"El último coyote" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)

PRUEBAS RECUPERADAS

Caso 61-743


Huellas dactilares extraídas del cinturón de cuero con conchas plateadas de la víctima.


Informe SID n.º 1114 06-11-61


Arma homicida recuperada: cinturón de cuero negro de la víctima con conchas. Propiedad de la víctima.


Ropa propiedad de la víctima. Archivada en custodia de pruebas. Taquilla 73B LAPDHQ

1 blusa blanca, manchada de sangre

1 falda negra, rasgada en la costura

1 par de zapatos negros de tacón alto

1 par de medias negras, rasgadas

1 braga, rasgada

1 par de pendientes dorados

1 brazalete dorado

1 cadena de oro con una cruz


Eso era todo. Bosch examinó largo rato la lista antes de anotar los datos en su libreta. Algo le inquietaba, pero no conseguía precisarlo. Todavía no. Estaba asimilando demasiada información y tenía que dejar que ésta se asentara antes de que afloraran las anomalías.

Lo dejó estar por el momento y abrió el sobre de las pruebas, rompiendo la cinta roja que lo sellaba y que se había agrietado con los años. En el interior había una tarjeta amarillenta con dos huellas dactilares completas, de un pulgar y un dedo índice, y varias parciales, obtenidas después de aplicar polvo negro al cinturón. En el sobre también había una tarjeta de contenido, de color rosa, que detallaba la ropa de la víctima, la cual había sido guardada en una taquilla para pruebas. La ropa nunca se había sacado de la taquilla porque nunca se había celebrado juicio. Bosch puso ambas tarjetas a un lado, preguntándose qué habría ocurrido con la ropa. A mediados de los sesenta se había construido el Parker Center y el departamento de policía se había establecido allí. El antiguo cuartel general había sido demolido hacía mucho. ¿Qué había ocurrido con las pruebas de los casos no resueltos?

El siguiente elemento del expediente era un conjunto de informes resumen de los interrogatorios conducidos en los primeros días de la investigación. La mayoría de ellos eran de personas con un conocimiento periférico de la víctima. Gente como otros residentes en los apartamentos El Río y compañeras de profesión de Marjorie Lowe. Había un informe breve que captó el interés de Bosch. Se trataba de un interrogatorio llevado a cabo tres días después del asesinato con una mujer llamada Meredith Roman, a quien se describía como asociada y en un tiempo compañera de habitación de la difunta. En el momento del informe también vivía en El Río, en el piso de arriba del de la víctima. El informe había sido redactado por Eno, quien parecía el vencedor indiscutible en analfabetismo, cuando se comparaba la redacción de los dos investigadores asignados al caso.


Meredith Roman (9-10-1930) fue interrogada a fondo el día de la fecha en el apartamento de El Río donde vivía un piso por encima del apartamento de la víctima. La señorita Roman proporcionó a este detective muy poca información útil en relación con las actividades de Marjorie Lowe durante el periodo de la última semana de vida.

La señorita Roman reconoció que había estado implicada en actos de prostitución en compañía de la víctima en numrosas ocasiones en los ocho años previos, pero no había sido fichada (después confirmado). Dijo al detective abajo firmante que esos encuentros estaban consertados por un hombre llamado Johnny Fox (2-2-1933), que reside en el 1110 de Ivar, en Hollywood. Fox, 28 años, no tenía historial de detenciones, pero la inteligencia antivicio confirma que había sido sospechoso con anterioridad en casos de alcahuetería, asalto malicioso y venta de heroína.

La señorita Roman afirma que la última vez que vio a la víctima fue en una fiesta en el segundo piso del Hotel Roosevelt el 21-10. La señorita Roman no asistió a la fiesta con la víctima, pero la vio allí momentáneamente en una breve conversación.

La señorita Roman asegura que ahora piensa retirarse del negocio de la prostitución y abandonar Los Ángeles. Afirma que comunicará a los detectives su nueva dirección y teléfono por si es preciso contactar con ella. Su atitud fue coperativa con el firmante.


Bosch inmediatamente buscó otra vez el informe de Johnny Fox. No lo había. Buscó en la parte inicial del expediente el informe cronológico para ver si alguna entrada mencionaba que habían hablado con Fox. El informe cronológico se limitaba a entradas de una línea que hacían referencia a otros informes. En la segunda página encontró una única anotación.


3-11 800-2000 Vigilancia del apto. de Fox. No aparece.


No había ninguna otra mención de Fox en el informe, pero cuando Bosch leyó el 1 C hasta el final, otra entrada captó su atención.


5-11 940 A. Conklin consierta cita.


Bosch conocía el nombre. Amo Conklin había sido fiscal del distrito en Los Ángeles en la década de 1960. Si la memoria no le fallaba, en 1961 Conklin aún no era fiscal del distrito, pero sí uno de los fiscales principales. Su interés en el asesinato de una prostituta le resultó curioso a Bosch. Sin embargo, en el expediente no había nada que proporcionara una respuesta. No había resumen de una entrevista con Conklin. Nada.

Se fijó en que el verbo concertar ya había sido mal escrito en el informe cronológico del resumen de la entrevista con Roman que había redactado Eno. Bosch concluyó que Conklin había llamado a Eno para establecer la cita. Sin embargo, desconocía el significado de esto, si es que lo tenía. Anotó el nombre de Conklin en la parte superior de una hoja de su libreta.

Volviendo a Fox, Bosch no lograba entender por qué no fue localizado para ser interrogado por Eno y McKittrick. Parecía el sospechoso natural: el macarra de la víctima. Y si habían interrogado a Fox, Bosch no podía entender por qué no existía en el expediente del caso ningún informe respecto a una pieza clave de la investigación.

Bosch se sentó y encendió un cigarrillo. Ya estaba tenso por la sospecha de que ocurrían cosas extrañas en el caso. Sintió un tirón interior causado por la indignación. Cuanto más leía, más se reafirmaba en la idea de que el caso había sido mal llevado desde el principio.

Volvió a inclinarse sobre la mesa y continuó pasando páginas de la carpeta mientras fumaba. Había más resúmenes de entrevistas e informes carentes de sentido. Era todo simple relleno. Cualquier poli de homicidios digno de llevar placa podía producir como churros ese tipo de informes si quería llenar una carpeta y dar la sensación de que había llevado a cabo una investigación concienzuda. Al parecer, a McKittrick y Eno no les faltaban cualidades en este sentido. Pero cualquier poli de homicidios digno de llevar placa también era capaz de darse cuenta de que era relleno en cuanto lo veía. El sentimiento de vacío en el estómago se hizo más intenso.

Finalmente, Bosch llegó al primer Informe de Seguimiento de la Investigación. Estaba fechado una semana después del asesinato y escrito por McKittrick.


El caso del homicidio de Marjorie Phillips Lowe continúa abierto en este momento. No se han identificado sospechosos.

La investigación hasta la fecha ha determinado que la víctima estaba implicada en la prostitución en la zona de Hollywood y podría haber sido víctima de un cliente que cometió el homicidio.

El sospechoso preliminar John Fox negó su implicación en el incidente y ha sido descartado en este momento a través de la comparación de las huellas y la confirmación de su coartada por medio de testigos.

No se han identificado sospechosos. John Fox asegura que el viernes 30-11, aproximadamente a las 21 horas, la víctima salió de su residencia en los apartamentos El Rio para ir a un lugar no determinado para propósitos de prostitución. Fox afirma que la cita fue establecida por la víctima y que él no tenía conocimiento. Fox afrima que no era extraño que la víctima tuviera relaciones sin su conocimiento.

La ropa interior de la víctima fue hallada desgarrada. Nótese, no obstante, que un par de medias también pertenecientes a la víctima no presentaban ninguna carrera y se cree que probablemente se las quitó voluntariamente.

La experiencia y el instinto de los investigadores lleva a la conclusión de que la víctima se topó con una encerrona en la localización desconocida después de llegar de manera voluntaria y probablemente quitarse algo de ropa. El cadáver fue transportado posteriormente al cubo de basura situado en un callejón entre Vista y Gower, donde fue descubierto a la mañana siguiente.

La testigo Meredith Roman fue entrevistada nuevamente hoy y solicitó modificar su declaración inicial. Roman informó a este investigador que creía que la víctima había acudido a una fiesta en Hancock Park la noche anterior al hallazgo de su cadáver. No podía dar el nombre ni la dirección de la fiesta. La señorita Roman explicó que pensaba asistir con la víctima, pero esa tarde fue agredida por John Fox en una disputa por dinero. No pudo asistir a la fiesta porque se sentía impresentable a causa de un moretón en la cara. (Fox admitió haber golpeado a Roman en una posterior entrevista telefónica. Roman rechazó denunciado.)

La investigación se encuentra paralizada pues no existen más pistas en este momento. Los investigadores han solicitado la ayuda de agentes de la sección de antivicio en busca de conocimiento de incidentes similares o de posibles sospechosos.


Bosch volvió a leer la página y trató de interpretar lo que de verdad se estaba diciendo del caso. Una cosa que le quedaba clara era que, aunque no hubiera un informe de resumen del interrogatorio, era obvio que Johnny Fox había sido interrogado por Eno y McKittrick. Había sido descartado. La cuestión era: ¿Por qué no habían escrito un informe de la entrevista? ¿O lo habían escrito y luego lo habían retirado del expediente? Y en ese caso, ¿quién lo había retirado y por qué?

Por último, Bosch estaba intrigado por la ausencia de toda mención de Amo Conklin en el resumen o en cualquier otro informe salvo el cronológico de la investigación. Quizá, pensó Bosch, se habían retirado más informes aparte del resumen de la entrevista con Fox.

Bosch se levantó y fue a buscar su maletín, que había dejado en la encimera de la cocina, al lado de la puerta. De allí sacó su agenda personal de teléfonos. No tenía el número de los archivos del departamento, de manera que llamó al del registro general y le pasaron. Una mujer contestó después de nueve tonos.

– Ah, ¿señora Beaupre? ¿Geneva?

– ¿Sí?

– Hola, soy Harry Bosch. He estado allí esta mañana para retirar un expediente.

– Sí, de Hollywood. El viejo caso.

– Sí. ¿Podría decirme si todavía tiene la tarjeta de control en el mostrador?

– Espere un momento, ya la he archivado. -Regresó al cabo de un momento-. Sí, la tengo aquí.

– ¿Podría decirme quién más ha sacado este expediente antes?

– ¿Para qué necesita saberlo?

– Faltan páginas del archivo, señora Beaupre. Me gustaría saber quién puede tenerlas.

– Bueno, usted fue el último en sacarlo. He mencionado que fue en…

– Sí, lo sé. Hace unos cinco años. ¿Consta que haya sido sacado desde entonces o antes? No me he fijado cuando he firmado la tarjeta hoy.

– Bueno, no cuelgue y déjeme ver. -Bosch esperó y ella continuó enseguida-. Vale, ya lo tengo. Según esta tarjeta, la única otra vez que se sacó el archivo fue en mil novecientos setenta y dos. Ha llovido mucho desde entonces.

– ¿Quién lo sacó?

– Está garabateado. No puedo… Parece que pone Jack… eh, Jack McKillick.

– Jake McKittrick.

– Podría ser.

Bosch no sabía qué pensar. McKittrick fue el último en tener el expediente, pero eso fue más de diez años después del asesinato. ¿Qué significaba? Bosch sentía que la confusión le tendía una emboscada. No sabía lo que esperaba oír, pero seguramente algo más que un nombre garabateado más de veinte años atrás.

– De acuerdo, señora Beaupre, muchas gracias.

– Bueno, si faltan páginas voy a tener que hacer un informe y entregárselo al señor Aguilar.

– No creo que sea necesario, señora. Puede que me haya equivocado con las páginas que faltan. Quiero decir, ¿cómo podrían faltar páginas si nadie lo ha mirado desde la última vez que lo tuve yo?

Bosch le dio las gracias nuevamente y colgó, con la esperanza de que su buen humor lograra que ella no tomara ninguna medida después de su llamada. Abrió la nevera y miró en su interior mientras pensaba en el caso, después la cerró y volvió a la mesa.

Las últimas páginas que había en el expediente del asesinato correspondían a un informe de revisión fechado el 3 de noviembre de 1962. El procedimiento del departamento de homicidios exigía que todos los casos no resueltos se revisaran después de un año por otros detectives para que éstos buscaran algo que pudiera haberse pasado por alto a los primeros. Sin embargo, en la práctica, era un proceso burocrático. A los detectives no les seducía la idea de encontrar los errores de sus colegas. Además, tenían su propia carga de casos de los que preocuparse. Cuando se les asignaban estas revisiones hacían poco más que leer por encima el archivo, efectuar algunas llamadas a testigos y después enviar la carpeta a los archivos.

En este caso, el informe de diligencia debida escrito por los nuevos detectives llamados Roberts y Jordan llegaba a la misma conclusión que los informes de Eno y McKittrick. Después de dos páginas que detallaban las mismas pruebas y entrevistas ya conducidas por los investigadores iniciales, el informe concluía que no había pistas que pudieran investigarse y que no había esperanza para una «conclusión con éxito» del caso. Fin de la diligencia debida.

Bosch cerró el expediente. Sabía que después de que Roberts y Jordan presentaran el informe, la carpeta había sido enviada a archivos como un caso muerto. Había acumulado polvo hasta que, según la tarjeta de control, McKittrick lo había sacado por razones desconocidas en 1972. Bosch anotó el nombre de McKittrick debajo del de Conklin en la libreta. Después anotó los nombres de otras personas que podrían ser útiles de entrevistar. Si seguían con vida y podían ser localizadas.

Bosch se reclinó en su silla y se dio cuenta de que el disco había terminado sin que él se apercibiera. Miró el reloj. Eran las dos y media. Todavía disponía de casi toda la tarde, pero no estaba seguro de qué hacer con ella.

Fue al armario del dormitorio y sacó la caja de zapatos del estante. Era la caja de su correspondencia, llena de cartas, postales y fotos que quería conservar durante el resto de su vida. Contenía objetos que databan incluso de su época en Vietnam. Aunque apenas miraba en la caja, en su cabeza guardaba un inventario casi perfecto del contenido. Cada objeto tenía un motivo para ser salvado.

Encima estaba el último añadido a la caja, una postal de Venecia. De Sylvia. Era de un cuadro que ella había visto en el palacio ducal, El paraíso y el infierno, de Hieronymus Bosch. Se veía a un ángel que escoltaba a uno de los benditos a través de un túnel hasta la luz del cielo. Ambos flotaban hacia el cielo. La postal era la última noticia que había tenido de ella. Leyó el texto del dorso.


Harry, pensé que te interesaría esta obra del pintor que se llama como tú. La vi en el palacio. Es hermosa. Por cierto, me encanta Venecia. Creo que podría quedarme para siempre. S.


«Ya no me quieres», pensó Bosch mientras ponía la tarjeta a un lado y empezaba a bucear en otros objetos de la caja. No volvió a distraerse. A medio camino de la caja encontró lo que estaba buscando.

El trayecto de salida hasta Santa Mónica a mediodía fue inacabable. Bosch tuvo que tomar por el camino largo, la 101 hasta la 405 y después recto, porque aún faltaba una semana para que reabrieran la 10. Cuando llegó a Sunset Park ya eran más de las tres. La casa que estaba buscando se hallaba en Pier Street. Era un pequeño bungaló estilo Craftsman instalado en lo alto de una colina. Tenía un porche con buganvillas rojas en la barandilla. Cotejó la dirección del buzón con la de la vieja felicitación de Navidad que tenía en el asiento de al lado. Aparcó junto al bordillo y miró una vez más la vieja tarjeta. Se la habían enviado cinco años antes al Departamento de Policía de Los Ángeles. Nunca había contestado. Hasta ese día.

Al salir percibió el olor del mar y supuso que las ventanas del oeste de la casa dispondrían de una vista limitada del océano. Había unos cinco grados menos que en su casa, de manera que volvió a buscar en el interior del coche para sacar la americana. Caminó hasta el porche de la entrada mientras se la ponía.

La mujer que abrió la puerta blanca después de una llamada estaba en mitad de los sesenta y así lo aparentaba. Se mantenía delgada. Tenía el cabello oscuro, pero las raíces grises empezaban a mostrarse y ya necesitaba un nuevo tinte. Llevaba una gruesa capa de lápiz de labios y vestía una blusa blanca con caballitos de mar azules encima de unos elásticos azul marino. Le dedicó una sonrisa de bienvenida y Bosch la reconoció, aunque se dio cuenta de que su propia imagen resultaba completamente ajena a la mujer. Habían pasado casi treinta y cinco años desde la última vez que ella lo había visto. Bosch le devolvió la sonrisa de todos modos.

– ¿Meredith Roman?

La mujer perdió la sonrisa con la misma rapidez con que la había encontrado antes.

– Ése no es mi nombre -dijo con voz cortante-. Se ha equivocado de sitio.

La mujer hizo un movimiento para cerrar la puerta, pero Bosch puso las manos para pararla. Trató de actuar de la forma menos amenazadora posible, pero vio que el pánico asomaba a los ojos de la mujer.

– Soy Harry Bosch -dijo con rapidez.

Ella se quedó paralizada y miró a Bosch a los ojos. Harry vio que el pánico desaparecía. El reconocimiento y los recuerdos inundaron los ojos de la mujer como lo hacen las lágrimas. Recuperó la sonrisa.

– Harry. ¿El pequeño Harry?

Bosch dijo que sí con la cabeza.

– Oh, querido, ven aquí. -La mujer lo atrajo a un fuerte abrazo y le habló al oído-. Oh, qué alegría verte después de… Déjame verte.

La mujer lo apartó y separó las manos como si estuviera admirando toda una habitación llena de pinturas. Sus ojos eran animados y sinceros. A Bosch le hizo sentirse bien y triste al mismo tiempo. No debería haber esperado tanto. Tendría que haberla visitado por otras razones que las que le habían llevado hasta allí.

– Oh, pasa, Harry, pasa.

Bosch accedió a una sala de estar bellamente amueblada. El suelo era de roble americano y las paredes estucadas estaban limpias y blancas. Los muebles eran casi todos de ratán blanco. La vivienda era luminosa y brillante, pero Bosch sabía que había llegado para llevar la oscuridad.

– ¿Ya no te llamas Meredith?

– No, Harry, desde hace mucho tiempo.

– ¿Cómo he de llamarte?

– Me llamo Katherine. Con K. Katherine Register. Era el apellido de mi marido. Chico, era tan recto. Aparte de mí lo más cerca que el hombre estuvo de algo ilegal fue mencionarlo.

– ¿Era?

– Siéntate, Harry, por el amor de Dios. Sí, murió hace cinco años, el día de Acción de Gracias.

Bosch se sentó en el sofá y ella ocupó la silla que estaba al otro lado de la mesa baja de cristal.

– Lo siento.

– No importa, no lo sabías. Ni siquiera lo conociste y yo he sido durante mucho tiempo una persona diferente. ¿Quieres tomar algo? ¿Café o una copa?

