"La Odisea De Troya" - читать интересную книгу автора (Cussler Clive)

5

Nunca se había visto tanta elegancia, tanto lujo, en la superficie del mar. Nunca se había construido nada que pudiera compararse con la extraordinaria creatividad de su diseño. El hotel submarino Ocean Wanderer era una aventura a la espera de ser vivida, una magnífica oportunidad para sus huéspedes de contemplar las maravillas de las profundidades. Se elevaba por encima de las olas con soberbio esplendor a tres kilómetros del cabo Cabrón, en el extremo sudeste de la República Dominicana.

Reconocido por la industria turística como el hotel más extraordinario del mundo entero, había sido construido en Suecia de acuerdo con unas exigencias de calidad que no tenían parangón. El más alto grado de artesanía había empleado lo último en materiales, combinado con una atrevida utilización de lujosas texturas que ilustraban la vida en el mar. Exuberantes tonos de verde, azul y oro se unían para crear un lujosísimo conjunto, magnífico en el exterior y esplendoroso en el interior. En la superficie, la estructura exterior, con una altura de más de sesenta metros, imitaba las suaves y estilizadas líneas de una nube baja. Los cinco pisos superiores albergaban los alojamientos y despachos de los cuatrocientos empleados, los enormes almacenes, las cocinas y los sistemas de aire acondicionado y calefacción.

El Ocean Wanderer también ofrecía lo más selecto de la cocina internacional. Había cinco restaurantes, dirigidos por cinco cocineros de fama mundial. Exóticos platos de pescados acabados de pescar presentados con la mayor exquisitez. También se ofrecía una cena a bordo de un catamarán que partía con la puesta de sol, para aquellos que desearan disfrutar de una cena romántica.

En tres de los pisos había dos salas de fiestas -donde actuaban artistas de renombre-, una opulenta sala de baile con música en vivo, y una zona de compras con tiendas de diseño en las que se ofrecían productos difíciles de encontrar en los centros comerciales, y, como si fuese poco, libres de impuestos.

Había un cine con cómodas butacas, donde se proyectaban las últimas novedades recibidas vía satélite. El casino, aunque no era muy grande, sobrepasaba a cualquiera de Las Vegas. Los peces nadaban en acuarios que serpenteaban entre las mesas de juego y las máquinas tragaperras. También el techo era un gigantesco acuario con una gran variedad de especies marinas, que nadaban perezosamente por encima de las cabezas de los jugadores.

En los pisos intermedios funcionaba un balneario de la máxima categoría, atendido por profesionales. Los huéspedes podían escoger todo tipo de masajes y tratamientos especiales, y además había saunas y baños turcos en salas que reproducían jardines tropicales, con plantas y flores exóticas. Para los más activos, encima del techo del balneario había pistas de tenis, un minigolf que recorría la cubierta, y un campo de prácticas donde los aficionados podían lanzar bolas a las plataformas flotantes, separadas por una cuarentena de metros.

Aquellos que buscaban aventuras más fuertes, tenían a su disposición varios toboganes de agua a cuál más espectacular, con entradas a diferentes niveles a los que se llegaba en ascensor. Había uno que comenzaba en el techo del hotel y bajaba los quince pisos hasta el mar. No se habían descuidado los deportes acuáticos y se podía practicar el windsurf, el esquí y las carreras con motos de agua, y por supuesto había una multitud de actividades subacuáticas, siempre dirigidas por instructores profesionales. Los huéspedes también podían disfrutar de las excursiones submarinas a los arrecifes de coral y los primeros niveles de la zona profunda, y de la visión de la vida marina en los niveles sumergidos del hotel. Las conferencias y las clases sobre peces estaban a cargo de profesores universitarios licenciados en ciencias oceánicas.

Todo era extraordinario, pero de lo que más disfrutaba la clientela era de la aventura que vivían en la gigantesca estructura en forma de vaina ubicada debajo de la superficie. Como si se tratara de un iceberg hecho por el hombre, el Ocean Wanderer no tenía habitaciones; tenía nada menos que cuatrocientas diez suites, todas debajo de la superficie, con una pared que era una gigantesca ventana de cristal blindado que permitía ver las maravillas de la vida submarina. Las suites estaban pintadas con tonos azules y verdes, y la iluminación también era de colores para aumentar la sensación de que los huéspedes estaban viviendo de verdad debajo del agua.

