacer, la misión militar era cosa de broma, la guerrilla aliada resultó ser una sombra impredecible. Los esporádicos contactos eran surrealistas y sus informes terminaron por convertirse en ejercicios de adivinación. Se comunicaba diariamente por radio con su batallón, pero rara vez podía ofrecer novedades. Estaba en plena zona de combate, sin embargo a ratos la guerra daba la impresión de ser un cuento de otra parte. Caminaba entre las casas con sus techos de paja, pisando el barro y los excrementos de cerdo, saludando a cada uno por su nombre, ayudando a los campesinos a mover los pesados arados de madera tirados por búfalos para preparar los plantíos de arroz, a las mujeres que iban con su recua de niños a buscar agua en grandes cántaros, a los chiquillos a encumbrar cometas y hacer pelotas de trapo. En las noches vibraban los cantos de las madres meciendo a sus criaturas y las voces de los hombres en su idioma de trinos y murmullos. Esos sonidos marcaban el ritmo de las horas, eran la música del pueblo. También volvió a escuchar su propia música por primera vez en una eternidad, se instalaba con sus cintas de conciertos y durante algunas horas imaginaba que la guerra era sólo un mal sueño.

Le parecía haber nacido entre esa gente tolerante y dulce, capaz sin embargo de empuñar un arma y dejar la piel por defender su tierra. Al poco tiempo hablaba el idioma con fluidez, aunque con un acento áspero que provocaba alegres risotadas; pero nunca en la sala de clase. Aquellos que lo trataban con familiaridad cuando lo invitaban a comer, lo saludaban con zalemas en la escuela. Jugaba naipes con un grupo de hombres por las noches y la norma era lanzarse pullas en verdaderos duelos verbales de humor sarcástico, en los cuales llevaba todas las de perder, porque en lo que se demoraba en traducir el chiste los demás ya estaban en otra cosa. Debía ser cuidadoso en el trato, había un límite incierto entre las bromas habituales y un protocolo inviolable impuesto por el respeto y las buenas maneras. En apariencia se comportaban como iguales, pero había un complejo y sutil sistema de jerarquías, cada cual velaba por su honor con orgullosa determinación. Eran hospitalarios y amistosos, así como las puertas de las casas estaban siempre abiertas para Reeves, del mismo modo llegaban visitantes a la suya sin previo aviso y se quedaban horas y horas en amena charla. La habilidad para contar historias constituía el rasgo más apreciado, había entre ellos un anciano narrador capaz de arrastrar al auditorio por el cielo o el infierno, de conmover a los hombres más bravos con sus cuentos sentimentales, sus complicados relatos de doncellas en peligro y de hijos en desgracia. Cuando callaba todos quedaban en silencio por un largo momento y enseguida el mismo viejo lanzaba la primera risotada burlándose de sus oyentes, embaucados como niños por la magia de sus palabras.

Reeves se sentía rodeado de amigos, un miembro más de una vasta familia. Pronto dejó de percibirse a sí mismo como un gigante blanco, olvidó las diferencias de tamaño, cultura, raza, lengua y propósitos, y se abandonó al placer de ser como todos. Una noche se sorprendió mirando la bóveda negra del cielo y sonriendo ante la evidencia de que allí, en ese remoto villorrio asiático, era el único lugar donde se había sentido aceptado como parte de una comunidad en casi treinta años de vida.

Escribió a Timothy Duane pidiéndole una lista de materiales para sus clases porque sus textos eran infantiles y anticuados, y se puso en contacto con una escuela secundaria en San Francisco para que sus estudiantes intercambiaran cartas con los muchachos americanos. Sus alumnos contaron sus vidas en un par de páginas escritas en su laborioso inglés y semanas más tarde recibieron una bolsa con las respuestas de los Estados Unidos. Esa tarde hubo una fiesta para celebrar el acontecimiento. Entre otras cosas Timothy Duane mandó una máscara para ilustrar la tradición anual de Halloween, de goma con facciones de gorila, pelos verdes, dentadura de tiburón y unas orejas en punta que se movían como gelatina. Reeves se la colocó, se cubrió el cuerpo con una sábana y salió dando saltos por la calle con una antorcha encendida en cada mano sin imaginar el terrorífico efecto de su broma. Se armó un alboroto comparable al provocado por un ataque aéreo, mujeres y niños escaparon hacia la selva con una ensordecedora gritadera y los hombres que lograron sobreponerse al espanto se organizaron para atacar al monstruo a palos. El gorila debió correr por su vida, enredado en la sábana. mientras procuraba arrancarse el disfraz a tirones. Logró identificarse justo a tiempo, pero no antes de recibir unos cuantos piedrazos. La máscara se convirtió en el trofeo más apreciado por la gente, los curiosos hacían fila para admirarla de cerca y tocarla con un dedo vacilante. Reeves pensó darla de premio al mejor alumno de su curso, pero ante semejante estímulo muchos sacaron la nota máxima, de modo que optó por entregar aquel tesoro a la comunidad. El rostro de King Kong terminó en la Casa Municipal, junto a una bandera ensangrentada, un botiquín de primeros auxilios, una radio emisora y otras reliquias. En retribución le regalaron al maestro de inglés un pequeño dragón de madera, símbolo de prosperidad y buena suerte, que comparado con el monstruo de goma parecía un querubín.

La ilusoria tranquilidad de esos meses en el villorrio terminó para Reeves antes de lo previsto. Los primeros síntomas fueron similares a los de una disentería, culpó al agua contaminada y a las extrañas comidas, y se limitó a pedir un medicamento por radio. Le enviaron una caja con varios frascos y una hoja impresa con instrucciones. Empezó a hervir el agua, trató de rechazar las invitaciones sin ser ofensivo y se administró los remedios metódicamente. Por unos días se sintió mejor, pero luego regresó el malestar con mayor fuerza. Pensó que era la resaca del mal anterior y no se preocupó, dispuesto a matar el virus con indiferencia, no era cosa de lloriquear como una vieja, los hombres no se quejan, mano, pero empeoraba a ojos vista, bajó de peso, no podía con sus huesos, le costaba un esfuerzo descomunal levantarse de la cama y fijar la vista en las letras para preparar sus clases o revisar las tareas de sus alumnos. Se quedaba con la tiza en la mano, sin ánimo para mover el brazo, mirando la negra superficie del pizarrón con aire atontado, sin saber que significaban las patas de gallina escritas por él mismo ni qué era ese calor abrasante consumiéndolo por dentro. Is this pencil red? no, this pencil is blue, y no lograba recordar de cuál lápiz se trataba ni a quién le podía importar un cuerno que fuera rojo o azul. En menos de dos meses perdió dieciocho kilos y cuando alguien comentó que se estaba reduciendo de tamaño y poniéndose color de calabaza. replicó con una sonrisa débil que un buen espía debía mimetizarse en el ambiente. Para entonces ya nadie en el pueblo hacía misterio de sus mensajes en clave y él mismo se permitía chistes al respecto. La gente consideraba su presencia como una inevitable consecuencia de la guerra, no se trataba de algo personal, si no era Reeves, sería otro, no había escapatoria. De los incontables extranjeros que habían desfilado por allí, amigos o enemigos, ése era el único con el cual se sentían cómodos, le habían tomado cariño.

A veces aparecía un chiquillo a soplarle al oído que se avecinaba una noche de tormenta y sería conveniente mantener las luces apagadas, cerrar bien las puertas y no salir por ningún motivo. Por lo general el clima no parecía alterado, Reeves atisbaba la herradura lívida de la luna por una rendija de la ventana, escuchaba los gritos de pájaros nocturnos y hacía oídos sordos a otros tráficos en las callejuelas del villorrio. No informaba sobre esos episodios, sus superiores no entenderían que para sobrevivir la gente no podía más que doblegarse ante los más fuertes, de uno y otro lado. Una palabra suya sobre lisas extrañas noches de silenciosas diligencias y una expedición punitiva acabaría con sus amigos y dejaría el pueblo reducido a un montón de chozas calcinadas, tragedia que de ningún modo cambiaría los planes de los guerrilleros. La falta de noticias pareció sospechosa en su batallón y fueron a recogerlo para hacerle algunas preguntas personalmente.

Camino a la base se desmayó en el jeep y al llegar tuvieron que bajarlo entre dos hombres y arrastrarlo hasta una silla a la sombra. Le pasaron un botellón de agua que se bebió entero sin un respiro y enseguida vomitó. Los exámenes de sangre descartaron los males habituales y el médico, temiendo una infección contagiosa, lo mandó por avión directamente a un hospital de Hawai.

La experiencia del hospital fue decisiva para Gregory Reeves, porque tuvo ocasión de pensar en el futuro, lujo que hasta entonces desconocía. Rara vez había dispuesto de tanto tiempo sin actividad, se encontraba en una burbuja flotando en el vacío, las horas se le hacían eternas. En los meses de batalla había afinado los sentidos y ahora, en el relativo silencio de su cama de enfermo, se sobresaltaba cuando un termómetro caía sobre una bandeja metálica o se cerraba una puerta. Le molestaba el olor de comida, le daba náuseas el de medicamentos, y le producía arcadas incontrolables el de una herida. El roce de las sábanas era un suplicio para su piel y la comida sabía a arena en su boca. Lo alimentaron con sueros durante varios días y luego la paciencia de una enfermera, que le daba papillas de recién nacido a cucharadas, le devolvió el apetito. Los primeros días se concentró en sí mismo, los cinco sentidos puestos al servicio de sanarse, pendiente de los altibajos de sus males y las reacciones de su organismo, pero cuando se sintió mejor pudo mirar a su alrededor. Al desintoxicarse de las drogas con las cuales había funcionado desde el comienzo del servicio, se le despejó la neblina de la mente y una despiadada lucidez le permitió verse a sí mismo. Tendido de espaldas, con los ojos clavados en el ventilador del techo, pensaba que le tocó nacer entre los de abajo y hasta ese momento su vida había sido sólo trabajo y escasez. Logró salir del arrabal donde se crió y convertirse en abogado, más de lo obtenido por cualquiera de sus compañeros de infancia, pero no se libró del estigma de la pobreza. Su matrimonio no alivió esa sensación; los melindres y la abulia de su mujer que antes le producían curiosidad, ahora lo molestaban. Timothy Duane decía que el mundo se dividía en abejas reinas destinadas al placer y en obreras cuya misión era mantener a las primeras. La gente como Samantha y Timothy habían recibido todo antes de nacer, eran seres sin preocupaciones, siempre había alguien dispuesto a pagar sus cuentas, si la herencia no bastaba. Malditos sean, mascullaba al compararse con ellos. Juro que le quebraré la mano a la suerte, se repetía, procurando no pensar en que su suerte podría conducirlo al cementerio. No, eso no puede pasar, me quedan menos de dos meses, jamás me enviarán otra vez al frente, se consolaba. Sentía simpatía por los otros pacientes, perdedores, como él, pero le molestaban sus gemidos, sus lentos paseos arrastrando las zapatillas sobre el linóleo, sus mezquindades y miserias. Escuchaba esas mínimas conversaciones y quejas pensando que eran desechables, sólo un número en las listas administrativas, nada importante, bien podí an desaparecer mañana y no quedaría ni rastro de su paso por el mundo.

¿Y yo? ¿Me recordaría alguien? Nadie, no tengo mujer, ni hija que me lloren. tampoco mi madre. ¿Y Carmen? Todavía estará afligida por su hermano, adoraba a Juan José, el único que se mantuvo en contacto cuando los demás la repudiaron. Cuidado otra vez, ahora me estoy poniendo sentimental. La verdad es que me importa un ca–rajo ser recordado, lo que quiero es ser rico, tener poder. Mi padre lo tenía en el mundo de marginales donde se movía, era capaz de hipnotizar a una sala repleta y dejar a la gente convencida de que era el representante de la Suprema Inteligencia; nos hizo creer a todos que conocía los planes y reglamentos del universo, pero igual murió amarrado a una cama echando espumarajos de sangre por la boca y pus por veinte cráteres en la piel. loco de atar. Sé lo que estás murmurando, Cyrus, que sólo cuenta el poder moral. Tú eras buen ejemplo de eso, pero pasaste años encerrado en un ascensor sin aire ni luz, leyendo a hurtadillas y supongo que todavía anda tu ánima escarbando libracos. ¿De qué te sirvió ser tan buen hombre? A mí me diste mucho, no puedo negarlo, pero tú no tenías nada, vivías miserable y solo. Pedro Morales es otro hombre justo. Cuando yo era un chiquillo creía que era poderoso, temía su vozarrón de patriarca y su rostro pétreo de indio con dientes de oro. Pobre Pedro Morales, incapaz de matar una mosca, otra víctima en esta chingada sociedad; dicen que desde la partida de Carmen está acabado, ha envejecido y ahora se le suma la muerte de Juan José. Yo tendré el verdadero poder del dinero y del prestigio, ese que nunca vi en mi barrio, nadie me mirará para abajo ni me levantará la voz. Tu ánima en pena debe estar revolcándose con mi cinismo, Cyrus, trata de entender, el mundo es de los fuertes y ya estoy harto de andar en las filas de los débiles. Basta. Lo primero es curarme, no puedo levantar los brazos para pasarme un peine, me cuesta respirar y siento el cerebro a punto de hervir y eso nada tiene que ver con esta condenada enfermedad, viene de antes, me están consumiendo las alergias. No probaré más las drogas, me están matando, a lo más un poco de marihuana para soportar el día, pero nada de pastillas ni de inyectarme porquerías, debo regresar al mundo de los sanos. No seré otro veterano en silla de ruedas, alcohólico, drogado y vencido, ya hay muchos de ellos. Seré rico, carajo.

Los pensamientos se atropellaban en su mente, cerraba los ojos y veía una espiral de imágenes girando y girando, los abría y en la superficie gris del techo se proyectaban sus recuerdos. Le costaba mu cho dormir, en la noche se quedaba despierto en la oscuridad, luchando por pasar el aire a los pulmones.

Identificaron la infección, le administraron antibióticos y en tres semanas estaba en pie. Había recuperado peso pero nunca más tendría la fortaleza de antes y terminó por comprender que la musculatura nada tenía que ver con la hombría. Se atenuaron los efectos de la alergia, cedió el dolor de cabeza, ya no respiraba a borbotones ni tenía los ojos inyectados en sangre, pero aún se sentía débil y el menor esfuerzo le nublaba la vista. Incrédulo, un día escuchó al médico darlo de alta y recibió órdenes de regresar al frente. No imaginó que volvería a empuñar un arma, esperaba cumplir las semanas de servicio que le faltaban en alguna misión burocrática o de vuelta en la aldea. Lo llevaron a Saigón con dos días de permiso y órdenes terminantes de aprovechar esas cuarenta y ocho horas para acabar de afirmarse en las piernas. Aprovechó esas horas para buscar a Thui, la novia de Juan José Morales. Mediante algunas indagaciones de su amigo Leo Galupi, para quien el mundo carecía de secretos, logró ubicarla por teléfono y se dieron cita en un modesto restaurante. Gregory la esperaba angustiado, no tenía idea de cómo suavizar el golpe para darle la noticia de lo ocurrido.

Thui anunció que se vestiría de azul con un collar de cuentas blancas, para que la reconociera. Reeves la vio entrar al local y antes de acercarse se tomó unos segundos para examinarla a la distancia y domar los latidos precipitados de su corazón. La mujer no era bonita, tenía la piel sin luz, como si estuviera enferma, la nariz aplastada y las piernas cortas, lo único notable eran los ojos muy separados y oblicuos, dos perfectas almendras negras. Le tendió una mano pequeña, que desapareció en la de él, y lo saludó en un murmullo sin mirarlo a la cara. Se sentaron ante una mesa con cubierta de plástico, ella esperaba impasible con las manos sobre la falda y la vista baja, mientras él examinaba el menú con una dedicación absurda preguntándose por qué diablos la había llamado, ahora estaba en un lío y lo único que deseaba era escapar de allí. El mozo les trajo cervezas y un plato con un picadillo difícil de identificar, pero sin duda mortífero para un convaleciente de infección intestinal. El silencio se volvió incómodo, Gregory se palpaba el escapulario de la Virgen de Guadalupe bajo la camisa. Por fin Thui levantó los ojos y lo miró sin ninguna expresión.

— Ya lo sé–le dijo en su inglés machucado.

— ¿Qué? — y de inmediato lamentó haberlo preguntado.

— Lo de Juan José. Ya lo sé.

— Lo siento. No sé qué decirle, soy muy torpe para estas cosas… sé que ustedes se querían mucho. También yo le tenía cariño–balbuceó Gregory y la tristeza le cortó el discurso y sintió el alma llena de lágrimas imposibles de verter, mientras golpeaba la mesa con el puño. — ¿Qué puedo hacer por usted? — quiso saber ella. — Soy yo quien debe preguntarlo. Justamente por eso la llamé. Discúlpeme, debo parecerle un entrometido… ¿Juan José le habló de mí?

— Me habló de su familia y de su país. ¿Usted es su hermano, no? — Digamos que sí. También me habló de usted, Thui, me dijo que estaba enamorado por primera vez en su vida, que usted era una persona muy dulce y cuando terminara la guerra se casarían y se la llevaría a América. — Sí.

— ¿Necesita algo? A Juan José le gustaría que yo…

— Nada, gracias.

— ¿Dinero?

— No.

Se quedaron sin más que decirse por un buen rato y por último ella anunció que debía regresar a su trabajo y se puso de pie. Su cabeza apenas sobrepasaba unos cuantos centímetros la de Gregory, que aún estaba sentado. Le colocó su mano de niña en el hombro y sonrió, una sonrisa tenue y algo traviesa que acentuaba su aire de duende.

— No se preocupe, Juan José me dejó todo lo que necesito–dijo.

Miedo. Terror. Me estoy asfixiando de miedo, algo que no sentí en los meses anteriores, esto es nuevo. Antes estaba programado para esta chingadera, sabía qué hacer, no me fallaba el cuerpo, estaba siempre alerta, tenso, un verdadero soldado. Ahora soy un pobre tipo enfermo, crispado de impotencia, una bolsa de trapos. Muchos mueren en los últimos días de servicio porque se relajan o se asustan. Tengo miedo de morir en un instante, sin tiempo de despedirme de la luz, y otro miedo peor, el de morir lentamente. Miedo de la sangre, de mi propia sangre escapando en un manantial; del dolor, de sobrevivir mutilado, de volverme loco, de la sífilis y de otras pestes que nos contagian, de caer prisionero y terminar torturado dentro de una jaula de monos, que me trague la jungla, de dormirme y soñar, de acostumbrarme a matar, a la violencia, a las drogas, a la mugre, a las putas, a la obediencia estúpida, a los gritos. Y que después–si hay un después–no pueda andar por la calle como una persona nor mal y acabe violando ancianas en los parques o apuntando con un rifle a los niños en el patio de una escuela. Miedo de todo lo que me espera. Valiente es quien se mantiene sereno ante el peligro, me lo subrayaste en el libro, Cyrus, me decías que no fuera pusilánime, que el hombre noble no se desalienta y que vence al temor, pero esto es diferente, éstos no son peligros ilusorios, no son sombras ni monstruos de mi imaginación, es fuego de fin de mundo, Cyrus. Y rabia. Debiera sentir odio, pero a pesar de los entrenamientos, de la propaganda y de lo que veo y me cuentan, no puedo sentir el odio necesario; culpa de mi madre, tal vez, que me llenó la cabeza de prédicas Bahai, o culpa de mis amigos en la aldea, que me enseñaron a ver las similitudes y olvidar las diferencias. Nada de odio, pero sí mucha rabia, una ira tenaz contra todos, contra el enemigo, esos cabrones moviéndose bajo tierra como topos y multiplicándose a la misma velocidad en que los exterminamos, iguales en apariencia a los hombres y mujeres que me invitaban a comer a sus casas en la aldea. Rabia contra cada uno de los corruptos bastardos que se hacen ricos con esta guerra, contra los políticos y los generales, sus mapas y sus computadoras, su café caliente, sus mortíferos errores y su infinita soberbia; contra los burócratas y sus listas de bajas, números en largas columnas, bolsas de plástico en interminables hileras; contra los que se quedaron en sus casas y queman sus tarjetas de conscripción y también contra los que agitan banderas y nos aplauden cuando aparecemos en la pantalla del televisor y tampoco saben por qué nos estamos matando. Carne de cañón o heroicos defensores de la libertad, nos llaman los hijos de puta, ninguno puede pronunciar los nombres de los lugares donde nosotros caemos, pero todos opinan, todos tienen sus ideas al respecto. ¡Ideas así es lo que menos falta hace aquí, malditas ideas. Y rabia contra estas cataratas de agua, esta lluvia que todo lo ensopa y lo pudre, este clima de otro planeta donde nos congelamos y hervimos alternativamente, contra este país arrasado y su jungla desafiante. Estamos ganando, por supuesto, así me dice siempre Leo Galupi, el rey del mercado negro, que cumplió sus dos años y luego regresó a quedarse y no piensa marcharse nunca porque esta chingadera le encanta y además se está haciendo millonario vendiéndonos a nosotros marfiles de contrabando y a los otros nuestros calcetines y desodorantes. En cada escaramuza salimos vencedores, según Galupi, no sé por qué entonces tenemos esta sensación de derrota. El bien siempre triunfa, como en el cine, y nosotros somos los buenos ¿no? Controlamos el cielo y el mar, podemos reducir este país a cenizas y dejar en el mapa un solo cráter, un solo inmenso crematorio donde nada crecerá durante un millón de años, es cuestión de apretar el famoso botón, más fácil que en Hiroshima ¿se acuerda todavía, mamá, o ya se le olvidó? No ha vuelto a mencionarlo hace años, vieja ¿de qué habla ahora con el fantasma de mi padre? Esas bombas están pasadas de moda, tenemos otras que matan más y mejor, qué le parece, ¿eh? Pero las guerras no se ganan en el aire ni en el agua, se ganan sobre la tierra, palmo a palmo, hombre a hombre. Extrema brutalidad. Por qué no lanzamos un ataque nuclear a ver si podemos volver a casa de una vez por todas, dicen los Marines a la segunda cerveza. No quiero estar en estos alrededores cuando lo hagamos. No debo pensar en los amigos desaparecidos, los reventados, los caseríos en llamas, las masas de refugiados, los monjes ardiendo en gasolina; tampoco en Juan José Morales o el pobre muchacho de Kansas, ni acordarme de mi hija cada vez que veo una de estas criaturas llenas de cicatrices, ciegas, quemadas. En lo único que debo pensar es en salir con vida de aquí, no hay lugar para sentimentalismos, salir con vida, sólo eso. No puedo mirar a nadie a los ojos, estamos señalados por la muerte, me espantan los ojos vacíos de estos chicos de dieciocho años, todos con un negro abismo en la mirada.

