"Amigos nocturnos" - читать интересную книгу автора (Joyce Graham)8. TelevisiónEl sábado, dentro de una enorme e impresionante caja de cartón, llegó el primer aparato de televisión de los Southall. Fue un día totalmente decisivo, pues también fue el mismo día que llevaron a Sam al óptico para recoger sus gafas recetadas por la seguridad social. Todo el mundo hacía hincapié en que podría ver la nueva televisión con sus nuevas gafas. Las lentes circulares rodeadas por un alambre azul delgado hacían que sintiese que tenía la cabeza grande y pesada. Nev Southall le había pedido consejo a Eric, el padre de Clive, quien ya tenía un televisor, y Eric le había dicho que con una antena de señal en el desván bastaría. También le ahorraría unas cuantas libras y el problema de montarla en el tejado, señaló Eric. El hombre del reparto estuvo en desacuerdo. Mientras se toqueteaba el lóbulo de la oreja y hacía sonar el bolígrafo les dijo que vivían en una «depresión», en el lado opuesto de una estación de transmisión y necesitaban una antena instalada en el tejado. – Nada -dijo Connie. – Nada -repitió Sam. – ¿Qué tal ahora? -gritó su padre. – ¿Qué tal ahora? -repitió Sam. – No mejora -dijo Connie. – No mejora -gritó Sam. Sam estaba apostado en lo alto de las escaleras. Nev, que manipulaba la antena en el desván, no podía oír a Connie, que a su vez jugueteaba Con los diales de la nueva tele en el salón. El trabajo de Sam era colocarse bajo la trampilla del desván para servir de comunicación entre los dos. – Mejor -dijo Connie. – Mejor -dijo Sam. – Se ha vuelto a ir. – Se ha vuelto a ir. Nev aguantó un cuarto de hora así antes de empezar a perder los nervios. – ¿Qué pasa ahí abajo? – ¿Qué pasa ahí abajo? – No mejora. – No mejora. La cabeza sin cuerpo e invertida de Nev apareció enmarcada por el agujero negro que daba al desván. Gruñó. Sam pensó que era mejor no repetir el gruñido antes de que las piernas de su padre aparecieran y se posaran en las escaleras. Podía sentir el guantazo inminente en la oreja, a pesar de no tener culpa de nada. Se quedó arriba mientras la discusión en el salón aumentaba. Su padre subió las escaleras de nuevo hecho una furia y gateó hasta el desván, donde se repitió una vez más el proceso. Finalmente, cuando ya Sam había perdido el interés y tardaba más en repetir lo que los otros decían, y debido a que la sarta de imprecaciones de su padre iba en aumento, le ordenaron que saliera de la casa. Descubrió a Clive en casa de Terry deambulando en la entrada del taller del señor Morris. El señor Morris estaba alterado y lanzaba cacharros en una caja. Estaba deshaciéndose de sus inventos, mientras le relataba sus fracasos a Clive antes de desecharlos con una fuerza innecesaria. – … pérdida de tiempo, Clive, una pérdida de tiempo. Sam se unió a Clive en la puerta del taller mientras un objeto con forma de guitarra caía en la caja. Morris sacó otro artilugio de un estante. Había algo ligeramente teatral en su comportamiento, como si quisiera que alguien entrara y lo detuviera. – El mayordomo mecánico. Otro desastre. Una máquina para contestar el teléfono. Nadie se interesó. A la basura. Vieron que desechaba un radiocasete en perfecto estado mientras el mayordomo mecánico volaba hasta la caja. Sam miró en su interior. Fuese lo que fuese en su breve vida, el aparato estaba tan destrozado que era imposible de reparar. – Oh, sí. Este es bueno. El interceptor de pesadillas. Este lo hice para Terry. Morris mostró un reloj eléctrico del que colgaba un batiburrillo de cables. Sam notó una salpicadura de saliva blanca en la barbilla de Morris. – Tuvo pesadillas después de que el lucio le arrancara los dedos. Aún las tiene. De modo que hice esto. ¿Veis eso? Es un sensor termal, detecta el calor. Cuando tienes una pesadilla, comienzas a respirar de manera pesada, de modo que colocas esto en… Colocó una pinza de cocodrilo en la nariz de Clive. – ¡Ay! -exclamó Clive. – Y así cuando comienzas a respirar fuerte por la nariz el sensor activa un interruptor que hace que suene la alarma. De modo que te despiertas y no tienes pesadillas. Simple, ¿verdad? – ¿Funciona? -preguntó Clive. – ¿A que nunca tuviste una pesadilla con esto puesto? -le gritó a Terry. Terry estaba de pie bajo los manzanos a corta distancia, lanzando las últimas reinetas por encima del seto con un bate de