"Historia de Mayta" - читать интересную книгу автора (, Llosa Mario Vargas)

III

Para llegar hasta allí, desde Barranco, hay que ir al centro de Lima, cruzar el Rímac — río de aguas escuálidas en esta época del año— por el puente Ricardo Palma, seguir por Piedra Liza y contornear el cerro San Cristóbal. El trayecto es largo, riesgoso, y, a ciertas horas, lentísimo por la congestión del tráfico. Es, también, el de un empobrecimiento gradual de Lima. La prosperidad de Miraflores y San Isidro va decayendo y afeándose en Lince y La Victoria, renace ilusoriamente en el centro con las pesadas moles de los Bancos, mutuales y compañías de seguros —entre las cuales, sin embargo, pululan conventillos promiscuos y viejísimas casas que se tienen en pie de milagro—, pero luego, cruzando el río, en el llamado sector de Bajo el Puente, la ciudad se desploma en descampados en cuyas márgenes han brotado casuchas de esteras y cascotes, barriadas entreveradas con muladares que se suceden por kilómetros. En esta Lima marginal antes había sobre todo pobreza. Ahora hay, también, sangre y terror.

A la altura de la Avenida de los Chasquis, la pista pierde el asfalto y se llena de agujeros, pero el auto puede todavía avanzar unos metros, zangoloteando en medio de corralones y terrales, entre postes de luz que han perdido sus focos, pulverizados a hondazos por los mataperros. Como es la segunda vez que vengo, ya no cometo la imprudencia de avanzar más allá de la pulpería frente a la que me atollé la primera vez. Me ocurrió entonces algo farsesco. Cuando advertí que el auto no saldría de la tierra, pedí que lo empujaran a unos muchachos que conversaban en la esquina. Me ayudaron pero, antes, me pusieron una chaveta en el pescuezo, amenazándome con matarme si no les daba todo lo que tenía. Me quitaron el reloj, la cartera, los zapatos, la camisa. Consintieron en dejarme el pantalón. Mientras empujábamos el auto para desatollarlo, conversamos. ¿Había muchos asesinatos en el barrio? Bastantes. ¿Políticos? Sí, también políticos. Ayer nomás apareció, ahí a la vuelta, un cadáver decapitado con un cartelito: «Perro soplón».

Estaciono y camino entre muladares que son, al mismo tiempo, chiqueros. Los chanchos se revuelcan entre altos de basuras y tengo que agitar ambas manos para librarme de las moscas. Sobre y entre las inmundicias se apiñan las viviendas, de latas, de ladrillos, de calamina, algunas de cemento, de adobes, de maderas, recién empezadas o a medio hacer pero nunca terminadas, siempre viejísimas, apoyadas unas en otras, desfondadas o por desfondarse, repletas de gentes que me miran con la misma indolencia que la vez anterior. Hasta hace unos meses, la violencia política no afectaba a las barriadas de la periferia tanto como a los barrios residenciales y al centro. Pero, ahora, la mayoría de los asesinados o secuestrados por los comandos revolucionarios, las fuerzas armadas o los escuadrones contrarrevolucionarios, pertenecen a estos distritos. Hay más viejos que jóvenes, más mujeres que nombres y, por momentos, tengo la impresión de no estar en Lima ni en la costa sino en una aldea de los Andes: ojotas, polleras, ponchos, chalecos con llamitas bordadas, diálogos en quechua. ¿Viven realmente mejor en esta hediondez y en esta mugre que en los caseríos serranos que han abandonado para venir a Lima? Sociólogos, economistas y antropólogos aseguran que, por asombroso que parezca, es así. Las expectativas de mejora y de supervivencia son mayores, al parecer, en estos basurales fétidos que en las mesetas de Ancash, de Puno o Cajamarca donde la sequía, las epidemias, la esterilidad de la tierra y la falta de trabajo diezman a los poblados indios. Debe ser cierto. ¿Qué otra explicación puede tener que alguien elija vivir en este hacinamiento y suciedad?

—Para ellos es el mal menor, lo preferible —dijo Mayta—. Pero si crees que, por miserables, las barriadas constituyen un potencial revolucionario, te equivocas. No son proletarios sino lumpen. No tienen conciencia de clase porque no forman una clase. Ni siquiera intuyen lo que es la lucha de clases.

—En eso se me parecen —sonrió Vallejos—. ¿Qué mierda es, pues, la lucha de clases?

—El motor de la historia —le explicó Mayta, muy serio e imbuido de su papel de profesor—. La lucha que resulta de los intereses encontrados de cada clase en la sociedad. Intereses que nacen del rol que cumple cada sector en la producción de la riqueza. Hay los dueños del capital, hay los dueños de la tierra, hay los dueños del conocimiento. Y hay quienes no son dueños de otra cosa que de su fuerza de trabajo: los obreros. Y hay, también, los marginales, esos pobres de las barriadas, los lumpen. ¿Se te está haciendo un enredo?

—Me está dando hambre —bostezó Vallejos—. Estas conversaciones me abren el apetito. Olvidémonos por hoy de la lucha de clases y tomémonos una cerveza heladita. Después, te invito a almorzar a casa de mis viejos. Va a salir mi hermana. Un acontecimiento. A la pobre la tienen peor que en el cuartel. Te la presentaré. Y la próxima vez que nos veamos te traeré la sorpresa que te he dicho.

Estaban en el cuartito de Mayta, éste sentado en el suelo y el Subteniente en la cama. Del exterior venían voces, risas, ruido de autos y en el aire flotaban unos corpúsculos de polvo como animalitos ingrávidos.

—A este paso no aprenderás una jota de marxismo —acabó por rendirse Mayta—. La verdad, no tienes un buen profesor, yo mismo me hago un nudo con lo que te enseño.

—Eres mejor que muchos que tuve en la Escuela Militar —lo alentó Vallejos, riendo—. ¿Sabes qué me pasa? El marxismo me interesa mucho. Pero me cuestan los temas abstractos. Soy más dado a lo práctico, a lo concreto. A propósito ¿te digo mi plan revolucionario antes de tomarnos esa cervecita?

—Sólo escucharé tu bendito plan si pasas el examen —lo imitó Mayta—: ¿Qué mierda es, pues, la lucha de clases?

—Que el pez grande se come al chico —lanzó una carcajada Vallejos—. Qué otra cosa podría ser, mi hermano. Para saber que un gamonal dueño de mil hectáreas y sus indios se odian a muerte no hace falta estudiar mucho. ¿Pasé con veinte? Te vas a quedar bizco con mi plan, Mayta. Y más todavía cuando veas la sorpresa. ¿Te vienes a almorzar conmigo? Quiero que conozcas a mi hermana.

—¿Madre? ¿Hermana? ¿Señorita?

—Juanita —decide ella—. Lo mejor es tutearse, pues debemos ser más o menos de la misma edad ¿no? Te presento a María.

Las dos llevan sandalias de cuero y desde el banquito en que estoy sentado veo los dedos de sus pies: los de Juanita quietos y los de María moviéndose con desasosiego. Aquélla es morena, enérgica, de brazos y piernas gruesos y una sombra de vello sobre las comisuras de los labios; ésta, menuda, blanca, de ojos claros y expresión ausente.

—¿Una Pasteurina o un vaso de agua? —me pregunta Juanita—. Mucho mejor si prefieres la gaseosa. El agua es oro aquí. Hay que ir a buscarla hasta la Avenida de los Chasquis, cada vez.