En aquel fantástico espectáculo visual, los ocupantes veían a los grandes depredadores, los tiburones y las barracudas, que nadaban en su entorno natural. Los multicolores ángeles de mar, los peces loros y los graciosos delfines se amontonaban al otro lado de las ventanas. Las mantarrayas y los enormes meros nadaban entre las hermosas medusas, que eran empujadas por las corrientes entre el bosque de coral. Por la noche, los huéspedes veían desde la cama el interminable ballet que ejecutaban los peces iluminados con las luces de colores.

A diferencia de la lujosa flota de barcos de crucero que recorrían los siete mares, el Ocean Wanderer no tenía motores. Era una isla flotante, amarrada a unos gigantescos pilotes de acero enterrados en el fondo marino. A estos pilotes se enganchaban los gruesos cables de acero que sujetaban toda la estructura.

De todas maneras, no era un amarre permanente. Consciente de que los viajeros ricos pocas veces repetían el lugar de vacaciones, la empresa propietaria del Ocean Wanderer había instalado amarres en más de una docena de exóticos lugares por todo el mundo. Cinco veces al año, dos remolcadores de cuarenta metros de eslora acudirían a su cita con el hotel flotante. Tras vaciar los tanques de lastre hasta que sólo quedaran dos niveles debajo del agua, se soltarían las amarras y los remolcadores -dotado cada uno con motores diesel Hunewell de tres mil caballos de potencia- arrastrarían el hotel flotante hasta un nuevo escenario tropical, donde quedaría sujeto nuevamente. Los huéspedes podrían escoger entre regresar a sus casas o permanecer a bordo durante el viaje.

Cada cuatro días se realizaban prácticas de evacuación, en las que participaban los huéspedes y la tripulación. Unos ascensores con su propio suministro de energía -para el caso de que no hubiera electricidad- podían evacuar rápidamente a todos hasta el segundo nivel, donde estaban los botes salvavidas capaces de mantenerse a flote en las condiciones más extremas.

No es necesario decir que el Ocean Wanderer tenía todas las suites reservadas para los siguientes dos años. Ese día, sin embargo, era una ocasión especial. El hombre que había sido la fuerza decisiva en su creación, llegaba para una visita de cuatro días al fabuloso hotel flotante que había sido inaugurado el mes anterior. Se trataba de un hombre misterioso como el mismo mar. Un hombre a quien sólo fotografiaban de lejos, y que nunca mostraba los labios y la barbilla por debajo de la nariz mientras que los ojos quedaban ocultos detrás de unas gafas de sol. No se conocía su nacionalidad. Era un hombre sin nombre, enigmático como un espectro, y era Specter el nombre que le habían dado los periodistas.

Los reporteros de los periódicos y la televisión no habían encontrado ni el más mínimo rastro para acabar con su anonimato. Su edad y sus antecedentes aún estaban por descubrir. Lo único que se sabía a ciencia cierta era que había fundado y dirigido Odyssey, un gigantesco imperio dedicado a la investigación científica y la construcción con presencia en treinta países, que lo había convertido en uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo civilizado.

Odyssey no tenía accionistas. No había informes anuales, ni balances que presentar en asamblea. El imperio Odyssey y el hombre que lo controlaba permanecían envueltos en el secretismo más absoluto.

A las cuatro de la tarde el silencio del mar turquesa y el cielo azul se vio roto por el rugido de un reactor. Un gran avión de pasajeros pintado con el color lavanda, que era la marca de fábrica de Odyssey, apareció por el oeste. Los huéspedes miraron con curiosidad el aparato cuando el piloto hizo un giro alrededor del Ocean Wanderer para ofrecer a los pasajeros una visión aérea de la maravilla flotante.