Bosch pensó que le había escrito la postal en Navidades, poco después de la muerte de su marido. Sintió otra punzada de culpa por no haber contestado.

– ¿Harry?

– Oh, eh, no, gracias. Yo… ¿Quieres que te llame por tu nuevo nombre?

Ella se echó a reír por lo ridículo de la situación y Bosch se unió a la risa.

– Llámame como quieras. -La mujer se rió con una risa infantil que Bosch recordaba desde hacía mucho tiempo-. Me alegro mucho de verte. Me alegro de cómo…

– ¿De cómo he crecido?

Ella se rió otra vez.

– Sí, supongo. ¿Sabes? Me enteré de que estabas en la policía porque leí tu nombre en algunos artículos de periódico.

– Ya sé que lo sabías. Recibí la tarjeta que mandaste a la comisaría. Debió de ser justo después de la muerte de tu marido. Yo, uf, siento no haberte escrito ni haberte visitado. Tendría que haberlo hecho.

– No importa, Harry. Sé que estás ocupado con el trabajo. Me alegro de que recibieras mi postal. ¿Tienes familia?

– Eh, no. ¿Y tú? ¿Tienes hijos?

– Oh, no. Ningún hijo. Estarás casado, ¿no? Un hombre guapo como tú…

– No, ahora mismo estoy solo.

Katherine Register asintió, al parecer notando que él no había venido a explicarle su vida. Por un momento ambos se limitaron a mirarse, y Bosch se preguntó qué pensaba ella realmente de que fuera poli. La alegría inicial de verse el uno al otro estaba cayendo en la incomodidad que conlleva el hecho de que los viejos secretos se acerquen a la luz.

– Supongo… -No terminó la frase. Sus dotes de investigador lo habían abandonado-. Si no es molestia tomaría un vaso de agua. -Fue lo único que se le ocurrió.

– Ahora vuelvo. -Ella se levantó rápidamente y fue a la cocina.

Bosch oyó que sacaba hielo de una cubitera. Eso le dio tiempo para pensar. Había tardado una hora en llegar a la casa, pero no había pensado ni por un momento en cómo iría la entrevista ni en cómo abordaría lo que quería decir y preguntar. Katherine volvió al cabo de medio minuto con un vaso de agua con hielo. Le tendió el vaso y colocó un posavasos de corcho delante de él en la mesa de café.

– Si tienes hambre, puedo traerte unas tostadas y queso.

No sé cuánto tiempo…

– No, está bien. Muchas gracias.

La saludó con el vaso y se bebió la mitad del agua antes de volver a dejarlo en la mesa.

– Harry, usa el posavasos. Cuesta mucho quitar los cercos del vidrio.

Bosch miró lo que acababa de hacer.

– Oh, lo siento. -Corrigió la posición del vaso.

– Eres detective.

– Sí, trabajo en Hollywood ahora… Eh, pero ahora mismo no estoy trabajando. Más o menos estoy de vacaciones.

– Ah, eso tiene que estar bien.

El ánimo de ella pareció levantarse, como si hubiera entrevisto una posibilidad de que Bosch no hubiera ido a verla por trabajo. Bosch sabía que era el momento de ir al grano.

– Mere…, eh, Katherine. Necesito preguntarte algo.

– ¿Qué es, Harry?

– Echo un vistazo y veo que tienes una casa muy bonita y un nombre diferente y una vida diferente. Ya no eres Meredith Roman y ya sé que no necesitas que yo te lo diga. Tienes… Creo que lo que te estoy diciendo es que puede ser difícil hablar del pasado. Sé que para mí lo es. Y, créeme, no quiero hacerte ningún daño.

– Has venido a hablar de tu madre.

Bosch asintió con la cabeza y fijó la vista en el vaso que había en el posavasos de corcho.

– Tu madre era mi mejor amiga -dijo la señora Register-. A veces creo que tuve oportunidad de criarte tanto como ella. Hasta que se te llevaron, hasta que te alejaron de nosotras.

Bosch levantó la cabeza para mirada. Los ojos de la mujer estaban perdidos en recuerdos distantes y dolorosos.

– No creo que pase un solo día sin que piense en ella. Éramos unas niñas pasándolo bien. Nunca creímos que ninguna de las dos pudiera resultar herida. -Se levantó de golpe-. Harry, ven aquí, quiero enseñarte algo.

Bosch la siguió a través de un pasillo enmoquetado hasta un dormitorio. Había una cama de cuatro postes con colchas de color azul pálido, una mesa de escritorio de roble y mesillas de noche de la misma madera. Katherine Register señaló el escritorio. Había varias fotos enmarcadas. La mayoría eran de Katherine y un hombre que parecía mucho más viejo que ella en las imágenes. Bosch supuso que era su difunto marido. Sin embargo, ella le mostró la que estaba a la derecha. La foto era vieja, de aspecto descolorido. Era una imagen de dos mujeres jóvenes con un niño de tres o cuatro años.

– Siempre la he tenido aquí, Harry. Incluso cuando mi marido estaba vivo. Él conocía mi pasado. Yo se lo conté. No le importaba. Pasamos veintitrés magníficos años juntos. Mira, el pasado es lo que tú haces de él. Puedes usarlo para hacer daño a otro o a ti mismo, o puedes usarlo para hacerte fuerte. Yo soy fuerte, Harry. Vamos, dime por qué has venido a visitarme.

Bosch estiró el brazo hasta la foto enmarcada y la cogió.

– Quiero… -Levantó la mirada de la foto y miró a Katherine-. Voy a descubrir quién la mató.

Una mirada indescifrable quedó congelada en el rostro de la mujer durante un momento y después, sin decir ni una palabra, cogió la foto enmarcada de las manos de Bosch y volvió a dejarla en el escritorio. A continuación volvió a atraerlo a un fuerte abrazo y apoyó la cabeza en el pecho de él. Bosch podía verse a sí mismo abrazándola en el espejo de encima del escritorio. Cuando Katherine se separó y lo miró, Bosch vio que las lágrimas ya le resbalaban por las mejillas. El labio inferior le temblaba ligeramente.

– Vamos a sentarnos -dijo Bosch.

Katherine sacó dos pañuelos de papel de una caja que había encima del escritorio y él la acompañó de nuevo a la silla de la sala de estar.

– ¿Quieres que te traiga un poco de agua?

– No, estoy bien. Voy a parar de llorar, lo siento.

La mujer se enjugó las lágrimas con los pañuelos. Bosch volvió a sentarse en el sofá.

– Solíamos decir que éramos las dos mosqueteras, una para las dos y las dos para una. Era una estupidez, pero lo decíamos porque éramos muy jóvenes y muy amigas.

– Estoy empezando de cero en esto, Katherine. Saqué los viejos informes de la investigación. Era…

Ella hizo un sonido de desprecio y negó con la cabeza.

– No hubo investigación. Fue una broma.

– Eso mismo creo yo, pero no entiendo por qué.

– Mira, Harry, tú sabes lo que era tu madre.

Bosch asintió y Katherine continuó.

– Era una chica alegre. Las dos lo éramos. Estoy segura de que sabes que es la forma educada de decirlo. Y a los polis no les importaba que una de nosotras muriera. Se limitaron a olvidarse de todo el maldito asunto. Sé que tú eres policía, pero entonces era así. Simplemente ella no les importaba.

– Entiendo. Probablemente las cosas no son muy distintas ahora, lo creas o no. Pero tuvo que haber algo más.

– Harry, no sé cuánto quieres saber de tu madre.

Bosch la miró.

– El pasado me hizo fuerte a mí también. Podré soportarlo.

– Estoy segura de que el pasado te hizo fuerte. Recuerdo el sitio donde te pusieron. McEvoy o algo así…

– McClaren.

– Eso es, McClaren. Qué lugar más deprimente. Tu madre venía de visitarte y se sentaba y se echaba a llorar hasta que se le acababan las lágrimas.

– No cambies de tema, Katherine. ¿Qué es lo que tendría que saber de ella?

Katherine Register asintió con la cabeza, pero dudó un momento antes de continuar.

– Mar conocía a algunos policías, ¿entiendes?

Bosch asintió.

– Las dos conocíamos a polis. Funcionaba así. Tenías que aceptarlo para seguir adelante. Y cuando una está en esa situación y termina muerta, normalmente para los polis es mejor limitarse a barrerlo debajo de la alfombra. «No molestes al perro que duerme», decían. Entiendes el clisé. No querían que nadie quedara en una situación comprometida.

– ¿Estás diciendo que crees que fue un poli?

– No, no estoy diciendo eso en absoluto. No tengo ni idea de quién lo hizo, Harry. Lo siento. Ojalá la tuviera. Pero lo que estoy diciendo es que creo que aquellos dos detectives asignados al caso sabían adónde podía llevarles la investigación. Y no iban a adentrarse por ese camino porque sabían lo que les convenía en el departamento. No eran tan estúpidos y, como he dicho, ella era una chica alegre. A ellos no les importaba, a nadie le importaba. La mataron y punto final.

Bosch miró por la habitación, sin saber qué preguntar a continuación.

– ¿Sabes quiénes eran los polis que ella conocía?

– Fue hace mucho tiempo.

– Pero tú conocías a algunos de esos mismos polis.

– Sí, tenía que hacerlo. Funcionaba así. Usabas a tus contactos para no acabar en la cárcel. Todo el mundo estaba en venta. Al menos entonces. Gente diferente quería formas de pago diferentes. Algunos pedían dinero. Otros, otras cosas.

– En el expediente dice que tú no estabas fichada.

– Sí, yo era afortunada. Me arrestaron varias veces, pero nunca me ficharon. Siempre me soltaban después de hacer mi llamada. Estaba limpia porque conocía a un montón de policías, cielo. ¿Entiendes?

– Sí, entiendo.

Katherine no apartó la mirada cuando lo dijo. Después de tantos años en el buen camino, todavía conservaba su orgullo de puta. Podía hablar de los aspectos más sórdidos de su vida sin parpadear porque lo había superado, y había en ello una dosis de dignidad. La suficiente para el resto de su vida.

– ¿Te importa que fume, Harry?

– No, si puedo fumar yo.

Ambos sacaron sus cigarrillos y Bosch se levantó para encender el de ella.

– Usa ese cenicero de la mesa. Trata de no echar cenizas en la moqueta..

Katherine señaló un pequeño bol de vidrio que había en la mesa, al otro extremo del sofá. Bosch se estiró para cogerlo y después lo sostuvo con una mano mientras fumaba con la otra. Miró al cenicero mientras hablaba.

– Los policías que tú conocías -dijo-, y que probablemente ella también conocía, ¿recuerdas algún nombre?

– He dicho que fue hace mucho tiempo. Y no creo que tengan nada que ver con esto, con lo que le ocurrió a tu madre.

– Irvin S. Irving. ¿Conoces ese nombre?

Ella dudó un momento mientras revisaba el nombre en su memoria.

– Lo conocía. Creo que ella también. Hacía la ronda en el bulevar. Creo que sería muy difícil que ella no lo conociera…, pero no lo sé. Puedo estar equivocada.

Bosch asintió con la cabeza.

– Fue el que la encontró.

Katherine Register se encogió de hombros como para preguntar qué probaba eso.

– Bueno, alguien tenía que encontrarla. La dejaron en plena calle.

– Y un par de tipos de antivicio: Gilchrist y Stano.

Ella vaciló antes de contestar.

– Sí, los conocía… Eran tipos peligrosos.

– ¿Mi madre los conocía? ¿De ese modo?

La mujer asintió con la cabeza.

– ¿A qué te refieres con que eran peligrosos?

– Ellos sólo… A ellos nosotras no les importábamos. Si querían algo, una información, por ejemplo, podían venir a buscarte a una cita o a algo más… personal. Venían y lo conseguían. Podían ser muy duros. Los odiaba.

– ¿Ellos…?

– ¿Podían ser asesinos? Mi idea entonces, y también ahora, es que no. No eran asesinos, Harry. Eran polis. Sí, se vendían, pero al parecer todos lo hacían. Pero no es como hoy que lees el periódico y ves a un poli en juicio por matar o pegar o lo que sea. Es… lamentable.

– Bueno. ¿Se te ocurre alguien más?

– No.

– ¿Ningún nombre?

– Borré todo eso de mi cabeza hace mucho tiempo.

– Entiendo.

Bosch quería sacar la libreta, pero no quería que la visita pareciera un interrogatorio. Trató de recordar qué más había leído en el expediente del caso que pudiera preguntarle.

– ¿Y ese tipo, Johnny Fox?

– Sí, les hablé de él a los detectives. Se entusiasmaron, pero luego no pasó nada. Nunca lo detuvieron.

– Creo que sí, pero después lo soltaron. Sus huellas dactilares no coincidían con las del asesino.

Ella arqueó las cejas.

– Bueno, eso es una novedad para mí. Nunca me dijeron nada de ningunas huellas.

– En tu segundo interrogatorio… con McKittrick, ¿lo recuerdas?

– En realidad no. Sólo recuerdo que eran policías. Dos detectives. Uno era más listo que el otro, de eso sí me acuerdo. Pero no recuerdo quién era quién. Parecía que el más tonto era el jefe, y eso era lo habitual entonces.

– Bueno, no importa, McKittrick habló contigo la segunda vez. En su informe dice que cambiaste tu declaración y le hablaste de esa fiesta en Hancock Park.

– Sí, la fiesta. Yo no fui porque ese… Johnny Fox me pegó la noche anterior y tenía un moretón en la mejilla. Era muy exagerado. Intenté disimularlo con maquillaje, pero la hinchazón no podía disimularse. Créeme, no había mucho negocio en Hancock Park para una chica alegre con un bulto en la cara.

– ¿Quién daba la fiesta?

– No lo recuerdo. No sé si sabía entonces de quién era la fiesta.

Algo de la forma en que ella respondió inquietó a Bosch. Su tono había cambiado y sonó casi como una respuesta ensayada.

– ¿Estás segura de que no te acuerdas?

– Claro. Estoy segura. -Katherine se levantó-. Creo que voy a tomar un poco de agua.

La mujer se llevó el vaso para volver a llenarlo y salió una vez más de la habitación. Bosch se dio cuenta de que su familiaridad con la mujer, su emoción al verla después de tanto tiempo, había bloqueado la mayor parte de sus instintos de investigador. No tenía sensibilidad para captar la verdad. No sabía si había algo más en lo que ella decía o no. De alguna manera tenía que hacer virar otra vez la conversación hacia la fiesta. Pensaba que Katherine sabía más de lo que había dicho hacía tantos años.

Ella volvió con dos vasos llenos de agua con hielo y de nuevo puso el de Bosch encima del posavasos de corcho. Hubo algo en la forma en que ponía el vaso con tanto cuidado que le dio un conocimiento de ella que no había surgido a través de las palabras. Se trataba simplemente de que había trabajado mucho para obtener el nivel de vida del que gozaba. Esa posición y las cosas materiales que conllevaba -como las mesas de café de cristal y las alfombras lujosas- significaban mucho para ella y tenía que cuidarlas.

Katherine dio un largo trago después de sentarse.

– Deja que te cuente algo, Harry. No les dije todo. No mentí, pero no les dije todo. Estaba asustada.

– ¿Asustada de qué?

– Me asusté el día que la encontraron. Verás, había recibido una llamada esa mañana. Antes incluso de que supiera lo que le había ocurrido a ella. Era un hombre, pero no reconocí la voz. Me dijo que si decía algo sería la siguiente. Recuerdo que dijo: «Mi consejo, damita, es que te alejes del bulevar.» Después, por supuesto, oí que la policía estaba en el edificio y que había ido a su apartamento. Entonces oí que estaba muerta. Así que hice lo que me dijeron. Me fui. Esperé una semana hasta que los polis me dijeron que habían acabado conmigo, y me mudé a Long Beach. Me cambié el nombre y cambié de vida. Allí conocí a mi marido y después, al cabo de los años, nos trasladamos aquí… ¿Sabes?, nunca he vuelto a Hollywood, ni siquiera de paso. Es un lugar horrible.

– ¿Qué es lo que no les dijiste a Eno y McKittrick?

Katherine se miró las manos al hablar.

– Tenía miedo, por eso no les dije todo…, pero sabía a quién iba a ver allí en la fiesta. Éramos como hermanas. Vivíamos en el mismo edificio, compartíamos la ropa, los secretos, todo. Todas las mañanas desayunábamos juntas y hablábamos. No había secretos entre nosotras. E íbamos a ir juntas a la fiesta. Por supuesto, después de que… después de que Johnny me pegara, ella tuvo que ir sola.

– ¿A quién iba a ver allí, Katherine? -la incitó Bosch.

– ¿Ves? Es la pregunta adecuada, pero los detectives nunca me la plantearon. Sólo querían saber qué fiesta era y dónde se celebraba. Eso no importaba. Lo importante era a quién iba a ver allí, y eso nunca lo preguntaron.

– ¿A quién iba a ver?

Katherine apartó la mirada y la posó en la chimenea. Contempló los troncos fríos y ennegrecidos que habían quedado de un viejo fuego del mismo modo que alguna gente observa fascinada las llamas.

– Era un hombre llamado Arno Conklin. Era un hombre muy importante en el…

– Sé quién era.

– ¿Sí?

– Su nombre estaba en los archivos, pero no de esta forma. ¿Cómo pudiste no decírselo a los polis?

Katherine se volvió y miró a Bosch con acritud.

– No me hables de esa manera. Te he dicho que estaba asustada. Me habían amenazado. Y tampoco habrían hecho nada con el dato. Conklin los compraba y los pagaba. No iban a acercarse a él sólo por la palabra de una… chica de citas que no vio nada, pero conocía un nombre. Tenía que pensar en mí. Tu madre estaba muerta, Harry. No podía hacer nada para evitarlo.

Bosch distinguió los bordes afilados de la ira en los ojos de la mujer. Sabía que la ira estaba dirigida hacia él, pero más todavía hacia ella misma. Katherine podía enumerar todas sus razones en voz alta, pero Bosch sabía que en su interior había pagado un alto precio por no haber hecho lo que debía.

– ¿Crees que Conklin la mató?

– No lo sé. Lo único que sé es que había estado con él antes y nunca hubo nada violento. No sé la respuesta a eso.

– ¿Tienes alguna idea ahora de quién te llamó?

– No, ninguna.

– ¿Conklin?

– No lo sé. De todos modos no conocía su voz.

– ¿Los viste juntos alguna vez? A mi madre y a él.

– Una vez en un baile en la logia masónica. Creo que fue la noche que se conocieron. Johnny Fox los presentó. No creo que Amo supiera nada de ella. Al menos entonces.

– ¿Pudo haber sido Fox quien te llamó?

– No, habría reconocido la voz.

Bosch reflexionó un momento.

– ¿Volviste a ver a Fox después de aquella mañana?

