"La Odisea De Troya" - читать интересную книгу автора (Cussler Clive)

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El cuartel general de la NUMA estaba en un edificio de treinta pisos en la orilla este del río Potomac, con vista al Capitolio. Su centro informático en el piso diez tenía toda la apariencia de haber sido copiado del escenario de una película de ciencia ficción. El fantástico entorno era el dominio de Hiram Yaeger, un genio de la informática. Sandecker le había dado carta blanca para que creara la mayor biblioteca del mundo sobre temas marinos, sin ninguna interferencia ni limitaciones presupuestarias. La cantidad de información que Yaeger había acumulado y catalogado era inmensa y abarcaba todos los estudios científicos conocidos, investigaciones y análisis, desde los más remotos registros hasta el presente. No había nada que se le pareciera en el mundo entero.

No había paredes en todo el piso. A diferencia de lo que se estilaba en los centros informáticos gubernamentales y privados, Yaeger consideraba que los cubículos eran el peor enemigo de los buenos hábitos de trabajo. Había organizado el vasto complejo a partir de una gran consola circular instalada en una plataforma elevada en el centro. Excepto por la sala de conferencias y los lavabos, el único espacio cerrado era un cilindro transparente del tamaño de un armario que estaba a un lado de la batería de monitores instalada alrededor de la consola de Yaeger.

Como un testimonio de que no había hecho la transición de hippie a ejecutivo, Yaeger continuaba vistiendo tejanos Levi's con chaqueta a juego y unas viejas botas vaqueras. Llevaba los cabellos canosos recogidos en una coleta y observaba sus adorados monitores a través de unas gafas redondas sin montura.

Aunque resultaba un tanto peculiar, el genio informático de la NUMA no vivía de acuerdo con lo que podía sugerir su aspecto. Tenía una encantadora esposa que era una famosa actriz. Vivían en una finca en Sharpsburg, Maryland, donde criaban caballos. Sus dos hijas asistían a un colegio privado y estaban haciendo planes para asistir a un colegio universitario de su elección. Yaeger conducía un lujoso BMW de doce cilindros para ir y venir del cuartel general de la NUMA, mientras que su esposa prefería un Cadillac Esplanade para llevar a las hijas y sus amigas a la escuela y a las fiestas.

Intrigado por la urna que le había enviado por vía aérea el capitán Barnum desde el Sea Sprite, la sacó de la caja y la colocó en el cilindro que estaba muy cerca de su silla giratoria. Después escribió un código en el teclado. En cuestión de segundos la figura en tres dimensiones de una atractiva mujer vestida con una blusa estampada y falda a juego se materializó en el cilindro. Se trataba de un holograma creado por Yaeger que reproducía a su esposa, capaz de hablar y pensar y con personalidad propia.

– Hola, Max -dijo Yaeger-. ¿Preparada para hacer un pequeño trabajo de investigación?

– Estoy a tu servicio, mi amo y señor -respondió Max con voz ronca.

– ¿Ves el objeto que he colocado a tus pies?

– Lo veo.

– Quiero que lo identifiques y me des una fecha aproximada de su fabricación y la cultura que lo hizo.

– ¿Ahora jugamos a ser arqueólogos?

– El objeto lo encontró una bióloga de la NUMA en una caverna de coral en el arrecife de la Natividad -añadió Yaeger.

– Podrían haberse esforzado un poco más en limpiarlo -comentó Max con un tono severo, mientras miraba la urna con restos de las incrustaciones.

– Lo hicieron deprisa y corriendo.

– Eso es obvio.

– Ve a dar una vuelta por las redes de las escuelas universitarias de arqueología, a ver si encuentras algo que concuerde.

Max lo miró con una expresión de picardía.

– Ya sabes que me estás coercionando para que cometa un acto delictivo, ¿no?

– Piratear en los archivos ajenos con fines históricos no es un acto punible.

– Nunca deja de asombrarme la capacidad que tienes para legitimar tus actividades absolutamente infames.

– Lo hago llevado por mi benevolencia natural.

La mujer puso los ojos en blanco.

– No me vengas con esas.

