"Último Recurso" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)4Kiz Rider iba casi por la mitad del expediente cuando Bosch volvió con la segunda tanda de cafés. Le cogió una taza de las manos antes de que Harry las dejara en la mesa. – Gracias, necesito algo para mantenerme despierta. – ¿Qué? ¿Vas a quedarte ahí sentada y vas a decirme que esto es aburrido comparado con el papeleo de la oficina del jefe? – No, no es eso. Es sólo por la puesta al día, la lectura. Hemos de conocer este expediente de cabo a rabo. Hemos de estar alerta a las posibilidades. Bosch se fijó en que ella tenía un bloc junto al expediente del caso y que la página superior estaba prácticamente llena de notas. No podía leerlas, pero vio que la mayoría de las líneas terminaban con un signo de interrogación. – Además -agregó Rider-, ahora uso unos músculos diferentes. Músculos que no usaba en la sexta planta. – Entiendo -dijo él-. ¿Está bien si empiezo ahora detrás de ti? – Adelante. Rider abrió las anillas de la carpeta y sacó un fajo de documentos de cinco centímetros de grosor que ella ya había leído. Se lo pasó a Bosch, que se había sentado a su escritorio. – ¿Tienes otro bloc como ése? -preguntó-. Yo sólo tengo una libretita. Rider suspiró de manera exagerada. Bosch sabía que sólo era una actuación y que estaba contenta de que volvieran a trabajar juntos. Rider había pasado la mayor parte de los últimos dos años evaluando políticas de actuación y problemas para el nuevo jefe. Ése no era el trabajo real de policía en el que ella destacaba realmente. Éste sí. Kiz deslizó un bloc por la mesa hacia Bosch. – ¿También necesitas un boli? – No, creo que de eso puedo ocuparme. Bosch colocó los documentos delante de él y empezó a leer. Estaba listo para empezar y no necesitaba café para estar bien despierto. La primera página del expediente del caso era una fotografía en color protegida por una funda de plástico con tres agujeros. La foto era un retrato de anuario de una joven de exótico atractivo, con ojos almendrados que eran sorprendentemente verdes en contraste con su tez de color moca. Tenía un cabello de rizos apretados de color castaño, con lo que parecían mechas de rubio natural que captaban el Sin embargo, para la joven de dieciséis años Rebecca Verloren no habría después. Mil novecientos ochenta y ocho sería su último año. El resultado ciego de la muestra de ADN correspondía a su asesinato. Becky, como la conocían su familia y amigos, era la única hija de Robert y Muriel Verloren. Muriel era ama de casa. Robert era el chef y propietario de un popular restaurante de Malibú llamado Island House Grill. Vivían en Red Mesa Way, cerca de Santa Susana Pass Road, en Chatsworth, en la esquina noroeste de la expansión urbana que formaba Los Ángeles. El patio trasero de su casa se hallaba en la pendiente boscosa de Oat Mountain, que se alzaba sobre Chatsworth y formaba el límite noroeste de la ciudad. Ese verano, Becky había terminado el segundo curso en la Hill side Preparatory School, una escuela secundaria privada situada en las proximidades de Porter Ranch, donde ella estaba entre los mejores alumnos y su madre era voluntaria en la cafetería y con frecuencia llevaba pollo jamaicano y otras especialidades del restaurante de su marido al comedor del claustro de profesores. La mañana del 6 de julio de 1988 los Verloren descubrieron que su hija no estaba en casa. Encontraron la puerta de atrás abierta, pese a que estaban seguros de haberla cerrado con llave la noche anterior. Pensando que la chica podía haber salido a pasear esperaron con preocupación durante dos horas, pero Becky no regresó. Ese día estaba previsto que fuera a trabajar con su padre para hacer el turno de mediodía como ayudante de camarera, y ya hacía rato que había pasado la hora para salir hacia Malibú. Mientras la madre llamaba a las amigas de su hija con la esperanza de localizarla, el padre subió la colina de detrás de la casa, buscándola. Cuando Robert Verloren bajó de la colina sin haber encontrado ninguna señal de la joven, él y su esposa decidieron que era el momento de llamar a la policía. Los agentes de la División de Devonshire que acudieron al domicilio no hallaron signos de una entrada ilegal en la casa. Teniendo en cuenta esto y el hecho de que la chica estaba en el rango de edad en el cual se daba un mayor índice de fugas, la desaparición fue contemplada como una posible fuga y manejada como un caso rutinario