El local me recuerda una casita que ocupaban en el cerro San Cristóbal, hace muchos años, dos francesas, hermanas de la congregación del Padre De Foucauld. Aquí también los muros encalados y desnudos, el suelo cubierto con esteras de paja, las mantas, hacen pensar en una vivienda del desierto.

—Lo único que falta es el sol —dice María—. El Padre Charles de Foucauld. Yo leí su libro, En el corazón de las masas. Muy famoso, en un tiempo.

—Yo también lo leí —dice Juanita—. No me acuerdo gran cosa. Nunca tuve buena memoria, ni de joven.

—Qué lástima. —En todo el recinto no hay un crucifijo, una virgen, una estampa, un misal, nada que aluda a la condición de religiosas de sus moradoras—. Lo de la falta de memoria. Porque yo…

—Ah, bueno, de él sí me acuerdo —me amonesta Juanita con los ojos, alcanzándome la Pasteurina, y su voz cambia de tono—. De mi hermano no me he olvidado, por supuesto.

—¿Y también de Mayta? —le pregunto, sorbiendo a pico de botella un trago tibio y dulzón.

—También de él —asiente Juanita—. Lo vi una sola vez. En casa de mis padres. No me acuerdo mucho porque ésa fue la penúltima entrevista que tuve con mi hermano. La última, dos semanas después, no hizo otra cosa que hablarme de su amigo Mayta. Le tenía cariño, admiración. Esa influencia fue… Bueno, mejor me callo.

—Ah, se trata de eso —María aparta con un cartoncito las moscas de su cara. Ni ella ni Juanita visten hábito, sino unas faldas de lanilla y unas chompas grises, pero en la manera de llevar esas ropas, en sus cabellos sujetos con redecillas, en cómo hablan y se mueven, se advierte que son monjas—. Menos mal que se trata de ellos y no de nosotras. Estábamos inquietas, ahora te lo puedo decir. Porque, para lo que hacemos, la publicidad es malísima.

—¿Y qué es lo que hacemos? —se burló Mayta, con una risita sarcástica—. Ya tomamos el pueblo, las comisarías, la cárcel, ya nos apoderamos de las armas de Jauja. ¿Qué más? ¿Corremos al monte, como cabras salvajes?

—No como cabras salvajes —repuso el Subteniente, sin enojarse—. Podemos irnos a caballo, burro, muía, en camión o a patita. Pero lo más seguro son los pies, no hay mejor medio de locomoción en el monte. Se nota que no conoces la sierra, mi hermano.

—Es cierto, la conozco muy mal —admitió Mayta—. Es mi gran vergüenza.

—Para que se te quite, vente conmigo mañana a Jauja —le dio un codazo Vallejos—. Tienes pensión y comida gratis. Siquiera el fin de semana, mi hermano. Te mostraré el campo, iremos a las comunidades, verás el Perú verdadero. Oye, no abras la sorpresa. Me prometiste que no. O te la quito.

Estaban sentados en la arena de Agua Dulce, mirando la playa desierta. En torno de ellos revoloteaban las gaviotas y un airecito salado y húmedo les mojaba las caras. ¿Qué podía ser la sorpresa? El paquete estaba hecho con tanto cuidado como si envolviera algo precioso. Y era pesadísimo.

—Claro que me gustaría ir a Jauja —dijo Mayta—. Pero… :—Pero no tienes un cobre para el pasaje —lo atajó Vallejos—. No te preocupes. Yo te pago el colectivo.

—Bueno, ya veremos, volvamos a lo principal —insistió Mayta—. Las cosas serias. ¿Leíste el librito que te di?

—Me gustó, lo entendí todo, menos algunos nombres rusos. ¿Y sabes por qué me gustó, Mayta? Porque es más práctico que teórico. Qué hacer, Qué hacer. Lenin sí sabía lo que había que hacer, compadre. Era un hombre de acción, como yo. ¿O sea que mi plan te pareció una cojudez?

—Menos mal que lo leíste, menos mal que te gustó Lenin, vas progresando —evitó responderle Mayta—. ¿Quieres que te diga una cosa? Tenías razón, tu hermana me impresionó mucho. No me pareció una monja. Me hizo recordar otros tiempos. ¿Sabes que de chiquillo yo fui tan beato como ella?

—Representaba más años de los que tenía —dice Juanita—. ¿Estaba en sus cuarenta, no? Yo le calculé cincuenta. Y como a mi hermano se lo veía más joven de lo que era, parecían padre e hijo. Fue en una de mis raras visitas a la familia. En ese tiempo éramos de clausura, nosotras. No como éstas, unas frescas que vivían medio tiempo en el convento y medio en la calle.

María protesta. Mueve el cartoncito delante de su cara, muy rápido, provocando un enloquecimiento de moscas. No sólo estaban en el aire, zumbando alrededor de nuestras cabezas: constelan las paredes, como clavos. «Ya sé lo que hay en este paquete, pensó Mayta, ya sé cuál es la sorpresa.» Sintió calor en el pecho y pensó: «Está loco». ¿Cuál puede ser la edad de Juanita? Indescifrable: bajita, derecha, sus gestos y movimientos despedían chorros de energía y sus dientes salidos estaban siempre mordiendo su labio inferior. ¿Habría hecho su noviciado en España, vivido allá muchos años? Porque su acento era remotamente español, el de una española cuyas jotas y erres habían perdido aristas, y las zetas y las ees rotundidad, pero sin alcanzar todavía el desmayo limeño. «¿Qué haces aquí, Mayta?, pensó, incómodo. ¿Qué haces aquí tú con una monja?» Estiró disimuladamente la mano por la arena humedecida y palpó la sorpresa. Sí, un arma.

—Yo pensaba que eran ustedes de la misma congregación —les digo.

—Eres muy mal pensado, entonces —replica María. Ella sonríe con frecuencia pero Juanita, en cambio, está seria incluso cuando bromea. Afuera, hay ráfagas de ladridos, como si una jauría se peleara—. Yo estuve con las proletarias, ella con las aristócratas. Ahora las dos hemos terminado de lumpen.

Comenzamos hablando de Mayta y de Vallejos, pero, sin darnos cuenta, hemos pasado a comentar los crímenes en el barrio. Los revolucionarios eran aquí bastante fuertes al principio: hacían colectas a plena luz y hasta mítines. Mataban a alguien, de cuando en cuando, acusándolo de traidor. Luego aparecieron los escuadrones de la libertad, decapitando, mutilando y desfigurando con ácido a reales o supuestos cómplices de la insurrección. La violencia se ha multiplicado. Juanita cree, sin embargo, que los delitos comunes son todavía más numerosos que los políticos y éstos, a menudo, la máscara de aquéllos.

—Hace pocos días un vecino nuestro mató a su mujer porque le hacía escenas de celos —cuenta María—. Y sus cuñados lo vieron tratando de disfrazar el crimen, poniéndole a la víctima el famoso cartelito de «perra soplona».

—Volvamos a lo que me ha traído —les propongo—. A la revolución que comenzó a gestarse en esos años. La de Mayta y tu hermano. Fue la primera de muchas. Inició la historia que ha terminado en esto que ahora vivimos.

—Tal vez la gran revolución de esos años no fue ninguna de ésas, sino la nuestra — me interrumpe Juanita—. Porque ¿han dejado acaso algo positivo todas esas muertes y atentados? Esa violencia sólo ha traído más violencia. Y las cosas no han cambiado ¿no es cierto? Hay más pobreza que nunca, aquí, en el campo, en los pueblos de la sierra, en todas partes.

