"El último coyote" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)
Michael Connelly |
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Bosch fumó en el camino a casa, pero se dio cuenta de que lo que de verdad necesitaba no era un cigarrillo, sino una copa que le calmara. Miró el reloj y decidió que era demasiado temprano para parar en un bar. Se conformó con otro cigarrillo e irse a casa.
Después de subir por Woodrow Wilson, aparcó a media manzana de su domicilio y regresó caminando. Oía música suave de piano. El sonido procedía de la casa de uno de sus vecinos, pero no sabía decir de cuál. En realidad no conocía a ninguno de sus vecinos ni quién podía tener un pianista en la familia. Pasó por debajo de la cinta amarilla extendida delante de su propiedad y entró a través de la puerta de la cochera.
Aparcar calle arriba y ocultar el hecho de que vivía en su propia casa formaba parte de su rutina. El inmueble había recibido la etiqueta roja que lo calificaba de inhabitable después del terremoto y un inspector municipal había ordenado su demolición. Sin embargo, Bosch no había acatado ninguna de las dos órdenes. Había cortado el candado que bloqueaba la caja de electricidad y llevaba tres meses viviendo de este modo.
Era una casa pequeña, con revestimiento exterior de madera de secuoya. Se alzaba sobre unos pilares anclados en el lecho de roca sedimentaria que se había doblado para formar las montañas de Santa Mónica, surgidas en el desierto durante las eras mesozoica y cenozoica. Los pilares habían resistido el terremoto, pero la casa en saledizo se había desplazado por encima de ellos, saltándose parcialmente de los pernos instalados para resistir los temblores sísmicos. Resbaló. Unos cinco centímetros. Pero eso era suficiente. A pesar de la corta distancia, el daño era grande. En el interior, el armazón de madera de la casa se dobló y los marcos de puertas y ventanas dejaron de estar en escuadra. Los cristales se hicieron añicos, la puerta delantera quedó cerrada de manera definitiva, bloqueada en un marco que se había escorado hacia el norte con el resto de la edificación. Si Bosch quería abrir esa puerta, probablemente necesitaría pedir prestado el tanque de la policía con el ariete. Tenía que valerse de una palanca para abrir la puerta de la cochera, que se había convertido en la entrada principal a la vivienda.
Bosch había pagado cinco mil dólares a una empresa constructora para que levantara la casa y la desplazara de nuevo los cinco centímetros que se había deslizado. La habían colocado en su lugar y habían vuelto a atornillada a los pilares. Después, Bosch se contentó con trabajar cuando disponía de tiempo en reconstruir él mismo los marcos de las ventanas y las puertas interiores.
Lo primero fue el cristal, y en los meses posteriores reconstruyó los marcos y volvió a colgar las puertas interiores. Se basaba en libros de carpintería y con frecuencia tenía que repetir dos y tres veces el mismo proyecto hasta que obtenía un resultado razonablemente satisfactorio. No obstante, disfrutaba de la actividad, e incluso le resultaba terapéutica. El trabajo manual se convirtió para él en un descanso de su labor en homicidios. Dejó la puerta de la entrada tal y como estaba, a modo de saludo al poder de la naturaleza, y se conformó con entrar por la puerta lateral.
Todos sus esfuerzos no sirvieron para salvar la casa de la lista de estructuras condenadas del ayuntamiento. A pesar del trabajo de Bosch, Gowdy, el inspector de obras que había sido asignado a esa zona de las colinas, mantuvo la etiqueta roja de las casas sentenciadas a la demolición, y entonces empezó el juego del escondite por el cual Bosch entraba y salía de manera subrepticia, como un espía en una embajada extranjera. Clavó lonas de plástico negro en el lado interior de las ventanas que daban a la calle para que no saliera luz alguna. Y siempre buscaba a Gowdy. Gowdy era su perdición.
Entretanto, Bosch contrató a un abogado para apelar la resolución del inspector.
La puerta de la cochera ofrecía un acceso directo a la cocina. Después de entrar, Bosch abrió la nevera, sacó una lata de Coca-Cola y se quedó de pie ante el viejo electrodoméstico, refrescándose con el aliento del refrigerador mientras examinaba su contenido en busca de algo adecuado para la cena. Sabía exactamente lo que había en los estantes y en los cajones, pero miró de todos modos. Era como si esperara la aparición por sorpresa de un bistec olvidado o de una pechuga de pollo. Seguía esta rutina con la nevera abierta con cierta frecuencia. Era el ritual de un hombre que estaba solo, y eso también lo sabía.
En la terraza de atrás, Bosch se bebió el refresco y se comió un sándwich que consistía en pan de hacía cinco días y rodajas de carne de un envase de plástico. Lamentó no tener patatas chips para acompañarlo, porque indudablemente tendría hambre más tarde si sólo se alimentaba del sándwich.