de personas desaparecidas, a pesar de las protestas de los padres, que no creían que Becky hubiera huido o abandonado la casa por voluntad propia. Por desgracia, dos días después se comprobó que los padres tenían razón al hallarse el cuerpo en descomposición de Becky Verloren oculto tras el tronco caído de un roble, a unos diez metros de una senda ecuestre en Oat Mountain. Una mujer que cabalgaba su Appaloosa se había apartado de la senda para investigar un mal olor y se encontró con el cadáver. La jinete podría no haber hecho caso del olor, pero antes había visto carteles en los postes telefónicos que informaban de la desaparición en la zona de una joven. Becky Verloren había muerto a menos de medio kilómetro de su casa. Era probable que su padre hubiera pasado a escasos metros de su cadáver cuando subía la colina gritando su nombre, pero esa mañana todavía no había olor que atrajera su atención. Bosch era padre de una niña pequeña. Aunque ésta vivía lejos, con su madre, nunca estaba alejada de sus pensamientos. Pensó en un padre subiendo una empinada colina llamando a una hija que nunca volvería a casa. Trató de concentrarse en el expediente. La víctima había recibido un impacto de bala en el pecho de una pistola de gran potencia. El arma, una Colt semiautomática de calibre 45, estaba entre las hojas, junto al tobillo izquierdo de la víctima. Al examinar las fotos de la escena del crimen, Bosch vio lo que parecía ser la señal de un disparo a quemarropa en la tela del camisón azul de la chica. El agujero de bala estaba situado justo encima del corazón, y Bosch sabía por el tamaño de la pistola y la herida de entrada que la muerte probablemente había sido inmediata. La bala había despedazado el corazón. Bosch estudió detenidamente las fotografías del cadáver tal y como había sido hallado. Las manos de la víctima no estaban atadas. No estaba amordazada. El rostro aparecía girado hacia el tronco del árbol caído. No había indicaciones de heridas defensivas de ningún tipo. No había indicios de agresión sexual ni de otra índole. La mala interpretación de la desaparición de la chica en un primer momento se vio agravada por la mala interpretación, de la escena del crimen. La valoración de la escena resultó en que la muerte se contemplara como un posible suicidio. Como tal fue investigado el caso por la brigada de homicidios local y los detectives que se ocuparon de él, Ron Green y Arturo García. La División de Devonshire era en ese momento, y seguía siéndolo décadas después, la comisaría más tranquila del Departamento de Policía de Los Ángeles. Devonshire, una gran comunidad dormitorio compuesta, mayoritariamente por residentes de clase media alta, siempre ostentaba índices de criminalidad situados entre los más bajos de la ciudad. En el seno del departamento la comisaría era conocida como Club Dev. Era un destino muy buscado por agentes y detectives que llevaban muchos años en el oficio y estaban cansados o simplemente ya habían visto suficiente acción. Además, la División de Devonshire se hallaba en la parte de la ciudad más cercana a Simi Valley, una comunidad tranquila y sin apenas delitos del condado de Ventura donde centenares de agentes del Departamento de Policía de Los Ángeles habían elegido vivir. Un destino en Devonshire suponía un desplazamiento rápido y la carga de trabajo más ligera del departamento. La reputación del Club Dev estaba presente en las reflexiones de Bosch cuando éste leía los informes. Sabía que parte de su labor consistiría en juzgar el trabajo de Green y García a fin de determinar si habían estado a la altura de la labor. No los conocía ni había tenido ninguna experiencia con ellos. No tenía ni idea de la capacidad y dedicación que habían aportado al caso. La interpretación inicial de la muerte como suicidio era un error, pero, a juzgar por los informes, los dos investigadores se habían recuperado pronto y habían seguido adelante con el caso. Sus informes parecían bien escritos, concienzudos y completos. Daba la sensación de que no habían escatimado esfuerzos. Aun así, Bosch sabía que un expediente podía manipularse para que diera esa impresión. La verdad se revelaría cuando escarbara con mayor profundidad y condujera su propia investigación. Sabía que podía haber una enorme diferencia entre lo que se registraba y lo que no. Según el expediente, Green y García rápidamente cambiaron el sentido de su investigación cuando se descartó