"La Rubia de Hormigón" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)

Capítulo 2

Bosch cogió Wilshire desde el centro y cortó a la Tercera después de recorrer lo que quedaba del parque MacArthur. Al doblar hacia el norte por Western distinguió a la izquierda varios coches patrulla, vehículos de detectives y las furgonetas de la escena del crimen y del forense. El cartel de Hollywood colgaba al norte en la distancia, con las letras apenas legibles por la contaminación.

De lo que había sido Bing's sólo quedaban tres paredes ennegrecidas que cuidaban de una pila de chatarra calcinada. No había techo, pero los uniformados habían extendido una lona por encima de la pared de atrás y la habían atado a la alambrada que recorría la parte anterior de la propiedad. Bosch sabía que no lo habían hecho para que los investigadores trabajaran a la sombra. Se inclinó y miró hacia arriba a través del parabrisas. Allí estaban, volando en círculos, las aves carroñeras de la ciudad, los helicópteros de los medios de comunicación.

Bosch aparcó y vio a una pareja de empleados municipales de pie al lado de un camión de equipamiento. Estaban pálidos y aspiraban con fuerza de los cigarrillos. Sus martillos neumáticos descansaban en el suelo, junto a la parte trasera del camión. Estaban esperando, rezando porque su trabajo allí hubiera concluido ya.

Pounds estaba de pie al otro lado del camión, junto a la furgoneta azul del forense. Parecía que se estaba serenando y Bosch vio en su rostro la misma expresión enferma que en los civiles. A pesar de que Pounds era el jefe de detectives de Hollywood, incluida la brigada de homicidios, nunca había trabajado en homicidios. Como muchos otros capitostes del departamento, su escalada se había basado en lamer culos, no en la experiencia. A Bosch siempre le satisfacía ver que alguien como Pounds recibía una dosis de realidad de aquello con lo que los polis de verdad se enfrentaban a diario.

Bosch miró el reloj antes de bajar del Caprice. Disponía de una hora, después tendría que volver al tribunal para las exposiciones iniciales.

– Harry -dijo Pounds al echar a andar-. Me alegro de que hayas podido venir.

– Siempre estoy encantado de examinar otro cadáver, teniente.

Después de quitarse la americana y dejarla en el asiento del coche, Bosch sacó del maletero un mono azul que se puso encima de la ropa. Iba a pasar calor, pero no quería volver al tribunal cubierto de barro y suciedad.

– Buena idea -dijo Pounds-. Ojalá hubiera traído el mío.

Por supuesto, Bosch sabía que Pounds no tenía ningún mono. El teniente sólo se aventuraba a la escena de un crimen cuando había una buena oportunidad de que apareciera la tele. Y sólo estaba interesado en la televisión, no en los medios impresos. Con un redactor de periódico era preciso hilvanar más de dos frases seguidas con sentido, y después tus palabras quedaban en el papel y continuaban allí al día siguiente y posiblemente te acecharían para siempre. No formaba parte de la política departamental hablar con los medios escritos. La televisión era una emoción más fugaz y menos peligrosa.

Bosch se encaminó hacia la lona azul bajo la cual se habían reunido los investigadores. Estaban de pie junto a una pila de hormigón roto y a lo largo del borde de una zanja cavada en el suelo que había constituido los cimientos del edificio. Bosch alzó la mirada cuando uno de los helicópteros de la tele efectuaba una pasada a baja altura. No conseguirían gran cosa con la lona que tapaba la escena del crimen. Probablemente ya estarían enviando equipos de tierra.

Todavía había un montón de escombros en el armazón del edificio. Vigas del techo carbonizadas, maderas, bloques de hormigón rotos y otros restos. Pounds se puso a la altura de Bosch y ambos empezaron a avanzar cuidadosamente hacia la gente congregada bajo la lona.

