"Hielo negro" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)

Capítulo 1

El humo se alzaba por el paso de Cahuenga y, al topar con una capa de aire frío, se dispersaba por todo el valle. Desde donde estaba Harry Bosch, la humareda asemejaba un yunque de color gris al que el sol del atardecer daba un tinte rosado en la parte superior. El rosa se iba oscureciendo hasta llegar a un negro profundo en la base, donde se hallaba el origen del humo: un incendio forestal que avanzaba colina arriba por la ladera este del cañón. Tras conectar su radio a la frecuencia del Servicio de Socorro del condado de Los Ángeles, Bosch oyó a los jefes de los equipos de bomberos dar el parte a su cuartel. Por lo visto, el fuego ya había arrasado nueve casas y estaba a punto de asolar las viviendas de la calle siguiente. Si no lo apagaban pronto, llegaría a las montañas de Griffith Park, donde podría propagarse descontrolado durante horas. Se percibía un claro tono de desesperación en las voces de aquellos hombres.

Bosch contempló la escuadrilla de helicópteros a los que la distancia otorgaba el aspecto de libélulas; entraban y salían de la cortina de humo con la misión de arrojar agua y espuma extintora sobre las casas y árboles en llamas. Aquel ruido de hélices y el bamboleo característico de los aparatos sobrecargados le recordó por un instante los ataques aéreos de Vietnam. No obstante, su atención volvió enseguida al agua que se precipitaba sobre los tejados encendidos, levantando enormes nubes de vapor.

A continuación Bosch apartó la vista del fuego y la dirigió hacia la vegetación seca que cubría la ladera oeste del cañón hasta los mismos pilares que soportaban su propia casa. Desde su balcón, vio margaritas y flores silvestres, pero no logró divisar el coyote que desde hacía semanas merodeaba por el barranco al que se asomaba su edificio. De vez en cuando, Bosch le había lanzado trozos de pollo, pero el animal nunca aceptaba la comida mientras él estuviera presente. Solamente aparecía para llevarse su cena cuando el detective se retiraba, por lo que Harry lo había bautizado con el nombre de Tímido. Algunas noches, Bosch oía sus aullidos desgarrados por todo el valle.

Al volver la vista al incendio, Bosch fue testigo de una explosión, cuyo resultado fue una bola de denso humo negro que se elevó sobre el yunque gris. Por la radio, las voces se tornaron histéricas hasta que finalmente el jefe de la brigada explicó que había estallado el tanque de propano de una barbacoa.

Harry siguió contemplando cómo el humo negro se disolvía en la nube grisácea, al tiempo que pasaba a la frecuencia del Departamento de Policía de Los Ángeles. Ese día estaba de servicio: turno de Navidad. Bosch escuchó durante medio minuto, pero no oyó nada aparte de los habituales partes de tráfico. Parecían unas Navidades tranquilas en Hollywood.

Tras consultar su reloj, Bosch se llevó la radio de la policía dentro de casa. Luego sacó una bandeja del horno y se sirvió en un plato su cena de Navidad: una pechuga de pollo acompañada de una abundante ración de arroz hervido con guisantes. En la mesa del comedor le esperaban una copa de vino y tres tarjetas navideñas que aún no había abierto a pesar de que habían llegado la semana anterior. En el tocadiscos sonaba Song of the underground railroad, en la versión de John Coltrane.

Mientras comía y bebía, Bosch leyó las tarjetas y pensó en la gente que se las había enviado. Aquél era un ritual propio de una persona solitaria, pero no le importaba. No eran las primeras Navidades que pasaba sin compañía.

La primera felicitación era de un antiguo compañero de trabajo que se había retirado a Ensenada gracias al dinero que cobró por un libro y una película. En sus cartas siempre decía lo mismo: «Harry, ¿cuándo vendrás a verme?» La otra también venía de México, concretamente del guía con quien Bosch había pasado seis semanas viviendo, pescando y practicando español el verano anterior. Harry había ido a recuperarse de un balazo en el hombro a Bahía San Felipe, donde el sol y el mar habían hecho milagros. En su mensaje navideño -escrito en español-, Jorge Barrera también lo invitaba a que le hiciera una visita.