Se quedó de pie en la barandilla mirando la autovía de Hollywood, casi al límite de su capacidad a causa de los residentes fuera de la ciudad que volvían a sus domicilios como cualquier otro lunes por la tarde. Él había escapado del centro de Los Ángeles justo antes de que rompiera la ola de la hora punta. Tenía que tener cuidado de no pasarse de tiempo en sus sesiones con la psicóloga del departamento, concertadas los lunes, miércoles y viernes a las tres y media. Se preguntó si Carmen Hinojos permitía que una sesión se alargara o bien la suya era una misión de nueve a cinco.
Desde su atalaya particular, Bosch veía casi todos los carriles que atravesaban el paso de Cahuenga en dirección norte hacia el valle de San Fernando. Estaba repasando mentalmente lo que se había dicho durante la sesión, tratando de dilucidar si había sido una sesión buena o mala, pero se despistó y empezó a observar el punto donde la autovía aparecía en el horizonte, al coronar el paso de montaña. Distraídamente, elegía dos coches que alcanzaban juntos la cima y los seguía con la mirada por el segmento de la autovía que resultaba visible desde la terraza. Elegía a uno u otro y seguía la carrera, desconocida para los pilotos, hasta la línea de meta situada en la salida de Lankershim Boulevard.
Al cabo de unos minutos se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se volvió, dando la espalda a la autovía.
– Joder -dijo en voz alta.
Supo entonces que mantener las manos ocupadas no bastaría mientras continuara apartado del trabajo. Volvió a entrar y cogió una botella de Henry de la nevera. En cuanto la hubo abierto sonó el teléfono. Era su compañero, Jerry Edgar, y la llamada fue una bienvenida distracción en medio del silencio.
– Harry, ¿cómo van las cosas en Chinatown?
Como todos los polis temían en secreto que algún día podrían derrumbarse a causa de las presiones del trabajo y convertirse en candidatos a las sesiones de terapia de la Sección de Ciencias del Comportamiento del departamento, rara vez se referían a la unidad utilizando su nombre formal. Ir a las sesiones de la SCC solía llamarse «ir a Chinatown», porque la unidad se hallaba en Hill Street, a muchas travesías del Parker Center. Cuando se sabía que un poli iba allí corría la voz de que sufría el
– Me ha ido genial en Chinatown -dijo Bosch con sarcasmo-. Tendrías que probarlo algún día. Una sesión y ya ha conseguido que me siente aquí a contar los coches de la autovía.
– Bueno, al menos no se te acabarán.
– Sí, ¿tú qué tal?
– Al final Pounds lo ha hecho.
– ¿Qué ha hecho?
– Me ha enchufado otro compañero.
Bosch se quedó un momento en silencio. La noticia le dejó una sensación de irrevocabilidad. La idea de que tal vez nunca recuperaría su trabajo se abrió paso en su mente.
– ¿Ah, sí?
– Sí, al final lo ha hecho. Me ha tocado un caso esta mañana y ha puesto conmigo a uno de sus lameculos. Burns.
– ¿Burns? ¿De automóviles? Nunca ha trabajado en homicidios. ¿Alguna vez ha trabajado en delitos contra personas?
Los detectives solían optar entre dos líneas en el departamento. Una era la de los delitos contra la propiedad y la otra la de los delitos contra personas. En la segunda vía uno podía especializarse en homicidios, violaciones, asaltos o atracos. Los detectives de delitos contra personas llevaban los casos de perfil alto y solían ver a los investigadores de los delitos contra la propiedad como chupatintas. Había tantos delitos contra la propiedad en la ciudad que los detectives pasaban la mayor parte de su tiempo tomando nota de denuncias y procesando alguna detención ocasional. En realidad no hacían mucho trabajo de detectives, porque no les quedaba tiempo para eso.
– Siempre ha sido un chupatintas -dijo Edgar-, pero con Pounds eso no importa. Lo único que le importa es tener a alguien en la mesa de homicidios que no le moleste. Y Burns es el tipo ideal. Seguramente empezó a cabildear para obtener el puesto en el mismo momento en que se enteró de lo tuyo.
– Bueno, que se joda. Voy a volver a la mesa y entonces él volverá a coches.
Edgar se tomó un tiempo para responder, como si Bosch hubiera dicho algo que para él carecía de sentido.
– ¿De verdad crees eso, Harry? Pounds no va a consentir que vuelvas después de lo que hiciste. Cuando me dijo que iba a ponerme con Burns le dije que no se lo tomara a mal, pero que prefería esperar hasta que volviera Harry Bosch, y él me dijo que entonces tendría que esperar hasta hacerme viejo.
– ¿Eso dijo? Bueno, que se joda él también. Todavía me quedan un par de amigos en el departamento.
– Irving sigue en deuda contigo, ¿no?
– Supongo, pero ya veremos.
