"Hielo negro" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)

Capítulo 2

Bosch condujo desde su casa a Hollywood, bajando por calles en su mayoría desiertas hasta llegar al Boulevard. Allí se reunían los vagabundos y jóvenes fugados de casa y unas cuantas prostitutas hacían la calle (una de ellas incluso llevaba un gorro de Papá Noel). «El negocio es el negocio -pensó Bosch-. Incluso el día de Navidad». En las paradas del autobús había unas mujeres elegantemente maquilladas que en realidad no eran ni mujeres ni esperaban el autobús. El espumillón y las luces navideñas que decoraban Hollywood Boulevard le daban un toque surrealista a aquella calle tan sucia y sórdida. «Es como una puta con demasiado maquillaje», decidió. Si es que aquello era posible.

Pero no era el panorama lo que deprimía a Bosch, sino Cal Moore. Bosch llevaba esperando este desenlace más de una semana, desde el momento en que se enteró de que Moore no se había presentado en la comisaría. Para la mayoría de policías de la División de Hollywood, la duda no era si Moore había muerto, sino cuántos días tardaría en aparecer el cadáver.

Moore había sido un sargento al mando de la unidad de narcóticos de la División de Hollywood. Trabajaba de noche, con una brigada dedicada exclusivamente a la zona del Boulevard. En la comisaría era bien sabido que Moore estaba separado de su mujer, a quien había sustituido por el whisky. Bosch pudo comprobar esto último durante el único encuentro que había tenido con el sargento. En aquella ocasión Harry también descubrió que lo atormentaban algo más que sus problemas matrimoniales y el estrés derivado de su trabajo. Moore había insinuado algo sobre una investigación de Asuntos Internos.

Todos aquellos factores se habían sumado, dando como resultado una fuerte depresión navideña. En cuanto Bosch oyó que se había iniciado la búsqueda de Cal Moore, lo vio muy claro: el sargento había muerto.

Eso mismo pensó todo el mundo en el departamento, aunque nadie lo dijo en voz alta, ni siquiera los medios de comunicación. En un principio, la policía había intentado llevar el asunto en secreto: fueron a su piso en Los Feliz e hicieron discretas averiguaciones, dieron un par de vueltas en helicóptero sobre las montañas de Griffith Park… Pero entonces la noticia se filtró a un reportero de televisión y a partir de ese momento todos los canales y periódicos comenzaron a informar puntualmente de la búsqueda del sargento desaparecido. Después de colgar la fotografía de Moore en el tablón de anuncios de la sala de prensa del Parker Center, los mandamases del departamento realizaron los habituales llamamientos al público para encontrar al agente. Todo muy dramático -o cinematográfico-: se vieron imágenes de búsquedas a caballo y en helicóptero, así como del jefe de policía sosteniendo una foto de un hombre apuesto y moreno con semblante serio. Curiosamente, nadie mencionó que estaban buscando un cadáver.

Bosch se detuvo en un semáforo de Vine Street y observó a un hombre-anuncio que cruzaba la calle a grandes zancadas, dándose con las rodillas contra los tablones. El cartel era una fotografía de Marte en la que alguien había marcado una gran sección y bajo la que se leía, en letras grandes: ¡ARREPENTIOS! EL ROSTRO DEL SEÑOR NOS CONTEMPLA. Bosch recordó que había visto la misma foto en la portada de un periódico sensacionalista mientras esperaba en la cola de una tienda de comestibles. Sólo que esa vez el periódico atribuía la cara a Elvis Presley.