Bosch abrió la última tarjeta lenta y cuidadosamente. Al igual que las anteriores, sabía perfectamente quién se la enviaba; en este caso el sobre llevaba el matasellos de Tehachapi, lo cual no dejaba lugar a dudas. Al sacar la felicitación, Bosch vio un dibujo algo borroso de un belén, impreso manualmente en papel reciclado de la misma prisión. Su remitente era una mujer con quién el detective había pasado una sola noche pero en quién pensaba casi todas las noches. Ella también le pedía que la viniera a ver, aunque los dos eran conscientes de que él no lo haría.

Al son de Spiritual de Coltrane -grabada en directo en el Village Vanguard de Nueva York, cuando Harry era todavía un niño-, Bosch tomó un sorbito de vino y comenzó a fumarse un cigarrillo. Y justo en ese momento oyó algo raro por la radio de la policía, que seguía encendida en una mesa junto al televisor. Hacía tanto tiempo que aquélla se había convertido en su música de fondo que era capaz de olvidar las voces, concentrarse en el sonido del saxofón, y al mismo tiempo captar palabras y códigos poco frecuentes. En esa ocasión la voz dijo:

– Uno ka doce, Número dos necesita vuestra veinte.

Bosch se levantó y se dirigió al aparato, como si con mirarlo pudiera comprender el significado del mensaje. Esperó diez segundos a que alguien respondiera a la petición de ayuda. Veinte segundos.

– Número dos, estamos en el Hideaway, Western, al sur de Franklin. Habitación siete. Ah, tráigase una máscara.

Bosch esperó un poco más, pero eso fue todo. Las coordenadas que habían dado, Western y Franklin, correspondían a la jurisdicción de la División de Hollywood. «Uno ka doce» era un código en clave para un detective de la División de Robos y Homicidios fuera del Parker Center, el cuartel general del Departamento de Policía de Los Ángeles. «Número dos» era el código de los subdirectores del departamento. Había tres, por lo que Bosch no supo a quién se referían. Pero eso era lo de menos. La cuestión era: ¿por qué iba a salir de casa uno de los jefazos el día de Navidad?

Había una segunda pregunta que a Harry le preocupaba todavía más. Si el Departamento de Robos y Homicidios ya estaba en camino, ¿por qué no lo habían avisado antes a él, que era el detective de servicio de la División de Hollywood?

Después de dejar el plato en el fregadero de la cocina, Bosch llamó a la comisaría de Wilcox y pidió que le pusieran con el encargado del turno de guardia. Finalmente le pasaron a un teniente llamado Kleinman, a quien Bosch no conocía porque era nuevo. Acababa, de llegar a Hollywood procedente de la División de Foothill.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Bosch-. He oído por la radio algo sobre un cadáver en Western y Franklin, pero nadie me ha dicho nada. Es curioso, considerando que estoy de guardia.

– No te preocupes -le respondió Kleinman-. Los «sombreros» lo tienen controlado.

Bosch dedujo que Kleinman debía de ser de la vieja escuela, porque hacía años que no oía esa expresión. En los años cuarenta, los miembros del Departamento de Robos y Homicidios habían lucido unos sombreros de paja que en los cincuenta pasaron a ser de fieltro gris. Al cabo de un tiempo, los sombreros pasaron de moda, pero los detectives especializados en homicidios siguieron existiendo, aunque los policías de uniforme ya no los llamaban «sombreros», sino «trajes». Todavía se creían los mejores y se daban muchos aires, cosa que Bosch había odiado incluso en los tiempos en que fue uno de ellos. Para él, una de las ventajas de trabajar en Hollywood, «la cloaca de la ciudad», era que a nadie se le subían los humos. La gente hacía su trabajo y punto.

– ¿De qué iba la llamada? -insistió Bosch.