criquet. – No. – No -repitió Morris con amargura-. No podías dormirte con todos estos cables en la nariz, ¿verdad? Morris le quitó a Clive la pinza de la nariz y lanzó el aparato a la caja. El fracaso del interceptor de pesadillas parecía entristecer a Morris. Cerró la boca y parecía que no tenía nada más que decir a los chicos. La caja se fue llenando de aparatos sin terminar. Sus acciones iban acompañadas de tal aterrador grado de violencia que Clive y Sam se alejaron en dirección a Terry. Las manzanas aplastadas por el bate de críquet dejaban un fuerte olor en el aire, que ya era bastante frío debido al fin del otoño. – ¿Cómo va tu televisión? -preguntó Terry. – No tenemos buena imagen -dijo Sam mientras le lanzaba una manzana a Terry. – ¿Por qué no? – Porque estamos deprimidos. Bajo el manzano había una mesa desvencijada y medio podrida, cubierta por hojas secas y cargada de manzanas magulladas. Sobre la mesa yacía un tarro de mermelada que había colocado Morris como trampa para avispas. La tapa tenía pequeños agujeros. En el interior del tarro se arrastraban ocho o nueve avispas. Sam se acercó al tarro todo lo que se atrevía. El cristal vibraba por la furiosa actividad de los insectos que buscaban una salida. La frenética energía dentro del tarro parecía ser suficiente como para romperlo. Tras un rato, el serio rostro de Morris apareció junto al de Sam. El chico podía oler a tabaco y alcohol en el aliento del hombre. A pesar de que el propio Morris había preparado la trampa de avispas, se comportaba como si la estuviese viendo por primera vez. – ¿Ves? -le dijo a Sam en voz muy baja-. Pueden entrar pero no pueden salir. Morris hacía que Sam se sintiese incómodo mientras seguía observando el tarro de las avispas furiosas. Sam se retiró. Morris se cubrió los ojos con la mano, y Sam vio que los hombros le temblaban. Los otros chicos también lo vieron. Tras un rato, Morris volvió al taller y cerró las puertas tras él. Fue Terry el que sugirió que era mejor irse. Mientras esperaban a que recogiese la ropa de la caravana, Sam echó un vistazo por las sucias ventanas del garaje taller. Morris estaba sentado en la mesa de trabajo de espaldas a la puerta. Las manos agarraban la mesa y parecía estar mirando la pared como muerto. Pero al observar, Sam vio una sombra familiar susurrándole a Morris. La figura, de poco más de metro y medio de altura, movía la lengua rosa cerca del oído de Morris, una y otra vez, una y otra vez. – Oye -dijo Terry en voz baja-. Vámonos. Se sentaron en el estanque donde Terry había perdido los dos dedos del pie. Los chicos pasaban muchas horas allí, buscando de manera pertinaz al lucio pero sin llegar a verlo nunca. Terry tenía una navaja pequeña robada del taller de su padre. Siempre que estaba en el estanque la abría y la cerraba más por un hábito nervioso que para preparase en caso de que el lucio eligiese aparecer. Tras un rato, Clive se fue a casa. Sam se quedó con Terry, pues sabía que su amigo no deseaba volver a la caravana. Aquel día jugueteaba con la navaja más de lo habitual. – ¿Crees que aún está ahí? -le preguntó Sam. Terry contempló el lago. Unas lentejas de agua de un verde luminoso punteaban el oscuro espejo de la superficie. – Haciéndose más gordo y grande año tras año. Sam vio allí reflejado el rostro de Terry. De repente, surgiendo de las profundidades junto al reflejo de su amigo había otro rostro. Familiar y terrorífico, que lo observaba fijamente, moviendo la lengua, haciéndole recordar. Sam dio un respingo en la orilla del estanque. – ¿Qué pasa? -gritó Terry. – Esta noche -jadeó Sam. – ¿Qué pasa esta noche? -Terry cerró la navaja y se levantó. – Televisión. Tenemos un televisor. – Ya me lo habías dicho. – Tienes que venir y vemos la tele juntos. Esta noche. Terry sonrió. – Genial. – ¡No! ¡Tienes que quedarte a dormir! Tienes que quedarte en casa. Puedes dormir en mi habitación. Terry estaba confuso aunque adulado por la urgencia de Sam. – Mi madre no me va a dejar. – Sí que lo hará. Tiene que hacerlo. Mi madre se lo pedirá. Sam se levantó y salió corriendo. Terry lanzó una mirada a las negras aguas del estanque. Entonces corrió para alcanzar a Sam. – Si vive casi en la casa de al lado -dijo Connie cuando Sam le preguntó si se podía quedar Terry a dormir-. ¿Por qué? – ¡La televisión! -fue todo lo que se le ocurrió