"Rudy Rucker - Soft death" - читать интересную книгу автора (Rucker Rudy)

realidad no va a extrañarme. Se hará con todo mi dinero y encontrará a alguien, la muy zorra. —Hablar
tan cruelmente sobre Abby le proporcionaba a Leckesh una perversa y amarga satisfacción.

El coreano permaneció observándolo del mismo modo descolorido y circunspecto.
—¿Usted tiene muchísimo dinero? —preguntó finalmente.

—Sí, tengo —dijo Leckesh, recuperando su compostura—. Eso no le incumbe. ¿Cómo se llama, en
todo caso? Le pagaré un trago. Cóbrese de aquí y guárdese el cambio. —Puso un billete de doscientos
dólares sobre la barra.

—Me llamo Yung. Supongo que no está bien que beba en horas de trabajo, pero... —El coreano
contempló impasible el local. Había un par de viejos pelilargos tomando café en un reservado, pero eso
era todo—. De acuerdo, tomaré una Heineken.

—Buen chico, Yung. Dame una a mí también. Nada sino lo mejor para Douglas Leckesh. Estoy lleno de
racimos. Puedes llamarme Doug. Estaba pensando antes que debes tener muchos casos de moribundos
en este bar, estando tan cerca del Edificio Bertroy. Eso está lleno de doctores, lo sabes.

—Oh, sí —dijo Yung abriendo las dos botellas de Heineken. Vertió la suya en un tazón de café—.
Asociación Médica Bertroy. Tienen una computadora de diagnóstico muy avanzada en la que basan sus
trabajos. Hace trillones de cálculos por segundo, más rápido que un cerebro humano. Mi hermana ayuda
a programarla. Es una chica astuta, mi hermana Lo. —Sorbió de su tazón y observó un momento a
Leckesh—. De modo que usted se va a morir, ¿eh? ¿Y que piensa acerca de... eso, señor Leckesh?

—Las religiones están equivocadas, Yung, ¿no es así? —Leckesh estaba sintiendo el efecto de la
bebida—. Cuando yo tenía tu edad no pensaba en eso... diablos, aún cuando lo usaba para pintar
cuadros. Pero caí en Wall Street; nada importa más que los números. Conseguí un lugar en la Bolsa,
¿sabes lo que significa? Entonces no te pases de vivo conmigo y trates de explicarme lo que es la
religión.

Yung observó de arriba abajo el bar y se inclinó para hablar. —Religión es una cosa, señor Leckesh,
pero inmortalidad es algo más. Lo dice que la inmortalidad no ofrece mayores problemas—. Sacó una
tarjeta comercial del bolsillo y se la tendió a Leckesh. —Esto es moderno; esto es digital. Cuando usted
esté listo para la inmortalidad mi hermana lo sabrá.

Leckesh guardó la tarjeta en el bolsillo sin mirarla. Repentinamente las cervezas y los tres scotchs lo
golpearon con dureza. El sordo latido de su hígado enfermo estaba ribeteado con acentos de agudo
dolor. Había sido estúpido beber a hora tan temprana; bebiendo y exponiendo su alma ante un barman
coreano. ¿Dónde estaba su autocontrol? Caminó hasta el baño de hombres con las piernas rígidas y se
descargó. Mejor. Se lavó la cara, primero con agua caliente y después con agua fría. Hizo unas gárgaras
y bebió directamente de la canilla. Tres semanas, había dicho el doctor. Tres semanas. Leckesh
abandonó el bar y se dirigió a su casa, al encuentro de Abby.



Abby Leckesh era una mujer de cabellos oscuros, mejillas rellenas y hermosos dientes. Cuando se
conocieron, quince años atrás, Leckesh tenía cincuenta y Abby treinta. Él soñaba con ser pintor, aún
entonces, y le apasionaba la agitación bohemia que Abby frecuentaba. Pero ahora Leckesh odiaba a los
amigos de Abby con la celosa impotencia de un hombre envejecido.