"Nostromo" - читать интересную книгу автора (Conrad Joseph)

Capítulo II

El único signo de actividad comercial en el interior del puerto, visible desde la playa de la Gran Isabel, era el extremo achatado y rectangular del muelle de madera que de la Compañía Oceánica de Navegación a Vapor (designada familiarmente por la O.S.N.) [3] había tendido sobre la parte menos profunda de la bahía poco después de haber resuelto hacer de Sulaco uno de sus puertos de reparación y aprovisionamiento para la República de Costaguana.

El Estado posee varios puertos en su largo litoral; pero excepto Cayta, que ocupa una posición importante, todos los demás o son obras pequeñas e incómodas en una costa cercada de rocas -como Esmeralda por ejemplo, sesenta millas al sur-, o son simples fondeaderos francos, expuestos a los vientos y agitados por la marejada.

Acaso las mismas condiciones atmosféricas que ahuyentaron de esta región las flotas mercantes de edades pretéritas indujeron a la Compañía O.S.N. a violar el santuario de paz que albergaba la tranquila existencia de Sulaco. Los vientos variables que juguetean con el vasto semicírculo de agua, delimitado por el arranque de la península de Azuera, eran impotentes para sobreponerse a la potente maquinaria de vapor que movía la flota magnífica de la O.S.N.

Año tras año, los negros cascos de sus barcos iban y venían por la costa, entrando y saliendo; pasaban Azuera, Las Isabelas, Punta Mala, y no se cuidaban de nada, fuera de la tiranía del tiempo. Los nombres de esos vapores, que formaban una mitología entera, llegaron a ser familiares en una costa donde jamás habían ejercido su dominio las divinidades del Olimpo. Al Juno se le conocía sobre todo por sus cómodos camarotes de entrepuentes; al Saturno por el genio afable de su capitán y las lujosas pinturas y dorados de su salón; mientras que el Ganímedes estaba habilitado para el transporte de reses, y no admitía pasaje ni para los puertos de la costa. No había en ésta ninguna aldea pobrísima de indios que no conociera familiarmente al Cerbero, vaporcito de poco calado, sin atractivos ni comodidades dignas de citarse, cuya misión era deslizarse por la línea costera, a lo largo de las playas frondosas, bordeando peñascos deformes, haciendo escala obligada ante cada grupo de chozas para recoger productos del país, hasta paquetes de tres libras de caucho, hechos con una envoltura de hierba seca.

Y como los barcos mencionados casi nunca dejaban de conducir a su destino hasta los menores bultos del cargamento, y rara vez perdían una res, y nunca habían ahogado a un sólo pasajero, el nombre de la O.S.N. gozaba de gran crédito y confianza. La gente declaró que sus vidas y haciendas estaban más seguras en el agua al cuidado de la Compañía, que en sus propias casas en tierra.

El superintendente en Sulaco para el servicio de la sección entera de Costaguana estaba muy orgulloso de la reputación que gozaba su Compañía, y solía decir muy a menudo: "Nosotros no cometemos nunca faltas". Esta frase, cuando el jefe hablaba con sus empleados de la Compañía, tomaba la forma de una severa recomendación: "Es preciso no cometer faltas. Aquí no las toleramos, haga Smith lo que quiera allá en su sección del otro extremo."

Smith, a quien en su vida había visto, era el otro superintendente del servicio, que tenía su oficina a mil quinientas millas de Sulaco. "A mí no me mienten ustedes para nada a su Smith."

Luego, calmándose de pronto, abandonaba el asunto con afectada negligencia. "Tanto entiende Smith de este continente como un niño de pecho."

"Nuestro excelente señor Mitchell" para la gente de negocios y el elemento oficial de Sulaco; "Chilindriner Joe" para los capitanes de los barcos de la Compañía; el capitán Mitchell, como nosotros le llamaremos, se jactaba de conocer a fondo a los hombres y las cosas de Costaguana. Entre estas últimas consideraba como la más desfavorable para la marcha regular y ordenada de los negocios de la compañía los frecuentes cambios de gobierno, producidos por revoluciones del tipo militar.

La atmósfera política de la República era, por regla general, tempestuosa en aquellos días. Los patriotas fugitivos del partido derrotado se habían dado maña para volver a presentarse en la costa con un vapor medio cargado de armas cortas y municiones. Semejante facilidad en procurar medios de reanudar la lucha llenaba de asombro al señor Mitchell, que había visto a los derrotados carecer aun de lo necesario en el momento de huir. Por cierto que, según había tenido ocasión de observar, "nunca parecían tener bastante cambio para pagar el pasaje de salida del país".