– No, lo evité durante una semana. Fue fácil porque creo que él se estaba escondiendo de los polis. Y después me fui. Quien fuera que me llamara me asustó de verdad. El día que los polis me dijeron que no tenían más preguntas me fui a Long Beach. Hice una maleta y cogí el autobús… Recuerdo que tu madre tenía ropa mía en su apartamento. Cosas que le había prestado. Ni siquiera me molesté en intentar recuperarlas. Sólo cogí lo que tenía y me fui.

Bosch se quedó en silencio. No tenía nada más que preguntar.

– Pienso mucho en esos tiempos -dijo Katherine-. Tu madre y yo estábamos en el arroyo, pero éramos buenas amigas y nos divertíamos a pesar de todo.

– ¿Sabes? Tú formas parte de muchos de mis recuerdos. Siempre estabas ahí con ella.

– Nos reíamos mucho a pesar de todo -dijo ella con nostalgia-. Y tú eras lo mejor de todo. Cuando se te llevaron, ella casi se muere allí mismo… Nunca dejó de intentar recuperarte, Harry. Espero que lo sepas. Te quería. Y yo también te quería.

– Sí, lo sé.

– Pero desde que tú no estabas Marjorie no era la misma. A veces pienso que lo que le ocurrió era casi inevitable. A veces pienso que es como si ella se hubiera empezado a dirigir hacia ese callejón desde mucho tiempo antes.

Bosch se levantó, observando la pena en los ojos de la mujer.

– Será mejor que me vaya. Te mantendré informada.

– Me encantaría. Quiero estar en contacto.

– Yo también.

Bosch se encaminó a la puerta, sabiendo que no permanecerían en contacto. El tiempo había erosionado el vínculo que los había unido. Eran dos extraños que compartían la misma historia. En el escalón, Bosch se volvió y la miró.

– La felicitación de Navidad que mandaste… Querías que investigara esto entonces, ¿no?

Ella sacó a relucir de nuevo la sonrisa distante.

– No lo sé. Acababa de morir mi marido y yo estaba haciendo balance. Pensé en ella. Y en ti. Estoy orgullosa de cómo me fue, pequeño Harry. Así que pensé en lo que podía haber sido la vida para ella y para ti. Todavía siento odio. Quien la mató debería…

Ella no terminó, pero Bosch asintió con la cabeza.

– Adiós, Harry.

– ¿Sabes? Mi madre tenía una buena amiga.

– Eso espero.

Otra vez en su coche, Bosch sacó la libreta y observó la lista.


Conklin

McKittrick y Eno

Meredith Roman

Johnny Fox


Tachó el nombre de Meredith Roman y examinó los que le quedaban. Sabía que el orden en que había anotado los nombres no sería el mismo orden en que trataría de hablar con ellos. Sabía que antes de poder acercarse a Conklin, o incluso a McKittrick y Eno, necesitaba más información.

Sacó su agenda de teléfonos del bolsillo de la americana y el móvil del maletín. Llamó a las autoridades de Tráfico en Sacramento y se identificó como el teniente Harvey Pounds. Dio el número de Pounds y pidió que comprobaran los datos de Johnny Fox. Después de cotejar su libreta, dio la fecha de nacimiento. Al hacerlo hizo cuentas y concluyó que Fox tendría en ese momento sesenta y un años.

Mientras seguía esperando, sonrió al pensar que Pounds tendría que dar algunas explicaciones al cabo de un mes. El departamento había empezado recientemente a controlar el uso de la base de datos de Tráfico porque el Daily News había publicado que agentes de todo el departamento realizaban secretamente búsquedas para amigos periodistas y detectives privados. El nuevo jefe lo había zanjado exigiendo que todas las llamadas y conexiones de ordenador con Tráfico se documentaran en un formulario recién implementado que requería asignar las búsquedas a un caso o propósito específicos. Los formularios se enviaban al Parker Center y después se cotejaban con las listas que proporcionaba Tráfico cada mes. Cuando apareciera el nombre del teniente en la lista de Tráfico en el siguiente control y no se encontrara el formulario correspondiente, Pounds recibiría una llamada de los auditores.

Bosch había anotado el número de la tarjeta de identificación del teniente cuando éste se la había dejado enganchada en su chaqueta, en el colgador que tenía fuera de su despacho. Lo había copiado en su agenda de teléfonos con la corazonada de que un día podría resultarle útil.

La administrativa de Tráfico volvió finalmente a la línea y dijo que no había ninguna licencia emitida a nombre de Johnny Fox con la fecha de nacimiento que Bosch le había proporcionado.

– ¿Algo que se acerque?

– No, cielo.

– Querrá decir teniente, señorita -dijo Bosch con severidad-. Teniente Pounds.

– Es señora, teniente. Señora Sharp.

– Dígame, señora Sharp, ¿hasta cuándo se remonta esa búsqueda informática?

– Siete años. ¿Alguna cosa más?

– ¿Cómo compruebo los años anteriores?

– No lo hace. Si quiere una búsqueda manual de los registros nos manda una carta, teniente. Tardará entre diez y catorce días. En su caso, cuente catorce. ¿Algo más?

– No, pero no me gusta su actitud.

– Estamos en paces. Adiós.

Bosch se rió en alto después de cerrar la agenda de teléfonos. Estaba seguro de que la solicitud de búsqueda no se perdería en el proceso. La señora Sharp se ocuparía de ello. Probablemente el nombre de Pounds sería el primero en la lista que iba a llegar al Parker Center.

Marcó el número de Edgar en la mesa de homicidios y lo pilló antes de que se fuera de comisaría.

– Harry, ¿qué pasa?

– ¿Estás ocupado?

– No, nada nuevo.

– ¿Puedes buscarme un nombre? Ya he probado en Tráfico, pero necesito que alguien me lo busque en el ordenador.

– Eh…

– Oye, ¿puedes o no? Si te preocupa Pounds, entonces…

– Eh, Harry, calma. ¿Qué te pasa, tío? No he dicho que no pueda hacerlo. Dime el nombre.

Bosch no podía entender por qué la actitud de Edgar lo ponía furioso. Respiró hondo y trató de calmarse.

– El nombre es John Fox. Johnny Fox.

– Mierda, va a haber cien John Foxes. ¿Tienes la fecha de nacimiento?

– Sí, la tengo.

Bosch consultó su libreta y le dio el dato.

– ¿Qué te ha hecho? Dime, ¿cómo te va?

– Divertido. Ya te lo contaré. ¿Vas a mirarlo?

– Sí, ya te he dicho que lo haría.

– Vale, tienes el número de mi móvil. Si no, déjame un mensaje en casa.

– En cuanto pueda, Harry.

– ¿No has dicho que no había nada nuevo?

– Nada nuevo, pero estoy trabajando, tío. No puedo pasarme el día haciéndote favores.

Bosch se quedó petrificado y se produjo un corto silencio.

– Eh, Jerry, vete a tomar por culo. Ya lo haré yo.

– Oye, Harry, no estoy diciendo que no…

– No, en serio. No importa. No quiero que te comprometas con tu nuevo compañero o con tu intrépido líder. Al fin y al cabo, de eso se trata, ¿no? Así que no me vengas con ese rollo del trabajo. Tú no estás trabajando. Estás a punto de salir por la puerta para irte a casa y lo sabes. O, espera, a lo mejor hoy también te toca ir a tomar una copa con Burnsie.

– Harry…

– Cuídate, tío.

Bosch cerró el teléfono y se quedó sentado dejando que la rabia se le evaporara como el calor de un radiador. El teléfono sonó cuando todavía lo tenía en la mano e inmediatamente se sintió mejor. Lo abrió.

– Oye, lo siento, ¿vale? -dijo-. Olvídalo.

Hubo un largo silencio.

– ¿Hola?

Era la voz de una mujer. Bosch se sintió inmediatamente avergonzado.

– ¿Sí?

– ¿Detective Bosch?

– Sí, lo siento, pensaba que era otra persona.

– ¿Como quién?

– ¿Quién es?

– Soy la doctora Hinojos.

– Oh. -Bosch cerró los ojos y la ira le invadió de nuevo-. ¿Qué quiere?

– Sólo llamaba para recordarle que tenemos una sesión mañana. A las tres y media. ¿Vendrá?

– No tengo elección, ¿recuerda? Y no hace falta que me llame para recordarme las sesiones. Lo crea o no, tengo una agenda, un reloj, un despertador y todo eso.

Inmediatamente pensó que se había pasado de la raya con el sarcasmo.

– Parece que lo he pillado en mal momento. Voy a…

– Sí.

– …dejarlo. Hasta mañana, detective Bosch.

– Adiós.

Bosch volvió a cerrar el teléfono y lo dejó caer en el asiento. Puso en marcha el coche. Tomó por Ocean Park hasta Bundy y después hacia la 10. Al aproximarse al paso elevado de la autovía vio que los coches que circulaban por allí en dirección este no se movían y que la rampa de acceso estaba llena de coches que esperaban para hacer cola.

– Mierda -dijo en voz alta.

Pasó junto a la rampa de la autovía sin girar y se metió por debajo. Enfiló Bundy hasta Wilshire y allí dobló al oeste hacia el centro de Santa Mónica. Tardó quince minutos en encontrar aparcamiento cerca de Third Street Promenade. Había estado evitando los garajes de varios niveles desde el terremoto y no quería empezar a usarlos en ese momento.

«Qué contradicción andante -pensó Bosch mientras buscaba un lugar para estacionar-. Vives en una casa condenada que según los inspectores está a punto de deslizarse por la colina, pero no quieres meterte en un garaje.» Al final encontró un lugar enfrente del cine pomo, a una manzana del Promenade.

Bosch pasó la hora punta caminando por el tramo de tres manzanas de restaurantes con terrazas, cines y tiendas. Se metió en el King George de Santa Mónica, que sabía que era un lugar frecuentado por algunos de los detectives de la División de West Los Ángeles, pero no vio a nadie conocido. Después se compró una pizza en un puesto de comida para llevar y se dedicó a mirar a la gente. Vio a un actor de calle que hacía malabarismos con cinco cuchillos de carnicero al mismo tiempo. Y pensó que tal vez sabía cómo se sentía el hombre.

Se sentó en un banco y observó las hordas de gente que pasaban a su lado. Los únicos que le prestaban atención eran los vagabundos, y pronto se quedó sin monedas ni billetes de un dólar. Bosch se sentía solo. Pensó en Katherine Register y en lo que había dicho del pasado. Ella había afirmado que era fuerte, pero Bosch sabía que la comodidad y la fuerza podían estar basadas en la tristeza. Eso era lo que tenía él.

Pensó en lo que ella había hecho cinco años antes. Muerto su marido, Katherine había hecho balance de su vida y había encontrado el agujero en sus recuerdos. El dolor. Le había mandado la carta con la esperanza de que él actuara entonces. Y casi había funcionado. Bosch había sacado de los archivos el expediente del caso, pero no había tenido la fuerza, o quizá era debilidad, para mirarlo.

Después de que anocheció, Bosch caminó por Broadway hasta Mr B's, encontró un taburete en la barra y pidió un chupito de Jack Daniels. Había un quinteto tocando en el pequeño escenario de la parte de atrás. El solo era de un saxo tenor. Estaban terminando Do Nothing Till You Hear From Me y Bosch se dio cuenta de que había llegado al final de una larga sesión. El saxo se arrastraba. No era un sonido limpio.

Decepcionado, apartó la mirada del grupo y echó un trago largo de cerveza. Miró el reloj y supo que el tráfico sería fluido si se marchaba entonces. Pero se quedó. Levantó el chupito, lo echó en la jarra de cerveza y echó un buen trago de la implacable mezcla. El grupo pasó a What a Wonderful World. Ningún miembro de la banda se puso a cantar, aunque, por supuesto, nadie podía emular la voz de Louis Armstrong por más que lo intentara. No importaba. Bosch conocía la letra:

Vi árboles verdes y también rosas rojas. Los vi florecer por ti y por mí y pensé para mí: ¡qué mundo maravilloso!

La canción lo hizo sentirse solitario y triste, pero no le importó. La soledad había sido el fuego de callejón ante el que se había acurrucado durante la mayor parte de su vida. Estaba volviendo a acostumbrarse a eso. Había sido así para él antes de Sylvia y podía volver a serio. Sólo requería tiempo y soportar el dolor de dejarla marchar.

En los tres meses que habían transcurrido desde la partida de Sylvia, sólo había recibido de ella una postal. Su ausencia había fracturado el sentido de continuidad de la vida de Bosch. Antes de conocerla, su trabajo siempre había sido para él como los raíles de la vía, algo tan digno de confianza como el atardecer sobre el Pacífico. Con ella había tratado de cambiar de vía en el salto más valiente de su vida. Pero había fallado. El esfuerzo de Bosch no bastó para mantenerla a su lado y Sylvia se había ido. Y él había descarrilado. En su interior se sentía tan fragmentado como su ciudad. Roto, le parecía a veces, en todos los niveles.

Oyó una voz femenina que entonaba la canción. Al girar el cuello vio a una joven que estaba a unos taburetes de distancia, con los ojos cerrados mientras cantaba con suavidad. Cantaba sólo para ella, pero Bosch podía oírla.

Vi cielos azules y nubes blancas. El día bendito y brillante, la noche sagrada y oscura, y pensé para mí: ¡qué mundo maravilloso!

Llevaba una falda corta blanca y una camiseta y un chaleco colorido. Bosch supuso que no tenía más de veinticinco años y le gustó que conociera la canción. La chica estaba sentada con la espalda recta y las piernas cruzadas. Su columna se mecía al ritmo del saxofón. Tenía la cara enmarcada por un cabello castaño y sus labios, ligeramente separados, eran casi angelicales. A Bosch le pareció hermosa, tan perdida en la majestuosidad de la música. Limpio o no, el sonido la transportaba y él la admiraba por dejarse llevar. Sabía que lo que veía en su rostro era lo que vería un hombre que hiciera el amor con ella. Tenía lo que otros polis llamaban una cara franca. Tan hermosa que siempre sería un escudo. No importaba lo que hiciera o lo que le hicieran, su cara sería su pasaporte. Le abriría puertas y las cerraría detrás de ella. Le permitiría salir bien parada.

La canción terminó y la joven abrió los ojos y aplaudió. Nadie había aplaudido hasta que ella empezó, pero en ese momento todos los que estaban en la barra, Bosch incluido, se unieron al aplauso. Ése era el poder de una cara franca. Bosch se volvió y le pidió al camarero otro chupito y otra cerveza. Cuando las tuvo delante, miró hacia la mujer, pero ésta se había ido. Se volvió hacia la puerta y vio que se cerraba. La había perdido.


Para volver a casa se dirigió a Sunset y siguió por ese bulevar hasta la ciudad. El tráfico era ligero. Se había quedado hasta más tarde de lo que había planeado. Fumó y puso el canal de noticias de veinticuatro horas en la radio. Escuchó que el Grant High finalmente había reabierto sus puertas en el valle de San Fernando. Allí había dado clases Sylvia. Antes de irse a Venecia.

Bosch estaba cansado y suponía que seguramente no pasaría un control de alcoholemia si lo hacían parar. Redujo la velocidad para circular por debajo del límite cuando Sunset atravesaba Beverly Hills. Sabía que los polis de Beverly Hills no le darían cuartelillo, y sólo le faltaba que lo detuvieran después de la baja involuntaria por estrés.

Giró a la izquierda en Laurel Canyon y ascendió por la carretera serpenteante que remontaba la colina. En Mulholland estuvo a punto de doblar a la derecha en rojo, pero miró hacia la izquierda y se detuvo. Vio un coyote que salía de la maleza del arroyo que había a la izquierda de la calzada y echaba una mirada tentativa al cruce. No había más coches. Sólo Bosch lo vio.

El animal era delgado y desgreñado, consumido por la lucha por la supervivencia en las colinas urbanas. La niebla que se levantaba desde el arroyo captó el reflejo de las farolas de la calle y bañó al coyote en una luz tenue, casi azul. El animal pareció estudiar por un momento el coche de Bosch; sus ojos captaron el reflejo de la luz de freno y brillaron. Por un momento Bosch creyó que el coyote podía estar mirándolo directamente a él, pero el animal enseguida se volvió y retrocedió en la niebla azul.

Un coche apareció detrás del de Bosch e hizo sonar el claxon. Bosch sacó la mano por la ventanilla y giró por Mulholland, pero entonces se detuvo a un lado. Echó el freno de mano y bajó.

Era una tarde fresca y sintió un escalofrío al cruzar la intersección hasta el lugar donde había visto al coyote. No estaba seguro de lo que estaba haciendo, pero tampoco estaba asustado. Sólo quería ver al animal otra vez. Se detuvo al borde del precipicio y miró a la oscuridad que se extendía a sus pies. La niebla azul lo rodeaba. Pasó un coche por detrás de él y, cuando el ruido se disipó, Bosch aguzó la vista y el oído. Pero no había nada. El coyote se había ido. Harry volvió caminando hasta el coche y subió por Mulholland hasta su casa de Woodrow Wilson Drive.

Más tarde, tendido en su cama después de tomar más copas y con la luz todavía encendida, se fumó el último cigarrillo de la noche y miró al techo. Había dejado la luz encendida, pero su mente estaba en la noche oscura y sagrada. Y en el coyote azul. Y en la mujer con la cara franca. Estos pensamientos no tardaron en desaparecer con él en la oscuridad.

Bosch durmió poco y se despertó antes que el sol. El último cigarrillo de la noche había estado a punto de ser el último de su vida. Se había quedado dormido con él entre los dedos y se había despertado sobresaltado por el dolor desgarrador de la quemadura. Se vendó las heridas y trató de volver a conciliar el sueño, pero no lo consiguió. Tenía un dolor punzante en los dedos y sólo podía pensar en las numerosas muertes que había investigado de borrachos desventurados que se habían quedado dormidos y se habían autoinmolado. En lo único que podía pensar era en lo que Carmen Hinojos tendría que decir de semejante proeza. ¿Qué tal estaba como síntoma de autodestrucción?

Finalmente, cuando las luces del alba empezaron a colarse en la habitación, renunció a dormir y se levantó. Mientras se preparaba un café en la cocina, fue al cuarto de baño y volvió a curarse las heridas de los dedos. Al fijarse la gasa limpia se miró en el espejo y advirtió las líneas profundas que tenía bajo los ojos.

– Mierda -se dijo a sí mismo-. ¿Qué está pasando?

Se tomó un café en la terraza de atrás mientras observaba el despertar de la ciudad silenciosa. El aire era frío y vigorizante, y desde los altos árboles del paso de Sepúlveda subía el olor terroso de los eucaliptos. La capa de niebla marina había llenado el desfiladero y las colinas no eran sino siluetas misteriosas en la niebla. Observó durante casi una hora cómo la mañana se ponía en marcha, fascinado ante el espectáculo al que asistía desde su terraza.