el suicidio después de que se completara la autopsia y se analizara la pistola encontrada junto al cadáver. El caso fue reclasificado como un homicidio que había sido camuflado de suicidio. Bosch empezó por los hallazgos de la autopsia. Había leído miles de protocolos de autopsias y había asistido a varios centenares de ellas. Sabía saltarse todos los pesos y medidas y descripciones del procedimiento en sí e ir directamente a la sección de las conclusiones y a las fotografías que la acompañaban. No le sorprendió descubrir que la causa de la defunción había sido la herida de bala en el pecho. La hora estimada de la muerte se situó entre la medianoche y las dos de la mañana del 6 de julio. El resumen mencionaba que ningún testigo había oído el disparo, de manera que la hora de la muerte sólo se basaba en la medición de la pérdida de temperatura corporal. Las sorpresas estaban en otros hallazgos. Rebecca Verloren tenía el cabello largo y grueso. En el lado derecho de la base del cuello, debajo de la caída del pelo, el forense encontró la marca de una pequeña quemadura circular, aproximadamente del tamaño del botón de una camisa. A cinco centímetros de esta marca había otra mucho más pequeña que la primera. El alto recuento de leucocitos en la sangre que rodeaba esas heridas indicaba que ambas se habían producido cerca del momento de la muerte, pero no en el mismo momento. El informe concluía que las quemaduras habían sido causadas por una pistola de aturdimiento, un dispositivo manual que generaba poderosas descargas eléctricas y dejaba a la víctima inconsciente o incapacitada durante varios minutos, o por más tiempo, en función de la carga. Normalmente, la carga de una pistola inmovilizadora dejaba dos marcas pequeñas y casi imperceptibles en la piel que revelaban la localización de los electrodos, sin embargo, si los puntos de aplicación del dispositivo se sostenían de manera desigual contra la piel, se producía un arco voltaico y con frecuencia se quemaba la epidermis del modo en que se apreciaba en el cuello de Becky Verloren. Las conclusiones de la autopsia también señalaban que en el examen de los pies descalzos de la víctima no se hallaron depósitos de suelo ni cortes o hematomas, que habrían sido evidentes si la chica hubiera caminado descalza por la montaña en la oscuridad. Bosch tamborileó con su bolígrafo en el informe y reflexionó sobre su significado. Sabía que era un error cometido por Green y García. Los pies de la víctima deberían haber sido examinados en la escena del crimen, yeso les habría permitido dar el salto a la conclusión de que el presunto suicidio era un montaje. En cambio, se les pasó, y perdieron dos días esperando a que se realizara la autopsia en fin de semana. Esos días más los dos días perdidos cuando la patrulla consideró que la llamada de los padres correspondía a un caso de fuga del domicilio daban como resultado un retraso muy perjudicial en una investigación de homicidio. No cabía duda de que el caso se había frenado. Bosch empezaba a ver hasta qué punto el departamento le había fallado a Rebecca Verloren. El informe de la autopsia contenía asimismo los resultados de un test balístico de residuos llevado a cabo en las manos de la víctima. Aunque se encontraron residuos de pólvora en la mano derecha de Becky Verloren, no podía decirse lo mismo de su izquierda. A pesar de que Verloren era diestra, Bosch sabía que el test de residuos era una prueba más de que la joven no había disparado la bala que la mató. Por experiencia -no importaba lo limitada que fuera- y sentido común, los detectives tendrían que haber visto que la chica habría necesitado ambas manos para sostener adecuadamente una pistola tan pesada, apuntarla contra su propio pecho y apretar el gatillo. El resultado habría sido residuos en ambas manos. Las conclusiones de la autopsia contenían otro punto destacable. El examen del cadáver determinó que la víctima había sido sexual mente activa, y las cicatrices en el cuello del útero revelaban una reciente dilatación ginecológica y un procedimiento de legrado para interrumpir un embarazo. El ayudante del forense que había conducido la autopsia estimó que ello había ocurrido entre cuatro y seis semanas antes de la muerte. Bosch leyó el primer informe resumen del investigador, que había sido escrito y añadido al expediente después de la autopsia. Green y García habían clasificado la muerte como asesinato y establecido la