Nos rodean, conocen nuestras mínimas intenciones, escuchan nuestros susurros, nos huelen, nos siguen, nos vigilan, esperan. Ellos no tienen alternativa: ganar o morir, no se preguntan qué mierda hacen aquí, han nacido en este suelo desde hace miles de años y pelean desde hace por lo menos cien. El chiquillo que nos vende fruta, la mujer sin orejas que nos guía a los burdeles, el anciano que quema la basura, todos son enemigos. O tal vez ninguno lo es. Durante tres meses en la aldea volví a ser un hombre, no un guerrero, un hombre, pero ahora soy otra vez un animal acosado. ¿Y si fuera una pesadilla? Una pesadilla… pronto despertaré en un desierto limpio, de la mano de mi padre, mirando el atardecer. Aquí los cielos son formidables, es lo único que la guerra aún no ha devastado. Los amaneceres son largos y el sol se mueve lentamente, naranja, púrpura, amarillo, el sol es un disco enorme de oro puro.

Nunca pensé que me enviarían de vuelta a este infierno, me queda sólo un mes, menos de un mes, exactamente veinticinco días. No quiero morir ahora, sería un final estúpido, no es posible haber sobrevivido a las pateaduras de los pandilleros del barrio, a las carreras contra un tren en marcha, a la masacre de la montaña y trece meses bajo el fuego para terminar sin pena ni gloria en una bolsa, exterminado en el último momento, como un idiota, No puede ser. Tal vez Olga tiene razón, tal vez soy diferente a los demás y por eso salí sa no y salvo de la montaña; soy invencible e inmortal. Eso cree todo el mundo, si no fuera así no podríamos seguir peleando, también Juan José se sintió inmortal. Suerte, karma, destino… Cuidado con esas palabras, las estoy empleando demasiado, no existe nada de eso, son patrañas de mi padre y de Olga para embaucar ignorantes. El destino se lo forja uno a golpes y trabajos, yo haré con mi existencia lo que me dé la gana… siempre que salga vivo y pueda volver a casa. ¿Y acaso eso no es suerte? El regreso no depende de mí, nada que haga o deje de hacer puede asegurarme que no perderé las piernas o los brazos o la vida en estos veinticinco días.

Inmaculada Morales comprendió que su marido estaba mal antes de su primer ataque, lo conocía bien y notó los cambios que él no percibía. Pedro gozaba de espléndida salud, como único medicamento de confianza usaba esencia de eucalipto para frotarse la espalda adolorida por exceso de trabajo y la única vez que le administraron anestesia fue para cambiarle los dientes sanos por otros de oro. No se conocía su edad exacta, había encargado su certificado de nacimiento a un falsificador en Tijuana, cuando llegó el momento de legalizar sus papeles de inmigración, y escogió la fecha al azar. Su mujer le calculaba más o menos cincuenta y cinco para la época en que Carmen se fue de la casa. Después de eso Pedro Morales no volvió a ser el mismo, se convirtió en un hombre taciturno, de expresión hieráti–ca, con quien la convivencia era difícil. Los hijos jamás cuestionaron su autoridad, no se les habría ocurrido desafiarlo o pedirle explicaciones. Tiempo después, cuando los mayores se casaron y le dieron nietos, se suavizó un poco su carácter, al ver a los niños balbuceando en media lengua y arrastrándose como cucarachas a sus pies sonreía como en los buenos tiempos. Inmaculada nunca pudo hablarle de Carmen. Lo intentó una vez y él estuvo a punto de golpearla; mira lo que me obligas a hacer, mujer! rugió al sorprenderse con el brazo alzado en el aire. A diferencia de tantos otros hombres del barrio, consideraba una cobardía pegarle a su compañera; con las hijas es muy diferente, decía, porque debía educarlas. A pesar de su anticuada severidad, Inmaculada adivinaba cuánta falta le hacía Carmen y se le ocurrió una forma para mantenerlo informado. Inició con Gregory Reeves una esporádica correspondencia en la cual el único tema era la muchacha ausente. Ella le enviaba tarjetas postales con flores y palomas para darle noticias de la familia, y su «hijo gringo» respondía comentando su última conversación telefónica con Carmen, así supo de los pormenores de la vida de su hija, su estadía en México, su viaje a Europa, sus amores, su trabajo.

Dejaba las tarjetas olvidadas donde el padre podía leerlas sin poner a prueba su orgullo ofendido. En esos años las costumbres cambiaron drásticamente y el tropezón de Carmen pasó a ser cosa de cada día, costaba mucho seguir recriminándola como si fuera un engendro de Satanás. Los embarazos fuera del matrimonio eran tema preferido de películas, seriales de televisión y novelas, en la vida real las actrices famosas tenían hijos sin que se supiera la identidad del padre, las feministas predicaban el derecho al aborto y los hippies copulaban en parques públicos a la vista de quien quisiera observarlos, de manera que ni siquiera el severo Padre Larraguibel entendía la intransigencia de Pedro Morales.

Ese miércoles aciago, dos jóvenes oficiales se presentaron a casa de la familia Morales; un par de muchachos asustados que intentaban ocultar su desazón tras la absurda rigidez de los soldados y la formalidad de un discurso muchas veces repetido. Traían la noticia de la muerte de Juan José. Habría un servicio religioso y si la familia estaba de acuerdo, el cuerpo sería sepultado dentro de una semana en el cementerio militar, dijeron, y entregaron a los padres las condecoraciones ganadas por su hijo en acciones heroicas más allá del deber. En la noche Pedro Morales sufrió el tercer ataque. Sintió una repentina debilidad en los huesos, como si el cuerpo se le hubiera puesto de cera blanda y se desplomó exangüe a los pies de su mujer, quien no pudo levantarlo para ponerlo en la cama ni se atrevió a dejarlo solo para pedir ayuda. Cuando Inmaculada vio que no respiraba le lanzó agua fría a la cara, pero el remedio no tuvo efecto alguno, entonces se acordó de un programa de televisión y procedió a darle aire boca a boca y a golpearle el pecho con los puños. Un minuto después su marido despertó mojado como un pato y apenas se le pasó el mareo bebió dos vasos de tequila y devoró medio pastel de manzana. Se negó a ir al hospital, seguro de que eran sólo nervios, el malestar se le pasaría durmiendo, dijo, y así fue. Al día siguiente se levantó temprano como de costumbre, abrió el taller y después de dar órdenes a los mecánicos, partió a comprar un traje negro para el funeral de su hijo. Del desmayo no le quedó más secuela que un fuerte dolor en las costillas que su mujer le había machucado a puñetazos. Ante la imposibilidad de llevarlo al médico, Inmaculada decidió consultar a Olga, con quien se había reconciliado después del trágico accidente de Carmen, porque comprendió que la curandera sólo quiso ayudarla. Conocía su larga experiencia, no se hubiera arriesgado a practicar un aborto tardío si no se hubiera tratado de la muchacha, a quien quería como a una sobrina. Las cosas habían salido mal, pero pensaba que no fue culpa suya sino la voluntad de Dios.

Olga ya sabía de la muerte de Juan José y se preparaba, como todo el barrio, para asistir a la misa del Padre Larraguibel. Las dos mujeres se abrazaron largamente y después se sentaron a tomar café y comentar los desvanecimientos de Pedro Morales. — No es el mismo de siempre. Se está adelgazando. Toma litros de limonada, ya debe tener huecos en la panza de tanto limón. No tiene fuerzas ni para regañarme, — con decirle que algunos días no va al taller.

— ¿Algo más? — Llora dormido.

— Don Pedro es muy macho, por eso no puede llorar despierto. Tiene el corazón lleno de lágrimas por la muerte de su hijo, es normal que se le salgan dormido.

— Esto empezó antes de lo de Juan José, que Dios lo tenga en Su Santo Seno.

— Una de dos: o se le ha descompuesto la sangre o lo que tiene es congoja.

— Yo creo que está muy enfermo. Así fue con mi madre ¿se acuerda de ella?

Olga la recordaba bien, hizo historia cuando salió por televisión al cumplir ciento cinco años. La abuela chiflada, que normalmente era una persona alegre, despertó una mañana bañada en llanto y no hubo forma de consolarla, se iba a morir y le daba lástima irse sola, le agradaba la compañía de su familia. Creía que aún se encontraba en su aldea en Zacatecas, nunca se enteró que había vivido treinta años en los Estados Unidos, sus nietos eran chicanos y más allá de los límites de su barrio se hablaba inglés. Planchó su mejor vestido porque pretendía ser enterrada con decencia, y se hizo conducir al camposanto para ubicar la tumba de sus antepasados. Los muchachos Morales habían encargado a toda prisa una lápida con los nombres de los padres de la señora y la colocaron estratégicamente para que pudiera verla con sus propios ojos. ¡Cómo se reproducen los muertos!, fue su único comentario al ver el tamaño del cementerio del condado.

En las próximas semanas siguió llorando su propia partida por anticipado, hasta consumirse como una vela y quedarse sin luz.

— Voy a darle jarabe de la Magdalena, es muy bueno en estos casos. Si don Pedro no mejora habrá que llevarlo a un médico–recomendó Olga-. Disculpe la intromisión, doñita, pero hacer el amor es saludable para el cuerpo y para el espíritu. Yo le recomiendo que sea cariñosa con él.

Inmaculada se sonrojó. Ese era un tema que jamás podría discutir con nadie.

— En su lugar yo también llamaría a Carmen para que vuelva. Ha pasado mucho tiempo y su padre la necesita. Es hora de hacer las paces.

— Mi marido no me lo perdonaría, doña Olga.

— Don Pedro acaba de perder un hijo ¿no le parece que sería un buen consuelo que resucitara la niña que considera muerta? Carmen siempre fue su favorita.

Inmaculada se llevó el jarabe de la Magdalena para no pecar de mal agradecida. No tenía demasiada fe en los brebajes de la adivina, pero confiaba a ciegas en su buen criterio como consejera. Cuando llegó a su casa tiró el frasco a la basura y buscó en la caja de lata donde guardaba las postales de Gregory Reeves hasta que encontró la última dirección de su hija.

Carmen Morales vivió cuatro años en ciudad de México. Los dos primeros fueron de tanta soledad y penurias que le tomó gusto a la lectura, lo que nunca imaginó posible. Al principio Gregory le enviaba novelas en inglés, pero luego se inscribió en una biblioteca pública y comenzó a leer en español. Allí conoció a un antropólogo veinte años mayor, quien la inició en el estudio de otras culturas y en el respeto por su herencia indígena. Tan fascinado estaba él con el escote de la muchacha como ella lo estaba por los conocimientos de su nuevo amigo.

En un comienzo Carmen se horrorizó del pasado de violencia y sangre de ese continente, no encontraba nada admirable en unos sacerdotes cubiertos de sangre seca ocupados en arrancar el corazón de las víctimas de sus sacrificios, pero el antropólogo le hizo ver el significado de aquellos rituales, le contó antiguas leyendas, le enseñó a descifrar jeroglíficos, la llevó a museos y le mostró tantos libros de arte, mantos de plumas, tapicerías, bajorrelieves y esculturas, que acabó apreciando esa estética feroz.

Su mayor interés eran los diseños y colores de telas, pinturas, cerámicas y ornamentos, se entretenía horas interpretándolos en un cuaderno de dibujo para aplicarlos en sus joyas.

De tanto andar juntos observando momias y escalofriantes estatuas aztecas, el antropólogo y su pupila se convirtieron en amantes. El le pidió que vivieran juntos para compartir amores y gastos, ella dejó el cuartucho pestilente donde había sobrevivido hasta entonces y se trasladó al apartamento de su enamorado en pleno centro de la ciudad.

La contaminación del aire era alarmante, a veces los pájaros caían muertos del cielo, pero al menos disponía de un baño con agua caliente y una habitación asoleada donde instaló su taller de orfebrería. Creyó haber encontrado la felicidad e imaginó que podría adquirir sabiduría por contacto físico, estaba ávida de aprender, vivía en permanente estado de admiración y sorpresa ante su amante, cada migaja de conocimiento que él esparcía caía en terreno fértil. A cambio de las magníficas lecciones del antropólogo estaba dispuesta a servirlo, lavar la ropa, limpiar la casa, preparar la comida y hasta cortarle las uñas y la melena, amén de entregarle todo lo que ganaba vendiendo sus adornos de plata a las turistas. El hombre no sólo sabía de indios fantasmagóricos y cementerios de cántaros apolilla–dos, también era experto en películas, libros, restaurantes; decidía la forma en que ella debía vestirse, hablar, hacer el amor y hasta pensar.

A la joven la sumisión le duró mucho más de lo esperado en una persona de su temperamento; durante casi dos años le obedeció con reverencias, soportó no sólo que tuviera otras mujeres y la informara con profusión de detalles escabrosos «porque entre nosotros no debe haber secretos», sino también que la abofeteara cuando de tarde en tarde se tomaba unas copas de más.

Después de cada escena de violencia su erudito compañero llegaba a la casa con flores y se echaba a llorar en su regazo suplicando comprensión–el demonio se había apoderado de él–y juraba que jamás lo volvería a hacer. Pero ella no olvidaba, y entretanto absorbía información como una esponja. Le daba vergüenza admitir esas golpizas, se sentía humillada y a ratos creía merecerlas, tal vez eso era normal, ¿no le había pegado su padre muchas veces? Finalmente un día se atrevió a decírselo a Gregory Reeves en una de sus secretas conversaciones telefónicas de los lunes, su amigo puso un grito en el cielo, la trató de estúpida, la espantó con unas estadísticas de su invención y la convenció de que el antropólogo no cambiaría, por el contrario, el abuso iría en aumento hasta alcanzar quién sabe qué extremos.

Diez días después Carmen recibió de Gregory un giro bancario para un pasaje y una carta ofreciéndole ayuda y rogándole que regresara a los Estados Unidos. El regalo llegó al día siguiente de una escaramuza en la que de un manotazo el antropólogo le vació encima la olla con sopa caliente. Fue un accidente, reconocieron ambos, pero igual ella pasó dos días echándose leche y aceite de oliva en el pe cho. Apenas pudo ponerse la blusa fue a una agencia de viajes con la intención de volar a casa, pero mientras esperaba hojeando unos folletos turísticos recordó la furia de su padre y decidió que no tenía fuerzas para enfrentarlo. En un arranque de fantasía viró la brújula y compró un pasaje para Amsterdam.

Partió liviana, sin despedirse siquiera de su amante; tenía intención de dejarle una carta, pero en los afanes de hacer la maleta se le olvidó. En un bolso llevaba sus herramientas y materiales de trabajo y dos tarros de leche condensada para aliviar los sinsabores del camino.

Europa la deslumbró. La recorrió entera con una mochila a la espalda, ganándose la vida sin mayor dificultad, enseñaba inglés, vendía sus joyas cuando podía fabricarlas y si el hambre amenazaba siempre podía recurrir a Gregory para pedir ayuda. No dejó catedral, castillo ni museo sin visitar, hasta que saturada, prometió no volver a poner los pies en aquellos templos del turismo, preferible caminar por las calles disfrutando la vida. Un verano entró en Barcelona y al bajarse del tren la rodeó un grupo de gitanas gritonas que insistían en verle la suerte y venderle amuletos. Las observó deslumbrada y decidió que ése era el estilo que más le convenía, no sólo para su oficio de orfebre, sino también para vestirse. Más tarde descubrió la influencia morisca del sur de España y los colores del norte de África, que adoptó en una feliz mezcolanza. Se instaló en una pensión del barrio gótico sin un rayo de luz natural y una sonajera de cañerías gimiendo sin descanso, pero su pieza era amplia, de altos techos ar–tesonados y, contaba con una enorme mesa de trabajo. A los pocos días se había fabricado faldas de vuelos que recordaban los atuendos de Olga en sus años mozos y sus disfraces de los tiempos del mala–barismo en la plaza Pershing. No habría de quitarse esa clase de trapos nunca más, en los años siguientes los refinó hasta la perfección por el placer de usarlos, sin saber que en un futuro la harían célebre y rica.

Después de recorrer desde Oslo hasta Atenas con su equipaje a la espalda y casi sin dinero, consideró que bastaba de vagabunderías, había llegado la hora de sentar cabeza. Estaba convencida de que la única ocupación adecuada para ella era la joyería, pero en ese campo había una competencia despiadada. Para sobresalir no bastaban diseños originales; antes que nada debía descubrir los secretos del oficio. Barcelona era el lugar ideal para ello. Se inscribió en diversos cursos donde aprendió técnicas milenarias y poco a poco nació su estilo único, combinación de sólida artesanía antigua y un atrevido sello gitano con toques de África, Latinoamérica y también algo de la India, tan en boga en esa década. Fue siempre la alumna más original de la clase, sus creaciones se vendían tan rápido que no daba abasto con los pedidos.

Todo marchaba mejor de lo esperado hasta que se le atravesó un joven japonés, algo menor que ella y orfebre también. Carmen había logrado colocar sus joyas en tiendas de prestigio, en cambio él ofrecía las suyas con poco éxito en las ramplas, diferencia que lo humillaba. Para consolarlo ella volvió a vender en la calle con el pretexto de que allí se encontraba el alma de la ciudad.

Se instalaron juntos en la pensión crepuscular de Carmen. Rápidamente las diferencias culturales pesaron más que la atracción común, pero era tanta la necesidad de compañía que ella ignoró los síntomas. El japonés no renunció a sus costumbres ancestrales, pasaba primero y esperaba ser servido. Se remojaba por horas en la bañera caliente y luego se la cedía. Igual sucedía con la comida, la cama, las herramientas y los materiales de trabajo; en la calle caminaba adelante y ella debía seguirlo un par de pasos atrás. Sí había sol, el joven salía a vender y Carmen se quedaba trabajando en el cuarto oscuro, pero si amanecía lloviendo, a ella le tocaba pasar el día al aire libre, porque su amante sufría oportunos dolores reumáticos relacionados con la temperatura ambiental. Al comienzo tales rarezas le parecieron graciosas, cosas de orientales, se dijo con buen humor, pero después de soportarlas por un tiempo se le acabó la paciencia Y empezaron los desacuerdos.

