"Historia de Mayta" - читать интересную книгу автора (, Llosa Mario Vargas)

IV

—Tarde o temprano, la historia tendrá que escribirse —dice el senador, moviéndose en el asiento hasta encontrar una postura cómoda para su pierna lesionada—. La verdadera, no el mito. Aunque no es el momento todavía.

Le pedí que la conversación fuera en un sitio tranquilo, pero él se empeñó en que viniera al Bar del Congreso. Como me temía, a cada momento nos interrumpen: colegas y periodistas se acercan, lo saludan, intercambian chismes, le hacen preguntas. Desde el atentado que lo dejó cojo, es uno de los parlamentarios más populares. Hablamos de manera entrecortada, con largos paréntesis. Le explico una vez más que no pretendo escribir la «verdadera historia» de Mayta. Sólo recopilar la mayor cantidad de datos y opiniones sobre él, para, luego, añadiendo copiosas dosis de invención a esos materiales, construir algo que será una versión irreconocible de lo sucedido. Sus ojitos saltones y desconfiados me escrutan sin simpatía.

—Hoy por hoy, no debe hacerse nada que afecte el gran proceso de unificación de la izquierda democrática en que estamos, lo único que puede salvar al Perú en las circunstancias actuales —murmura—. La historia de Mayta, por más que hayan pasado veinticinco años, puede sacar algunas ronchas.

Es un hombre delgado y habla con desenvoltura. Viste con elegancia, en sus cabellos enrulados abundan las canas, fuma con boquilla. A ratos, la pierna malograda parece dolerle, pues se la soba con fuerza. Escribe con corrección, para ser un político. Ésa fue la llave que le abrió las altas esferas del régimen militar del general Velasco, del que fue asesor. Él inventó buena parte de los estribillos con los que la dictadura se granjeó la aureola de progresista y fue director de uno de los diarios confiscados. Escribió discursos para el general Velasco (se los reconocía por ciertas palabrejas sociojurídicas que al dictador se le enredaban en los dientes) y representó, con un grupo pequeño, lo más radical del régimen. Ahora, el senador Campos es una personalidad moderada a la que la extrema derecha y la ultraizquierda maoísta y trotskista atacan con furia. Los guerrilleros lo han condenado a muerte y también los escuadrones de la libertad. Estos últimos— signo de los absurdos tiempos que vivimos— aseguran que es el jefe secreto de la subversión. Hace unos meses, una bomba deshizo su automóvil, hiriendo a su chófer y destrozándole la pierna izquierda, que ahora tiene rígida. ¿Quién lanzó la bomba? No se sabe.

—Pero, en fin —exclama de pronto, cuando, pensando que no hay modo de hacerlo hablar, estoy por despedirme—, si ya se enteró de tantas cosas, sepa también lo principal: Mayta colaboró con los servicios de inteligencia del Ejército y, probablemente, con la CÍA.

—Eso no es cierto —protestó Mayta.

—Lo es —replicó Anatolio—. Lenin y Trotski condenaron siempre el terrorismo.

—La acción directa no es terrorismo —dijo Mayta—, sino, pura y simplemente, la acción insurreccional revolucionaria. Si Lenin y Trotski condenaron eso, no sé qué hicieron toda su vida. Convéncete, Anatolio, nos estábamos olvidando de lo importante. Nuestro deber es la revolución, la primera tarea de un marxista. ¿No es increíble que nos lo recuerde un alférez?

—¿Aceptas por lo menos que Lenin y Trotski condenaron el terrorismo? —hizo una retirada táctica Anatolio.

—Guardando las distancias, yo también lo condeno—asintió Mayta—. El terrorismo ciego, cortado de las masas, aleja al pueblo de la vanguardia. Nosotros vamos a ser algo distinto: la chispa que prende la mecha, la bolita de nieve que se vuelve huayco.

—Te sientes poeta, hoy —se echó a reír Anatolio, con una risa que parecía demasiado fuerte para el minúsculo cuartito.

«Poeta no, pensó. Más bien ilusionado, rejuvenecido.» Y con un optimismo que no había sentido en muchos años. Era como si la masa de libros y periódicos amontonados a su alrededor estuvieran ardiendo con un fuego tibio y envolvente que, sin quemarlo, mantenía su cuerpo y su espíritu en una especie de incandescencia. ¿Era esto la felicidad? La discusión en el Comité Central del POR(T) había sido apasionante, la más emotiva que recordaba en muchos años. Luego de la reunión, había ido a la Plazuela del Teatro Segura, a France Presse. Estuvo traduciendo cerca de cuatro horas. Pese a todo ese trajín, se sentía fresco y lúcido. Su informe sobre el Subteniente había sido aprobado y, también, su propuesta de tomar en consideración el plan de Vallejos. «Base de trabajo, plan de acción, qué jerga», pensó. El acuerdo era, en verdad, trascendental: hacer la revolución, ahora, de una vez. Mientras exponía, Mayta habló con una convicción que dejó conmovidos a sus camaradas: lo advirtió en sus expresiones y en que lo escucharon sin interrumpirlo ni una vez. Sí, era realizable, a condición de que una organización revolucionaria como el POR(T) la dirigiera y no un muchacho bien intencionado pero sin solidez ideológica. Entrecerró los ojos y la imagen surgió, nítida: una pequeña vanguardia bien armada y equipada, con apoyo urbano e ideas claras sobre la meta estratégica y los pasos tácticos, podía ser el foco del que la revolución irradiaría hacia el resto del país, la yesca y el pedernal que desatarían el incendio revolucionario. ¿Acaso las condiciones objetivas no estaban dadas desde tiempos inmemoriales en un país con las contradicciones de clase del Perú? Ese núcleo inicial, mediante audaces golpes de propaganda armada, iría creando las condiciones subjetivas para que los sectores obreros y campesinos se sumaran a la acción. Lo volvió al presente la figura de Anatolio, incorporándose de la esquina de la cama donde estaba sentado.

—Voy a ver si ya no hay cola o tendré que hacerme la caca en los pantalones, ya no aguanto.

Había bajado un par de veces y en los dos excusados encontró siempre a alguien esperando. Lo vio salir medio encogido, apretándose el estómago. Qué bien que Anatolio hubiera venido esta noche, qué bueno que hoy, cuando por fin ocurría algo importante, hoy que comenzaba algo nuevo, tuviera con quien compartir el borbotón de ideas de su cabeza. «El Partido ha dado un salto cualitativo», pensó. Estaba echado en su cama, el brazo derecho como almohada. El Comité Central del POR(T), luego de aprobar la idea de trabajar con Vallejos, designó un Grupo de Acción —el Camarada Jacinto, el Camarada Anatolio y el propio Mayta— encargado de preparar un calendario de actividades. Se decidió que Mayta viajara de inmediato a Jauja para ver sobre el terreno en qué consistía la pequeña organización de Vallejos y qué clase de contactos tenía con las comunidades del valle del Mantaro. Luego, los otros dos miembros del Grupo de Acción irían también a la sierra para coordinar el trabajo. La sesión del POR(T) terminó en estado de euforia. En ese mismo estado permaneció Mayta mientras traducía cables en la France Presse. Así había llegado a su cuarto del Jirón Zepita. En la puerta del callejón lo esperaba una figura juvenil, unos dientes brillando en la semioscuridad.

—Me he quedado tan sacudido que pasé a ver si podíamos charlar un rato —dijo Anatolio—. ¿Estás muy cansado?

—Al contrario, subamos —lo palmeó Mayta—. Yo también estoy todo revuelto. Porque, como dice Vallejitos, esto es dinamita pura.