teoría de que alguien había entrado en el dormitorio de la chica cuando estaba durmiendo, y que posteriormente la había incapacitado con la pistola aturdidora y había cargado con ella desde la habitación. La llevaron por la ladera hasta la localización del tronco de roble caído, donde se cometió el asesinato y se camufló de manera torpe como suicidio en lo que posiblemente fue una ocurrencia del momento del asesino. El informe fue archivado el lunes, 11 de julio, cinco días después de que el cadáver de Rebecca Verloren fuera abandonado en la ladera. Bosch pasó al informe del análisis de armas de fuego. A pesar de que la autopsia ya había producido pruebas más que convincentes de un suicidio simulado, el estudio de la pistola y las pruebas balísticas confirmaban la teoría de la investigación. La pistola no tenía otras huellas que las de la mano derecha de Becky Verloren. El hecho de que no hubiera huellas de su mano izquierda ni rastros de ningún tipo indicó a los investigadores que el arma había sido cuidadosamente limpiada antes de ser colocada en la mano de Becky y luego girada hacia su pecho y disparada. Probablemente la víctima estaba inconsciente -por el asalto con la pistola aturdidora- en el momento en que ocurrió esta manipulación. El casquillo de bala que saltó de la pistola al producirse el disparo fatal se encontró a dos metros del cadáver. No había huellas dactilares ni marcas en él, lo cual apuntaba a que la pistola había sido cargada con las manos enguantadas. El elemento probatorio más importante de la investigación fue recuperado durante el análisis de la pistola en sí. De hecho, se encontró en el interior de la pistola. El arma era del modelo Mark IV Serie 80, fabricado por Colt en 1986, dos años antes del asesinato. Incorporaba una larga espuela de percutor, que era famosa porque la pistola tenía la reputación de dejar un «tatuaje» en aquel que disparaba sin manejarla de manera correcta. Esto ocurría normalmente cuando al agarrar el arma con ambas manos se levantaba la que apretaba el gatillo y ésta se acercaba demasiado al percutor. Esa mano podía entonces recibir un doloroso pellizco cuando se apretaba el gatillo y la corredera retrocedía automáticamente para soltar el casquillo. Al retroceder la corredera a la posición de disparo, pellizcaba la mano de la persona que la empuñaba, normalmente la zona entre el pulgar y el índice, y a menudo se llevaba un trozo de piel al interior del arma. Todo eso ocurría en una fracción de segundo, y alguien poco experto con el arma ni siquiera sabía qué le había «mordido». Eso fue exactamente lo que ocurrió con la pistola utilizada para matar a Becky Verloren. Cuando un experto en armas de fuego abrió el Colt, halló un fragmento de tejido cutáneo y sangre seca en el interior de la corredera. No habría sido perceptible para alguien que examinara el exterior del arma o que la limpiara de sangre y huellas dactilares. Green y García añadieron esta información a su hipótesis de trabajo. En el segundo informe resumen del investigador escribieron que las pruebas indicaban que el asesino envolvió las manos de Becky Verloren en torno al arma y después presionó el cañón contra su pecho. El asesino utilizó una o ambas de sus propias manos para equilibrar el arma y apretar el gatillo con el dedo de la víctima. Al dispararse el Colt, la corredera «tatuó» al asesino, llevándose un fragmento de piel al interior del arma. Bosch advirtió que Green y García no hacían mención de otra posibilidad en su teoría de la investigación. Ésta era que el tejido y la sangre hallados en el interior del arma ya estuvieran allí la noche del asesinato, es decir, que el arma hubiera «tatuado» a otra persona distinta del asesino al ser disparada en otra ocasión antes del homicidio de Rebecca Verloren. A pesar de ese descuido potencial, se recogieron del arma el tejido y la sangre y, aunque ya se sabía por la autopsia que Becky Verloren no tenía heridas en las manos, se llevó a cabo una comparación sanguínea de rutina. La sangre recogida de la bala era del tipo O. La sangre de Becky Verloren era del tipo AB positivo. Los investigadores concluyeron que tenían sangre del asesino en el arma. La sangre del asesino era del tipo O. Sin embargo, en 1988 el uso de las comparaciones de ADN en la investigación criminal distaba mucho de ser común y, lo que es más importante, práctica aceptada en los tribunales de California. Las bases de datos que