"Amigos nocturnos" - читать интересную книгу автора (Joyce Graham)20. DepresiónA la mañana siguiente, el primer día de las vacaciones de Navidad, Sam estaba en la cama consultando un diccionario. Telaraña. f. Sustancia ligera, vaporosa; las redes de pequeñas arañas que flotan en el aire o sobre la hierba; un hilo de estas; algo muy ligero; gasa delicada. Oyó que alguien llamaba a la puerta trasera en la planta de abajo. Tras un rato su madre llegó a la habitación. -Te busca Terry. Sam se vistió, fue al baño, se pasó una toallita húmeda por la cara y bajó aún parpadeando. Terry estaba en el pasillo, con guantes y bufanda, y el pie izquierdo girado hacia adentro. – No vas a creerlo -susurró. Se movía nerviosamente mientras Sam se tomaba un plato de cereales para el desayuno. – ¿Qué es? -dijo Sam cuando salieron. -Es mejor que lo veas por ti mismo. Terry lo condujo hacia la casa de Clive. Tras doscientos metros pasaron por una valla alta, pintada de blanco. Sam se detuvo de inmediato. Rotulado con pintura roja, con grandes letras de un metro de altura, estaba escrito «Los Depresivos de Redstone». – ¿Quién…? – Hay más. Sígueme. En la parada del autobús que había más abajo en la misma calle estaban pintadas las mismas palabras: «Los Depresivos de Redstone». Se repetía un poco más abajo, en la pared pintada de blanco del pub local, el Gates Hangs Well. Y sobre la pared de ladrillo que había debajo de la ventana de la tienda de periódicos. Y en otra valla de jardín. Lo que es más, la enorme señal que había cerca de la biblioteca estaba pintada con las palabras. «Está usted entrando en Redstone libre». – ¡Dios! – No se acaba ahí -dijo Terry. Los grafitis seguían casi un kilómetro. Era obvio que el artista, o el autor, se había aburrido en un determinado momento y había comenzado a añadir variaciones en lo que escribía. La tienda de chucherías de Royle había sido doblemente pintada con las palabras «Depresión» y «Subidón». Los mismos eslóganes aparecían de manera intermitente, y al quedarse el autor sin paredes o ventanas había pintado la calzada. Incluso la iglesia había sido pintada con «Depresión». – ¿Por qué tengo la impresión -se quejó Sam- de que esto se nos va a venir encima? – Mi tío Charles lo vio esta mañana. Me preguntó, pero entonces dijo que no creía que fuésemos lo suficientemente estúpidos como para hacerlo justo en nuestro barrio. – No creo que debamos estar ni siquiera en la calle. – ¿Por qué? Tú no lo hiciste, ¿no? – Por supuesto que no. – ¿Estás seguro? Sam detuvo a Terry con una mirada. – ¿Crees que lo hice? – No, supongo que no. – ¿Crees que lo hizo Clive? – No. No pudieron llamar a Clive pues no estaba en casa. Sabían que pasaba aquel día, aunque aún no tenía trece años, en un examen de graduación. – A lo mejor tienes razón -dijo Terry-. No deberíamos estar en la calle. Todos pensarán que hemos sido nosotros. – Yo no me voy a casa. – Vale, vamos a la mía. Pero cuando volvieron a la casa de Terry, hubo recriminaciones de otro tipo, y por una vez los chicos no eran el objetivo del enfado paternal. En el salón, Linda lloraba. Charlie y Dot estaban de pie junto a ella, con aspecto de estar contrariados, enfadados y desconcertados a la vez. La guía jefe había llamado para decir que estaba muy decepcionada por la ausencia de Linda para dirigir el desfile de la Commonwealth, y que todos la habían echado de menos, y para preguntar si todo iba bien. Dot y Charlie, que la habían visto salir el día anterior con el atuendo de guía, y le habían dado la bienvenida al volver por la noche con el mismo elegante uniforme, estaban estupefactos. Poco después todo se supo. La cabeza de Linda estaba hundida bajo los cojines. Lloraba amargamente. Charles gritaba de manera irracional. – No puedes tener novio si vas a estudiar -tartamudeaba-. ¡No puedes! Linda se estaba preparando aquel año para los exámenes de graduado de secundaria. Se había asumido que seguiría en el colegio hasta el bachillerato. – ¡No sabemos nada de ese novio! -La voz de la tía Dot era muy aguda-. ¡Nada de nada! – ¡Estoy harta de ser guía! -chilló Linda a través de las lágrimas ardientes y los cojines-. ¡Harta de todo eso! – ¡No puedes ser colegiala y tener novios! -rugió de nuevo Charlie. Había algo extraño en la manera en que profería