"Canta La Hierba" - читать интересную книгу автора (Lessing Doris)Capítulo segundoA medida que la línea férrea se extendía, serpenteaba y se ramificaba por toda Sudáfrica, cerca de ella y separadas entre sí por un puñado de kilómetros, surgían pequeñas aldeas que se antojaban al viajero grupos insignificantes de horribles edificios, pero que eran los centros de distritos agrícolas de una extensión aproximada de trescientos kilómetros. Cada uno de ellos contiene la estación, la oficina de correos, a veces un hotel, y siempre una tienda. Si uno buscara un símbolo para expresar a Sudáfrica, la Sudáfrica creada por financieros y magnates de las minas, la Sudáfrica que horrorizaría a los viejos misioneros y exploradores que trazaron el mapa del Continente Negro, lo encontraría en la tienda. La tienda está por doquier. Se sale de una y a los dieciséis kilómetros se llega a la siguiente; se saca la cabeza por la ventanilla del tren y allí está; todas las minas tienen su tienda y también muchas granjas. Siempre es el mismo edificio de una sola planta dividido en segmentos como una tableta de chocolate, con verdulería, carnicería y licorería bajo un tejado de chapa ondulada. Tiene un alto mostrador de madera oscura y, detrás del mostrador, estantes atiborrados de todo, desde un mejunje contra el moquillo hasta cepillos de dientes, todo mezclado. Hay un par de percheros con baratos vestidos de algodón de colores chillones y quizás un montón de cajas de zapatos o una caja de cristal para cosméticos o dulces. Despide un olor inconfundible, compuesto de barniz, sangre seca del matadero de la parte posterior, pieles secas, frutas secas y fuerte jabón amarillo. Detrás del mostrador hay un griego, un judío o un hindú. A veces, los hijos de este hombre, odiado por todo el distrito por explotador y forastero, juegan entre las hortalizas porque la vivienda se halla justo detrás de la tienda. Para miles de personas de todas las partes de Sudáfrica, la tienda es el telón de fondo de su infancia. Tantas cosas se centraban en ella. Evoca recuerdos, por ejemplo, de las noches en que el automóvil, después de viajar interminablemente por una oscuridad polvorienta y fría, se paraba de improviso ante un cuadrado luminoso donde había hombres con vasos en las manos y a uno le llevaban al bar bien iluminado para beber un sorbo de ardiente líquido que «ahuyentaba la fiebre». O podía ser el lugar adonde uno iba dos veces por semana a recoger el correo y ver a todos los granjeros de muchos kilómetros a la redonda comprando comida y leyendo cartas del hogar con un pie apoyado en el estribo del coche, ajenos por un momento al sol, al cuadrilátero de polvo rojizo, donde los perros se apiñaban como moscas en torno a un trozo de carne, y a los grupos de curiosos nativos; transportados momentáneamente al país por el que sentían tan honda nostalgia, pero en el que no volverían a vivir: «Sudáfrica se te mete en la sangre» decían con pesar aquellos exiliados por voluntad propia. Para Mary, la palabra «Hogar» -pronunciada con nostalgia- significaba Inglaterra, a pesar de que sus dos progenitores eran sudafricanos y no habían estado nunca allí. Significaba «Inglaterra» a causa de los días en que llegaba el correo, cuando se escabullía hasta la tienda para ver entrar los coches y marcharse cargados con comestibles, cartas y revistas de ultramar. Para Mary, la tienda era el verdadero centro de su vida, incluso más importante que para la mayoría de los niños, ante todo porque vivía a la vista de una de ellas, en una de aquellas aldeas pequeñas y polvorientas. Siempre tenía que cruzar la calle para ir a buscar una libra de orejones o una lata de salmón para su madre, o a preguntar si había llegado el periódico de la semana y permanecía en ella durante horas, contemplando los montones de pegajosos confites de colores, dejando resbalar entre los dedos el fino grano guardado en sacos que bordeaban las paredes o mirando de reojo a la niña griega con quien no le permitían jugar porque su madre decía que sus padres eran gitanos. Y más tarde, cuando se hizo mayor, la tienda adquirió otro significado: era el lugar donde su padre compraba las bebidas. A veces su madre se exasperaba y se quejaba al camarero del bar de que no le llegaba el dinero mientras su marido malgastaba el sueldo en alcohol. Mary sabía, incluso de