"Amigos nocturnos" - читать интересную книгу автора (Joyce Graham)23. La desaparición del club del cardo violetaEl descorazonador frío de la Navidad se transformó en nieve cuando llegó Nochevieja. Caía al otro lado de la ventana de Sam, al principio en espirales, ráfagas y aleteos de viento y finalmente cayeron grandes copos de manera lenta. Sam se quedó en la cama la mayor parte de la mañana observando la ventana. De vez en cuando su atención cambiaba al regalo de Navidad sin abrir. Recorría con los dedos el papel verde y amarillo, en busca de una costura, un doblez, una manera de abrirlo sin romperlo. A continuación miraba de nuevo al exterior, a los grandes copos y a las nubes que prometían más nieve. – Cada copo es conducido por un duende -dijo una voz perversa en su interior. A media tarde el viento barría los copos en ráfagas intensas e hipnóticas. Entonces todo paró. Sam escondió el regalo sin abrir bajo la cama y se vistió para salir. Se puso una bufanda alrededor del cuello, el abrigo y se dispuso a marcharse. – ¿Adónde vas? -gritó Connie. – Afuera. – Con esos zapatos ni los sueñes. Dio gracias a que no había nadie que lo viese con las botas de goma. Las botas chirriaban contra la nieve mientras recorría la calle con dificultad. No había otro sonido. La nieve entumecía el mundo, lo silenciaba, lo privaba de todo color, todo se hacía simple. Se sintió lleno de júbilo sin razones para estarlo, valiente sin ningún lugar adónde ir. El estanque helado estaba alfombrado por la nieve, ocultándolo. Pensó en el lucio atrapado bajo él e intentó, sin conseguirlo, hacer un agujero con el tacón de una de las botas de goma. Miró a través del campo y vio el denso y oscuro bosque al fondo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí. Al borde de los árboles, sus pies rompían ramas de zarzas cubiertas por la nieve, helechos y montones de hojas. La tierra bajo la nieve estaba húmeda, era marrón, esponjosa y crujía como un pastel bajo una capa de mazapán. Al pasar por los árboles circundantes, encontró el bosque como la primera vez. Nada se movía, y el ruido más allá de los árboles se veía amortiguado por la densidad de la nieve sobre ellos. El bosque estaba aturdido. Era como si el tiempo se hubiese detenido, un sueño de parálisis extática, una fase de la Creación en la que los árboles esperaban impacientes tener color, textura, sonido. Sam se sintió como un intruso al que se le ofrece una visión de lo milagroso. Vagabundeó como en sueños, intentando seguir senderos que debía de conocer a la perfección, perdiéndose, reencontrándolos de nuevo. Un fuego ardía en medio del bosque, y lo buscaba. No era un fuego de llamas anaranjadas, que restañase y humease, no era ese tipo de fuego, sino uno que ardía con una dulce rabia, de llamas invisibles, de un calor impalpable, un fuego alimentado por algo en lenta descomposición. Entonces lo encontró. Un hueco en el tocón de un árbol, oscurecido por los arbustos, parcialmente cubierto por zarzas y ramas rotas, como si alguien hubiese arrastrado una pila de leña sobre el hueco del árbol para ocultar algo… Jadeó, y el aliento salió como un apagado ladrido, pues al principio pareció que había llamas anaranjadas de un metro de altura que lamían el hueco, temblando contra la nieve blanca. Entonces se dio cuenta de que no estaba viendo un fuego sino el pelaje invernal, anaranjado y brillante, de un zorro que hacía equilibrios sobre el borde del tocón, mientras hundía el hocico en el hueco y mordía de manera vaga y sin interés. El ladrido de la tos de Sam lo hizo girarse. El zorro lo miró con ojos amarillos y conspirativos, apenas sorprendido. Saltó del tocón antes de trotar elegantemente sobre la nieve y desaparecer detrás de un arbusto. Sam volvió a mirar el árbol hueco, el corazón le latía muy fuerte. ¿Había descubierto el