Había habido rumores, insinuaciones, chismografías y hasta un volante que circuló por los patios de San Marcos, acusándolo. ¿De infiltrado? ¿De delator? Había habido, luego, hasta dos artículos con precisiones inquietantes sobre las actividades de Mayta.

—¿De soplón? —lo emplazo—. Sin embargo, ustedes… El senador Campos alza la mano y no me deja continuar:

—Nosotros éramos trotskistas, como Mayta, y esos ataques venían de los moscovitas, así que al principio no les hicimos caso —me explica, encogiéndose de hombros—. A los del POR nos decían zamba canuta, a diario. Entre irascos y moscos siempre imperó el cainismo. La filosofía de: «el peor enemigo es el que está más cerca, acabar con él aunque sea pactando con el diablo». Calla, porque, una vez más, un periodista se le acerca a preguntarle si es verdad lo que ha aparecido en un diario: que, asustado por las amenazas contra su vida, prepara una fuga al extranjero adonde viajará con el pretexto de hacerse operar nuevamente la pierna. El senador se ríe: «Puras calumnias. A leños que me maten, los peruanos tienen conmigo para rato». El periodista se va encantado con la frase. Pedimos otro café. «Ya sé que aquí en el Congreso somos unos privilegiados por poder tomar varios cafés al día en tanto que se ha vuelto un artículo de lujo para los demás peruanos. Pero no será por mucho tiempo. El concesionario tenía una reserva que se le está acabando.» Durante un rato monologa sobre los estragos de la guerra: el racionamiento, la inseguridad, la psicosis que vive la gente estos días con los rumores sobre el ingreso de tropas extranjeras al territorio. —Lo cierto es que los camaradas moscovitas tenían sus informes bien chequeados —empalma de pronto con lo que me decía—. El soplo les vino de arriba, seguramente. Moscú, el KGB. Por ahí se enterarían de las duplicidades de Mayta.

Coloca un cigarrillo en su boquilla, lo prende, chupa, se soba la pierna. Ha puesto una cara apesadumbrada, como preguntándose si no ha ido demasiado lejos en sus revelaciones. Él y mi condiscípulo militaron juntos, compartieron sueños políticos, clandestinidad, persecución. ¿Cómo puede revelarme que Mayta fue una cucaracha inmunda con semejante indiferencia?

—Usted sabe que Mayta entró y salió de la cárcel muchas veces —echa la ceniza en la tacita de café vacía—. Allí debieron chantajearlo para que trabajara con ellos. A algunos la cárcel los endurece, a otros los ablanda.

Me mira, midiendo el efecto de sus palabras. Lo noto tranquilo, seguro de sí mismo, con esa expresión amable que no pierde ni en las más ardorosas polémicas. ¿Por qué odia a su antiguo camarada?

—Esas cosas son siempre difíciles de probar.

Allá, en algún momento del pasado, Mayta, irreconocible bajo bufandas grasientas, alarga libretas escritas con tinta invisible que contienen nombres, planos, lugares, a un militar incómodo en sus ropas de civil y a un extranjero desconfiado que no acierta con las preposiciones del español.

—Imposibles de probar —me rectifica—. Y, sin embargo, por una vez, pudieron probarse —toma aire y deja caer la hoja de la guillotina—: En la época del general Velasco descubrimos que la CÍA prácticamente dirigía nuestros servicios de inteligencia. Salieron muchos nombres. Entre ellos el de Mayta. Y, haciendo cálculos, recordando, resucitaron algunas cosas. Su comportamiento fue sospechoso desde que conoció a Vallejos.

—Es una acusación tremenda —le digo—. Espía del Ejército, agente de la CÍA y a la vez…

—Espía, agente, son palabras mayores —matiza él—. Informante, instrumento, víctima tal vez. ¿Ha hablado con alguien más que conociera a Mayta en ese tiempo?

—Con Moisés Barbi Leyva. ¿Cómo es posible que él no supiera nada de esto? Moisés estuvo en todos los preparativos de lo de Jauja, vio a Mayta incluso la víspera de…

Moisés es un hombre que sabe muchas cosas —sonríe el senador Campos.

¿Me va a revelar, también, que es un agente de la CÍA? No, jamás formularía semejante acusación contra el Director de un Centro que le ha publicado ya dos libros de investigación sociopolítica y uno de ellos prologado por el propio Barbi Leyva.

—Moisés es un hombre prudente, lleno de intereses que defender—desliza, con una moderada dosis de ácido—. Ha adoptado la filosofía de: «lo pasado, pisado». Es la mejor, si uno quiere evitarse problemas. Para desgracia mía, yo no soy como él. Nunca he tenido pelos en la lengua. Eso de decir siempre lo que pienso, ya me ha dejado cojo. Y me puede traer la muerte en cualquier momento. Lo que he ganado es poder mirar a mi familia sin avergonzarme.

Queda un momento cabizbajo, como turbado de haberse dejado arrastrar a semejante efusión autobiográfica.

—¿Qué opinión tiene Moisés del Mayta de entonces? —me pregunta, mirándome siempre la punta de los zapatos.

—La de un idealista algo ingenuo —le digo—. La de un hombre precipitado, conflictivo, pero revolucionario de pies a cabeza. Él queda meditabundo, entre rosquillas de humo.

—Se lo decía: mejor no levantar la tapa de esa olla para que no empiecen a salir olores que pueden asfixiar a muchos. —Hace una pequeña pausa, sonríe y ejecuta—: Fue Moisés quien presentó la acusación de infiltrado la noche que expulsamos a Mayta del POR(T).

Me ha dejado mudo: en el pequeño garaje, convertido en tribunal, un Moisés adolescente y tronante termina su requisitoria blandiendo un puñado de pruebas irrefutables. ¡Soplón! ¡Soplón! Lívido, encogido bajo el cartel de los ideólogos, mi condiscípulo no articula palabra. La puertecita se abrió y entró Anatolio.

—Creí que te habías pasado por el water —le dio la bienvenida Mayta.

—Ufff, ahora respiro mejor —se rió Anatolio, cerrando la puerta. Se había mojado el pelo, la cara y el pecho y su piel brillaba de gotitas de agua. Venía con la camisa en la mano y Mayta lo vio extenderla con cuidado a los pies del catre. «Qué pintoncito es», pensó. En su esbelto torso se insinuaban los huesos y la mata de vellos brillaba entre sus pechos. Sus brazos eran largos y armoniosos. Mayta lo había visto por primera vez hacía cuatro años, en una conferencia en el Sindicato de Construcción Civil. A cada momento lo interrumpía un grupo de muchachos de la Juventud Comunista, recitando la consabida cantaleta contra Trotski y el trotskismo: aliados de Hitler, agentes del imperialismo, validos de Wall Street. El más agresivo era Anatolio, jovencito de ojos grandes y pelos retintos, sentado en la primera fila. ¿Daría él la señal para agredirlo? A pesar de todo, había algo en el muchacho que a Mayta le cayó simpático. Tuvo uno de esos palpitos que había tenido otras veces, siempre fallidos. Esta vez, acertó. Cuando, al salir del Sindicato, los ánimos algo calmados, se le acercó y le propuso tomar un café juntos «para seguir ventilando nuestras discrepancias», el muchacho no se hizo de rogar. Más tarde, ya miembro del POR(T), Anatolio solía decirle: «Me hiciste un lavado de cabeza de jesuita, camarada». Era verdad, le había hecho un trabajo astuto y afectuoso. Le había prestado libros, revistas, lo había convencido que asistiera a un círculo de estudios marxistas dirigido por él, le había invitado incontables cafés persuadiéndolo de que el trotskismo era el verdadero marxismo, la revolución sin burocracia, despotismo ni corrupción. Y ahora estaba ahí, joven y buen mozo, con el torso desnudo, bajo el polvoriento cono de luz del cuchitril, alisando su camisa. Pensó: «Desde que me metí en esto con Vallejos no he vuelto a ver en sueños la cara de Anatolio». Estaba seguro: ni una sola vez. Buena cosa que Anatolio estuviera en el Grupo de Acción. Era con quien se llevaba mejor en el Partido y sobre quien tenía más influencia. Vez que quedaban en salir a vender Voz Obrera o a repartir volantes a la Plaza Unión y a las puertas de las fábricas de la Avenida Argentina, nunca se hacía esperar, a pesar de que vivía en el Callao.

