"Amigos nocturnos" - читать интересную книгу автора (Joyce Graham)

9. El interceptor de pesadillas

Pasaron tres semanas antes de que Sam se acercara a la caravana de Morris. Cuando por fin lo hizo, no se acercó por delante, sino por la extensión de solar que había en la parte trasera, de modo que el anciano que vivía en la casa no lo viera. No es que tuviera miedo del anciano, un octogenario amigable, de andar pesado, con quien había hablado muchas veces, sino que sentía vergüenza de convertirse en un carroñero.

Había habido muchos cotillas merodeando alrededor de la caravana las primeras dos semanas: fotógrafos de cara afilada que trabajaban para periódicos, crispados periodistas que habían llamado a su puerta, mirones ocasionales que merodeaban. Sam sabía que eran unos carroñeros porque así los había llamado su padre. Parecían personas normales, con gabardinas y zapatos brillantes, pero Sam sabía que bajo el disfraz humano a aquellos necrófagos les chorreaba baba gris de orejas y la nariz. No quería convertirse en un ser así, pero lo caravana le atraía.

Lo llamaba.

Dot, la tía de Terry, se lo había llevado con gran secretismo a la casa de otra tía en Cromer, en la Costa Este, y aún no había vuelto. Aquello había precipitado un debate en la casa de los Southall acerca de si se había hecho lo correcto o no con Terry.

– No está bien -declaró Connie-. El chico debería haber estado aquí.

– ¿Qué ganaría con eso? -discutía Nev-. ¿Por qué hacerle pasar por más preocupaciones aún? El pobrecito ya ha tenido bastante.

– Debería haber estado aquí para verlo con sus propios ojos. Eran su madre y su padre, ocurriese lo que ocurriese. Debería haber estado en el funeral para verlo, de principio a fin. Ahora siempre cargará con ello.

– No sé, cariño. No sé.

Connie se sorbió la nariz. Sí que sabía.

Las cortinas de la caravana estaban echadas. Al subirse a la barra de enganche, Sam pudo enfocar un ojo por una abertura de las cortinas y ver que el interior había sido limpiado y vaciado. Todas las superficies estaban impolutas. Saltó de la barra. Muchas pertenencias de Morris aún estaban tiradas por el jardín: la bicicleta de Terry, el bate de criquet apoyado contra un manzano, rodeado de rojizas frutas a medio pudrir, el tarro con la trampa para avispas, dentro del cual sus víctimas se habían convertido en secas cuentas pegadas al cristal.

La puerta que daba al taller de Morris estaba cerrada con candado. Entre un lateral del garaje y un seto próximo de alheña había un hueco de unos treinta centímetros. Sam se escurrió en el hueco y avanzó con trabajo hasta una ventana llena de telarañas. Terry le había mostrado en una ocasión cómo el marco entero de la ventana se giraba hacia fuera.

Probó. Al poner los ojos en el cristal Sam pudo ver que el taller no había sido tocado desde que estuvo allí la tarde antes de que Morris hiciera lo que hizo. Estaba a la espera de ser vaciado. Probablemente nadie sabía qué hacer con toda aquella parafernalia que Morris había amasado. Sam giró el marco de la ventana hasta abrirla y se coló en el interior.

El olor masculino de Morris impregnaba todo el taller: olía a virutas de tabaco, a güisqui o a cerveza y había un cierto olor indefinible a vestuario que Sam siempre había asociado con el entusiasmo de la mente de Morris cuando trabajaba a toda velocidad. Se presentaba siempre que Morris estaba nervioso o excitado, era como una descarga de aviso, un goteo peligroso. Se podía percibir allí en aquel instante.

Sam se detuvo en las sombras con el corazón latiéndole fuerte. El taller aún vibraba por la conmoción de lo que había sucedido. Su visita a aquel lugar no tenía ningún propósito. Simplemente se había visto impulsado a introducirse en el taller para escuchar el eco de los sucesos. Ya que la caravana estaba cerrada, el garaje era lo siguiente en importancia. Unos rayos de sol que se filtraban a través de las hojas que había fuera de la ventana arrojaron una luz moteada sobre el suelo y el escritorio de Morris. Un diminuto insecto rojo realizaba un viaje épico a través de la mano de Sam. Se podía ver su propia sangre corriendo por las venas. Entonces los golpes de su corazón comenzaron a calmarse y respiró.