—¿Hablaron de eso? —le pregunto—. ¿Te habló Mayta de los pobres, de la miseria?

—Hablamos de religión —dice Juanita—. No creas que yo le busqué el tema. Fue él.

—Sí, muy católico, pero ya no lo soy, ya me liberé de esas ilusiones —susurró Mayta, lamentando haberlo dicho, temiendo que la hermana de Vallejos lo tomara mal—. ¿Usted no duda nunca?

—Desde que me levanto hasta que me acuesto —murmuró ella—. ¿Quién le ha dicho que la fe es incompatible con las dudas?

—Quiero decir —se animó Mayta— ¿no es un gran engaño que la misión de los colegios católicos sea formar a las élites? ¿Se puede acaso infundir a los hijos de las clases dirigentes los principios evangélicos de caridad y amor al prójimo? ¿No piensa nunca en eso?

—Pienso en eso y cosas mucho peores —le sonrió la monja—. Mejor dicho, pensamos. Es verdad. Cuando yo entré a la orden, todas creíamos que a esas familias Dios les había dado, con su poder y fortuna, una misión para con sus hermanos desheredados. Que esas niñas, que eran la cabeza, si se las educaba bien, se encargarían de mejorar el tronco, los brazos, las piernas. Pero ahora ya ninguna de nosotras cree que ésa sea la manera de cambiar el mundo.

Y Mayta, sorprendido, la escuchó referir la conspiración de ella y de sus compañeras en el Colegio. No pararon hasta cerrar la escuela gratuita para pobres que funcionaba en el Sophianum. Las niñas pagantes tenían, cada una, una niña de la escuelita. Era su pobre. Le traían dulces, ropitas, una vez al año hacían una excursión a la casa de la familia, llevando regalos a su protegida. Iban en el auto del papá, con la mamá, a veces bastaba que se bajara el chófer a entregar el panetón. Qué vergüenza, qué escándalo. ¿Se podía llamar a eso practicar la caridad? Ellas habían insistido, criticado, escrito, protestado tanto, que, por fin, la escuela gratuita del Sophianum se cerró.

—Entonces, no estamos tan lejos como parece, Madre —se asombró Mayta—. Me alegra oírla hablar así. ¿Le puedo citar algo que dijo un gran hombre? Que cuando la humanidad haya acabado con las revoluciones que hacen falta para suprimir la injusticia, nacerá una nueva religión.

—Para qué una nueva religión si ya tenemos la verdadera —repuso la monja, alcanzándole la fuente de dulces—. Sírvase una galletita.

—Trotski —precisó Mayta—. Un revolucionario y un ateo. Pero sentía respeto por el problema de la fe.—Eso de que la revolución libera las energías del pueblo también se entiende ahí mismo —Vallejos disparó una piedrecita contra un alcatraz—. ¿De veras te pareció mi plan tan malo? ¿O lo dijiste por fregarme, Mayta?

—Nos parecía una deformación monstruosa —Juanita se encoge de hombros, hace un gesto de desánimo—. Y ahora me pregunto si, con deformación y todo, no era mejor que esas niñas tuvieran un sitio donde aprender a leer y recibieran al menos un panetón al año. Ya no sé, ya no estoy tan segura de si hicimos bien. ¿Cuál fue el resultado? En el Colegio éramos treinta y dos monjas y una veintena de hermanas. Ahora quedan tres monjas y ninguna hermana. El porcentaje anda por ahí en la mayoría de los colegios. Las congregaciones se han hecho trizas… ¿Fue buena nuestra toma de conciencia social? ¿Fue bueno el sacrificio de mi hermano?

Intenta una sonrisa, como disculpándose de participarme su desconcierto.

—Es lógico, es pan comido, es café con leche —se exaltó Vallejos—. Si los indios trabajan para un patrón que los explota, lo hacen sin ánimo y rinden poco. Cuando trabajen para sí mismos producirán más y eso beneficiará a toda la sociedad. ¿Veinte, mi hermano?

—A condición de que no se haya creado una clase parásita que expropie en su provecho el esfuerzo del proletariado y el campesinado —le explicó Mayta—. A condición de que una clase de burócratas no acumule tanto poder como para crear una nueva estructura de injusticia. Y para evitar eso, justamente, concibió León Davidovich la teoría de la revolución permanente, Uf, yo mismo me aburro con mis discursos.

—Me gustaría ir al fútbol ¿a ti no? —suspiró Vallejos—. Me escapé de Jauja para ver el clásico Alianza–U, no quiero perdérmelo. Vamos, te invito.

—¿Cuál es la respuesta a esa pregunta? —le digo, al ver que se ha quedado callada—. ¿La revolución silenciosa de aquellos años sirvió o perjudicó a la Iglesia?

—Nos sirvió a las que perdimos las falsas ilusiones pero no la fe, a las otras quién sabe —dice María. Y volviéndose a Juanita—. ¿Cómo era Mayta?

—Hablaba con suavidad, con cortesía, vestía muy modestamente —recuerda Juanita— . Intentó impresionarme con desplantes antirreligiosos. Pero, más bien, creo que lo impresioné yo. No sabía lo que estaba ocurriendo en los conventos, en los seminarios, en las parroquias. No sabía nada de nuestra revolución… Abrió mucho los ojos y me dijo: «Entonces, no estamos tan lejos». Los años le han dado la razón ¿no es cierto?

Y me cuenta que el Padre Miguel, un párroco del barrio que desapareció misteriosamente hacía un par de años, es al parecer el famoso Camarada Leoncio que dirigió el sangriento asalto al Palacio de Gobierno el mes pasado.

—Yo lo dudo —protesta María—. El Padre Miguel era un fanfarrón. Muy incendiario de la boca para afuera pero, en el fondo, un bombero. Yo estoy segura que la policía o los escuadrones de la libertad lo mataron.

Sí, era eso. No un revólver ni una pistola, sino una metralleta corta, ligera, que parecía recién salida de fábrica: negra, aceitosa, reluciente. Mayta la observó hipnotizado. Haciendo un esfuerzo, apartó la vista del arma que temblaba en sus manos y echó una mirada alrededor, con la sensación de que, de entre los libros desparramados y los periódicos en desorden del cuartito, surgirían los soplones, señalándolo muertos de risa: «Caíste, Mayta», «Te jodiste, Mayta», «Con las manos en la masa, Mayta». «Es un imprudente, le falta un tornillo, pensó, es un…» Pero no sentía la menor inquina contra el Alférez. Más bien, la benevolencia que inspira la travesura de un niño dilecto y ganas de volver a verlo cuanto antes. «Para jalarle las orejas, pensó. Para decirle…»

—Contigo me pasa una cosa curiosa. No sé si contártela o no. Espero que no te enojes. ¿Puedo hablarte con franqueza?

El estadio estaba semivacío y habían llegado tempranísimo; ni siquiera empezaba el preliminar.

—Puedes —dijo Vallejos, echando humo por la nariz y por la boca—. Ya sé, ¿vas a decirme que mi plan revolucionario es una huevada? ¿O a reñirme otra vez por la sorpresa?

—¿Cuánto tiempo llevamos viéndonos? —dijo Mayta—. ¿Dos meses?

—Nos hemos hecho uña y carne ¿no? —contestó Vallejos, aplaudiendo la tapada de un arquero diminuto y agilísimo—. ¿Qué me ibas a decir, pues?