– Lo derribarán y harán un aparcamiento -comentó Pounds-. Eso es lo que los disturbios le han dado a la ciudad, mil aparcamientos nuevos. Hoy en día ya no hay ningún problema para aparcar en South Central. Ahora, como quieras una gaseosa o echar gasolina, entonces sí que tienes un problema. Lo quemaron todo. ¿Pasaste por el South de antes de fiestas? Había árboles de Navidad en cada manzana. Todavía no entiendo por qué esa gente quemó sus propios barrios.

Bosch sabía que el hecho de que personas como Pounds no entendieran por qué «esa gente» hizo lo que hizo era una de las razones de que lo hubiera hecho y de que algún día tuviera que volver a hacerlo. Bosch lo veía como un ciclo. Cada veinticinco años, más o menos, la ciudad acababa con su alma incendiada por el fuego de la realidad. Pero luego seguía adelante, deprisa, sin mirar atrás, como un conductor que se da a la fuga.

De repente, Pounds cayó tras resbalar con los escombros. Detuvo la caída con las manos y se incorporó rápidamente, avergonzado.

– ¡Mierda! -exclamó, y luego, aunque Bosch no se lo había preguntado, agregó-Estoy bien, estoy bien.

Se apresuró a peinarse hacia atrás el pelo que se le había escapado de su cráneo cada vez más pelado. No se dio cuenta de que al hacerlo se estaba tiznando la frente con la mano y Bosch tampoco se lo dijo.

Finalmente, llegaron al lugar donde se hallaban los investigadores. Bosch caminó hacia su antiguo compañero, Jerry Edgar, que estaba acompañado de dos detectives a los que Harry conocía y dos mujeres a las que no conocía. Las mujeres iban ataviadas con sendos monos verdes, el uniforme de los miembros del equipo del forense encargados de trasladar cadáveres. Cobraban lo mínimo y los enviaban de escena del crimen a escena del crimen en la furgoneta azul, a recoger cadáveres y llevarlos a la nevera.

– ¿Pasa, Harry? -dijo Edgar.

– Ya ves.

Edgar acababa de asistir al festival de blues de Nueva Orleans y había vuelto con el saludo. Lo decía con tanta frecuencia que resultaba molesto. El propio Edgar era el único detective de la brigada que no se había percatado de ello.

Edgar destacaba en medio del grupo. No llevaba un mono como el de Bosch -de hecho, nunca llevaba porque le arrugaban sus trajes de Nordstrom-, y lo misterioso era que había conseguido abrirse paso hasta la zona de la escena del crimen sin llevarse ni una mota de polvo en los dobladillos del pantalón de su traje cruzado. El mercado inmobiliario, el antiguo y lucrativo pluriempleo de Edgar, llevaba tres años en crisis, pero Edgar seguía siendo el mejor vestido de la división. Bosch se fijó en la corbata azul pálido de su compañero, apretada fuertemente al cuello del detective negro, y supuso que le habría costado más que su corbata y camisa juntas.

Bosch saludó a Art Donovan, el técnico de la policía científica, pero no dijo nada a ningún otro. Estaba siguiendo el protocolo. Como en cualquier escena del crimen imperaba un sistema de castas cuidadosamente establecido. Los detectives básicamente hablaban entre ellos o con los técnicos de investigaciones científicas. Los uniformados no hablaban a no ser que les preguntaran. Los que trasladaban los cadáveres, que ocupaban el peldaño más bajo del escalafón, no hablaban con nadie, salvo con el técnico del forense. Éste cruzaba contadas palabras con los polis. Los despreciaba porque para él eran unos pedigüeños que lo querían todo para ayer: la autopsia, las pruebas toxicológicas…

Bosch examinó la zanja junto a la que se hallaban. La cuadrilla del martillo neumático había perforado el suelo y practicado un agujero de unos dos metros y medio de largo por uno veinte de profundidad. A continuación habían excavado en lateral, hacia un gran bloque de hormigón que se extendía noventa centímetros bajo la superficie del suelo. Había un hueco en la piedra. Bosch se agachó para mirar de más cerca y vio que el hueco tenía la silueta de un cuerpo de mujer. Era como un molde para hacer un maniquí de escayola. Pero estaba vacío por dentro.

– ¿Dónde está el cuerpo? -preguntó Bosch.