Yaeger apretó una tecla y Max desapareció lentamente como si se vaporizara mientras la urna se hundía en un receptáculo debajo del suelo. En aquel instante sonó el teléfono azul que había entre otros aparatos de colores. Yaeger atendió la llamada sin dejar de escribir en el teclado.

– Dígame, almirante.

– Hiram -dijo la voz del almirante Sandecker-, necesito el archivo de aquella monstruosidad flotante que está anclada frente al cabo San Rafael, en la República Dominicana.

– Ahora mismo se lo llevo a su despacho.


James Sandecker, que tenía sesenta y un años, estaba haciendo flexiones cuando su secretaria hizo pasar a Yaeger al despacho.

Era bajo, de apenas un metro sesenta, y llevaba una barba a lo van Dyke que combinaba con su cabellera pelirroja. Miró a Yaeger con sus ojos azules, que eran como canicas. Fanático de la vida sana, salía a correr todas las mañanas y dedicaba parte de la tarde a ejercitarse en el gimnasio de la NUMA. También era vegetariano. Su único vicio eran los grandes puros que le preparaban a pedido. Miembro desde hacía muchos años de Beltway, el grupo dirigente de Washington, había convertido a la NUMA en una organización modélica dentro de la burocracia gubernamental. Si bien la mayoría de los presidentes a cuyas órdenes había servido como director de la NUMA nunca lo habían considerado parte de su equipo, su impresionante historial y la admiración del Congreso le aseguraban la permanencia en el puesto de por vida.

Se levantó de un salto mientras le indicaba a Yaeger una silla delante de su mesa que había sido parte del mobiliario del camarote del capitán del Normandie, un transatlántico de lujo francés, antes de que se incendiara en el puerto de Nueva York en 1942.

Un minuto más tarde, se les unió Rudi Gunn, el subdirector de la agencia. Gunn medía solo un par de centímetros más que el almirante. Hombre de una inteligencia brillante y antiguo comandante de la Marina que había servido a las órdenes de Sandecker, Gunn miraba el mundo a través de unas gafas con unos cristales muy gruesos. El trabajo principal de Gunn consistía en supervisar los numerosos proyectos de investigación oceánica de la NUMA en todo el mundo. Saludó a Hiram con un gesto y se sentó en una silla a su lado.

Yaeger se incorporó a medias para dejar un abultado expediente sobre la mesa del almirante.

– Aquí está todo lo que disponemos sobre el Ocean Wanderer.

Sandecker abrió el expediente y miró los planos del lujoso edificio que había sido diseñado y construido para servir de hotel flotante. Provisto de todos los servicios como una ciudad en miniatura, lo remolcarían a diferentes lugares exóticos del mundo, donde permanecería fondeado durante un mes hasta que lo llevaran al siguiente fondeadero pintoresco. Después de leer las especificaciones, el almirante miró a Yaeger con una expresión grave.

– Esta cosa es una catástrofe en ciernes -opinó.

– Estoy de acuerdo -manifestó Gunn-. Nuestros ingenieros han analizado cuidadosamente la estructura interior y han llegado a la conclusión de que el hotel no está en condiciones de resistir los embates de una tempestad.

– ¿Qué los ha llevado a semejante conclusión? -preguntó Yaeger con un tono inocente.

Gunn se levantó para desplegar sobre la mesa el plano correspondiente a los cables de amarre, que se sujetaban a unos pilotes de cemento enterrados en el fondo marino para anclar el hotel. Señaló con un lápiz el punto donde los cables estaban asegurados con unos ganchos de grandes dimensiones por debajo de la construcción.

– Un huracán de fuerza cinco podría arrancar los amarres.

– Según las especificaciones, está construido para soportar vientos de hasta doscientos cuarenta kilómetros por hora -señaló Yaeger.

– Aquí el viento no es lo más importante -replicó Sandecker-. Como el hotel está anclado en mar abierto en lugar de tierra firme, está a merced de la fuerza de las olas, que pueden llegar a ser arboladas cuando llegan a aguas poco profundas y hacer pedazos la estructura y acabar con las vidas de los huéspedes y el personal.

– ¿Cómo es que esto no fue tomado en consideración por los arquitectos? -preguntó Yaeger.

En el rostro del almirante apareció una expresión de disgusto.

– Les señalamos el problema, pero el propietario de la empresa que lo explota no nos hizo caso.