Cuando el semáforo se puso verde, Bosch continuó hacia Western Avenue y volvió a pensar en Moore. Salvo una noche en la que los dos se tomaron unas copas en un bar musical cerca del Boulevard, apenas habían tenido relación. Cuando Bosch había llegado a la División de Hollywood el año anterior, al principio la gente le había dado la bienvenida -aunque algunos incluso habían vacilado al darle la mano-, pero después la mayoría habían mantenido las distancias. A Bosch no le importaba aquella reacción, e incluso la comprendía, ya que lo único que sabían de él era que lo habían echado de la División de Robos y Homicidios por culpa de un problema con Asuntos Internos. Moore era uno de los que no iban mucho más allá de un saludo con la cabeza cuando se cruzaban en el pasillo o se veían en las reuniones de trabajadores. Aquello también era comprensible, ya que la mesa de Homicidios donde Bosch trabajaba estaba en la oficina de detectives del primer piso, mientras que la brigada de Moore, BANG -el Grupo Anti Narcóticos del Boulevard- estaba en el segundo piso de la comisaría. De todos modos, se habían encontrado en una ocasión. Para Bosch había sido una reunión con el fin de obtener información sobre un caso en el que estaba trabajando. Para Moore había sido otra oportunidad de tomarse unas cuantas cervezas y whiskys.

Aunque la brigada BANG tenía un nombre contundente y llamativo muy del gusto del departamento, en realidad sólo eran cinco polis que trabajaban en un almacén reconvertido y patrullaban de noche por Hollywood Boulevard, arrestando a cualquiera que llevase un porro en el bolsillo. BANG era una brigada de números, es decir, un equipo creado para realizar el mayor número posible de detenciones a fin de justificar la solicitud de más personal, equipamiento y, sobre todo, dinero para pagar horas extra en el presupuesto del año siguiente. Había brigadas de números en todas las divisiones; no importaba que la oficina del fiscal del distrito concediera libertad bajo fianza a la mayoría de casos y soltara al resto. Lo que contaban eran esas estadísticas de arrestos. Y si el Canal 2, el Canal 4 o un periodista del Times de la sección del Westside venía una noche a escribir un artículo sobre el BANG, mejor que mejor.

Al llegar a Western y enfilar hacia el norte, Bosch divisó las sirenas azules y amarillas de los coches patrulla y la luz estroboscópica de los focos de televisión. En Hollywood aquel espectáculo solía señalar el final violento de una vida o el estreno de una película. Bosch sabía que en aquel barrio ya sólo se estrenaban prostitutas de trece años.

Después de aparcar a media manzana del Hideaway, Harry encendió un cigarrillo. Algunas cosas de Hollywood nunca cambiaban; sólo pasaban a llamarse de otra manera. Aquel sitio había sido un hotelucho de mala muerte treinta años antes, bajo el nombre de El Río. Y seguía siendo un hotelucho de mala muerte. Bosch nunca había estado allí, pero había crecido en Hollywood y se acordaba. Se había alojado en muchos lugares parecidos con su madre. Antes de que muriera. El Hideaway tenía un patio central construido en los años cuarenta y durante el día gozaba de la sombra de una gran higuera de Bengala que crecía en el centro. Por la noche las catorce habitaciones del motel quedaban sumidas en una oscuridad que sólo rompía el neón rojo de la entrada. Harry se fijó en que las letras BA del rótulo que anunciaba HABITACIONES BARATAS estaban apagadas.

Cuando Bosch era niño y el Hideaway se llamaba El Río, la zona ya iba de capa caída. Pero no había tantas luces de neón y al menos los edificios, aunque no la gente, ofrecían un aspecto menos ruinoso. Al lado del motel, por ejemplo, había habido un bloque de oficinas de la compañía Streamline Moderne con aspecto de transatlántico. Obviamente el edificio había levado anclas hacía mucho tiempo y el solar había sido ocupado por unas pequeñas galerías comerciales.

Mirando el Hideaway desde el coche, Harry supo que era un sitio deprimente para pasar la noche. Y aún más triste para morir.

Bosch salió del vehículo y caminó hacia el motel. La entrada al patio estaba acordonada por agentes de uniforme y la cinta amarilla que se usa para demarcar la escena de un crimen. Junto a ella, los potentes focos de las cámaras de televisión iluminaban a un grupo de hombres trajeados. El que hablaba más tenía la cabeza afeitada y reluciente. Cuando Harry se aproximó se dio cuenta de que las luces los cegaban y les impedían ver más allá de los entrevistadores. Bosch aprovechó la circunstancia para mostrar su placa rápidamente a uno de los policías de uniforme, firmar en la lista de asistencia y colarse por debajo de la cinta amarilla.