contenían perfiles de ADN de criminales sólo estaban a punto de ser creadas y dotadas de fondos. En 1988, los detectives sólo comparaban los tipos de sangre cuando surgían potenciales sospechosos. Y nadie surgió como potencial sospechoso en la muerte de Becky Verloren. El caso se investigó a fondo y durante un largo periodo, pero, en última instancia, no llegó a producirse ninguna detención. Y se enfrió. – Hasta ahora -dijo Bosch en voz alta sin apenas darse cuenta. – ¿Qué? -preguntó Rider. – Nada, sólo pensaba en voz alta. – ¿Quieres empezar a comentarlo? – Todavía no. Antes quiero terminar de leerlo. ¿Tú has terminado? – Casi. – Sabes a quién hemos de darle las gracias, ¿verdad? -preguntó Bosch. Ella lo miró con expresión socarrona. -Me rindo. – A Mel Gibson. – ¿De qué estás hablando? – ¿Cuándo estrenaron – Supongo. Pero ¿de qué estás hablando? Esas pelis eran muy exageradas. – Ésa es la cuestión. Ésa es la peli que empezó con la moda de coger la pistola de lado y con ambas manos, una encima de otra. Tenemos sangre en esa pistola porque el que disparó era fan de Rider desestimó el comentario negando con la cabeza. – Espera -dijo Bosch-. Se lo voy a preguntar al tipo cuando lo pillemos. – Vale, Harry, pregúntaselo. – Mel Gibson salvó muchas vidas. Todos esos pistoleros que disparaban de lado no podían darle a nada. Hemos de hacerle poli honorario o algo. – Vale, Harry. Vaya seguir leyendo, ¿te parece? Quiero terminar con esto. – Sí, vale. Yo también. Las pruebas de ADN del caso Verloren fueron enviadas al Departamento de Justicia de California poco después de que empezara a operar la unidad de Casos Abiertos del Departamento de Policía de Los Ángeles. Se entregaron al laboratorio de ADN junto con las pruebas de decenas de otros asesinatos extraídas del examen inicial de los casos sin resolver del departamento. El Departamento de Justicia administraba la principal base de datos de ADN del Estado. El plazo para que se realizaran comparaciones antiguas en el laboratorio, escaso de medios económicos y humanos, era entonces de más de un año. Gracias a la marea de peticiones originada por la nueva unidad del departamento pasaron casi dieciocho meses antes de que las pruebas del caso Verloren fueran procesadas por analistas del Departamento de Justicia y comparadas con millares de perfiles de ADN contenidos en la base de datos estatal. Produjeron una única coincidencia, un «resultado ciego» en la jerga del trabajo con ADN. Bosch miró el informe de una sola página del Departamento de Justicia que tenía desdoblado ante sí. Aseguraba que doce de un total de catorce marcadores hacían coincidir el arma usada para matar a Rebecca Verloren con Roland Mackey, un hombre que en el momento presente tenía treinta y cinco años. Era natural de Los Ángeles y su última dirección conocida estaba en Panorama City. Bosch sintió que la sangre empezaba a circularle un poco más deprisa al leer el informe del resultado ciego. Panorama City estaba en el valle de San Fernando, a no más de quince minutos de Chatsworth, incluso cuando había tráfico. Eso añadía un punto de credibilidad al resultado. No era que Bosch no creyera en la ciencia. Lo hacía. Pero también creía que no bastaba sólo con la ciencia para convencer a un jurado más allá de toda duda. Había que reforzar los hechos científicos con conexiones de pruebas circunstanciales y sentido común. Ésa era una de esas conexiones. Bosch reparó en la fecha del informe del Departamento de Justicia. -¿Dijiste que acabábamos de recibirlo? -le preguntó a Rider. – Sí, creo que llegó el viernes. ¿Por qué? – La fecha es de hace dos viernes. Diez días. Rider se encogió de hombros. – Burocracia -dijo-. Supongo que lleva su tiempo que llegue aquí desde Sacramento. – Ya sé que es un caso viejo, pero podían darse un poco más de prisa. Rider no respondió. Bosch lo dejó estar y siguió leyendo. El ADN de Mackey estaba en la base de datos del ordenador del Departamento de Justicia porque la ley de California obligaba a todos los condenados por cualquier delito sexual a proporcionar sangre o raspados orales para tipificarlos e incluirlos en la base de datos de ADN. El delito por el cual el ADN de Mackey había terminado en la base de datos estaba en el margen más alejado del mandato estatal. Dos años antes, Mackey fue condenado por comportamiento lascivo en Los Ángeles. El informe no ofrecía detalles del delito, pero afirmaba que Mackey fue condenado a doce meses