No continuó, prefería cambiar de tema. Edgar era su compañero, pero nunca habían llegado al punto de confiar plenamente en el otro. Bosch desempeñaba el papel de mentor en la relación y le habría confiado su vida a Edgar, pero era un vínculo que se sostenía en la calle. Las cuestiones internas del departamento eran otro asunto. Bosch nunca se había fiado de nadie, y no iba a empezar a hacerla en ese momento.
– Bueno, ¿cuál es el caso? -preguntó para cambiar de tema.
– Ah, sí. Quería hablarte de eso. Es raro, tío. Primero el crimen es raro y más todavía lo que ocurrió después. El aviso se recibió de una casa de Sierra Bonita a eso de las cinco de la mañana. Un ciudadano informó de que había oído un sonido como de escopeta, pero amortiguado. Sacó del armario su rifle de caza y salió a echar un vistazo. Es un barrio que últimamente ha sido limpiado por los yanquis. Cuatro robos de casas sólo en su manzana este mes. Así que estaba preparado con el rifle. Bueno, el caso es que recorre el sendero de entrada con el arma (el garaje está en la parte de atrás) y ve un par de piernas colgando de la puerta abierta de su coche, que estaba aparcado enfrente del garaje.
– ¿Le disparó?
– No, eso es lo más raro. Se acercó con el arma, pero el tipo del coche ya estaba muerto. Tenía un destornillador clavado en el pecho.
Bosch no lo entendía. Le faltaban datos, pero no dijo nada.
– El
– ¿Qué quieres decir con que el
– El
Mientras Edgar se reía entre dientes del humor de su nuevo compañero, Bosch pensó en la escena. Recordó un boletín informativo referente a los robos de
– ¿Entonces parece accidental? -preguntó Bosch.
– Sí, muerte accidental, pero la historia no termina ahí. Las dos puertas del coche estaban abiertas.
– El muerto tenía un cómplice.
– Eso supusimos. Y si encontrábamos al cabrón podíamos acusarlo bajo la ley de complicidad en homicidios. Así que pedimos que los del laboratorio buscaran con el láser todas las huellas que pudieran sacar del coche. Las llevamos al laboratorio y pedimos a uno de los técnicos que las escaneara y las mandara al AFIS, y ¡sorpresa!
– ¿Conseguisteis al compañero?
– Irrefutable. Ese ordenador del AFIS tiene largo alcance, Harry. Coincidía con una huella archivada en una de las redes del Centro de Identificación Militar de San Luis. Estuvo en el ejército hace diez años. De ahí sacamos la identificación y después conseguimos una dirección de Tráfico. Lo hemos detenido hoy. Ha confesado. Va a desaparecer por una buena temporada.
– Parece un buen día.
– Pero la cosa no termina ahí. Todavía no te he contado la parte rara.
– Pues cuéntamela.
– ¿Recuerdas que te he dicho que pasamos el láser por el coche y obtuvimos todas las huellas?
– Sí.
– Encontramos otra más. Ésta era de la base de datos de crímenes. Un caso de Misisipí. Tío, todos los días tendrían que ser como éste.
– ¿Cuál fue el resultado? -preguntó Bosch, que se estaba impacientando con la manera que tenía Edgar de parcelar el relato.
– Coincidía con huellas puestas hace siete años en la red por algo llamado Base de Datos de Identificación Criminal de los Estados del Sur. Son cinco estados que juntos no suman la población de Los Ángeles. La cuestión es que una de las huellas que enviamos hoy coincidía con la del perpetrador de un doble homicidio en Biloxi en el setenta y seis. Un tipo al que los diarios llamaron el Asesino del Bicentenario porque mató a dos mujeres el Cuatro de Julio.
– ¿El dueño del coche? ¿El tío del rifle?
– Exacto. Sus huellas estaban en la cuchilla de carnicero que dejó clavada en el cráneo de una de las chicas. Estaba bastante sorprendido cuando fuimos a su casa esta tarde. Dijimos: «Eh, cogimos al socio del tío que murió en su coche. Y, por cierto, estás detenido por doble asesinato, hijoputa.» Creo que alucinó, Harry. Tendrías que haber estado allí.
Edgar rió sonoramente al teléfono y Bosch, después de sólo una semana en el dique seco, entendió lo mucho que echaba de menos el trabajo.
– ¿Cooperó?
– No, no dijo una palabra. Si fuera tan estúpido no habría salido impune de un doble asesinato durante casi veinte años. Es una larga fuga.
– Sí, ¿qué ha estado haciendo?
– Parece que se lo ha tomado con calma. Es dueño de una ferretería en Santa Mónica. Está casado y tiene un hijo y un perro. Un caso de reforma total. Pero va de retorno a Biloxi. Espero que le guste la cocina del Sur porque no va a volver por aquí en una buena temporada.
Edgar se rió otra vez. Bosch no dijo nada. La historia le deprimía porque era un recordatorio de que ya no estaba en activo. También le recordó la petición de Hinojos de que definiera su misión.
– Mañana vendrán un par de agentes estatales de Misisipí -dijo Edgar-. Hablé con ellos hace un rato y están encantados.