La puerta de la habitación siete estaba abierta y un cono de luz iluminaba la moqueta del pasillo. De ella salía también el sonido de un arpa electrónica, lo cual quería decir que Art Donovan estaba trabajando en el caso. El experto en huellas siempre llevaba consigo un transistor para escuchar The Wave, la emisora de música new-age. Según decía, la música traía paz a un lugar donde se había cometido un asesinato.

Bosch franqueó la puerta, tapándose la nariz y la boca con un pañuelo. Todo fue inútil; el olor inconfundible de la muerte le asaltó en cuanto traspasó el umbral. En ese mismo instante, vio a Donovan de rodillas, empolvando los mandos del aparato de aire acondicionado situado en la pared bajo la única ventana de la habitación.

– Hola -le saludó Donovan. Llevaba una máscara de pintor para protegerse del olor y del polvo negro que empleaba para detectar las huellas dactilares-. Está en el cuarto de baño.

Bosch dio un vistazo rápido a su alrededor, consciente de que los de la central lo echarían en cuanto descubrieran su presencia. En la habitación había una cama de matrimonio con una colcha rosa desteñida y una sola silla con un diario: el Times de hacía seis días. Junto a la cama había un mueble tocador en el que descansaba un cenicero con la colilla de un cigarrillo a medio fumar y a su lado una Special de treinta y ocho milímetros en una pistolera de nailon, así como una cartera y un estuche para la placa, todos ellos cubiertos del polvo negro de Donovan. Sin embargo, Harry no vio lo que esperaba encontrar en el tocador: una nota de suicidio.

– No hay nota -dijo más para sí mismo que para Donovan.

– No, ni aquí ni en el baño. Puedes echar un vistazo… Bueno, si no te importa vomitar tu cena de Navidad.

Harry se dirigió hacia el corto pasillo que arrancaba del lado izquierdo de la cama. A medida que se acercaba a la puerta del lavabo, sentía que su aprensión aumentaba. Creía firmemente que todo policía había considerado en un momento u otro poner fin a su propia vida.

Bosch se detuvo en el umbral. El cuerpo yacía sobre el suelo de baldosas blancas, con la espalda apoyada contra la bañera. Lo primero en lo que reparó fue en las botas: vaqueras, de cocodrilo gris. Moore las llevaba el día que quedaron en el bar. Una de ellas seguía en el pie derecho. Bosch tomó nota mental de la marca del fabricante: una S como una serpiente grabada en la suela gastada del tacón. La otra bota se hallaba junto a la pared, y el pie con el calcetín puesto estaba envuelto con una bolsa de la policía. Bosch supuso que el calcetín habría sido blanco, pero ahora era de un color grisáceo. El pie parecía ligeramente hinchado.

En el suelo, junto a la jamba de la puerta, había una escopeta de dos cañones de calibre veinte. La parte inferior de la culata estaba rota; a su lado había una astilla de unos diez centímetros de longitud, que Donovan o uno de los directores había marcado con un círculo azul.

Bosch no disponía de tiempo para considerar todos esos hechos, así que se concentró en ver lo máximo posible. Cuando levantó la cabeza para mirar el cadáver, descubrió que Moore llevaba téjanos y un suéter de algodón. Sus manos yacían inertes a ambos lados del cuerpo y su piel era de un gris cerúleo. Tenía los dedos hinchados por la putrefacción y los antebrazos más inflados que Popeye. En el brazo derecho, llevaba un tatuaje desdibujado que mostraba la cara sonriente de un demonio bajo la aureola de un ángel.