Se quedó en las sombras, paralizado como una gárgola, absorbiendo el silencio hasta que sintió que el garaje había perdonado aquella intromisión. Nadie le había contado qué, o cómo, o por qué, pero había conseguido absorber la suficiente información caleidoscópica como para construir una imagen de la situación. También era fácil reconstruir el fantasma de Morris a partir de la grasa de los cabellos y los olores a tabaco, hasta que el propio hombre estuvo sentado allí ante Sam, trabajando en el escritorio, midiendo distancias minúsculas con una microregla, agitando la cabeza, farfullando palabras incomprensibles.

El caleidoscopio desapareció.

De algún modo la luz había cambiado en el exterior. El día era como la noche, el sol había sido transmutado a cuarto decreciente de la luna que se inclinaba en un ángulo de terror, y Sam supo que su cuerpo estaba dormido a unas cuantas casas de distancia, compartiendo una cama, cabeza con pies y pies con cabeza, con Terry, y que el tiempo se estaba fuera de quicio.

– No funcionará. No funcionará -susurró Morris mientras abandonaba la regla por fin, exhausto.

Empujo la silla hacia atrás, se levantó y se alejó del escritorio. Por un instante pareció que veía a Sam observándole. Miró directamente a través del muchacho mientras se pasaba una mano de forma mecánica por el pelo.

Entonces, Morris se fue, y la luz cambió de nuevo. El sol entraba oblicuo por la ventana, inundando el escritorio. Sam se acercó y tocó la silla giratoria donde un instante antes había estado sentado el fantasma de Morris. Todo estaba en el mismo sitio donde el inventor de mente ordenada lo había dejado aquella noche definitiva, botes con bolígrafos y lápices afilados, botes llenos de pinceles, cuchillas y tijeras.

El cajón donde Morris había acumulado sus inventos fallidos estaba que se desbordaba. Sam apartó algunos bloques de madera y poleas, deslizó un conjunto de grasientas ruedas dentadas y vio la grabadora abandonada, aquel artilugio que Morris había llamado el mayordomo mecánico. De manera instintiva quiso robar aquella máquina. Estaba concebida de una forma tan concienzuda que era una pena dejarla en manos de la persona encargada de vaciar el cobertizo de Morris. Consideró llevárselo pero sabía que no había ningún lugar donde pudiese ocultarlo de sus padres. Lo encontrarían y le harían devolverlo. Sus ojos, sin embargo, se posaron en el interceptor de pesadillas, el modesto reloj eléctrico lleno de cables. Era lo suficientemente pequeño como para guardarlo en su habitación, razonó, y no creyó posible que alguien que lo encontrara le diera valor alguno. Metió la mano en la caja y agarró el reloj. Los cables que colgaban se engancharon con algo en el fondo del montón de chatarra. Tiró, pero los cables no se liberaban.

Sam metió la mano en la gran caja, avanzando con los dedos por los cables, intentando encontrar las pinzas de cocodrilo que hacían las veces de sensor, pues sabía que estaban al final de los cables. Se le escurrió un pie y sintió cómo se le doblaba la mano debajo del peso de aquellos objetos de metal amontonados. El cable se le enrolló alrededor de la muñeca. Tiró de la mano hacia atrás y sintió un agudo dolor al hundírsele el cable en la carne.

Tiró de nuevo. Se le resbalaron las gafas, y luchó por conservarlas con la mano libre consiguiendo sujetar la montura de metal alrededor de la oreja. Tiro una vez más del brazo con la respiración entrecortada. Estaba atrapado. Se dio cuenta de que estaba atascado sin posibilidad de pedir ayuda. Hubo un momento en el que le empezó a doler el estómago. Le entró el pánico. No podía sacar la mano de allí.