Bosch no dijo nada durante un rato.
– Harry, ¿sigues ahí?
– Sí, sólo estaba pensando en algo… Bueno, suena como un día fantástico en la lucha contra el crimen. ¿Cómo se lo ha tomado el intrépido líder?
– ¿Pounds? Joder, se le ha puesto como un bate de béisbol. ¿Sabes qué está haciendo? Está tratando de averiguar una forma de colgarse las medallas por resolver tres asesinatos. Quiere apuntarse los casos de Biloxi.
La estratagema no sorprendió a Bosch. Era una práctica extendida entre los jefes del departamento y los estadísticos anotarse puntos para los índices de resolución de crímenes siempre que era posible. En el caso del
Y no satisfecho con el modesto salto que este fraude contable produciría, Pounds pretendía sumar también el doble asesinato de Biloxi a la estadística. Después de todo, podía argumentarse que su brigada de homicidios había resuelto dos casos más. Sumar tres casos a un plato de la balanza sin añadir ninguno al otro probablemente daría un impulso tremendo al índice general de casos resueltos, así como a la imagen de Pounds como jefe de la brigada de detectives. Bosch sabía que Pounds estaría complacido consigo mismo y con los logros del día.
– Dijo que nuestro índice subiría seis puntos -estaba explicando Edgar-. Estaba radiante, Harry. Y mi nuevo compañero estaba feliz de haber hecho feliz a su hombre.
– No quiero oír nada más.
– No me lo creo. Bueno, ¿qué estás haciendo para mantenerte ocupado además de contar coches en la autovía? Debes de estar mortalmente aburrido, Harry.
– La verdad es que no -mintió Bosch-. La semana pasada terminé de arreglar la terraza. Esta semana voy a…
– Harry, te estoy diciendo que pierdes el tiempo y el dinero. Los inspectores van a descubrirte y te sacarán de casa de una patada en el culo. Después demolerán el edificio ellos mismos y te enviarán la factura. Tu terraza y el resto de la casa terminarán en la parte de atrás de un camión.
– He contratado a un abogado para que se ocupe.
– ¿Y qué va a hacer?
– No lo sé. Quiero apelar la etiqueta roja. Es un tío con experiencia, dice que lo arreglará.
– Ojalá. Sigo pensando que deberías derribarla y empezar de nuevo.
– Todavía no he ganado la lotería.
– Hay préstamos federales para damnificados. Podrías pedir uno y…
– Ya lo he solicitado, Jerry, pero me gusta mi casa tal y como es.
– Vale, Harry. Espero que tu abogado lo solucione. Bueno, he de irme. Burns quiere tomarse una cerveza en el Short Stop. Me está esperando allí.
La última vez que Bosch había estado en el Short Stop, un bar de polis cercano a la academia y al estadio de los Dodgers, todavía había en la pared pegatinas que decían: «Yo apoyo al jefe Gates.» Para la mayoría de los polis, Gates era un rescoldo del pasado, pero el Short Stop era un lugar donde la vieja guardia iba a beber y a recordar un departamento que ya no existía.
– Sí, pásalo bien, Jerry.
– Cuídate, tío.
Bosch se recostó en la encimera y se bebió su cerveza. Llegó a la conclusión de que la llamada de Edgar había sido una forma bien disimulada de decirle a Bosch que estaba eligiendo su bando y separándose de él. A Bosch no le molestó. La primera lealtad de Edgar era consigo mismo, para sobrevivir en un ambiente que podía ser traicionero. Bosch no iba a culparlo por eso.
Bosch miró su reflejo en el vidrio de la puerta del horno. La imagen era oscura, pero veía sus ojos en la sombra y el perfil de la mandíbula. Tenía cuarenta y cuatro años y en algunos aspectos parecía mayor. Conservaba la cabeza cubierta de pelo castaño y rizado, pero tanto el cabello como el bigote empezaban a encanecer. Aquellos ojos marrón oscuro le parecieron cansados y consumidos. Su piel tenía la palidez de la de un vigilante nocturno.
Bosch todavía se mantenía delgado, pero en ocasiones la ropa le colgaba como si la hubiera sacado de una de las misiones del centro o acabara de pasar una enfermedad.
Se olvidó de su reflejo y cogió otra cerveza de la nevera. Fuera, en la terraza, vio que el cielo estaba brillantemente iluminado con los tonos pastel del anochecer. Pronto estaría oscuro, pero la autovía era un río resplandeciente de luces en movimiento, un río cuya corriente no se calmaba ni un momento.
Al mirar a los residentes de fuera de la ciudad que regresaban un lunes por la noche, vio la autovía como un hormiguero donde los obreros avanzaban en líneas. Alguien o alguna fuerza surgiría pronto y volvería a golpear la colina. Entonces las autovías se hundirían, las casas se derrumbarían y las hormigas simplemente las reconstruirían y volverían a formar filas.