aquella anticuada palabra, «colegiala», como si el presentarse a los exámenes de selectividad supusiese hacer ciertos votos. – ¡Simplemente no se puede! – ¡No nos has dicho nada de ese novio! ¡No sabemos nada de él! Dot se giró hacia Terry y Sam, quienes observaban todo desde el pasillo. Sus ojos parecían los de un caballo asustado. – ¿Sabéis algo vosotros dos de ese novio? – No -dijeron al unísono. – Y ¿quién llevaba la bandera? -quiso saber Dot-. En el desfile, ¿quién la llevaba? Nadie parecía saber si la discusión iba sobre los guías, los novios, el completar los estudios, o sobre llevar banderas. Linda retiró los cojines y salió corriendo de la habitación apartando a Terry y a Sam a un lado. Subió las escaleras a grandes zancadas y cerró la puerta de su dormitorio de un portazo. Charlie subió hasta la mitad de las escaleras detrás de ella. – ¡No puedes! ¡No puedes! Bajó las escaleras, con las aletas de la nariz muy abiertas y los ojos como platos. Apuntó a los chicos con un dedo tembloroso. – No puedes ser estudiante y tener novios. – No queremos tener novios -dijo Terry. Tuvo que echarse hacia atrás con rapidez para evitar el revés de su tío. Charlie entró en tromba en el salón, agarró un periódico y se desplomó sobre un sillón. El periódico casi ardía en sus manos. – ¿Sabéis algo acerca de ese novio? -preguntó de nuevo Dot-. ¿Sabéis algo? – Por supuesto que no fui yo -dijo Alice-. ¿Quién te crees que soy? – Admitiste haber destrozado la cabaña de equitación aquella vez -razonó Sam. – Tenía un motivo. Me dijiste que vosotros destrozasteis el estadio de fútbol, ¿no? ¿Prueba eso que habéis pintado por todos lados «Depresivos de Redstone»? De todos modos, ¿por qué iba a hacer yo tal cosa? No soy de vuestra pandilla. – Sí, lo eres. – ¿Quién lo dice? – Yo. Alice agitó la cabeza. Esta conversación tuvo lugar tres días después de que descubrieran las pintadas. Tanto Sam como Terry habían recibido otra visita de la policía -esta vez fue un agente local de paisano llamado Sykes-, también Clive la recibió. Sykes vino montado en bicicleta, y quería averiguar lo que Sam sabía sobre el incidente. – ¿Conoces a una chica que se llama Alice? -preguntó Sykes. – Sí. – ¿Tiene ella algo que ver con esto? – No. Nev Southall, que escuchaba con los brazos cruzados, interrumpió. – Es poco probable que sea una chica esta vez, ¿verdad? – Sí-dijo Sykes mientras sacaba una libreta en la que no había nada escrito-. Pero el amigo de Sam, Clive ha dicho que ha debido de ser esa chica. – ¿Clive ha dicho eso? -soltó Sam. – Sí, pero solo después de que encontrásemos la pintura. – ¿Qué pintura? – Hemos encontrado una lata de pintura roja escondida en el jardín de Clive. Así que eso era todo. Pescaron a Clive, había sido él. Fue amonestado oficialmente, aunque no se presentaros cargos. Sykes le dijo que tenía suerte de que no lo llevaran delante de un juez juvenil y le enviaran a Borstal. También le dijo que la razón por la que no le iba a dar él personalmente una buena tunda era porque, a juzgar por las magulladuras en las mejillas de Clive, Eric Rogers ya se había encargado de ello. Sam nunca le dijo a Alice que Clive había intentando echarle la culpa, pero sí se preguntó por qué Clive, el listísimo de Clive, había sido tan absolutamente tonto como para dejar la pintura incriminatoria en la parte trasera de su jardín. Estaba seguro de que Clive no habría hecho algo así. Pero también creía a Alice. – Jura que no fuiste tú. – ¿Qué? -dijo Alice-. ¡De acuerdo! ¡Lo juro por lo más sagrado! ¡Lo juro por lo que tú quieras que lo jure! ¿Es suficiente? Estaban sentados junto al estanque mientras compartían un cigarrillo. Sobre el agua se había formado una fina capa de hielo. Ambos estuvieron de acuerdo en que hacía demasiado frío como para estar sentados, de modo que se fueron cada uno a su casa. Era la última vez que Sam iba a ver a Alice hasta después de Navidad. Se iba con su madre a ver a unos familiares. – Te veo luego, entonces -dijo Sam. – Claro. Se apartó el largo flequillo de la cara. Sam creyó ver que tenía el borde de los ojos ligeramente rojo. – Te veo luego. La observó caminar a través del campo helado, con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta de cuero. |
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