El aparato no se parecía a ninguno de los aviones que se veían habitualmente. El Beriev Be200 de fabricación rusa había sido diseñado como hidroavión para la lucha contra incendios. Éste, en cambio, lo habían construido para llevar dieciocho pasajeros y cuatro tripulantes con todos los lujos. Lo impulsaban dos motores BMW-Rolls Royce montados sobre el ala. Capaz de alcanzar velocidades superiores a los seiscientos cuarenta kilómetros por hora, el Be200 estaba preparado para amerizar y despegar hasta con olas de un metro veinte de altura.

El piloto acabó la vuelta con el hidroavión e inició la aproximación final hacia el hotel. La enorme quilla rozó las olas al mismo tiempo que los flotadores, y se posó en el agua como un cisne cebado. Después se acercó lentamente hasta el muelle flotante que se extendía frente a la entrada principal del hotel. Arrojaron los cabos y los tripulantes se encargaron de amarrarlo.

Un comité de bienvenida encabezado por un hombre calvo con gafas que vestía una impecable americana azul esperaba en el muelle bordeado con cordones de terciopelo dorado. Hobson Morton era el director ejecutivo del Ocean Wanderer. Morton, un hombre meticuloso al máximo que no vivía más que para su trabajo y absolutamente leal a su patrón, medía casi dos metros de estatura y pesaba sólo ochenta kilos. Specter lo había incorporado a su empresa porque su criterio era rodearse de hombres más capaces que él. A espaldas de Morton, sus colegas lo llamaban “el poste”. Distinguido, con los cabellos rubios y las sienes canosas, permanecía erguido como una farola mientras media docena de ayudantes salían del avión por la escotilla principal, seguidos por cuatro guardaespaldas vestidos con monos azules, que se situaron en los lugares estratégicos del muelle.

Transcurrieron varios minutos antes de que Specter saliera del hidroavión. En contraste con Morton, habría llegado a una estatura de poco más de un metro sesenta de haber sido capaz de erguirse, pero era tan gordo que le era imposible hacerlo. Mientras caminaba -o, mejor dicho, anadeaba-, parecía una hembra de sapo embarazada en busca de una charca. La enorme barriga tensaba la tela de su traje blanco hecho a medida hasta el punto de que parecía que se saltarían las costuras. Llevaba la cabeza envuelta en un turbante de seda blanco cuya parte inferior le cubría la boca y la barbilla. Resultaba imposible ver la expresión de su rostro; incluso los ojos quedaban ocultos detrás de las gafas de sol con cristales de espejo. Las personas del círculo más inmediato de Specter no sabían cómo se las arreglaba para ver a través de ellas; lo que ignoraban era que si se miraba desde el otro lado eran transparentes.

Morton se adelantó y saludó a su jefe con una cortés inclinación.

– Bienvenido al Ocean Wanderer, señor.

No hubo apretones de mano. Specter echó la cabeza hacia atrás para contemplar la magnífica estructura. Aunque había participado en su diseño desde el primer boceto hasta la construcción final, aún no lo había visto acabado y anclado en el mar.

– Su apariencia excede mis expectativas más optimistas -comentó Specter.

La voz, suave y melodiosa, con un deje sureño norteamericano apenas perceptible, no encajaba con su aspecto. Cuando Morton vio a Specter, había esperado que su voz fuera aguda y rechinante.

– Estoy seguro de que también estará usted encantado con el interior -dijo Morton, con un tono que tenía algo de arrogancia-. Si quiere tener la bondad de seguirme, haremos un recorrido por las instalaciones antes de acompañarlo a la suite real.

Specter se limitó a asentir y caminó a través del muelle hacia la entrada principal, escoltado por su comitiva.

En la sala de comunicaciones, al otro lado de los despachos de los ejecutivos, un operador controlaba las llamadas vía satélite que llegaban del cuartel general de Specter en Laguna, Brasil, y de las filiales repartidas por todo el mundo. Una luz parpadeó en la consola y atendió la llamada.

– Ocean Wanderer. ¿Con quién desea hablar?

– Soy Heidi Lisherness, del Centro de Huracanes de la NUMA en Key West. ¿Puedo hablar con el director del establecimiento?

– Lo siento, pero ahora mismo acompaña al propietario y fundador del Ocean Wanderer en una visita privada al hotel.