El hombre jamás perdía su compostura y a las recriminaciones oponía un largo silencio glacial, ella sentía el vacío a su alrededor como un cerco oprimente, pero no se quejaba porque al menos éste se abstenía de darle bofetones o rociarla con sopa hirviendo. Al final cedía por no quedarse sola y porque su compañero la fascinaba, la atraían su largo pelo negro, su cuerpo pequeño todo músculos, su acento extraño y la precisión de sus movimientos. Se acercaba tímida, le ronroneaba un rato y por lo general lograba ablandarlo; se reconciliaban en la cama, donde él era un experto. Por inercia hubieran permanecido juntos, pero intervino un telegrama de Inmaculada anunciando la enfermedad de Pedro Morales y pidiendo a su hija que por amor a Dios volviera, porque era la única capaz de salvar a su padre, que se consumía de tristeza. Entonces supo cuánto amaba a ese viejo testarudo, cuánto deseaba hundir la cara en el regazo acogedor de su madre y volver a ser, aunque fuera por un instante, la niña mimada de antes. Pensando que el viaje sería sólo por un par de semanas, partió llevándose la ropa indispensable que metió apresuradamente en un bolso. El japonés la acompañó al aeropuerto, le deseó suerte y se despidió con una leve inclinación, nunca la tocaba en público.

De tanto ver la cara de la muerte aprendí el valor de la existencia. Lo único que tenemos es la vida y ninguna es más valiosa que otra. La de Juan José Morales no vale más que la de los hombres que maté, sin embargo los muertos no me pesan, andan conmigo siempre, son mis camaradas. O matas o mueres, así de simple, no es una cuestión moral para mí, las dudas y confusiones son de otra índole. Soy uno de los afortunados que salió ileso de la guerra. Cuando regresé, me fui del aeropuerto a un motel, no llamé a nadie. San Francisco estaba nublado y soplaba un viento de invierno, como siempre sucede en verano, y decidí esperar que saliera el sol para llamar a Samantha, no sé por qué se me ocurrió que el clima podía hacer más amable nuestro encuentro, la verdad es que nos separamos dispuestos a divorciarnos, no nos escribimos nunca, y el día que la llamé de Hawai fue evidente que no teníamos nada que decimos. Me sentía cansado, sin ánimo para discusiones y reproches, mucho menos para contarle a ella o a nadie mis experiencias de guerra. Quería ver a Margaret, por supuesto, pero tal vez mi hija no me reconocería, a esa edad los niños se olvidan en pocos días y ella no me veía desde hacía meses. Dejé mis cosas en la pieza y salí a buscar una cafetería, me hacía falta el buen café de San Francisco, es el mejor del mundo. Caminé por ese delirio urbano donde rara vez se ve el mar, líneas rectas que suben y bajan, trazadas de acuerdo con un diseño geométrico indiferente a la topografía de once cerros; busqué mis rincones conocidos, pero todo estaba desfigurado por la neblina. Me pareció un lugar extranjero, no identifiqué los edificios y empecé a dar vueltas desorientado en esa ciudad de contradicciones y fragancias, depravada como todos los puertos, y traviesa como una muchacha ligera de cascos.

No me explico el sello de elegancia de San Francisco, mal que mal fue fundada por una manga de aventureros afiebrados por el oro fácil. prostitutas y bandoleros. Un chino me rozó el brazo y salté como si me hubiera picado un alacrán, con los puños apretados, tanteando el arma que no llevaba. El hombre me sonrió, tenga un buen día, me dijo al alejarse, y me quedé paralizado, sintiendo las miradas ajenas, aunque en verdad nadie se fijaba en mí, mientras pasaban los tranvías con su anuncio de campanillazos, escolares, secretarias, los in–faltables turistas, trabajadores latinos, comerciantes asiáticos, hip–pies, prostitutas negras con pelucas platinadas, homosexuales de la mano, todos como actores de una película iluminados por una luz artificial, mientras yo permanecía a este lado de la pantalla, sin entender nada, totalmente marginado, a miles de años de distancia. Anduve por el barrio italiano, por Chinatown, por las calles de los marineros donde venden licor, drogas y pornografía–ovejas inflables era la última novedad–junto a medallas de San Cristóbal para protegerse de los azares de la navegación. Volví al motel, tomé varios somníferos y no supe de mí hasta veinte horas más tarde, cuando me despertó un sol radiante en la ventana. Cogí el teléfono para comunicarme con Samantha, pero no recordé el número de mi propia casa y después decidí esperar un poco, darme un par de días de soledad para componer un poco el cuerpo y el alma, necesitaba lavarme por dentro y por fuera de tantos pecados y recuerdos atroces. Me sentía contaminado, sucio, muerto de fatiga. Tampoco llamé a los Morales, habría tenido que ir de inmediato a Los Ángeles y me faltaba valor para tanto, no podía hablar todavía de Juan José, mirar a los ojos a Inmaculada y a Pedro y asegurarles que su hijo había muerto por la patria, como un héroe, confesado y sin dolor, casi sin darse cuenta, cuando en verdad se murió aullando y enterraron sólo la mitad de su cuerpo. No podía decirles que sus últimas palabras no fueron un mensaje para ellos, le apretó la mano al capellán y le dijo sujéteme, padre, que me estoy cayendo muy hondo. Nada es como en las películas, ni siquiera la muerte, no morimos limpiamente sino aterrorizados en un charco de sangre y mierda. En el cine nadie muere de verdad, en la guerra nadie vive de verdad. En Vietnam imaginaba que pronto encenderían las luces de la sala y saldría a la calle sin prisa a tomar un café y pronto todo se me habría olvidado. Ahora. cuando he aprendido a vivir con los estragos de la buena memoria, ya no juego a que la vida es como un cuento, la acepto con todo el dolor que trae.

Con mí hermana nos habíamos distanciado mucho; desde que nació Margaret dejamos de vernos, no quise llamarla y tampoco a mi madre, ¿de qué hubiéramos hablado? Se oponía a la guerra, consideraba más decente desertar que matar, toda forma de violencia es vergonzosa y perversa, acuérdate de Gandhi, me decía, no podemos apoyar una cultura de las armas, estamos en este mundo para celebrar la vida y promover la compasión y la justicia. Pobre vieja, desprendida de la realidad vagaba por los ámbitos del Plan Infinito detrás de mi padre, medio mal de la cabeza, pero con una lucidez incuestionable en sus divagaciones. Partí a Vietnam sin despedirme porque no quise herirla, para ella se trataba de un asunto de principios, nada tenía que ver con mi seguridad personal. Supongo que me quería a su manera. pero siempre hubo un abismo entre los dos. ¿Qué me habría aconsejado mi padre? Jamás me hubiera dicho que fuera a prisión o al exilio, me habría invitado a cazar y en el silencio helado del amanecer acechando a los patos me habría dado una palmada en el hombro y nos hubiéramos comprendido sin necesidad de palabras, como a veces nos entendemos entre hombres. Pasé los tres primeros días encerrado en el motel frente al televisor con varias cajas de cerveza y botellas de whisky; después me fui con un saco de dormir a la playa y pasé dos semanas mirando el mar, fumando yerba y charlando con el fantasma de Juan José. El agua estaba fría, pero igual nadaba hasta sentir la sangre congelada en las venas y el cerebro entumecido, sin recuerdos, en blanco. El mar de allá es tibio, sobre la arena hormigueaban los soldados; tres días de juegos, cerveza y rock para compensar meses de lucha.

Por dos semanas no hablé una frase completa con nadie, apenas lo suficiente para pedir una pizza o una hamburguesa, creo que en el fondo deseaba regresar a Vietnam porque al menos en el frente tenía camaradas y algo que hacer, aquí estaba sin amigos, solo, no pertenecía a ningún sitio. En la vida civil nadie hablaba el idioma de la guerra no existía un vocabulario para contar las experiencias del campo de batalla. pero de haberlo, de todos modos no había quien deseara escuchar mi historia, no hay interés en las malas noticias. Sólo entre ex combatientes podía sentirme en confianza y hablar de aquellas cosas que jamás le diría a un civil, ellos entenderían por qué uno se cierra al afecto y tiene miedo de acercarse, saben que es mucho más fácil el coraje físico que el emocional, porque también perdieron amigos tan queridos como hermanos y decidieron ahorrarse en el futuro ese dolor insoportable, es mejor no amar a nadie con mucha intensidad.

Sin darme cuenta empecé a rodar por ese abismo donde tantos se pierden, empecé a ver el lado glamoroso a la violencia, a pensar que nunca me sucedería nada tan apasionante, que tal vez el resto de mi existencia sería un desierto gris.

Creo haber descubierto el secreto que explica la permanencia de la guerra. Joan y Susan sostienen que es un invento de los machos viejos para eliminar a los jóvenes porque los odian, los temen, no desean compartir nada con ellos, mujeres, poder, o dinero, saben que tarde o temprano los despojarán, por eso los envían a la muerte, aunque sean sus propios hijos. Para los viejos hay una razón lógica, pero ¿por qué la hacen los jóvenes? ¿cómo en tantos milenios no se han rebelado contra esas masacres rituales? Tengo una respuesta. Hay algo más que el instinto primordial de combate y el vértigo de la sangre: placer. Lo descubrí en la montaña. No me atrevo a pronunciar esa palabra en alta voz, me traería mala suerte, pero la repito calladamente, placer, placer. El más intenso que se puede experimentar, mucho más que el del sexo, la sed saciada, el primer amor correspondido o la revelación divina, dicen quienes saben de eso. Esa noche en la montaña estuve a una fracción de segundo de la muerte. La bala pasó rozándome la mejilla y le dio en la mitad de la frente al soldado que estaba detrás de mi. El pánico me paralizó un instante, quedé suspendido en la fascinación de mi propio espanto, luego hubo un desgarro de la conciencia y empecé a disparar frenéticamente, gritando y maldiciendo, incapaz de detenerme o de razonar, mientras zumbaban las balas, ardían los fogonazos y explotaba el mundo en un fragor de cataclismo.

Me envolvió el calor, el humo y el tremendo vacío del oxígeno succionado en cada llamarada, no recuerdo cuánto tiempo duró todo eso ni lo que hice ni por qué lo hice, sólo recuerdo el milagro de encontrarme vivo, la descarga de adrenalina y el dolor en todo el cuerpo, un dolor sensual, un placer atroz, distinto a otros placeres conocidos, mucho más formidable que el más largo orgasmo, un placer que me invadió por completo, volviéndome la sangre de caramelo y los huesos de arena, sumiéndome finalmente en un vacío negro.

Llevaba casi dos semanas en el motel de la playa cuando desperté una noche gritando. En la pesadilla me encontraba solo en la montaña al amanecer, veía los cuerpos a mis pies y las sombras de los guerrilleros trepando hacia mí en la niebla. Se acercaban. Todo era muy lento y silencioso, una película muda. Disparaba mi arma, la sentía recular, me dolían las manos, veía los chispazos, pero no había un solo sonido. Las balas atravesaban a los enemigos sin detenerlos, los guerrilleros eran transparentes, como dibujados sobre un cristal, avanzaban inexorables, me rodeaban. Abría la boca para gritar, pero el horror me había invadido por dentro y no salía mi voz sino trozos de hielo. No pude volver a dormir, atorado con el ruido de mi propio corazón. Me levanté, tomé mi chaqueta y salí a caminar por la playa. Está bien, basta ya de lamentos, anuncié a las gaviotas al amanecer.

Carmen Morales no se atrevió a llegar directamente donde su familia porque no sabía cómo la recibiría su padre, a quien no había visto en siete años. En el aeropuerto tomó un taxi a casa de los Reeves. Al pasar por las calles de su barrio se sorprendió de las transformaciones: se veía menos pobre, más limpio, organizado y mucho más pequeño de lo que recordaba. Además de los cambios reales, pesaba en su mente la comparación con los inmensos vecindarios marginales de México. Sonrió al pensar que ese conjunto de calles había sido su universo por muchos años y que huyó de allí como una exiliada, llorando por la familia y el terruño perdidos. Ahora se sentía forastera. El chofer la miraba con curiosidad por el espejo retrovisor y no pudo resistir la tentación de preguntarle de dónde era. Nunca había visto a nadie como esa mujer de faldas multicolores y pulseras ruidosas, no se parecía tampoco a esas sonámbulas hippies envueltas en trapos similares, ésta tenía la actitud determinada de una persona de negocios.

— Soy gitana–le notificó Carmen con el mayor aplomo. — ¿Dónde es eso?

— Los gitanos no tenemos patria, somos de todas partes. — Habla muy bien inglés–anotó el hombre.

Le costó ubicar la cabaña de los Reeves, en esos años había crecido la maleza tragándose el huerto y el sauce tapaba la vista de la casa. Echó a andar por el sendero a través del patio. Reconoció el lugar donde había enterrado a Oliver siguiendo las instrucciones de Gregory, quien deseaba que los restos de su compañero de infancia descansaran en la casa familiar, en vez de ir a parar a la basura como los de cualquier perro sin historia. Sentada en el porche, en la misma desvencijada silla de mimbre donde siempre la había visto, encontró a Nora Reeves. Era ya una anciana gastada con un moño de merengue y un delantal tan desteñido como el resto de su persona. Se había reducido de tamaño y tenía una expresión dulce y un poco idiota, como si su alma no estuviera realmente allí. Se levantó vacilante y saludó a Carmen con gentileza, sin reconocerla. — Soy yo, doña Nora, soy Carmen, la hija de Pedro e Inmaculada Morales…

La mujer tardó casi un minuto en ubicar a la recién llegada en el mapa confuso de su memoria, se la quedó mirando con la boca abierta, sin poder relacionar la imagen de la muchacha de trenzas oscuras que jugaba con su hijo, con esta aparición escapada del harén de un jeque. Por último le tendió las manos y la abrazó temblorosa. Se sentaron a tomar té caliente en vasos de vidrio, y se pusieron al día sobre las noticias del pasado. Al poco rato irrumpieron con alboroto los hijos de Judy que venían de la escuela, cuatro chiquillos de eda des indefinidas, dos pelirrojos exuberantes y dos de aspecto latino.

Nora explicó que los primeros eran de Judy y los otros vivían con ella, aunque eran hijos anteriores de su segundo marido. La abuela les sirvió leche y pan con mermelada.

— ¿Viven todos aquí? — preguntó Carmen sorprendida.

— No. Yo los cuido después de la escuela hasta que su madre viene a buscarlos por la noche.

A eso de las siete apareció Judy, quien tampoco reconoció a su amiga. Carmen la recordaba enorme, pero no imaginó posible seguir aumentando de peso hasta adquirir semejantes dimensiones, la mujer no cabía en ninguna de las sillas disponibles, se desparramó con dificultad en las gradas del porche, dando la impresión de que se necesitaría una grúa para movilizarla. Sin embargo se veía radiante. — Esta no es pura grasa, estoy embarazada otra vez–anunció orgullo–sa.

Tanto los hijos propios como los ajenos corrieron a treparse en la amable humanidad de su madre, quien los acogió con risas y los acomodó entre sus rollos con una destreza nacida de la práctica y del cariño, al tiempo que distribuía buñuelos empolvados, echándose de paso varios a la boca. Al verla jugando con los niños, Carmen comprendió que la maternidad era el estado natural de su amiga y no pudo evitar un pinchazo de envidia.

— Después de cenar te acompañaré a tu casa, pero antes llamaremos a doña Inmaculada, para que le prepare el ánimo a tu padre. ¿No tienes una ropa más normal? Acuérdate que el viejo no acepta extravagancias en las mujeres. ¿Así es la moda en Europa? — preguntó Judy sin asomo de ironía.

Pedro Morales esperaba a su hija con su traje del funeral, pero enfiestado por una corbata roja y un clavel de su patio en el ojal. Inmaculada le había anunciado la noticia con la mayor cautela, previendo una reacción violenta, y quedó sorprendida cuando a su marido se le iluminó la cara como sí le hubieran quitado veinte años de encima.

— Cepíllame la ropa, mujer–fue lo único que atinó a decir mientras se soplaba la nariz tras un pañuelo para ocultar la emoción. — La niña debe haber cambiado mucho, con el favor de Dios… — le advirtió Inmaculada.

— No te preocupes, vieja. Aunque venga con el pelo pintado de azul yo la reconoceré.

Sin embargo no estaba preparado para la mujer que entró a la casa media hora después y, tal como ocurriera con Nora y Judy, tardó unos segundos en cerrar la boca. Creyó que Carmen había crecido, pero luego notó las sandalias de tacones altos y un montón de pelo crespo y alborotado sobre la cabeza que agregaban un palmo a su estatura. Se había puesto tantos adornos como un ídolo, tenía los ojos pintados con rayas negras e iba disfrazada de algo que le recordó un afiche turístico de Marruecos pegado en la pared del bar «Los Tres Amigos». De cualquier modo le pareció que su hija lucía muy bella. Se abrazaron largamente y lloraron juntos por Juan José y por esos siete años de ausencia. Después ella se acurrucó a su lado para contarle algunas de sus aventuras, omitiendo lo necesario para no escandalizarlo. Entretanto Inmaculada se afanaba en la cocina repitiendo gracias bendito Dios, gracias bendito Dios, y Judy, colgada al teléfono, llamaba a los hermanos Morales y a los amigos para anunciarles que Carmen había regresado convertida en una zíngara estrafalaria y melenuda, pero en el fondo seguía siendo la misma; que trajeran cervezas y guitarras porque Inmaculada estaba haciendo tacos para celebrar.

La presencia de su hija devolvió el buen humor a Pedro Morales. Ante la majadería de Carmen y el resto de la familia, aceptó finalmente ver un médico, que diagnosticó diabetes avanzada. Ninguno de mis antepasados tuvo nada semejante, ésta es una novedad americana, no pienso pincharme a cada rato como un apestoso, ese doctor no sabe lo que dice, en los laboratorios cambian las muestras y cometen errores garrafales, mascullaba el paciente ofendido, pero una vez mas Inmaculada se impuso, lo obligó a ceñirse a una dieta y se encargó de administrarle medicinas a horas puntuales. Prefiero discutir contigo todos los días antes que quedarme viuda, amansar a otro marido cuesta mucho trabajo, determinó. A él no se le había pasado por la mente que pudiera ser reemplazado en el corazón aparentemente incondicional de su mujer y el desconcierto le quitó las ganas de seguir porfiando. Nunca admitió la enfermedad, pero se resignó al tratamiento para darle gusto a esta «loca», como decía.

Pronto el barrio le quedó chico a Carmen Morales, al cabo de algunas semanas viviendo con sus padres se consumía de asfixia. Durante su ausencia había idealizado el pasado, en los momentos de mayor soledad añoraba la ternura de su madre, la protección de su padre y la compañía de los suyos, pero había olvidado la estrechez del lugar donde nació. En esos años había cambiado, el polvo de mucho mundo se acumulaba en sus zapatos. Se paseaba por la casa como un leopardo enjaulado llenando el espacio y alborotando la paz con el remolino de sus faldas, el ruido de sus pulseras y su impaciencia. En la calle la gente volteaba a mirarla y los niños se acercaban para tocarla. Imposible ignorar la reprobación y los cuchicheos a su espalda, mira cómo se viste la menor de los Morales, en esa cabeza no ha entrado un peine en siglos, seguro que se metió a hippie o a puta, decían.

Tampoco había trabajo para ella, no estaba dispuesta a emplearse en una fábrica como Judy Reeves y en el barrio no había mercado para sus joyas, las mujeres usaban oro pintado y diamantes falsos, ninguna se pondría sus pendientes de aborigen. Supuso que no sería difícil colocarlos en algunas tiendas al centro de la ciudad, donde compraban actrices, damas sofisticadas y turistas, pero encerrada en casa de sus padres no había estímulo para la creatividad, se le secaban las ideas y las ganas de trabajar. Daba vueltas por los cuartos agobiada por las figuras de porcelana, las flores de seda, los retratos de familia, los muebles de felpa color rubí cubiertos con fundas de plástico, símbolos de la nueva elegancia de los Morales. Esos adornos, orgullo de su madre, le provocaban pesadillas; prefería mil veces la vivienda de la infancia, donde creció con sus hermanos en la mayor modestia. No soportaba los programas de radio y televisión que atronaban día y noche con las novelas de romance y tragedia y los anuncios a gritos de diferentes marcas de jabón, ventas de automóviles y juegos de fortuna. Lo peor era esa vocación generalizada por los chismes, todos vivían pendientes de los demás, no se movía un pelo en el vecindario sin provocar comentarios. Se sentía como un marciano en visita y se consolaba con los platos de su madre, quien se había adaptado a la estricta dieta de su marido sin perder nada del sabor de sus recetas y pasaba horas entre sus cacharros, envuelta en el perfume delicioso de salsas y especias.