Hasta que volvió a entrar en la casa para llenarse otra vez la taza de café no se fijó en la luz roja que parpadeaba en el contestador automático. Tenía dos mensajes que probablemente le habían dejado el día anterior y en los que no había reparado al llegar por la noche.


Pulsó el botón para reproducidos.

«Bosch, soy el teniente Pounds, hoy es martes a las tres treinta y cinco. Tengo que informarte de que mientras sigas de baja y hasta que, eh, se decida tu estatus en el departamento, debes devolver tu vehículo al garaje de la División de Hollywood. Me consta aquí que se trata de un Chevrolet Caprice de cuatro años, matrícula uno, adán, adán, tres, cuatro, cero, dos. Por favor, realiza inmediatamente las gestiones necesarias para devolver el vehículo. Esta orden se basa en el punto tres barra quince del manual de procedimiento. Su incumplimiento puede resultar en la suspensión o el despido. Repito, es una orden del teniente Pounds, ahora son las tres treinta y seis del martes. Si no entiendes alguna parte del mensaje no dudes en llamarme a mi despacho.»

Según el contestador, el mensaje se había grabado a las cuatro de la tarde del martes probablemente justo antes de que Pounds se marchara a su casa. «Que le den por culo -pensó Bosch-. De todos modos el coche es una puta mierda. Puede quedárselo.»

El segundo mensaje era de Edgar.

«Harry, ¿estás ahí? Soy Edgar… Vale, escucha, olvidemos lo de hoy. Lo digo en serio. Digamos que yo he sido un capullo y tú has sido un capullo y que somos dos capullos y que lo olvidemos. Tanto si resulta que eres mi compañero como si resulta que eras mi compañero, estoy en deuda contigo, tío. Y si alguna vez actúo como si lo olvidara, dame una colleja como hoy. Ahora, la mala noticia. He revisado todo en busca de ese Johnny Fox. Y lo que tengo es nada de nada. Ni en el NCIC ni en Justicia ni en la fiscalía general, ni en correccional es, ni en órdenes nacionales, nada. Lo he buscado en todas partes. Parece que este tipo está limpio, si es que está vivo. Dijiste que ni siquiera tenía carnet de conducir, así que me parece que o el nombre era falso o este tipo ya no está entre los vivos. Así que eso es todo. No sé en qué andas, pero si necesitas algo más, dame un toque… Ah, y espera, colega. A partir de ahora estoy diez-siete así que puedes localizarme en casa si…»

El mensaje se cortó. A Edgar se le había acabado el tiempo. Bosch rebobinó la cinta y sirvió el café. Otra vez en la terraza, meditó sobre el paradero de Johnny Fox. Después de no obtener nada de la búsqueda de Tráfico, Bosch había supuesto que Fax podría haber ingresado en prisión, donde no se expedían ni se necesitaban licencias de conducir. Sin embargo, Edgar no lo había encontrado allí, ni había encontrado su nombre en ninguno de los ordenadores nacionales que fichan a los delincuentes. Ante la nueva información, Bosch suponía que o bien Johnny Fox había optado por el buen camino o, como había sugerido Edgar, estaba muerto. Si tenía que apostar, Bosch optaría por la segunda alternativa. Los tipos como Johnny Fox nunca elegían el buen camino.

La alternativa de Bosch era ir al Registro General del Condado de Los Ángeles y buscar una partida de defunción, pero sin disponer de la fecha del óbito sería como buscar una aguja en un pajar. Podría tardar días. Antes de hacer eso, decidió, probaría con un método más sencillo: el L. A. Times.

Volvió a entrar en casa y marcó el número de una periodista llamada Keisha Russell. Era nueva en el oficio y todavía peleaba para abrirse camino. Unos meses antes había hecho un intento sutil de reclutar a Bosch como fuente. El método al que habitualmente recurrían los periodistas para conseguirlo consistía en escribir una cantidad desmesurada de noticias sobre un caso que no merecía una atención tan intensa. Este proceso los ponía en contacto constante con los detectives a cargo del caso y les concedía la oportunidad de congraciarse con ellos y, con un poco de suerte, procurarse a los investigadores como futuras fuentes.

Russell había redactado cinco artículos en una semana acerca de uno de los casos de Bosch. Era un caso de violencia doméstica en el que el marido había violado una orden temporal de alejamiento y había vuelto al apartamento de su mujer en Franklin. La llevó hasta el balcón de la quinta planta y la arrojó a la calle. A continuación, saltó él. Russell había hablado repetidamente con Bosch durante el lapso de los artículos. Las crónicas resultantes eran concienzudas y completas. Era un buen trabajo, y empezó a ganarse el respeto de Bosch. Aun así, él sabía que Russell esperaba que los artículos fueran la base de una larga relación entre periodista e investigador. Desde entonces, no había pasado ni una semana sin que ella llamara a Bosch una o dos veces con alguna excusa, para trasmitir algún chisme departamental que había recogido de otras fuentes y formular la pregunta por la que vivían todos los reporteros: «¿Hay algo en marcha?»

Russell contestó al primer timbrazo y Bosch se sorprendió un poco de que hubiera entrado tan temprano. Pensaba dejarle un mensaje en el buzón de voz.

– Keisha, soy Bosch.

– Hola, Bosch, ¿qué tal?

– Bueno, supongo que ya has tenido noticias de mí.

– He oído que estás de baja, pero nadie me ha dicho por qué. ¿Quieres hablar de eso?

– No, en realidad no. Quiero decir que ahora no. Tengo que pedirte un favor. Si funciona te daré la historia.

Era el acuerdo que tenía con otros reporteros.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Sólo ir al depósito de cadáveres.

Ella refunfuñó.

– Me refiero a la «morgue» del diario, allí mismo en el Times.

– Ah, eso está mejor. ¿Qué necesitas?

– Tengo un nombre. Es viejo. Sé que el tipo era escoria en los cincuenta y al menos a principios de los sesenta. Pero después le he perdido la pista. La cuestión es que mi corazonada es que está muerto.

– ¿Quieres una necrológica?

– Bueno, no creo que sea el tipo de persona de la que el Times publica una necrológica. Por lo que yo sé era un tipo de poca monta. Pensaba que tal vez podría haber algún artículo, bueno, si su muerte fue prematura.

– Te refieres a si le volaron los sesos.

– Exacto.

– Vale, echaré un vistazo.

A Bosch le dio la sensación de que Russell estaba ansiosa. Sabía que la periodista pensaba que el favor cimentaría una relación que le reportaría dividendos en el futuro. Bosch no dijo nada para disuadirla de esta idea.

– ¿Cuál es el nombre?

– John Fox. Lo llamaban Johnny. La última noticia que tengo de él es de mil novecientos sesenta y uno. Era un macarra, un mierda de poca monta.

– ¿Blanco, negro, amarillo o marrón?

– Un mierda de poca monta blanco, digamos.

– ¿Tienes la fecha de nacimiento? Me ayudará si hay varios Johnny Fox en los artículos.

Bosch le dio el dato.

– Muy bien, ¿dónde vas a estar?

Bosch le proporcionó el número de su móvil. Sabía que estaba mordiendo el anzuelo. El número iría directamente a la lista de fuentes que la periodista guardaba en su ordenador como pendientes de oro en un joyero. Disponer del teléfono en el que podría localizarlo casi en cualquier momento merecía la búsqueda en la «morgue».

– Vale, escucha. Tengo una reunión con el redactor jefe, ésa es la única razón de que haya entrado tan temprano. Pero después, iré a echar un vistazo. Te llamaré en cuanto tenga algo.

– Si hay algo.

– Exacto.

Después de colgar, Bosch sacó los cereales de la nevera, se puso a comerlos directamente de la caja y sintonizó las noticias en la radio. Había suspendido la suscripción al diario por si acaso Gowdy, el inspector de obras, se pasaba temprano y lo veía en la puerta: una pista de que alguien estaba habitando lo inhabitable. No había gran cosa que le interesara en el resumen de las noticias. Al menos no había homicidios en Hollywood. No se estaba perdiendo nada.

Después del informe de tráfico oyó una noticia que captó su atención. Al parecer un pulpo que se exhibía en el acuario municipal de San Pedro se había quitado la vida al retirar con uno de sus tentáculos un tubo de circulación de agua. El depósito de agua se había vaciado y el pulpo había muerto. Los grupos medioambientales lo estaban calificando de suicidio, considerándolo una protesta desesperada del pulpo contra su cautividad. Sólo en Los Ángeles, pensó Bosch al apagar la radio. Un lugar tan desesperante que incluso un animal marino se suicidaba.

Se dio una larga ducha, cerrando los ojos y poniendo la cabeza justo debajo del chorro. Más tarde, mientras se afeitaba, no pudo evitar examinar de nuevo las ojeras. Parecían todavía más pronunciadas que antes y armonizaban a la perfección con los ojos enrojecidos por los excesos con la bebida de la noche anterior.

Dejó la maquinilla en el borde del lavabo y se inclinó hacia el espejo. Tenía la piel tan pálida como una bandeja de papel reciclado. Al contemplarse pensó en que antes lo habían considerado un hombre atractivo. Ya no. Parecía apaleado. Daba la sensación de que la edad le había hecho un placaje y lo había derribado. Pensó que se parecía a algunos de los ancianos que había visto después de que los encontraran muertos en sus camas. Los de los albergues. Los que vivían en contenedores de barco. Al verse pensaba más en los muertos que en los vivos.

Abrió el botiquín, de manera que el reflejo desapareció. Miró entre los diversos elementos que había en los estantes de cristal y eligió un frasco de colirio. Se echó una generosa dosis de gotas en los ojos, se limpió el sobrante de la cara con una toalla y salió del cuarto de baño sin cerrar el botiquín para no tener que verse otra vez.

Se puso su mejor traje limpio, uno gris de dos piezas, y una camisa blanca. Añadió su corbata granate con cascos de gladiador. Era su favorita. Y también la más vieja que tenía. Uno de los bordes empezaba a deshilacharse, pero la usaba dos o tres veces por semana. Se la había comprado diez años antes, cuando lo destinaron a homicidios. Se la sujetó a la camisa con un alfiler dorado que formaba el número 187, el código penal del homicidio en California. Al hacerla sintió que recuperaba en parte el control. Empezó a sentirse otra vez bien y completo, y furioso. Estaba preparado para salir a la calle, tanto si la calle estaba preparada para él como si no.

Bosch se apretó con fuerza el nudo de la corbata antes de abrir la puerta posterior de la comisaría. Entró por el pasillo de atrás de la sala de detectives y después circuló entre las mesas hasta la parte delantera, donde Pounds estaba sentado en su despacho, detrás de las ventanas de cristal que lo separaban de los detectives que tenía a sus órdenes. Heads, en la mesa de robos, lo saludó con la cabeza al verlo, y después lo saludaron en atracos y en homicidios. Bosch no hizo caso de nadie, aunque casi perdió el pie cuando vio a un hombre en la mesa de homicidios. Burns. Edgar ocupaba su sitio habitual, pero estaba de espaldas a Bosch y no vio a Harry cuando éste atravesaba la sala.

Pero Pounds sí. A través del cristal vio cómo Bosch se aproximaba hacia su despacho y se puso de pie detrás del escritorio.

La primera cosa en la que se fijó Bosch al acercarse fue que el cristal que se había roto justo una semana antes ya había sido sustituido. Pensó que era curioso que se hubiera reemplazado tan pronto en un departamento donde reparaciones más vitales -como la sustitución del parabrisas de un coche patrulla destrozado por las balas- normalmente requerían un mes de cinta aislante roja y burocracia. Pero ésas eran las prioridades del departamento.

– Henry -bramó Pounds-. ¡Venga!

El hombre mayor que se sentaba en el mostrador de la entrada y atendía las llamadas del público se levantó de un salto y avanzó tambaleándose hasta el despacho de cristal. Era uno de los voluntarios civiles que trabajaban en la comisaría. La mayoría eran jubilados y los polis solían referirse a ellos con el nombre colectivo de miembros de la brigada del sí.

Bosch siguió al anciano y dejó el maletín en el suelo.

– Bosch -dijo Pounds ahogando un grito-. Aquí hay un testigo. -Señaló al viejo Henry y después a través del cristal-. Y ahí fuera también.

Bosch se fijó en que Pounds todavía tenía el moretón causado por los capilares rotos debajo de ambos ojos. En cambio, la hinchazón ya había desaparecido. Harry se acercó a la mesa y metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Testigos de qué?

– De lo que estás haciendo aquí.

Bosch se volvió para mirar a Henry.

– Henry, ya puede irse. Sólo voy a hablar con el teniente.

– Henry, quédese -ordenó Pounds-. Quiero que escuche esto.

– ¿Cómo sabe que va a recordarlo, Pounds? Si ni siquiera sabe pasar una llamada a la mesa que corresponde. -Bosch miró de nuevo a Henry y clavó en él una mirada que no dejaba duda de quién mandaba en el despacho de cristal-. Cierre la puerta al salir.

Henry miró tímidamente a Pounds, pero enseguida se encaminó a la puerta, cerrándola tal y como le habían mandado. Bosch se volvió hacia Pounds..

El teniente, despacio, como un gato que se escabulle por detrás de un perro, se sentó en su silla, quizá pensando, o sabiendo por instinto, que sería más seguro no situarse a la misma altura que Bosch. Harry bajó la mirada y vio que había un libro abierto en la mesa. Se agachó y le dio la vuelta para ver la tapa.

– ¿Está estudiando para el examen de capitán, teniente?

Pounds se apartó hacia atrás para alejarse de Bosch. Éste se fijó en que no era el manual de examen de capitán, sino uno que trataba de la motivación de los empleados, escrito por un entrenador de baloncesto profesional. Bosch no pudo evitar reírse y sacudir la cabeza.

– Pounds, tengo que reconocerlo. Al menos es entretenido, eso tengo que concedérselo.

Pounds cogió el libro y lo metió en un cajón.

– ¿Qué quieres, Bosch? Estás de baja. No deberías estar aquí.

– Pero me ha llamado, ¿recuerda?

– No.

– Dijo que quería el coche.

– Te dije que lo devolvieras al garaje. No te dije que vinieras aquí. Ahora vete.

Bosch advirtió que el sonrojo de la rabia se extendía por el rostro del otro hombre. Él mantuvo la calma y lo tomó como un signo de que su nivel de estrés se estaba reduciendo. Sacó la mano del bolsillo y dejó caer las llaves en la mesa de Pounds.

– Está aparcado fuera, al lado de la celda de borrachos. Si quiere que se lo devuelva, ahí lo tiene, pero tendrá que conducirlo hasta el garaje. Eso no es trabajo para un policía. Es trabajo para un burócrata.

Bosch se volvió para salir y cogió su maletín. Abrió la puerta del despacho con tal fuerza que ésta giró sobre sus goznes y golpeó en uno de los paneles acristalados. Todo el despacho tembló, pero no se rompió nada. Bosch rodeó el mostrador y dijo: «Lo siento, Henry», sin mirar al anciano, y después enfiló hacia la salida.

Al cabo de unos minutos, Bosch estaba de pie en la acera de Wilcox, enfrente de la comisaría, esperando el taxi que había pedido desde su móvil. Un Caprice gris, casi un duplicado del coche que acababa de devolver, se detuvo delante de él y Bosch se dobló para mirar en su interior. Era Edgar. Estaba sonriendo. El cristal de la ventanilla se deslizó hacia abajo.

– ¿Necesitas que te lleve, tipo duro?

Bosch entró.

– Hay un Hertz en La Brea, al lado del bulevar.

– Sí, lo conozco.

Avanzaron en silencio durante unos minutos, hasta que Edgar se rió y negó con la cabeza.

– ¿Qué?

– Nada… Burns, tío. Creo que estaba a punto de cagarse en los pantalones cuando tú estabas allí con Pounds. Pensó que ibas a salir de ahí y sacarle el culo de tu silla. Fue penoso.

– Mierda. Debería haberlo hecho. No se me ocurrió.

El silencio se instaló de nuevo. Estaban en Sunset llegando a La Brea.

– Harry, no puedes controlarte, ¿verdad?

– Supongo que no.

– ¿Qué te ha pasado en la mano?

Bosch la levantó y examinó el vendaje.

– Ah, me di con el martillo la semana pasada cuando estaba trabajando en la terraza. Duele como una mala puta.

– Sí, será mejor que tengas cuidado o Pounds va a ir a por ti como una mala puta.

– Ya lo está haciendo.

– Tío, es sólo un come números, un capullo. ¿Por qué no pasas de él? Sabes que sólo…

– Oye, ya empiezas a sonar como la psiquiatra a la que me envían. Podría sentarme una hora contigo hoy, ¿qué te parece?

– A lo mejor te está diciendo algo sensato.

– A lo mejor tendría que haber ido en taxi.

– Creo que deberías saber quiénes son tus amigos y escucharlos, aunque sólo sea por una vez.

– Es aquí.

Edgar frenó delante de la agencia de alquiler de coches.

Bosch salió antes de que el coche llegara a detenerse.

– Harry, espera un momento.

Bosch lo miró.

– ¿Qué pasa con este asunto de Fox? ¿Quién es ese tío?

– Ahora no puedo decírtelo, Jerry. Es mejor así.

– ¿Estás seguro?

Bosch oyó que el teléfono de su maletín empezaba a sonar.

Miró al maletín y después a Edgar.

– Gracias por acercarme.

Cerró la puerta del coche.

La llamada era de Keisha Russell desde el Times. Dijo que había encontrado un artículo breve en la «morgue» bajo el nombre de Fox, pero quería encontrarse con Bosch para dárselo. Bosch sabía que formaba parte del juego, se trataba de establecer el pacto. Miró su reloj. Podía esperar para saber qué decía el artículo. Le dijo que la invitaba a comer en el Pantry, en el centro de la ciudad.

Al cabo de cuarenta minutos, Russell ya estaba en un reservado próximo a la caja cuando él llegó. Bosch se deslizó en la parte opuesta del reservado.

– Llegas tarde -dijo ella.

– Lo siento, estaba alquilando un coche.

– Te han retirado el coche, ¿eh? Parece serio.

– No vamos a hablar de eso.

– Ya lo sé. ¿Sabes quién es el dueño de este sitio?

– Sí, el alcalde. Pero la comida no es mala.

La periodista torció el gesto y miró en torno como si el lugar estuviera lleno de hormigas. El alcalde era republicano; el Times había apoyado a los demócratas. Y lo que era peor, al menos para ella, era que el alcalde defendía al departamento de policía. A los periodistas eso no les gustaba. Preferían las controversias internas, el escándalo. Generaba noticias más interesantes.

– Lo siento -dijo Bosch-. Supongo que podría haber propuesto el Gorky o algún sitio más liberal.

– No te preocupes por eso, Bosch. Sólo estaba bromeando.