Algo tembló dentro de la caja. Los objetos se movieron y rodaron. Una cosa peluda, cálida y repugnante le rozó la mano y se deslizó por su brazo. Ayudándose con los pies tiró hacia atrás con violencia y una mueca de dolor por la muñeca herida le cubrió el rostro. Era inútil. El ser peludo avanzó más por su brazo.

Al moverse, la cosa negra parecía adoptar la forma de los propios objetos en la caja. Los negros cables colgantes conformaban su pelo. Las ruedas dentadas se transformaban en su rostro. Unos trozos de madera, cartón y metal se unían a aquella cosa tras liberarse de otros objetos del cajón, hasta que bufando y gruñendo, aún agarrándole la muñeca con unas esposas de alambre, se convirtió en el duende.

– ¡Para de dar patadas! ¡Para de revolverte, joder!

El duende salió del cajón, mientras por un momento los brazos y las piernas se le unían a partir de cintas de grabación y de cubos de metal y de tuberías, así como de poleas y ruedas dentadas y recortes de cartón, hasta que se convirtieron en la forma usual y aterradora del duende. El rostro tenía un aspecto sucio, grasiento y furioso. Se agitó y rugió como de dolor.

– Me estás haciendo daño -gimoteó Sam.

– ¿Daño? ¿Daño? -El duende apretó más el cable, atrayendo al chico hasta pegar su rostro al de él y agarrarlo del pelo-. ¿Quieres saber lo que me cabrea?

Sam se vio envuelto por el aliento del duende. Olía a dulce putrefacción, como la de las manzanas podridas, a hierba mohosa, a col, a tuberías.

– ¿Me escuchas, cuatro ojos? ¿Has visto esas gafotas que llevas? Te hacen parecer imbécil, chaval. Feo e imbécil. Un monstruo. Mitad chico, mitad rana. ¿Quieres saber lo que de verdad me cabrea? Siempre estas mirando cosas. ¡Siempre estás mirando cosas que no deberías! ¿Es que no vas a parar? ¿Vas a parar de mirar cosas que no deberías mirar? ¿Vas a dejar de ver cosas, capullo con ojos de sapo?

Sam hizo una mueca de dolor. Le estaba arrancado el pelo de la cabeza. El olor del aliento del duende estaba a punto de desmayarlo. Por fin, el duende liberó los cables y empujó a Sam hasta hacerlo golpear contra la pared del garaje. Entonces escupió con fuerza. El grueso pegote de flema se quedó colgando de la cabeza de Sam.

– ¿Oyes lo que te digo? ¿Me oyes? Deja de ver, pedazo de mierda. ¿Me oyes?

Sam apenas pudo articular una respuesta.

– Sí… sí.

El duende se tambaleó frente al escritorio del taller y se apoyó contra la pared como si estuviera exhausto. Enterró la cabeza entre las manos.

– Tengo que pensar en esto -murmuró-. Tengo que pensarlo muy bien.

Sam aún sostenía el interceptor de pesadillas entre las manos, los cables y las pinzas de cocodrilo se extendían a sus pies. Quería salir de allí. El duende parecía preocupado. Sam hizo el intento. Abrió la ventana e intentó pasar una pierna por encima del alféizar.

– ¡No tan rápido! -gritó el duende mientras corría hacia Sam y lo agarraba de un pie.

Sam aulló y lanzó patadas. Estaba mitad dentro y mitad fuera del garaje. Mientras zarandeaba la pierna golpeó al duende con la bota debajo de la barbilla. La patada no tuvo la fuerza suficiente como para desembarazarse del agarre del duende. Sam agarró el pelo de su oponente y tiró con fuerza. El duende soltó un improperio, liberó la pierna pero sostuvo a Sam por la mano. Con la lucha la ventana golpeó contra la pared y el cristal se rompió, cayendo dentro del garaje.

– Recuérdame por esto -dijo el duende.

Retorció el brazo de Sam y lo pasó por el borde lleno de cristales rotos. El cristal quebrado se hundió en la carne. Sam gritó y cayó de espaldas fuera del garaje. Aún gritando, y con el interceptor de pesadillas agarrado, corrió a casa, con las viles provocaciones del duende aún resonando en sus oídos.