"Amigos nocturnos" - читать интересную книгу автора (Joyce Graham)19. Los Depresivos de RedstoneSam se despertó en mitad de la noche con una mano que le tapaba la boca. La heladez del cuerpo de la duende se extendía por su piel como una enfermedad. Estaba desnuda. Sus ropas yacían en el suelo en un montón desordenado. Azul por el frío, la piel le brillaba como la escarcha. Cuando ella supo que no iba a gritar, redujo la presión de la mano sobre la boca. Comenzó a explorar los labios con los dedos. Sus dedos eran largos y elegantes como tallados en marfil, pero las afiladas uñas acabadas en punta estaban sucias y apestaban, negras por la tierra y otras suciedades sobre las que prefería no especular. Deseaba poder alejarlas de su boca. Como si adivinase sus pensamientos, se las metió en la boca, mientras parecía contar los dientes con primorosa lentitud, probando la vulnerabilidad de sus encías con las uñas. – Sé lo que hiciste -jadeó-. En el bosque. Sé lo que hiciste. – Fuiste tú -intentó susurrar Sam a través de su atestada boca-. Tú lo hiciste. Ella retiró los dedos y le apretó las mejillas con sus fuertes manos. – Oh no. No podría haberlo hecho sin ti. Somos socios. Recuérdalo. Si me dejas en la estacada, yo te dejaré a ti también. Puede que le diga a alguien lo que le hiciste a ese pobre explorador. Se escurrió entre las sábanas, mientras presionaba su fría carne contra la de él. El gélido placer de su cuerpo le mordía la piel. Aún retorciéndole las mejillas, se agazapó sobre él, le apretó el pecho con la mano libre y presionó sus labios contra los de Sam, besándolo profundamente. Notó sus dientes afilados en aquel contacto íntimo. Entonces su lengua, escurridiza e inquieta como un pez vivo, exploró el interior de su boca. Ella se retiró y le liberó el rostro. – Mantente alejado de ella. No es buena chica. – ¿Quién? -dijo Sam-. ¿Alice? – No es buena. – Según tú, nadie es bueno. Lo dijiste de Skelton. Siempre lo dices. – Te hará daño, Sam. Créeme. ¿Es que no te basta conmigo? – Ella le pasó la mano por el vientre hasta alcanzar su pene. – No eres real. La duende se puso recta de repente, dejó su pene y lanzó la mano hacia su cabeza. Él intentó apartar su rostro, pero no fue lo suficientemente rápido como para impedir que las uñas le arrancasen una tira de piel de la barbilla. Ella ya no estaba en la cama, se vestía a toda prisa y gritaba con rabia. – ¡Sé lo que hiciste! ¡Lo sé! ¡Se lo puedo contar a alguien! Sam se quedó acariciándose la carne lacerada del rostro. – Te voy a dejar algo -le susurró-. Algo para que le enseñes al loquero. Entonces salió por la ventana. A la mañana siguiente Sam se despertó temprano, se vistió a toda prisa y salió de la casa con la chaqueta de Alice antes de que su padre y su madre se despertaran. No quería preguntas sobre la cicatriz de varios centímetros que tenía debajo de la cara. No quería que hubiese más comentarios sobre la chaqueta. Por la noche había helado. La hierba y los árboles y las aceras estaban rociados de escarcha blanca. El sol estaba pálido, y ya desbarataba el brillante trabajo de encaje formado por el hielo. Sam no había dormido bien, la noche había estado llena de elusivos sueños en los que la ventana de su habitación se abría de par en par para dar paso a una voz gélida que lo llamaba desde distancias desconocidas y cambiantes. En su mente aún permanecían residuos del sueño como serpentinas de una fiesta que hubiese acabado mal. Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta, pues tenía horas por delante, y contempló apesadumbrado la escarcha. El fondo de los bolsillos de Alice estaba lleno de restos. De uno sacó hebras de tabaco, galletitas para caballos desmigajadas, una entrada de cine rota y un fragmento retorcido de papel dorado que llevaba la palabra en cursiva que pudo leer una vez que estiró el papel: «Telaraña». Dejó caer todo sobre el suelo helado mientras rebuscaba en el otro bolsillo. Allí encontró trozos rotos de lo debía de haber sido una carta. Los jirones de papel eran demasiado pequeños y escasos como para que contuvieran la carta completa, pero se podían descifrar unas pocas palabras. Devolvió los trozos al bolsillo y se dirigió a la tienda de Bridgewood, que estaba a un par de kilómetros. Necesitaba cigarrillos para poder sacar, como si fuese algo cotidiano, una cajetilla y ofrecerle uno a Alice. Por supuesto, había una tienda más cercana, pero el pequeño detalle de que Sam había comprado cigarrillos llegaría, con toda seguridad, a su madre. Los padres, las madres en particular, había observado Terry en una ocasión, se veían inclinadas a gritar como loros si un muchacho hacía otra cosa que no fuese estar con los brazos cruzados. El rozar los zapatos o ensuciarlos, por ejemplo, ocasionaba chillidos bajos. Tomar prestada la chaqueta de alguien generaba chillidos medio bajos. Destrozar la cabaña ecuestre significaba chillidos ultra altos. Fumar cigarrillos a los doce años provocaba chillidos ultra altos. Matar de forma brutal a un compañero explorador se salía de la escala. De manera que Sam se encontró esperando detrás de una mujer joven y perfumada que también estaba comprando cigarrillos en la tienda de Bridgewood. Cuando se apartó del mostrador se tropezó de manera accidental con Sam y, al verlo, dejó caer sus cigarrillos recién comprados. – ¡Sam! Por un instante, Sam no pudo reconocer a la joven. Tenía el pelo cepillado hacia atrás, mostrando el rostro, y llevaba un minivestido escotado muy revelador. Entre los pechos bailaba un colgante, y las botas, que llegaban hasta las pantorrillas, atraían la atención hacia una breve y delicada extensión de carne entre el borde y el dobladillo de la falda. – ¡Linda! – ¡No me has visto! -le susurró. – ¿No se suponía que estabas en un desfile hoy? Ella se sonrojó. – ¡Prométeme que dirás que no me has visto! -repitió-. ¡Promételo! Sin esperar una respuesta, Linda recogió los cigarrillos, salió de la tienda a toda prisa y se montó en un Austin Mini negro que la esperaba. Sam miró por el escaparate de la tienda entre los cartones de muestra del escaparate. No conocía al conductor, pero sí vio el uniforme de guía de Linda perfectamente doblado en el asiento trasero del coche. – Un paquete de Craven A con filtro -le dijo Sam al tendero después de que el coche se hubiese alejado expulsando humo por el tubo de escape. – Son para tu padre, ¿verdad? – Sí. Y una caja de cerillas. ¿Qué tramaba Linda? Sam tenía tiempo de sobra para especular mientras completaba los dos kilómetros de vuelta a Redstone. ¿No se suponía que tenía que ir al frente de la Cuarenta y cinco aquella mañana en algún tipo de desfile de la Commonwealth que culminaría con un servicio en la catedral de Coventry? Se puso a pensar en Linda, en la época en la que los acompañaba al colegio con los guantes blancos, y después cuando los llevaba a la iglesia, también con los guantes blancos, y después a los exploradores, aún con los guantes blancos. Deseaba que supiera lo que estaba haciendo. Sam tenía que pasar por la iglesia misionera de St. Paul de camino a Bridgewood. Salía la gente de la misa de la mañana. Vio al señor Philips, su viejo profesor de la escuela dominical, que saludaba con la mano al último de los feligreses. Philips volvió entonces a entrar en la iglesia y cerró la puerta tras él. Sam recordó el sueño e inmediatamente pensó en el cuerpo de Tooley encajado en el árbol hueco mientras se descomponía. Cada vez que pensaba en el cuerpo de Tooley, imaginaba cuervos que le sacaban los ojos o zorros dándose un banquete con sus carnosos muslos. Sin pensar, se adentró por la verja. – ¡Sam! ¿Cómo estás? ¡No te he reconocido con esas ropas del salvaje oeste! Era Philips, que aparecía por el otro lado de la iglesia. Sam se dio cuenta de que hablaba de la chaqueta con flecos. -Hola, señor Philips. – ¿Buscabas a alguien? – Sí. Quiero decir, no. Philips esperó pacientemente. – Supongo que no me buscabas a mí, ¿verdad? – No. Yo… Philips sonrió y a continuación