Se sentía inquieto, pero no sabía por qué. Sus pensamientos se arremolinaban y se mezclaban. Empezó a ver lo que Edgar le había dicho del caso en el contexto de su diálogo con Hinojos. Había alguna conexión, algún puente, pero no lograba alcanzarlo.
Se terminó la cerveza y decidió que con dos bastaba. Fue a sentarse en una de las sillas del salón, con los pies en alto. Lo que quería era darle un descanso a todo. A la mente y al cuerpo. Levantó la cabeza y vio que las nubes estaban pintadas de naranja por el sol. Parecían lava fundida que se movía lentamente por el cielo.
Justo antes de quedarse adormilado un pensamiento se abrió paso entre la lava. Todos cuentan o no cuenta nadie. Y entonces, en el último momento de claridad antes del sueño supo cuál había sido el hilo conductor que había atravesado sus pensamientos. Y supo cuál era su misión.
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Por la mañana, Bosch se vistió sin ducharse para poder ponerse de inmediato a trabajar en la casa y eliminar los pensamientos persistentes de la noche anterior mediante el sudor y la concentración.
Pero desembarazarse de las ideas no era tarea fácil. Mientras se ponía unos tejanos manchados de barniz, se atisbó en el espejo resquebrajado de encima del escritorio y vio que llevaba la camiseta del revés. Escrito en la pechera de algodón blanco estaba el lema de la brigada de homicidios:
NUESTRO DÍA EMPIEZA CUANDO EL SUYO TERMINA
La leyenda debía estar en la espalda. Se la quitó y volvió a ponérsela para ver en el espejo lo que se suponía que tenía que ver: una réplica de la placa de detective en el pecho izquierdo y las siglas en letras pequeñas del Departamento de Policía de Los Ángeles.
Preparó café y se llevó la cafetera y una taza a la terraza. Después arrastró su caja de herramientas y la puerta nueva para el dormitorio que había comprado en Home Depot. Cuando finalmente estuvo preparado, y con la taza llena de café, se sentó en el reposapiés de una de las tumbonas y colocó la puerta de costado enfrente de él.
La puerta original se había astillado en las bisagras a consecuencia del terremoto. Había tratado de colgar la sustituta unos días antes, pero era demasiado grande. Calculó que tenía que limar no más de tres o cuatro milímetros para que encajara. Se puso a trabajar con el cepillo de carpintero, moviendo la herramienta lentamente a lo largo de la base de la puerta y arrancando finísimas virutas de madera. De cuando en cuando se detenía y examinaba su progreso pasando la mano por la madera. Le gustaba admirar su progreso. No había muchas otras tareas en su vida que lo permitieran.
Pero aun así, no consiguió concentrarse demasiado tiempo. Su atención en la puerta se vio interrumpida por el mismo pensamiento impertinente que le había acosado la noche anterior. Todos cuentan o no cuenta nadie. Era lo que le había dicho a Hinojos. Era lo que le había dicho que creía. Pero ¿lo creía? ¿Qué significaba para él? ¿Era simplemente un lema como el que llevaba en la espalda de la camiseta o era algo que guiaba su vida? Estas preguntas se mezclaban con los ecos de la conversación que había mantenido con Edgar la noche anterior. Y con un pensamiento más profundo que siempre había tenido.
Apartó el cepillo y volvió a pasar la mano por la suave madera. Pensó que ya lo tenía y se llevó la puerta al interior de la casa. Había extendido una sábana vieja en el salón y había reservado una zona para trabajos de carpintería. Allí pasó una hoja de papel de lija de grano fino por el borde de la puerta hasta que quedó perfectamente suave al tacto.
Sostuvo la puerta en vertical y balanceándola sobre un taco de madera la colocó en las bisagras y terminó de encajarla suavemente con un martillo.
Había engrasado las dos partes de las bisagras previamente y la puerta se abrió y se cerró prácticamente en silencio. Pensó que lo más importante era que encajara de manera uniforme en el hueco. La abrió y la cerró varias veces más, limitándose a mirarla y satisfecho con su logro.
El brillo de su éxito no duró mucho, porque la conclusión del proyecto le abrió la mente a la divagación. De nuevo en la terraza, las otras ideas volvieron mientras barría las virutas de madera para formar una pequeña pila.
Hinojos le había dicho que se mantuviera ocupado. Ya sabía cómo iba a hacerlo. Y en ese momento se dio cuenta de que no importaba cuántos proyectos encontrara para hacer, todavía tenía un trabajo pendiente. Apoyó la escoba en la pared y se metió en la casa para prepararse.
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El almacén del Departamento de Policía de Los Ángeles y el cuartel general de la brigada aérea conocida como Piper Tech estaban en Ramirez Street, en el centro, relativamente cerca del Parker Center. Bosch, de traje y corbata, llegó a la puerta poco antes de las once. Mostró su tarjeta de identificación del departamento por la ventanilla del coche y enseguida le dejaron pasar. La tarjeta era lo único que tenía. Se la habían retirado junto con la placa dorada y el arma al concederle la baja la semana anterior, pero se la habían devuelto para que pudiera acceder a las dependencias de la Sección de Ciencias del Comportamiento para las sesiones de terapia con Carmen Hinojos.