Carmen se aburría; aparte de jugar damas con su padre, ayudar en los quehaceres domésticos y atender a la parentela los domingos, cuando la familia se reunía a almorzar, no había otras distracciones. Pensó regresar a España, pero tampoco allá pertenecía y, por otra parte, a la distancia no sentía igual atracción por su amante. Le había escrito y llamado, pero sus respuestas eran gélidas. Lejos de sus músculos color de avellana y su negra melena, recordaba con un estremecimiento el baño frío y demás humillaciones y sentía un profundo fastidio ante la idea de volver a su lado.

Fue Olga quien le recomendó explorar Berkeley, porque con un poco de suerte Gregory Reeves regresaría en un futuro no lejano y podría ayudarla, era el sitio perfecto para una persona tan original como ella, a juzgar por las noticias de la prensa, donde cada semana comentaban un nuevo escándalo en los jardines de la Universidad. Carmen estuvo de acuerdo en que nada se perdía con probar. Llamó por teléfono a su amante para pedirle sus ahorros y sus herramientas de orfebre, él se comprometió a hacerlo cuando tuviera tiempo, pero pasaron varias semanas y otras cinco llamadas sin noticias del envío, entonces ella comprendió cuán ocupado estaba y no insistió más. Decidió lanzarse a la aventura con el mínimo de recursos, como tantas otras veces lo había hecho, pero cuando Pedro Morales supo de sus planes, lejos de oponerse, le extendió un cheque y le pagó el pasaje. Estaba feliz de haber recuperado a su hija, pero no era ciego ante sus necesidades y le daba lástima verla estrellándose contra las paredes como un pájaro con las alas quebradas.

En Berkeley Carmen Morales floreció como si la ciudad hubiera nacido para servirle de marco.

En la muchedumbre de la calle sus atuendos no llamaban la atención y el contenido de su blusa no provocaba silbidos descarados, como ocurría en el barrio latino. Allí encontró desafíos similares a los que la fascinaron en Europa y una libertad desconocida hasta entonces. También la naturaleza de agua y de cerros parecía hecha a su medida. Calculó que tomando precauciones podría subsistir unos meses con el regalo de su padre, pero decidió buscar empleo porque planeaba fabricar joyas y necesitaba herramientas y materiales. Gregory Reeves sin duda le hubiera ofrecido un sofá en su casa para instalarse por un tiempo, pero ni soñar con la misma generosidad por parte de Samantha. No conocía a la mujer de su amigo, sin embargo adivinó que la recibiría sin entusiasmo, mucho menos ahora que estaba en pleno proceso de divorcio. Hizo una cita por teléfono para conocer a la pequeña Margaret, de quien tenía varias fotografías enviadas por Gregory, pero cuando llegó Samantha no estaba, le abrió la puerta una niña tan delicada y frágil que costaba imaginar que fuera hija de Gregory Reeves y su atlética madre. La comparó con sus sobrinos de la misma edad y le pareció una criatura extraña, la miniatura perfecta de una mujer bella y triste. Margaret la hizo pasar anunciándole con afectada pronunciación que su mamá jugaba tenis y volvería pronto.

En un comienzo se interesó vagamente en las pulseras de Carmen, luego se sentó en completo silencio con las piernas cruzadas y las manos sobre la falda. Fue inútil sacarle palabra y acabaron las dos instaladas frente a frente sin mirarse, como forasteras en una antesala. Por fin entró Samantha con la raqueta en una mano y una cani lla de pan francés en la otra, y tal como Carmen había previsto, la recibió con frialdad. Se observaron sin disimulo, cada una llevaba una imagen de la otra por las descripciones de Gregory y ambas se sintieron aliviadas de que sus fantasías fueran diferentes a la realidad. Carmen esperaba una mujer más bonita, no esa especie de muchacho vigoroso con la piel cuarteada por el sol, cómo será dentro de unos años; las gringas envejecen mal, se dijo. Por su parte Samantha se alegró de que la otra vistiera con esos trapos sueltos que le parecieron horrorosos, seguro ocultaba varios kilos entre las costillas, además era evidente que no había hecho ejercicios en su vida y a ese paso pronto seria una matrona rolliza, las latinas envejecen mal, pensó con satisfacción.

Las dos supieron al instante que jamás podrían ser amigas y la visita fue muy breve. Al salir Carmen se alegró que su mejor amigo estuviera tramitando el divorcio de esa campeona de tenis y Samantha se preguntó si cuando regresara Gregory, en el caso que lo hiciera, se convertiría en el amante de esa tipa regordeta idea que seguramente había estado en el corazón de ambos por muchos años. Que les aproveche, masculló, sin saber por qué esta perspectiva le daba rabia.

Carmen no podía pagar por mucho tiempo la pieza del motel donde había llegado, decidió buscar trabajo y un lugar donde vivir. Se instaló en una cafetería cerca de la Universidad a revisar un periódico y entre innumerables avisos de masajes holísticos, aromate–rapias, cristales milagrosos, triángulos de cobre para mejorar el color del aura y otras novedades que habrían encantado a Olga, descubrió ofertas de diversos empleos. Llamó a varios hasta que en un restaurante la citaron para el día siguiente, debía presentarse con su tarjeta del seguro social y una carta de recomendación, dos cosas que no poseía.

La primera no fue difícil, simplemente averiguó dónde inscribirse. llenó un formulario y le dieron un número, pero la segunda no sospechaba cómo conseguirla. Pensó que Gregory Reeves se la habría hecho sin vacilar, era una lástima que estuviera lejos, pero ese inconveniente no sería un tropiezo. Ubicó un sucucho donde alquilaban máquinas de escribir y redactó una carta afirmando su competencia en el negocio de cuidar niños, su honorabilidad y buen trato con el público. La redacción quedó algo florida, pero ojos que no ven, corazón que no siente, como diría su madre. Gregory no tenía para qué enterarse de los detalles. Conocía de memoria la firma de su amigo, no en vano se habían escrito por años. Al día siguiente se presentó al empleo, que resultó ser una casa antigua decorada con plantas y trenzas de ajos. La recibió una mujer de pelo canoso y rostro jovial vestida con pantalones bolsudos y chancletas de fraile franciscano. — Interesante–dijo cuando leyó la carta de recomendación-. Muy interesante… ¿Así es que usted conoce a Gregory Reeves? — Trabajé para él–se sonrojó Carmen.

— Que yo sepa, está en Vietnam desde hace más de un año, ¿cómo explica que esta carta tenga fecha de ayer?

Era Joan, una de las amigas de Gregory y ése era el restaurante ma–crobiótico donde tantas veces iba a comer hamburguesas vegetarianas y a buscar consuelo. Con las rodillas temblorosas y un hilo de voz Carmen admitió su engaño y en pocas frases contó su relación con Reeves.

— Está bien, se ve que eres una persona de recursos–se rió Joan-. Gregory es como un hijo, aunque no soy tan vieja como para ser su madre; que no te engañen mis canas. En el sofá de mi sala durmió su última noche antes de partir a la guerra. ¡Qué estupidez tan grande cometió! Susana y yo nos cansamos de decirle que no lo hiciera, pero fue inútil. Espero que vuelva con las mismas presas con que se fue, sería un desperdicio si algo le pasara, siempre me pareció un lujo de hombre. Sí eres su amiga también serás nuestra. Puedes comenzar hoy mismo. Ponte un delantal y un pañuelo en la cabeza para que no metas tus pelos en los platos de los clientes y anda a la cocina para que Susan te explique el trabajo.

Poco después Carmen Morales no sólo servía las mesas, también ayudaba en la cocina porque tenía buena mano para los aliños y se le ocurrían nuevas combinaciones para variar el menú. Se hizo tan amiga de Joan y Susan, que le alquilaron el desván de su casa, una habitación amplia repleta de cachivaches, que una vez vaciada y limpia resultó un refugio ideal–Tenía dos ventanas mirando la bahía desde la soberbia perspectiva de los cerros y una claraboya en el techo para seguir el tránsito de las estrellas.

De día Carmen gozaba de luz natural y de noche se alumbraba con dos grandes lámparas victorianas rescatadas del mercado de las pulgas. Trabajaba por la tarde y parte de la noche en el restaurante, pero por la mañana disponía de tiempo libre. Adquirió herramientas y materiales y en los ratos de ocio volvió a su oficio de orfebre, comprobando con alivio que no había perdido la inspiración ni los deseos de trabajar. Los primeros aretes fueron para sus patronas, a quienes debió abrirles hoyos en las orejas para que pudieran usarlos, quedaron ambas un poco adoloridas, pero sólo se los quitaban para dormir, persuadidas de que resaltaban su personalidad, feministas sin dejar de ser femeninas, se reían. Consideraban a Carmen la mejor colaboradora que habían tenido, pero le aconsejaban no perder su talento atendiendo mesas y revolviendo ollas, debía dedicarse por completo a la joyería.

— Es lo único que te conviene. Cada persona nace con una sola gracia y la felicidad consiste en descubrirla a tiempo–le decían cuando se sentaban a tomar té de mango y contarse las vidas. — No se preocupen, soy feliz–replicaba Carmen con plena convicción. Tenía la corazonada de que las penurias pertenecían al pasado y ahora comenzaba la mejor parte de su existencia.

De vuelta en el mundo de los vivos, Gregory Reeves juntó los recuerdos de la guerra–fotos, cartas, cintas de música, ropa y su medalla de héroe–los roció con gasolina y les prendió fuego. Sólo guardó el pequeño dragón de madera pintada, recuerdo de sus amigos en la aldea, y el escapulario de Juan José. Tenía intención de devolverlo a Inmaculada Morales una vez que descubriera la forma de quitarle la sangre seca. Había jurado no comportarse como tantos otros veteranos enganchados para siempre en la nostalgia del único tiempo grandioso de sus vidas, inválidos de espíritu, incapaces de adaptarse a una existencia banal ni de liberarse de las múltiples adicciones de la guerra. Evitaba las noticias de la prensa, las protestas en la calle, los amigos de entonces que habían regresado y se juntaban para revivir las aventuras y la camaradería de Vietnam. Tampoco deseaba saber de los otros, los que estaban en sillas de ruedas o medio locos, ni de los suicidas. Los primeros días agradecía cada detalle cotidiano; una hamburguesa con papas fritas, el agua caliente en la ducha, la cama con sábanas, la comodidad de su ropa de civil, las conversaciones de la gente en la calle, el silencio y la intimidad de su cuarto, pero comprendió pronto que eso también encerraba peligros. No. no debía celebrar nada, ni siquiera el hecho de tener el cuerpo entero. El pasado estaba atrás, si tan sólo pudiera borrar la memoria. En el día lograba olvidar casi por completo, pero en las noches sufría pesadillas y despertaba bañado de sudor, con ruido de armas explotándole por dentro y visiones en rojo asaltándolo sin tregua. Soñaba con un niño perdido en un parque y ese niño era él, pero soñaba sobre todo con la montaña, donde disparaba contra sombras transparentes. Estiraba la mano en busca de las píldoras o la yerba, tanteaba la mesa, encendía la luz medio aturdido, sin saber dónde se encontraba.

Mantenía el whisky en la cocina, así se daba tiempo de pensar antes de tomarse un trago. Ideaba pequeños obstáculos para ayudarse: nada de alcohol antes de vestirme o comer algo, no beberé si es día impar o si todavía no ha salido el sol, primero haré veinte flexiones de pecho y escucharé un concierto completo. Así retrasaba la decisión de abrir el mueble donde guardaba la botella y por lo general lograba controlarse, pero no se decidía a eliminar el licor, siempre tenía algo a mano para una emergencia.

Cuando al fin llamó a Samantha le ocultó que llevaba más de dos semanas a sólo veinte millas de su casa; le hizo creer que acababa de regresar y le pidió que lo recogiera en el aeropuerto, donde la esperó recién bañado, afeitado y sobrio, en ropa de civil. Se sorprendió al ver cuánto había crecido Margaret y lo bonita que se había puesto, parecía una de esas princesas dibujadas a plumilla en los cuentos antiguos, con ojos de un azul marítimo, crespos rubios y un extraño rostro triangular de facciones muy finas. También notó cuán poco había cambiado su mujer, llevaba incluso los mismos pantalones blancos de la última vez que la vio. Margaret le tendió una mano lánguida sin sonreír y se negó a darle un beso. Tenía gestos coquetos copiados de las actrices de telenovelas y caminaba bamboleando su minúsculo trasero. Gregory se sintió incómodo con ella, no lograba verla como la niña que en realidad era sino como una indecente parodia de mujer fatal y se avergonzó de sí mismo, tal vez Judy tenía razón, después de todo, y la índole perversa de su padre estaba latente en su sangre como una maldición hereditaria. Samantha le dio una tibia bienvenida, se alegraba de verlo en tan buena forma, estaba más delgado pero más fuerte, le quedaba bien el bronceado, que evidentemente la guerra no había sido tan traumática para él, en cambio ella no estaba del todo bien, lamentaba tener que decirlo, la situación económica era pésima, se le habían terminado los ahorros y le resultaba imposible sobrevivir con un sueldo de soldado; no se quejaba, por supuesto, comprendía las circunstancias, pero no estaba acostumbrada a pasar penurias y Margaret tampoco. No. No pudo continuar con la guardería de niños, era un trabajo muy pesado y aburrido, además debía cuidar a su hija ¿no? Al subir al automóvil le comunicó suavemente que le había reservado un cuarto en un hotel, pero no tenía inconveniente en guardar sus cosas en el garaje hasta que se instalara mejor. Si Gregory se había hecho algunas ilusiones sobre una posible reconciliación, esas pocas frases fueron suficientes para percibir una vez más el abismo que los separaba.

Samantha no había perdido su cortesía habitual, tenía un control admirable sobre sus emociones y era capaz de mantener una conversación por tiempo indefinido sin decir nada. No le hizo preguntas, no deseaba enterarse de situaciones desagradables, mediante un esfuerzo descomunal había logrado permanecer en un mundo de fantasía, donde no había cabida para el dolor o la fealdad. Fiel a sí misma, pretendía ignorar la guerra, el divorcio, el rompimiento de su familia y todo aquello que pudiera alterar su horario de tenis. Gregory pensó con cierto alivio que su mujer era una página en blanco y no tendría remordimientos en empezar otra vida sin ella. El resto del camino intentó comunicarse con Margaret, pero su hija no estaba dispuesta a darle ninguna facilidad. Sentada en el asiento trasero se mordía las uñas pintadas de rojo, jugaba con un mechón de pelo y se observaba en el espejo retrovisor, respondiendo con monosílabos si su madre le hablaba, pero callando tenazmente si él lo hacia.

Alquiló una casa al otro lado de la bahía, cuyo principal atractivo era un muelle prácticamente en ruinas. Pensaba comprar un bote en el futuro, más por fanfarronada que por el gusto de navegar, cada vez que salía en el barco de Timothy Duane terminaba convencido que tanto trabajo sólo se justificaba para salvar la vida en un naufragio, pero jamás como pasatiempo. Con el mismo criterio adquirió un Porsche; esperaba provocar la admiración de los hombres y llamar la atención de las mujeres.

Los coches son símbolos fálicos, no sé por qué el tuyo es chico, estrecho, chato y tembleque, se burló Carmen cuando lo supo. Tuvo al menos el buen criterio de no comprar muebles antes de conseguir un empleo seguro y se conformó con una cama del tamaño de un ring de boxeo, una mesa de múltiples usos y un par de sillas. Ya instalado partió a Los Ángeles, donde no había estado desde que llevó a Margaret para presentarla a la familia Morales, varios años atrás.

Nora Reeves lo recibió con naturalidad, como sí lo hubiera visto el día anterior, le ofreció una taza de té y le contó las noticias del barrio y de su padre, que seguía comunicándose con ella todas las semanas para mantenerla informada sobre la marcha del Plan Infinito. No se refirió a la guerra y por primera vez Gregory comparó las semejanzas entre Samantha y su madre, la misma frialdad, indolencia y cortesía, idéntica determinación para ignorar la realidad, aunque para su madre esto último había sido más difícil porque le había tocado una existencia mucho más dura. En el caso de Nora Reeves no bastaba la indiferencia, se requería una voluntad muy firme para que los problemas no la rozaran. A Judy la encontró en cama con un recién nacido en los brazos y otras criaturas jugando a su alrededor. Cubierta por la sábana se disimulaba su gordura, parecía una opulenta madona renacentista. Ocupada en los afanes de la crianza, no atinó a preguntarle cómo estaba, dando por sentado que si se encontraba aparentemente entero frente a sus ojos no había mayor novedad. El segundo marido de su hermana resultó ser dueño de un taxi, viudo, padre de dos de los chicos mayores y del bebé. Era un latino nacido en el país, uno de esos chicanos que hablan mal el español, pero tiene el inconfundible sello indígena de sus antepasados, pequeño, delgado, con un largo bigote caído de guerrero mogol. Comparado con su antecesor, el gigantesco Jim Morgan, parecía un mequetrefe desnutrido. Gregory no supo si este hombre amaba a Judy más de lo que la temía, imaginó una riña entre los dos y no pudo evitar una sonrisa, su hermana sería capaz de partirle el cráneo a su marido con una sola mano, igual como rompía los huevos del desayuno. Cómo harán el amor, se preguntó Gregory fascinado.

Los Morales le dieron el recibimiento que nadie le había dado hasta ese momento, lo abrazaron por varios minutos, llorando. Gregory estuvo tentado de pensar que se lamentaban porque era él y no su hijo Juan José quien regresaba ileso, pero la expresión de absoluta dicha de sus viejos amigos le quitó esas mezquinas dudas del corazón. Retiraron la funda de plástico de uno de los sillones y allí lo instalaron para interrogarlo en detalle sobre la guerra. Se había hecho el propósito de no hablar del tema, pero se sorprendió contándoles lo que quisieron saber. Comprendió que eso era parte del duelo, entre los tres estaban enterrando por fin a Juan José. Inmaculada olvidó encender las luces y ofrecerle comida, nadie se movió hasta bien entrada la noche, cuando Pedro partió a la cocina en busca de unas cervezas. A solas con Inmaculada, Gregory se quitó del cuello el escapulario y se lo entregó. Había desistido de la idea de lavarlo porque temió que en el proceso se desintegrara, pero no tuvo necesidad de explicar el origen de las manchas oscuras. Ella lo recibió sin mirarlo y se lo puso, ocultándolo bajo la blusa.

— Sería pecado tirarlo a la basura, porque está bendito por un obispo, pero si no pudo proteger a mi hijo es que no sirve para nada — suspiró.

Y entonces pudieron referirse a los últimos momentos de Juan José. Los padres, sentados lado a lado en el horrendo sofá color rubí, y tomados de la mano por primera vez delante de alguien, escucharon temblorosos aquello que Gregory Reeves había jurado no decirles, pero no pudo callar. Les contó de la reputación de afortunado y valiente de Juan José, de cómo lo encontró por milagro en la playa y cuánto hubiera dado por ser él y nadie más que él quien estuviera a su lado para sostenerlo en sus brazos cuando iba cayendo, padre, sujéteme que me estoy cayendo muy hondo. — ¿Tuvo tiempo de acordarse de Dios? — quiso saber la madre. — Estaba con el capellán. — ¿Sufrió mucho? — preguntó Pedro Morales. — No lo sé, fue muy rápido… — Tenía miedo? ¿Estaba desesperado? ¿gritaba? — No. Me dijeron que estaba tranquilo.

— Al menos tú estás de vuelta, bendito Dios–dijo Inmaculada, y por un momento Gregory se sintió perdonado de toda culpa, redimido de la angustia, a salvo de sus peores recuerdos y una oleada de agradecimiento lo sacudió entero.

Esa noche los Morales no le permitieron alojarse en un hotel, lo obligaron a quedarse con ellos y le acomodaron la cama de soltero de Juan José. En el cajón de la mesa de noche encontró un cuaderno escolar con poemas escritos a lápiz por su amigo. Eran versos de amor.

Antes de tomar el avión de vuelta visitó a Olga. Se le habían venido los años encima, nada quedaba de su antiguo aspecto de papagayo, estaba convertida en una bruja despelucada, pero no había mermado su energía de curandera y vidente. A esas alturas de su existencia ya estaba plenamente convencida de la estupidez humana, confiaba más en sus brujerías que en sus hierbas medicinales porque apelaban mejor a la insondable credulidad ajena. Todo está en la mente, la imaginación obra milagros. sostenía. Su vivienda también mostraba desgaste, parecía un bazar de santero atiborrado de empolvados artículos de magia, con más desorden y menos colorido que antaño. Del techo aún colgaban ramas secas, cortezas y raíces, se habían multiplicado las estanterías con frascos y cajas, el antiguo aroma a incienso de las tiendas de los pakistanos había desaparecido, tragado por los olores más poderosos.

Muchos potes aún conservaban nombres sugerentes: No–me–olvides, Negocio–seguro, Conquistador–irresistible, Venganza–solapada, Placer–violento, Quítale–todo.

