"Amigos nocturnos" - читать интересную книгу автора (Joyce Graham)15. Juegos al aire libreVolvieron a los exploradores la semana siguiente pero tan solo porque les habían prometido que habría juegos al aire libre para aprovechar el calor que aún hacía. En cuanto a las intimidaciones de Tooley y su corte, todo el mundo les aseguró que tan solo se había tratado de una iniciación. – Simplemente están comprobando de qué pasta estáis hechos -le dijo Eric a Clive. – Os están probando -le aseguró Nev a Sam. – Es una especie de examen, que habéis aprobado -dijo Charlie, el tío de Terry. De modo que fueron a los juegos al aire libre, que se organizaban en el bosque Wistman. Se estipuló que se reunirían al final del sendero que conducía al bosque en lugar de encontrarse en el colegio como era habitual. Terry, Clive y Sam se pusieron los uniformes que tan mal les quedaban y tomaron la carretera que pasaba por el estanque y por el campo de equitación. Era una cálida tarde de septiembre, y el disco broncíneo que era el sol estaba a punto de ponerse. Las nubes de mosquitos resplandecían con la luz dorada, y los miles de criaturas aladas parecían arder de forma individual. Al acercarse al bosque, un jinete salió al trote de entre los árboles. Era la chica de la competición ecuestre. Avanzó hacia ellos y tiró de las riendas hasta detener la yegua. El caballo parecía querer andar, ellos también se detuvieron. Tenía los ojos en sombra por la visera del gorro. Los miró con una expresión de altanera diversión. – Jóvenes exploradores -dijo remarcando con cinismo la palabra «jóvenes». Su vez estaba llena de ironía y desprecio. -Jóvenes exploradores. Sin previo aviso espoleó al caballo y se alejó al galope dejando a los tres con cara de tontos mientras la observaban. Ninguno sabía qué decir. – Vamos -dijo Clive por fin-. Vamos a ver si encontramos a los demás. Les dijeron que las actividades comenzarían de día y acabarían de noche. Encenderían una fogata. Se estableció un punto de mando y se distribuyeron colores. Se les unieron unos exploradores vestidos con las camisas verdes poco comunes de la Cuarenta y Ocho de Coventry, y todos los chicos presentes fueron divididos en tres grupos. A cada grupo se le dieron honores, es decir, una bandera de color «que debía colocarse en un árbol». El objetivo del juego era conseguir por medio de la astucia y el sigilo las tres banderas. – Por medio de la astucia y el sigilo -repitió con frecuencia Skip dándole una extraña entonación a las palabras. Sam siguió a su patrulla Águila y tres miembros de la Cuarenta y Ocho que habían tenido la fortuna de ser asignados a su grupo, y juntos, los miembros del «Equipo Azul» marcharon hacia el bosque. Tras cinco minutos, Tooley detuvo a todos y se giró hacia uno de los miembros de la Cuarenta y Ocho. – Necesitamos un señuelo -dijo. El joven explorador fue tumbado en el suelo, lo amordazaron, le ataron las manos a la espalda y las piernas por los tobillos. Sus dos camaradas parecían dispuestos a protestar pero considerando el tamaño de Tooley se lo pensaron mejor. Colocaron la bandera azul en el bolsillo de la camisa del chico, pasaron una cuerda por la rama de un árbol y lo alzaron por los pies hasta colgar boca abajo a unos dos metros y medio del suelo. Después ataron la cuerda a un tronco de un árbol caído. La bandera azul colgaba de manera tentadora del bolsillo de la camisa. – Ahora nos escondemos -dijo Tooley. El grupo se puso a cubierto detrás de un montón de troncos medio podridos y de unos arbustos. Tooley se agachó cerca de Sam. Esperaron en silencio. Tras unos instantes, Sam se aclaró la garganta, y Tooley lo premió con un fuerte manotazo en la oreja y le enseñó los dientes. Esperaron varios minutos. A Sam, de rodillas, se le durmió una pierna pero no se atrevía a recibir otro manotazo de su líder de patrulla. Siguió agachado dolorosamente. Finalmente una paloma pasó por los árboles, seguida del chillido de un mirlo. Los músculos de Tooley se tensaron como muelles. Aparecieron dos jóvenes exploradores que exploraban el camino. Sam los reconoció; eran Halcones de su propia tropa. Se detuvieron al ver al explorador amordazado colgando de la cuerda. Ambos miraron alrededor con nerviosismo antes de acercarse más. Era obvio que habían sido enviados a recoger información y volver. Se susurraban el uno al otro, como si intentasen decidir alguna