De estos asuntos relacionados con la fuga de gobiernos y partidos derribados por una revolución podía hablar por experiencia, porque en cierta ocasión memorable se había acudido a él para salvar la vida de un dictador, junto con la de algunos funcionarios de Sulaco -el gobernador, el director de aduanas y el jefe de policía-, al venirse abajo la situación política.

El pobre señor Rivera (tal era el nombre del dictador) había venido caminando a pechugones, día y noche, ochenta millas por caminos de montaña, después de la perdida batalla del Socorro -cosas que, por supuesto, no pudo lograr cabalgando en una mula coja. El animal, para colmo de males, cayó muerto bajo el jinete, al final de la Alameda, donde la banda militar amenizaba a veces las veladas entre revolución y revolución.

– Señor-proseguía refiriendo el capitán Mitchell con solemne gravedad-, la importuna muerte de la bestia atrajo la atención hacia el infortunado que en ella había cabalgado. Sus facciones fueron reconocidas por varios desertores del ejército dictatorial, mezclados con la chusma, ocupada en destrozar las ventanas de la Intendencia.

En las primeras horas de la madrugada de aquel día las autoridades locales de Sulaco habían huido a refugiarse en las oficinas de la Compañía O.S.N., sólido edificio situado en la playa, junto al comienzo del muelle, dejando la ciudad a merced de la turba revolucionaria; y, como el dictador era execrado por el populacho a causa de la severa ley de reclutamiento, que la necesidad le había obligado a imponer durante la lucha, corrió grave riesgo de ser despedazado.

Fue providencial que Nostromo -sujeto de incalculable valía- estuviera allí cerca con algunos trabajadores italianos importados para las obras del Ferrocarril Central Nacional, y con ayuda de éstos logró arrancarle de las iras de la multitud -al menos por entonces. En último término, el capitán Mitchell consiguió trasladarlos a todos en su falúa a uno de los vapores de la Compañía, el Minerva, que precisamente entonces, por piadosa disposición de la fortuna, estaba entrando en el puerto.

Poco antes el superintendente había tenido que descolgar a los mencionados señores con una cuerda por un boquete abierto en la pared posterior del edificio de la Compañía, mientras la multitud, que, saliendo por todas las bocacalles de la ciudad, se había derramado a lo largo de la playa, rugía amenazadora al pie de la fachada. Luego hubo de instarles a que salvaran a todo correr la longitud entera del muelle. Aquello había sido un escape desesperado a vida o muerte. Y de nuevo Nostromo, el valiente entre los valientes, fue quien, a la cabeza ahora de una cuadrilla de cargadores de la Compañía, había defendido el muelle contra las embestidas de la canalla, dando así tiempo a los fugitivos para llegar a la lancha, preparada a recibirlos en el otro extremo con la bandera de la Compañía en popa. Sobre ella llovieron palos, piedras, proyectiles y hasta cuchillos.

El capitán Mitchell mostraba con orgullosa complacencia una larga cicatriz que le cruzaba la oreja izquierda y la sien, reliquia de una herida hecha con la hoja de una navaja de afeitar, sujeta a un palo -arma, según explicaba, muy en boga entre "los negros más criminales de las afueras de la ciudad ".

El señor Mitchell era un tipo grueso, ya entrado en años, que usaba cuellos altos terminados en punta y patillas cortas, aficionado a los chalecos blancos, y hombre de genio en realidad muy comunicativo a pesar de su aire de grave retraimiento.