Después de aparcar, caminó hacia el almacén pintado de beis que albergaba el historial de violencia de la ciudad. Los mil metros cuadrados del edificio contenían los archivos de todos los casos del Departamento de Policía de Los Ángeles, resueltos o sin resolver. Allí iban a parar los archivos de los casos cuando nadie más se preocupaba por ellos.
En el mostrador de la entrada, una administrativa civil estaba cargando archivos en un carrito para que pudieran ser llevados a los estantes y olvidados. Por la forma en que examinó a Bosch, éste supo que era raro que alguien se presentara allí en persona. Todo se hacía por teléfono y mediante mensajeros municipales.
– Si está buscando actas del ayuntamiento es en el edificio A, al otro lado del solar. El edificio con molduras marrones.
Bosch mostró su tarjeta de identificación.
– No, quería sacar el expediente de un caso.
Bosch metió la mano en el bolsillo del abrigo mientras ella se acercaba al mostrador y se inclinaba para leer su identificación. Era una mujer menuda, de raza negra, con el pelo gris y gafas. Según rezaba la tarjeta que llevaba en la blusa se llamaba Geneva Beaupre.
– Hollywood -leyó la mujer-. ¿Por qué no ha pedido que se lo enviáramos? No hay prisa con estos casos.
– Estaba en el centro, en el Parker… De todos modos quería verlo lo antes posible.
– Bueno, ¿tiene el número?
Bosch sacó del bolsillo un trozo de papel con la referencia 61-743. Geneva Beaupre se dobló para leerlo y levantó la cabeza de golpe.
– ¿Mil novecientos sesenta y uno? ¿Quiere un caso de…? No sé dónde están los casos del sesenta y uno.
– Están aquí. Había visto el expediente antes. Creo que antes había otra persona en el mostrador, pero el expediente estaba aquí.
– Bueno, lo miraré. ¿Va a esperar?
– Sí, me espero.
La respuesta pareció defraudarla, pero Bosch sonrió de la manera más amistosa que pudo. Beaupre se llevó el papel y desapareció entre las pilas de documentos. Bosch paseó en el reducido espacio durante unos minutos y después salió a fumarse un cigarrillo. Estaba nervioso por algún motivo que no lograba definir. No paraba de moverse, de pasear.
– ¡Harry Bosch!
Se volvió y vio que un hombre se le acercaba desde el hangar de helicópteros. Lo reconoció, pero no fue capaz de situarlo de inmediato. Entonces lo recordó: Dan Washington, que había sido capitán de patrullas y que en ese momento era comandante del escuadrón aéreo. Se dieron la mano cordialmente y Bosch suspiró por que Washington no estuviera al corriente de su situación de baja.
– ¿Cómo va en Hollywood?
– Como siempre, capitán.
– ¿Sabes? Lo hecho de menos.
– No hay mucho que echar de menos. ¿Qué tal usted?
– No me puedo quejar. Me gusta el destacamento, pero el puesto tiene más de director de aeropuerto que de policía. Supongo que es un lugar tan bueno como cualquier otro para pasar desapercibido.
Bosch recordó que Washington se había enfrentado políticamente con los pesos pesados del departamento y había aceptado el traslado como medio de supervivencia. El departamento contaba con decenas de destinos apartados como el que ocupaba Washington, destinos donde uno podía sobrevivir y esperar a que cambiara el viento político.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
Allí estaba. Si Washington conocía la situación de Bosch, admitir que se estaba llevando el archivo de un viejo caso era un reconocimiento de que estaba violando la normativa. Aun así, como atestiguaba su posición en la brigada aérea, Washington no era un hombre de la línea oficial. Bosch decidió correr el riesgo.
– Estaba sacando un viejo caso. Tengo algo de tiempo libre y quería comprobar un par de cosas.
Washington entrecerró los ojos y Bosch se dio cuenta de que lo sabía.
– Sí…, bueno, escucha, he de irme, pero resiste, hombre. No dejes que los burócratas acaben contigo. -Le guiñó el ojo a Bosch y siguió adelante.
– No les dejaré, capitán. Usted tampoco.
Bosch se sentía razonablemente seguro de que Washington no mencionaría su encuentro a nadie. Pisó la colilla y volvió a acercarse al mostrador, reprendiéndose en privado por haber salido y haberse dejado ver. Al cabo de cinco minutos empezó a oír un sonido agudo procedente de los pasillos que había entre las pilas. Al momento Geneva Beaupre apareció empujando un carrito en el que llevaba una carpeta de tres anillas.
Era el expediente de un caso de asesinato. Tenía al menos cinco centímetros de grosor y estaba cubierto de polvo y cerrado con una goma elástica. La goma sostenía también una vieja tarjeta de registro verde.