—Me da una flojera irme a estas horas…

—Si no te importa la incomodidad, quédate.

Todos los camaradas del Comité Central del POR(T) habían dormido alguna noche en el cuartito, y, a veces, varios a la vez, unos sobre otros.

—No sé qué me da hacerte pasar una mala noche —dijo Anatolio—. Debías tener una cama más grande, para casos de emergencia.

Mayta le sonrió. Su cuerpo, arrebatado, se había puesto tenso. Se esforzó por pensar en Jauja. ¿Lo expulsaron del Partido después de lo de Jauja?

—Antes —me corrige, observando mi desconcierto con satisfacción—. Inmediatamente antes. Si mal no recuerdo, presentaron el asunto como si Mayta hubiera renunciado al POR(T). Una ficción piadosa, para no mostrar nuestras fisuras al enemigo. Pero fue expulsado. Luego, sucedió lo de Jauja y ya nada se pudo aclarar. ¿Recuerda la represión contra nosotros? Algunos caímos presos, otros pasaron a la clandestinidad. Lo de Mayta quedó enterrado. Así se escribe la historia, mi amigo. En medio de la confusión y de la ofensiva reaccionaria que provocó lo de Jauja, Mayta y Vallejos resultaron héroes…

Queda meditabundo, sopesando las extravagancias de la historia. Lo dejo reflexionar sin apremiarlo, seguro de que aún no ha concluido. ¿El abnegado Mayta convertido en monstruo bifronte, urdiendo una arriesgadísima conspiración para tender una trampa a sus camaradas? Es demasiado truculento: imposible de justificar en una novela que no adopte, de entrada, la irrealidad del género policial.

—Ahora, nada de eso tiene importancia —añade el senador—. Porque fracasaron. Querían liquidar para siempre a la izquierda. Sólo consiguieron anularla por unos años. Vino Cuba y, en 1963, lo de Javier Heraud. El 65, las guerrillas del MIR y del FLN. Derrota tras derrota para las tesis insurreccionales. Ahora salieron por fin con su gusto. Sólo que…

—Sólo que… —digo.

—Sólo que esto ya no es la revolución sino el apocalipsis. ¿Alguna vez se imaginó alguien que el Perú podía vivir una hecatombe así? —Me mira—: Lo de ahora ha enterrado definitivamente la historia de Mayta y Vallejos. Hoy no se acuerda nadie de ella, estoy seguro. En fin ¿qué más?

—Vallejos —le digo—. ¿Era también un provocador? Chupa de su boquilla y arroja una bocanada de humo, ladeándose para no echármela en la cara.

—De Vallejos no hay pruebas. Pudo ser una herramienta de Mayta —hace otra vez el arabesco—. Es lo probable ¿no? Mayta era un zorro viejo y macuco, el otro un jovenzuelo inexperto. Pero, le repito, no hay pruebas.

Habla siempre con suavidad, saludando a la gente que entra o sale.

—Usted sabe que Mayta se pasó la vida cambiando de partidos —añade—. Y siempre dentro de la izquierda. ¿Voluble solamente o hábil? Ni yo mismo, que lo conocí bien, podría decirlo. Porque era una anguila: se escurría, no había manera de conocerlo a fondo. En todo caso, estuvo con unos y otros, cerca y dentro de todas las organizaciones progresistas. Una trayectoria sospechosa ¿no le parece?

—¿Y todas esas prisiones? —le digo—. La Penitenciaría, el Sexto, el Frontón.

—Tengo entendido que nunca duraron mucho tiempo —insinúa el senador—. Pasó por muchas cárceles en vez de lo que se dice estar. Lo cierto es que figuraba en los registros del servicio de inteligencia.

Habla con ecuanimidad, sin el menor asomo de inquina contra ese hombre al que acusa de mentir día y noche, a lo largo de los años, delatando y apuñaleando por la espalda a quienes confiaban en él, y de organizar una insurrección sólo para dar un pretexto que justificara una represión generalizada contra la izquierda. Lo detesta con todas sus fuerzas, no hay duda. Todo lo que me dice y sugiere contra Mayta debe venir de muy atrás, haber sido pensado, repensado, dicho una y otra vez en estos veinticinco años. ¿Hay una base cierta a la que su odio ha añadido una montaña? ¿Es todo una farsa para envilecer su recuerdo, en quienes todavía lo recuerdan? ¿A qué se debe ese odio? ¿Es político, personal, ambas cosas?

—Fue algo realmente maquiavélico —saca el pucho de la boquilla, valiéndose de un fósforo, y lo aplasta en el cenicero—. Al principio, dudábamos, parecía imposible el refinamiento con que nos había preparado la emboscada. Una operación maestra.

—¿Tenía sentido que los servicios de inteligencia y la CÍA organizaran semejante complot? —lo interrumpo—. ¿Para liquidar a una organización de siete miembros?

—Seis, seis —se ríe el senador Campos—. No se olvide que Mayta era uno de ellos — pero se pone serio al instante—: El blanco de la emboscada no fue el POR(T), sino toda la izquierda. Una operación preventiva: cortar de raíz cualquier intento revolucionario en el Perú. Pero les descubrimos el pastel, la provocación reventó y no tuvo el resultado que esperaban, ínfimos y todo, fuimos nosotros, los del POR(T), quienes libramos a la izquierda de un baño de sangre como el que ahora se está dando el país.

—¿En qué forma hizo fracasar la emboscada el POR(T) —le replico—. Lo de Jauja ocurrió ¿no es cierto?

—La hicimos fracasar en un noventa por ciento —apunta él—. Sólo en un diez por ciento consiguieron lo que querían. ¿Cuántos fuimos presos? ¿Cuántos tuvieron que esconderse? Por cuatro o cinco años nos tuvieron acorralados. Pero no acabaron con nosotros, que era lo que se habían propuesto.

—¿El precio no era muy alto? —le digo—. Porque Mayta, Vallejos… Me interrumpe el arabesco.

—Ser provocador y delator es riesgoso —afirma, con severidad—. Fracasaron y la pagaron, por supuesto. ¿No ocurre así, en ese oficio? Por lo demás, hay otra prueba. Pase revista a los sobrevivientes. ¿Qué ha sido de ellos? ¿Qué han hecho después? ¿Qué hacen ahora mismo?

Por lo visto, el senador Campos ha perdido con los años el hábito de la autocrítica.

—Yo siempre pensé que la revolución comenzaría por la huelga general —dijo Anatolio.

—Desviación soreliana, tara anarquista —se burló Mayta—. Ni Marx, ni Lenin, ni Trotski dijeron nunca que la huelga general fuera el único método. ¿Te has olvidado de China? ¿Cuál fue el instrumento de Mao? ¿La huelga o la guerra revolucionaria? Arrímate, te vas a caer.