de libertad vigilada, un indicador de que se trataba de un delito menor. Bosch se encontraba a punto de escribir una nota en su bloc cuando levantó la mirada y vio que Rider cerraba la carpeta del caso, que contenía la segunda mitad de los documentos. – ¿Listo? – Listo. – ¿Ahora qué? – Supongo que mientras tú terminas de leer el expediente yo voy a la DAP a recoger la caja. Bosch no tuvo problemas en recordar el significado de lo que Rider acababa de decir. Se había reincorporado con facilidad al mundo de las siglas y el lenguaje policial. La DAP era la División de Almacenamiento de Pruebas, que estaba en el complejo Piper Tech. Rider iría a recoger las pruebas físicas que se habían almacenado del caso: elementos como el arma homicida, la ropa de la víctima y cualquier otra cosa acumulada cuando el caso fue investigado inicialmente. Por lo general, el material se guardaba en una caja de cartón precintada y se ponía en una estantería. La excepción era el almacenaje de pruebas perecederas y biodegradables, como la sangre y los tejidos recuperados del arma homicida de Verloren, que se almacenaban en cámaras especiales de la División de Investigaciones Científicas. – Me parece buena idea -dijo Bosch-. Pero primero ¿por qué no investigas a este tipo por Tráfico y el NCIC para ver si conseguimos una dirección? – Eso ya lo he hecho. Giró el portátil en el escritorio para que Bosch pudiera ver la pantalla. Reconoció el formulario del NCIC en la pantalla. Se estiró y empezó a bajar por la pantalla, examinando la información. Rider había investigado a Roland Mackey a través del NCIC (el centro de información de delitos a escala nacional) y había obtenido su historial delictivo. Su condena por conducta lasciva dos años antes era sólo la última de una cadena de detenciones que se remontaba a cuando tenía dieciocho años, el mismo año en que fue asesinada Rebecca Verloren. Cualquier delito anterior no constaría, porque las leyes de protección de menores ocultaban esa parte del registro. La mayoría de los delitos estaban relacionados con la propiedad y las drogas, empezando con un robo de coches y un robo con allanamiento a los dieciocho años y siguiendo con dos detenciones por posesión de drogas, dos arrestos por conducir ebrio, otra acusación de robo y otra por recibir mercancía robada. También había un arresto anterior por solicitar los servicios de una prostituta. En general, era el currículum de un delincuente y adicto de baja estofa. Al parecer, Mackey nunca había ingresado en una prisión estatal por ninguno de esos delitos. Con frecuencia le habían dado segundas oportunidades y, a través de acuerdos por declararse culpable, fue condenado a libertad condicional o a breves estancias en la prisión del condado. Parecía que su máximo periodo entre rejas era de seis meses, después de que se declarara culpable de recibir mercancía robada cuando tenía veintiocho años. Cumplió condena en la prisión del condado de Wayside Honor Rancho. Bosch se recostó después de revisar la información del ordenador. Se sentía inquieto por lo que acababa de leer. Mackey tenía la clase de historial que podía verse como una pasarela al asesinato, pero en este caso el asesinato se había producido antes -cuando Mackey sólo tenía dieciocho años- y los delitos menores habían llegado después. No parecía encajar. – ¿Qué? -preguntó Rider, apercibiéndose de su estado de ánimo. – No sé. Supongo que pensaba que habría más. Está al revés. ¿Este tipo ha ido del asesinato a los pequeños delitos? No me parece que cuadre. – Bueno, eso es todo por lo que se le ha condenado. No significa que no haya hecho nada más. Bosch asintió con la cabeza. -¿Menores? -preguntó. – Quizá. Seguramente. Pero ahora nunca conseguiremos esos registros. Probablemente hace tiempo que no existen. Era cierto. El Estado se fue de madre para proteger la intimidad de los delincuentes juveniles, y sus delitos raramente constaban en el sistema judicial de adultos. No obstante, Bosch pensó que tenía que haber delitos de juventud que encajaran mejor con el presunto asesinato a sangre fría de una chica de dieciséis años que había sido antes incapacitada con una pistola aturdidora y secuestrada de su casa. Empezó a sentirse inquieto con el resultado ciego con el que estaban trabajando. Estaba empezando a sentir que Mackey no era el objetivo, sino un medio hacia el objetivo. – ¿Has buscado una dirección suya en Tráfico? -preguntó. – Harry, eso