—Que, a veces, todo esto me parece perder el tiempo. Vallejos se distrajo del partido:

—¿Prestarme libros y enseñarme marxismo?

—No porque no entiendas lo que te enseño —le aclaró Mayta—. Te sobra cabeza para el materialismo dialéctico o cualquier cosa.

—Menos mal —dijo Vallejos, volviendo a las acciones del match—. Creí que perdías tu tiempo porque soy un tarado.

—No, no eres un tarado —sonrió Mayta al perfil del Subteniente—. Sino porque, hablando contigo, sabiendo lo que piensas, conociéndote, me da la impresión de que la teoría, en vez de servirte, te puede perjudicar.

—Pucha, casi gol, linda media vuelta —se levantó Vallejos, aplaudiendo.

—En ese sentido ¿ves? —siguió Mayta.

—No veo nada —dijo Vallejos—. Me volví tarado, ahora sí. ¿Tratas de decirme que me olvide de mi plan, que hice mal en regalarte esa metralleta? ¿O qué, mi hermano? ¡Goool! Ya era hora. ¡Bravo!

—En teoría, el espontaneísmo revolucionario es malo —dijo Mayta—. Si no hay doctrina, conocimiento científico, el impulso se desperdicia en gestos anárquicos. Pero tú tienes una resistencia instintiva a dejarte aprisionar por la teoría. Quizá tengas razón, quizá, gracias a eso, no te pasará lo que a nosotros…

—¿A quiénes? —preguntó Vallejos, volviéndose a mirarlo.

—Que, por preocuparnos tanto de estar bien preparados doctrinariamente, nos olvidamos de la práctica y…

Calló porque había un gran bullicio en las tribunas: reventaban cohetes y una lluvia de papel picado caía sobre la cancha. Habías metido la pata, Mayta.

—No me has contestado —insistió Vallejos, sin mirarlo, contemplando su cigarrillo: ¿era un soplón?—. Dijiste nosotros y yo pregunté quiénes. Por qué no me contestas, mi hermano.

—Los revolucionarios peruanos, los marxistas peruanos —silabeó Mayta, escudriñándolo: ¿era un agente con la misión de averiguar, de provocar?—. Sabemos mucho de leninismo y de trotskismo. Pero no sabemos cómo llegar a las masas. Me refería a eso.

—Le pregunté si, por lo menos, creía en Dios, si sus ideas políticas eran compatibles con la fe cristiana —dice Juanita.

—No debí preguntarte eso, hermano —se disculpó Vallejos, arrepentido, inmersos los dos en el torrente de público que bajaba las graderías del estadio—. Lo siento. No quiero que me cuentes nada.

—¿Qué te voy a contar que ya no sepas? —dijo Mayta—. Me alegro que viniéramos, aunque el partido fuera malo. Hacía siglos que no…

—Quiero decirte una cosa —insistió Vallejos, tomándolo del brazo—. Entiendo muy bien que tengas desconfianza.

—Estás loco —dijo Mayta—. ¿Por qué te tendría desconfianza?

—Porque soy un militar y porque no me conoces bastante —dijo Vallejos—. Comprendo que me ocultes ciertas cosas. No quiero saber nada de tu vida política, Mayta. Soy derecho de la cabeza a los pies con mis amigos. Y a ti te considero mi mejor amigo. Si te juego sucio, ya tienes para vengarte la sorpresa que te regalé…

—La revolución y la religión católica son incompatibles —afirmó Mayta, con suavidad—. Lo mejor es no engañarse, Madre.

—Está usted despistado y atrasadísimo —se burló Juanita—. ¿Cree que me llama la atención oír que la religión es el opio del pueblo? Sería, habría sido, en todo caso. Pero eso se acabó. Todo está cambiando. La revolución la haremos también nosotros. No se ría.

¿Había comenzado ya, entonces, en el Perú, la época de los curas y las monjas progresistas? Juanita me asegura que sí, pero yo tengo mis dudas. En todo caso, era algo tan primerizo y balbuciente que Mayta no hubiera podido conocerlo. ¿Le hubiera alegrado? ¿El ex–niño que había hecho una huelga de hambre para parecerse a los miserables se hubiera sentido feliz de que Monseñor Bambarén, el obispo de las barriadas, llevara, según se decía, su famoso anillo con las armas pontificias en un lado y la hoz y el martillo en el otro? ¿Que el Padre Gustavo Gutiérrez concibiera la teología de la liberación explicando que hacer la revolución socialista era deber de los católicos? ¿Que Monseñor Méndez Arceo aconsejara a los creyentes mexicanos ir a Cuba como antes iban a Lourdes? Sí, sin duda. Acaso hubiera seguido siendo católico, como tantos revolucionarios de hoy día. ¿Daba la impresión de un dogmático, de un hombre de ideas rígidas? Juanita queda pensativa, un momento.

—Sí, creo que sí, de un dogmático —asiente—. Por lo menos, no era nada flexible en lo que se refiere a la religión. Conversamos sólo un rato, acaso no comprendí bien qué clase de hombre era. Pensé mucho en él, después. Llegó a tener una influencia muy grande sobre mi hermano. Le cambió la vida. Lo hizo leer, algo que él casi no hacía antes. Libros comunistas, por supuesto. Traté de prevenirlo: ¿te das cuenta que te está catequizando?

—Sí, lo sé, pero con él aprendo muchas cosas, hermana.

—Mi hermano fue un idealista y un rebelde, con un sentido innato de la justicia — añade Juanita—. En Mayta encontró un mentor, que lo manejaba a su antojo.

—¿O sea que, según tú, Mayta fue el responsable? —le pregunto—. ¿Crees que planeó todo, que él embarcó a Vallejos en lo de Jauja?

—No, porque ni sé cómo usarla —dudó Mayta—. Te confesaré algo. No he disparado en mi vida ni una pistola de juguete. Volviendo a lo de antes, a lo de la amistad, tengo que advertirte una cosa.

—No me adviertas nada, ya te pedí perdón por mis indiscreciones —dijo Vallejos—. Prefiero, más bien, uno de tus discursos. Sigamos con el doble poder, esa manera de serrucharles el piso a poquitos a la burguesía y al imperialismo.

—Que ni siquiera la amistad está antes que la revolución para un revolucionario, métete eso bien adentro y que no se te olvide —dijo Mayta—. La revolución, lo primero. Después, todo lo demás. Es lo que intenté explicarle a tu hermana la otra tarde. Sus ideas son buenas, ella va lo más lejos que un católico puede ir. Pero no basta. Si crees en el cielo, en el infierno, lo de aquí pasará siempre a segundo lugar. Y así no habrá jamás revolución. Te tengo confianza y te considero, también, un gran amigo. Si te oculto algo, si…

—Basta, ya te pedí perdón, ni una palabra más —lo calló Vallejos—. ¿O sea que nunca has disparado? Mañana nos vamos por Lurín, con la sorpresa. Te daré una clase. Disparar una metralleta es más fácil que la tesis del doble poder.

—Por supuesto, es lo que tuvo que ocurrir —dijo Juanita. Pero en su manera de decirlo no hay tanta seguridad—. Mayta era un político viejo, un revolucionario profesional. Mi hermano, un chiquillo impulsivo al que, por cuestión de edad, de cultura, el otro dominaba.

—No sé, no estoy seguro —le replico—. A ratos, pienso que fue al contrario.

—Qué disparate —tercia María—. ¿Cómo hubiera podido un chiquillo embarcar a un viejo requetesabio en una locura así?