Anatolio se corrió un poco del filo del catre.

—Si el plan funciona, nunca fraternizarán en el Perú los soldados y el pueblo—dijo—. Será la guerra sin cuartel.

—Tenemos que romper los esquemas, las fórmulas huecas —Mayta tenía el oído atento, porque generalmente a esta hora se oían los ruiditos. Pese a su ansiedad, hubiera preferido no seguir hablando de política con Anatolio. ¿De qué, entonces? De cualquier cosa, pero no de esa militancia que establecía entre ellos una solidaridad abstracta, una fraternidad impersonal. Añadió—: A mí me cuesta más que a ti, porque soy más viejo.

Apenas cabían en el estrecho catre, que, al menor movimiento, crujía. Estaban sin camisa y sin zapatos, con los pantalones puestos. Habían apagado la luz y por la ventanita del frente entraba el resplandor de un farol. Lejos, de rato en rato, se oía el aullido lúbrico de una gata en celo: eso era la noche.

—Te voy a confesar algo, Anatolio —dijo Mayta. Boca arriba, apoyado siempre en su brazo derecho, había fumado una cajetilla en pocas horas. Pese a esas punzadas en el pecho, aún tenía ganas de fumar. La ansiedad lo ahogaba. Pensó: «Tranquilo, Mayta. No vas a hacer cojudeces ahora ¿no, Mayta?»—. Éste es el momento más importante de mi vida. Estoy seguro que lo es Anatolio.

—El de todos —dijo el muchacho, como un eco—. El más importante de la vida del Partido. Y ojalá que del Perú.

—Es diferente en tu caso —dijo Mayta—. Tú eres muy joven. Como lo es Pallardi. Ustedes están comenzando su vida de revolucionarios y la comienzan bien. Yo ya pasé los cuarenta años.

—¿Es ser viejo eso? ¿No es la segunda juventud?

—La primera vejez, más bien —murmuró Mayta—. Llevo cerca de veinticinco años en esto. En los últimos meses, en el último año, sobre todo desde que nos dividimos y nos quedamos reducidos a siete, todo el tiempo he tenido una palabrita en el oído: desperdicio.

Hubo un silencio. Lo rompieron los aullidos de la gata.

—Yo también me deprimo a veces —oyó decir a Anatolio—. Cuando las cosas van mal, es humano que uno lo vea todo negro. Pero en ti me asombra, Mayta. Porque si hay algo que siempre te he admirado, es el optimismo.

Hacía calor y los antebrazos de ambos, que se rozaban, estaban húmedos. También Anatolio permanecía boca arriba y Mayta podía ver, en la penumbra, sus pies desnudos, al borde de la cama, muy cerca de los suyos. Pensó que en cualquier momento se tocarían.

—Entiéndeme bien —dijo, disimulando su malestar—. No desanimado por dedicar mi vida a la revolución. Eso nunca, Anatolio. Cada vez que salgo a la calle y veo en qué país estoy, sé que no hay nada más importante. Sino por haber perdido el tiempo, por haber tomado el mal camino.

—Si me dices que te desengañaste de León Davidovich y del trotskismo, te mato — bromeó Anatolio—. No me voy a haber leído tanto mamotreto por gusto.

Pero Mayta no tenía ganas de bromear. Sentía exaltación y, al mismo tiempo, angustia. Su corazón latía con tanta fuerza que, se dijo, a lo mejor Anatolio oye esos latidos. El polvo acumulado entre los libros, papeles y revistas del cuchitril le hacía cosquillear la nariz. «Aguántate el estornudo o morirás», pensó absurdamente.

—Hemos perdido demasiado tiempo, Anatolio. En cuestiones bizantinas, unas pajas que no tenían nada que ver con la realidad. Desconectados de las masas, sin raíces en el pueblo. ¿Qué clase de revolución íbamos a hacer? Tú eres muy joven. Pero yo llevo muchos años en esto y la revolución no está ni un milímetro más cerca. Hoy, por primera vez, he sentido que avanzábamos. que la revolución no era un fantasma sino de carne y hueso.

—Cálmate, hermano —le dijo Anatolio, alargando la mano y palmeándole la pierna. Mayta se encogió como si en vez de un roce afectuoso en el muslo, hubiera recibido un golpe—. Hoy, en la reunión del Comité, cuando fundamentaste tu propuesta de pasar a la acción, que hasta cuándo seguir perdiendo el tiempo, nos tocaste las fibras. Nunca te oí hablar tan bien, Mayta. Te salía de las tripas. Yo pensaba: «Vámonos ahora mismo a la sierra, qué esperamos». Se me hizo un nudo aquí, te juro.

Mayta se ladeó, haciendo un esfuerzo, y vio dibujarse contra el fondo borroso del estante de libros el perfil de Anatolio: su mechón enrulado, la frente tersa, la blancura de los dientes, los labios entreabiertos.

—Vamos a empezar otra vida —susurró—. De la cueva al aire libre, de las intrigas de garaje y café a trabajar entre la masa y a golpear al enemigo. Vamos a zambullirnos en el pueblo, Anatolio.

Su cara estaba muy cerca del hombro desnudo del muchacho. Un olor a piel humana, fuerte, elemental, se le metió por la nariz y lo mareó. Sus rodillas, encogidas, rozaban la pierna de Anatolio. En la penumbra, Mayta apenas alcanzaba a divisar su perfil inmóvil. ¿Tenía los ojos abiertos? Su respiración movía regularmente su pecho. Despacio, estiró su húmeda mano derecha que temblaba y, palpando, llegó a su pantalón:

—Déjame corrértela —murmuró, con voz agonizante, sintiendo que todo su cuerpo ardía—. Déjame, Anatolio.

—Y, por último, hay el otro asunto que no hemos tocado, pero que, si queremos llegar al fondo de las cosas, tenemos que tocar—suspira el senador Campos, se diría que apenado—. Usted sabe que Mayta era invertido, por supuesto.

—Es algo de que se acusa a menudo a los adversarios en nuestro país. Difícil de probar, también. ¿Tiene relación con lo de Jauja?

—Sí, pues probablemente por ahí lo tenían agarrado —añade él—. Por ahí sería que lo pusieron contra la pared y lo obligaron a trabajar para ellos. Su talón de Aquiles. Bastaba que cediera una vez. ¿Qué le quedaba sino seguir colaborando?

—Por Moisés supe que se casó.

—Todos los maricones se casan —sonríe el senador—. Es el disfraz más socorrido. Además de farsa, su matrimonio fue un desastre. Duró apenas.

Ha comenzado la sesión del Senado, o la de Diputados, porque un rumor creciente y golpes de carpeta vienen de la sala de sesiones y se escuchan voces amplificadas por el parlante. El Bar se vacía. El senador Campos murmura: «Vamos a interpelar al Ministro. La Cámara le exigirá que diga de una vez si han ingresado tropas extranjeras al territorio». Pero no da señales de premura. Sigue hablando sin perder esa objetividad científica con que arropa su odio.

—Quizá ahí está la explicación —reflexiona, jugueteando con la boquilla—. ¿Se puede tener confianza en un homosexual? Un ser incompleto, feminoide, está hecho a todas las flaquezas, incluida la traición.