– Ya se han llevado lo que quedaba de él -dijo Edgar-. Está en una bolsa, en la furgoneta. Estamos pensando en una forma de llevarnos de aquí esta pieza del suelo sin que se rompa.

Bosch miró en silencio al agujero durante unos segundos antes de levantarse de nuevo y buscar un camino para salir del amparo de la lona. Larry Sakai, el investigador forense, lo siguió hasta la furgoneta azul y abrió el portón. El calor era sofocante en el interior de la furgoneta y el olor del aliento de Sakai era más fuerte que el del desinfectante industrial.

– Supuse que te llamarían -dijo Sakai.

– ¿Ah sí? ¿Cómo es eso?

– Porque parece del puto Fabricante de Muñecas.

Bosch no dijo nada para no dar a Sakai ninguna indicación de confirmación. Sakai había trabajado en varios de los casos del Fabricante de Muñecas, cuatro años atrás. Bosch sospechaba que era el responsable del nombre que los medios de comunicación le habían puesto al asesino en serie. Alguien había filtrado los detalles del uso repetido de maquillaje en los cadáveres a uno de los presentadores del Canal 4. El presentador bautizó al asesino como el Fabricante de Muñecas. Después de eso, todo el mundo empezó a llamarlo así, incluso los polis.

Pero Bosch siempre había detestado ese nombre. No sólo decía algo acerca del asesino, sino también acerca de las víctimas. Las despersonalizaba, y con ello facilitaba que las historias del Fabricante de Muñecas, o el Maquillador como también lo llamaron, que se transmitían por todas las cadenas fueran un producto de entretenimiento en lugar de algo espantoso.

Bosch miró por la furgoneta. Había dos camillas y dos cadáveres. Uno llenaba por completo la bolsa: o bien se trataba de alguien pesado y corpulento o bien el cadáver se había hinchado. Se volvió hacia la otra bolsa. Los restos que contenía apenas la abultaban. Sabía que ésa era la de la víctima que habían sacado del hormigón.

– Sí, ésta -dijo Sakai-. Al otro lo apuñalaron en Lankershim. Se ocupan los de North Hollywood. Ya estábamos llegando al depósito cuando nos llegó este aviso.

Eso explicaba por qué los medios se habían enterado tan pronto. Los avisos del forense se emitían en una frecuencia que estaba sintonizada en todas las salas de redacción de la ciudad.

Bosch examinó la pequeña bolsa de plástico grueso un momento y sin esperar a que lo hiciera Sakai bajó la cremallera. Al hacerlo surgió un olor penetrante y mohoso que no era tan pútrido como podría haber sido si hubieran encontrado el cadáver antes. Sakai abrió la bolsa y Bosch observó los restos humanos. La piel era oscura y se ajustaba con tirantez a los huesos. El detective no sintió asco, porque estaba acostumbrado y había aprendido a desapegarse de tales escenas. A veces pensaba que mirar cadáveres era el trabajo de su vida. Había ido al depósito para identificar a su madre cuando todavía no había cumplido doce años, había visto infinidad de muertos en Vietnam y había perdido la cuenta de los cadáveres que había visto en sus casi veinte años en la policía. Todo ello era la causa de que los viera con la frialdad de una cámara. Era tan desapegado como un psicópata, y lo sabía.

La mujer de la bolsa era pequeña, pero el deterioro de los tejidos y el encogimiento hacían que el cuerpo pareciera aún más pequeño que en vida. Lo que quedaba del pelo llegaba hasta los hombros y daba la impresión de que había sido rubio decolorado. Bosch distinguió los restos de maquillaje en la piel del rostro. Los pechos de la mujer pronto atrajeron su mirada, pues eran sorprendentemente grandes en comparación con el resto del cuerpo encogido. Estaban bien formados, y la piel estaba tensa. En cierto modo eran el rasgo más grotesco del cadáver porque no eran como deberían haber sido.

– Son implantes -dijo Sakai-. No se descomponen. Podríamos sacarlos y vendérselos a la próxima tía estúpida que los quiera. No estaría mal poner en marcha un programa de reciclaje.