cosa. Uno de ellos parecía presentir algo. Era obvio que podían conseguir la bandera azul si llegaban a alcanzarla. Se acercaron con cuidado. Uno de los chicos saltó para intentar atraparla pero no lo consiguió. Estaba a unos cuantos centímetros de sus dedos. Miraron de nuevo alrededor. No fue hasta que uno estaba subido a la espalda del otro e intentaba alcanzar la bandera que Tooley dejó escapar un grito inhumano y cargó desde detrás de los arbustos. Derribó a los dos exploradores con un placaje de rugbi. Hubo una breve lucha sobre las hojas antes de que los dos fuesen sometidos por los otros exploradores que habían seguido a Tooley. Las víctimas fueron amordazadas inmediatamente. Uno de ellos fue desnudado, le ataron los tobillos y fue colgado junto al explorador señuelo. – ¿Habéis traído el rotulador? -gritó Tooley mientras jadeaba por el esfuerzo. – Aquí está. -Lance sacó un grueso rotulador con la punta de fieltro. El desafortunado explorador estaba alzado a la altura de los ojos, de modo que Tooley pudo dibujar una enorme T en cada glúteo. Entonces dibujó una flecha horizontal que atravesaba ambas T. Lance le lanzó una fina sonrisa a Sam. – Es el símbolo de Tooley -le dijo a modo de explicación. – Vayámonos de aquí -ordenó Tooley. Pusieron en pie al segundo explorador y lo empujaron por el camino. Alguien retiró la bandera azul. – ¿Qué hay de nuestro amigo? -protestó uno de la Cuarenta y ocho. Tooley alzó la vista hacia el explorador señuelo que aún se retorcía al final de la cuerda. – Sí -dijo con generosidad-, bajémoslo. – Las reglas dicen que tenemos que dejar la bandera en el mismo árbol durante todo el juego. Tooley agarró al explorador de la Cuarenta y ocho por el cuello. – Soy Tooley. Yo hago las putas reglas. Ahora bajadlo y sigamos adelante. En cuclillas tras un abedul caído, mientras la luz poco a poco desaparecía, Sam vio acercarse a las siguientes dos víctimas. El segundo explorador secuestrado había sido cegado con un pañuelo y lo habían colgado con la bandera azul prendida del cinturón. Los tres exploradores de la tropa Cuarenta y Ocho se habían marchado unos minutos antes con el explorador señuelo en silencio, aún desorientado por el sufrimiento experimentado. Sam se mordió los nudillos cuando vio la identidad de uno de los dos exploradores que se acercaban. Era Clive. Sam pasó un momento de crisis. Podía alertar a su amigo del peligro, o podía quedarse en cuclillas, en silencio y dejarlo a su suerte. Sabía que si traicionaba la emboscada, iba a sufrir con toda seguridad el trato más duro que Tooley, junto con Lance y su corte de demonios, pudiesen darle. A Sam se le ocurrió que si no tomaban más rehenes, pronto él colgaría de la cuerda. Se quedó en silencio. Dos minutos más tarde Clive y su camarada fueron tirados al suelo y amordazados. Sam se quedó atrás con la esperanza de que no lo reconociera su amigo entre los asaltantes. Hubo un desagradable entusiasmo en la forma en la que los demás Águilas le arrancaron el uniforme a Clive. Mientras se producía el alboroto, Sam retrocedió y se escapó, volvió al camino y corrió hasta desaparecer. La oscuridad crecía como hollín en las ramas de los árboles. Sam se detuvo para recuperar el aliento apoyándose contra un árbol. El bosque había adoptado una oscuridad tenebrosa, y a Sam algo le pesaba en el estómago. Una mano le tocó el cuello por la espalda. – ¿Vas a algún lado? – ¡Terry! ¡Qué alegría verte! Dios, qué alegría. – He tenido suficiente -dijo Terry-. Están pasando cosas demasiado extrañas. – Como si no lo supiera. Escucha, tienen a Clive y lo están colgando de un árbol. No pude ayudarle. – ¿Cuántos son? – Demasiados. Si nos atrapan, nos harán lo mismo. – A mí no me van a atrapar -dijo Terry con aire de desafío. Alzó el puño. Tenía agarrada una navaja suiza de la que sobresalía la hoja más grande. Sam pudo ver en los ojos de Terry que iba en serio. Se preguntaba cuál había sido la experiencia de Terry en los juegos al aire libre. – Podemos cortar la cuerda una vez hayan acabado. Te dejan en pelotas con un símbolo en el culo. Podremos bajarlo cuando se hayan marchado. Y así Sam condujo a Terry al lugar donde habían atrapado a Clive. Estaban aterrorizados por si una rama se partía bajo sus botas. Terry le contó a Sam algo que había leído en el manual de exploradores acerca de presionar con los pies al andar. Oyeron a Tooley ladrando