decir a Sam. – Pues bueno, puede ver la tele y después irse a casa. – ¡No! Tiene que quedarse. ¡Es la primera noche con televisor! Connie se quedó mirando a su hijo. Tenía los ojos húmedos y los puños apretados. Normalmente era un crío muy poco exigente. No podía entender por qué insistía tanto. Terry se echó atrás, pues sabía cuando tenía que evitar una discusión. Connie lo miró y sintió una oleada de simpatía por el hijo del vecino. Se pasaría la tarde haciendo tartas de manzana. Haría helados. Quizá fuese un día especial. – Veré lo que dice el señor Morris. Nev había arreglado más o menos la antena. Él, Connie, Sam y Terry contemplaron la pantalla aquella noche de sábado con asombro y en un silencio casi espiritual. Vieron, a través de una moderada neblina que hacía que pareciese que había un fantasma en la pantalla, un episodio antiguo de Doctor Who and the Daleks. Estaban tan asombrados por lo que habían visto que los dos chicos estaban convencidos de que el mundo exterior debía de haber cambiado. También estaban sorprendidos de que la madre de Sam hubiese tenido el valor de ir a la caravana de Terry para hablar con la señora Morris sobre si su hijo podía quedarse toda la noche. Cuando volvió, con su pijama y el cepillo de dientes, los chicos alzaron los puños en señal de alegría. – Córtalo con un cuchillo -oyó Sam que su madre le decía a Nev. A los chicos se les permitió estar despiertos para ver un concurso y la mitad de una película incomprensible antes de que los enviaran a la cama. Finalmente los acomodaron, uno con la cabeza a los pies del otro, en la cama de Sam, antes de que apagaran las luces. Hasta el dormitorio llegaban voces amortiguadas y sintonías de televisión. Era un sonido nuevo y consolador. Sam se despertó sobre la una de la mañana. La ventana estaba abierta de par en par y la habitación estaba helada. Levantó la cabeza de la almohada. Al principio pensó que un Dalek había entrado en su habitación desprendiendo un brillo metálico, con un rayo mortal apuntándole a la cabeza. Al desprenderse el sueño de los ojos vio que se trataba del duende. En algún lugar de la noche, no muy lejano, oyó dos explosiones estruendosas. Miró a los ojos del duende. El duende, de algún modo, se había reducido. Tenía el pelo, negro como el carbón, mojado y pegado a la cabeza, y tenía el rostro pálido como el marfil sucio. Temblaba y se abrazaba. Entonces se produjo una tercera explosión y una cuarta. El duende asintió con la cabeza hacia Sam. Parecía estar llorando. Entonces se desvaneció. – ¡Terry! ¡Terry! Terry se despertó. Sus pestañas se movieron. – Hace frío. Sam cerró la ventana. – ¿Lo has visto? – ¿A quién? – ¡Estaba aquí! -Sam nunca había mencionado el duende a Terry o a Clive. Estaba muy nervioso pues el duende había aparecido en presencia de Terry. Que Terry no lo hubiese visto, no significaba que no pudiese verlo. Oyeron que alguien se levantaba. Las explosiones también habían molestado al padre de Sam. Nev asomó la cabeza por la puerta. – Volveos a dormir, jovencitos. – He oído unas explosiones. – Era el tubo de escape de un coche. Volved a la cama. Por la mañana, mientras los niños desayunaban, Nev entró y gritó llamando a Connie. Lanzó una mirada a Terry mientras Connie descendía a toda prisa por las escaleras. Algo en los ojos de su padre aterrorizó a Sam. Nev condujo a su madre hasta el salón y cerró la puerta. Cuando salieron, Nev dijo: – Coge tu abrigo, Terry. Te voy a llevar a casa de tu tía Dot. – ¿Por qué? Nev buscó las palabras adecuadas. Parecía espantado. – Porque es una buena idea. Sam fue hasta la ventana. Había un coche de policía aparcado frente a la cancela de la casa que estaba detrás de la caravana de Terry. Mientras miraba, una ambulancia llegó y giró en el jardín. Fue seguida por un segundo coche de policía. Connie cogió el abrigo de Terry y se lo abotonó. Tenía los labios fuertemente apretados. Sam pudo ver que le temblaban los dedos al abrochar los botones. Abrazó a Terry antes de que Nev lo agarrase de la mano y se lo llevara. – ¡Oh, Dios mío! -dijo Connie una vez que se fueron-. ¡Oh, Dios mío! Estaba llorando. Aquella mañana no habría escuela dominical, le dijo a Sam. Entonces lo abrazó y con severidad innecesaria le ordenó que fuera a su habitación a ordenar su cuarto. |
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