– Se quedó satisfecho con el dictamen de un equipo de ingenieros internacional, que lo consideró seguro -añadió Gunn-. Dado que Estados Unidos no tiene jurisdicción sobre una empresa extranjera, no pudimos hacer nada para impedir que lo construyeran.

Sandecker guardó las hojas de las especificaciones en el expediente y lo cerró.

– Confiemos en que el huracán que se está gestando frente a las costas de África no se acerque al hotel o no llegue a convertirse en uno de categoría cinco.

– Ya me he puesto en comunicación con el capitán Barnum -dijo Gunn-, que presta apoyo al Pisces en los estudios del arrecife de coral. No está lejos del Ocean Wanderer, y estará atento a cualquier aviso de huracán que los sitúe en el camino de la tormenta.

– Nuestro centro en Key West está controlando la gestación de uno ahora mismo -indicó Yaeger.

– Mantenedme informado -ordenó Sandecker-. No es el momento más oportuno para tener que enfrentarnos a un desastre por partida doble.


Una luz verde parpadeaba en el panel cuando Yaeger volvió al centro informático. Se sentó frente a la consola y tecleó la orden para que Max apareciera en el interior del cilindro y se elevara la plataforma donde estaba la urna. Esperó a que el holograma estuviera completo antes de preguntar:

– ¿Has analizado la urna del Pisces?

– Por supuesto -respondió Max sin vacilar.

– ¿Qué has encontrado?

– La gente del Sea Sprite no ha podido ser más chapucera a la hora de limpiarla -se quejó Max-. La superficie todavía tiene una capa calcárea. Ni siquiera se tomaron la molestia de limpiar el interior. Está lleno de incrustaciones. Tuve que emplear todos los medios técnicos posibles para conseguir una lectura útil: resonancia magnética, rayos X digitales, un escáner láser en tres dimensiones y la red de impulsos neurales. Todo el surtido hasta obtener unas imágenes decentes.

– Evítame los detalles técnicos -le pidió Yaeger amablemente-. ¿Cuáles son los resultados?

– Para empezar, no es una urna. Es un ánfora, porque tiene unas asas pequeñas en el cuello. La fundieron en algún momento entre mediados y finales de la Edad del Bronce.

– De eso hace muchos años.

– Muchísimos -afirmó Max.

– ¿Estás segura?

– ¿Alguna vez me he equivocado?

– No. Debo admitir que nunca me has fallado.

– En ese caso, también confía en mí ahora. He realizado un análisis químico muy meticuloso del metal. Las primeras pruebas para endurecer el cobre comenzaron hacia el tres mil quinientos antes de Cristo, con el añadido de arsénico. El problema era que los mineros y herreros morían jóvenes, envenenados por los vapores de este elemento químico. Más tarde, por casualidad en algún momento desde el dos mil doscientos antes de Cristo, se descubrió que mezclando un noventa por ciento de cobre con un diez por ciento de estaño se conseguía un metal muy fuerte y duradero. Esto marcó el comienzo de la Edad del Bronce. Afortunadamente, había grandes yacimientos de cobre en toda Europa y Oriente Medio. Pero el estaño era bastante más escaso y difícil de encontrar.

– De modo que el estaño era un metal valioso.

– Así es -asintió Max-. Los vendedores de estaño recorrían el mundo antiguo para comprar el mineral y venderlo a las fundiciones. La aparición del bronce dio un gran impulso a la economía y convirtió en ricos a muchos. Las forjas producían de todo, desde armas (puntas de lanza, cuchillos y espadas) a collares, cinturones y hebillas para las mujeres. Las hachas y los escoplos de bronce significaron un gran avance para la carpintería. Los artesanos comenzaron a fundir ollas, urnas y jarras. Visto desde una perspectiva correcta, la Edad del Bronce representó un gran paso en el desarrollo de la civilización.

– ¿Cuál es la historia del ánfora?

– La fundieron entre el 1200 y el 1100 antes de Cristo y, por si te interesa saberlo, utilizaron el método de la cera perdida para producir el molde.

Yaeger se irguió en la silla, cada vez más interesado.

– Eso le atribuye una antigüedad de más de tres mil años.

– Eres muy astuto -opinó Max con una sonrisa sarcástica.