órdenes, seguidas por la risita aguda de Lance, y pudieron observarlos detrás de un macizo de acebos. Clive estaba desnudo, tirado en el suelo, con la nariz hacia abajo. Tenía la cara roja debido al esfuerzo por el inútil forcejeo. Tenía el símbolo de Tooley escrito en las nalgas. El otro explorador estaba amordazado, le habían tapado los ojos y lo tenían inmovilizado. – ¿Dónde está ese puto cabrón cuatro ojos? -oyó Sam que gritaba Tooley-. ¿Alguien lo ha visto marcharse? ¿Cómo se llama el cabrón cuatro ojos? Era obvio que Sam había causado tal impresión en los Águilas que nadie recordaba su nombre. Tooley mandó a dos Águilas a buscar a Sam, con órdenes de traerlo atado a un poste. Sam manoseó sus gafas, se las quitó y las limpió con la camisa caqui. – No te preocupes -dijo Terry. Aún apretaba la navaja suiza en la mano. – Id a ese claro junto a la hondonada -les dijo Tooley a los demás-. Yo terminaré aquí y me reuniré con vosotros dentro de un rato. – Yo esperaré contigo -dijo Lance con una risita. Tooley golpeó con fuerza a Lance en la oreja. -¡Sigue las putas órdenes! – ¡No me pegues! ¡Nunca me has pegado! ¡No lo hagas! -¡Pues haz lo que te he dicho! Lance salió disparado tras los otros, que se habían llevado al prisionero. Quedaban tan solo Clive y Tooley, además del segundo explorador señuelo con los ojos vendados quien, durante todo el rato, había estado balaceándose en la cuerda. Tooley observó cómo sus compañeros de patrulla desaparecían entre los árboles. Tras estar seguro de que se habían ido se colocó detrás de Clive observando a su indefensa víctima. Tooley arrojó la boina y se secó el sudor de la frente. El pecho le subía y bajaba y perspiraba profusamente. Escupió sobre las hojas caídas antes de volver a colocarse la boina negra. Tras mirar alrededor se bajó los pantalones cortos. – Oh, no -susurró Sam cuando la polla vivida e hinchada de Tooley apareció liberada-. Oh, no. – ¿Qué hace? -dijo Terry-. Va… No, no puede. Terry miró a Sam y Sam asintió. – Tenemos que detenerlo -dijo Terry. – ¿Cómo? – ¡Dios! ¿Qué hace? -Tooley se ponía de rodillas sobre la hierba detrás de Clive-. Escucha, corres hacia él, y mientras lucha contigo apuñalo a ese hijoputa. – ¡No puedes! – Mírame. Vamos. ¡Corre a por él, Sam! ¡Corre a por ese gordo cabrón! – ¡Me matará! ¡Me aplastará! – ¡Tienes que hacerlo! – ¡Estoy muy asustado, Terry! ¡Muy asustado! Tooley separó las piernas de Clive. – Vale -dijo Terry-. Yo voy a por él y tú lo apuñalas. O eso o de la otra forma, Sam. ¡No podemos dejar a Clive tirado! ¡No podemos! ¿Qué dices? De una forma u otra. Sam miró la navaja suiza con horror y después al pene erecto que se balanceaba. Estiró una mano para retraerla a continuación. – Joder -dijo Terry. Presionó el mango de la navaja sobre la palma de Sam, se puso en pie y se abalanzó a toda velocidad contra Tooley, gritando mientras corría. Alertado, Tooley puso un pie en el suelo. Terry intentó agarrar a Tooley por el cuello, pero se lo quitó de encima con facilidad. El enorme explorador se puso de pie con esfuerzo y, descargando el enorme trozo de carne que era su puño, alcanzó a Terry en la boca dejando al joven tendido e inconsciente. Sam estaba paralizado. Los músculos de sus pantorrillas parecían de gelatina. Entonces el tiempo se detuvo y surgió un vacío. En sus oídos se produjo un rugido, y la luz de los bosques se tornó roja. Comenzó a correr hacia Tooley imitando el inefectivo ataque de Terry. Pero Sam no lo consiguió. Fue empujado por una fuerza que lo golpeó por detrás como si fuese un fuerte viento. Tumbado sobre las hojas secas alzó la mirada y vio a un enorme caballo blanco que saltaba sobre él. El jinete era la duende, con la boca torcida emitiendo un horrible y agudo chillido. Las feroces hojas de sus afilados dientes estaban sanguinolentas. Señalaba a Sam y gritaba palabras incomprensibles. El caballo relinchó, se encabritó y lanzó las pezuñas contra la cabeza del asombrado Tooley. Cayó al instante. El caballo se encabritó de nuevo, y dejó caer todo el peso de las pezuñas de metal sobre el pecho de Tooley, y así una y otra vez con una actividad frenética. La duende escupió algo y espoleó al caballo. Lo montó entre los árboles, pasó por debajo de una rama hasta desaparecer al galope. Hubo un momento de negrura. Sam sintió que algo le corría por las venas y la luz roja volvió, para volver a evaporarse. Le lloraban