es de la vieja escuela. Sólo has de actualizar la licencia cada cuatro años. Si quieres encontrar a alguien vas a Auto Track. Rider abrió la carpeta y sacó una hoja suelta que le tendió a Bosch. Era una hoja salida de la impresora en la que ponía «AutoTrack» en la parte superior. Rider explicó que se trataba de una empresa privada con la cual trabajaba la policía. Proporcionaba búsquedas de ordenador de todos los registros públicos -incluido Tráfico-, servicios públicos y bases de datos de servicio de cable, así como bases de datos privadas como servicios de informes de tarjetas de crédito, para determinar las direcciones pasadas y presentes de un individuo. Bosch vio que la hoja contenía un listado de diversas direcciones de Roland Mackey que se remontaba al momento en que tenía dieciocho años. Su dirección actual en todas las bases de datos, incluida la licencia de conducir y el registro del coche, era la dirección en Panorama City. Sin embargo, Rider había marcado en la página la dirección de Mackey cuando tenía entre dieciocho y veinte años: los años de 1988 a 1990. Era un apartamento en Topango Canyon Boulevard; en Chatsworth. Eso significaba que, en el momento del asesinato, Mackey vivía muy cerca de la casa de Rebecca Verloren. El dato hizo que Bosch se sintiera un poco mejor. La proximidad era una pieza clave del rompecabezas. Dejando al margen los recelos de Bosch acerca del historial delictivo de Mackey, saber que en 1988 estaba en las proximidades de Rebecca Verloren y que podría haberla conocido era una gran marca en la columna positiva. – ¿Te hace sentir un poco mejor, Harry? – Un poquito. – Bien, entonces me voy. – Aquí estaré. Después de que Rider se hubo ido, Bosch saltó atrás en su revisión del expediente del caso. El tercer resumen del investigador estaba centrado en cómo el intruso había accedido a la casa. Las cerraduras de puertas y ventanas no mostraban signos de haber sido forzadas, y todas las llaves conocidas de la casa pertenecían a miembros de la familia y a una asistenta que fue excluida de toda sospecha. La hipótesis de los detectives era que el asesino entró por el garaje, que se había quedado abierto, y que desde allí accedió a la casa a través de una puerta interior, que normalmente no estaba cerrada hasta que Robert Verloren llegaba de trabajar por la noche. Según Robert Verloren, el garaje estaba abierto cuando él llegó del restaurante alrededor de las diez y media de la noche del 5 de julio. La puerta que conectaba el garaje con la casa no estaba cerrada. Robert Verloren entró en la vivienda y cerró el garaje y la puerta interior. La hipótesis de los investigadores era que para entonces el asesino ya estaba en la casa. Los Verloren explicaron que el garaje quedó abierto porque su hija se había sacado recientemente el carné de conducir y en ocasiones se le permitía utilizar el coche de su madre. Sin embargo, todavía no había adquirido el hábito de acordarse de cerrar la puerta del garaje después de salir o llegar a casa, y en más de una ocasión sus padres se lo habían recriminado. A última hora de la tarde del día de su secuestro, Rebecca fue enviada por su madre a hacer un recado para recoger la ropa de la lavandería. Utilizó el coche de ésta. Los investigadores confirmaron que había recogido la ropa a las 15.15 y había vuelto a casa. Los detectives creían que la joven de nuevo olvidó cerrar el garaje o echar la llave de la puerta interior después de volver. Su madre explicó que no verificó la puerta del garaje esa noche, suponiendo, erróneamente, que estaba cerrada. Dos residentes del barrio que fueron interrogados tras el asesinato afirmaron que esa tarde habían visto la puerta del garaje abierta, lo cual ofrecía un fácil acceso a la casa hasta que Robert Verloren regresó. Bosch pensó en cuántas veces a lo largo de los años había visto que el error aparentemente inocente de alguien se convertía en una de las claves de su perdición. Una tarea rutinaria de ir a la lavandería podía haber brindado al asesino la oportunidad de entrar en la casa. Becky Verloren, sin saberlo, podía haber fraguado su propia muerte. Bosch apartó la silla y se levantó. Había terminado con la revisión de la primera mitad del expediente del caso y decidió ir a buscar otra taza de café antes, de empezar con la otra mitad. Preguntó en la oficina si alguien quería algo de la cafetería, y Jean Nord le pidió un café. Bajó por la escalera a la cafetería y