Animándose, ganado por el tema, se aparta de Mayta y de los sucesos de Jauja y me explica que el homosexualismo está íntimamente ligado a la división de clases y a la cultura burguesa. ¿Por qué, si no, no existen casi homosexuales en los países socialistas? No es casual, no se debe a que el aire de esas latitudes haga a las gentes virtuosas. Lástima que los países socialistas estén ayudando a la subversión en el Perú. Porque hay en esas sociedades mucho que imitar. En ellas ha desaparecido la cultura del ocio, el vacío anímico, esa inseguridad existencial típica de la burguesía que duda incluso del sexo con el que ha nacido. Maricón es indefinición, valga el pareado.

—¿No te da vergüenza? —lo oyó decir—. Aprovecharte siendo amigos, porque estoy en tu casa. ¿No te da vergüenza, Mayta?

Anatolio se había incorporado y estaba al borde de la cama, con los codos sobre las rodillas y las manos juntas, sosteniendo el mentón. El resplandor aceitoso de la ventana le daba en la espalda y recubría de un viso verde oscuro su piel lisa, en la que se marcaban las costillas.

—Sí, me da —murmuró Mayta. Hacía esfuerzos para hablar—. Olvídate de lo que ha pasado.

—Yo creí que éramos amigos —dijo el muchacho, con la voz rota, siempre dándole la espalda. Pasaba de la furia al desprecio y de nuevo a la furia—. ¡Qué decepción, carajo! ¿Creías que soy rosquete?

—Ya sé que no lo eres —susurró él. Al calor de hacía un momento había sucedido un frío que le calaba los huesos: trató de pensar en Vallejos, en Jauja, en los días exaltantes y purificadores que vendrían—. No me hagas sentir más mal de lo que me siento.

—¿Y cómo crees que me siento yo, carajo? —chilló Anatolio. Se movió, el pequeño catre crujió y Mayta pensó que el muchacho se iba a poner de pie, enfundarse la camisa y salir dando un portazo. Pero el catre se aquietó y la superficie tirante de esa espalda seguía allí—. Lo has jodido todo, Mayta. Qué bruto eres. Te escogiste un buen momento. Hoy, precisamente hoy.

—¿Ha pasado algo, acaso? —susurró Mayta—. No seas chiquillo. Hablas como si nos hubiéramos muerto.

—Para mí tú te has muerto esta noche.

Y en eso se oyeron, sobre sus cabezas, los ruiditos: tenues, múltiples, invisibles, repugnantes, informes. Durante unos segundos pareció un temblor, las viejas maderas del techo vibraban y parecía que fueran a desplomarse sobre ellos. Luego, con la misma arbitrariedad con que habían surgido, se apagaron. Otras noches, a Mayta lo crispaban. Hoy, los escuchó con agradecimiento. Sentía a Anatolio rígido y veía su cabeza adelantada, escuchando si volvían: se había olvidado, se había olvidado. Y Mayta pensó en sus vecinos, durmiendo de a tres, de a cuatro, de a ocho, en los cuartitos alineados en forma de herradura, indiferentes a las basuras, a los ruiditos. En este momento los envidiaba.

—Ratas —balbuceó—. En los entretechos. Hay montones. Dan sus carreras, se pelean, luego se calman. No tienen por donde entrar. No te preocupes.

—No me preocupo —dijo Anatolio. Y luego de un momento—. Allá donde vivo, en el Callao, también hay. Pero en el suelo, en los desagües, en… No sobre las cabezas de la gente.

—Al principio tenía pesadillas —dijo Mayta. Articulaba mejor, iba recuperando el control de sus músculos, podía respirar—. He puesto venenos, trampas. Una vez conseguimos que la Municipalidad fumigara. Inútil. Desaparecen unos días y vuelven.

—Mejor que los venenos y las trampas, los gatos —dijo Anatolio—. Tendrías que conseguirte uno. Cualquier cosa en vez de esa sinfonía sobre tu cabeza, carajo.

Como sintiéndose aludida, la gata en celo volvió a lanzar uno de sus aullidos obscenos, a lo lejos. A Mayta —con un vuelco en el corazón— le pareció que Anatolio sonreía.

—En el POR(T) se formó un Grupo de Acción para preparar con Vallejos lo de Jauja. Usted fue uno de los miembros ¿no es cierto? ¿Qué actividades tuvieron?

—Pocas y algunas bastante cómicas. —Con un gesto irónico el senador desvaloriza ese episodio antiguo y lo vuelve travesura—. Por ejemplo, nos pasamos una tarde moliendo carbón y comprando salitre y azufre para fabricar pólvora. No produjimos ni un miligramo, que recuerde.

Mueve la cabeza, divertido, y se demora en prender un nuevo cigarrillo. Echa el humo hacia arriba y contempla las volutas. Hasta los mozos se han ido; el Bar del Congreso parece más grande. Allá, en el hemiciclo, estalla una salva de aplausos. «Espero que la Cámara haga hablar a calzón quitado al Ministro. Y sepamos de una vez si hay marines en el Perú», reflexiona, olvidándose de mí por unos segundos. «Y si los cubanos están listos para invadirnos en la frontera con Bolivia.»

—En el Grupo de Acción empezamos a confirmar nuestras sospechas —vuelve luego al tema—. Ya antes lo habíamos puesto en observación, sin que él lo notara. Desde que, de la noche a la mañana, vino con que había encontrado a un militar revolucionario. Un alférez que iba a iniciar la revolución en la sierra, al que debíamos apoyar. Cambie de época, póngase en 1958. ¿No era sospechoso? Pero fue después, cuando a pesar de nuestra desconfianza, nos embarcó en la aventura de Jauja, que empezó a oler sucio.

No son las acusaciones contra Mayta y Vallejos las que me desconciertan, sino el método del senador, tan serpentino, azogue que no hay modo de coger. Habla con acento inconmovible, oyéndolo se diría que la duplicidad de Mayta es un axioma. Al mismo tiempo, pese a mis esfuerzos, no consigo sacarle una sola prueba terminante, nada más que esa telaraña de presunciones e hipótesis, en que me va enredando. «También se dice que los cubanos ya habrían entrado y que son ellos los que operan en Cusco y Puno», exclama de repente. «Ahora lo sabremos.»

Lo regreso a nuestro asunto:

—¿Recuerda algunos hechos que lo llevaron a sospechar?

—Innumerables —dice en el acto, mientras arroja una bocanada de humo—. Hechos que, sueltos, acaso no digan gran cosa, pero, relacionados, resultan aplastantes.

—¿Tiene en mente algún ejemplo concreto?

—Un buen día nos propuso incorporar al proyecto insurreccional a otros grupos políticos —dice el senador—. Empezando por los moscovitas. Había hecho gestiones, incluso. ¿Se da usted cuenta?

—Francamente, no —le respondo—. Todos los partidos de izquierda, moscovitas, pekineses, trotskistas, aceptaron años después la idea de una alianza, acciones conjuntas, incluso fundirse en un partido. ¿Por qué era sospechoso entonces algo que luego no lo ha sido?

—Luego son veinticinco años después —murmura él, con ironía—. Hace un cuarto de siglo un trotskista no podía proponer de la noche a la mañana que llamáramos a los moscovitas a colaborar. Entonces, eso era como si el Vaticano propusiera a los católicos convertirse al Islam. Semejante propuesta resultaba una autodelación. A Mayta los moscovitas lo odiaban a muerte. Y él los odiaba, al menos en apariencia. ¿Se imagina a Trotski llamando a colaborar a Stalin? —Mueve la cabeza con lástima—. El juego estaba claro.

—Yo nunca lo creí —dijo Anatolio—. Otros en el Partido, sí. Yo siempre te defendí diciendo son calumnias.

—Si hablando de eso te vas a olvidar, bueno, hablemos —susurró Mayta—. Si no, mejor no. Es un tema difícil, Anatolio, sobre el que estoy siempre confuso. Son muchos años a oscuras, tratando de entender.