zorro lo que él más temía? Dudó si acercarse al tocón del árbol o salir corriendo. Creía que debía tapar cualquier cosa que el zorro hubiese descubierto y aun así no se atrevía a acercarse y mirar. – ¡Hola! ¿Qué haces? Se dio la vuelta. Era Alice. Llevaba la chaqueta de cuero y manoplas de gamuza, además de una gran bufanda que le daba varias vueltas al cuello. Tenía la nariz azul. Sam sintió que iba a tener arcadas. – ¡Curioso encontrarte aquí! – Curioso -dijo Sam. – ¿Estás bien? Tienes un aspecto un poco extraño. Estaba arrebujada dentro de la chaqueta. Tenía las mejillas sonrosadas, y sus ojos azules brillaban con los reflejos del hielo. Sam vio que aún llevaba zapatillas de béisbol, y todo lo que se le ocurrió decir fue: – Zapatillas. – ¿Y? – No me puedo creer que lleves zapatillas en la nieve. – ¿Y? No me puedo creer que lleves botas de goma. Sam sentía como si de pronto fuese a vomitar de forma violenta. – ¿Tienes pitillos? – ¡A montones! La nausea comenzó a remitir. – Venga, vamos al estanque. Sam se sintió aliviado al salir del bosque. Anduvieron uno al lado del otro, hablando de lo que habían hecho en Navidad, dónde habían estado, qué les habían regalado. Al llegar al estanque, el asiento del coche tenía varios centímetros de nieve. No se molestaron en limpiarlo antes de sentarse y encender los cigarrillos. – ¿Qué hacías en el bosque? -quiso saber Alice. – Pasear -dijo Sam. – Yo también. A veces me gusta. Simplemente pasear. Sola. Casi siempre sola. Él exhaló una gruesa columna de humo azul. – Eso está bien, ahora fumas como Dios manda. Cuando te conocí ni siquiera sabías fumar. No te buscaba. Me alegré al verte en el bosque. Me refiero a que uno está allí, caminado solo por el bosque, y sin saber con quién se va a encontrar. Podría ser cualquiera, o cualquier cosa. Pero me alegro de que fueras tú. – ¿Cuándo has vuelto? – Ayer. Se suponía que íbamos a quedarnos hasta año nuevo, pero mi madre tuvo una discusión con mi tío. Así que aquí estoy. – ¿Por qué discutieron? Alice se encogió de hombros, irritada, soltó el humo y se levantó. – Algo acerca de la comida. Hace demasiado frío para estar sentados a la intemperie -dijo pateando-. ¿Qué haces esta noche? – Nada. – Es Nochevieja. – ¿Y? – ¿No va a salir por ahí tu familia? Sam sabía que Connie y Nev estarían de fiesta en el club social de trabajadores. Cada año, desde que tenía uso de razón, habían vuelto a casa achispados una media hora después de medianoche, con sombreros de policía o de pirata hechos de cartón, y Nev corría por la casa alzando un trozo de carbón y un penique. – Probablemente. – Si quieres me paso. Sam estaba tan sorprendido por la idea que simplemente se quedó mirándola. Ella tiró la colilla. Siseó al caer sobre la nieve. – Aunque si no quieres… – No, no, está bien. – Llevaré una botella de Woodpecker. – Genial. – Te veo luego. El cielo ya estaba pasando de azul turquesa a malva cuando Alice se marchó. Sam volvió a casa pisando la nieve en un estado que mezclaba terror con excitación. Se quitó las botas a patadas y fue directamente a su habitación en el piso de arriba. Se tumbó en la cama para calmarse. Tras unos instantes extendió el brazo debajo de la cama hasta atrapar el paquete sin abrir. Lo giró a uno y otro lado bajo el resplandor amarillo de la lamparita de noche. Viene Alice, repetía una y otra vez una voz interior, viene Alice. Tomaron el té temprano aquella tarde. Connie andaba atareada de acá para allá, intentando estar lista a tiempo para llegar y tener sitio. Acusaba a Nev de tardar mucho en el baño, y Nev la culpaba de mirarse demasiado tiempo en el espejo. Sam se mantuvo discreto mientras sus padres infestaban la casa de histeria con sus preparativos personales. Connie finalmente apareció en una nube rosada de perfume y laca. La piel de Nev tenía un brillo extraño tras