niña, que su madre se quejaba por el placer de hacer una escena y exhibir sus sufrimientos, que en realidad gozaba del lujo de quedarse en el bar mientras los clientes fortuitos la miraban y se compadecían de ella; le complacía quejarse de su marido con voz ronca y afligida. «Todas las noches viene a casa directamente desde aquí -solía decir- ¡todas las noches! Y espera que yo alimente a mis tres hijos con el dinero que le sobra cuando le da la gana de volver a casa.» Y entonces callaba, esperando la condolencia del hombre que se embolsaba el dinero legítimamente suyo y de sus hijos. Pero él, siempre terminaba diciendo: «Dígame, ¿qué puedo hacer yo? No pretenderá que me niegue a servirle un trago, ¿verdad?» Y ella, una vez había interpretado la escena y recibido la comprensión suficiente, se alejaba despacio por la explanada de polvo rojizo hacia su casa, llevando a Mary cogida de la mano. Era una mujer alta y huesuda, de ojos coléricos que despedían un brillo malsano. No tardó en convertir a Mary en su confidente. Solía llorar mientras cosía y Mary la consolaba, llena de congoja, impaciente por irse pero sintiéndose importante al mismo tiempo, y odiando a su padre. Esto no quiere decir que bebiera hasta el punto de volverse brutal; raramente se emborrachaba como algunos de los hombres que Mary veía fuera del bar y que le inspiraban verdadero terror. Bebía todas las tardes hasta que estaba alegre, un poco aturdido y de buen humor y entonces llegaba a casa y tomaba una cena fría, solo a la mesa. Su mujer le trataba con una indiferencia glacial, reservando sus comentarios desdeñosos para cuando sus amigas iban a la hora del té. Era como si no deseara dar a su marido la satisfacción de saber que le importaba o sentía algo por él, aunque sólo fuera desprecio y burla. Se comportaba como si no estuviera en la casa, y para todos los efectos prácticos, no estaba. Llevaba el dinero, pero no el suficiente, y aparte de aquello era un cero a la izquierda en la casa y lo sabía. Bajo, de cabellos rizados y mates y una cara redonda y arrugada, tenía un aire de jocosidad inquieta y agresiva. Llamaba «señor» a los funcionarios insignificantes que iban a visitarle y gritaba a los nativos que estaban a sus órdenes; trabajaba en el ferrocarril como bombeador. Además de ser el foco del distrito y el lugar donde su padre se emborrachaba, la tienda era la entidad poderosa e implacable que enviaba facturas a final de mes. Nunca podían pagarse del todo; su madre siempre tenía que suplicar al dueño un mes más de gracia. Sus padres se peleaban por aquellas facturas doce veces al año. Jamás discutían por nada que no fuera dinero; de hecho, su madre solía observar con voz seca que podía haber tenido peor suerte; ser corno la señora Newman, por ejemplo, cargada con siete hijos; ella, al menos, sólo tenía tres bocas que alimentar. Pasó mucho tiempo antes de que Mary captara la relación entre aquellas frases y para entonces sólo quedaba una boca que alimentar, la suya, porque su hermano y hermana murieron de disentería un año más polvoriento de lo normal. Sus padres se unieron en aquella desgracia durante una temporada; Mary recordaba haber pensado «No hay mal que por bien no venga», porque sus hermanos eran mucho mayores que ella y no le servían como compañeros de juegos y su pérdida fue ampliamente compensada por la felicidad de vivir en una casa donde de repente no había peleas y su madre lloraba pero había perdido aquella dura y terrible indiferencia. Sin embargo, la fase no duró mucho. Siempre la recordó como la época más feliz de su infancia. La familia se mudó tres veces antes de que Mary fuese a la escuela, pero después no podía distinguir entre las diversas estaciones donde había vivido. Recordaba una polvorienta y remota aldea diseminada ante una hilera de arracimados árboles gomíferos, con una plaza de polvo que se arremolinaba y posaba tras el paso de las carretas de bueyes; con un aire perezoso y cálido que resonaba varias veces al día al ritmo del silbido y la tos ronca de los trenes. Polvo y gallinas; polvo, niños y nativos yendo y viniendo; polvo y la tienda… siempre la tienda. Entonces la enviaron a un internado y su vida cambió. Era extremadamente feliz, tan feliz que temía volver durante las vacaciones al lado de su padre ebrio y su madre amargada y a la casita que parecía