Bosch calculó que la mujer no tendría más de veinticinco. Era una joven negra con una gracia especial. Bosch no sabía de dónde era, pero no creía que fuera de Los Ángeles. Conservaba el rastro de un acento, un cantito caribeño, que probablemente ella había tratado de suavizar. Aun así permanecía. A Bosch le gustaba cómo ella decía su nombre. En su boca sonaba exótico, como una ola al romper. No le importaba que tuviera poco más que la mitad de su edad y que lo tuteara.

– ¿De dónde eres, Keisha?

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? Porque me interesa, nada más. Estás en sucesos y me gusta saber con quién trato.

– Soy de aquí, Bosch. Llegué de Jamaica cuando tenía cinco años. Fui a la Universidad del Sur de California. ¿Tú, de dónde eres?

– De Los Ángeles. Siempre he vivido aquí.

Decidió no mencionar los quince meses que había pasado combatiendo en los túneles de Vietnam ni los nueve que había estado preparándose en Carolina del Norte.

– ¿Qué te ha pasado en la mano?

– Me corté trabajando en casa. He estado haciendo reparaciones mientras estoy de baja. Bueno, ¿qué tal ocupar el lugar de Bremmer en sucesos? Él estuvo muchos años.

– Sí, lo sé. No está resultando fácil, pero me abro camino. Poco a poco. Estoy haciendo amigos. Espero que seas uno de mis amigos, Bosch.

– Seré tu amigo cuando pueda. Vamos a ver qué me has traído.

Russell puso sobre la mesa una carpeta, pero antes de que pudiera abrirla llegó el camarero, un viejo calvo con bigote encerado. Ella pidió un sándwich de ensalada de huevo. Bosch pidió una hamburguesa bien hecha con patatas fritas. Russell torció el gesto y Bosch adivinó el motivo.

– ¿Eres vegetariana?

– Sí.

– Lo siento, la próxima vez elige tú el sitio.

– Lo haré.

La periodista abrió la carpeta y Bosch se fijó en que llevaba diversas pulseras en la muñeca izquierda. Estaban hechas de hilo trenzado en distintos colores. Bosch miró en la carpeta y vio un pequeño recorte de periódico. Por el tamaño y el formato, Bosch supo que era una de las historias que quedaban enterradas en la parte de atrás del diario. Russell se lo pasó.

– Creo que éste es tu Johnny Fox. La edad coincide, pero no lo describe como tú. Un mierda de poca monta blanco, dijiste.

Bosch leyó el artículo. Estaba fechado el 30 de septiembre de 1962.


TRABAJADOR DE CAMPAÑA VÍCTIMA DE UN ATROPELLO

por Monte Kim, de la redacción del Times


Un hombre de 29 años que colaboraba en la campaña de un candidato a la oficina del fiscal del distrito resultó muerto el sábado en Hollywood cuando fue atropellado por un coche que circulaba a gran velocidad, según informó la policía de Los Ángeles.

La víctima fue identificada como Johnny Fox, que residía en un apartamento de Ivar Street, en Hollywood. La policía aseguró que Fox había estado distribuyendo publicidad de campaña en apoyo del aspirante a fiscal del distrito Arno Conklin en la esquina de Hollywood Boulevard y La Brea Avenue cuando fue arrollado por un coche al ir a cruzar la calle.

Fox estaba cruzando los carriles sentido sur de La Brea alrededor de las dos de la tarde cuando el vehículo le golpeó. La policía dijo que al parecer Fox murió por el impacto y su cuerpo fue arrastrado varios metros por el coche.

Según la policía, el vehículo que arrolló a Fox frenó momentáneamente después de la colisión; pero enseguida se dio a la fuga. Los testigos explicaron a los investigadores que el coche avanzaba hacia el sur por La Brea a gran velocidad. La policía no ha localizado el vehículo y los testigos no pudieron proporcionar una descripción clara del modelo o la marca. Fuentes policiales aseguraron que la investigación continúa abierta.

El director de campaña de Conklin, Gordon Mittel, explicó que Fox se había unido a la campaña hacía tan sólo una semana.

Localizado en la oficina del fiscal del distrito, donde está a cargo de la sección de investigaciones especiales bajo mando del fiscal en ejercicio John Charles Stock, Conklin manifestó que todavía no había conocido a Fox, pero lamentó la muerte del hombre que trabajaba para su elección. El candidato declinó hacer más comentarios.


Bosch examinó el recorte durante un buen rato después de leerlo.

– ¿Este tal Monte Kim sigue en el periódico?

– ¿Estás de broma? Eso fue hace casi un milenio. Entonces la sala de redacción era un puñado de chicos blancos sentados con sus camisas blancas y corbatas.

Bosch miró su propia camisa y después a ella.

– Lo siento -dijo Russell-. El caso es que ya no está. Y no sé nada de Conklin. Demasiado antiguo. ¿Ganó?

– Sí. Creo que obtuvo dos mandatos. Después recuerdo que iba a presentarse a fiscal general, pero le salió el tiro por la culata. Algo así. Yo no estaba aquí entonces.

– Creía que habías dicho que has estado aquí toda la vida.

– Me fui una temporada.

– ¿A Vietnam?

– Sí.

– Sí, muchos polis de tu edad estuvieron allí. Tuvo que ser un flipe. ¿Por eso os hicisteis polis? ¿Para poder seguir llevando armas?

– Algo así.

– El caso es que si Conklin sigue vivo, probablemente es un anciano. Pero Mittel continúa en activo. Eso ya lo sabes, claro. Probablemente está en uno de esos reservados comiendo con el alcalde.

Ella sonrió y Bosch no le hizo caso.

– Sí, es un pez gordo. ¿Cuál es la historia sobre él?

– ¿Mittel? No lo sé. Primera espada en un bufete de abogados, amigo de gobernadores y senadores y de otra gente poderosa. Lo último que supe de él, era que estaba llevando las finanzas de Robert Shepherd.

– ¿Robert Shepherd? ¿El tío de los ordenadores?

– Más bien el magnate de los ordenadores. Sí, ¿no has leído el diario? Shepherd quería presentarse, pero no quería usar su propio dinero. Mittel está haciendo la recogida de fondos para una campaña de exploración.

– ¿Presentarse a qué?

– Joder, Bosch, ¿no lees el diario ni ves la tele?

– He estado ocupado. ¿Presentarse a qué?

– Bueno como cualquier ególatra creo que quiere presentarse a presidente. Pero por ahora se presenta al Senado. Shepherd quiere ser candidato de un tercer partido. Dice que los republicanos están demasiado a la derecha y los demócratas demasiado a la izquierda. Él está en el centro. Y por lo que he oído, si alguien puede reunir el dinero para que se presente como tercer candidato, ése es Mittel.

– Entonces a Mittel le interesa la presidencia.

– Supongo. Pero ¿por qué me preguntas por él? Soy periodista de sucesos, tú eres un poli. ¿Qué tiene esto que ver con Gordon Mittel? -Russell señaló la fotocopia.

Bosch se dio cuenta de que tal vez había hecho demasiadas preguntas.

– Sólo intento ponerme al día -dijo-. Como has dicho, no leo los diarios.

– El diario, no los diarios -dijo ella sonriendo-. Será mejor que no te vea leyendo el Daily Snews o hablando con ellos.

– El infierno no tiene tanta furia como un periodista desdeñado.

– Más o menos.

Se sintió convencido de que había desviado las sospechas de la periodista. Levantó la fotocopia.

– ¿No hubo seguimiento de esto? ¿Nunca detuvieron a nadie?

– Supongo que no, o habrían escrito un artículo.

– ¿Puedo quedármelo?

– Claro.

– ¿Te apetece darte otra vuelta por la «morgue»?

– ¿Para qué?

– ¿Artículos de Conklin?

– Habrá centenares, Bosch. Dijiste que fue fiscal del distrito con dos mandatos.

– Sólo me interesan los artículos de antes de que lo eligieran. Y si tienes tiempo pon también los artículos sobre Mittel.

– ¿Sabes? Pides mucho. Podría meterme en problemas si se enteran de que estoy buscando recortes para un poli.

Russell hizo un mohín, pero Bosch tampoco hizo caso de eso. Sabía adónde quería llegar.

– ¿Quieres contarme de qué va todo esto, Bosch?

Bosch se mantuvo en silencio.

– Lo suponía. Bueno, mira, tengo que hacer dos entrevistas esta tarde. Voy a irme. Lo que puedo hacer es pedirle a un becario que te busque los artículos y que te los deje con el conserje en el vestíbulo del globo. Estarán en un sobre, así que nadie sabrá qué es. ¿Te parece bien?

Bosch asintió con la cabeza. Había estado antes en Times Square en un puñado de ocasiones, por lo general para reunirse con periodistas. El elemento central del vestíbulo de entrada en First y Spring era un enorme globo que nunca dejaba de girar, igual que las noticias no dejaban nunca de sucederse.

– ¿Lo dejarás a mi nombre? ¿Eso no te traerá problemas? Ser amiga de un poli debe de ir contra las reglas allí.

Russell sonrió ante el comentario sarcástico.

– No te preocupes. Si un jefe me pregunta, diré que es una inversión de futuro. Será mejor que lo recuerdes, Bosch. La amistad es una calle de doble sentido.

– No te preocupes, nunca olvido eso.

Bosch se inclinó hacia adelante en la mesa, de modo que su rostro quedó cerca del de Russell.

– Quiero que tú también recuerdes una cosa. Una de las razones por las que no te estoy diciendo para qué quiero este material es que no estoy seguro de lo que significa. Si es que significa algo. Pero no tengas demasiada curiosidad. No empieces a hacer llamadas. Si lo haces podrías estropeado todo. Podría salir malparado. Tú podrías salir malparada, ¿entendido?

– Entendido.

El hombre del bigote encerado apareció al lado de la mesa con las bandejas.

– Me he fijado en que ha llegado temprano hoy. ¿He de tomarlo como una señal de su voluntad de estar aquí?

– No especialmente. Estaba en el centro comiendo con una amiga y me he pasado.

– Me alegra oír que estaba con una amiga. Creo que eso está bien.

Carmen Hinojos estaba sentada detrás de su escritorio. Tenía la libreta en la mesa, abierta, pero estaba sentada con las manos entrelazadas delante de ella. Era como si no quisiera hacer ningún movimiento que pudiera interpretarse como amenazador para el diálogo.

– ¿Qué le ha pasado en la mano?

Bosch la levantó y miró los vendajes de sus dedos.

– Me golpeé con un martillo. He estado trabajando en mi casa.

– Espero que esté bien.

– Sobreviviré.

– ¿Por qué está tan trajeado? Espero que no sienta que tiene que vestirse así para las sesiones.

– No. Yo…, bueno, me gusta seguir mi rutina. Aunque no vaya a ir a trabajar, me visto como si fuera a hacerlo.

– Entiendo.

Tras ofrecerle café o agua y después de que Bosch declinara la invitación, Hinojos empezó con la sesión.

– Dígame, ¿de qué quiere hablar hoy?

– No me importa. Usted manda.

– Preferiría que no viera nuestra relación de esta manera. Yo no soy su jefa, detective Bosch. Sólo soy una persona dispuesta a ayudarle a hablar de lo que quiera contarme.

Bosch permaneció en silencio. No se le ocurría nada. Carmen Hinojos tamborileó con el lápiz en la tableta amarilla durante unos momentos antes de recoger el guante.

– Nada en absoluto, ¿eh?

– No se me ocurre nada.

– Entonces ¿por qué no hablamos de ayer? Cuando le llamé para recordarle la sesión de hoy obviamente estaba nervioso por algo. ¿Fue entonces cuando se golpeó la mano?

– No, no fue entonces.

Bosch se detuvo, pero la psiquiatra no dijo nada y él decidió participar un poco. Tenía que admitir que había algo en ella que le gustaba. No era amenazadora y creía que no faltaba a la verdad cuando le decía que estaba allí sólo para ayudarle.

– Lo que pasó cuando usted llamó fue que antes había descubierto que a mi compañero, o sea, a mi compañero de antes de esto, le habían asignado un nuevo compañero. Ya me han sustituido.

– ¿Y eso cómo le hace sentirse?

– Ya oyó cómo estaba. Estaba furioso. Creo que todo el mundo lo estaría. Después llamé a mi compañero y me trató como si yo fuera historia antigua. Yo le enseñé mucho y…

– ¿Y qué?

– No lo sé, supongo que duele.

– Ya veo.

– No, no lo creo. Tendría que ser yo para verlo como yo lo veo.

– Supongo que eso es verdad. Pero puedo comprenderle. Dejémoslo así. Permita que le pregunte esto. ¿No debería haber esperado que a su compañero le dieran otra pareja? Al fin y al cabo, ¿no es una norma departamental que los detectives trabajen por parejas? Usted estará de baja por un periodo hasta el momento indeterminado. ¿No estaba cantado que a su compañero le iban a asignar un nuevo compañero, permanente o no?

– Supongo.

– ¿No es más seguro trabajar por parejas?

– Supongo.

– ¿Cuál es su propia experiencia? ¿Se sintió más seguro cuando estuvo con un compañero en el trabajo que cuando estuvo solo?

– Sí, me sentí más seguro.

– Entonces, lo que ocurrió era inevitable e incuestionable; aun así le puso furioso.

– No fue lo que ocurrió lo que me puso furioso, sino la forma en que me lo contó, y después su manera de actuar cuando yo llamé. Me sentí dejado de lado. Le pedí un favor y… no sé.

– ¿Qué hizo?

– Dudó. Los compañeros no hacen eso. No entre ellos. Se supone que están ahí para el otro. Se supone que es como un matrimonio, aunque yo nunca he estado casado.

Hinojos se detuvo para tomar notas, lo cual hizo que Bosch se preguntara si lo que acababa de decir era tan importante.

– Parece -dijo ella mientras todavía escribía- que tiene un umbral bajo para tolerar frustraciones.

La afirmación de la psiquiatra inmediatamente irritó a Bosch, pero sabía que si lo mostraba estaría confirmando su tesis. Pensó que tal vez era un truco pensado para provocar esa respuesta. Trató de calmarse.

– ¿No le pasa a todo el mundo? -dijo con voz controlada.

– Supongo que hasta cierto punto. Cuando revisé su historial vi que estuvo en el ejército durante la guerra de Vietnam. ¿Vio algún combate?

– ¿Que si vi algún combate? Sí, vi combate. También estuve en medio del combate. Incluso estuve bajo el combate. ¿Por qué la gente siempre pregunta que si vi un combate como si se tratara de una maldita película que nos llevaran allí?

Hinojos se quedó en silencio un buen rato, sosteniendo el bolígrafo, pero sin escribir. Parecía que simplemente estaba esperando que las velas de Bosch, henchidas de ira, perdieran viento. Bosch movió la mano en un gesto que esperaba que expresara que lo lamentaba y que deberían seguir adelante.

– Lo siento -dijo para asegurarse.

Hinojos continuó en silencio y Bosch estaba empezando a sentir el peso de su mirada. Apartó la vista a las estanterías que ocupaban una de las paredes del despacho. Estaban llenas de gruesos volúmenes de psiquiatría encuadernados en piel.

– Lamento entrometerme en un área tan sensible emocionalmente -dijo ella al fin-. La razón…

– Pero de eso se trata todo esto, ¿no? Lo que usted tiene es una licencia para entrometerse y yo no puedo hacer nada al respecto.

– Entonces acéptelo -dijo ella con severidad-. Ya hemos hablado de esto antes. Para ayudarle tenemos que hablar de usted. Si lo acepta, tal vez podamos avanzar. A ver, como iba diciendo, la razón de que mencionara la guerra fue que quería preguntarle si está usted familiarizado con el síndrome de estrés postraumático. ¿Alguna vez lo ha oído nombrar?

Bosch volvió a mirarla. Sabía lo que le esperaba.

– Sí, por supuesto. He oído hablar del estrés postraumático.

– Bueno, detective, en el pasado fue un síndrome relacionado con hombres de servicio que regresaron de la guerra, pero no se trata sólo de un problema bélico o posbélico. Puede ocurrir en cualquier entorno de estrés. Cualquiera. Y tengo que decirle que creo que usted es un ejemplo andante y hablante de los síntomas de este desorden.

– Joder… -dijo Bosch sacudiendo la cabeza. Se acomodó en la silla de modo que no la veía ni a ella ni a su biblioteca. Miró al cielo a través de las ventanas. No había nubes-. Ustedes se sientan en estos despachos y no tienen ni idea…

No terminó. Se limitó a negar con la cabeza. Se aflojó el nudo de la corbata. Sentía que no podía introducir suficiente aire en los pulmones.

– Escúcheme, detective, haga el favor. Observe los hechos que tenemos aquí. ¿Se le ocurre algún trabajo más estresante que ser policía en esta ciudad durante los últimos cinco años? Entre Rodney King y el escrutinio y la infamia que suscitó, los disturbios, los incendios, las inundaciones y los terremotos, cada agente de este departamento podría haber escrito un manual sobre control del estrés y, por supuesto, sobre el mal control.

– Se ha olvidado las abejas asesinas.

– Estoy hablando en serio.

– Yo también, salió en las noticias.

– En todo lo que ha sucedido en esta ciudad, en cada una de esas calamidades, ¿quién está siempre en medio? Los agentes de policía. Los que tienen que responder. Los que no pueden quedarse en casa, agachar la cabeza y esperar a que todo termine. Así que pasemos de esa generalización a lo individual. Usted, detective. Ha sido un contendiente de primera línea en todas esas crisis. Al mismo tiempo ha tenido que lidiar con su auténtico trabajo. Homicidios. Es uno de los destinos más estresantes del departamento, Dígame, ¿cuántos homicidios ha investigado en los últimos tres años?

– Mire. No estoy buscando una excusa. Ya le dije antes que lo hice porque quería hacerlo. No tuvo nada que ver con los disturbios ni…

– ¿Cuántos cadáveres ha examinado? Conteste mi pregunta, por favor. ¿Cuántos cadáveres? ¿A cuántas viudas les dio la noticia de que lo eran? ¿A cuántas madres les ha hablado de sus hijos muertos?

Bosch levantó las manos y se frotó la cara. Lo único que sabía era que quería esconderse de ella.

– Muchos -susurró finalmente.

– Más que muchos…

Bosch exhaló con fuerza.

– Gracias por responder. No estoy tratando de arrinconarle. El objetivo de mis preguntas y de mi discurso sobre la fractura social, cultural e incluso geológica de esta ciudad es que usted ha pasado mucho más que la mayoría, ¿de acuerdo? Y esto ni siquiera incluye el bagaje que todavía podía arrastrar de Vietnam o del fracaso de una relación sentimental. Pero sean cuáles sean las razones, los síntomas del estrés se están manifestando. Están ahí, claros como el día. Su intolerancia, su incapacidad de sublimar las frustraciones, sobre todo su agresión a su superior.

Hizo una pausa, pero Bosch no dijo nada. Tenía la sensación de que ella no había terminado. No se equivocaba.