llenó dos tazas. Pagó y fue al mostrador a buscar azúcar y leche para el café de Nord. Mientras estaba vertiendo leche en una de las tazas sintió una presencia a su lado en el mostrador. Hizo sitio en la barra, pero nadie se acercó. Bosch se volvió y se encontró mirando el rostro sonriente del subdirector Irvin S. Irving. La relación entre Bosch y el subdirector Irving nunca había sido muy amistosa. El jefe había sido en diversas ocasiones su adversario y en otras su salvador involuntario en el departamento. Rider le había contado a Bosch que Irving estaba enemistado con la cúpula. El nuevo jefe lo había apartado del poder sin contemplaciones y le había dado un puesto virtualmente insignificante fuera del Parker Center. – Me pareció que era usted, detective Bosch. Iba a invitarle a una taza de café, pero veo que ya tiene más que suficiente. ¿Quiere sentarse un momento? Bosch levantó las dos tazas de café. – Estoy un poco liado, jefe. Y alguien está esperando su café. – Un minuto, detective -dijo Irving, con un tono severo en la voz-. Su café seguirá caliente cuando se vaya a donde tenga que ir. Se lo prometo. Sin esperar respuesta, Irving se volvió y se dirigió a una mesa. Bosch lo siguió. El sub director todavía lucía el cráneo afeitado y brillante. La mandíbula musculosa seguía siendo su rasgo más prominente. Se sentó y se puso más tieso que un palo. No parecía cómodo. No habló hasta que Bosch se sentó. – Lo único que quería hacer era darle de nuevo la bienvenida al departamento -dijo, recuperando el tono amable. Sonrió como un tiburón. Bosch vaciló antes de responder como un hombre que pisa un río helado. – Me alegro de estar de vuelta, jefe. – La unidad de Casos Abiertos. Creo que es el lugar apropiado para alguien con su talento. Bosch dio un sorbo al café hirviendo. No sabía si Irving le había hecho un cumplido o lo había insultado. Quería irse. – Bueno, ya veremos -dijo-. Eso espero. Creo que es mejor que me… Irving levantó ambas manos, como para mostrar que no estaba ocultando nada. -Eso es todo -dijo-. Puede irse. Sólo quería darle la bienvenida y las gracias. Bosch vaciló, pero mordió el anzuelo. ¿Darme las gracias por qué, jefe? -Por resucitarme en este departamento. Bosch negó con la cabeza y sonrió como si no entendiera. – No lo pillo, jefe -dijo-. ¿Cómo sé supone que he de hacerlo? O sea, está al otro lado de la calle, en el anexo del City Hall, ¿no? ¿Qué es? La Oficina de Planificación Estratégica o algo así, si no me equivoco. Por lo que he oído, tiene que dejar su pistola en casa. Irving cruzó los brazos sobre la mesa y se inclinó hacia Bosch. Toda pretensión de humor, falso o no, se había evaporado. Habló con intensidad, pero en voz baja. – Sí, es allí donde estoy, pero le garantizo que no será por mucho tiempo. No si la gente como usted es bien recibida de nuevo en el departamento. -Se recostó y rápidamente adoptó una postura natural para lo que iba a soltarse como si tal cosa-. ¿Sabe lo que es usted, Bosch? Es un recauchutado. A este nuevo jefe le gusta poner neumáticos recauchutados en el coche. Pero ¿sabe lo que pasa con un neumático recauchutado? Se rompe por las costuras. No soporta la fricción y el calor. Se deshace. ¿Y qué pasa? Un reventón. Y el coche se sale de la carretera. -Asintió en silencio al dejar a Bosch pensando en ello-. Ve, Bosch, usted es mi billete. La cagará, y disculpe mi lenguaje. Está en su historia. Está en su naturaleza. Está garantizado. Y cuando la cague, nuestro ilustre nuevo jefe la habrá cagado por ser el que puso en nuestro coche un neumático recauchutado barato. -Sonrió. Bosch pensó que lo único que le faltaba para completar la imagen era un pendiente de oro. Don Limpio otra vez. – Y cuando él caiga -continuó Irving-, mis acciones volverán a subir. Soy un hombre muy paciente. He esperado más de cuarenta años en este departamento. Puedo esperar más. Bosch presentía algo más, pero eso era todo. Irving se levantó. Se volvió con rapidez y salió de la cafetería. Bosch sentía que la rabia le subía a la garganta. Bajó la mirada a las dos tazas de café que tenía en las manos y se sintió como un idiota por haberse sentado allí como un niño de los recados indefenso mientras Irving lo noqueaba verbalmente. Se levantó y tiró las dos tazas en una papelera. Decidió que cuando volviera a la sala 503 le diría a Jean Nord que fuera ella misma a buscarse su maldito café. |
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