El cuerpo estaba recostado contra la bañera como si Moore hubiese echado la cabeza hacia atrás para lavarse el pelo. Pero Bosch se dio cuenta de que sólo daba esa impresión porque la cabeza simplemente no estaba allí, ya que había sido destruida por el impacto de la escopeta de dos cañones. El alicatado azul celeste que rodeaba la bañera estaba cubierto de sangre seca. Y en el interior de ésta aún quedaba el rastro marrón de las gotas de sangre. Bosch se fijó en que algunos azulejos estaban agrietados allí donde habían impactado las balas de la escopeta.

De pronto sintió una presencia detrás de él y, al volverse, topó con la mirada del subdirector Irvin Irving. Irving no llevaba máscara ni se estaba tapando la boca o la nariz.

– Buenas noches, jefe.

Irving lo saludó con la cabeza y preguntó:

– ¿Qué hace usted por aquí, detective?

Bosch había visto lo suficiente como para poder deducir lo que había ocurrido, así que sorteó a Irving y se dirigió hacia la salida. El subdirector del departamento lo siguió y ambos pasaron por delante de dos hombres de la oficina del forense, vestidos con monos azules idénticos. Una vez fuera, Harry tiró su pañuelo en una papelera de la policía. Mientras encendía otro cigarrillo, reparó en que Irving llevaba un sobre de color marrón en la mano.

– Me enteré por la radio -le contó Bosch-. Como estaba de servicio, me he pasado por aquí. Esta es mi división; tendrían que haberme llamado.

– Sí, bueno, cuando se descubrió la posible identidad del cadáver, decidí traspasar el caso inmediatamente a la División de Robos y Homicidios. El capitán Grupa me avisó y yo tomé la decisión.

– ¿Y ya es seguro que se trata de Moore?

– No del todo. -Irving le mostró el sobre-. Acabo de pasarme por Archivos para sacar sus huellas dactilares. Ese será el factor decisivo, claro está. También está el análisis dental, si es que queda algo que analizar. Pero todos los indicios parecen apuntar a eso. Quienquiera que sea el de ahí dentro se registró con el nombre de Rodrigo Moya, que era el apodo que Moore usaba en el BANG. Y había un Mustang aparcado detrás del motel que también había sido alquilado usando ese nombre. De momento, el equipo investigador lo tiene bastante claro.

Bosch asintió. Había tratado con Irving anteriormente cuando estaba al cargo de la División de Asuntos Internos. Ahora era subdirector, es decir, uno de los tres hombres más importantes del departamento y su ámbito había sido ampliado para incluir Asuntos Internos, Inteligencia e Investigación de Narcóticos y todos los Servicios de Detectives. Harry consideró momentáneamente la conveniencia de insistir sobre el hecho de no haber sido avisado.

– Deberían haberme llamado -repitió finalmente-. Éste es mi caso. Me lo han quitado antes de dármelo.

– Bueno, eso lo decido yo, ¿no cree? Además, no hay necesidad de molestarse. Llámelo «racionalización». Ya sabe que Robos y Homicidios lleva todas las muertes de nuestros agentes. Al final usted tendría que habérselo pasado a ellos de todos modos; así ahorramos tiempo. Le aseguro que no hay ningún otro motivo aparte del deseo de acelerar los trámites. Le recuerdo que ahí yace el cuerpo de un policía. Eso nos obliga a actuar con rapidez y profesionalidad, sin importar las circunstancias de su muerte. Se lo debemos a él y a su familia.

Bosch asintió de nuevo y, al mirar a su alrededor, vio a un detective llamado Sheehan junto a una puerta bajo el rótulo de «HABITACIONES RATAS». Estaba entrevistando a un hombre de unos sesenta años que desafiaba al frío de la noche con su camiseta de tirantes y mascaba un cigarro moribundo. Era el encargado del motel.

– ¿Lo conocía? -preguntó Irving.

– ¿A Moore? No, no mucho. Bueno, estábamos en la misma división, así que nos conocíamos de vista. Él trabajaba sobre todo en el turno de noche, en la calle. No tuvimos mucha relación…

Bosch no sabía por qué en ese momento había decidido mentir. Se preguntó si Irving lo habría notado en su voz y rápidamente cambió de tema.

– Así que es suicidio… ¿es eso lo que le ha dicho a los periodistas?