habérsela frotado. – Hazte un bocadillo -gritó Connie a la vez que descubría una carrera en sus medias y subía a toda prisa para cambiárselas-. No vamos a tener sitio. Puedes ver El club del cardo violeta en la tele. Te gusta. – Échate un vaso de vino de jengibre mientras ves El club del cardo violeta -gritó Nev desde el pasillo mientras echaba un último vistazo a su pelo engominado en el espejo. – Puede que vengan Clive o Terry -dijo Sam sin darle importancia. Nev apareció desde el pasillo y apuntó a Sam entre los ojos con un enorme y limpio dedo. – No arméis jaleo -dijo, y repitió la frase para cubrir todas las posibilidades-. Y eso significa: no arméis jaleo. – A lo mejor no vienen -dijo Sam con inocencia-. Pero puede ser que sí. – Vamos -dijo Connie abriendo la puerta-, o no cogeremos sitio. La puerta se cerró tras ellos. Sam se rascó la cabeza. Encendió la tele, y la volvió a apagar. Acomodó un par de cojines en el sofá. Después encontró un par de vasos y los colocó en fila. Se sentó con la espalda muy recta, las manos sobre las rodillas y esperó. Tras media hora comenzó a sentirse ridículo. Subió al cuarto de baño y encontró la loción de afeitado de Nev. Se roció la cara de manera abundante con la loción que picaba de manera dolorosa. Después se quitó la camisa y se pasó la esponja por las axilas. Sonó el timbre. Corrió hacia la ventana mientras se abotonaba la camisa y al mirar hacia abajo vio a Clive y a Terry esperando ansiosos en la puerta. Aguardó. Terry se inclinó y apretó el timbre por segunda vez. Sam miró el reloj. Eran las ocho y media. Sam no tenía previsto ver a ninguno de los dos aquella noche pero había intuido que aparecerían. Retrocedió por la habitación y se quedó en silencio en lo alto de las escaleras conteniendo la respiración. La rendija del correo se abrió y oyó la voz de Terry gritando su nombre. Los oyó discutir sobre dónde podía estar mientras sus voces iban desapareciendo. Rezó por que no se encontraran con Alice mientras venía de camino a su casa. A las nueve y media decidió que no iba a venir. Se sirvió un vaso de vino de jengibre, encendió la tele y sintió una vasta ola de soledad. La Nochevieja de los invitados del club del cardo violeta duraría horas en la pantalla. Habían arrastrado una paca de paja en medio del plato, para darle, de algún modo, cierto sabor escocés a aquella noche, y contemplaba sin mucho interés el numerito de un adulto con kilt cuando se produjeron unos leves golpeteos en la ventana. Retiró las cortinas. Alice estaba en la ventana, enmarcada por la nieve y la ventosa oscuridad. – Casi no vengo -dijo mientras le daba una botella de sidra Woodpecker. – ¿Me das tu abrigo? – No. Primero mi madre iba a salir. Después no. Después sí. Después no. Entonces alguien llamó rogándole que saliera, que era en realidad lo que quería, así que se fue. Iba a llamarte para decírtelo. – No tenemos teléfono. ¿Ha ido al club de trabajadores? – Estás de broma. -Se dejó caer en el sofá y echó hacia atrás sus largos cabellos-. Ni muerta iría a un lugar así. Dios santo, no estarás viendo eso, ¿no? Apagaron El club del cardo violeta y Alice le mostró a Sam cómo encontrar la onda de la radio pirata Caroline. Alice se sentó en el borde del sofá, con los brazos colgando entre las piernas, con aspecto de poder levantarse y marcharse en cualquier momento. Sam sacó los vasos pero ella los rechazó con la mano. – Sabe mejor de la botella -dijo y dio un buen trago para demostrárselo antes de pasarle la sidra. Tras un rato se relajó echándose hacia atrás en el sofá pero sin quitarle ojo. Tenía el hábito de echar la cabeza hacia un lado. Entonces se quitó la coleta soltándose la larga cabellera. El pelo le cayó sobre la cara, y lo miró desde detrás de aquella cortina de cabellos con unos ojos azules muy brillantes. -¿Quieres un pitillo? – No. Mis