Precisamente, Madre. Mayta era un revolucionario de la sombra. Se había pasado la vida conspirando y peleando en grupitos ínfimos como aquel en el que militó. Y, de pronto, cuando se acercaba a la edad en que otros se jubilan de la militancia, apareció alguien que, por primera vez, le abrió las puertas de la acción. ¿Podía haber hechizo más grande para un hombre como él que, un día, le pusieran en las manos una metralleta?

—Eso es una novela —dice Juanita, con una sonrisa que, al mismo tiempo, me desagravia por la ofensa—. Ésa no parece la historia real, en todo caso.

—No va a ser la historia real, sino, efectivamente, una novela —le confirmo—. Una versión muy pálida, remota y, si quieres, falsa.

—Entonces, para qué tantos trabajos —insinúa ella, con ironía—, para qué tratar de averiguar lo que pasó, para qué venir a confesarme de esta manera. ¿Por qué no mentir más bien desde el principio?

—Porque soy realista, en mis novelas trato siempre de mentir con conocimiento de causa —le explico—. Es mi método de trabajo. Y, creo, la única manera de escribir historias a partir de la historia con mayúsculas.

—Me pregunto si alguna vez se llega a saber la historia con mayúsculas —me interrumpe María—. O si en ella no hay tanta o más invención que en las novelas. Por ejemplo, eso de lo que hablábamos. Se han dicho tantas cosas sobre los curas revolucionarios, sobre la infiltración marxista de la Iglesia… Y, sin embargo, a nadie se le ocurre la explicación más simple.

—¿Cuál es?

—La desesperación y la cólera que puede dar codearse día y noche con el hambre y con la enfermedad, la sensación de impotencia frente a tanta injusticia —dijo Mayta, siempre con delicadeza, y la monja advirtió que apenas movía los labios—. Sobre todo, darse cuenta que los que pueden hacer algo no harán nunca nada. Los políticos, los ricos, los que tienen la sartén por el mango, los que mandan.

—Pero, pero ¿perder la fe por eso? —dijo la hermana de Vallejos, maravillada—. Más bien, eso debería afirmarla, debería… Mayta siguió, endureciendo el tono:

—Por más fuerte que sea la fe, llega un momento en que uno dice basta. No es posible que el remedio contra tanta iniquidad sea la promesa de la vida eterna. Fue así, Madre. Viendo que el infierno ya estaba en las calles de Lima. Especialmente, en el Montón. ¿Sabe usted qué es el Montón?

Una barriada, una de las primeras, no peor ni más miserable que esta en la que Juanita y María viven. Las cosas han empeorado mucho desde aquella confesión de Mayta a la monja, las barriadas han proliferado y, a la miseria y el desempleo, se ha añadido la matanza. ¿Fue de veras ese espectáculo del Montón el que, hace medio siglo, cambió al beatito que era Mayta en un rebelde? El contacto con ese mundo no ha tenido el mismo efecto, en todo caso, en Juanita y María. Ninguna de las dos da la impresión de estar desesperada ni colérica ni tampoco resignada, y, hasta donde puedo darme cuenta, el convivir con la iniquidad tampoco las ha convencido de que la solución sean los asesinatos y las bombas. ¿Seguían siendo ambas religiosas, no es cierto? ¿Se prolongarían los disparos en ecos por el desierto de Lurín?

—No —Vallejos apuntó, disparó y el ruido fue menor de lo que Mayta esperaba. Tenía las manos mojadas de la excitación—. No eran para mí, te mentí. Esos libritos, en realidad, me los llevo a Jauja para que los lean los josefinos. Yo te tengo confianza, Mayta. Y te cuento algo que no le contaría ni siquiera a la persona que más quiero, que es mi hermana.

Y, mientras hablaba, puso la metralleta en sus manos. Le mostró dónde apoyarla, cómo liberar el seguro, apuntar, presionar el gatillo, cargarla y descargarla.

—Haces mal, esas cosas no se cuentan —lo recriminó Mayta, la voz alterada por el sacudón que había sentido en el cuerpo al escuchar la ráfaga y descubrir en la vibración de las muñecas que era él quien disparaba: a lo lejos, el arenal se extendía, amarillento, ocre, azulado, indiferente—. Por una cuestión elemental de seguridad. No se trata de ti, sino de los demás ¿no comprendes? Uno tiene derecho de hacer con su vida lo que le dé la gana. Pero no a poner en peligro a los camaradas, a la revolución, sólo por demostrarle confianza a un amigo. ¿Y si yo trabajara para la policía?

—No eres apto para eso, ni aunque quisieras podrías ser soplón —se rió Vallejos—. ¿Qué te pareció? ¿No es fácil?

—La verdad que es facilísimo —asintió Mayta, palpando la boca del arma y sintiendo una llamarada en los dedos—. No me cuentes una palabra más de los josefinos. No quiero esas pruebas de amistad, so huevonazo.

Se había levantado una brisa cálida y los médanos del contorno parecían bombardearlos con granitos de arena. Es cierto, el Alférez había elegido bien el sitio, quién podía oír los tiros en esta soledad. No debía creerse que ya sabía todo. Lo principal no era cargar, descargar, apuntar y disparar, sino limpiar el arma y saber armarla y desarmarla.

—Te lo conté por interés —volvió al asunto Vallejos, indicándole con un gesto que regresaran a la carretera, pues el terral los iba a ahogar—. Necesito tu ayuda, mi hermano. Son unos muchachos del Colegio San José, allá en Jauja. Muy jóvenes, de cuarto y quinto de Media. Nos hicimos amigos jugando al fútbol, en la canchita de la cárcel. Los josefinos.

Avanzaban por el arenal con las cabezas contra el viento, los pies hundidos hasta los tobillos en la blanda tierra y Mayta, de pronto, se olvidó de la clase de disparo y de su excitación de un momento antes, intrigado por lo que el Subteniente le decía.

—No me cuentes nada que puedas lamentar —le recordó, sin embargo, comido por la curiosidad.

—Calla, carajo —Vallejos se había puesto un pañuelo contra la boca para defenderse de la arena—. Con los josefinos pasamos de jugar fútbol a tomarnos unas cervezas, a ir a fiestecitas, al cine y a conversar mucho. Desde que empezamos nuestras reuniones, he tratado de enseñarles lo que tú me enseñas. Me ayuda un profesor del Colegio San José. Dice que es socialista, también.

—¿Les das clases de marxismo? —le preguntó Mayta.

—Sí, pues, la verdadera ciencia —gesticuló Vallejos—. El contraveneno de esos conocimientos idealistas, metafísicos, que les meten en el coco. Como dirías tú, con tu florido lenguaje, mi hermano.

Hacía un momento, cuando le enseñaba a disparar, era un atleta diestro y mandón. Y, ahora, un jovencito tímido, confundido de contarle lo que le contaba. A través de la lluviecita de arena Mayta lo miró. Imaginó a las mujeres que habrían besado esas facciones recias, mordido esos labios bien marcados, que se habrían retorcido bajo el cuerpo duro del Alférez.

—¿Sabes que me dejas con la boca abierta? —exclamó—. Creí que mis clases de marxismo te aburrían mortalmente.

—A veces, sí, para ser francos, y otras veces me quedo en la luna —reconoció Vallejos—. La revolución permanente, por ejemplo. Es demasiadas cosas al mismo tiempo. Así que a los josefinos les hice un sancochado en la cabeza. Por eso te pido tanto que vengas a Jauja. Anda, échame una manita con ellos. Esos muchachos son dinamita pura, Mayta.