– Yo no les he dicho nada. He hablado con ellos, sí, pero no he mencionado la identidad de la víctima. Y no pienso hacerlo hasta que se confirme oficialmente. Aunque usted y yo estemos bastante seguros de que se trata de Calexico Moore, el público no lo sabrá hasta que hayamos hecho todos los análisis y las pruebas necesarias.

Irving se golpeó con el sobre en el muslo.

– Por eso he sacado el expediente de Moore; para acelerar los trámites. Las huellas irán al forense junto con el cuerpo. -Irving se volvió para mirar la habitación del motel-. Pero usted ha estado dentro, detective Bosch. Dígamelo usted.

Bosch lo pensó un momento. ¿Estaba Irving realmente interesado o estaba tomándole el pelo? Era la primera vez que lo trataba fuera de la situación de confrontamiento personal que acompaña cualquier investigación de Asuntos Internos. Al final Bosch se decidió a contestar.

– Parece que se sentó en el suelo junto a la bañera, se sacó la bota, y apretó ambos gatillos con el dedo del pie. Bueno, supongo que fueron los dos por el destrozo causado. El retroceso impulsó la escopeta hacia la jamba de la puerta, astillando la culata. La cabeza salió disparada hacia el otro lado, chocó contra la pared y cayó dentro de la bañera.

– Exactamente-dijo Irving-. Ahora puedo decirle al detective Sheehan que está usted de acuerdo. Como si hubiera sido llamado. No hay razón para que nadie se sienta marginado.

– Ésa no es la cuestión.

– ¿Y cuál es la cuestión, detective? ¿Que nunca quiere dar el brazo a torcer? ¿Que no acepta las decisiones de sus superiores? Estoy empezando a perder la paciencia con usted, detective. Y esperaba que no me volviese a ocurrir.

Irving se había acercado demasiado a Bosch, quien notó su aliento a hierbas medicinales en plena cara. Se sentía acorralado y se preguntó si el subdirector lo haría expresamente.

– Pero no hay nota -comentó Bosch, dando un paso atrás.

– No, de momento no. Aunque todavía nos quedan cosas por registrar.

Bosch no sabía a qué se refería. El piso de Moore fue registrado cuando éste desapareció, al igual que la casa de su mujer. ¿Qué más quedaba? ¿Habría enviado Moore una nota por correo? No era probable porque, de ser así, ya habría llegado.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Con un poco de suerte empezaremos a tener una idea después de la autopsia de mañana por la mañana. De todas formas, yo creo que lo hizo poco después de que se registrara, es decir, hace seis días. El encargado del motel ha declarado que Moore entró en la habitación hace seis días y que no lo volvió a ver, lo cual concuerda con el aspecto de la habitación, el estado del cuerpo y la fecha del periódico.

Cuando Bosch oyó que la autopista era al día siguiente, enseguida comprendió que Irving había movido hilos. Normalmente se tardaban tres días en conseguir una autopsia y en Navidad todo tardaba un poco más.

Irving pareció adivinar lo que estaba pensando.

– La forense jefe en funciones ha accedido a hacer la autopsia mañana por la mañana. Yo le he explicado que habría mucha especulación en la prensa y que eso no sería justo para la mujer de Moore ni para el departamento, y ella se ha brindado a cooperar. Después de todo, la jefa en funciones quiere convertirse en jefa permanente. Por eso aprecia el valor de la cooperación.

Bosch no hizo ningún comentario.

– O sea, que mañana lo sabremos seguro -insistió Irving-. Aunque de momento todo apunta a que Moore se suicidó al poco tiempo de llegar al motel, ya que nadie, ni siquiera el encargado, lo vio después de su llegada. El mismo Moore dejó instrucciones precisas para que no lo molestasen.

– ¿Y por qué no lo encontraron antes?