viejos no fuman. Lo olerían en cuanto volvieran. Me darían la tabarra. – Vamos fuera entonces. Fueron al jardín trasero y encendieron los cigarrillos. Las nubes habían desaparecido del cielo, y la nieve brillaba con un blancor azulado debido a la luna creciente. Hacía frío. Sam sintió el aire helado en sus pulmones. Se quedaron en la nieve y fumaron. Cuando volvieron dentro, Alice se quitó la chaqueta y agarró la sidra. Sus labios se apretaron contra el cuello de la botella. En la radio sonaban los Kinks tocando Waterloo Sunset. – Me encanta esta canción -dijo Alice. – Sí-dijo Sam. Nunca la había oído antes. – Eres lento, ¿no? – ¿Qué quieres decir? – No importa. Eres lento. Pero está bien. Simplemente eres lento. Sam le contó a Alice lo del paquete sin abrir. – ¿No sabes quién te lo manda? – No. – Bueno, pues ábrelo. Sam fue a por el paquete al piso de arriba. Se sentó junto a ella en el sofá y le mostró que parecía no tener dobleces o cortes. – No significa nada. Hay una máquina en una de las tiendas de la ciudad que hace eso. No es para tanto. Sam estaba decepcionado. – No lo sabía. Podía oler su pelo, su piel. Yogur. Sal. Levadura. Aquella fragancia, su proximidad, hacían que le temblaran las manos de manera casi imperceptible. – ¿Vas a abrirlo? – No sé. Yo… – ¿Quieres que lo abra yo? – No. Lo haré yo. Luchó contra el papel hasta que tuvo que romperlo. Dentro había una caja de cartón gris bastante deformada. Al abrirla el contenido se deslizó en su mano. – Parece una bomba -dijo Alice. – No -dijo Sam contemplando el artefacto-. No lo es. Es un interceptor de pesadillas. Sam intentó explicarle lo que se suponía que hacía la máquina. Incluso se puso el sensor en la nariz para demostrárselo. Lo que no pudo explicar era quién lo había encontrado, envuelto y dejado bajo el árbol de Navidad. – Raro -se rió Alice-. Un poco como tú, a decir verdad. Raro. Pásame la sidra. Sam descubrió más cosas sobre Alice y su madre mientras el locutor de Radio Caroline parloteaba feliz. Su madre, según Alice, era una alcohólica que había trabajado en el coro del teatro Hippodrome pero que había echado a su padre. Su viejo era un ingeniero de telecomunicaciones que había viajado a lugares como Arabia Saudí. Todo sonaba fabulosamente exótico y sórdido a la vez. Desde el divorcio de sus padres, había habido problemas de dinero, y de manera inevitable sus clases de equitación habían estado en peligro. Ella y su madre no podían mantener ya al caballo. – Por eso destrocé la cabaña. Estaba tan cabreada que me volví loca. Pero ahora estoy bien. Puedo montar caballos de otros. No está tan mal. Cuando se acabaron la sidra, se pusieron con la botella de vino de jengibre. A Sam le dio un ataque de hipo. – Sé cómo hacer que se pase -dijo Alice. – No voy a hacer el pino. – No, no es eso. ¿Quieres que te lo muestre? – Claro. – Quédate quieto. ¿Listo? – Sí. Extendió la mano y presionó su entrepierna con fuerza. El hipo se detuvo de inmediato. La miró a los ojos. Su rostro se mostraba neutral, impasible. El pinchadiscos de Radio Caroline se alborotó de inmediato anunciando la cuenta atrás para medianoche. Alice se puso en pie al instante. – Tengo que llegar a casa antes que mi madre o estaré perdida. Se puso el abrigo y Sam la siguió hasta la puerta. Cuando la abrió una helada ráfaga de aire de medianoche se coló en la casa. – Es año nuevo -dijo Sam. Ella se giró hacia él, lo agarró del cuello de la camisa y ladeó la cabeza. – ¿Me vas a dar un beso de año nuevo? Sin esperar respuesta presionó su boca ligeramente contra la de él. Sam sintió un hormigueo en los labios. Entonces, por un segundo, ella introdujo su lengua suavemente en su boca. Un instante más tarde se había marchado, a toda prisa por el camino cubierto de nieve. – Feliz año nuevo -le dijo Sam a la sombra que se alejaba. |
||
|