—Claro que seguimos siendo religiosas, aunque ya sin disfraz —sonríe María—. Tenemos una excedencia en funciones, no de votos. Nos liberan de la enseñanza en el colegio y nos dejan trabajar aquí. La congregación nos ayuda en lo que puede.

¿Tienen Juanita y María la sensación de aportar una ayuda efectiva, viviendo en la barriada? Seguramente, de otro modo sería inexplicable que corrieran semejante riesgo, en las circunstancias actuales. No pasa un día sin que un cura, una monja, una trabajadora social de las barriadas sea víctima de un atentado. Al margen de que resulte útil o inútil lo que hacen, es imposible no envidiarles esa fe que les da fuerza para resistir el horror cotidiano. Les digo que, mientras caminaba hasta aquí, tuve la impresión de atravesar todos los círculos del infierno.

—Allá debe ser todavía peor —dice Juanita, sin sonreír.

—¿No habías estado nunca en este pueblo joven? —interviene María.

—No, no he estado nunca en el Montón —contestó Juanita.

—Yo sí, muchas veces, de chico, cuando era muy católico —dijo Mayta, y ella advirtió que tenía una expresión abstraída, ¿nostálgica?—. Con unos muchachos de la Acción Católica. Había en esa barriada una Misión canadiense. Dos curas y varios laicos. Me acuerdo de un Padre joven, alto, coloradote, que era médico. «Nada de lo que he aprendido sirve», decía. No soportaba que los niños murieran como moscas, la cantidad de tuberculosos, y que en los periódicos hubiera páginas y páginas dedicadas a fiestas y banquetes, a los matrimonios de los ricos. Yo tenía quince años. Regresaba a mi casa y en las noches no podía rezar. «Dios no escucha, pensaba, se tapa los oídos para no oír y los ojos para no ver lo que ocurre en el Montón.» Hasta que un día me convencí. Para luchar de veras contra todo eso tenía que dejar de creer en Dios, Madre.

A Juanita le pareció sacar una conclusión absurda de premisas justas y se lo dijo. Pero la impresionó la emoción que notó en Mayta.

—Yo también he tenido muchos momentos de angustia en lo que respecta a mi fe — dijo—. Aunque, felizmente, no me ha dado hasta ahora por pedirle cuentas a Dios.

—No hablamos sólo de teoría, también de cosas prácticas —prosiguió Vallejos. Caminaban por la carretera, rumbo a Lima, la metralleta escondida en el bolsón, tratando de parar a todos los camiones y ómnibus.

—¿Cosas prácticas como preparar cócteles Molotov, petardos de dinamita y bombas? —se burló Mayta—. ¿Cosas prácticas como tu plan revolucionario del otro día?

—Todo a su debido tiempo, mi hermano —dijo Vallejos, siempre en tono jovial—. Cosas prácticas como ir a las comunidades, a ver de cerca los problemas del campesinado. Y sus soluciones. Porque esos indios han comenzado a moverse, a ocupar las tierras que reclamaban hacía siglos.

—A recuperarlas, querrás decir—susurró Mayta. Lo miraba con curiosidad, desconcertado, como si, a pesar de estar viéndose hacía tantas semanas, estuviera descubriendo al verdadero Vallejos—. Esas tierras eran de ellos, no te olvides.

—Exacto, las recuperaciones de tierras quiero decir —asintió el Subteniente—. Vamos y conversamos con los campesinos, y los muchachos ven que esos indios, sin ayuda de ningún partido, empiezan a romper sus cadenas. Así van aprendiendo cómo llegará la revolución a este país. El Frote Ubilluz me ayuda algo con la teoría, pero tú me ayudarías muchísimo más, mi hermano. ¿Vendrás a Jauja?

—Me dejas con la boca abierta —dijo Mayta.

—Ciérrala, te vas a atorar con tanta arena —se rió Vallejos—. Mira, ese colectivo va a parar.

—O sea que tienes tu grupo y todo —repitió Mayta, frotándose los ojos irritados por la polvareda—. Un círculo de estudios marxistas. ¡En Jauja! Y has hecho contacto con bases campesinas. O sea que…

—O sea que mientras tú hablas de la revolución, yo la hago —le dio un palmazo el Subteniente—. Sí, carajo. Yo soy un hombre de acción. Y tú, un teórico. Tenemos que unirnos. La teoría y la práctica, compadre. Pondremos en marcha a este pueblo y no habrá quien lo pare. Haremos cosas grandes. Chócate esos cinco y júrame que vendrás a Jauja. ¡Nuestro Perú es formidable, mi hermano!

Parecía un chiquillo exaltado y feliz, con su uniforme impecable y su mechón de mohicano. Mayta se sintió contento de estar otra vez con él. Se sentaron en una mesa del rincón, pidieron al chino dos cafés y a Mayta se le ocurrió que, si tuvieran la misma edad y fueran niños, habrían sellado su amistad con un pacto de sangre.

—Ahora hay en la Iglesia muchos curas y monjas como ese Padre canadiense del Montón —dijo la Madre, sin acomodarse—. La Iglesia conoció la miseria desde siempre y, diga usted lo que diga, siempre hizo lo que pudo por aliviarla. Pero, ahora, es cierto, ha entendido que la injusticia no es individual sino social. Tampoco la Iglesia acepta ya que unos pocos tengan todo y la mayoría nada. Sabemos que en esas condiciones, la ayuda puramente espiritual se vuelve una burla… Pero, lo estoy apartando del tema.

—No, ése es el tema —la animó Mayta—. La miseria, los millones de hambrientos del Perú. El único tema que cuenta. ¿Hay una solución? ¿Cuál? ¿Quién la tiene? ¿Dios? No, Madre. La revolución.

Ha ido atardeciendo y cuando miro el reloj veo que llevo allí cerca de cuatro horas. Me hubiera gustado oír eso que Juanita oyó, oír de boca de Mayta cómo perdió la fe. En el curso de la conversación, a veces asoman chiquillos a la puerta entreabierta de la vivienda: meten la cabeza, espían, se aburren, se van. ¿Cuántos de ellos serán reclutados por la insurrección? ¿Me habló alguna vez mi condiscípulo de sus idas al Montón a ayudar a los curitas de la Misión canadiense? ¿Cuántos de ellos matarán o morirán asesinados? Juanita ha salido un momento al dispensario contiguo, a ver si hay novedades. ¿Iba cada tarde, después de las clases del Salesiano, o sólo los domingos? El dispensario funciona de ocho a nueve, con dos médicos voluntarios que se turnan, y, en las tardes, vienen un enfermero y una enfermera a poner vacunas y a hacer curaciones de urgencia. ¿Ayudaba Mayta al curita pelirrojo, desesperado y colérico, a enterrar a las criaturas abatidas por el ayuno y las infecciones y se le llenaban los ojos de lágrimas y su pequeño corazón latía con fuerza y su imaginación enfebrecida de niño creyente volaba al cielo y preguntaba por qué, por qué permites, Señor, que pase esto? Junto al dispensario, en una casita de tablas, funciona la Acción Comunal. Con la posta médica, es la razón de la presencia de Juanita y María en la barriada. ¿Era así la Misión canadiense donde hacía Mayta trabajo voluntario? ¿También iba allá un abogado a asesorar gratuitamente a los vecinos sobre problemas legales y un técnico cooperativista a aconsejarlos sobre la formación de industrias? Iba allí, se zambullía en esa miseria, su fe comenzaba a trastabillear y, en el Colegio, no nos decía una palabra. Conmigo seguía hablando de las seriales y de lo bueno que sería que hicieran una película sobre El conde de Montecristo. Durante algunos años, me cuentan, Juanita y María trabajaron en la planta embotelladora de San Juan de Lurigancho. Pero desde que la planta quebró, se dedican exclusivamente a Acción Comunal; sus respectivas congregaciones les pasan una pequeña mensualidad que les permite vivir. ¿Por qué se confió así con alguien a quien veía por primera vez? ¿Porque era una monja, porque le inspiró afecto, porque la monja era hermana de su nuevo amigo, o porque, de pronto, tuvo un arrebato de melancolía recordando su fe ardiente de alumno salesiano?