Con su ojo entrenado para descubrir lo invisible Olga notó al punto los cambios en Gregory, el cerco imposible de cruzar a su alrededor, la mirada dura, la risa estridente y sin alegría, la voz más seca y ese gesto nuevo en la boca que hubiera sido despectivo en unos labios finos, pero en los suyos parecía más bien burlón. Irradiaba una fuerza de animal rabioso, pero debajo de la coraza ella distinguió los pedazos de un alma quebrada. Adivinó que no era el momento de ofrecerle su amplia práctica de consejera porque estaba hermético, y prefirió hablarle de sí misma.

— Tengo muchos enemigos, Gregory–confesó-. Una trata de hacer el bien, pero pagan con envidias y rencores. Ahora dicen por allí que tengo tratos con el diablo. — Fatal para el negocio, me imagino…

— No creas, mientras exista gente asustada o adolorida este oficio nunca está de baja–replicó Olga con un guiño de Picardía-. Y a propósito ¿hay algo que pueda hacer por ti? — No lo creo, Olga. Lo que yo tengo no se cura con ensalmos.

Los Morales dieron a Reeves la dirección de Carmen. La creía todavía en Europa y le costó imaginar que vivieran a un puente de distancia. Sus llamadas de los lunes se habían interrumpido y la correspondencia sufría enormes atrasos en Vietnam, el último contacto fue una postal de Barcelona para contarle de un amante japonés. Le pareció una coincidencia extraña que su amiga se hubiera instalado en casa de Joan y Susan, la realidad resultaba a veces tan improbable como las absurdas novelas de televisión que Inmaculada seguía fielmente.

A lo largo de su destino aventurero, sobre todo cuando se sentía acosado por la soledad después de enredarse con una nueva mujer y descubrir que tampoco ésa era quien buscaba, Gregory Reeves se preguntó a menudo por qué con Carmen no pudieron ser amantes. Cuando se atrevió a hablarlo ella replicó que en ese tiempo él estaba cerrado para la única clase de amor que podían compartir. Se protegía con un manto de cinismo que a fin de cuentas de poco le servía, ya que la menor brisa lo dejaba otra vez desvalido ante los elementos, pero era suficiente para aislarle el alma.

— En esa época estabas emperrado en el dinero y el sexo. Era una especie de obsesión. Echemos la culpa a la guerra, si te parece. aunque se me ocurre que había otras causas, también arrastrabas muchas cosas de la infancia–dijo Carmen muchos años más tarde, cuando ambos habían recorrido sus propios laberintos y pudieron encontrarse a la salida. Lo extraño es que bastaba raspar un poco la superficie para ver que detrás de tus defensas clamabas por ayuda. Pero yo tampoco estaba lista para una buena relación, no había madurado y no podía darte el amor inmenso que necesitabas.

Después de su visita a los Morales, Gregory postergó con renovados pretextos el encuentro con su amiga. La idea de verla lo intimidaba, temía que los dos hubieran cambiado y no se reconocieran, o peor aún, que no se gustaran. Por último fue imposible inventar nuevas excusas y un par de semanas más tarde fue a visitarla. Prefirió sorprenderla y se apareció en el restaurante sin previo aviso, pero allí se enteró que había dejado el trabajo hacía pocos días. Joan y Susan lo recibieron exultantes, lo revisaron de pies a cabeza para comprobar si estaba entero, lo atosigaron de lasaña vegetariana y pasteles de pistacho y miel y por último le indicaron la calle donde podía hallar a Carmen.

Notó la transformación en la apariencia de las dos mujeres, llevaban unos pendientes visibles a la distancia, se habían cortado el pelo y Joan lucía colorete, a juzgar por el rubor injustificado de sus mejillas. Le explicaron entre risas que no podían seguir usando trenzas de piel roja o moños de abuela, los aretes de Tamar exigían algo de coquetería, eso nada tenía de malo, según habían descubierto algo tardíamente, es cierto, pero pensaban recuperar el tiempo perdido. Se puede ser feminista con estos chirimbolos en las orejas y con algo de maquillaje, no te asustes, hombre, no hemos renunciado a ninguno de nuestros postulados, le aseguraron.

Gregory quiso saber quién era Tamar y se apresuraron a explicarle que Carmen se había cambiado el nombre porque ahora se dedicaba tiempo completo a la fabricación de joyas, pretendía imponer un estilo y un nombre, y el suyo le parecía poco exótico. Se trasladaba cada mañana a la calle de los hippies a ofrecer su mercancía en una bandeja con patas.

Los puestos se sorteaban en una lotería diaria, sistema que evitaba las trifulcas de años anteriores cuando los vendedores ambulantes defendían a golpes el pequeño territorio de su preferencia. Para conseguir buena ubicación se debía madrugar, pero ella era muy disciplinada, dijeron Joan y Susan, así es que con seguridad la encontraría en la primera esquina, el sitio más solicitado porque quedaba cerca de la Universidad, donde se podían usar los baños.

Bordeaban la calle por ambas veredas comerciantes y modestos artesanos que se ganaban el pan con las ventas del día y sobrevivían de ilusiones metafísicas, ingenuidades políticas y drogas. Entre ellos pululaban unos cuantos dementes, atraídos quien sabe por qué misterioso imán. El gobierno había recortado los fondos para los servicios médicos, dejando sin recursos a los ya empobrecidos hospitales psiquiátricos, que se veían en la obligación de soltar a los pacientes. Los enfermos se las arreglaban mediante la caridad ajena en verano y luego eran recogidos en invierno para evitar el bochorno de los cadáveres ateridos en la vía pública. La policía ignoraba a esos pobres locos, a menos que fueran agresivos.

Los vecinos los conocían, les habían perdido el miedo y no tenían inconveniente en alimentarlos cuando empezaban a languidecer de hambre. A menudo no se distinguían de los hippies drogados, pero algunos eran inconfundibles y famosos, como un bailarín vestido con malla traslúcida y capa flamígera de arcángel caído, que flotaba silencioso en punta de pies sobresaltando a los pasantes distraídos. Entre los más célebres estaba un infeliz visionario que leía la suerte en unos naipes de su invención y andaba siempre gimiendo por los horrores del mundo. Desesperado ante tanta maldad y codicia, un día no pudo más y se arrancó los ojos con una cuchara en el medio de la vía pública. Lo retiró un ambulancia y poco después estaba de regreso, callado y sonriente porque ya no veía la cruel realidad. Alguien perforó huecos en sus naipes para que pudiera diferenciarlos y continuó adivinando la suerte a los transeúntes, ahora con mayor éxito porque se había convertido en leyenda.

Entre ellos Gregory buscó a su amiga. Se abrió paso en el tumulto y el bullicio de la calle sin verla, se encontraban en época de Navidad y una muchedumbre bullente ocupaba las veredas en los afanes de las últimas compras. Cuando por fin dio con ella, tardó unos segundos en acomodar esa imagen a la que guardaba entre sus recuerdos. Estaba sentada en un banquillo detrás de una mesa portátil donde se exponían sus obras en refulgentes hileras; el pelo le caía en desorden sobre los hombros, llevaba un chaleco de odalisca bordado de arabescos, los brazos cubiertos de pulseras y un extraño vestido oscuro de algodón atado como una túnica a la cintura por una cadena de monedas de plata y cobre. Atendía a una pareja de turistas que seguramente hicieron el viaje desde su granja en el medio este para ver de cerca los espantos de Berkeley que habían atisbado por televisión. No se percató de la presencia de Gregory y él se mantuvo a distancia, observándola disimulado por el trajín de la gente. En esos minutos recordó cuántas cosas había compartido con ella, los calientes sueños de la adolescencia, las ilusiones que ella le había provocado, y creyó amarla desde la época remota en que durmieron en la misma cama, el día de la muerte de su padre. Le pareció muy cambiada, había seguridad y apostura en sus modales, sus rasgos latinos se habían acentuado: los ojos más negros, los gestos ampulosos, la risa más atrevida. Los viajes habían agudizado la intuición de su amiga y la habían hecho más astuta, de ahí su cambio de nombre y de estilo. Para entonces se había acuñado la palabra «étnico» para designar lo proveniente de sitios que nadie podía ubicar en el mapa y ella se la apropió, porque adivinó que en ese medio nadie luciría con orgullo las joyas de una humilde chicana. En su mesa había un letrero anunciando Tamar, joyas étnicas.

Desde el jugar donde se encontraba, Gregory escuchó su charla con los clientes, les decía que era gitana y ellos vacilaban, temiendo que los engañara en la transacción. Hablaba con un ligero acento que antes no tenía. Gregory la sabía incapaz de fingirlo por afectación, pero bien podía haberlo adoptado por travesura, igual como se inventaba un pasado misterioso, más por amor a la broma que por vocación de embustera. Si alguien le hubiera recordado que era la hija repudiada de un par de inmigrantes ilegales de Zacatecas, ella misma se hubiera sorprendido. En sus cartas le contaba la extravagante autobiografía que iba creando en capítulos, como un folletín de televisión, y él le advirtió en más de una ocasión que tuviera cuidado, porque de tanto repetir esas mentiras acabaría creyéndolas. Ahora, al verla a pocos metros de distancia comprendía que Carmen se había transformado en la protagonista de su propia novela y que Tamar calzaba mejor a la pintoresca vendedora de abalorios. En ese instante ella levantó la vista y al verlo se le escapó un grito.

Se abrazaron largo como un par de niños perdidos y finalmente ambos buscaron la boca del otro y se besaron trémulos con la pasión que habían cultivado en años de fantasías secretas. Carmen guardó todo de prisa, plegó su mesa y los dos partieron empujando un carrito de mercado donde iban las cajas con joyas, mirándose con avidez, en busca de un lugar donde hacer el amor.

La urgencia era tal que no se dieron tiempo para hablar de nada, necesitaban tocarse, explorarse y comprobar que el otro era tal cual lo habían imaginado. Ella no quiso compartir a Gregory con Joan y Susan, temió que si iban a su casa el encuentro sería inevitable y por muy discretas que las dos mujeres fueran sería bien difícil eludir su compañía, él pensó lo mismo y sin consultarla la condujo a un motel pobretón sin otra ventaja que la cercanía. Allí se desnudaron atropelladamente y rodaron sobre la cama aturdidos de ansiedad, hambrientos. El primer abrazo fue intenso y violento, se embistieron sin preámbulos en un tumulto de jadeos y sábanas, se agredieron sin darse tregua y después cayeron derrotados en un sopor profundo durante unos minutos.

Carmen despertó primero y se incorporó para observar a ese hombre con quien había crecido y sin embargo ahora le parecía un extraño. Había soñado infinitas veces con él y ahora lo tenía desnudo al alcance de su boca. La guerra lo había tallado a martillazos, estaba más delgado y musculoso, los tendones resaltaban como cuerdas bajo la piel y en una pierna tenía las venas marcadas y azules, resabios del accidente de sus tiempos de peón. Aun dormido estaba tenso. Lo besó con melancolía, había imaginado un encuentro muy diferente, no esa especie de mutua violación, esa batalla descarnada, no habían hecho el amor, sino algo que la dejó con sabor a pecado. Le pareció que él no estaba enteramente allí, su espíritu andaba ausente, no la había abrazado a ella sino a quien sabe cuál fantasma de su pasado o de sus pesadillas, faltó ternura, complicidad, buen humor, no lo oyó murmurar su nombre ni la miró a los ojos. Tampoco ella había estado en su mejor día, pero no supo en qué había fallado, Gregory marcó el ritmo y todo sucedió tan desesperadamente que ella se perdió en una oscura jungla y ahora emergía caliente, húmeda, un poco adolorida y triste.

Los fracasos en el amor no habían destruido su capacidad de ternura. Abierta para recibirlo, se estrelló contra la insospechada resistencia de este amigo a quien había esperado desde la niñez, pero lo atribuyó a las privaciones de la guerra y no perdió la esperanza de encontrar una rendija por donde metérsele en el alma. Se inclinó para besarlo otra vez y él despertó sobresaltado, a la defensiva, pero al reconocerla sonrió y por primera vez pareció relajado. La tomó por los hombros y la atrajo.

— Eres solitario y peleador, como vaquero de película, Greg. — No he montado un caballo en mi vida, Carmen.

No sabía cuán acertado era el diagnóstico de su amiga ni cuán profé–tico. La soledad y la lucha determinaron su destino. Le volvieron en tropel los recuerdos que procuraba mantener a raya, y sintió una profunda amargura, imposible de compartir con nadie, ni siquiera con ella en ese instante de intimidad. Había crecido como la maleza del patio de su casa, sin agua ni jardinero, entre los desvaríos meta–físicos de su padre, los silencios inconmovibles de su madre, el rencor tenaz de su hermana y la violencia del barrio, soportando agresiones por el color de su piel y por las rarezas de su familia, dividido siempre entre los llamados de un corazón sentimental y esa fiebre combativa, esa energía salvaje que le hacía arder la sangre y perder la cabeza. Una parte lo doblegaba ante la compasión y otra lo impulsaba al desenfreno. Vivía atrapado en la perenne indecisión de esas fuerzas opuestas que lo partían en dos mitades irreconciliables, una zarpa desgarrándolo por dentro, separándolo de los demás. Se sentía condenado a la soledad. Acéptalo de una vez y deja de pensar en eso, Gregory, nacemos, vivimos y morimos solos, le había asegurado Cyrus, la vida es confusión y sufrimiento, pero sobre todo es soledad. Hay explicaciones filosóficas. pero si prefieres el cuento del Jardín del Edén, considera que ése es el castigo de la raza humana por haber mordido el fruto del conocimiento. Esa idea le provocaba a Reeves un fogonazo de rebeldía, no había renunciado a la ilusión de su infancia, cuando esperaba que la angustia de estar vivo desapareciera por encanto. En esos años, cuando se escondía en la bodega de su casa preso de un miedo irracional, imaginaba que un día despertaría liberado para siempre de ese dolor sordo al centro de su cuerpo, todo era cuestión de ajustarse a los principios y reglamentos de la decencia. Sin embargo no había sido así. Pasó por los ritos de iniciación y las sucesivas etapas de la ruta hacia la virilidad, se formó solo, con callado aguante, a golpes y porrazos, fiel al mito nacional del individuo independiente, orgulloso y libre. Se consideraba un buen. ciudadano dispuesto a pagar sus impuestos y defender a su patria, pero en alguna parte había una trampa insidiosa y en vez de la supuesta recompensa seguía empantanado. No fue suficiente cumplir y cumplir, la vida era una novia insaciable, exigía siempre más esfuerzo y más coraje. En Vietnam aprendió que para sobrevivir era necesario violar muchas reglas, el mundo no era de los tímidos sino de los audaces, en la vida real le iba mejor al villano que al héroe. No había una resolución moral en la guerra, tampoco había vencedores, todos formaban parte de la misma descomunal derrota. y ahora en la vida civil le parecía que también era así, pero estaba determinado a escapar a esa maldición. Treparé a los Palos superiores de este gallinero, aunque tenga que pasar por encima de mi propia madre, se decía a menudo cuando se afeitaba frente al espejo del baño, a ver si de tanto repetírselo lograba superar la sensación de abatimiento con que se despertaba cada mañana. No estaba dispuesto a hablar de esas cosas con nadie, ni siquiera con Carmen. Sintió en la boca el roce del pelo de ella, aspiró su olor de sirena brava y se abandonó de nuevo a los reclamos del deseo. Vio su cuerpo cimbreante en la penumbra de las cortinas, oyó su risa y sus quejidos, sintió el temblor de sus pezones en las palmas de sus manos y por un instante demasiado breve se creyó redimido de su anatema de solitario, pero enseguida los latidos acelerados de su vientre y el tambor caótico de su corazón terminaron con esa quime ra y se sumergió más y más en el abismo absoluto del placer, el último y más profundo aislamiento.

Se vistieron mucho después, cuando la necesidad de respirar aire fresco y comer algo más que pizza fría y cervezas tibias, único servicio del hotel, les devolvió el sentido de la realidad. Tuvieron tiempo de acariciarse con más calma y ponerse al día del pasado, de terminar las conversaciones iniciadas por teléfono durante años, de rememorar a Juan José, de contarse las ilusiones rotas, los amores fracasados, los proyectos inconclusos, las aventuras y los dolores acumulados. En esas horas Carmen comprobó que a Gregory no sólo le había cambiado el cuerpo, sino también el alma, pero supuso que con el tiempo se le irían borrando los malos recuerdos y volvería a ser el de antes, el buen amigo sentimental y divertido con quien ganaba concursos de rock n' roll, el confidente, el hermano. No, hermano ya nunca más, se dijo con pesar. Cuando se les agotó la curiosidad de explorarse, se pusieron la ropa y salieron a la calle, dejando el carrito con la bisutería en el cuarto. Sentados ante humeantes jarros de café y tostadas crujientes, se miraron en la luz rojiza de la tarde y se sintieron incómodos. No sabían qué era esa sombra instalada entre los dos, pero ninguno pudo ignorar su pernicioso efecto. Habían satisfecho los apremios del deseo, pero no hubo verdadero encuentro, no se fundieron en un solo espíritu ni se les reveló un amor capaz de transformarles las vidas, como habían imaginado. Una vez vestidos y apaciguados comprendieron cuán divergentes eran sus caminos, estaban de acuerdo en muy poco, sus intereses eran diferentes, no compartían planes ni valores. Cuando Gregory expuso sus ambiciones de convertirse en abogado con éxito y hacer dinero, ella pensó que bromeaba, esa voracidad no calzaba para nada con él, dónde habían quedado los ideales, los libros inspirados y los discursos de Cyrus con que tantas veces la aburriera en la adolescencia y de los cuales ella se burlaba para molestarlo, pero a la larga había hecho suyos. Por años se había juzgado a sí misma como más frívola y lo había considerado como su guía, ahora se sentía traicionada. Por su parte a Gregory no le daba la paciencia para escuchar las opiniones de Carmen sobre ningún tema importante, desde la guerra hasta los hippies, le parecían disparates de una muchacha consentida y bohemia que nunca había pasado verdadera necesidad. El hecho de que se sintiera plenamente realizada vendiendo prendas en la calle y pensara pasar el resto de su existencia como una vagabunda empujando su carrito y viviendo del aire, codo a codo con dementes y fracasados, era prueba suficiente de su inmadurez.

— Te has convertido en un capitalista–lo acusó Carmen horrorizada. — ¿Y por qué no? ¡Tú no tienes la menor idea de lo que es un capitalista! — replicó Gregory y ella no pudo explicar lo que tenía atravesado en el pecho y se enredó en divagaciones que sonaron como burum–balla de adolescente.

Habían pagado la pieza del hotel por otra noche, pero después de terminar en silencio la tercera taza de café, cada uno aislado en sus pensamientos, y de pasear un rato mirando el espectáculo de la calle al anochecer, ella anunció que debía recoger sus cosas del hotel y volver a su casa porque tenía mucho trabajo pendiente. Eso le evitó a Reeves el mal rato de inventar una excusa. Se separaron con un beso rápido en los labios y la promesa vaga de visitarse muy pronto. No volvieron a comunicarse hasta casi dos años más tarde, cuando Carmen Morales lo llamó para pedirle ayuda, debía rescatar a un niño del otro lado del mundo.

Timothy Duane invitó a Gregory Reeves a una cena en casa de sus padres y sin proponérselo le dio el empujón que necesitaba para elevarse. Duane había recibido a su amigo con el apretón de manos de costumbre, como si acabara de volver de unas cortas vacaciones, y sólo el brillo de sus ojos delató la emoción que sentía al verlo, pero tal como todos los demás, se negó a saber detalles de la guerra. Gregory tenía la impresión de haber cometido algo vergonzoso, regresar de Vietnam era el equivalente a salir de la cárcel después de una larga condena, la gente fingía que nada había sucedido. Lo trataban con exagerada cortesía o lo ignoraban por completo, no había lugar para los combatientes fuera del campo de batalla.

La cena en casa de los Duane fue aburrida y formal. Le abrió la puerta una vieja negra y hermosa de flamante uniforme, que lo condujo a la sala. Maravillado, comprobó que no había un centímetro cuadrado de pared o de suelo sin adornos la profusión de cuadros, tapices, esculturas, muebles, alfombras y plantas no dejaban un espacio de serenidad para descansar la vista. Había mesas con incrustaciones de nácar y filigranas de oro, sillas de ébano con almohadones de seda, jaulas de plata para pájaros embalsamados y una colección de porcelanas y cristales digna de museo. Timothy le salió al encuentro. — ¡Qué lujo! — se le escapó a Reeves a modo de saludo. — Ella es el único lujo de esta casa. Te presento a Bel Benedict–replicó su amigo señalando a la mucama, que en verdad parecía una escultura africana.