– Se trata de un asunto muy urgente. ¿Puedo hablar con su ayudante?

– Todos los directivos participan de la visita.

– En ese caso -rogó Heidi-, si es tan amable, infórmeles de que un huracán de categoría cinco va en la dirección del Ocean Wanderer. Avanza a una velocidad increíble y podría abatirse sobre el hotel alrededor de la madrugada de mañana. Deben ustedes comenzar la evacuación del hotel de inmediato. Los mantendré informados periódicamente de la situación y si su director necesita hacerme alguna consulta puede llamar a este número.

El operador anotó el número de teléfono del Centro de Huracanes y a continuación atendió las varias llamadas que había puesto en espera mientras hablaba con Heidi. No se tomó en serio el aviso, y esperó hasta acabar el turno al cabo de dos horas para rastrear a Morton y transmitirle el mensaje.

Morton miró el mensaje enviado por el operador y lo leyó atentamente antes de entregárselo a Specter.

– Un aviso de tormenta que nos envían desde Key West. Hay un huracán que viene hacia nosotros y nos dicen que debemos evacuar el hotel.

Specter echó una ojeada al mensaje de advertencia y se acercó a uno de los ventanales para mirar hacia el este. No había ni una nube en el cielo y el mar parecía en calma.

– No es cuestión de tomar decisiones apresuradas -declaró-. Si la tormenta sigue la trayectoria habitual de los huracanes, se desviará hacia el norte y pasará a centenares de kilómetros de aquí.

Morton no estaba tan seguro. Era un hombre cauteloso y concienzudo que prefería pecar de precavido.

– No creo, señor, que sea lo más beneficioso para nuestros intereses arriesgar las vidas de los huéspedes y el personal. Le recomiendo que demos la orden de comenzar el procedimiento de evacuación y disponer el transporte a un lugar seguro en la República Dominicana lo antes posible. También tendríamos que avisar a los remolcadores para que nos aparten del camino de la tormenta para evitar mayores consecuencias.

Specter miró de nuevo a través de la ventana las excelentes condiciones meteorológicas reinantes, como si quisiera tranquilizarse.

– Esperaremos otras tres horas. No quiero perjudicar la imagen pública del Ocean Wanderer con historias de una evacuación en masa que los periódicos y la televisión convertirían en una catástrofe y compararían con el abandono de un barco que se va a pique. Además -dijo, y alzó los brazos como si quisiera abrazar el magnífico edificio flotante, cosa que le dio el aspecto de un globo al que le hubiesen crecido dos largos apéndices-, mi hotel ha sido construido para resistir los embates del mar por muy fuertes que sean.

Morton pensó por un momento en mencionar el Titanic, pero se calló. Dejó a Specter en la suite real y regresó a su despacho para comenzar los preparativos de una evacuación que no podía tardar mucho en llegar.


A ochenta kilómetros al norte del Ocean Wanderer, el capitán Barnum leyó los partes meteorológicos que le enviaba Heidi Lisherness e inconscientemente miró hacia el este como había hecho Specter. A diferencia de los hombres de tierra adentro, Barnum conocía muy bien las trampas del mar. Estaba atento al paulatino aumento del viento y el oleaje. Había soportado infinidad de tormentas durante su larga carrera en el mar y sabía muy bien que podían cernirse sobre un barco y una tripulación que no sospechaba nada y hundirlos en menos de una hora.

Cogió el teléfono y llamó al Pisces. La respuesta que llegó desde el fondo del mar era ininteligible.

– ¿Summer?

– No, soy su hermano -replicó Dirk en tono alegre, después de ajustar la frecuencia-. ¿Qué puedo hacer por usted, capitán?

– ¿Summer está contigo dentro del Pisces?

– No, ahora mismo está comprobando el funcionamiento de los tanques de oxígeno del hidrolaboratorio.

– Acabamos de recibir un aviso de tormenta de Key West. Se acerca un huracán de categoría cinco.

– ¿Categoría cinco? Eso es algo tremendo.

– No hay nada peor. Fui testigo de uno de categoría cuatro en el Pacífico hace veinte años, y soy incapaz de imaginar algo que lo supere.