– Lo encontré.
Había una nota de triunfo en la voz de la mujer. Bosch supuso que sería el mayor logro del día para ella.
– Fantástico.
La mujer dejó el pesado archivo en el mostrador.
– «Marjorie Lowe. Homicidio. Mil novecientos sesenta y uno.» Veamos… -Beaupre cogió la tarjeta de la carpeta y la miró-. Sí, usted fue el último que se lo llevó. Veamos, fue hace cinco años. Entonces estaba en robos y homicidios y…
– Sí. Y ahora estoy en Hollywood. ¿Quiere que firme otra vez?
Ella le puso la tarjeta verde delante.
– Sí, y anote también su número de identificación, por favor.
Bosch hizo lo que le pedían y se dio cuenta de que la mujer lo estaba observando mientras escribía.
– Es zurdo.
– Sí.
Volvió a pasarle la tarjeta por el mostrador.
– Gracias, Geneva.
Bosch la miró. Deseaba decir algo más, pero temía cometer un error. Ella le devolvió la mirada y en su rostro se formó una sonrisa de abuela.
– No sé lo que está haciendo, detective Bosch, pero le deseo suerte. Seguro que es importante si vuelve después de cinco años.
– Son muchos más años, Geneva. Muchos más.
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Bosch retiró todo el correo viejo y los manuales de carpintería de la mesa del comedor y colocó en ella la carpeta y su libreta. Se acercó al equipo de música y puso un disco compacto:
Esta vez quería asegurarse de que sí lo estaba antes de abrirlo, por eso dedicó un buen rato a examinar la cubierta de plástico resquebrajada como si ésta contuviera alguna pista acerca de su preparación. Un recuerdo le inundó la mente. Un chico de once años en una piscina, agarrándose a la escalera de acero del costado, sin aliento y llorando, con las lágrimas disimuladas por el agua que resbalaba del cabello mojado. El niño estaba asustado. Solo. Se sentía como si la piscina fuera un océano que debía cruzar.
Brown estaba tocando
El expediente correspondía al caso abierto el 28 de octubre de 1961, el asesinato de Marjorie Phillips Lowe. Su madre.
Las páginas de la carpeta estaban de color amarillo oscuro y rígidas por el paso de los años. Mientras las miraba y las leía, Bosch se sintió inicialmente sorprendido por lo poco que habían cambiado las cosas en casi treinta y cinco años. Muchos de los formularios de investigación de la carpeta continuaban utilizándose. El Informe Preliminar y el Registro Cronológico del Agente Investigador eran los mismos que usaba él, salvo por algunas palabras cambiadas para adaptarse a sentencias judiciales y a criterios de corrección política. Las casillas de descripción donde antes ponía «negro», se cambiaron después por «de color» y más tarde por «afroamericano». La lista de móviles en la Proyección Preliminar del Caso no incluía la violencia doméstica ni las clasificaciones odio-prejuicio que figuraban en la actualidad. Las hojas de resumen de interrogatorios carecían de casillas para marcar que se habían comunicado las advertencias Miranda.
Aparte de ese tipo de modificaciones, los informes eran idénticos y Bosch decidió que la investigación de homicidios continuaba básicamente igual que entonces. Por supuesto, se habían producido avances tecnológicos increíbles en los últimos treinta y cinco años, pero pensaba que había cosas que eran siempre las mismas y que no iban a cambiar. El trabajo de campo, el arte de interrogar y escuchar, de saber cuándo fiarse de un instinto o una corazonada. Ésas eran cosas que no cambiaban, que no podían cambiar.
El caso había sido asignado a dos investigadores de la mesa de homicidios de Hollywood. Claude Eno y Jake McKittrick. Los informes que redactaron estaban en orden cronológico en la carpeta. En los informes preliminares se referían a la víctima por el nombre, lo cual indicaba que había sido identificada de inmediato. En una de esas páginas se decía que la víctima fue hallada en un callejón, detrás del lado norte de Hollywood Boulevard, entre Vista y Gower. La falda y la ropa interior de la víctima habían sido desgarradas por su agresor. Se suponía que habían abusado sexualmente de ella y que la habían estrangulado. El cadáver había sido abandonado en un cubo de basura situado ante la puerta trasera de una tienda de recuerdos de Hollywood llamada Startime Gifts amp; Gags. El cuerpo fue descubierto a las 7.35 por un agente de patrulla que recorría a pie las calles del bulevar y que solía echar un vistazo en los callejones al principio de cada turno. El bolso de la víctima no se encontró pero ésta fue identificada de inmediato porque el agente la conocía. En la hoja siguiente quedaba claro por qué la conocía.