frunció el ceño desconcertado. Intentó ayudar a Sam diciendo: – ¿Cómo están esos granujillas de tus amigos? ¿Terry y Clive? ¿Cómo les va? – Siento lo de aquel día. – ¿Perdona? ¿A qué día te refieres? – A eso he venido. Por lo de aquel día. Nos comportamos como imbéciles. Fuimos estúpidos, infantiles. Philips pestañeó sin saber qué decir. – ¿Qué día? – Estábamos haciendo el tonto, eso es todo. No había nada personal. – No te sigo, Sam. – Señor Philips, ¿es verdad que usted es como un doctor, y que lo que se le diga no saldrá de usted, no llegará a la policía ni a los padres ni a nadie? ¿Es eso verdad? He oído que no se le permite decirle a nadie lo que las personas le cuentan. – ¿Te refieres a las cosas que me cuentan en confesión? Bueno, la verdad es, Sam, que soy un predicador laico, ¿sabes lo que significa eso? – ¿Eh? – Lo que quiero decir… sí, si hay algo que me quieras contar, o hablar en confianza, por supuesto que se quedaría entre tú y yo. ¿Has hecho algo malo? Sam se quitó las gafas y se dio la vuelta. No quería que Philips viese las lágrimas que se habían formado en sus ojos. – En cualquier caso -se rió Philips mientras reposaba la mano suavemente sobre el hombro del joven-, no puede ser tan malo. ¡Solo se lo tendría que decir a otras personas en el caso de que confesaras un asesinato! Así que alegra esa cara. Vamos, Sam. – No. Tan solo vine a pedir perdón por aquel día. Me tengo que marchar ya. Tengo una cita. – ¡Una cita! ¡Suena importante! – No es para tanto. Adiós. Sam sintió que Philips lo observaba hasta que llegó a la verja. Tras avanzar una docena de pasos se giró. Philips aún lo estudiaba con atención. El estanque parecía ser el único lugar donde podía escaparse de las complicaciones de primas de amigos, padres y profesores de escuelas dominicales, así que fue allí, demasiado temprano para su cita con Alice. Se sentó sobre el destrozado asiento de coche, fumando (o más bien, sosteniendo de forma casual un cigarro encendido entre los labios que no fumaba realmente, ya que en realidad no disfrutaba de aquello) e intentando descifrar los pequeños fragmentos de la carta rota que había encontrado en el bolsillo de la chaqueta de Alice. En un trozo pudo distinguir las palabras «nunca dijiste» y en otro «recuerdos que tengo», y después «amarte no», en otro «sin casar», en otro «follando» -sí, sí, decía claramente «follando»-y «llorar toda la noche». Había otras palabras y fragmentos de otras palabras imposibles de recomponer en frases y aparentemente sin sentido. Intentó ponerlos juntos, colocando los trozos unos junto a otros como en un rompecabezas, pero faltaba la mayor parte de la carta. Quienquiera que la hubiese roto había hecho un buen trabajo. Sam lanzó los fragmentos al lago, cayeron como si fuesen pequeñas hojas y flotaron en la fría superficie sin romper el agua. Rebuscó de nuevo en los bolsillos en busca de más información sobre Alice. Todo lo que encontró fue un peine dentro del bolsillo. Había unos cuantos cabellos en él. Desprendió los cabellos del peine enlazando las largas y finas hebras alrededor de una cerilla. Estaba poniendo la cerilla dentro del bolsillo de los pantalones cuando de repente algo se movió en el agua en la periferia de su visión. Se produjo un gorgoteo y un breve fogonazo verde y dorado al surgir un gran pez y coger los fragmentos de papel de la superficie del agua. Al instante desapareció. Sam se arrastró hasta el borde del estanque observando la invernal negrura para solo ver las sombras de las hojas y la profunda oscuridad. Muy frías, unas manos surgieron a su espalda y le taparon los ojos. Supo por la fragancia que desprendían que se trataba de Alice. Pronto las manos desaparecieron. – El lucio. Acabo de verlo. – No te creo. Que sí, quiso decir, acaba de comerse los últimos trozos de tu carta de amor. Tenía la cabeza en un ángulo tímido, pero los ojos eran burlones. Los ojos de Alice cambiaban sutilmente de color dependiendo de la hora del día, o las condiciones del