– Porque pagó todo un mes por adelantado y pidió que le dejaran tranquilo. En un lugar como éste tampoco vienen a hacer la habitación cada día. El encargado supuso que sería un borracho que querría coger una buena trompa o dejar de beber. Hay que tener en cuenta que en sitios así no se puede seleccionar a la clientela. Y un mes son seiscientos dólares… -Irving hizo una pausa-. Así que el encargado cogió el dinero y respetó su promesa de no molestar a su cliente, al menos hasta hoy. Esta mañana su mujer descubrió que alguien había forzado el Mustang del señor Moya durante la noche y los dos decidieron entrar. También lo hicieron por curiosidad, claro está. Llamaron a la puerta y, como no contestó nadie, emplearon la llave maestra. En cuanto abrieron comprendieron lo que había ocurrido. Por el olor.

Irving le contó a Bosch que Moore/Moya había subido el aire acondicionado al máximo para frenar la descomposición del cuerpo y mantener el hedor dentro de la habitación. Asimismo, la habitación había sido sellada con toallas mojadas colocadas debajo de la puerta de entrada.

– ¿Nadie oyó el disparo? -inquirió Bosch.

– Que sepamos, no. El encargado dice que no oyó nada y su mujer está medio sorda. De todos modos, viven al otro extremo del motel. Aquí tenemos tiendas a un lado y un bloque de oficinas al otro; dos sitios que cierran de noche. Y en la parte de atrás hay un callejón. Estamos consultando el registro del motel para intentar localizar a las otras personas que se alojaron aquí durante los primeros días de la estancia de Moore. De cualquier forma, el encargado dice que no alquiló las habitaciones contiguas porque pensó que podría ponerse un poco pesado si estaba con el mono. Además, ésta es una calle concurrida, con una parada de autobús justo enfrente. Puede ser que nadie oyera nada. O que lo oyeran, pero no supiesen qué era.

Bosch se quedó un instante pensativo y luego preguntó:

– No entiendo lo de alquilar la habitación un mes entero. ¿Para qué? Si el tío iba a suicidarse, ¿por qué intentar esconderlo tanto tiempo? ¿Por qué no hacerlo, dejar que te encuentren y se acabó?

– Buena pregunta -dijo Irving-. Lo único que se me ocurre es que tal vez lo hizo por su mujer.

Bosch arqueó las cejas.

– Estaban separados -explicó Irving-. A lo mejor no quiso que se enterara durante las fiestas navideñas e intentó retrasar la noticia un par de semanas o un mes.

A Bosch le pareció una explicación bastante floja, aunque de momento no tenía ninguna mejor. Intentó pensar en otra pregunta, pero no se le ocurrió nada. En ese preciso instante Irving cambió de tema, dándole a entender que su visita a la escena del crimen había concluido.

– ¿Qué tal el hombro?

– Bien.

– Me dijeron que se había ido a México para mejorar su español.

Bosch no respondió, ya que le aburría esa clase de charlas. Quería decirle a Irving que no le convencían sus deducciones, a pesar de todas las pruebas y explicaciones que le había ofrecido. No obstante, no habría sabido decir por qué, y hasta que lo averiguara, era mejor quedarse callado.

– Siempre he pensado que no hay suficientes agentes (entre los no hispanos, claro está) que se esfuercen en aprender el segundo idioma de esta ciudad -comentó Irving-. Me gustaría que todo el departamento…

– ¡La nota! -le gritó Donovan desde la habitación.

Irving se separó de Bosch sin decir ni una sola palabra y se dirigió hacia la puerta. Sheehan lo siguió junto con otro hombre trajeado que Bosch identificó como un detective de Asuntos Internos llamado John Chastain. Harry dudó un momento, pero los siguió.

Dentro, todo el mundo se había congregado frente a la puerta del cuarto de baño, alrededor del perito forense, Bosch mantuvo el cigarrillo en la boca e inhaló el humo.

– En el bolsillo trasero derecho -informó el perito-. Hay manchas de putrefacción, pero aún se lee. Por suerte el papel estaba doblado en cuatro y el interior se ha salvado bastante.