Bosch no dijo nada. Se sintió súbitamente deprimido al pensar en la mujer -quienquiera que fuese- que se había operado para resultar más atractiva y había acabado de ese modo. Se preguntó si sólo habría tenido éxito en resultar más atractiva para su asesino.

Sakai interrumpió sus pensamientos.

– Si lo hizo el Fabricante de Muñecas, significa que lleva en el hormigón al menos cuatro años, ¿no? En ese caso la descomposición no es muy grande. Todavía tiene pelo, ojos, algunos tejidos internos. Podremos trabajar con eso. La semana pasada, me cayó un caso, un excursionista que encontraron en el cañón de Soledad. Creían que era un tipo que desapareció el verano pasado. Ya no era más que huesos. Claro que al aire libre hay animales. ¿Sabes que entran por el culo? Es la entrada más suave y los animales…

– Ya lo sé, Sakai. Ciñámonos a éste.

– En fin, con esta mujer al parecer el hormigón ha hecho el proceso más lento. No lo ha detenido, pero lo ha frenado. Debe de haber sido como una tumba hermética.

– ¿Vais a poder determinar cuánto tiempo lleva muerta?

– Probablemente a partir del cadáver no. La identificaremos y después vosotros descubriréis cuándo desapareció. Ésta será la manera.

Bosch miró los dedos de la víctima. Eran palillos oscuros, casi tan delgados como lápices.

– ¿Y las huellas?

– Las conseguiremos, pero no de los dedos.

Bosch vio que Sakai sonreía.

– ¿Qué? ¿Las dejó en el hormigón?

La sonrisa de Sakai quedó aplastada como una mosca. Bosch le había arruinado la sorpresa.

– Sí, exacto. Podríamos decir que dejó una impresión. Vamos a obtener huellas, puede que incluso un molde de su rostro, si podemos sacar el trozo de hormigón. Quien preparó el material puso demasiada agua. Es muy fino. Es una suerte, tendremos las huellas.

Bosch se inclinó sobre la camilla para examinar la nudosa tira de cuero enrollada en torno al cuello del cadáver. Era un cuero negro fino y distinguió las marcas de la costura en los bordes. Otra tira cortada de un bolso. Como todas las demás. Se acercó más y el olor del cadáver le embotó la nariz y la boca. La circunferencia de la tira de cuero en torno al cuello era pequeña, tal vez del tamaño de una botella de vino. Lo suficientemente pequeña para ser fatal. Vio dónde había cortado la ennegrecida piel para arrancarle la vida a la víctima. Se fijó en el nudo. Un nudo corredizo apretado en el lado derecho con la mano izquierda. Como todos los demás. Church era zurdo.

Faltaba comprobar algo más. Lo llamaban la firma.

– ¿No había ropa? ¿Zapatos?

– Nada, como los demás, ¿recuerdas?

– Abre la bolsa del todo, quiero ver el resto.

Sakai abrió la cremallera hasta los pies. Bosch no estaba seguro de si Sakai conocía cuál era la firma, pero él no pensaba decírselo. Se inclinó sobre el cadáver y lo examinó como si estuviera interesado en todo, cuando en realidad sólo le importaban las uñas de los pies. Los dedos estaban arrugados, negros y quebradizos. Las uñas también estaban quebradas y en algunos dedos habían desaparecido por completo. Sin embargo, Bosch vio que la pintura en los dedos gordos estaba intacta. Rosa intenso, apagado por los fluidos de descomposición, el polvo y la edad. Y en el dedo gordo del pie derecho vio la firma. O lo que quedaba de ella. Una minúscula cruz blanca pintada cuidadosamente en la uña. La firma del Fabricante de Muñecas. No faltaba en ninguno de los cadáveres.

Bosch sentía que su corazón latía con fuerza. Miró el interior de la furgoneta y empezó a sentir claustrofobia. La primera sensación de paranoia empezaba a asomar en su cerebro. Su mente hervía con las posibilidades. Si el cadáver cumplía con todas las características conocidas de un asesinato del Fabricante de Muñecas, entonces Church era el asesino. Si Church era el asesino de esa mujer y estaba muerto, entonces ¿quién había dejado la nota en la comisaría de Hollywood?