– ¿Dónde la fundieron?

– En la Galia y lo hicieron los antiguos celtas, en una región hoy conocida como Egipto, para ser más precisos.

– ¿Egipto? -repitió Yaeger, sin disimular su escepticismo.

– Hace tres mil años, la tierra de los faraones no se llamaba Egipto, sino L’Khem o Kemi. No fue hasta que Alejandro Magno conquistó el país cuando se le bautizó con el nombre de Egipto, de acuerdo con la descripción de Homero en la Ilíada.

– No sabía que los celtas fuesen un pueblo tan antiguo.

– Los celtas era un grupo de tribus más o menos dispersas que se dedicaban al comercio y la artesanía desde el 2000 antes de Cristo.

– Has dicho que el ánfora fue fabricada en la Galia. ¿Cuándo aparecen los celtas en la escena?

– Los invasores romanos dieron el nombre de Galia a las tierras celtas -explicó Max-. Mi análisis demuestra que el cobre es de las minas próximas a Hallstatt, en Austria, mientras que el estaño fue extraído en Cornualles, Inglaterra. Sin embargo, el estilo apunta a una tribu celta del sudoeste de Francia. Las figuras que aparecen en el diámetro exterior del ánfora son prácticamente idénticas las que muestra un caldero encontrado por un agricultor francés en aquella región en 1972.

– Espero que puedas darme el nombre del escultor que hizo el molde.

Max dirigió a Yaeger una mirada de pocos amigos.

– No me pediste que buscara en los registros genealógicos.

Yaeger consideró la información que le había suministrado Max.

– ¿Tienes alguna idea de cómo una pieza de bronce fundida en la Galia pudo acabar en una caverna de coral en el banco de la Natividad, frente a las costas de la República Dominicana?

– No estoy programada para considerar generalidades -respondió Max, con tono altivo-. No tengo ni la más remota idea de cómo llegó allí.

– Propón alguna teoría, Max -le pidió Yaeger amablemente-. ¿Se cayó de un barco o quizá formaba parte de la carga de una nave que naufragó?

– La segunda es posible, dado que ningún capitán llevaría su barco por las aguas del banco de la Natividad a menos que quisiera suicidarse. Podría tratarse de parte de una carga de objetos antiguos destinada a un coleccionista, o a un museo de Sudamérica.

– Pues como teoría no está mal.

– La verdad es que no tiene mucho sentido -manifestó Max con la mayor indiferencia-. De acuerdo con mis análisis, las inscrustaciones del exterior son demasiado viejas para cualquier naufragio desde que Colón cruzó el océano. Según los valores de la composición orgánica tienen más de dos mil ochocientos años.

– Eso no es posible. No hubo ningún naufragio en el hemisferio occidental antes del siglo quince.

Max levantó los brazos.

– ¿No tienes fe en mí?

– Debes admitir que tu estimación roza el ridículo.

– Piensa lo que quieras. Me atengo a mis hallazgos.

Yaeger se reclinó en la silla mientras pensaba qué hacer con el proyecto y las conclusiones de Max.

– Imprime diez copias de tus hallazgos, Max. Serán el punto de partida.

– Antes de que me envíes al País de Nunca Jamás -dijo Max-, hay una cosa más.

Yaeger la miró con desconfianza.

– ¿De qué se trata?

– Cuando quiten la basura del interior del ánfora, encontrarán una figura de oro con la forma de una cabra.

– ¿Una qué?

– Hasta la vista, Hiram.

Yaeger se quedó absolutamente desconcertado mientras Max desaparecía en los circuitos. Su mente se centró en lo abstracto. Intentó imaginarse a un marino de la antigüedad a bordo de una nave de tres mil años atrás que arrojaba al agua un caldero de bronce a seis mil quinientos kilómetros de Europa, pero no lo consiguió.

Cogió el ánfora y miró en el interior, pero la apartó rápidamente porque le molestó el hedor de las incrustaciones. La dejó de nuevo en la caja y continuó sentado, incapaz de aceptar los descubrimientos de Max.

Decidió que a la mañana siguiente repasaría todos los sistemas de Max antes de llevarle el informe a Sandecker. No estaba dispuesto a asumir el riesgo de que Max hubiese cometido una equivocación.