– También hay otros signos -continuó Hinojos-. Su rechazo a abandonar su casa afectada puede percibirse como una forma de negación de lo que está sucediendo a su alrededor. Son síntomas físicos. ¿Se ha mirado al espejo últimamente? No creo que tenga que preguntárselo para saber que está bebiendo demasiado. Y la mano. No se hizo daño con un martillo. Se quedó dormido con un cigarrillo entre los dedos. Eso es una quemadura, me apostaría mi licencia profesional.

Hinojos abrió un cajón y sacó dos vasos y una botella de plástico. Llenó los vasos y le acercó uno a Bosch. Una oferta de paz. Bosch la observó en silencio. Se sentía exhausto, insalvable. Tampoco podía menos que sentir admiración por lo bien que ella lo diseccionaba. Después de tomar un trago de agua, Hinojos continuó.

– Todas estas cosas son indicativas de un diagnóstico de síndrome de estrés postraumático. Sin embargo, tenemos un problema con eso. El prefijo «post» cuando se usa en este diagnóstico, significa que el estrés ha pasado. Ése no es el caso aquí. En Los Ángeles, no. No con su trabajo. Harry, usted está permanentemente metido en una olla a presión. Se debe a usted mismo un poco de espacio para respirar. Ése es el fin de esta baja. Espacio para respirar. Tiempo para recuperarse. Así que no se resista. Acéptelo. Es el mejor consejo que puedo darle. Acéptelo y úselo para salvarse.

Bosch exhaló con fuerza y levantó la mano vendada. -Puede quedarse su licencia.

– Gracias.

Ambos descansaron un momento hasta que ella continuó en una voz calibrada para aliviarle.

– También ha de saber que no está solo. Esto no es nada por lo que deba sentirse avergonzado. En los últimos tres años se ha experimentado un agudo aumento de incidentes de agentes sometidos a estrés. Los Servicios de Ciencias del Comportamiento acaban de solicitar al ayuntamiento cinco psicólogos más. Nuestro volumen de casos ha pasado de ochocientas sesiones en mil novecientos noventa a más del doble el último año. Incluso tenemos un nombre para lo que está ocurriendo aquí. La angustia azul. Y usted la tiene, Harry.

Bosch sonrió y negó con la cabeza, aferrándose todavía a la capacidad de negación que le quedaba.

– La angustia azul. Parece el título de una novela de Wambaugh.

La psiquiatra no respondió.

– ¿Lo que me está diciendo es que no vaya recuperar mi puesto?

– No, no estoy diciendo eso en absoluto. Lo único que digo es que tenemos un montón de trabajo por delante.

– Me siento como si me hubiera noqueado el campeón del mundo. ¿Le importa si la llamo de vez en cuando para tratar de obtener la confesión de algún tío que no quiera hablar conmigo?

– Créame, que diga esto ya es un buen comienzo.

– ¿Qué quiere que haga?

– Quiero que tenga ganas de venir aquí. Eso es todo. No lo mire como un castigo. Quiero que trabaje conmigo, no contra mí. Cuando hablemos, quiero que hable de todo y de nada. De cualquier cosa que se le ocurra. No se guarde nada. Y otra cosa. No le estoy diciendo que debe dejarlo por completo, pero tiene que moderarse con la bebida. Tiene que mantener la mente despejada. Como sin duda sabe, los efectos del alcohol permanecen en un individuo hasta mucho después de la noche en que se consume.

– Lo intentaré. Todo eso. Lo intentaré.

– Es lo único que le pido. Y como de repente tiene tan buena voluntad, voy a pedirle otra cosa. Me han cancelado una sesión mañana a las tres, ¿podrá venir?

Bosch dudó y no dijo nada.

– Parece que al final estamos trabajando bien y creo que ayudaría. Cuanto antes acabemos con nuestro trabajo, antes podrá usted volver al suyo. ¿Qué dice?

– ¿A las tres?

– Sí.

– De acuerdo, aquí estaré.

– Bien. Volvamos a nuestro diálogo. ¿Por qué no empieza?

De lo que quiera hablar.

Bosch se inclinó hacia adelante y cogió el vaso de agua. Miró a Hinojos mientras bebía el agua y después volvió a dejar el vaso en la mesa.

– ¿De cualquier cosa?

– Lo que sea. De lo que esté pasando en su vida o en su mente y quiera hablar.

Bosch pensó un momento.

– Anoche vi un coyote. Cerca de mi casa. Yo… Supongo que estaba borracho, pero sé que lo vi.

– ¿Qué significa para usted?

Bosch trató de componer una respuesta apropiada.

– No estoy seguro… Creo que ya no quedan muchos en las colinas de la ciudad, al menos cerca de donde yo vivo. Así que cuando veo uno tengo la sensación de que podría ser el último que queda en libertad. El último coyote. Y supongo que me molestaría si alguna vez resultara cierto, si no volviera a ver a ningún otro.

Hinojos asintió con la cabeza, como si Bosch se hubiera anotado un punto en un juego cuyas reglas no conocía con exactitud.

– Antes había uno que vivía en el cañón de debajo de mi casa. Lo veía allí de vez en cuando. Después del terremoto desapareció. No sé qué le ocurrió. Entonces anoche vi a este otro. Había algo en la niebla y la luz que… Parecía que tenía el pelaje azul. Parecía hambriento. Tienen algo… Son tristes y amenazadores al mismo tiempo, ¿sabe?

– Sí.

– La cuestión es que pensé en él cuando me fui a acostar después de llegar a casa. Fue entonces cuando me quemé la mano. Me quedé dormido con el cigarrillo. Pero antes de despertarme tuve un sueño, o al menos creo que era un sueño. Tal vez una ensoñación, como si yo todavía estuviera despierto. Y en él, fuera lo que fuese, el coyote estaba presente. Pero estaba conmigo. Y estábamos en el cañón o en una colina, no estaba del todo seguro. -Levantó la mano-. Y entonces me quemé.

Hinojos asintió, pero no dijo nada.

– ¿Qué opina? -preguntó él.

– Bueno, no acostumbro a dedicarme a la interpretación de los sueños. Francamente, no estoy segura de su valor. El valor real que me parece ver en lo que acaba de contarme es la voluntad de contármelo. Me muestra un giro de ciento ochenta grados en su visión de estas sesiones. Por si sirve de algo le diré que creo que está claro que se identifica con el coyote. Quizá no quedan muchos policías como usted y siente la misma amenaza para su existencia o su misión. No lo sé con certeza. Pero fíjese en sus propias palabras. Los llamó tristes y amenazadores al mismo tiempo. ¿Usted también podría serlo?

Bosch bebió agua antes de responder.

– He estado triste antes, pero he encontrado cierta comodidad en la tristeza.

Permanecieron un rato sentados en silencio, digiriendo lo que acababa de decirse. Ella miró su reloj.

– Todavía tenemos un poco de tiempo. ¿Hay algo más de lo que quiera hablar? Tal vez algo relacionado con esta historia.

Bosch reflexionó durante un rato y sacó un cigarrillo.

– ¿Cuánto tiempo nos queda?

– Todo el que quiera. No se preocupe por el tiempo. Quiero hacer esto.

– Ha hablado de mi misión. Me dijo que pensara en mi misión. Y hace un minuto ha repetido la palabra.

– Sí.

Bosch vaciló.

– Lo que diga aquí es confidencial, ¿verdad?

Ella torció el gesto.

– No estoy hablando de nada ilegal. A lo que me refiero es que no va a ir contando a la gente lo que diga aquí. Que no le llegara a Irving.

– No, lo que me diga se queda aquí. Eso es incuestionable. Le expliqué que lo que entrego al subdirector Irving es una sencilla recomendación muy concreta favorable o desfavorable a su reincorporación al servicio. Nada más.

Bosch asintió, dudó otra vez y después tomó la decisión. Se lo contaría.

– Bueno, estaba usted hablando de mi misión y su misión y etcétera, bueno, yo creo que durante mucho tiempo he tenido una misión. Sólo que no lo sabía o, mejor dicho, no la aceptaba. No la reconocía. No sé cómo explicarlo correctamente. Tal vez estaba asustado, no lo sé. La he apartado durante muchos años. No importa, lo que le estoy diciendo es que ahora la he aceptado.

– No estoy segura de estar entendiéndole, Harry. Tiene que explicarme de qué está hablando.

Bosch miró la alfombra gris que tenía delante de él. Habló mirando la alfombra porque no sabía cómo decírselo a la cara.

– Soy huérfano…, nunca conocí a mi padre y asesinaron a mi madre en Hollywood cuando yo era un niño. Nadie… Nunca detuvieron a nadie.

– Está buscando a su asesino, ¿verdad?

Bosch la miró y asintió.

– Ésa es mi misión ahora.

Ella no mostró sorpresa en el rostro, que en cambio le sorprendió a él. Era como si hubiera estado esperando que le dijera lo que acababa de decirle.

– Háblame de eso.

Bosch estaba sentado en la mesa del comedor con la libreta a mano y los recortes de periódico que un becario del Times le había preparado a instancias de Keisha Russell delante de él en dos pilas separadas. En una pila estaban las noticias sobre Conklin y en la otra las de Mittel. En la mesa había una botella de Henry que Bosch había estado cuidando como jarabe para la tos a lo largo de toda la tarde. Sólo iba a permitirse una cerveza. El cenicero, no obstante, estaba lleno y una nube de humo azulado envolvía la mesa. No se había puesto límite a los cigarrillos. Hinojos no había dicho nada del tabaco.

Sin embargo, ella había tenido mucho que decir de su misión. Le había aconsejado rotundamente que lo dejara hasta que estuviera emocional mente mejor preparado para afrontar lo que podría descubrir. Él le dijo que había avanzado demasiado para detenerse. Fue en ese momento cuando la psiquiatra dijo algo en lo que no había cesado de pensar en el camino y que seguía entrometiéndose en sus pensamientos.

– Será mejor que piense en esto y se asegure de qué es lo que quiere -le había dicho ella-. Inconscientemente o no, podría haber estado trabajando hacia esto toda su vida. Podría ser la razón de que sea detective, investigador de homicidios. Resolver la muerte de su madre también podría terminar con su necesidad de ser policía. Podría quitarle su impulso, su misión. Debería estar preparado para eso antes de seguir adelante.

Bosch consideraba que lo que ella había dicho era cierto. Sabía que la idea había estado presente durante toda su vida. Lo que le había ocurrido a su madre le había ayudado a definir todo lo que hizo después. Y la promesa de descubrirlo, la promesa de vengarla, estaba siempre presente en los oscuros recovecos de su mente. Nunca había sido algo que se hubiera dicho en voz alta, ni siquiera algo en lo que hubiera pensado con tenacidad. Porque hacerlo implicaba planificar, y eso no formaba parte de una agenda. Aun así, le superaba la sensación de que lo que estaba haciendo era inevitable, algo programado por una mano invisible hacía mucho tiempo.

Apartó a Hinojos de su pensamiento y se concentró en el recuerdo. Estaba bajo el agua, con los ojos abiertos, mirando hacia arriba, hacia la luz. De pronto, la luz quedó eclipsada por una figura que se alzaba en el borde de la piscina, una figura borrosa, un ángel oscuro que se cernía sobre él. Harry dio una patada en el fondo y subió hacia la superficie.

Bosch cogió la botella de cerveza y se la terminó de un trago. Trató de concentrarse otra vez en los recortes de periódico que tenía delante.

Inicialmente le había sorprendido la cantidad de historias que había sobre Arno Conklin anteriores a su ascenso al trono de la oficina del fiscal del distrito. Sin embargo, al empezar a leerlas vio que la mayoría eran despachos mundanos de noticias en las que Conklin era el fiscal de la acusación. Aun así, Bosch comprendió un poco mejor la naturaleza del hombre a través de los casos en los que trabajó y de su estilo como fiscal. Estaba claro que su estrella se alzó, tanto en la fiscalía como a ojos de la opinión pública, a raíz de una serie de casos altamente publicitados.

Los artículos estaban en orden cronológico. El primero trataba de la fructuosa acusación en 1953 de una mujer que había envenenado a sus padres y después había guardado sus cadáveres en baúles del garaje hasta que al cabo de un mes los vecinos se quejaron del olor a la policía. Conklin era citado profusamente en varios artículos acerca del caso. En una ocasión se lo describía como «el apuesto ayudante del fiscal del distrito». El caso fue uno de los precursores del uso de la incapacidad mental por parte de la defensa. La mujer alegó capacidad disminuida, pero a juzgar por la cantidad de artículos se había desatado un furor público sobre el caso y el jurado sólo tardó media hora en declarada culpable. La acusada fue condenada a muerte y Conklin se aseguró un lugar en el escenario público como paladín de la seguridad y defensor de la justicia. Había una foto suya hablando con los periodistas tras el veredicto. La descripción anterior de él era precisa. Era un hombre apuesto. Llevaba un traje de tres piezas, tenía el pelo rubio y corto y estaba bien afeitado. Era alto y delgado, y mostraba el aspecto rubicundo y genuinamente americano por el que los actores pagaban fortunas a los cirujanos. Arno era una estrella por derecho propio.

Había más artículos referidos a casos de asesinato en los recortes además de ése. Conklin había ganado todos ellos. Y siempre había solicitado -y obtenido-la pena capital. Bosch se fijó en que en los artículos sobre casos de finales de los cincuenta había sido elevado al cargo de primer ayudante del fiscal del distrito y a final de la década a ayudante, uno de los puestos de más responsabilidad de la fiscalía. En una sola década había experimentado un ascenso meteórico.

Había un reportaje sobre una conferencia de prensa en la que el fiscal del distrito John Charles Stock anunciaba que colocaba a Conklin a cargo de la unidad de investigaciones especiales y le encargaba limpiar la miríada de problemas de vicio que amenazaban el tejido social del condado de Los Ángeles.

«Siempre he asignado los trabajos más duros a Arno Conklin -explicó el fiscal-. Y vuelvo a recurrir a él. La gente de la comunidad de Los Ángeles quiere una comunidad limpia y, por Dios, la tendremos. Para aquellos que sepan que vamos a por ellos mi consejo es que se vayan. En San Francisco los acogerán. En San Diego los acogerán. Pero en Los Ángeles no.»

A continuación había varios artículos fechados en los dos años siguientes con ostentosos titulares acerca de cierres de casas de juego clandestinas, antros de drogadicción, casas de citas y prostitución callejera. Conklin trabajaba con unos efectivos de cuarenta policías cedidos por todos los departamentos del condado. Hollywood era el objetivo principal de los «comandos de Conkhn» como el Times había bautizado a su brigada, pero el azote de la ley caía sobre malhechores de todo el condado. Desde Long Beach al desierto, todos aquellos que trabajaban en las nóminas del pecado huían atemorizados, al menos según el artículo del diario. A Bosch no le cabía duda de que los señores del vicio que eran objetivo de los comandos de Conklin siguieron operando sus negocios como de costumbre y sólo fueron los últimos de la cadena trófica, los empleados reemplazables, los que fueron detenidos.

La última historia en la pila de Conklin, fechada el 1 de febrero de 1962, era el anuncio de que se presentaría al máximo cargo de la fiscalía en una campaña que hacía un renovado hincapié en liberar al condado de los vicios que amenazaban a toda gran sociedad. Bosch se fijó en que parte del majestuoso discurso que pronunció en la escalinata del viejo tribunal del centro de Los Ángeles era una filosofía policial bien conocida, que Conklin, o la persona que le escribía los discursos, se había apropiado.


A veces la gente me dice: «¿Cuál es el problema, Arno? Éstos son delitos sin víctimas. Si un hombre quiere hacer una apuesta o pagar por acostarse con una mujer, ¿qué hay de malo en ello? ¿Dónde está la víctima?» Bueno, amigos, os diré qué hay de malo en ello y quién es la víctima. Nosotros somos las víctimas. Todos nosotros. Cuando permitimos que este tipo de actividades ocurran, cuando nos limitamos a mirar hacia otro lado, nos debilitamos todos y cada uno de nosotros.

Yo lo veo de esta manera. Estos llamados pequeños delitos Son cada uno de ellos como una ventana rota en una casa abandonada. No parece un gran problema, ¿verdad? Error. Si nadie repara esa ventana, pronto llegarán los chicos y creerán que a nadie le importa. Así que tirarán unas cuantas piedras y romperán más ventanas. Después el ladrón conduce por la calle y al ver la casa cree que a nadie le importa. Así que monta la parada y empieza a entrar en casas mientras los propietarios están trabajando.

La siguiente noticia es que otro bellaco viene y roba coches aparcados en la calle. Y etcétera, etcétera. Los residentes empiezan a ver sus barrios con otros ojos. Piensan: «Si a nadie le importa, ¿por qué voy a preocuparme yo?» Esperan un mes más antes de cortar el césped. No les dicen a los chicos que están en las esquinas que dejen de fumar y que vayan a la escuela. Es un deterioro progresivo, amigos. Ocurre a lo largo de este gran país nuestro. Se cuela como las malas hierbas en nuestro jardín. Bueno, cuando yo sea fiscal del distrito arrancaré de raíz esas malas hierbas.


El artículo terminaba explicando que Conklin había elegido a un joven «activista» de su oficina para que rigiera su campaña. Decía que Gordon Mittel iba a renunciar a su puesto en la fiscalía para empezar a trabajar de inmediato. Bosch releyó el artículo y enseguida quedó paralizado por algo que no había registrado en su primera lectura. Estaba en el segundo párrafo.


Para el famoso Conklin será su primer asalto a la fiscalía. El soltero de 35 años, residente en Hancock Park, dijo que había planeado la candidatura durante mucho tiempo y que contaba con el respaldo del fiscal John Charles Stock, quien también se presentó en la conferencia de prensa.


Bosch pasó las páginas de su libreta hasta la lista de nombres que había anotado antes y escribió «Hancock Park» después del nombre de Conklin. No era mucho, pero era una pieza que confirmaba la historia de Katherine Register. Y era bastante para que a Bosch se le disparara la adrenalina. Le hizo sentir que al menos tenía una caña en el agua.

– Puto hipócrita -masculló para sus adentros.

Trazó Un círculo en torno al nombre de Conklin en la libreta. Sin prestar atención, siguió repasando el círculo con el bolígrafo mientras pensaba qué hacer a continuación.

El último destino de Marjorie Lowe había sido una fiesta en Hancock Park. Según Katherine Register, iba más concretamente a ver a Conklin. Después del asesinato, Conklin había llamado a los detectives del caso para establecer una cita, pero faltaba el registro de la entrevista, si es que ésta se había producido. Bosch sabía que sólo era una correlación general de hechos, pero le servía para profundizar y consolidar la sospecha que había sentido la primera noche al mirar en el expediente del caso de asesinato. Algo no encajaba. Y cuanto más pensaba en ello, más creía que Conklin era la pieza que no encajaba.

Buscó en su americana, que tenía colgada del respaldo de la silla, y sacó una pequeña agenda de teléfonos. Se la llevó a la cocina, donde marcó el número particular del ayudante del fiscal del distrito Roger Goff.