Kleinman vaciló unos segundos, pero finalmente respondió:

– Han encontrado un cadáver en un motel de Franklin. Parece suicidio, pero el caso lo van a llevar los de Robos y Homicidios, bueno, de hecho ya lo están llevando. Nosotros no entramos. Órdenes de arriba.

Bosch permaneció en silencio. Robos y Homicidios saliendo el día de Navidad para encargarse de un caso de suicidio… No tenía sentido.

De repente lo comprendió: Calexico Moore.

– ¿Cuántos días tiene el fiambre? -preguntó Bosch-. He oído que pedían a Número dos que trajera una máscara.

– Está bastante pasado. Por el olor ya se imaginaban que sería difícil de identificar, pero lo peor ha sido que no queda mucha cara. Se tragó una escopeta de cañón doble, o al menos eso han dicho por radio.

El receptor de Bosch no captaba la frecuencia de Robos y Homicidios; por eso no había oído ningún comentario sobre el caso. Por lo visto ellos sólo habían cambiado de frecuencia para notificar la dirección al chofer del Número dos. De no haber sido por aquello, Bosch no se habría enterado de nada hasta la mañana siguiente, al llegar a la comisaría. Aunque le enfurecía aquella omisión, se esforzó por mantener un tono tranquilo, ya que quería sacarle todo lo posible a Kleinman.

– Es Moore, ¿no?

– Eso parece -contestó Kleinman-. Su placa está en la cómoda de la habitación del motel, junto con la cartera. Pero ya te he dicho que no se puede hacer una identificación visual del cadáver, así que no hay nada seguro.

– ¿Cómo fue la cosa?

– Oye, Bosch, yo tengo mucho trabajo, ¿vale? Esto lo lleva Robos y Homicidios, así que ya no va contigo.

– Te equivocas, tío. Sí que va conmigo. Tendríais que haberme avisado a mí primero. Quiero que me expliques qué pasó, a ver si lo entiendo.

– Bueno. Pues fue así: recibimos una llamada de ese antro diciendo que tenían un fiambre en el baño de la habitación número siete. Enviamos una patrulla que nos confirmó que sí, que había un cadáver. Pero nos llamaron por teléfono, no por radio, porque en cuanto vieron la placa y la cartera en la cómoda, supieron que se trataba de Moore. O al menos eso pensaron. Total, que yo telefoneé al capitán Grupa a su casa, quien a su vez informó al subdirector. Ellos decidieron avisar a la central, en lugar de a ti. Así están las cosas, o sea que si tienes un problema, díselo a Grupa o al subdirector, no a mí. Yo no tengo la culpa.

Bosch no dijo nada. Sabía que a veces, cuando necesitaba información, la persona con quien estaba hablando acababa por llenar el silencio.

– Ahora ya no está en nuestras manos -continuó Kleinman-. ¡Incluso se han enterado los de la tele y el Times! Ah, y el Daily News. Lógicamente ellos también creen que es Moore. Se ha montado un cacao que no veas. Y eso que con el incendio de la montaña podrían tener bastante, pero no. Ahí están: apostados como buitres en Western Avenue. Ahora mismo tengo que enviar otro coche para controlarlos. Así que deberías estar contento de que no te hayan llamado. Que es Navidad, joder.

Aquello no era suficiente para Bosch. No sólo deberían haberle avisado, sino que él tendría que haber tomado la decisión de llamar a Robos y Homicidios. Le fastidiaba que alguien lo hubiera eliminado de modo tan descarado. Después de despedirse de Kleinman, Bosch encendió otro cigarrillo, sacó su pistola del armario de la cocina, se la colgó del cinturón de los téjanos y se puso una cazadora de color beige sobre su jersey caqui.

Fuera ya había anochecido. A través de la puerta acristalada de la terraza, Bosch divisó la línea del incendio al otro lado del cañón. El fuego resplandecía sobre la silueta negra de la montaña, como la sonrisa falsa de un diablo en su avance hacia la cima. Debajo de su casa, Bosch oyó el lamento del coyote, que aullaba a la luna o al incendio. O tal vez a sí mismo, por encontrarse solo en la oscuridad.