– Esos señores -refería en tono solemne- tuvieron que correr como conejos, señor. Yo mismo hice lo propio. Hay ciertas clases de muerte que… ¡hum!… son desagradables para un… ¡jem!… para un hombre respetable. A mi también me hubieran hecho trizas. Una turba frenética, señor, no distingue. Después de la Providencia, debimos la vida a mi Capataz de Cargadores, como le llamaban en la ciudad; un hombre que, cuando yo descubrí lo que valía, señor, era sobrecargo de un barco italiano, un enorme barco genovés, de los pocos que arribaron a Sulaco, procedentes de Europa con cargamento general para la compañía constructora del Ferrocarril Central Nacional. Dejó su empleo por causa de unos amigos muy respetables, que aquí se granjeó, paisanos suyos, pero también, a lo que creo, por mejorar de fortuna. Señor, soy bastante perspicaz para conocer caracteres, y le contraté para capataz de cargadores y guarda de muelle. Ese era el empleo que tenía. Pero, a no ser por él, el señor Rivera hubiera sido hombre muerto. Este Nostromo, señor, persona en absoluto irreprochable, llegó a ser terror de todos los malhechores de la ciudad. Estábamos infestados, más que infestados, señor, dominados aquí en aquel tiempo por ladrones y matreros, procedentes de toda la provincia. En esta ocasión habían estado entrando en cuadrillas desde hacía una semana. Olfateaban la caída del gobierno, señor. La mitad de esta turba de asesinos eran bandidos profesionales, que perpetran sus fechorías en el campo, señor; pero ni un solo de ellos ignoraba quién era Nostromo. En cuanto a la gentuza de la ciudad, bastaba para tenerla a raya la vista de las negras patillas y blancos dientes del temido capataz. Temblaban ante él, señor. Ahí tiene usted lo que puede la energía de carácter.

Con toda verdad cabe decir que Nostromo solo fue el que salvó la vida a esos señores. El capitán Mitchell, por su parte, no les abandonó hasta verlos postrados, anhelosos, llenos de exasperado terror, pero enteramente a salvo en los lujosos sofás de terciopelo que adornan el salón de primera clase del Minerva. Hasta el último instante tuvo cuidado de dar al ex dictador el tratamiento de "Su Excelencia".

– Señor, no podía proceder de otro modo. El hombre estaba deshecho, desencajado, lívido, cubierto de sangre y arañazos.

El Minerva no ancló en aquella visita. El superintendente ordenó que zarpara al instante. No se desembarcó ningún cargamento, como puede suponerse; y los pasajeros para Sulaco rehusaron bajar a tierra. Desde cubierta pudieron oír el tiroteo y presenciar el desarrollo de la lucha que tenía lugar al borde mismo del agua.

La turba al verse rechazada, dedicó sus arrestos al asalto de la Aduana, construcción tétrica que parece a medio terminar, con numerosas ventanas, situada a unos doscientos metros de las oficinas de la Compañía Oceánica, y después de éstas el único edificio que se levanta cerca del puerto.

El capitán Mitchell, luego de encargar al capitán del Minerva que desembarcara a "los señores allí refugiados" en el primer puerto hábil de fuera de Costaguana, se volvió a su lancha con ánimo de ver lo que podía hacerse para proteger los intereses de la Compañía. Los bienes de ésta y los del ferrocarril fueron defendidos por los europeos, esto es, por el mismo capitán Mitchell y el cuerpo de ingenieros que construían la vía, ayudados de los trabajadores italianos y vascos, que se agruparon fielmente alrededor de sus jefes.

También los descargadores de la compañía, naturales de la República, se portaron muy bien a las órdenes de su capataz. Era una tropa de ínfima ralea y sangre muy mezclada, abundando en ella los negros, que andando siempre a la greña con los parroquianos de las peores tabernas de la ciudad, acogieron con alegría aquella ocasión de vengar sus personales resentimientos al amparo de tan favorables auspicios. No se contaba entre ellos ninguno que, en tal o cual día, no hubiera visto con terror el revólver de Nostromo apuntándole a la cara a quema ropa, o que en otra cualquier forma no hubiera sido intimidado por la resolución del capataz.

"Era mucho hombre", decían de él, áspero de lengua cuando se enojaba, propasándose a decir verdaderos insultos, incansable en imponer tareas, y que se hacía temer sobre todo por su retraimiento y hosquedad. Pero, con todo eso, aquel día estuvo al frente de ellos en la lucha contra la canalla, allanándose a dirigir advertencias en son de broma, cuándo a uno, cuándo a otro.

Su manera de ejercer el mando fue alentadora y eficaz, pues realmente todo el daño que el populacho logró causar se redujo al incendio de una -una sola- pila de durmientes de la vía, que por estar creosotados ardieren como teas. El principal ataque dirigido contra los cercados del ferrocarril, las oficinas de la O.S.N. y en especial contra la Aduana, un gran tesoro en lingotes de plata, fracasó enteramente. Aun el hotelito, propiedad del viajo Giorgio, que se alzaba aislado entre el puerto y la ciudad, escapó al saqueo y la destrucción, no por un milagro, sino porque los revolucionarios en el primer momento sólo pensaron en perseguir a los fugitivos, y después les faltó la oportunidad a causa de las duras embestidas de Nostromo y sus cargadores.