Se irguió y miró a la víctima en su conjunto por primera vez. Desnuda y encogida, olvidada. Se preguntó si habría más cadáveres en el hormigón, esperando a ser descubiertos.

– Ciérralo -le dijo a Sakai.

– Es él, ¿no? El Fabricante de Muñecas.

Bosch no contestó. Saltó de la furgoneta y se bajó un poco la cremallera del mono.

– Eh, Bosch -lo llamó Sakai desde dentro de la furgoneta-. Es sólo curiosidad. ¿Cómo lo habéis encontrado? Si el Fabricante de Muñecas está muerto, ¿quién os ha dicho dónde mirar?

Bosch tampoco contestó a esta pregunta. Caminó lentamente de nuevo debajo de la lona. Parecía que todavía no se les había ocurrido la forma de sacar el trozo de hormigón donde habían descubierto el cuerpo. Edgar estaba por ahí, tratando de no ensuciarse. Bosch hizo una señal a su antiguo compañero y a Pounds y los tres se reunieron a la izquierda de la zanja, en un lugar donde podían hablar sin que nadie les oyera.

– ¿Y bien? -preguntó Pounds-. ¿Qué tenemos?

– Parece un trabajo de Church -dijo Bosch.

– Mierda -exclamó Edgar.

– ¿Cómo puedes estar seguro? -preguntó Pounds.

– Por lo que he visto, coincide en todos los detalles con el Fabricante de Muñecas. Incluida la firma.

– ¿La firma? -preguntó Edgar.

– La cruz blanca en el dedo gordo del pie. Nos lo reservamos durante la investigación, pactamos con todos los periodistas no hacerlo público.

– ¿Y un imitador? -propuso Edgar, esperanzado.

– Podría ser. Nunca se mencionó la cruz blanca hasta que el caso se cerró. Después, Bremmer del Times escribió un libro sobre el caso. Lo mencionaba.

– Así que tenemos un imitador -sentenció Pounds.

– Todo depende de cuándo murió -dijo Bosch-. El libro se publicó un año después de la muerte de Church. Si murió después de esa fecha, probablemente tenemos un imitador. Si la metieron en el hormigón antes, entonces no lo sé…

– Mierda -dijo Edgar.

Bosch pensó un momento antes de volver a hablar.

– Podemos estar tratando con un montón de cosas diferentes. Está el imitador. O quizá Church tenía un compañero al que nunca vimos. O quizá… maté a quien no debía. Quizá quien escribió la nota que encontramos está diciendo la verdad.

La idea quedó flotando en el silencio, como una cagada de perro en la acera. Todo el mundo la rodea cuidadosamente sin mirarla de cerca.

– ¿Dónde está la nota? -preguntó finalmente Bosch a Pounds.

– En mi coche. Iré a buscarla. ¿Qué quieres decir con que podría tener un compañero?

– Me refiero a que si Church hizo esto, ¿de dónde salió la nota, si está muerto? Tenía que ser alguien que sabía que lo había hecho y dónde había escondido el cadáver. Si esto es así, ¿quién es la segunda persona? ¿Un socio? ¿Church tenía un socio del que nunca supimos nada?

– ¿Recuerdas al Estrangulador de la Colina? -preguntó Edgar-. Resultó que había estranguladores. En plural. Dos primos con el mismo gusto de matar mujeres jóvenes.

Pounds dio un paso atrás y negó con la cabeza como para conjurar la idea de un caso que potencialmente podía amenazar su carrera.

– ¿Y Chandler, la abogada? -sugirió Pounds-. Supongamos que la mujer de Church sepa dónde enterró los cuerpos. Se lo dice a Chandler y ella trama este montaje. Escribe una nota como si fuera el Fabricante de Muñecas y la deja en comisaría. Así te jode toda tu defensa.

Bosch pensó en esta posibilidad. A primera vista funcionaba, pero enseguida vio diversos inconvenientes.