—¿Quieres que me vaya? —preguntó Anatolio—. Me voy ahorita mismo.

Pero no se movió. ¿Por qué Mayta no podía dejar de pensar en esas familias de los otros cuartitos, amontonadas en la oscuridad, padres e hijos y entenados compartiendo colchones, mantas, el aire viciado y el mal olor de la noche? ¿Por qué los tenía tan presentes ahora, cuando no los recordaba jamás?

—No quiero que te vayas —dijo—. Quiero que te olvides de lo que pasó y que nunca más hablemos de eso.

Traqueteante, impertinente, sin duda viejísimo y parchado de pies a cabeza, cruzó la calle vecina un automóvil, remeciendo los vidrios.

—No sé —dijo Anatolio—. No sé si podré olvidarlo y dejar que todo vuelva a ser como antes. ¿Qué te pasó, Mayta? ¿Cómo pudiste?

—Te lo voy a decir, si tanto te empeñas —se oyó decir, con una resolución que lo sorprendió. Cerró los ojos, y, temiendo de nuevo que la lengua fuera en cualquier momento a desobedecerle, continuó—: Estaba contento desde la reunión del Comité. Estaba como si me hubieran cambiado la sangre, con la idea de pasar por fin a la acción. Estaba… en fin, tú viste cómo estaba, Anatolio. Fue por eso. La excitación, el entusiasmo. Es malo, el instinto ciega a la razón. Sentí deseo de tocarte, de acariciarte. Muchas veces he sentido eso desde que te conozco. Pero siempre me contuve y tú ni lo notabas. Esta noche no pude. Sé que tú nunca sentirías deseos de dejarte tocar por mí. Lo más que yo puedo conseguir de alguien como tú, Anatolio, es que me deje corrérsela.

—Tendría que informar al Partido y pedir que te expulsen.

—Y ahora sí me voy a tener que despedir —dice súbitamente el senador Campos, echando un vistazo a su reloj y volviendo la cabeza en dirección a la sala de sesiones—. Se va a discutir el proyecto bajando el servicio militar obligatorio a los quince años. Soldaditos de quince años, qué le parece. Bueno, entre los otros hay hasta niños de primaria…

Se pone de pie y yo lo imito. Le agradezco el tiempo que me dedicó, aunque, le confieso, me voy algo frustrado. Esos cargos tan severos contra Mayta y su interpretación de los sucesos de Jauja como una simple trampa, no me parecen muy fundados. Él sigue sonriendo con amabilidad.

—No sé si he hecho bien habiéndole con tanta franqueza —me dice—. Es mi defecto, ya lo sé. Más en este caso, en el que, por razones políticas, es preferible no remover el barro para no salpicar a mucha gente. Pero, en fin, usted no es historiador sino novelista. Si me hubiera dicho voy a escribir un ensayo, un libro sociopolítico, me hubiera quedado mudo. Una ficción es distinto. Es libre de creerme o no, por supuesto.

Le aclaro que todos los testimonios que consigo, ciertos o falsos, me sirven. ¿Le pareció que desecharía sus afirmaciones? Se equivoca; lo que uso no es la veracidad de los testimonios sino su poder de sugestión y de invención, su color, su fuerza dramática. Eso sí, tengo el palpito de que sabe más de lo que me ha dicho.

—Y eso que hablé como un loro —me responde, sin extrañarse—. Hay cosas que no contaría aunque me despellejaran vivo. Tiempo al tiempo y a la historia, mi amigo.

Caminamos hacia la puerta de salida. Los pasillos del Congreso están muy concurridos: comisiones que vienen a entrevistarse con los parlamentarios, mujeres que llevan cartapacios, y simpatizantes de partidos políticos que, encuadrados por tipos con brazaletes, hacen cola para subir a las galerías de la Cámara de Diputados, donde el debate sobre la nueva ley de servicio militar promete ser candente. La seguridad es ubicua: guardias civiles con fusiles, investigadores de civil con metralletas, y, además, los guardaespaldas de los parlamentarios. Como no se les permite entrar a las salas de sesiones, estos últimos se pasean de un lado a otro, sin ocultar los revólveres que llevan en cartucheras o embutidos entre el pantalón y la camisa. La policía practica un minucioso registro de cada persona que cruza el vestíbulo, obligándola a abrir paquetes y carteras, en busca de explosivos. Estas precauciones no han impedido que en las últimas semanas haya habido dos atentados en el interior del Congreso, uno de ellos muy serio: una carga de dinamita que estalló en Senadores con un saldo de dos muertos y tres heridos. El senador Campos cojea, ayudándose de un bastón, y saluda a diestra y siniestra. Me acompaña hasta la salida. Atravesamos esa atmósfera atestada de gente, de armas y de controversia política que parece un campo minado. Tengo la sensación de que bastaría un incidente ínfimo para que el Congreso reviente como un polvorín.

—Qué bueno un poco de aire fresco —dice el senador, en la puerta—. Llevo no sé cuántas horas aquí y el aire está viciado con tanto humo. Bueno, yo he puesto mi granito de arena. Fumo mucho. Tendré que dejar el cigarrillo un día de éstos. En realidad, lo he dejado como media docena de veces.

Me toma familiarmente del codo, pero es para hablarme al oído:

—Respecto a lo que hemos conversado, yo no le he dicho nada. Ni sobre Mayta ni sobre Jauja. Nadie me acusará de contribuir, en estos momentos, a la división de la izquierda democrática, resucitando una polémica sobre los hechos prehistóricos. Si usted tomara mi nombre, me obligaría a desmentirlo —continúa, como bromeando, pero los dos sabemos que por debajo del tono ligero, formula una advertencia—. La izquierda decidió enterrar ese episodio y eso es lo razonable por ahora. Ya habrá oportunidad de sacar los trapitos al sol.

—Está perfectamente claro, senador. No tema nada.

—Si me hiciera decir algo, tendría que enjuiciarlo por falsía —dice él, guiñándome un ojo y tocándose, como de casualidad, la parte abultada del saco, donde lleva el revólver—. Pero la verdad ya la sabe, y, eso sí, sin nombrarme, úsela.

Me estira una mano cordial y me guiña otra vez el ojo, con picardía: tiene unos dedos breves y delicados que cuesta imaginar apretando un gatillo.

—¿Alguna vez has envidiado a los burgueses? —dijo Mayta.

—¿Por qué me preguntas eso? —se sorprendió Anatolio.

—Porque yo, que siempre los desprecié, algo les envidio —dijo Mayta. ¿Lo haría reír?

—¿Qué cosa?

—Poder bañarse todos los días —Mayta confiaba en que el muchacho al menos sonreiría, pero no lo vio hacer ni el más mínimo gesto. Seguía sentado en el filo del catre; se había ladeado levemente de modo que alcanzaba ahora a ver su perfil, alargado, muy serio, moreno, huesudo, sobre el que daba de lleno el resplandor de la ventana. Tenía una boca de labios anchos, muy pronunciados, y sus dientes grandes parecían fosforecer.

—Mayta.

—Sí, Anatolio.

—¿Crees que nuestra relación podrá ser la de antes, después de esta noche?

—Sí, la misma de antes —dijo Mayta—. No ha pasado nada, Anatolio. ¿Acaso pasó algo? Métete eso en la cabeza de una vez.

Brevísimas, disminuidas, se oyeron otra vez las carreritas en el entretecho y Mayta percibió que el muchacho se enderezaba, tenso.