Goff era un amigo que compartía la pasión de Bosch por el saxo tenor. Habían pasado muchos días sentados uno al lado del otro en el tribunal y muchas noches sentados en taburetes vecinos en bares de jazz. Goff era un fiscal de la vieja escuela que había pasado casi treinta años en la fiscalía. No tenía aspiraciones políticas ni dentro ni fuera de la oficina del fiscal. Simplemente le gustaba su trabajo. Era un bicho raro, porque nunca se cansaba de él. Miles de fiscales habían entrado, se habían quemado y habían ido a la América corporativa ante los ojos de Goff, pero él permanecía. A la sazón trabajaba en el edificio del tribunal de lo penal, con fiscales y abogados defensores veinte años más jóvenes que él. Pero seguía siendo bueno y, algo más importante, todavía conservaba la pasión en la voz cuando se situaba ante un jurado y descargaba la ira de Dios y de la sociedad contra aquellos que se sentaban en el banquillo de los acusados. Su mezcla de tenacidad e imparcialidad sin ambages lo habían convertido en una leyenda en los círculos legales y policiales de la ciudad. Y era uno de los pocos fiscales por los que Bosch sentía un respeto incondicional.

– Roger, soy Harry Bosch.

– Eh, maldita sea, ¿cómo estás?

– Estoy bien, ¿en qué andabas?

– Viendo la tele, como todo el mundo. ¿Qué estás haciendo tú?

– Nada, sólo estaba pensando. ¿Recuerdas a Gloria Jeffries?

– Glo… Mierda, claro. Veamos. Ella era…, sí, es la que tenía un marido tetrapléjico por un accidente de moto.

Al recordar el caso, sonó como si estuviera leyendo una de sus libretas de notas.

– Se ha cansado de cuidarle. Así que una mañana él está en la cama y ella se sienta en la cara de él hasta que lo asfixia. Iba a pasar como muerte natural, pero un detective suspicaz llamado Harry Bosch no iba a dejar que se saliera con la suya. Encontró un testigo al que Gloria le había explicado todo. La clave, lo que convenció al jurado, fue que ella le dijo al testigo que cuando lo asfixió, fue el primer orgasmo que el pobre diablo fue capaz de darle. ¿Qué te parece mi memoria?

– Impresionante.

– ¿Qué pasa con ella?

– Se está reeducando en Frontera. Se está preparando. Me preguntaba si tendrías tiempo para escribir una carta.

– Mierda, ¿ya? Eso fue hace, ¿tres o cuatro años?

– Casi cinco. He oído que ahora está con la Biblia y que habrá una vista el mes que viene. Escribiré una carta, pero sería bueno que el fiscal escribiera otra.

– Descuida, tengo una carta modelo en mi ordenador. Lo único que hago es cambiar el nombre y el delito y añadir algunos detalles truculentos. La idea básica es que el delito fue demasiado vil para que se considere la condicional en este momento. Es una buena carta. La mandaré mañana. Normalmente funciona de maravilla.

– Bien. Gracias.

– Deberían dejar de darles la Biblia a estas mujeres. Todas se convierten a la religión cuando les llega el turno. ¿Alguna vez has ido a una de esas vistas?

– Un par de veces.

– Sí, si tienes tiempo y no te sientes particularmente propenso al suicidio, quédate medio día allí sentado. Una vez me mandaron a Frontera cuando le tocó el turno a una de las chicas Manson. Con los casos más sonados en lugar de una carta mandamos a alguien en persona. Bueno, fui y me senté a escuchar diez casos mientras esperaba que apareciera mi chica. Y te lo juro, todas citan a los Corintios, citan el Apocalipsis, Mateo, Pablo, Juan tres dieciséis, Juan esto, Juan lo otro. ¡Y funciona! Mierda si funciona. Esos viejos del tribunal se lo tragan. Además, creo que a todos les pone estar allí sentados escuchando a esas mujeres humillándose ante ellos. En fin, me has dado pie, Harry. La culpa es tuya.

– Lo siento.

– Vale. ¿Qué otras novedades hay? No te he visto en el edificio. ¿Me estás preparando algo?

Era la pregunta que Bosch había estado esperando de manera que pudiera cambiar la conversación disimuladamente hacia Arno Conklin.

– Ah, no mucho. Está tranquilo. Pero, eh, deja que te pregunte algo, ¿conoces a Arno Conklin?

– ¿Arno Conklin? Claro que lo conocía. Él me contrató. ¿Por qué me preguntas por él?

– Por nada. Estaba revisando unos viejos archivos, haciendo sitio en los armarios, y me he encontrado con unos periódicos viejos. Estaban en el fondo. Había varios artículos sobre él y he pensado en ti, creo que eran de cuando tú empezaste.

– Sí, Arno trataba de ser un buen hombre. Un poco alto y poderoso para mi gusto, pero creo que en general era un hombre decente. Especialmente si consideramos que era al mismo tiempo político y abogado.

Goff se rió de su propia broma, pero Bosch se quedó en silencio. Goff había usado el pasado. Bosch sintió una presencia pesada en el pecho y sólo entonces se dio cuenta de lo fuerte que era su deseo de venganza.

– ¿Está muerto? -Cerró los ojos. Deseó que Goff no detectara la urgencia que se había deslizado en su tono de voz.

– Oh, no, no está muerto. O sea, me refiero a cuando lo conocí. Entonces era un buen hombre.

– ¿Sigue practicando el derecho?

– No. Es mayor. Está retirado. Una vez al año lo llevan en la silla de ruedas al banquete anual de los fiscales. Él entrega personalmente el premio Arno Conklin.

– ¿Qué es eso?

– Un trozo de madera con una placa de cobre que se entrega al fiscal administrativo del año, aunque no te lo creas. Es el legado del tipo, un premio anual al entre comillas fiscal que no pone el pie en el tribunal en todo el año. Suele caerle a uno de los jefes de división. No sé cómo deciden a cuál. Probablemente al que se aleja más de la fiscalía en ese año.

Bosch rió. El chiste no era tan bueno, pero estaba sintiendo el alivio de saber que Conklin seguía vivo.

– No tiene gracia, Bosch. Es muy triste. Fiscal administrativo, ¿quién ha oído semejante cosa? Es un oxímoron. Como Andrew y sus guiones. Trata con esa gente de los estudios llamados, apunta esto, creadores ejecutivos. Aquí tienes la contradicción clásica. Bueno, te lo has buscado, Bosch, me has dado cuerda otra vez.

Bosch sabía que Andrew era el compañero sentimental de Goff, pero nunca lo había visto.

– Lo siento, Roger. ¿A qué te refieres con que lo sacan?

– ¿A Arno? Bueno, quiero decir que lo sacan. Va en silla de ruedas. Te lo he dicho, es un hombre mayor. Lo último que supe era que estaba en una residencia de cuidados completos. Una de las de lujo, en Park La Brea. Siempre digo que algún día he de ir a verle y darle las gracias por haberme contratado entonces. Quién sabe, a lo mejor podría apuntarme un puntito para ese premio.

– Muy gracioso. ¿Sabes?, he oído que Gordon Mittel era su testaferro.

– Ah, sí, era el perro guardián. Llevaba sus campañas. Así es como empezó Mittel. Bueno, ése era peligroso. Estoy contento de que abandonara el derecho penal, sería duro enfrentarse con ese hijo de puta en el tribunal.

– Sí, eso he oído -dijo Bosch.

– Lo que hayas oído puedes multiplicado por dos.

– ¿Lo conoces?

– Ahora no y entonces tampoco. Sólo sé que tenía que mantenerme alejado. Ya no estaba en la fiscalía cuando yo llegué. Pero siempre había historias. Supuestamente en aquellos primeros tiempos, Arno era el heredero forzoso y todo el mundo lo sabía, había muchas maniobras para acercarse a él. Había un tipo, Sinclair creo que se llamaba, al que asignaron para llevar la campaña de Arno. Entonces, una noche, la mujer de la limpieza encontró unas fotos pomo debajo de su cartapacio. Hubo una investigación interna y se comprobó que las fotos habían sido robadas de los archivos de casos de otro fiscal. Condenaron a Sinclair. Él siempre dijo que había sido una trampa de Mittel.

– ¿Crees que fue él?

– Sí. Era el estilo de Mittel…, pero ¿quién sabe?

Bosch sintió que había dicho y preguntado suficiente para que pasara por una conversación de cotilleo. Si seguía adelante, Goff podía sospechar acerca del motivo de la llamada.

– ¿Entonces qué me dices? -preguntó- ¿Ya no vas a salir o quieres pasarte por el Catalina? He oído que Redman está en la ciudad para tocar Leno. Te apuesto la entrada a que él y Bradford se pasan al final.

– Suena tentador, Harry, pero Andrew está preparando una cena tardía y creo que esta noche vamos a quedarnos en casa. Él cuenta con ello. ¿No te importa?

– No, claro. De todos modos estoy tratando de no empinar el codo demasiado últimamente. Tengo que descansar un poco.

– Vaya, señor, eso es admirable. Creo que merece un trozo de madera con una placa de cobre.

– O un whisky.

Después de colgar, Bosch volvió a sentarse tras el escritorio y tomó notas sobre los puntos más destacados de la conversación con Goff. Después sacó la pila de recortes de Mittel y se la puso delante. Eran artículos más recientes que los de Conklin porque Mittel no se labró un nombre hasta mucho más tarde.

Conklin había sido su primer peldaño en la escalera.

La mayoría de las historias eran simples menciones de Mittel, que había asistido a diversas galas en Beverly Hills o había sido el anfitrión en diversas campañas o cenas benéficas.

Desde el principio era un hombre encargado del dinero, un hombre al que políticos y entidades de beneficencia acudían cuando querían echar las redes en los ricos enclaves del Westside. Trabajaba para los dos bandos, republicanos o demócratas, no le importaba. No obstante, su perfil creció cuando empezó a trabajar para candidatos a una escala mayor. El actual gobernador era cliente suyo, como también lo eran un puñado de congresistas y senadores de otros estados del oeste.

Bosch leyó un perfil escrito varios años antes -y aparentemente sin su cooperación- bajo el titular «El hombre del dinero del presidente». El diario explicaba que Mittel había sido nombrado para recaudar fondos entre los contribuyentes de California para la reelección presidencial y aseguraba que el estado era una de las piedras angulares de la campaña nacional de recogida de fondos.

El artículo también mencionaba la ironía de que Mittel era un ermitaño en el mundo de perfil alto de la política. Era un hombre que trabajaba entre bastidores y rehuía los focos. Tanto era así que repetidamente había rechazado puestos de influencia de aquellos a quienes había ayudado a ser elegidos.

Mittel había preferido quedarse en Los Ángeles, donde era socio fundador de una poderosa firma legal, Mittel, Anderson, Jennings amp; Rountree. Aun así, a Bosch le pareció que lo que hacía este abogado educado en Yale tenía poco que ver con la ley tal y como Bosch la entendía. Seguramente Mittel llevaba años sin pisar un tribunal. Eso le hizo pensar en el premio Conklin y sonrió. Lástima que Mittel se hubiera retirado de la fiscalía. Habría sido un buen candidato al premio.

Había una foto que acompañaba al perfil. Mostraba a Mittel en la escalera inferior del Air Force One, saludando al entonces presidente en el aeropuerto LAX. Aunque el artículo había sido publicado años antes, Bosch se quedó pasmado por lo joven que se veía a Mittel en la foto. Leyó de nuevo el artículo y comprobó su edad. Haciendo los cálculos se dio cuenta de que Mittel tenía apenas sesenta años.

Bosch apartó los recortes de periódico y se levantó. Durante un buen rato se quedó de pie ante las puertas correderas de cristal que daban a la terraza y miró las luces del desfiladero. Empezó a considerar lo que sabía de las circunstancias de treinta y tres años atrás. Conklin, según Katherine Register, conocía a Marjorie Lowe. Estaba claro por el expediente del caso que había hurgado en la investigación de su muerte por razones desconocidas. Su búsqueda fue aparentemente cubierta por razones asimismo desconocidas. Esto había ocurrido sólo tres meses después de que anunciara su candidatura a fiscal del distrito y menos de un año antes de que una pieza clave en la investigación, Johnny Fox, muriera cuando estaba a su servicio.

Bosch pensó que era obvio que Fox habría sido conocido de Mittel, el director de campaña. Por consiguiente, concluyó que al margen de lo que Conklin hiciera o supiera, era probable que Mittel, su testaferro y el arquitecto de su candidatura política, también tuviera conocimiento.

Bosch volvió a la mesa y se centró en la lista de nombres de su libreta. Cogió el boli y también rodeó el nombre de Mittel. Tenía ganas de tomarse otra cerveza, pero se conformó con un cigarrillo.

Por la mañana, Bosch llamó a la oficina de personal del Departamento de Policía de Los Ángeles y solicitó que comprobaran si Eno y McKittrick seguían en activo. Dudaba que estuvieran todavía en el departamento, pero sabía que tenía que comprobarlo. Resultaría embarazoso realizar una búsqueda y descubrir que uno o los dos seguían en nómina. La administrativa comprobó la lista y le dijo que no había agentes con esos nombres en el departamento.

Resolvió que tendría que representar el papel de Harvey Pounds. Marcó el número de Tráfico en Sacramento, dio el nombre del teniente y preguntó de nuevo por la señora Sharp. Por el tono que ella puso en su escueto «Hola» después de levantar el teléfono, Bosch no tenía duda de que se acordaba de él.

– ¿Es la señora Sharp?

– Ha pedido por ella, ¿no?

– Sí.

– Entonces es la señora Sharp. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Bueno, quería limar asperezas, por decirlo de alguna manera. Tengo varios nombres más de los que necesito las direcciones de las licencias de conducir y pensé que trabajar directamente con usted aceleraría el proceso y quizá repararía nuestra relación laboral.

– Cielo, no tenemos ninguna relación laboral. No cuelgue, por favor.

Ella pulsó el botón antes de que Bosch pudiera decir nada. La línea quedo muerta durante tanto tiempo que Harry empezo a pensar que su truco para fastidiar a Pounds no merecía la pena. Finalmente, una administrativa diferente contestó y dijo que la señora Sharp le había pedido que le ayudara. Bosch le dio el número de identificación de Pounds y después los nombres de Gordon Mittel, Arno Conklin, Claude Eno y Jake McKittrick. Dijo que necesitaba los domicilios que figuraban en sus licencias de conducir.

Volvieron a poner la llamada en espera. Durante el tiempo que aguardó mantuvo el auricular pegado a la oreja con el hombro y frió un huevo. Se hizo un sándwich con el huevo frito, dos rebanadas de pan blanco tostado y salsa fría de un tarro que guardaba en la nevera. Se comió el sándwich goteante inclinado sobre el fregadero. Acababa de secarse la boca y de servirse otra taza de café cuando la empleada volvió a la línea.

– Lamento haber tardado tanto.

– No se preocupe.

Entonces recordó que era Pounds y lamentó haber dicho eso. La mujer le explicó que no tenía direcciones ni información de licencia de Eno ni de McKittrick, y a continuación le dio las direcciones de Conklin y Mittel. Goff tenía razón. Conklin residía en Park La Brea. Mittel vivía encima de Hollywood, en Hércules Drive, en una urbanización llamada Mount Olympus.

Bosch estaba demasiado preocupado en ese momento para continuar con la charada de Pounds. Le dio las gracias a la empleada sin entrar en confrontación y colgó. Pensó cuál debería ser su siguiente movimiento. Eno y McKittrick o bien habían muerto o estaban fuera del estado. Sabía que podría conseguir sus direcciones en la oficina de personal del departamento, pero podía tardar todo el día. Volvió a coger el teléfono y llamó a robos y homicidios. Preguntó por el detective Leroy Ruben. Ruben había pasado casi cuarenta años en el departamento, la mitad de ellos en robos y homicidios. Puede que supiera algo de Eno y McKittrick. También podría saber que Bosch estaba de baja por estrés.

– Ruben, ¿puedo ayudarle?

– Leroy, soy Harry Bosch. ¿Qué sabes?

– No mucho, Harry. ¿Disfrutando de la buena vida?

Le estaba diciendo de entrada a Bosch que conocía su situación. Bosch sabía que su única alternativa era ser franco con él. Hasta cierto punto.

– No está mal. Pero no duermo hasta muy tarde.

– ¿No? ¿Qué estás haciendo?

– Más o menos voy por libre en un viejo caso, Leroy. Estoy tratando de encontrar a un par de viejos detectives. He pensado que tal vez tú sabías algo de ellos. Trabajaban en Hollywood.

– ¿Quiénes son?

– Claude Eno y Jake McKittrick. ¿Los recuerdas?

– Eno y McKittrick. No… O sea, sí, creo que recuerdo a McKittrick. Se retiró hará diez o quince años. Se mudó a Florida, creo. Sí, Florida. Estuvo en robos y homicidios un año o así. Al final. El otro, Eno… No recuerdo a ningún Eno.

– Bueno, valía la pena intentarlo. Veré qué encuentro en Florida. Gracias, Leroy.

– Eh, Harry, ¿de qué se trata?

– Es sólo un viejo caso que tengo en mi escritorio. Me da algo que hacer mientras veo qué pasa.

– ¿Has oído algo?

– Todavía no. Me tienen hablando con la psiquiatra. Si consigo convencerla a ella volveré a mi mesa. Ya veremos.

– Venga, buena suerte. ¿Sabes?, yo y algunos de los chicos de aquí nos partimos el culo cuando oímos la historia. Hemos oído hablar de ese Pounds. Es un capullo. Hiciste bien, muchacho.

– Bueno, espero que no lo hiciera tan bien como para perder mi trabajo.

– Bah, no te pasará nada. Te envían unas cuantas veces a Chinatown, te cepillan un poco y te vuelven al hipódromo. Tranquilo.

– Gracias, Leroy.

Después de colgar, Bosch se vistió para la jornada que le esperaba, poniéndose una camisa limpia y el mismo traje que el día anterior.

Se dirigió hacia el centro en su Mustang de alquiler y pasó las siguientes dos horas en una maraña burocrática. En primer lugar fue a la oficina de personal del Parker Center, le dijo a un empleado lo que quería y después esperó media hora hasta que un supervisor le pidió que se lo repitiera todo. El supervisor le dijo que había perdido el tiempo y que la información que buscaba estaba en el ayuntamiento.

Cruzó la calle hasta el anexo del ayuntamiento, subió por la escalera y después cruzó por encima de Main Street hasta el obelisco blanco del ayuntamiento. Subió en ascensor hasta el departamento de finanzas, en la novena planta, mostró su tarjeta de identificación a otra empleada y le explicó que, a fin de racionalizar el proceso, tal vez debería hablar antes con un supervisor.