los ojos. Después se le aclaró la cabeza y vio a Tooley tirado sobre el suelo convertido en un despojo destrozado y sangriento. Clive gritaba a través de la mordaza. Terry estaba de nuevo en pie, agitando la cabeza en un esfuerzo por aclararse la visión. – ¡Dios! -dijo Terry-. ¡Dios! Le quitó la navaja a Sam. La hoja estaba empapada en sangre. La sangre de Tooley sobre la navaja brillaba tenebrosa en la oscuridad del bosque. Terry corrió hasta Clive y cortó las cuerdas que le inmovilizaban. Clive se puso en pie y se arrancó la mordaza. Al ver a Tooley tirado sobre las hojas, corrió y pateó al explorador, que estaba boca arriba, en la cara una y otra vez. Entonces algún instinto le impidió seguir infligiendo tal castigo. Terry se acercó con el uniforme de Clive, y el chico se puso la ropa a toda prisa. Se inclinó y tanteó al explorador mayor con un palo. Tooley no hizo ningún movimiento. Clive le dio la vuelta. Tenía el pecho marcado con innumerables tajos diminutos, y de cada uno brotaba sangre negra que manchaba la camisa caqui. Clive se inclinó sobre su pecho intentando escuchar los latidos del corazón, para después buscar algún signo de aliento. Nada. – ¿Qué has hecho? -dijo Terry con voz apagada. – Nada -susurró Sam. – No te culpo. Clive, Tooley te iba a follar. Se lo merecía. Nadie podría culpar a Sam por esto. -¿Estás seguro de que está…? – Compruébalo tú mismo -dijo Terry. Clive volvió a comprobar el corazón, la respiración, cualquier signo vital. Los tres chicos se quedaron mirándose, la oscuridad se posaba en sus espaldas como si fuese una extraña capa. Entonces Sam se acercó, con los ojos muy abiertos, a inspeccionar las heridas. Comprobó que las perforaciones tenían forma de luna creciente. – Pezuñas. Las pezuñas de un caballo han hecho esto. – ¿De qué hablas? – Nadie se va a creer eso -dijo Clive. – No importa -contestó Sam-. Eso fue lo que las causó. – Estás en estado de choque -dijo Clive. Miró a Terry. – Está en estado de choque. – Aquí están tus gafas -dijo Terry-. Se cayeron. Las gafas estaban rotas. Estaban mareados, confusos, e impresionados por el estado de Sam. Clive finalmente los hizo volver en sí. – Agarrad una pierna -dijo por fin. Arrastraron a Tooley a lo profundo de la maleza. Terry encontró un tocón de roble hueco y rajado. Tooley era un peso muerto. Sudando, temblando, con los dientes apretados, los tres chicos consiguieron alzar a Tooley y lanzarlo al hueco. Para entonces ya tenía los labios grises. Apilaron hojas sobre el cuerpo, y colocaron ramas encima del podrido tocón. Tenían que volver a por la navaja. Terry la encontró, la limpió, cerró la hoja y la guardó en el bolsillo. Desclavaron las estacas y esparcieron hojas para borrar cualquier signo de lucha. Ya se disponían a irse cuando oyeron un grito ahogado sobre sus cabezas. Había aún un explorador que colgaba en silencio sobre ellos. Había estado allí todo el tiempo, cegado y amordazado. Clive quiso dejarlo allí, pero Terry se opuso. Bajaron con cuidado al explorador y cortaron las cuerdas que le ataban las piernas sin decir nada. Aún tenía las manos atadas a la espalda, pero antes de desaparecer le quitaron la mordaza para que pudiera pedir auxilio. Después abandonaron la escena. Para entonces el bosque estaba completamente a oscuras. Decidieron salir por la parte norte. Por el camino tuvieron que dispersarse para evitar a un grupo de exploradores que avanzaba a toda prisa portando una vela encendida en un tarro. Todos los exploradores llevaban un trozo de cuerda atada a los brazos. Había comenzado otro juego al aire libre. Salieron del bosque y corrieron a toda mecha por un campo arado. Finalmente llegaron al campo ecuestre. Para cuando llegaron a la orilla del estanque, no tenían aliento. – Líbrate de la navaja -dijo Clive. Terry sacó la navaja suiza del bolsillo. La miró con tristeza. – Líbrate de ella -repitió Clive. Sam no había hablado desde el incidente. Terry lanzó la navaja a la mitad del estanque. Las negras aguas emitieron un sonido gorgoteante al tragársela. – Es la última vez que voy a los exploradores -dijo Terry. – No. Tenemos que asistir la semana que viene. Como si nada hubiese pasado. -Clive estaba ya planeándolo todo. Entonces se fueron a casa. Connie y Nev estaban viendo la tele cuando Sam llegó. Le regañaron mucho por haber roto las gafas. |
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