—Cuando comenzaron los atentados sí tuvimos miedo —dice María—. De que nos pusieran una bomba y destruyeran todo esto. Pero ha pasado tanto tiempo ya que ni nos acordamos. Hemos tenido suerte. A pesar de que unos y otros han hecho correr tanta sangre en el barrio, hasta ahora nos han respetado.

—¿Son muy católicos en su familia? —preguntó Mayta—. ¿No tuvo usted problemas para…?

—Lo son por rutina más que convicción —sonrió la monja—. Como la mayoría de la gente. Claro que tuve. Se quedaron atónitos cuando les dije que quería profesar. Para mi mamá fue el fin del mundo, para mi papá como si me enterraran viva. Pero ya se acostumbraron.

—Un hijo al Ejército y una hija al convento —dijo Mayta—. Era lo típico de todas las familias aristocráticas en la Colonia.

—Ven, ven —lo llamó Vallejos, desde la mesa—. Conversa también un poco con el resto de la familia y no te acapares a mi hermana, que nunca la vemos.

Ambas dan clase en la mañana en la escuelita que funciona en Acción Comunal. Los domingos, cuando viene el cura a decir la misa, el local hace las veces de capilla. Últimamente no viene mucho: le pusieron un petardo de dinamita en su parroquia y ha quedado mal de los nervios.

—Parece que no se la pusieron los escuadrones de la libertad, sino unos palomillas del barrio para divertirse a su costa, porque saben que es miedoso —dice María—. El pobre jamás ha hecho política de ninguna clase y su única debilidad son los caramelos. Con el susto del petardo ha perdido más de diez kilos.

—¿Te parece que hablo de él con cierto rencor, con resentimiento?—Juanita hace un curioso mohín y veo que no pregunta por preguntar; es algo que debe preocuparla hace mucho tiempo.

—No noté nada de eso —le digo—. He notado, sí, que evitas llamar a Mayta por su nombre. Siempre das un rodeo en vez de decir Mayta. ¿Es por lo de Jauja, porque estás segura que fue él quien empujó a Vallejos?

—No estoy segura —niega Juanita—. Es posible que mi hermano tuviera también su parte de responsabilidad. Pero pese a que no quiero, me doy cuenta que le guardo un poco de rencor. No por lo de Jauja. Porque lo hizo dudar. Esa última vez que estuvimos juntos le pregunté: «¿Te vas a volver un ateo como tu amigo Mayta, también te va a dar por eso?». No me respondió lo que yo esperaba. Encogió los hombros y dijo:

—A lo mejor, hermana, porque la revolución es lo primero.

—También el Padre Ernesto Cardenal decía que la revolución era lo primero — recuerda María. Añade que, no sabe por qué, ese Padre pelirrojo de la historia de Mayta le ha traído a la cabeza lo que fue para ella la venida al Perú de Ivan Illich, primero, y, luego, de Ernesto Cardenal.

—Sí, es verdad, qué hubiera dicho Mayta aquella tarde que conversamos si hubiera sabido que dentro de la Iglesia se podían oír cosas así —dice Juanita—. A pesar de que yo creía ya estar de vuelta de todo, cuando vino Ivan Illich me quedé pasmada. ¿Era un sacerdote quien decía esas cosas? ¿Hasta ahí había llegado nuestra revolución? Ya no era silenciosa, entonces.

—Pero con Ivan Illich no habíamos oído nada, aún —empalma María, los ojos azules llenos de malicia—. Había que oír a Ernesto Cardenal para saber lo que era bueno. En el Colegio, varias pedimos un permiso especial para ir a verlo al Instituto Nacional de Cultura y al Teatro Pardo y Aliaga.

—Ahora es Ministro en su país, todo un personaje político ¿no? —pregunta Juanita.

—Sí, iré a Jauja contigo —le prometió Mayta, en voz muy baja—. Pero, por favor, discreción. Sobre todo, después de lo que me has contado. Lo que haces con esos muchachos es trabajo subversivo, camarada. Te juegas la carrera y muchas cosas.

—¿Y me dices eso tu? ¿Tú que me atoras con propaganda subversiva cada vez que nos vemos?

Terminaron riéndose y el chino, que les traía los cafés, les preguntó cuál era el chiste. «Uno de Otto y Fritz», dijo el Alférez.

—La próxima vez que vengas a Lima fijaremos en qué fecha iré a Jauja —le prometió Mayta—. Pero dame tu palabra que no dirás nada a tu grupo sobre mi venida.

—Secretos, secretos, tu manía de los secretos —protestó Vallejos—. Sí, ya sé, la seguridad es vital. Pero no se puede ser tan melindroso, mi hermano. ¿Te cuento algo a propósito de secretos? Pepote, ese pelópidas de la fiesta de tu tía, me quitó a Alci. Fui a visitarla y la encontré con él. Agarraditos de la mano. «Te presento a mi enamorado», me dijo. Me pusieron a tocar violín.

No parecía importarle, pues lo contaba riéndose. No, no diría nada a los josefinos ni al Profesor Ubilluz, les darían la sorpresa. Ahora tenía que irse volando. Se despidieron con un apretón de manos y Mayta lo vio salir de la pulpería, derecho y sólido en su uniforme, a la Avenida España. Mientras lo veía alejarse, pensó que por tercera vez se reunían ya en el mismo cafecito. ¿Era prudente? La Prefectura estaba a un paso y no sería raro que muchos soplones fueran sus clientes. Así que había formado, por su cuenta y riesgo, un círculo marxista. ¡Quién lo hubiera dicho! Entrecerró los ojos y vio, allá, a tres mil y pico de metros de altura, sus caras adolescentes y serranas, sus chapas y sus pelos lacios y sus anchas cajas torácicas. Los vio corretear detrás de una pelota, sudorosos y excitados. El Subteniente corría en medio de ellos, como si fuera de su misma edad, pero él era más alto, más ágil, más fuerte, más diestro, cabreando, pateando y cabeceando y a cada salto, patada o cabezazo, sus músculos se endurecían. Terminado el partido, los vio apiñados en un cuarto de adobes y calamina, por cuyas ventanas se divisaban nubes blancas enroscándose en picachos morados. Escuchaban atentamente al Alférez que, mostrándoles el Qué hacer de Lenin, les decía: «Esto es dinamita pura, muchachos». No se rió. No sentía ningún deseo de burlarse, de decirse lo que había venido diciendo de él a sus camaradas del POR(T): «Es muy joven, pero con buena pasta», «Vale, aunque le falta madurar». Sentía en este momento mucho aprecio por Vallejos, algo de envidia por su juventud y entusiasmo, y algo más, íntimo y cálido. En la próxima reunión del Comité Central del POR(T) pediría un debate a fondo porque lo de Jauja ya tomaba otro cariz. Iba a levantarse de la mesita del rincón —la cuenta la había pagado Vallejos antes de irse— cuando descubrió su pantalón abultado. Le ardió la cara, el cuerpo. Se dio cuenta que temblaba de deseo.