– ¿Cuánto tiempo tardará en llegar aquí? -preguntó Dirk.

– El centro calculó que sobre las seis de la mañana. Pero los últimos informes señalan que se acerca mucho más rápido. Tendremos que sacaros del Pisces y traeros a bordo del Sea Sprite cuanto antes.

– No es necesario que le recuerde el problema de la descompresión, capitán. Mi hermana y yo llevamos cuatro días aquí abajo. Necesitamos un mínimo de quince horas de descompresión antes de que podamos acomodarnos a la presión normal y salir a la superficie. No lo conseguiremos antes de que el huracán se nos eche encima.

Barnum era bien consciente de la situación.

– Quizá tengamos que abandonar la misión de apoyo y huir de aquí.

– A esta profundidad, no tendríamos que tener ningún problema con la tormenta -opinó Dirk muy seguro.

– No me hace ninguna gracia dejaros abajo -manifestó el capitán con un tono grave.

– Quizá tengamos que ponernos a dieta, pero disponemos de energía y aire suficiente para cuatro días. Para entonces ya habrá pasado lo peor de la tormenta.

– Preferiría que tuvieseis más reservas.

Hubo una pausa en la comunicación con el Pisces.

– ¿Tenemos otra alternativa? -preguntó Dirk.

– No, supongo que no.

Barnum exhaló un sonoro suspiro. Miró el gran reloj digital colocado encima de la consola del piloto automático de la nave. Su gran temor era que si la tormenta apartaba el Sea Sprite muy lejos de la posición actual, quizá no regresaría a tiempo para salvar a Dirk y Summer. Se enfrentaba a un callejón sin salida. Si perdía en el mar a los hijos de Dirk Pitt, no quería ni pensar en la furia del director de proyectos especiales de la NUMA.

– Tomad todas las precauciones posibles para alargar la provisión de aire.

– No se preocupe, capitán. Summer y yo estaremos abrigados y cómodos en nuestra casita pequeñita en el coral.

Barnum no las tenía todas consigo. El Pisces podría acabar destrozado si el arrecife se veía castigado por las olas de treinta y más metros de altura generadas por un huracán de categoría cinco. Miró de nuevo hacia el este, a través de la cristalera del puente. En el cielo acababan de aparecer nubes de tormenta y el mar comenzaba a encresparse con olas de metro y medio.

Muy a su pesar y cada vez más preocupado, dio la orden de levar anclas y el Sea Sprite puso rumbo a un lugar bien apartado del presunto camino de la tormenta.


Summer entró en la esclusa principal y Dirk se apresuró a informarle de la tremenda tempestad que los amenazaba. Juntos repasaron todo el procedimiento para el racionamiento de comida y aire.

– También tendremos que sujetar todos los objetos sueltos, porque quizá las olas nos den una buena paliza.

– ¿Cuánto tardará lo peor de la tormenta en llegar hasta nosotros? -preguntó Summer.

– Según el capitán, la tendremos aquí con el alba.

– En ese caso tendrás tiempo para una última excursión conmigo antes de encerrarnos aquí a esperar que amaine la tormenta.

Dirk miró a su hermana. Cualquier otro, cautivado por su belleza, hubiera cedido de inmediato a su hechizo, pero él estaba inmunizado contra sus maquiavélicos designios.

– ¿Qué se te ha ocurrido ahora? -replicó con despreocupación.

– Quiero ir a echar otra ojeada a la caverna donde encontré la urna.

– ¿Podrás encontrarla en la oscuridad?

– Como un zorro su madriguera -afirmó Summer, muy ufana-. Además, a ti te encanta ver los peces que permanecen ocultos durante el día.

– Entonces, más vale que salgamos ahora mismo. Tenemos mucho trabajo por delante antes de que llegue la tormenta.

Summer enganchó el brazo al de su hermano.

– ¡No lo lamentarás!

– ¿Por qué lo dices?

Summer clavó en su hermano sus hermosos ojos grises.

– Porque, cuanto más lo pienso, más segura estoy de que un misterio mucho más grande que el de la urna nos está esperando en el interior de la caverna.