Irving se alejó del lavabo con la bolsa de plástico que contenía la nota y los demás lo siguieron. Todos, menos Bosch. El papel era gris como la piel de Moore y tenía una línea escrita en tinta azul. Irving posó sus ojos sobre Bosch y fue como si lo viera por primera vez.

– Bosch, usted tendrá que irse.

Harry quería preguntar sobre el contenido de la nota, pero sabía que se negarían a decírselo. Antes de salir, creyó atisbar una sonrisita de satisfacción en la cara de Chastain.

Cuando llegó a la cinta amarilla, Bosch se detuvo a encender otro cigarrillo. Entonces oyó un ruido de tacones a su espalda y se volvió; era una periodista rubia del Canal 2 que venía hacia él con un micrófono inalámbrico y una sonrisa falsa, de modelo publicitaria. La rubia se le acercó mediante una maniobra bien estudiada, pero Harry la atajó antes de que pudiera hablar:

– Sin comentarios. No trabajo en el caso.

– ¿Pero no podría…?

– Sin comentarios.

La periodista lo miró sorprendida y la sonrisa desapareció de su rostro. Dio media vuelta, enfadada, pero al cabo de unos instantes ya caminaba alegremente -seguida del cámara- hacia la posición elegida para comenzar su reportaje. Justo en ese momento sacaban el cadáver. Los focos se encendieron y las seis cámaras formaron un pasillo por el que los dos hombres del forense empujaron la camilla con el cuerpo tapado. Mientras se dirigían hacia la furgoneta azul de la policía, Harry reparó en el semblante serio de Irving, que caminaba erguido unos pasos más atrás pero lo suficientemente cerca para entrar en el encuadre de la cámara. Al fin y al cabo, cualquier aparición en las noticias de la noche era mejor que nada, especialmente para un hombre con el ojo puesto en el cargo de director.

Después de aquello, el lugar comenzó a despejarse. Todo el mundo se fue: la prensa, la policía, los curiosos… Bosch pasó de nuevo por debajo de la cinta amarilla y se dispuso a buscar a Donovan o Sheehan. En ese momento Irving vino hacia él.

– Detective, ahora que lo pienso, sí que hay algo que puede hacer para acelerar los trámites. El detective Sheehan tiene que quedarse aquí a recoger, pero yo preferiría adelantarme a la prensa con la mujer de Moore. ¿Podría usted encargarse del trámite de notificación al familiar más cercano? Por supuesto, aún no hay nada seguro, pero quiero que su mujer esté al corriente de lo que está pasando.

Bosch se había indignado tanto antes que no podía negarse. ¿Acaso no había querido parte del caso? Pues la tenía.

– Déme la dirección -contestó.

Unos minutos más tarde, Irving se había marchado y los agentes de uniforme estaban retirando la cinta amarilla. Finalmente Bosch localizó a Donovan, que se dirigía a su furgón con la escopeta en un envoltorio de plástico y varias bolsitas llenas de pruebas. Harry se apoyó en el parachoques del furgón para atarse el zapato, mientras Donovan guardaba las bolsas de pruebas en una caja de vino del valle de Napa.

– ¿Qué quieres, Harry? Me han dicho que no estabas autorizado a entrar.

– Eso era antes. Ahora acaban de ponerme en el caso. Tengo que notificar al familiar más cercano.

– Felicidades.

– Bueno, algo es algo -contestó Bosch-. Oye, ¿qué decía?

– ¿El qué?

– La nota.

– Mira, Harry, ya sabes que…

– Mira, Donnie, Irving me ha encargado que notificara al familiar más cercano. Yo creo que eso significa que estoy en el caso. Sólo quiero saber qué escribió Moore. -Bosch cambió de táctica-. Era amigo mío, ¿de acuerdo? No se lo voy a decir a nadie.

Soltando un gran suspiro, Donovan metió la mano en la caja y comenzó a rebuscar por entre las bolsas de pruebas.

– La verdad es que la nota no decía mucho. Bueno, nada muy profundo.

Donovan encendió la linterna y la enfocó hacia la bolsa que contenía el papel con una sola línea escrita:

He descubierto quién era yo