– Pero ¿por qué iba Church a sepultar unos cadáveres y no otros? El psiquiatra que asesoró al equipo de investigación de entonces dijo que era un exhibicionista, que le gustaba exponer a sus víctimas. Hacia el final, después de la séptima víctima, empezó a dejarnos notas a nosotros y al periódico. No tiene sentido que dejara algunos cadáveres para que los encontrásemos y otros sepultados en hormigón.

– Cierto -dijo Pounds.

– Me gusta la idea del imitador -dijo Edgar.

– Pero ¿por qué copiar el perfil completo de alguien, firma incluida, y luego sepultar el cadáver? -preguntó Bosch.

En realidad no se lo estaba preguntando a ellos. Era una pregunta que tendría que responderse a sí mismo. Los tres se quedaron allí en silencio durante un largo momento, todos ellos pensando que la posibilidad más plausible era que el Fabricante de Muñecas seguía vivo.

– Quienquiera que haya sido, ¿por qué la nota? -dijo Pounds. Parecía muy agitado-. ¿Por qué iba a dejarnos la nota? Se había escapado.

– Porque busca atención -dijo Bosch-. Como la que tenía el Fabricante de Muñecas. Como la que va a generar este juicio.

El silencio volvió a instalarse durante unos segundos.

– La clave -dijo Bosch por fin- es identificar a la víctima, descubrir cuánto tiempo ha estado en el hormigón. Entonces sabremos lo que tenemos.

– ¿Qué hacemos entonces? -preguntó Edgar.

– Yo diré lo que vamos a hacer -intervino Pounds-. No vamos a decir ni una palabra de esto a nadie. Todavía no. Hasta que sepamos a ciencia cierta de qué se trata. Esperaremos a la autopsia y la identificación. Averiguaremos cuánto tiempo hace que murió esta chica y qué estaba haciendo cuando desapareció. Después decidiremos, decidiré, qué camino seguiremos.

«Mientras tanto, ni una palabra. Si esto se malinterpreta puede causar un grave daño al departamento. He visto que algunos de los medios ya están aquí, así que me ocuparé de ellos. Nadie más debe hablar, ¿está claro?

Bosch y Edgar asintieron y Pounds salió, avanzando lentamente entre los escombros hacia una nube de periodistas y cámaras que se agolpaban detrás de la cinta amarilla instalada por los policías de uniforme.

Bosch y Edgar se quedaron de pie en silencio durante unos momentos, viendo cómo su jefe se alejaba.

– Espero que sepa qué diablos está diciendo -comentó Edgar.

– Inspira mucha confianza, ¿no? -replicó Bosch.

– Sí, desde luego.

Bosch se acercó a la zanja y Edgar lo siguió.

– ¿Qué vais a hacer con la impresión que dejó en el hormigón?

– Los de los martillos neumáticos no creen que se pueda trasladar. Dicen que el que mezcló el hormigón no siguió las instrucciones demasiado bien. Usó demasiada agua y arena fina. Es como yeso. Si tratamos de sacarlo de una pieza se desmenuzará por su propio peso.

– ¿Y entonces?

– Donovan va a hacer un molde de la cara. Sólo tenemos la mano derecha, el lado izquierdo se derrumbó cuando cavaron. Donovan va a intentarlo con silicona plástica. Dice que es la mejor forma de obtener un molde con las huellas.

Bosch asintió. Por un instante se fijó en Pounds, que estaba hablando con los periodistas, y vio la primera cosa del día por la que valía la pena sonreír. Pounds estaba en cámara, pero aparentemente ninguno de los periodistas le había avisado de la mancha en la frente. Bosch encendió un cigarrillo y centró su atención en Edgar.

– ¿Así que esta zona de aquí eran cuartos de almacenaje en alquiler? -preguntó.