La víctima tenía un historial de detenciones por rondar en Hollywood. (Véanse ID 55-002, 55-913, 56-111, 59-056, 60-815 Y 60-1121.) Los detectives de antivicio Gilchrist y Stano describieron a la víctima como una prostituta que trabajaba periódicamente en la zona de Hollywood y que había sido advertida repetidamente. La víctima vivía en los apartamentos El Río, situados dos manzanas al norte de la escena del crimen. Se cree que la víctima se hallaba en la actualidad implicada en actividades de prostitución mediante contacto telefónico. AN 1906 pudo hacer la identificación de la víctima por la familiaridad de haberla visto en la zona en años anteriores.
Bosch miró el número del agente notificador. Sabía que el número 1906 pertenecía a un agente de patrulla que se había convertido en uno de los hombres más poderosos del departamento, el subdirector Irvin S. Irving. En una ocasión Irving le había confiado a Bosch que había conocido a Marjorie Lowe y que había sido él quien la había encontrado.
Bosch encendió un cigarrillo y continuó leyendo. Los informes, escritos de manera descuidada, eran superficiales y estaban plagados de nombres mal escritos. Al leerlos, a Bosch le quedó claro que Eno y McKittrick no dedicaron mucho tiempo al caso. Había muerto una prostituta. Era un riesgo inherente al trabajo. Ellos tenían problemas más importantes.
Se fijó en que en el informe de investigación de la muerte había una casilla para señalar al familiar más próximo. Decía:
Hieronymus Bosch (Harry), hijo, edad 11 años, orfanato McClaren. Notificación realizada el 28-1 O a las 15.00. Bajo custodia del Departamento de Servicios Sociales Públicos desde 7-1960. MI. (Véanse informes de detención de la víctima 60-815 y 60-1121.) Padre desconocido. El hijo permanece en custodia en espera de padres de acogida.
Al leer el informe, Bosch podía descifrar fácilmente las abreviaturas e interpretar el texto. MI significaba «madre inadecuada». Al cabo de tantos años, la ironía no le pasó inadvertida a Bosch. El chico había sido arrebatado a una madre presumiblemente inadecuada para ser insertado en un sistema de protección igualmente inadecuado. Lo que Bosch más recordaba era el ruido. Siempre había mucho ruido. Como en una prisión.
Bosch se acordaba de que McKittrick había sido el encargado de darle la noticia. Fue durante la hora de piscina. La piscina cubierta estaba llena de la espuma que provocaban un centenar de niños que nadaban, chapoteaban y gritaban. Después de salir del agua, Harry se había echado sobre los hombros una toalla blanca que había sido lavada y blanqueada tantas veces que parecía de cartón. McKittrick le comunicó la noticia y él regresó a la piscina, donde sus sollozos quedaron silenciados bajo el agua.
Tras pasar rápidamente los informes complementarios referidos a las detenciones previas de la víctima, Bosch llegó al informe de la autopsia. Se saltó la mayor parte de ésta, porque no necesitaba conocer los detalles, y se concentró en la página resumen, donde había un par de sorpresas. La hora de la muerte se estableció entre siete y nueve horas antes del hallazgo del cadáver. Alrededor de medianoche. La sorpresa estaba en la causa oficial de la muerte, que se hacía constar como golpe contundente en la cabeza. El informe describía una profunda contusión encima de la oreja derecha con inflamación pero sin laceración que causara una hemorragia fatal en el cerebro. El informe decía que el asesino podría haber creído que estrangulaba a la víctima después de haberla dejado inconsciente de un golpe, no obstante, la conclusión del forense era que Marjorie Lowe ya estaba muerta cuando el asesino apretó el cinturón de la propia víctima en torno al cuello. El informe aseguraba asimismo que aunque se había hallado semen en la vagina, no existían otras heridas relacionadas habitualmente con la violación.
Al releer el resumen con mirada de investigador, Bosch advirtió que las conclusiones de la autopsia enmarañaron las cosas a los dos detectives originalmente asignados al caso. La hipótesis inicial basada en la apariencia del cadáver era que Marjorie Lowe había sido víctima de un crimen sexual. Eso invocaba el espectro de un encuentro casual -tan casual como las relaciones propias de su profesión- que condujo a su muerte. Pero el hecho de que el estrangulamiento ocurriera después de la muerte y de que no hubiera prueba convincente de violación abría otra posibilidad. Existían factores a partir de los cuales se podía especular que la víctima había sido asesinada por alguien que posteriormente trató de camuflar su implicación y motivos en el azar de un crimen sexual. A Bosch sólo se le ocurría una razón para esa voluntad de despistar, si es que había habido tal. El asesino conocía a la víctima. A medida que avanzaba se preguntó si McKittrick y Eno habían llegado a las mismas conclusiones que él.
Había un sobre de 20 x 25 en el archivo que contenía las fotos de la escena del crimen y la autopsia. Bosch se lo pensó un buen rato antes de dejar el sobre a un lado. Igual que le había ocurrido la última vez que había sacado el expediente de los archivos, no podía mirar.
Lo siguiente era otro sobre con un inventario de pruebas grapado. Estaba casi en blanco.
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