Gregory conoció por fin al padre de su amigo de quien tan mal había oído hablar al hijo, un patriarca engolado y seco incapaz de intercambiar dos frases sin dejar sentada su autoridad. Esa noche pudo haber sido abominable para Gregory si no es por las orquídeas que salvaron la reunión y le abrieron las puertas en su carrera de abogado. Su amigo Balcescu lo había iniciado en el vicio sin retorno de la botánica, que comenzó con una pasión por las rosas y con los años se extendió a otras especies. En ese palacete atiborrado de objetos preciosos lo que más llamó su atención fueron las orquídeas de la madre de Timothy. Las había de mil formas y colores, plantadas en maceteros, colgando de los techos en cortezas de árboles y creciendo como una selva en un jardín interior donde la señora había reproducido un clima amazónico. Mientras los demás tomaban café, Gregory se escabulló al jardín a admirarlas y allí encontró a un anciano de cejas diabólicas y firme estampa, igualmente entusiasmado con las flores. Comentaron sobre las plantas, ambos sorprendidos de los conocimientos del otro. El hombre resultó ser uno de los abogados más famosos del país, un pulpo cuyos tentáculos abarcaban todo el oeste, y al enterarse de que buscaba trabajo le pasó su tarjeta y lo invitó a conversar con él. Una semana más tarde lo contrató en su firma.

Gregory Reeves era uno más entre sesenta profesionales, todos igualmente ambiciosos, pero no todos tan determinados, a las órdenes de los tres fundadores que se habían hecho millonarios con la desgracia ajena. El bufete ocupaba tres pisos de una torre en pleno centro, desde donde la bahía asomaba enmarcada en acero y vidrio. Las ventanas no se podían abrir, se respiraba aire de máquinas y un sistema de luces disimuladas en los techos creaba la ilusión de un eterno día polar. El número de ventanas de cada oficina determinaba la importancia de su ocupante, al principio no tuvo ninguna y cuando se retiró siete años más tarde podía jactarse de dos en esquina por donde apenas vislumbraba el edificio del frente y un trozo insignificante de cielo, pero que representaban su ascenso en la firma y en la escala social. También tenía varios maceteros con plantas y un noble sofá de cuero inglés, capaz de soportar mucho maltrato sin perder su estoica dignidad. Por ese mueble desfilaron varias colegas y un número indeterminado de secretarias, amigas y clientas que hicieron más llevaderos los aburridos casos de herencias, seguros e impuestos que le tocó resolver. Al poco tiempo su jefe lo visitó con el pretexto de intercambiar información sobre una rara variedad de hele chos y después lo invitó a almorzar un par de veces. Al observarlo desde la distancia había detectado la agresividad y la energía de su nuevo empleado y pronto le envió casos más interesantes para probar sus garras. Excelente, Reeves, siga por este camino y antes de lo esperado tal vez sea mi socio, lo felicitaba de vez en cuando. Gregory sospechaba que lo mismo le decía a otros empleados, pero en veinticinco años muy pocos habían alcanzado tal posición en la firma. No tenía vanas esperanzas de un ascenso importante, sabia que lo explotaban, trabajaba entre diez y quince horas diarias, pero lo consideraba parte del entrenamiento para volar solo algún día y no se quejaba. La ley era una telaraña de burocracias, y la habilidad consistía en ser araña y no mosca, el sistema judicial se había convertido en una suma de reglamentos tan enredados que ya no servían para lo cual se habían creado y lejos de impartir justicia, la complicaban hasta la demencia. Su propósito no residía en buscar la verdad, castigar a los culpables o recompensar a las víctimas, como le habían enseñado en la universidad, sino en ganar la causa por cualquier medio a su alcance; para tener éxito debía conocer hasta los más absurdos resquicios legales y usarlos en su provecho. Ocultar documentos, confundir testigos y falsear datos eran prácticas corrientes, el desafió radicaba en hacerlo con eficiencia y discreción. El garrote de la ley no debía caer jamás sobre clientes capaces de pagar a los astutos abogados de la firma.

Su vida tomó un rumbo que hubiera espantado a su madre y a Cyrus, perdió buena parte de la ilusión en su trabajo, lo consideraba sólo una escala para trepar. Tampoco la tenía en otros aspectos de su existencia, mucho menos en el amor o la familia. El divorcio de Samantha terminó sin agresiones innecesarias, con un arreglo acordado por ambos en un restaurante italiano, entre dos vasos de vino chianti. No tenían nada valioso para repartir, Gregory aceptó pagarle una pensión y correr con los gastos de Margaret. Al despedirse le preguntó si podía llevarse los barriles con los rosales, que a causa de tan largo abandono estaban convertidos en palos secos, pero sentía el deber de resucitarlos. Ella no tuvo inconveniente y le ofreció también la tina de madera del fallido parto acuático, donde tal vez podría cultivar una selva doméstica.

Al principio Gregory hacía viajes semanales a ver a su hija, pero pronto las visitas se espaciaron, la niña lo aguardaba con una lista de cosas para que le comprara y una vez satisfechos sus caprichos lo ignoraba y parecía molesta con su presencia. No se comunicó con Judy o con su madre y por un buen tiempo tampoco llamó a Carmen, se justificaba diciéndose que estaba muy ocupado con su trabajo.

Las relaciones sociales constituían parte fundamental del éxito en la carrera, las amistades sirven para abrir puertas, le dijeron sus colegas en la oficina. Debía estar en el lugar preciso en el momento oportuno y con la gente adecuada. Los jueces compartían el club con los abogados que luego encontraban en los tribunales, entre amigos se entendían. Los deportes no eran su fuerte, pero se obligó a jugar golf porque le daba oportunidad de hacer contactos. Tal como había planeado, adquirió un bote con la idea de vestirse de blanco y navegar acompañado por colegas envidiosos y mujeres envidiables, pero nunca entendió los caprichos del viento ni los secretos de las velas, cada paseo por la bahía resultaba un desastre y la nave murió abandonada en el muelle con nidos de gaviotas en los mástiles y cubierta de una cabellera de algas podridas.

Gregory pasó una infancia de pobreza y una juventud de escasez, pero se había nutrido de películas que le dejaron el gusto por la gran vida. En el cine de su barrio vio hombres en traje de smoking, mujeres vestidas de lamé y mesas de cuatro candelabros atendidas por sirvientes de uniforme. Aunque todo aquello pertenecía a un pasado hipotético de Hollywood y no tenía aplicación práctica en la realidad, igual lo fascinaba. Tal vez por eso se enamoró de Samantha, resultaba fácil imaginarla en el papel de una rubia gélida y distinguida del cine.

Encargaba sus trajes a un sastre chino, el más caro de la ciudad, el mismo que vestía al anciano de las orquídeas y a otros magnates, compraba camisas de seda y usaba colleras de oro con sus iniciales. El sastre resultó buen consejero y le impidió usar zapatos de dos colores, corbatas a lunares, pantalones a cuadros y otras tentaciones, hasta que poco a poco Reeves afinó el gusto en materia de vestuario. Con la decoración de su casa también tuvo una eficiente maestra. Al principio compró a crédito cuanto ornamento llamaba su atención, mientras más grande y elaborado, mejor, tratando de reproducir en pequeña escala la casa de los padres de Timothy Duane, porque pensaba que así viven los ricos, pero por mucho que se endeudara no lograba financiar semejantes extravagancias. Empezó a coleccionar muebles antiguos de segunda mano, lámparas de lágrimas, jarrones y hasta un par de abisinios de bronce, tamaño natural, con turbante y babuchas.

Su hogar iba camino a convertirse en un bazar de turquerías, cuando se cruzo en su destino una joven decoradora que lo salvó de las consecuencias del mal gusto. La conoció en una fiesta y esa misma noche iniciaron una apasionada y fugaz relación muy importante para Gregory, porque nunca olvidó las lecciones de esa mujer. Le enseñó que la ostentación es enemiga de la elegancia, idea totalmente contraria a los preceptos del barrio latino y que a él jamás se le habría ocurrido, y procedió a eliminar sin miramientos casi todo el contenido de la casa, incluyendo a los abisinios, que vendió a precio exorbitante al hotel Saint Francis, donde pueden verse hasta el día de hoy en la entrada del bar. Sólo dejó la cama imperial, los barriles de las rosas y la tina de los partos convertida en vivero de plantas. En las cinco semanas de romance compartido transformó la casa dándole un ambiente sencillo y funcional, ordenó pintar las paredes de blanco y alfombrar el suelo color arena, y enseguida acompañó a Gregory a comprar unos cuantos muebles modernos.

Fue enfática en sus instrucciones: poco pero bueno, colores neutros, mínimo de adornos y ante la duda, abstente. Gracias a sus consejos la casa adquirió austeridad de convento y así se mantuvo hasta que su dueño se casó, varios años mas tarde.

Reeves no hablaba jamás de su experiencia en Vietnam, en parte porque nadie quiso oírlo, pero sobre todo porque pensaba que el silencio lo curaría finalmente de sus recuerdos.

Había partido dispuesto a defender los intereses de su patria con la imagen de los héroes en la mente y había vuelto vencido, sin entender para qué los suyos morían por millares y mataban sin remordimientos en tierra ajena. Para entonces la guerra, que al comienzo contaba con el apoyo eufórico de la opinión pública, se había convertido en una pesadilla nacional, y las protestas de los pacifistas se habían extendido, desafiando al gobierno. Nadie se explicaba que fuera posible enviar viajeros al espacio y no hubiera manera de acabar ese conflicto sin fin. A su regreso los soldados enfrentaban una hostilidad más feroz que la de sus enemigos, en vez del respeto y la admiración prometidos al reclutarlos. Eran señalados como asesinos, a nadie le importaban sus padecimientos. Muchos que soportaron sin doblegarse los rigores de la batalla se quebraron al volver, cuando comprobaron que no había lugar para ellos.

— Este es un país de triunfadores, Greg, lo único que nadie perdona es el fracaso–le dijo Timothy Duane-.

— No es la moral o la justicia de esta guerra la que cuestionamos, nadie quiere saber de los muertos propios y mucho menos de los aje nos, lo que nos tiene jodidos es que no hemos ganado y vamos a salir de allí con la cola entre las piernas.

— Aquí muy pocos saben lo que es realmente la guerra, Tim, Nunca hemos sido invadidos por el enemigo ni bombardeados, llevamos un siglo peleando, pero desde la Guerra Civil no se oye un cañonazo en nuestro territorio. La gente no sospecha lo que es una ciudad bajo fuego. Cambiarían de criterio si sus hijos murieran reventados en una explosión, si sus casas fueran reducidas a ceniza y no tuvieran qué echarse a la boca–replicó Reeves en la única oportunidad en que habló del tema con su amigo.

No gastó energías en lamentos gratuitos y con la misma determinación que empleó en salir vivo de Vietnam, se propuso superar los obstáculos sembrados en su camino. No se apartó un pelo de la decisión de salir adelante tomada en la cama de un hospital de Hawai, y tan bien lo logró que al finalizar la guerra, unos años más tarde, estaba convertido en el paradigma del hombre de éxito y manejaba su existencia con la atrevida pericia de malabarista con la cual Carmen mantenía cinco cuchillos de carnicero en el aire. Para entonces había conseguido casi todo lo ambicionado, disponía de más dinero, mujeres y prestigio del que nunca soñó, pero no estaba tranquilo. Nadie supo de la angustia que pesaba en sus hombros como un saco de piedras, porque tenía el aire de jactancia y desenfado de un truhán, excepto Carmen a quien nunca pudo ocultársela, pero tampoco ella pudo ayudarlo.

— Lo que pasa contigo es que estás en la arena de una plaza de toros, pero no tienes instinto de matador–le decía.

¿Qué buscaba yo en las mujeres? Todavía no lo sé. No se trataba de encontrar la otra mitad de mi alma para sentirme completo, ni nada que se le parezca. En aquellos tiempos no estaba maduro para esa posibilidad, andaba detrás de algo enteramente terrenal. A mis compañeras les exigía algo que yo mismo no sabía nombrar y al no obtenerlo quedaba triste. A cualquier otro más avispado el divorcio, la guerra y la edad lo habrían curado de intenciones románticas, pero ése no fue mi caso. Por una parte trataba de llevar a casi todas las mujeres a la cama por puro afán sexual, y por otra me enfurruñaba cuando no respondían a mis secretas demandas sentimentales. Confusión, pura confusión. Durante varias décadas me sentí frustrado, después de cada cópula me asaltaba una melancolía rabiosa, un deseo de alejarme de prisa. Incluso con Carmen fue así, con razón no quiso verme por un par de años; debe haberme detestado.

Las mujeres son arañas devoradoras, si no te libras de ellas nunca podrás ser tú mismo y vivirás sólo para complacerlas, me advertía Timothy Duane, quien se juntaba todas las semanas con un grupo de hombres para hablar de la masculinidad amenazada por las vainas del feminismo. Nunca le hice caso, mi amigo no es buen ejemplo en este asunto.

En la juventud yo no tenía aplomo ni conocimientos para perseguir muchachas con algún método, lo hice con el atolondramiento de un cachorro y los resultados fueron desafortunados. A Samantha le fui fiel hasta aquella noche en la cual me tocó quitarle la bata de helado de fresa a una profesora de matemáticas que no deseaba, pero no estoy orgulloso de esa lealtad que ella no retribuyó, por el contrario, me porté tonto, además de cornudo.

Cuando de nuevo me encontré soltero me dispuse a aprovechar las ventajas de la revolución en las costumbres, habían desaparecido las antiguas estrategias de conquista, nadie temía al diablo, las malas lenguas o un embarazo inoportuno, de modo que puse a prueba la cama de mi casa, las de incontables hoteles y hasta los británicos resortes del sofá de mi oficina.

Mi jefe me advirtió secamente que perdería el puesto de inmediato si recibía quejas de las empleadas. No le hice caso, pero tuve suerte porque nadie reclamó o bien los chismes no llegaron a sus orejas. Con Timothy Duane reservábamos ciertas noches fijas a la semana para salir de parranda, intercambiábamos datos y hacíamos listas de candidatas. Para él era un deporte, para mí un delirio. Mi amigo era buen mozo, galante y rico, pero yo bailaba mejor, podía tocar de oído varios instrumentos y sabía cocinar, esas tonterías llaman la atención de algunas mujeres. Juntos nos creíamos irresistibles, pero supongo que lo éramos sólo porque nos interesaba la cantidad y no la calidad, salíamos con cualquiera que nos aceptara una invitación, no puedo decir que fuéramos selectivos. Ambos nos enamoramos el mismo día de una filipina desenfadada y codiciosa a quien atosigamos con atenciones en una veloz carrera a ver quién ganaba su corazón, pero ella estaba mucho más adelantada y nos anunció sin preámbulos que pensaba hacerlo con los dos. Aquel acuerdo salomónico fracasó al primer intento, no pudimos soportar la competencia. A partir de entonces nos repartíamos a las muchachas de modo tan prosaico, que si ellas lo hubieran sospechado jamás nos habrían aceptado. Tenía varios nombres en mi agenda y las llamaba regularmente, ninguna era fija y a ninguna le hacía promesas, el arreglo me quedaba cómodo, pero no me bastaba, apenas se me atravesaba otra más o menos interesante me lanzaba tras ella con la misma urgencia con que luego la dejaba.

Supongo que me impulsaba la ilusión de encontrar un día a la compañera ideal que justificara la búsqueda, igual como bebía vino, a pesar de que alborotaba mis alergias, esperando dar con la botella perfecta, o como hacía turismo por el mundo en verano, corriendo de una ciudad a otra en una agotadora persecución del lugar maravilloso donde estaría totalmente a gusto. Buscando, buscando siempre, pero buscando fuera de mí mismo.

En esa etapa de mi vida la sexualidad equivalía a la violencia de la guerra, era una forma maligna de establecer contacto que a fin de cuentas me dejaba un terrible vacío. Entonces no sabía que en cada encuentro aprendía algo, que no caminaba en círculos como un ciego, sino en una lenta espiral ascendente. Estaba madurando con un esfuerzo colosal, tal como Olga me había dicho. Eres un animal muy fuerte y testarudo, no tendrás una vida fácil, te tocará aguantar muchos palos, me pronosticó. Ella fue mi primera maestra en aquello que habría de determinar una buena parte de mi carácter. A los dieciséis años no sólo me hizo practicar travesuras eróticas, su lección más importante fue sobre los fundamentos de una verdadera pareja. Me enseñó que en el amor los dos se abren, se aceptan, se rinden. Fui afortunado, pocos hombres tienen ocasión de aprender eso en la juventud, pero no supe entenderlo y pronto lo olvidé. El amor es la música y el sexo es sólo el instrumento, me decía Olga, pero tardé más de media vida en encontrar mí centro y por eso me costó tanto aprender a tocar la música. Perseguí el amor con tenacidad donde no podía hallarlo, y en las contadas ocasiones en que lo tuve ante los ojos fui incapaz de verlo. Mis relaciones fueron rabiosas y fugaces, no podía rendirme ante una mujer ni aceptarla. Así lo intuyó Carmen en la única ocasión en que compartimos la cama, pero ella misma no había vivido todavía una relación plena, era tan ignorante como yo, ninguno podía conducir al otro por los caminos del amor.

Tampoco ella había experimentado la intimidad absoluta, todos sus compañeros la habían ofendido o abandonado, no confiaba en nadie y cuando quiso hacerlo conmigo también la defraudé. Estoy convencido de que intentó de buena fe recibirme en su alma tanto como en su cuerpo, Carmen es puro cariño, instinto y compasión, la ternura no le cuesta nada, pero yo no estaba listo y después, cuando intenté aproximarme, era muy tarde. Inútil llorar sobre la leche derramada, como dice doña Inmaculada, la vida nos depara muchas sorpresas y a la luz de las cosas que me han ocurrido ahora, tal vez fue mejor así.

En esa etapa las mujeres, como la ropa o el automóvil, eran símbolos de poder, se sustituían sin dejar huellas, como luciérnagas de un largo e inútil delirio. Si alguna de mis amigas lloró en secreto ante la imposibilidad de atraerme hacia una relación profunda, no la llevo en la memoria, igual como tampoco tengo el registro de las compañeras casuales. No deseo evocar los rostros de las amantes del tiempo de desenfreno, pero si quisiera hacerlo creo que sólo hallaría páginas en blanco.

Los Morales recibieron la carta que cambiaría el rumbo de Carmen y se la leyeron por teléfono: Señorita Carmen le encargo mi hijo porque su hermano Juan José quería que creciera en los Estados Unidos. El niño se llama Daí Morales, tiene un año y nueve meses, es muy sano. Será un buen hijo para usted y un buen nieto para sus honorables abuelos. Por favor venga a buscarlo pronto. Estoy enferma y no viviré mucho más. La saluda con respeto, Thui Nguyen. — ¿Sabías que Juan José tenía una mujer por allá lejos? — Preguntó Pedro Morales con la voz cascada por el esfuerzo de mantenerse sereno, mientras Inmaculada estrujaba un pañuelo en la cocina vacilando entre la dicha de saber que tenía otro nieto y las dudas sembradas por su marido de que el asunto olía a fraude.

— Si, también sabía lo del hijo–mintió Carmen, a quien le tomó menos de quince segundos adoptar a la criatura en su corazón. — No tenemos pruebas de que Juan José sea el padre. — Mi hermano me lo dijo por teléfono.

— La mujer puede haberlo engañado. No sería la primera vez que atrapan a un soldado con ese cuento. Siempre se sabe quién es la madre, pero no se puede estar seguro del padre.

— Entonces usted tampoco puede estar seguro de que yo soy su hija, papá.

— ¡No me faltes el respeto! ¿Y si lo sabias por qué no nos avisaste? — No quería preocuparlos. Pensé que nunca conoceríamos al niño. Iré a buscar al pequeño Daí.

— No será fácil. Carmen. En este caso no podemos pasarlo por la frontera escondido debajo de una pila de lechugas, como han hecho algunos amigos mexicanos con sus hijos. — Lo traeré, papá, puedes estar seguro.

Cogió el teléfono y llamó a Gregory Reeves con quien no se había comunicado desde hacía mucho y le contó la noticia sin preámbulos, tan conmovida y entusiasmada con la idea de convertirse en madre adoptiva, que olvidó por completo manifestar algún signo de compasión por la mujer moribunda o preguntarle a su amigo cómo le había ido en tanto tiempo sin hablarse. Seis horas más tarde él le anunció visita para ponerla al día sobre los detalles, entretanto había hecho algunas indagaciones y Pedro Morales tenía razón, sería bastante engorroso entrar el niño al país.