Esperó sentado en una silla de plástico, en un pasillo, durante veinte minutos antes de que lo condujeran a una pequeña oficina que se veía repleta con dos escritorios, cuatro armarios archivadores y varias cajas en el suelo. Una mujer obesa de piel pálida, pelo negro, patillas y la leve insinuación de un bigote estaba sentada detrás de uno de los escritorios. Bosch se fijó en una mancha de comida en su calendario de sobremesa, resultado de un percance previo. También había una botella reutilizable con tapón de rosca y una pajita. La tarjeta de plástico informaba de que se llamaba Mona Tozzi.

– Soy la supervisora de Carla. ¿Ha dicho que es usted agente de policía?

– Detective.

Bosch apartó la silla del escritorio vacío y se sentó enfrente de la mujer obesa.

– Disculpe, pero probablemente Cassidy va a necesitar esa silla cuando vuelva. Ése es su escritorio.

– ¿Cuándo va a volver?

– En cualquier momento. Se ha levantado a buscar un café.

– Bueno, tal vez si nos damos prisa cuando vuelva ya habremos terminado y yo ya me habré marchado.

A la mujer se le escapó una risa de «quién te crees que eres» que sonó más como un resoplido. No dijo nada.

– He pasado la última hora y media tratando de conseguir del ayuntamiento un par de direcciones y lo único que he conseguido es a un puñado de gente que quiere enviarme a ver a otra persona o hacerme esperar en el pasillo. Y lo gracioso del caso es que yo también trabajo para esta ciudad y estoy tratando de hacer un trabajo para esta ciudad y la ciudad no me da ni la hora. Y, ¿sabe?, mi psiquiatra dice que tengo este estrés postraumático y que tendría que tomarme la vida con más tranquilidad. Pero, Mona, he de decírselo, me estoy frustrando un huevo con esto.

La mujer lo miró un momento, probablemente preguntándose si podría alcanzar la puerta en el caso de que Bosch se enfureciera con ella. A continuación frunció la boca, lo que sirvió para que su bigote pasara de una insinuación a un anuncio, y tomó un largo trago de refresco. Bosch vio que un líquido del color de la sangre subía por la pajita hasta la boca de la funcionaria. Ésta se aclaró la garganta antes de hablar en tono de confrontación.

– ¿Sabe qué, detective? ¿Por qué no me dice qué es lo que está tratando de descubrir?

Bosch puso su cara esperanzada.

– Genial. Sabía que alguien se interesaría. Necesito las direcciones a las que se envían cada mes los cheques de jubilación de dos agentes.

Las cejas de la mujer se juntaron.

– Lo lamento, pero estas direcciones son estrictamente confidenciales. Incluso dentro del ayuntamiento. No puedo…

– .Mona, deje que le explique algo. Soy investigador de homicidios. Como usted, trabajo para esta ciudad. Estoy siguiendo una pista de un asesinato sin resolver y necesito hablar con los detectives originales del caso. Estamos hablando de un caso de hace más de treinta años. Asesinaron a una mujer, Mona. No encuentro a los dos detectives que trabajaron el caso en su momento y en personal de la policía me enviaron aquí. Necesito saber cuáles son las direcciones donde cobran las pensiones. ¿Va a ayudarme?

– Detective… ¿es Borsch?

– Bosch.

– Detective Bosch, deje que yo le explique algo. El hecho de que trabaje para esta ciudad no le da derecho a tener acceso a archivos confidenciales. Yo trabajo para el ayuntamiento, pero no voy al Parker Center y digo déjeme ver esto, déjeme ver lo otro. La gente tiene derecho a la intimidad. Veamos, esto es lo que puedo hacer. Y es lo máximo que puedo hacer. Si me da los dos nombres, enviaré a cada uno de ellos una carta solicitando que le llamen. De ese modo usted obtendrá su información y yo protegeré los archivos. ¿Le servirá eso? Le prometo que las cartas saldrán con el correo de hoy. -Ella sonrió, pero fue la sonrisa más falsa que Bosch había visto en mucho tiempo.

– No, eso no me servirá, Mona. Sabe, estoy francamente decepcionado.

– Eso no puedo evitado.

– Sí que puede, ¿no se da cuenta?

– Tengo trabajo que hacer, detective. Si quiere que mande la carta déme los nombres. La decisión es suya.

Bosch asintió y cogió el maletín que tenía en el suelo y se lo puso en el regazo. Vio que la mujer daba un brinco cuando él abrió el cierre con evidente irritación. Sacó el teléfono móvil del maletín y marcó el número de su casa, después esperó a que saltara el contestador.

Mona parecía enfadada.

– ¿Qué está haciendo?

Bosch levantó la mano para pedir silencio.

– Sí, ¿puede pasarme con Whitey Springer? -dijo a su contestador.

Bosch observó disimuladamente la reacción de ella. Se dio cuenta de que Mona conocía el nombre. Springer era el columnista del Times especializado en cuestiones municipales. Su rasgo distintivo eran los artículos sobre las pequeñas pesadillas burocráticas: el ciudadano indefenso contra el sistema. Los burócratas podían crear esas pesadillas con impunidad, porque eran funcionarios civiles, pero los políticos leían la columna de Springer y ejercían un tremendo poder cuando se trataba de empleos con influencia o de transferencias o degradaciones en el ayuntamiento. Un burócrata vilipendiado en el diario por Springer podía mantener su empleo, eso seguro, pero probablemente nunca ascendería, y nada impedía que un miembro del consejo municipal solicitara una auditoría de la oficina o que pusieran a un observador en la esquina. Lo más sensato era evitar la columna de Springer. Todo el mundo lo sabía, y Mona no era la excepción.

– Sí, gracias, espero -dijo Bosch al teléfono. Después le dijo a Mona-: Esto le va a encantar. Un hombre tratando de resolver un asesinato, la familia de la víctima esperando treinta y tres años para saber quién la mató, y una burócrata sentada en su oficina tomando un refresco de frutas que no le quiere dar al detective las direcciones que necesita sólo para hablar con los otros policías que investigaron el caso. No soy periodista, pero creo que sirve para una buena columna. A Springer le encantará. ¿Qué le parece?

Bosch sonrió y observó que el rostro de ella se ruborizaba hasta rivalizar con el color del refresco. Sabía que el truco iba a resultar.

– De acuerdo, cuelgue -dijo.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– ¡Cuelgue! Y le daré la información.

Bosch cerró el teléfono.

– Déme los nombres -dijo Mona.

Bosch le dio los nombres y ella se levantó y salió con porte enfadado. Apenas quedaba espacio para rodear la mesa, pero tenía el movimiento tan interiorizado por la práctica que pasó como una bailarina.

– ¿Cuánto tardará? -preguntó Bosch.

– Lo que tarde -respondió ella desde la puerta, recuperando parte de su bravuconería burocrática.

– No, Mona. Tiene diez minutos, nada más. Después será mejor que no vuelva porque Whitey estará aquí esperándola.

La mujer se detuvo y lo miró. Bosch le guiñó un ojo.

Después de que ella se levantó, Bosch también lo hizo y se colocó al otro lado de la mesa. La empujó cinco centímetros hacia la pared opuesta, estrechando el paso que quedaba detrás de la silla de Mona Tozzi.

La mujer volvió al cabo de siete minutos, con un trozo de papel. Bosch se dio cuenta de que había un problema en cuanto vio la expresión triunfante de Mona. Pensó en la mujer a la que habían juzgado no hacía mucho por cortarle el pene a su marido. Tal vez era la misma cara que tenía esa esposa cuando salió con el miembro viril por la puerta.

– Bueno, detective Bosch, tiene usted un pequeño problema.

– ¿Cuál es?

Mona empezó a rodear la mesa e inmediatamente su grueso muslo chocó con la esquina de formica. Parecía más embarazoso que doloroso. Tuvo que aletear con los brazos para recuperar el equilibrio y el impacto de la colisión sacudió el escritorio y volcó la botella. El líquido rojo empezó a filtrarse por la pajita en el calendario de mesa.

– ¡Mierda!

Mona rápidamente terminó de rodear la mesa y enderezó la botella. Antes de sentarse miró el escritorio, sospechando que lo habían movido.

– ¿Está usted bien? -preguntó Bosch-. ¿Cuál es el problema con las direcciones?

La mujer no hizo caso de la primera pregunta, se olvidó de la vergüenza y miró a Bosch con una sonrisa. Se sentó. Habló mientras abría el cajón del escritorio y sacaba un fajo de servilletas robadas de la cafetería.

– Bueno, el problema es que no creo que hable con el ex detective Claude Eno pronto. Al menos, no creo que lo haga.

– Está muerto.

Mona empezó a secar las gotas.

– Sí. Los cheques los recibe su viuda.

– ¿Y McKittrick?

– Veamos, con McKittrick hay una posibilidad. Tengo aquí su dirección. Está en Venice.

– ¿En Venice? ¿Qué problema hay?

– En Venice, Florida.

Mona sonrió, complacida consigo misma.

– Florida -repitió Bosch.

No tenía ni idea de que hubiera una Venice en Florida.

– Es un estado, está al otro lado del país.

– Ya sé dónde está.

– Ah, y otra cosa. La dirección que tengo es sólo un apartado de correos. Lo lamento.

– Sí, estoy seguro. ¿Y un teléfono?

La mujer echó las servilletas húmedas en una papelera que había en la esquina de la sala.

– No lo tenemos. Inténtelo en información.

– Lo haré. ¿Dice cuándo se retiró?

– Eso no me lo pidió.

– Entonces déme lo que ha traído.

Bosch sabía que ella podía conseguir más, que en algún sitio tenían que tener un número de teléfono, pero estaba coartado porque se trataba de una investigación no oficial. Si iba demasiado lejos, lo único que conseguiría sería que sus actividades se descubrieran y se vieran comprometidas.

Mona le tendió el papel. Bosch lo miró. Había dos direcciones, el apartado de correos de McKittrick y el domicilio en Las Vegas de la viuda de Eno. Se llamaba Olive.

Bosch pensó en algo.

– ¿Cuándo salen los cheques?

– Tiene gracia que lo pregunte.

– ¿Por qué?

– Porque hoy es final de mes. Siempre salen el último día del mes.

Eso era una oportunidad y Bosch sintió que se la merecía, que se la había ganado. Cogió el papel que la funcionaria le había dado, se lo guardó en el maletín y se levantó.

– Siempre es un placer trabajar con los empleados públicos de la ciudad.

– Lo mismo digo. Y, eh…, detective, ¿podría volver a poner la silla donde estaba? Como le he dicho, Cassidy la necesitará.

– Claro, Mona. Disculpe mi mala memoria.

Después del combate con la burocracia claustrofóbica, Bosch necesitaba un poco de aire. Bajó en el ascensor hasta el vestíbulo y salió por las puertas que daban a Spring Street. Al salir, un vigilante de seguridad le indicó que fuera por el lado derecho de la escalinata de entrada al gran edificio, porque estaban rodando una película en el lado izquierdo. Bosch observó el despliegue mientras bajaba la escalera y decidió tomarse un descanso y fumarse un cigarrillo.

Se sentó en uno de los laterales de hormigón y encendió un cigarrillo. En la filmación de la película participaba un grupo de actores que interpretaban a periodistas que bajaban corriendo la escalera del ayuntamiento para entrevistar a dos personas que descendían de un coche. Lo ensayaron dos veces y después filmaron dos tomas en el tiempo que Bosch estuvo allí sentado fumándose otros tantos cigarrillos. Cada vez, los periodistas gritaban lo mismo a los dos hombres.

– Señor Barrs, señor Barrs, ¿lo hizo usted? ¿Lo hizo usted?

Los dos hombres se negaban a responder, avanzaban hasta el grupo y subían la escalera con los periodistas a la zaga. En una de las tomas, uno de los periodistas trastabilló mientras retrocedía, cayó de espaldas en la escalera y fue atropellado por los demás. El director dejó que continuara el rodaje, pensando quizá que la caída añadía realismo a la escena.

Bosch supuso que los realizadores estaban usando la escalinata y la fachada principal del ayuntamiento como escenario de un tribunal. Los hombres que salían del coche eran el acusado y su cotizado abogado. Con frecuencia se utilizaba el edificio del ayuntamiento para ese tipo de tomas, porque tenía más aspecto de tribunal que cualquiera de los tribunales de la ciudad.

Bosch ya estaba aburrido después de la segunda toma, aunque suponía que habría muchas más. Se levantó y caminó hasta la Primera y después por ésta hasta Los Ángeles Street, por la que regresó al Parker Center. Por el camino sólo en cuatro ocasiones le pidieron unas monedas, lo cual, consideró, no era mucho para el centro de la ciudad y posiblemente era un signo de que los tiempos estaban mejorando desde el punto de vista económico. Al pasar junto a la hilera de teléfonos públicos que había en el vestíbulo del edificio policial se le ocurrió detenerse en uno de ellos y marcó el número 305-555-1212. Había tratado con la Metro-Dade Police de Miami en varias ocasiones y el 305 era el único prefijo que se le venía en mente. Cuando la operadora le atendió, preguntó por Venice y ella le dijo que el código de área adecuado era el 813.

Volvió a llamar y se comunicó con información de Venice. En primer lugar le preguntó a la operadora cuál era la ciudad grande más próxima a Venice. Ésta le dijo que era Sarasota y Bosch le preguntó cuál era la ciudad grande más próxima a Sarasota. Cuando la mujer le dijo que era St. Petersburg, Bosch finalmente empezó a situarse. Sabía ubicar St. Petersburg en un mapa -en la costa oeste de Florida- porque sabía que los Dodgers ocasionalmente jugaban partidos de preparación en primavera allí y una vez lo había buscado.

Finalmente proporcionó a la operadora el nombre de McKittrick y enseguida le saltó una grabación diciendo que el número no estaba en la lista por petición del usuario. Se preguntó si alguno de los detectives de Metro-Dade con los que había tratado por teléfono podría conseguirle ese número. Todavía no tenía idea de dónde estaba exactamente Venice ni de la distancia que lo separaba de Miami. Decidió abandonar. McKittrick había tomado medidas para que contactar con él no resultara fácil. Usaba un apartado de correos y tenía un número que no figuraba en la guía. Bosch desconocía por qué un policía retirado había tomado semejantes medidas en un estado que se hallaba a cinco mil kilómetros de donde había trabajado, pero sabía que la mejor forma de contactar con McKittrick sería presentarse en persona. Una llamada de teléfono, incluso si Bosch conseguía el número, era fácil de evitar. Alguien plantado en la puerta de tu casa ya era otro cantar. Además, Bosch contaba con una oportunidad; sabía que el cheque de la pensión de McKittrick estaba en el correo, camino de su apartado postal.

Sabía que podría usarlo para encontrar al viejo poli.

Se enganchó su tarjeta de identificación al traje y subió a la División de Investigaciones Científicas. Le dijo a la mujer que estaba detrás del mostrador que tenía que hablar con alguien de huellas y, sin esperar, como hacía siempre, pasó por la media puerta y recorrió el pasillo hasta el laboratorio.

El laboratorio era una amplia sala con dos filas de mesas de trabajo con luces fluorescentes en el techo. Al fondo de la sala había dos escritorios con terminales del programa AFIS, la base de datos de huellas dactilares. Detrás de ellos había una pared de cristal con los servidores. El cristal estaba empañado por la condensación porque la sala del servidor se mantenía a temperatura menor que la del resto del laboratorio.

Como era la hora de comer, sólo había un técnico en el laboratorio y Bosch no lo conocía. Estuvo tentado de dar media vuelta y volver más tarde, cuando hubiera alguien conocido, pero el técnico levantó la mirada de una de las terminales y lo vio. Era un hombre alto y delgado, con gafas y un rostro que había sido asolado por el acné en su adolescencia. Las secuelas le habían dejado una expresión hosca permanente.

– ¿Sí?

– Hola, ¿qué tal?

– Bien. ¿En qué puedo ayudarle?

– Harry Bosch. División de Hollywood.

Extendió la mano y el otro hombre dudó antes de estrechársela con cautela.

– Brad Hirsch.

– Sí, creo que he oído tu nombre. Nunca hemos trabajado juntos, pero es cuestión de tiempo. Trabajo en homicidios, así que probablemente antes o después trabajo con todos los que pasan por aquí.

– Probablemente.

Bosch se sentó en una silla que estaba al otro lado del módulo del ordenador y puso el maletín en su regazo. Se fijó en que Hirsch estaba mirando la pantalla azul de su ordenador. Parecía más cómodo mirando allí que a Bosch.

– La razón de mi visita es que en este momento hay un poco de calma en la ciudad del glamour. Y he empezado a revisar viejos casos. Me he encontrado con este de mil novecientos sesenta y uno.

– ¿Mil novecientos sesenta y uno?

– Sí, es viejo. Una mujer…, causa de la muerte traumatismo grave, después el asesino simuló una estrangulación para que pasara por un crimen sexual. La cuestión es que nunca detuvieron a nadie. Nunca se llegó a ninguna parte. De hecho, no creo que nadie lo revisara después de la diligencia debida del sesenta y dos. Hace mucho tiempo. Bueno, la cuestión es, la razón de que haya venido es que entonces los polis que lo investigaron sacaron una buena cantidad de huellas de la escena del crimen. Tenían bastantes parciales y algunas completas. Y las tengo aquí.

Bosch sacó la tarjeta amarillenta del maletín y se la alcanzó al hombre. Hirsch la miró, pero no la cogió. Volvió a mirar la pantalla del ordenador y Bosch colocó la tarjeta en el teclado, delante de él.

– Y, bueno, como sabes, eso fue antes de que tuviéramos estos ordenadores tan modernos y toda la tecnología que tienes aquí. Entonces sólo las usaban para compararlas con las huellas de sospechosos. Si no coincidían soltaban al tipo y éstas las guardaban en un sobre. Han estado en el archivo del caso desde entonces. Así que lo que estaba pensando era que podríamos…

– ¿Quiere que las pase por el AFIS?

– Exacto. Es cuestión de intentarlo. Echar los dados, a lo mejor tenemos suerte y pillamos a un autostopista en la superautopista de la información. Ha ocurrido antes. Edgar y Burns de homicidios de Hollywood resolvieron un viejo caso esta semana con una búsqueda en el AFIS. Estuve hablando con Edgar y me dijo que uno de los tipos de aquí (creo que era Donovan) dijo que el ordenador tiene acceso a millones de huellas de todo el país.

Hirsch asintió sin entusiasmo.

– Y no son sólo huellas de delincuentes, ¿verdad? -preguntó Bosch-. Tienen a militares, policías, servicio civil, todo, ¿verdad?

– Sí, eso es. Pero, mire, detective Bosch, nosotros…

– Harry.

– De acuerdo, Harry. Es una gran herramienta que mejora constantemente. Tiene razón en eso, pero todavía hay aquí elementos humanos y de tiempo. Las huellas tienen que escanearse y codificarse y entonces hay que introducir esos códigos en el ordenador. Y ahora mismo tenemos un retraso de doce días.

Hirsch señaló la pared de encima del ordenador. Había un letrero con números que cambiaban. Como los letreros del sindicato de policías que decían X número de días desde la última muerte en acto de servicio.