– Exacto. El dueño de la propiedad ha estado aquí hace un rato. Dijo que toda esta zona eran almacenes compartimentados. Salas individuales. El Fabricante (eh, el asesino, quien coño sea) pudo alquilar una de las salas y actuar con tranquilidad. El único problema sería el ruido que haría al levantar el suelo original. Pero pudo hacerlo por la noche. El dueño dice que la mayoría de la gente no venía por la noche. Los que alquilaban salas tenían llave de una puerta que daba al callejón. El autor del crimen pudo entrar y hacer todo el trabajo en una noche.

La siguiente pregunta era obvia, así que Edgar no esperó a que Bosch la formulara.

– El dueño no nos puede dar el nombre del que la alquiló. Al menos no con seguridad. Los registros se perdieron en el incendio. Su compañía de seguros llegó a acuerdos con la mayoría de las personas que presentaron reclamaciones y conseguiremos esos nombres. Pero dice que algunos no presentaron ninguna reclamación después de los disturbios. Simplemente no volvió a saber nada más de ellos. No puede recordar todos los nombres, pero si alguno de ellos era nuestro hombre probablemente usó un nombre falso. Al menos yo si tuviera que alquilar un cuarto y excavar en el suelo para enterrar un cadáver no iba a dar mi nombre real.

Bosch asintió y miró su reloj. Tenía que irse pronto. Se dio cuenta de que tenía hambre, pero probablemente no tendría ocasión de comer. Bosch miró la excavación y se fijó en la delineación de color debajo del hormigón viejo y nuevo. La vieja losa estaba casi blanca. El cemento en el que había sido encajada la mujer era gris oscuro. Se fijó en un papel rojo que sobresalía de un trozo gris en la parte inferior de la zanja. Se agachó en la excavación y cogió el trozo. Era del tamaño de una pelota de softball. Lo golpeó en la losa vieja hasta que se rompió en su mano. El papel era parte de un paquete blando de Marlboro vacío. Edgar sacó una bolsa para pruebas del bolsillo del traje y la abrió para que Bosch guardara su hallazgo.

– Debieron de ponerlo junto con el cadáver -dijo-. Buena prueba.

Bosch salió de la zanja y miró de nuevo su reloj. Hora de irse.

– Avísame si la identificáis -le dijo a Edgar.

Volvió a dejar el mono de trabajo en el maletero y encendió otro cigarrillo. Se quedó de pie junto a su Caprice y observó a Pounds, que estaba terminando con su habilidosamente planeada conferencia de prensa improvisada. Por las cámaras y los trajes caros, Bosch supo que la mayoría de los periodistas eran de la tele. Vio a Bremmer, el periodista del Times, de pie en una esquina del grupo. Bosch llevaba un tiempo sin verlo y se fijó en que había engordado y se había dejado barba. Sabía que Bremmer estaba en la periferia del círculo, esperando que los periodistas de la tele terminaran sus preguntas para poder golpear a Pounds con algo sólido que requiriera pensar antes de responder.

Bosch fumó y aguardó cinco minutos hasta que Pounds terminó. Se arriesgaba a llegar tarde al juicio, pero quería ver la nota. Cuando Pounds terminó finalmente con los reporteros, le indicó a Bosch que lo siguiera a su coche. Bosch se sentó en el asiento de la derecha y Pounds le tendió una fotocopia.

Harry estudió la nota largo tiempo. Estaba escrita con una caligrafía reconocible. Los analistas de Documentos Sospechosos la habían llamado la escritura Filadelfia y habían concluido que su inclinación de derecha a izquierda era el resultado de ser el trabajo de una mano no entrenada; posiblemente un zurdo que escribía con la derecha.

El diario dice que el juicio ya ha empezado, volverá la caza del Fabricante de Muñecas una bala de Bosch directa y sin muecas pero sabed que yo no he acabado.

En Western está el sitio donde mi corazón canta debajo de Bing's mi muñequita espanta lástima, gran Bosch, una bala mal dirigida han pasado los años y sigo en la partida.

Bosch sabía que el estilo podía copiarse, pero había algo en el poema que le convenció. Era como los demás. Las mismas rimas malas de colegial, el mismo intento semianalfabeto de un lenguaje rimbombante. Sintió confusión y un tirón en el pecho.

Es él, pensó. Es él.