—No sé cómo puedes dormir con ese ruido todas las noches.

—Puedo dormir con ese ruido porque no hay más remedio —repuso Mayta—. Pero no es cierto que el hombre se acostumbre a todo, como dicen. Yo no me he acostumbrado a no poder bañarme cuando quiera. Y eso que ya me olvidé cuándo fue la última vez que viví en una casa con ducha. Creo que la de mi tía Josefa, en Surquillo, hace siglos. Sin embargo, es algo que extraño todos los días. Cuando regreso cansado y sólo me puedo lavar como un gato ahí en el patio y me subo acá un lavador y me doy un baño de pies, pienso qué rico una ducha, meterse bajo el chorro y que el agua se lleve la mugre, las preocupaciones. Dormir fresquecito… Qué buena vida la de los burgueses, Anatolio.

—¿No hay ningún baño público cerca?

—Hay uno a cinco cuadras, que es donde voy una o dos veces por semana —dijo Mayta—. Pero no siempre tengo plata. Un baño cuesta lo mismo que una comida en el Comedor Universitario. Puedo vivir sin bañarme pero no sin comer. ¿Tú tienes ducha en tu casa?

—Sí —dijo Anatolio—. El problema es que no siempre hay agua.

—Qué suertudo —bostezó Mayta—. Ya ves, en algo te pareces a los burgueses.

Anatolio tampoco sonrió esta vez. Estuvieron callados y quietos, cada uno en su postura. Aunque la oscuridad seguía siendo la misma, Mayta notaba, al otro lado de la ventanita, síntomas del amanecer: motores de automóviles, una que otra bocina, voces indiscernibles, trajín. ¿Serían las cinco, las seis? Se habían pasado la noche en vela. Se sentía débil, como si hubiera hecho un gran esfuerzo o convaleciera de una penosa enfermedad.

—Durmamos un rato —dijo, poniéndose boca arriba. Se tapó los ojos con el antebrazo y se corrió lo más que pudo para hacerle sitio—. Debe ser tardísimo. Mañana, mejor dicho hoy, habrá que empezar a romperse el lomo.

Anatolio no dijo nada, pero, al poco rato, Mayta lo sintió moverse, oyó crujir la cama y lo espió extenderse también de espaldas, a su lado, cuidando de no tocarlo.

—Mayta.

—Sí, Anatolio.

El muchacho no dijo nada, por más que Mayta esperó un buen rato. Lo sentía respirar ansiosamente. Su cuerpo, indócil, otra vez había empezado a caldearse.

—Duérmete —repitió—. Y, mañana, a pensar sólo en Jauja, Anatolio.

—Puedes corrérmela, si quieres —lo oyó susurrar, con timidez. Y, más bajo aún, asustado—: Pero nada más que eso, Mayta.

El senador Anatolio Campos se aleja y yo me quedo en lo alto de las escalinatas del Congreso, frente al río de gente, microbuses, automóviles, colectivos, el tráfago y el bullicio de la Plaza Bolívar. Hasta que se pierde de vista por la Avenida Abancay, sigo a un viejísimo ómnibus de línea, grisáceo y vencido sobre su derecha, cuyo tubo de escape, una chimenea a la altura del techo, va dejando una estela de humo negro, y en cuyas puertas un tumor de gente se sostiene de milagro, rozando los coches, los postes de luz, los peatones. Es la hora de salida del trabajo. En todas las esquinas hay una compacta aglomeración esperando a los ómnibus y microbuses; cuando el vehículo llega se produce en torno una escaramuza de empujones, exclamaciones, forcejeos e insultos. Son gente humilde y sudorosa, hombres y mujeres para quienes este combate callejero por trepar a los hediondos armatostes —en los que, cuando consiguen subir, viajan media hora, tres cuartos de hora, de pie, apretados, acalorados— es la diaria rutina. Y estos peruanos son, pese a sus ropas pobres y algo ridículas, a sus faldas huachafas y a sus corbatitas grasientas, miembros de una minoría tocada en la frente por la diosa fortuna, pues, por modesta y monótona que sea su vida, tienen trabajo como oficinistas o funcionarios, un sueldito, seguridad social y garantía de jubilación. Grandes privilegiados si se los compara, por ejemplo, con esos cholitos descalzos, a quienes veo tirar de una carreta de botellas vacías, escupiendo y esquivando a los autos, o con esa familia de andrajosos —una mujer sin edad, cuatro chiquillos de pieles arrebosadas por la mugre— que, desde las gradas del Museo de la Inquisición, alargan automáticamente las manos apenas me ven acercarme: «Una caridad, papacho», «Ya, pues, señorcito»…

Bruscamente, en vez de seguir rumbo a la Plaza San Martín, decido entrar al Museo de la Inquisición. No he estado aquí hace mucho tiempo, acaso desde la época en que vi a mi condiscípulo Mayta por última vez. Mientras hago la visita, no puedo sacarme de la cabeza su cara, como si esa imagen de hombre prematuramente envejecido y fatigado que vi en la fotografía de la casa de su madrina, fuera convocada de manera irresistible por la vivienda que visito. ¿Cuál es el vínculo? ¿Qué hilo secreto une a la todopoderosa institución guardiana durante tres siglos de la ortodoxia católica en el Perú y en Sudamérica, y al oscuro militante revolucionario que hace veinticinco años, por un momento breve como un relámpago, salió a la luz?

Lo que fue el Palacio de la Inquisición está en ruinas, pero el artesonado de caoba del siglo XVIII se conserva bien, como lo explica una recitativa maestra a un grupo de escolares. Hermoso artesonado: los inquisidores eran hombres de gusto. Han desaparecido casi todos los azulejos sevillanos que los dominicos importaron para engalanar el lugar. También los ladrillos del piso fueron traídos de España; están irreconocibles por el tizne. Me detengo un rato en el escudo de piedra que señoreó orgullosamente en el frontón de este Palacio, con su cruz, su espada y su laurel. Reposa ahora sobre un desvencijado caballete.

Los inquisidores se instalaron aquí en 1584, después de haber pasado sus primeros quince años frente a la iglesia de La Merced. Compraron el solara Don Sancho de Ribera, hijo de uno de los fundadores de Lima, por una módica suma, y desde aquí velaron por la pureza espiritual de lo que son hoy Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Panamá, Bolivia, Argentina, Chile y Paraguay. Desde esta sala de audiencias, tras esta robusta mesa cuyo tablero es de una pieza y tiene monstruos marinos en vez de patas, los inquisidores de blancos hábitos y su ejército de licenciados, notarios, tinterillos, carceleros y verdugos, combatieron esforzadamente la hechicería, el satanismo, el judaísmo, la blasfemia, la poligamia, el protestantismo, las perversiones. «Todas las heterodoxias y los cismas», pensó. Era un trabajo arduo, riguroso, legalístico, maniático, el de los señores inquisidores, entre quienes figuraron (y con quienes colaboraron) los más ilustres intelectuales de la época: abogados, teólogos, catedráticos, oradores sagrados, versificadores, prosistas. Pensó: «¿Cuántos homosexuales quemarían?». Una puntillosa investigación, que borroneaba innumerables páginas de un expediente archivado con esmero, precedía cada condena y auto de fe. Pensó: «¿Cuántos locos torturarían? ¿Cuántos ingenuos agarrotarían?». Pasaban años antes de que el alto Tribunal del Santo Oficio dictara sentencia desde esta mesa que adornan una calavera y unos tinteros de plata con figuras labradas de espadas, cruces y peces y la inscripción: «Yo, la luz de la verdad, guío tu conciencia y tu mano. Si no aplicas la justicia, en tu fallo labrarás tu propia ruina». Pensó: «¿A cuántos santos de verdad, a cuántos audaces, a cuántos pobres diablos quemarían?».