cielo, o el brillo de la luz en el agua. Llevaba su chaqueta vaquera y unos cuantos metros de bufanda multicolor. Se dejó caer sobre el viejo asiento de coche. – Casi no vengo. Mi caballo está cojo y no he podido montar esta mañana. Oye, ¿te has hecho un rasguño? Pero pensé que no volverías a hablarme en el autobús si no venía. – Para mí es igual -dijo Sam-. Iba a venir de todos modos. Abrió la cajetilla de cigarrillos y le ofreció uno. Se sentaron juntos a fumar y jugar a ¿Sabes quién es? mientras Alice nombraba a toda la gente que conocía en la escuela y Sam nombraba a los pocos que simulaba conocer. Sam no era consciente del paso del tiempo. Aunque la presencia de Alice lo ponía nervioso, y sentía cómo sus nervios se ponían rígidos y se tensaban cada vez que ella hablaba o él tenía que responder, estaba feliz en su compañía de una manera que nunca habría imaginado. Se produjo un movimiento entre los árboles y Terry y Clive surgieron de entre los arbustos. Se quedaron paralizados cuando vieron a Alice sentada con Sam. Terry se quedó pestañeando con aspecto bobalicón y con media sonrisa cruzándole la cara. Miraba el cigarrillo de Sam. A Clive le habían hecho el día anterior un corte de pelo radical haciendo que las orejas y el cuello se mostraran muy rosados. Sus ojos se abrieron de par en par mientras observaba a Alice, quien cruzó las piernas y le dio una chupada elegante al cigarrillo. Clive tenía aspecto de sentir que había sido engañado pero de una manera que no podía adivinar. Cogió una piedra y la lanzó al estanque con una fuerza desproporcionada. – ¿Dónde está tu poni? – No es un poni, es un caballo. – Pareces un gilipollas con esa chaqueta -dijo Clive. – Que te jodan -dijo Sam. – Que te jodan a ti, cara cortada. – No, que te jodan a ti. – ¿Se supone que eso es una muestra de ingenio en vuestra pandillita? -dijo Alice. Los tres chicos la miraron, como si todos quisiesen decir lo mismo y ella se lo hubiera arrebatado. – No somos una pandillita -dijo Clive. -Sí, una pandillita de exploradores. – Igual que tú y tu club de ponis. Con sus Deborahs y Abigails. – Y Jemimas -apoyó Terry. – Ella sabe quién destrozó la cabaña de equitación -dijo Sam. – ¿Quién fue? -dijo Terry. Alice entrecerró los ojos mirando a Sam. – Lo sé. Pero no lo voy a decir. Comparte los pitillos, Sam. Sam sacó el paquete y lo ofreció con una indiferencia desesperada. Clive y Terry tomaron uno cada uno. – Y bien, ¿cómo le llamáis a vuestra pandillita? – Somos los Chicos del loquero -dijo Terry. – No -cortó Sam rápidamente-. Eso era en el pasado. – O los Depresivos -dijo Terry-. Así nos llama mi tío Charles. Los Depresivos. – Eso cuadra -dijo Alice-. Los Depresivos de Redstone. Sam estaba a punto de protestar cuando Clive soltó una risa triste. -Sí. Eso somos nosotros. Los Depresivos de Redstone. Entonces tiró otra piedra al estanque pero con más cuidado esta vez. – ¿Qué hay que hacer para unirse? ¿Llevar pantalones cortos? ¿Hacer un nudo marinero? – Desnudarse y lanzarse al estanque -dijo Terry-. Para ser miembro de pleno derecho. Alice se levantó y comenzó a quitarse la chaqueta. – Vamos, entonces. Lo haremos juntos. Terry parecía poco dispuesto. – Tienes que chuparme la polla -dijo Clive. – Vale. Te chupo la polla mientras tú se la chupas a Sam. – ¡Ja! -rió Terry mientras señalaba con el dedo a Clive-. ¡Ja! – Nada más que palabras -dijo Alice-. No hacéis más que hablar. Haré cualquier cosa que hagáis vosotros. Pero ese es el problema. Que no vais a hacer nada. – No hay que hacer nada -dijo Sam con tono ácido-. Tan solo hace falta estar como una puta cabra. – Bien. -Se quitó la chaqueta vaquera y se la lanzó a Sam-. Ahora devuélveme la cazadora. Tengo que irme. De mala gana, Sam le pasó la chaqueta a Alice. Ella se la puso, avanzó a través de los arbustos y desapareció, dejando tras de sí un silencio único, un silencio que vibraba como el agua tras tirar una piedra a un estanque. – ¿Quién es? -dijo Terry tras un,rato. -Alice -contestó Sam. |
||
|