—Nosotras te acompañamos —dice Juanita.

Discutimos un rato en la puerta de la vivienda, bajo el crepúsculo que pronto será noche. Les digo que no vale la pena, he dejado el auto como a un kilómetro de distancia, para qué van a dar semejante caminata.

—No es por amables —dice María—. No queremos que te asalten otra vez.

—Ahora no tienen nada que robarme —les digo—. Apenas la llave del auto y este cuaderno. Los apuntes son lo de menos. Lo que no queda en la memoria, no sirve para la novela.

Pero no hay manera de disuadirlas y ellas salen conmigo, a la pestilencia y al terral de la barriada. Me pongo entre las dos y las llamo mis guardaespaldas, mientras avanzamos por la disparatada orografía de casuchas, cuevas, tenderetes, pocilgas, criaturas revolcándose, perros súbitos. Toda la gente parece estar en las puertas de las viviendas o deambulando por el terral y se oyen diálogos, chistes, una que otra lisura. A veces tropiezo en un hueco o una piedra, a pesar del cuidado con que piso, pero María y Juanita caminan con desenvoltura, como si conocieran los obstáculos de memoria.

—Los robos y asaltos son peores que los crímenes políticos —dice de nuevo Juanita—. Culpa del desempleo, de la droga. Siempre hubo ladrones en la vecindad, por supuesto. Pero antes, los del barrio iban a robar afuera, a los ricos. Por la desocupación, por la droga, por la guerra, ha desaparecido hasta el más mínimo sentido de solidaridad vecinal. Ahora los pobres roban y matan a los pobres.

Se ha convertido en un gran problema, añade. Apenas oscurece, prácticamente nadie que no tenga cuchillo o sea un matón, un inconsciente o esté borracho perdido, se atreve a circular por la barriada, pues sabe que será asaltado. Los ladrones se meten a las casas a pleno día y los asaltos degeneran a menudo en hechos de sangre. La desesperación de la gente no tiene límites y por eso pasan las cosas que pasan. Por ejemplo, a ese pobre diablo al que los moradores de una barriada vecina encontraron tratando de violar a una niña y rociaron con querosene y quemaron vivo.

—Ayer nomás descubrieron aquí un laboratorio de cocaína —dice María. ¿Qué pensaría Mayta de todo esto? En ese tiempo, la droga era prácticamente inexistente, un juego de exquisitos y noctámbulos. Ahora, en cambio… No pueden tener remedios en el dispensario, las oigo decir. En las noches, los llevan a la casa donde viven y los ocultan en un escondrijo, bajo un baúl. Porque cada noche se metían a robarse los pomos, las tabletas, las ampollas. No para curarse, para eso existía el dispensario y los remedios eran gratuitos. Para drogarse. Creían que todo remedio era droga y se tomaban los que encontraban. Muchos ladrones tenían que venir al día siguiente al dispensario con diarreas, vómitos y cosas peores. Los muchachos del barrio se drogaban con cáscaras de plátano, con hojas de floripondio, con goma, con todo lo imaginable. ¿Qué diría Mayta de todo esto? No lo adivino y, por lo demás, tampoco puedo concentrarme en el recuerdo de Mayta: su cara aparece y desaparece, es un fuego fatuo.

Al llegar a los basurales–chiqueros, oímos hozar a los chanchos. La pestilencia se adensa y corporiza. Insisto en que regresen, pero ellas se niegan. Esta zona de los basurales, dicen, es la más peligrosa. ¿No puedo concentrarme en Mayta porque, ante semejante ruindad, su historia se minimiza y evapora? Cualquier cara forastera resulta un blanco tentador ¿dice María?

—Esto es también el barrio rojo de la zona —añade Juanita. ¿O es porque, ante esta ignominia, no es Mayta sino la literatura la que resulta vana?—. Bastante penoso ¿no? Prostituirse para vivir ya lo es. Pero, encima, hacerlo aquí, en medio de las basuras y de los chanchos…

—La explicación es que tienen clientes —acota María.

Es un mal pensamiento ése. Si, como el Padre canadiense del cuento de Mayta, yo también me dejo ganar por la desesperación, no escribiré esta novela. Eso no habrá ayudado a nadie; por efímera que sea, una novela es algo, en tanto que la desesperación no es nada. ¿Se sienten seguras, trajinando de noche por el barrio? Hasta ahora, gracias a Dios, no les ha pasado nada. Ni siquiera con borrachos furiosos que hubieran podido desconocerlas.

—A lo mejor somos muy feas y no tentamos a nadie —lanza una carcajada María.

—Los dos médicos han sido asaltados —dice Juanita—. Sin embargo, siguen viniendo.

Trato de continuar la conversación, pero me distraigo, e intento volver a Mayta pero tampoco puedo, porque, una y otra vez, interfiere con su imagen la del poeta Ernesto Cardenal, tal como era aquella vez que vino a Lima —¿hace quince años?— e impresionó tanto a María. No les he dicho que yo también fui a oírlo al Instituto Nacional de Cultura y al Teatro Pardo y Aliaga y que a mí también me causó una impresión muy viva. Ni que siempre lamentaré haberlo oído, pues, desde entonces, no puedo leer su poesía, que, antes, me gustaba. ¿No es injusto? ¿Tiene acaso algo que ver lo uno con lo otro? Debe de tener, de una manera que no puedo explicar. Pero la relación existe, pues la experimento. Apareció disfrazado de Che Guevara y respondió, en el coloquio, a la demagogia de unos provocadores del auditorio con más demagogia todavía de la que ellos querían oír. Hizo y dijo todo lo que hacía falta para merecer la aprobación y el aplauso de los más recalcitrantes: no había ninguna diferencia entre el Reino de Dios y la sociedad comunista; la Iglesia se había hecho una puta, pero gracias a la revolución volvería a ser pura, como lo estaba volviendo a ser en Cuba ahora; el Vaticano, cueva de capitalistas que siempre había defendido a los poderosos, era ahora sirviente del Pentágono; el partido único, en Cuba y la URSS, significaba que la élite servía de fermento a la masa, exactamente como quería Cristo que hiciera la Iglesia con el pueblo; era inmoral hablar contra los campos de trabajos forzados de la URSS ¿porque acaso se podía creer la propaganda capitalista? Y el golpe de teatro final, flameando las manos: desde esa tribuna denunciaba al mundo que el reciente ciclón en el Lago de Nicaragua era el resultado de unos experimentos balísticos norteamericanos… Aún conservo viva la impresión de insinceridad e histrionismo que me dio. Desde entonces, evito conocer a los escritores que me gustan para que no me pase con ellos lo que con el poeta Cardenal, al que, cada vez que intento leer, del texto mismo se levanta, como un ácido que lo degrada, el recuerdo del hombre que lo escribió.

Hemos llegado al auto. Han forzado la puerta del volante. Como no tenía nada que llevarse, el ladrón, en represalia, ha rasgado el tapiz del asiento y esa mancha indica que también ha orinado encima. Digo a Juanita y a María que me hizo un favor, pues me obligó a cambiar el forro que estaba viejísimo. Pero ellas, compungidas, azoradas, me compadecen.