Porque no era la luz de la verdad la que guiaba la mano de la Inquisición: eran los delatores. Ellos mantenían siempre provistos estos calabozos y mazmorras, cuevas húmedas y profundas a las que no llega el sol y de las que el condenado salía tullido. Pensó: «Tú hubieras venido a parar aquí de todas maneras, Mayta. Por tu manera de ser, de cachar». El delator estaba protegido al máximo y su anonimato garantizado, para que colaborase sin temor a represalias. Aquí está, intacta, la Puerta del Secreto, y Mayta, con una sensación de zozobra, espió por la pequeña ranura, sintiéndose ese acusador que, sin ser visto por él, reconocía con un simple movimiento de cabeza al acusado a quien su testimonio podía enviar por muchos años a la cárcel, privar de todos sus bienes, condenar a una vida infamante o hacer quemar vivo. Se le escarapeló el cuerpo: qué fácil era librarse de un rival. Bastaba ingresar a este cuartito y, con la mano en la Biblia, testimoniar. Anatolio hubiera podido venir, aguaitar por la ranura, asentir señalándolo y despacharlo a las llamas.

No quemaron a muchos, en verdad, explica un panel de ortografía dudosa: treinta y cinco en tres siglos. No es una cifra apabullante. Y de los treinta y cinco —pobre consuelo—, treinta fueron ejecutados con garrote antes de que el fuego se comiera sus cadáveres. El primero que protagonizó el gran espectáculo del auto de fe limeño no tuvo esa suerte: a ese francés, Mateo Salade, lo quemaron vivo, porque se dedicaba a hacer unos experimentos químicos que alguien denunció como «manipuleos con Satanás». «¿Salado?», pensó. ¿De ese franchute habría nacido el peruanismo «salado» para designar a la persona que tiene mala suerte? Pensó: «De ahora en adelante ya no serás un revolucionario salado».

Pero aunque no quemó a mucha gente, el Santo Tribunal, en cambio, torturó sin límites. Después de los delatores, el tormento físico fue el más diligente acarreador de víctimas, de todo sexo, condición y estado, a los autos de fe. Aquí está muy bien expuesto, feria de horrores, el instrumental de que se servía el Santo Oficio para —el verbo es matemático— «arrancar la verdad» al sospechoso. Unos maniquíes de cartón instruyen al visitante sobre cómo funcionaba la «garrucha» o «estrapada», cuerda de la cual se suspendía al reo de una polea, con las manos atadas a la espalda y un lastre de cien libras en los pies. O cómo era tendido en el «potro», mesa de operaciones en que mediante cuatro torniquetes se podía descoyuntar sus extremidades, una por una, o todas a la vez. La más vulgar de las torturas era el cepo, que inmovilizaba la cabeza del reo como un yugo mientras era azotado; el más imaginativo, la «mancuerda», de refinamiento y fantasía surrealistas, suerte de silla en la que el verdugo podía atormentar, mediante un sistema de grilletes y esposas, las piernas, brazos, antebrazos, el cuello y el pecho del reo. El más actual de los tormentos es el de la «toca» —tela sobrepuesta en la nariz o embutida en la boca sobre la que se hacía correr agua y que al tupirse impedía respirar—, y, el más espectacular, el del brasero que se aproximaba a los pies del condenado, previamente inmovilizados y untados de manteca para que se fueran asando. «Ahora, pensó Mayta, tienen la electricidad en los testículos, las inyecciones de pentotal, los baños en tinas llenas de mierda, las quemaduras con cigarrillos.» No había habido progreso en este campo.

Pero todavía lo dejó más conmovido —diez veces pensó: «Qué haces aquí, Mayta, es ésta acaso la hora de perder el tiempo, no tienes cosas más urgentes que hacer»— la pequeña cámara de indumentarias que, por meses, años o hasta su muerte, debían llevar los acusados de judaísmo o hechicería o de ser íncubos del demonio o blasfemos que se «arrepentían con vehemencia» y abjuraban de sus pecados y prometían redimirse. Un cuarto de disfraces: en medio de estos horrores, parece algo más humano. Aquí está la «coroza» o sombrero en forma de cucurucho y el sambenito o túnica de pelliz, blanca, bordada con cruces, serpientes, diablos y llamas, con la que desfilaban los indenados hasta la Plaza Mayor —previa parada en el Callejón de la Cruz, donde debían arrodillarse frente a una cruz dominicana—, para ser azotados ajusticiados, o que debían vestir día y noche mientras duraba la sentencia. Esta última imagen sobre todo la que me queda fija en la memoria cuando, terminada la visita, voy hacia la puerta de salida: la de esos condenados, que se reincorporaban a sus ocupaciones cotidianas, con ese uniforme que debía levantar horror, pánico, repulsa, náusea, burla, odio a su alrededor. Imaginó lo que debieron ser los días, meses, años de las gentes vestidas así, a las que todo el mundo señalaría y evitaría, como a perros con rabia. Pensó: «Es un museo que vale la pena». Instructivo, fascinante. Condensada en unas cuantas imágenes y objetos efectistas, hay en él un ingrediente esencial, invariable, de la historia de este país, desde sus tiempos más remotos: la violencia. La moral y la física, la nacida del fanatismo y la intransigencia, de la ideología, de la corrupción y de la estupidez que han acompañado siempre al poder entre nosotros, y esa violencia sucia, menuda, canalla, vengativa, interesada, parásita de la otra. Es bueno venir aquí, a este Museo, para comprobar cómo hemos llegado hasta lo que somos hoy, por qué estamos como estamos.

En la puerta del Museo de la Inquisición, a la familia de andrajosos hambrientos se ha unido por lo menos otra docena de viejos, hombres, mujeres, niños. Forman una pequeña corte de milagros de hilachas, tiznes, costras. Al verme aparecer estiran inmediatamente unas manos de uñas negras, pidiendo. La violencia detrás mío y delante el hambre. Aquí, en estas gradas, resumido mi país. Aquí, tocándose, las dos caras de la historia peruana. Y entiendo por qué Mayta me ha acompañado obsesivamente en el recorrido del Museo.

Voy casi a la carrera hasta San Martín a tomar el colectivo, pues se ha hecho tarde, y una media hora antes del toque de queda cesa todo tráfico. Temo que esta vez el toque me alcance caminando las cuadras que median entre la Avenida Grau y mi casa. Son pocas cuadras, pero, cuando oscurece, peligrosas. Ha habido en ellas varios asaltos y, apenas la semana pasada, una violación. A la esposa de Luis Saldías, recién casado, que vive frente a mi casa —es ingeniero hidráulico—, se le estropeó el auto y se le pasó la hora del toque de queda, pues tuvo que venir andando desde San Isidro. En este tramo final, la detuvo un patrullero. Eran tres policías: la metieron al auto, la desnudaron — después de golpearla, porque se les resistió— y abusaron de ella. Luego la trajeron hasta su casa, diciéndole: «agradece que no te pegáramos un tiro». Es lo que tienen orden de hacer con quienes infringen el toque de queda. Luis Saldías me contó esto con los ojos llenos de ira y añadió que desde entonces se alegra cada vez que asesinan a un guardia. Dice que ya no le importa que triunfen los terroristas, porque «nada puede ser peor que lo que estamos viviendo». Yo sé que se equivoca, que todavía puede ser peor, que no hay límites para el deterioro, pero respeto su dolor y callo.