Se encontraron en el restaurante de Joan y Susan, ahora tan renombrado que aparecía en guías de turismo. La comida no había variado, pero en vez de trenzas de ajos en las paredes, colgaban afiches feministas, retratos firmados de las ideólogas del movimiento, caricaturas del tema y en un rincón de honor el célebre sostén ensartado en un palo de escoba que las dueñas del local convirtieron en un símbolo dos años antes.

Las dos mujeres se habían esponjado con la buena marcha de sus finanzas y mantenían intactas sus cálidas maneras. Joan tenía amores con el gurú más solicitado de la ciudad, el rumano Balcescu, quien ya no predicaba en el parque sino en su propia academia, y Susan había heredado de su padre un pedazo de tierra donde cultivaban verduras orgánicas y criaban unos pollos felices, que en vez de crecer de a cuatro por jaula alimentados con productos químicos, circulaban en plena libertad picoteando granos auténticos hasta el momento de ser desplumados para las pailas del restaurante. En el mismo lugar Balcescu plantaba marihuana hidropónica, que se vendía como pan caliente, sobre todo en Navidad. Sentados a la mejor mesa del comedor, junto a una ventana abierta a un jardín salvaje, Carmen reiteró a su amigo que adoptaría a su sobrino aunque tuviera que pasar el resto de su existencia plantando arroz en el sudeste asiático. Nunca tendré un hijo propio, pero este niño es como si lo fuera porque lleva mi misma sangre, además tengo el deber espiritual de hacerme cargo del hijo de Juan José y ningún servicio de inmigración del mundo podrá impedírmelo, dijo. Gregory le explicó con paciencia que la visa no era el único problema, los trámites pasaban por una agencia de adopción que examinaría su vida para comprobar si era una madre adecuada y si podía ofrecerle un hogar estable al chiquillo. — Te harán preguntas incómodas. No aprobarán que pases el día en la calle entre hippies, drogados, dementes y mendigos, que no tengas un ingreso fijo, seguro médico, previsión social y horarios normales. ¿Dónde vives ahora?

— Bueno, por el momento duermo en mi automóvil en el patio de un amigo. Me compré un Cadillac amarillo del año 49, una verdadera reliquia, tienes que verlo.

— ¡Perfecto, eso le encantará a la agencia de adopción!

— Es una situación temporal, Greg. Estoy buscando un apartamento.

— ¿Necesitas plata?

— No. Me va muy bien en las ventas, gano más que nadie en toda la calle y gasto poco. Tengo algunos ahorros en el banco. — ¿Y entonces por qué vives como una pordiosera? Francamente dudo que te den al chico, Carmen.

— ¿Puedes llamarme Tamar? Ese es mi nombre ahora.

— Trataré, pero me cuesta, siempre serás Carmen para mí. También preguntarán si tienes marido, prefieren a las parejas.

— ¿Sabías que allá tratan como perros a los hijos de americanos con mujeres vietnamitas? No les gusta nuestra sangre. Da¡ estará mucho mejor conmigo que en un orfelinato.

— Sí, pero no es a mí a quien debes convencer. Tendrás que llenar formularios, contestar preguntas y probar que se trata en verdad de tu sobrino. Te advierto que esto demorará meses, tal vez años. — No podemos esperar tanto, para algo te llamé, Gregory. Tú conoces la ley.

— Pero no puedo hacer milagros.

— No te pido milagros sino algunas trampas inofensivas para una buena causa.

Trazaron un plan. Carmen destinaría parte de sus ahorros a instalarse en un apartamento en un barrio decente, procuraría dejar las ventas callejeras y aleccionaría a los amigos y conocidos para responder las capciosas indagaciones de las autoridades. Preguntó a Gregory si se casaría con ella en el supuesto de que un marido fuera requisito indispensable, pero él le aseguró divertido que las leyes no eran tan crueles y con un poco de suerte no sería necesario llegar tan lejos. Ofreció en cambio ayudarla con dinero porque esa aventura sería costosa.

— Te dije que tengo unos ahorros. Gracias, de todos modos. — Guárdalos para mantener al muchacho, si es que consigues traerlo. Yo pagaré los pasajes y te daré algo para el viaje. — ¿Tan rico estás?

— Lo que tengo son deudas, pero siempre puedo conseguir otro préstamo, no te preocupes.

Tres meses más tarde, después de fastidiosos trámites en oficinas públicas y consulados, Gregory acompañó a su amiga al aeropuerto. Para despistar sospechas burocráticas Carmen se había despojado de sus disfraces, llevaba un traje sastre sin gracia y el pelo recogido; el único signo de un fuego no del todo extinguido era el pesado maquillaje de khol en los ojos, al cual no pudo renunciar. Se veía más baja, bastante mayor, y casi fea. Los senos desenfadados, que con sus blusas de gitana resultaban atrayentes, bajo la chaqueta oscura parecían un balcón. Gregory debió aceptar que el exótico personaje creado por ella superaba ampliamente la versión original y se prometió no volver a sugerir cambios en su estilo. No te asustes, apenas tenga a mi niño conmigo vuelvo a ser yo misma, dijo Carmen sonrojándose.

Se miraba en el espejo y no lograba encontrarse. En su maletín iba el pequeño dragón de madera que Gregory le había regalado en el último momento, para que te dé suerte, porque la vas a necesitar, le dijo. También llevaba una serie de documentos, fruto de la inspiración y la audacia, fotografías y cartas de su hermano Juan José, que pensaba utilizar sin contemplaciones por las normas de la honestidad. Reeves se había puesto en contacto con Leo Galupi, seguro de que su buen amigo conocía a todo el mundo y no existían obstáculos capaces de detenerlo. Aseguró a Carmen que podía confiar en ese simpático italiano de Chicago, a pesar de los rumores que lo señalaban como rufián.

Le achacaban haber amasado una fortuna en el mercado negro, por eso no regresaba a los Estados Unidos. La verdad era otra, el hombre había concluido su servicio hacía algún tiempo y no se quedó en Vietnam por el dinero fácil, sino por el gusto del desorden y la incer–tidumbre, había nacido para una vida de sobresaltos y allá estaba en su elemento. No tenía dinero, era un bandido doblegado por su propio corazón generoso. En años de negocios al margen de la ley había ganado mucho dinero, pero lo había gastado manteniendo parientes lejanos, ayudando amigos en desgracia y abriendo la bolsa cuando veía a alguien en necesidad. La guerra le daba oportunidad de hacer dinero en manejos turbios y por otra parte lo obligaba a gastarlo en incontables actos de compasión. Vivía en una bodega donde se acumulaban las cajas con sus mercancías, productos americanos para vender a los vietnamitas y rarezas orientales que ofrecía a sus compatriotas, desde aletas de tiburón para curar la impotencia hasta largas trenzas de doncella para fabricar pelucas, polvos chinos para sueños felices y estatuillas de dioses antiguos en oro y marfil. En un rincón había instalado una cocina a gas, donde solía preparar suculentas recetas sicilianas para consuelo de su nostalgia y para alimentar a media docena de niños mendigos que sobrevivían gracias a él.

Fiel a lo prometido a Gregory Reeves, estaba en el aeropuerto esperando a Carmen con un desmayado ramo de flores. Demoró en ubicarla, porque esperaba un torbellino de faldas, collares y pulseras, en cambio se encontró ante una señora anodina, agotada por la larga travesía y derretida de calor. Ella tampoco lo reconoció porque Gregory lo había descrito como un inconfundible mafioso y en cambio le pareció encontrarse ante un trovador escapado de una pintura, pero él llevaba un cartón con el nombre de Tamar y así se identificaron en la multitud. No te preocupes de nada, preciosa, de ahora en adelante yo me encargo de ti y todos tus problemas, le dijo besándola en ambas mejillas.

Cumplió su palabra. Le tocaría jurar en falso ante notario que Thui Nguyen no tenía familia, imitar la letra de Juan José Morales en cartas fraguadas donde se refería al embarazo de su novia, trucar fotografías donde ambos aparecían del brazo en diversos lugares, falsificar certificados y sellos, suplicar ante los funcionarios incorruptibles y sobornar a los sobornables, trámites que efectuaba con la naturalidad de quien ha chapaleado siempre en esas aguas. Era un hombre de buen porte, alegre y apuesto, con firmes rasgos mediterráneos y una brillante melena negra que ataba atrás en una breve coleta. Carmen le pidió que la acompañara a visitar a Thui Nguyen por primera vez, porque de tanto anticipar ese momento y tanto prepararse para el encuentro había perdido su habitual desplante y ante la sola idea de ver al niño le fallaban las rodillas, La mujer vivía en una habitación alquilada en un caserón que antes de la guerra debió pertenecer a una familia de comerciantes adinerados, pero ahora estaba dividido en cuartos para una veintena de inquilinos. Había tal confusión de gente en sus faenas, niños correteando, radios y televisores encendidos, que les costó dar con la habitación que buscaban. Les abrió la puerta una mujercita de nada, una sombra lívida con un pañuelo en la cabeza y un vestido de color indefinido.

Bastó una mirada para saber que Thui Nguyen no había mentido, estaba muy enferma. Seguramente siempre fue baja, pero parecía haberse reducido de súbito, como si el esqueleto se le hubiera achicado sin dar tiempo a la piel para acomodarse al nuevo tamaño; imposible calcularle la edad porque tenía una expresión milenaria en el cuerpo de una adolescente.

Los saludó con gran reserva, se disculpó por la incomodidad de su cuarto y los invitó a sentarse sobre la cama: enseguida les ofreció té y sin esperar respuesta puso agua a hervir en una hornilla instalada sobre la única silla disponible. En un rincón se divisaba un altar doméstico con una fotografía de Juan José Morales y ofrendas de flores, fruta e incienso. Traeré a Da¡, anunció y se alejó a pasos lentos.

Carmen Morales sentía golpes de remo en el pecho y temblaba a pesar de la humedad caliente que rezumaba por las paredes alimentando una flora verdosa en los rincones. Leo Galupi presintió que ése era el momento más intenso en la vida de esa mujer y tuvo el impulso de sostenerla en sus brazos, pero no se atrevió a tocarla. Daí Morales entró de la mano de su madre. Era un niño delgado y moreno. bastante alto para sus dos años, con el pelo erizado como un cepillo y una cara muy seria donde los ojos negros almendrados y sin párpados visibles eran el único rasgo oriental. Se veía igual a la fotografía que Inmaculada y Pedro Morales tenían de su hijo Juan José a la misma edad, sólo que no sonreía.

Carmen trató de ponerse de pie, pero le falló el alma y cayó sentada sobre la cama. Decidió con certeza demencial que esa criatura era la que se había ido por el desagüe de la cocina de Olga diez años antes, el niño que le estaba destinado desde el comienzo de los tiempos. Por un instante perdió la noción del presente y se preguntó con angustia qué estaba haciendo su hijo en esa mísera habitación. Thui dijo algo que sonó como un trino y el pequeño avanzó tímidamente y estrechó la mano de Leo Galupi. Thui lo corrigió con otro sonido de pájaro y él se volvió hacia Carmen esbozando un saludo similar. pero se encontraron los ojos y los dos se quedaron observándose por unos segundos eternos, como reconociéndose después de una larga separación. Por fin ella estiró los brazos, lo levantó y se lo montó a horcajadas sobre las rodillas. Era liviano como un gato. Daí se quedó quieto, en silencio. mirándola con expresión solemne. — Desde ahora ella es tu mamá–dijo en inglés Thui Nguyen y luego lo repitió en su lengua para que el hijo entendiera.

Carmen Morales pasó once semanas cumpliendo las formalidades de adopción de su sobrino y esperando la visa para llevarlo a su país. Pudo hacerlo en menos tiempo, pero eso no lo descubrió nunca. Leo Galupi, quien al principio se desvivió por ayudarla a resolver obstáculos aparentemente insalvables, a última hora se las arregló para complicar los papeles y atrasar los trámites finales, enredándola en una maraña de excusas y dilaciones que ni él mismo podía explicarse. La ciudad resultó mucho más cara de lo imaginado y antes de un mes a Carmen le fallaron los fondos. Gregory Reeves le mandó un giro bancario, que se esfumó en sobornos y gastos de hotel y cuando se disponía a recurrir a su cuenta de ahorros, Galupi se precipitó a su rescate. Había iniciado un nuevo negocio de colmillos de elefante, dijo, y le estaban sobrando billetes en los bolsillos, ella no tenía el menor derecho a rechazar su ayuda, ya que lo hacía por Juan José Morales, su amigo del alma, a quien tanto había querido y de quien no pudo despedirse.

Ella sospechó que en realidad Galupi ni siquiera había oído hablar de su hermano antes que Gregory le pidiera el favor de socorrerla, pero no le convenía averiguarlo. No quiso que pagara la cuenta del hotel, pero aceptó irse a vivir a su casa para reducir los gastos. Se trasladó con su maleta y una bolsa de cuentas y piedras, que había ido comprando en sus ratos libres, incluyendo unos pequeños fósiles de insectos neolíticos con los cuales pensaba fabricar prendedores. No imaginó que ese hombre, a quien había visto manejando un coche de magnate y gastando a manos llenas, se alojara en esa especie de bodega de muelles, un laberinto de cajones y estanterías metálicas donde se acumulaba de un cuanto hay. En una rápida mirada vio un camastro de campaña, pilas de libros, cajas con discos y cintas, un formidable equipo de música y un televisor portátil con un colgador de ropa a modo de antena.

Galupi le mostró la cocina y demás comodidades de su hogar y le presentó a los niños que a esa hora aparecían a comer, advirtiéndole que no les diera dinero y no dejara su cartera al alcance de esas manos voraces.

En medio de aquel desorden de campamento, el baño resultó una sorpresa, un cuarto impecable de madera con una tina, grandes espejos y toallas rojas afelpadas. Esto es lo más valioso que ha pasado por mis manos, no sabes lo difícil que es conseguir buenas toallas, sonrió el anfitrión acariciándolas con orgullo. Por último condujo a Carmen al extremo de su bodega, donde había aislado un amplio rincón con cajas montadas unas sobre otras y a guisa de puerta un impresionante biombo. En el interior Carmen vio una cama ancha cubierta con un mosquitero blanco, delicados muebles de laca negra pintados a mano con motivos de garzas y flores de cerezo, alfombras de seda, telas bordadas cubriendo las paredes y pequeñas lámparas de papel de arroz que difundían una luz difusa. Leo Galupi había creado para ella la habitación de una emperatriz china. Ése sería su refugio durante varias semanas, allí no llegaba el bullicio de la calle ni el estrépito de la guerra.

A veces se preguntaba que contenían esos bultos misteriosos que la rodeaban, imaginaba objetos preciosos, cada uno con su historia, y sentía el aire lleno del espíritu de las cosas. En ese lugar vivió con comodidad y en buena compañía, pero consumida por la angustia de la espera.

— Paciencia, paciencia–le aconsejaba Leo Galupi cuando la veía frenética-. Piensa que si Da¡ fuera tuyo tendrías que haberlo esperado nueve meses. Nueve semanas no es nada.

En las largas horas de ocio en las que no visitaba a Thui y al niño, Carmen vagaba por los mercados comprando materiales para sus joyas y dibujaba nuevos diseños inspirados en aquel extraño viaje. Le parecía absurdo que en medio de un conflicto bélico de tales proporciones ella recorriera bazares como una turista. A pesar de que para entonces gran parte de las tropas americanas se había retirado, el conflicto seguía en su apogeo. Había imaginado que la ciudad era un inmenso campamento militar donde tendría que buscar a su sobrino arrastrándose entre soldados y trincheras, pero en vez paseaba por callejuelas estrechas regateando en medio de una abigarrada multitud aparentemente ajena a la guerra. Si hablaras con la gente tendrías una visión diferente, dijo Galupi, pero como ella sólo podía comunicarse en inglés, estaba aislada del pueblo. Sin proponérselo terminó por ignorar la realidad y se sumergió en los únicos dos asuntos que le interesaban, el pequeño Da¡ y su trabajo. Su mente parecía haberse expandido hacia otras dimensiones, el Asia se le metió adentro, la invadió, la sedujo. Pensó que le faltaba mucho mundo por conocer y si deseaba verdadero éxito en ese oficio y algo de seguridad para el futuro, como se había propuesto desde que aceptó hacerse cargo de Da¡, viajaría cada año a lugares distantes y exóticos en busca de materiales raros y de ideas nuevas. — Te mandaré pelotillas, tengo contactos por todas partes puedo conseguir cualquier cosa–ofreció Galupi, que no entendía la naturaleza del oficio de Carmen, pero era capaz de adivinar sus posibilidades comerciales.

— Debo elegirlas yo misma. Cada piedra, cada concha, cada trocito de madera o de metal me sugiere algo diferente.

— Aquí nadie usaría lo que estás dibujando. Nunca he visto a una mujer elegante con pedazos de hueso y plumas en las orejas, — Allá se los pelean. Las mujeres prefieren pasar hambre con tal de comprar un par de aretes como éstos. Mientras más caro los vendo, más gustan.

— Al menos lo que tú haces es legal–se rió Galupi.

A ella los días le parecían muy largos, el calor y la humedad la agotaban. Usaba sus respetables vestidos de matrona sólo para las ges tiones imprescindibles, pero el resto del tiempo se cubría con unas sencillas túnicas de algodón y sandalias de campesina compradas en el mercado. Pasaba muchas horas sola leyendo o dibujando, acompañada por el rumor de los grandes ventiladores de la bodega. En la noche llegaba Galupi con bolsas de provisiones, se duchaba, se vestía con un pantalón corto, colocaba un disco y empezaba a cocinar. Pronto aparecían diversos comensales, casi todos niños, que pululaban llenando el galpón con su charla ligera y sus risas, y cuando terminaban de comer partían sin despedirse. A veces Galupi invitaba amigos americanos, soldados o corresponsales de prensa, que se quedaban hasta muy tarde bebiendo y fumando marihuana. Todos aceptaron la presencia de Carmen sin preguntas, como si siempre hubiera sido parte de la vida de Galupi. Algunas veces la invitaba a cenar fuera y cuando estaba libre la guiaba por la ciudad, quería mostrarle diversos aspectos, desde los abigarrados sectores populares de la verdadera vida, hasta las zonas residenciales de europeos y americanos donde se vivía con aire acondicionado y agua en botellas. — Vamos a comprarte una tienda de reina, tenemos una cena en la embajada, — le anunció un día. La llevó al centro comercial más elegante y allí la dejó con un fajo de billetes en la mano. Se sintió perdida; por años se había cosido la ropa y no sospechaba que un traje podía costar tanto. Cuando su nuevo amigo pasó a buscarla tres horas más tarde, la encontró sentada en las gradas de la tienda con los zapatos en la mano, maldiciendo de frustración. — ¿Qué pasó?

— Todo es horrible y muy caro. Ahora las mujeres son planas. Estos melones no entran en ningún vestido–gruñó señalando sus senos. — Me alegro–se rió Galupi–y la acompañó al barrio hindú donde consiguieron un magnífico sari de seda color sandía bordado en oro en el cual Carmen se envolvió con la mayor soltura, sintiéndose mucho mas en paz consigo misma que dentro de los apretados trajes franceses para mujeres escuálidas.

Al entrar esa noche al salón de la embajada distinguió entre la multitud al hombre en quien pensaba a menudo y a quien nunca creyó volver a ver. Conversando con un vaso de whisky en la mano, vestido de smoking y con el cabello gris, pero el mismo rostro de antes, estaba Tom Clayton. El periodista había interrumpido temporalmente sus artículos políticos para trasladarse al Vietnam a escribir un libro. Pasaba más tiempo en fiestas y en clubes que en el frente, fiel a su teoría de que la guerra se hace realmente en los salones. Tenía acceso a sitios donde ningún corresponsal era bienvenido y conocía a la gente adecuada en el alto mando militar, el cuerpo diplomático, el gobierno y el mundillo social de la ciudad, por lo mismo lo atrajo el sortilegio de esa mujer que no había visto antes. Por el color aceitunado de la piel, el pesado maquillaje de los ojos y el sari deslumbrante, supuso que provenía de la India. Notó que ella también lo observaba y buscó una oportunidad para acercársele; Carmen le estrechó la mano y se presentó con el nombre que siempre usaba, Ta–mar.