una caja de madera construida sobre zancos. A los dieciséis años dejó la escuela y obtuvo un empleo en una oficina de la ciudad, una de aquellas soñolientas ciudades desperdigadas por el mapa de Sudáfrica como pasas por un pastel. También allí era muy feliz. Parecía haber nacido para la mecanografía, taquigrafía y contabilidad y la cómoda rutina de un despacho. Le gustaba un orden previsible en las cosas y, en especial, la amable impersonalidad de aquel trabajo. Cuando cumplió los veinte años tenía un buen empleo, sus propios amigos y un nicho en la vida de la ciudad. Su madre murió y quedó prácticamente sola en el mundo, ya que su padre había sido trasladado a otra estación, a setecientos kilómetros de distancia. Apenas le veía; estaba orgulloso de ella, pero (lo más importante) la dejaba en paz. Ni siquiera se escribían; no eran de los que escriben cartas. A Mary le complacía haberse deshecho de él. Estar sola en el mundo no le inspiraba ningún terror, al revés, le gustaba. Y perder de vista a su padre equivalía en cierto modo a vengar los sufrimientos de su madre. Nunca se le ocurrió pensar que también su padre debía haber sufrido. «¿Por qué? -habría replicado de haber oído aquella sugerencia-. Es un hombre, ¿no? Puede hacer lo que quiera.» Había heredado de su madre un feminismo árido que no tenía ningún significado en su propia vida, ya que llevaba la existencia cómoda y despreocupada de una mujer soltera en Sudáfrica e ignoraba lo afortunada que era. ¿Cómo podía saberlo? No conocía la situación en otros países, carecía de modelos que la ayudaran a evaluar la suya propia. Por ejemplo, nunca se le ocurrió pensar que ella, la hija de un simple empleado de ferrocarril y de una mujer cuya vida había sido desgraciada por las presiones económicas hasta el punto de morirse literalmente de amargura, vivía más o menos como las hijas de las familias más ricas de Sudáfrica y podía hacer lo que se le antojaba; casarse, si tal era su deseo, con quien le diera la gana. Estas cosas no le pasaban siquiera por la imaginación. «Clase» no es una palabra sudafricana y su equivalente, «raza», significaba para ella el botones de la empresa donde trabajaba, los sirvientes de otras mujeres y la amorfa masa de nativos que veía por las calles y en los que apenas se fijaba. Sabía (la frase estaba en el aire) que los nativos empezaban a «descararse», pero en realidad no tenía ningún contacto con ellos; estaba fuera de su órbita. Hasta que cumplió veinticinco años no sucedió nada que alterase su vida cómoda y serena. Entonces murió su padre, con lo cual quedó roto el último vínculo que la unía a una infancia cuyo recuerdo aborrecía. Ya no había nada que la conectara con la sórdida casita sobre zancos, los silbidos de los trenes, el polvo y las pendencias entre sus padres. ¡Nada en absoluto! Era libre, y cuando terminó el funeral y volvió a la oficina, deseó que la vida continuara tal como había sido hasta entonces. Llegó a los treinta años sin que nada cambiara. El día en que los cumplió sintió una vaga sorpresa exenta de la menor desazón -porque no advertía ninguna diferencia-al constatar lo deprisa que pasaban los años. ¡Treinta! Parecía una edad respetable, pero no tenía nada que ver con ella. Sin embargo, no celebró el cumpleaños; lo dejó pasar inadvertido. Se sentía casi ofendida de que pudiera ocurrirle semejante cosa, porque no se diferenciaba en nada de la Mary de los dieciséis años. Había sido ascendida a secretaria particular de su jefe y ganaba un buen sueldo. Si hubiese querido, habría podido alquilar un piso y darse la gran vida. Era muy presentable; tenía el aspecto discreto y uniforme de la democracia blanca sudafricana. Su voz era una entre miles: apagada, con cierto sonsonete, escueta. Cualquier otra podía haber llevado sus vestidos. Nada le impedía vivir sola, incluso conducir su propio coche y dar fiestas en pequeña escala. Podría haberse convertido en una persona independiente. Pero aquello iba en contra de su instinto. Prefería vivir en un club femenino, fundado en realidad para ayudar a mujeres que no ganasen mucho dinero, pero hacía tanto tiempo que residía en él que a nadie se le ocurría pedirle que se fuera. Lo había elegido porque le recordaba el internado y la había entristecido mucho dejarlo. Le gustaba el ir y venir de las chicas, comer en un gran refectorio