Había planeado muchas veces su reacción si volviera a ver ese primer amante, tan definitivo en su existencia, y lo único que jamás pensó fue que no se le ocurriría nada para decirle. Los años habían desdibujado su rencor, descubrió sorprendida que no sentía más que indiferencia por ese hombre arrogante a quien no lograba recordar desnudo. Lo oyó hablar con Galupi mientras la examinaba de reojo, evidentemente impresionado, y se maravilló de haberlo deseado tanto. No se preguntó, como muchas veces lo hizo en sus soledades, cómo habría sido el niño de ambos, porque ya no podía imaginar a otro hijo suyo que no fuera Daí. Suspiró con una mezcla de alivio al comprobar que él no la había reconocido y de profundo fastidio por el tiempo perdido en penas de amor.

— No la había visto antes ¿de dónde viene usted? — preguntó Tom Clay–ton vuelto hacia ella.

— Vengo del pasado–replicó Carmen y le dio la espalda para ir al balcón a mirar la ciudad, que brillaba a sus pies como si la guerra fuera en otra parte.

De regreso en la bodega, Carmen y Leo Galupi se sentaron bajo el ventilador a comentar la velada sin encender las lámparas, en la penumbra de las luces de la calle. Le ofreció un trago y ella preguntó si acaso tenía por casualidad una lata de leche condensada. Con la punta de un cuchillo le abrió dos huecos y se instaló en el suelo sobre unos almohadones a chupar el dulce, consuelo de tantos momentos críticos en su existencia. Por fin Galupi se atrevió a preguntarle por Clayton, había notado algo extraño en su actitud durante el encuentro de ambos, dijo. Entonces Carmen le contó todo sin omitir detalle alguno, era la primera vez que hablaba de su experiencia en la cocina de Olga, del dolor y el miedo, del delirio en el hospital y el largo purgatorio expiando una culpa que no era sólo suya, pero que él se negó a compartir. Una cosa llevó a la otra y terminó revelando su vida entera. Amaneció y continuaba hablando en una especie de catarsis, se había roto el dique de los secretos y los llantos solitarios y descubrió el gusto de abrir el alma ante un confidente discreto.

Con el último sorbo de leche condensada se estiró bostezando muerta de fatiga, luego se inclinó sobre su nuevo amigo y le rozó la frente con un beso leve. Galupi la cogió por la muñeca y la atrajo, pero Carmen quitó la cara y el gesto se perdió en el aire. — No puedo–dijo. — ¿Por qué no?

— Porque ya no estoy sola, ahora tengo un hijo.

Esa noche Carmen Morales despertó al amanecer y creyó ver a Leo Galupi de pie junto al biombo observándola, pero aún no aclaraba del todo y tal vez la visión fue parte de su sueño. Estaba sumida en la misma pesadilla que la había perseguido durante años, pero en esta ocasión Tom Clayton no estaba allí y el niño que le tendía los brazos no llevaba la cabeza cubierta por una bolsa de papel, esta vez lo distinguía claramente, tenía el rostro de Daí.

Se acomodaron a la convivencia en un tranquilo bienestar, como un viejo matrimonio de años. Carmen se habituó poco a poco a la maternidad, sacaba al niño a paseos cada día más prolongados, aprendió unas cuantas palabras en vietnamita y le enseñó otras en inglés, descubrió sus gustos, sus temores, las historias de su familia. Thui la llevó en una excursión de dos días al campo a visitar a sus parientes para que se despidieran de Daí Ellos habían insistido en hacerse cargo del chico, horrorizados ante la idea de mandar a uno de los suyos al otro lado del mar, pero Thui estaba consciente de que allí su hijo sería siempre un bastardo de sangre mezclada, un ciudadano de segundo orden, pobre y sin esperanzas de surgir. El desafió de adaptarse en América no sería fácil, pero al menos allí Daí tendría mejores oportunidades que labrando el pedazo de tierra del clan familiar. Leo Galupi insistió en acompañarlos porque no estaban los tiempos para que dos mujeres y un niño anduvieran sin protección. Carmen comprobó una vez más algo que sabía desde la infancia y Joan y Susan le habían remachado tantas veces, que hombres y mujeres existen en el mismo sitio y al mismo tiempo, pero en dimensiones diferentes. Ella vivía mirando hacia atrás por encima de su hombro, cuidándose de peligros reales e imaginarios, siempre a la defensiva, afanándose el doble que cualquier hombre para obtener la mitad de beneficio. Lo que para ellos era asunto banal que no merecía un segundo pensamiento, para ella era un riesgo y requería cálculos y estrategias. Algo tan simple como un paseo al campo en una mujer podía considerarse una provocación, un llamado al desastre.

Lo comentó con Galupi, quien se sorprendió de no haber pensado nunca en esas diferencias. Los parientes de Da¡ eran campesinos pobres y desconfiados que recibieron a los extranjeros con odio en la mirada, a pesar de las largas explicaciones de Thui Nguyen. La enferma decaía muy rápido, como si hubiera mantenido a raya el cáncer hasta conocer a Carmen, pero al comprobar que el niño quedaba en buenas manos se hubiera declarado vencida. Se despedía sin aspavientos. Antes de su muerte se fue alejando suavemente para que Daí empezara a olvidarla, como si su madre nunca hubiera existido, así la separación sería más llevadera. Se lo explicó a Carmen con delicadeza y ella no se atrevió a contradecirla. A menudo Thui le pedía que se quedara con Da¡ por la noche, no estoy del todo bien y me siento más tranquila sola, decía, pero cuando partían volteaba la cara para ocultar las lágrimas y cuando su hijo regresaba se le iluminaban los ojos. Apenas podía caminar; el dolor estaba siempre presente, pero no se quejaba.

Desistió de los medicamentos del hospital, que la dejaban exhausta y con náuseas, sin aliviarla, y consultaba a un anciano acupunturista. Carmen la acompañó varias veces a esas extrañas sesiones en un cuartucho oscuro y oloroso a canela donde el hombre trataba a sus pacientes. Thui, recostada en una esterilla angosta con las agujas clavadas en varias partes de su cuerpo desgastado, cerraba los ojos y dormitaba. De regreso Carmen la ayudaba a acostarse, le preparaba una pipa de opio, y cuando la veía sumida en el aniquilamiento de la droga se llevaba al niño a tomar helados. Hacia el final la enferma no podía levantarse y Da¡ se trasladó del todo al galpón, donde compartía la gran cama china con su nueva madre. El italiano contrató a una mujer para cuidar a la moribunda y llevaba en su coche al acupunturista para el tratamiento diario.

Con creciente impaciencia Thui Nguyen preguntaba por la marcha de los papeles, deseaba asegurarse que Daí llegara sano y salvo a la tierra de su padre y cada postergación le agregaba un nuevo tormento.

Un domingo llevaron al pequeño a despedirse de su madre. Por fin se habían resuelto los últimos tropiezos, aparecía registrado como hijo legítimo de Carmen Morales, tenía un pasaporte con la visa apropiada y al día siguiente emprendería el viaje a América, donde plantaría otras raíces. Dejaron a Thui sola con el chico durante unos minutos. Daí se sentó sobre la cama con el presentimiento de que ése era un momento definitivo y así debió serlo, porque muchos años más tarde, cuando ya era un prodigio de las matemáticas y salía entrevista do en revistas científicas, me contó que el único recuerdo auténtico de su infancia en Vietnam, es una mujer lívida de ojos ardientes que lo besa en la cara y le entrega un paquete amarillo. Me mostró ese objeto; un antiguo álbum de fotografías envuelto en una bufanda de seda.

Carmen y Galupi esperaron al otro lado de la puerta hasta que la enferma los llamó. La encontraron recostada en la almohada, apacible y sonriente. Besó al niño por última vez y le hizo señas a Galupi que se lo llevara. Carmen se instaló a su lado y le tomó la mano, mientras lágrimas calientes le caían por las mejillas. — Gracias, Thui. Me das lo que más he deseado en toda mi vida. No te preocupes, seré tan buena madre para Da¡ como tú, te lo juro. — Se hace lo que se puede–dijo ella suavemente.

Poco más tarde, mientras la familia Morales celebraba con una fiesta la llegada de Da¡ a América, Leo Galupi acompañaba los restos de Thui Nguyen en un sencillo rito funerario. Esas once semanas habían cambiado los destinos de varias personas, incluyendo el de aquel buscavidas de Chicago que desde hacía días sentía un dolor sordo en el centro del pecho, allí donde antes albergaba un espíritu inconsecuente y fanfarrón.

Daí fue un vendaval de renovación en la vida de Carmen Morales, que olvidó los desaires amorosos del pasado, las penurias económicas, las soledades y las incertidumbres. El futuro apareció ante sus ojos claro y limpio, como si estuviera viéndolo en una pantalla; se dedicaría a ese niño, ayudándolo a crecer tomado de la mano para evitarle tropezones, protegido de todos los sufrimientos posibles, incluso de la nostalgia y la tristeza.

— Supongo que lo primero será bautizar a este chinito para que sea uno de los nuestros y no se quede moro–opinó el anciano Padre La–rraguibel en la fiesta de bienvenida-, abrazando al niño con la ternura que siempre estuvo escondida en su corpachón de campesino vasco, pero que en la juventud no se atrevía a expresar. Carmen, sin embargo, se las arregló para postergar el asunto; no deseaba atormentar a Da¡ con tantos cambios y, por otra parte, el budismo le parecía una disciplina respetable y tal vez más llevadera que la fe cristiana.

La nueva madre cumplió las ceremonias familiares indispensables, presentó a su hijo uno por uno a los parientes y amigos del barrio y trató de enseñarle con paciencia los nombres impronunciables de sus nuevos abuelos y de la multitud de primos, pero Daí parecía espantado y no pronunciaba palabra, limitándose a observar con sus ojos negros, sin soltar la mano de Carmen.

También lo llevó a la cárcel a ver a Olga, acusada de practicar magia negra, a ver si a ella se le ocurría la manera de hacerlo comer, porque desde que salió de su país se alimentaba sólo de jugos de fruta; había adelgazado y estaba a punto de desvanecerse como un suspiro. Carmen e Inmaculada estaban en ascuas, habían consultado con un médico, quien después de minuciosos exámenes lo declaró en buena salud y le recetó vitaminas. La abuela adoptiva se esmeró en preparar platos mexicanos con sabor asiático e insistió en hacerle tragar el mismo tónico de aceite de hígado de bacalao con el cual torturó a sus seis hijos en la infancia, pero nada de eso dio resultado.

— Echa de menos a la madre–dijo Olga apenas lo vio a través de la rejilla de la sala de visitas.

— Ayer me avisaron que su madre murió.

— Explícale al niño que ella está a su lado, aunque no pueda verla. — Es muy chico, no entendería eso, a esta edad no captan ideas abstractas. Además no quiero meterle supersticiones en la mente. — Ay, niña, no sabes nada de nada–suspiró la curandera-. Los muertos andan de la mano con los vivos.

Olga se acomodó en la cárcel con la misma flexibilidad con que antes se instalaba en cada parada del camión transhumante, como si fuera a quedarse allí para siempre. La reclusión no afectó en nada su buen ánimo, era apenas un inconveniente menor, lo único que le dio rabia fue que los cargos eran falsos, jamás le había interesado la magia negra porque no representaba un buen negocio, ganaba mucho más ayudando a sus clientes que maldiciendo a sus enemigos. No temía por su reputación, al contrario, con seguridad esa injusticia aumentaría su fama, pero estaba preocupada por sus gatos que había confiado a una vecina. Gregory Reeves le aseguró que ningún jurado creería en los efectos maléficos de unos supuestos ritos de brujería, pero debía evitar a toda costa que saliera a luz la verdadera naturaleza de su comercio, si eso ocurría la ley seria implacable. Se resignó a cumplir discretamente su sentencia sin armar mucho alboroto, pero la mesura no era su principal virtud y en menos de una semana había convertido su celda en una extensión de su estrafalario consultorio casero. No le faltaban clientes. Las otras reclusas le pagaban por consejos de esperanza, masajes terapéuticos, hipnotismos tranquilizantes, poderosos talismanes y sus artes de adivina ción, y muy pronto los guardias la consultaban también. Se las arregló para hacerse llevar poco a poco sus hierbas medicinales, sus frascos de agua magnetizada, las cartas del Tarot y el Buda de yeso dorado. Desde su celda, convertida en bazar, practicaba sus eficaces encantamientos y extendía los sutiles tentáculos de su poder. No sólo se convirtió en la persona más respetada de la cárcel, también era quien más visitas recibía, todo el barrio mexicano desfilaba a verla.

Temiendo que Daí se consumiera de inanición, Carmen decidió probar el consejo de Olga y se las arregló para decir al niño, en una mezcla de inglés, vietnamita y mímica, que su madre había subido a otro plano donde su cuerpo ya no le era útil, ahora tenía la forma de una pequeña hada translúcida que siempre volaba sobre su cabeza para cuidarlo. Copió la idea del Padre Larraguibel quien así describía a los ángeles. Según él, cada persona llevaba un demonio a la izquierda y un ángel a la derecha, y el segundo medía exactamente treinta y tres centímetros, el número de años de la vida terrestre de Cristo, andaba desnudo y era de falsedad absoluta que tuviera alas; volaba a propulsión a chorro, sistema de navegación divina menos elegante pero mucho más lógico que las alas de pájaro descritas en los textos sagrados. El buen hombre se había puesto algo excéntrico con la edad, pero también se le había agudizado la visión de su famoso tercer ojo; existían pruebas irrefutables de que era capaz de ver en la oscuridad. igual como percibía lo que pasaba a su espalda, por lo mismo nadie cuchicheaba en su misa. Con incuestionable autoridad moral describía a los demonios y a los ángeles dando detalles precisos y nadie, ni siquiera Inmaculada Morales que era muy conservadora en materia religiosa, se atrevía a poner en duda sus palabras.

Para suplir las limitaciones del lenguaje Carmen hizo un dibujo donde Da¡ aparecía en primer plano y rondándolo volaba una figura pequeña con una hélice en la cabeza y una humareda por la cola, que tenía los inconfundibles ojos de almendras negras de Thui Nguyen. El chico lo observó por largo rato, luego lo dobló cuidadosamente y lo guardó en el álbum de fotografías falsificadas por Leo Galupi, junto a retratos de sus padres del brazo en lugares donde nunca estuvieron. Acto seguido se comió su primera hamburguesa americana Al cabo de una intensa semana familiar, Carmen regresó con su hijo a Berkeley, donde había organizado su nueva existencia. Antes de ir en busca de Da¡ había alquilado un apartamento y preparado una habitación con muebles blancos y profusión de juguetes. El lugar sólo contaba con dos cuartos, uno para su hijo y otro que servía de taller y dormitorio. Ya no se instalaba a vender sus joyas en cualquier esquina, ahora las colocaba en varias tiendas, pero la tentación de las ventas callejeras era inevitable. Los fines de semana partía en su automóvil a otros pueblos donde montaba su puesto en las ferias de artesanías. Lo había hecho por años sin pensar en la incomodidad de los viajes, de trabajar dieciocho horas sin descanso, alimentarse de maní y chocolate, dormir en el vehículo y no disponer de baño, pero la presencia del niño la obligó a hacer algunos ajustes. Vendió el desportillado Cadillac amarillo y se compró un furgón firme y amplio, donde podía tender un par de sacos de dormir en la noche cuando no había una habitación disponible.

Iban los dos lado a lado, como un par de socios, Daí la ayudaba a llevar parte de las cosas y a ordenar la mesa, luego se sentaba a atender a los clientes o a jugar solo, cuando se fastidiaba partía a recorrer la feria y si estaba cansado se echaba a dormir en el suelo a los pies de su madre.

Como siempre eran los mismos artesanos que se encontraban en diversas localidades, ya todos conocían al hijo de Tamar, en ninguna parte estaba tan seguro como en aquellos carnavales donde pululaban ladrones, ebrios y drogadictos. El resto de la semana Carmen trabajaba en su casa, siempre acompañada por el pequeño. Se daba tiempo para enseñarle inglés, mostrarle el mundo en libros prestados de la biblioteca, pasearlo por la ciudad, llevarlo a piscinas y parques públicos. Cuando se sintiera más seguro en su nueva patria pensaba mandarlo a una guardería para que conviviera con otras criaturas de su edad, pero por ahora la idea de separarse de él, aunque fuera por algunas horas, la atormentaba, volcó en Da¡ la ternura contenida en muchos años de lamentar en secreto su esterilidad. No sospechaba cómo criar a un niño y no tenía paciencia para estudiarlo en manuales, pero eso no la preocupaba. Ambos establecieron un vínculo indestructible basado en la total aceptación mutua y en el buen humor. El chico se acostumbró a compartir su espacio en tan espléndidos términos que podía armar un castillo con cubos de plástico en la misma mesa en que ella montaba unos delicados aretes de oro con minúsculas cuentas de cerámica precolombina. A medianoche Da¡ se pasaba a la cama de Carmen y amanecían abrazados. Después del primer año comenzó a sonreír tímidamente, pero en las raras oportunidades en que se separaban volvía a su antigua expresión ausente. Ella le hablaba todo el tiempo sin angustiarse porque él no articulara palabra, cómo quieres que hable el pobrecito, si todavía no sabe inglés y se le olvidó su idioma, está en el limbo de los sordomudos, pero cuando tenga algo que decir lo dirá, le explicaba los lunes por teléfono a Gregory. Tenía razón. A los cuatro años, cuando pocas esperanzas quedaban de que se expresara, Carmen cedió a las presiones de todo el mundo y lo llevó a regañadientes donde un especialista, quien después de examinarlo con detención por largo rato sin obtener ni el menor sonido articulado, corroboró lo que ella ya, sabía, que su hijo no era sordo.

Carmen cogió a Daí de la mano y lo llevó al parque. Sentada en un banco junto a un charco de patos le explicó que si tenía que pagar a un terapeuta para que lo hiciera hablar se iban al diablo las vacaciones de ese año porque no le alcanzaba el presupuesto para tanto. — Entre tú y yo no necesitamos palabras, Daí, pero para funcionar en el mundo tienes que comunicarte. Los dibujitos no bastan. Trata de hablar un poco para que tengamos vacaciones, si no nos jodemos los dos — No me gustó ese doctor, mamá, olía a salsa de soya–replicó el niño en perfecto inglés. Nunca sería un charlatán, pero el asunto de su mudez quedó descartado.

El tiempo libre pasó a ser el mayor lujo, Carmen dejó de ver a los amigos y rechazaba, invitaciones de los mismos pretendientes que poco antes la entusiasmaban. Hasta entonces el amor le había producido más sufrimientos que buenos recuerdos, según Gregory escogía pésimos candidatos, como si sólo pudiera enamorarse de quienes la maltrataban, ella estaba convencida de que su período de mala suerte había pasado, pero de todos modos decidió cuidarse. Por años Inmaculada Morales hizo mandas a San Antonio de Padua, a ver si el patrono de las solteronas se encargaba de buscar marido a esa hija extravagante que ya había pasado los treinta y todavía no daba señales de sentar cabeza. Encontrar al compañero adecuado había sido una callada obsesión de Carmen en el pasado, cuando le faltaba hombre se le poblaban los sueños de fantasmas lujuriosos, necesitaba un abrazo firme. caliente proximidad, manos viriles en su cintura, una ronca voz susurrándole, pero ya no se trataba sólo de buscar un compañero sino también un padre cabal para Daí. Pensó en los hombres que había tenido y por primera vez se dio cuenta de la rabia que sentía contra ellos. Se preguntaba si se hubiera dejado golpear delante del chico o si se hubiera resignado a bañarlo en el agua fría usada por otro y se espantaba de su propia sumisión. Revisaba a los amantes recientes y ninguno pasaba su severo examen, sin duda estaban mejor solos, decidió.

La maternidad le tranquilizó el espíritu y para las inquietudes del cuerpo decidió seguir el ejemplo de Gregory y conformarse con amores de paso. Se preguntaba también por qué le faltó valor para tener su bebé diez años antes, por qué se dejó vencer por el miedo y por el peso de inútiles tradiciones, no era tan difícil ser madre soltera, después de todo, decidió. Las nuevas responsabilidades mantenían su energía en ebullición, aumentaron sus ganas de trabajar y de sus manos salían diseños cada vez más originales, las ideas y los exóticos materiales traídos de remotas regiones cobraban vida bajo sus tenazas, sopletes y alicates. Despertaba de pronto en la madrugada con la visión precisa de un diseño y por algunos minutos se quedaba en la cama envuelta en el olor y el calor de su niño, luego se levantaba, se colocaba su bata de seda bordada, regalo de Leo Galupi, hervía agua para preparar té de mango, encendía las lámparas victo–rianas sobre su mesa y cogía las herramientas con alegre determinación. De vez en cuando le daba una mirada al hijo dormido y sonreía contenta. Mi vida está completa, nunca he sido tan feliz, pensaba.