y encontrar al llegar del cine a una amiga en su habitación con la que charlar un rato. En el Club era una persona de cierta importancia, fuera de lo corriente. Para empezar, era mucho mayor que las otras y había llegado a asumir el papel de una comprensiva tía solterona a quien confiar los propios problemas. Porque Mary no se escandalizaba nunca, ni condenaba, ni contaba chismes. Parecía un ser impersonal, exento de pequeñas preocupaciones. La rigidez de sus modales y su timidez la protegían de muchos celos y rencores. Parecía inmune. Aquélla era su fuerza, pero también una debilidad que ella no habría considerado como tal; la molestaba, casi la repelía, pensar en intimidades, escenas y contactos. Vivía entre todas aquellas chicas jóvenes con un aire un poco distante que proclamaba con idéntica claridad que las palabras: me niego a participar. Pero no tenía la menor conciencia de ello y se encontraba muy feliz en el Club. Fuera del club femenino y de la oficina, donde también era una persona de cierta importancia a causa de sus muchos años de trabajo en ella, llevaba una vida colmada y activa. No obstante, en algunos aspectos podía llamarse pasiva, porque dependía por completo de otras personas. No era la clase de mujer que da fiestas o es el centro de un grupo; seguía siendo la muchacha a quien «se invita a salir». Su vida era realmente extraordinaria; las condiciones que la hacían posible están pasando y cuando el cambio sea completo, las mujeres las recordarán como una desaparecida Edad de Oro. Se levantaba tarde, con el tiempo justo para llegar a la oficina (era muy puntual) pero no para desayunar. Trabajaba con eficiencia, pero a un ritmo pausado, hasta la hora del almuerzo, que tomaba en el Club. Otras dos horas de trabajo por la tarde y estaba libre. Entonces jugaba a tenis o a hockey o nadaba. Y siempre con un hombre, uno de aquellos innumerables hombres que la «sacaban», tratándola como a una hermana: ¡Mary era tan buena compañera! Del mismo modo que parecía tener cien amigas, pero ninguna íntima, tenía (al parecer) cien amigos, que la habían invitado a salir, o que aún la invitaban, o que se habían casado y ahora la invitaban a sus casas. Era amiga de media ciudad. Y al atardecer acudía siempre a fiestas nocturnas que se prolongaban hasta la medianoche, o iba a bailar o al cine. A veces iba al cine cinco noches por semana. Nunca se acostaba antes-de las doce o más tarde. Y así vivió día tras día, semana tras semana, año tras año. Sudáfrica es un lugar maravilloso… para la mujer blanca soltera. Pero ella no cumplía con su misión, porque no se casaba. Pasaron diez años; sus amigas contraían matrimonio; ya había sido dama de honor una docena de veces; los hijos ajenos crecían; y ella seguía siendo tan buena compañera, tan adaptable, tan distante y tan libre de afectos, divirtiéndose con tanto afán como el que ponía en su trabajo y sin estar nunca sola ni por un momento, salvo cuando dormía. No parecían gustarle los hombres. Solía decir a las chicas: «¡Hombres! Ellos sí que se divierten.» Sin embargo, fuera de la oficina y del club, su vida dependía enteramente de ellos, aunque habría repudiado, indignada, tal acusación. Y en realidad quizá no era tanta su dependencia, porque cuando escuchaba las quejas y desgracias de otras personas, no se refería nunca a las propias. A veces sus amigas se sentían un poco ofendidas y despreciadas. Pensaban confusamente que no era justo escuchar, aconsejar y actuar como una especie de hombro universal para el mundo doliente y no corresponder con algún lamento propio. La verdad era que no tenía quejas. Escuchaba las complicadas historias de los demás con bastante extrañeza e incluso con un poco de miedo, que le inspiraba el deseo de aislarse de todo. Era uno de los fenómenos más raros: una mujer de treinta años sin preocupaciones amorosas, dolores de cabeza, insomnio o neurosis. No sabía lo rara que era. Seguía siendo «una de las chicas». Si visitaba la ciudad un equipo de cricket y se necesitaban parejas, los organizadores llamaban a Mary. Aquella era su especialidad: adaptarse con sensatez y comedimiento a cualquier ocasión. Vendía entradas para un baile benéfico o actuaba de pareja de baile para un defensa de fútbol con idéntica amabilidad. Y todavía llevaba el pelo hasta los hombros, como una niña, y vestidos infantiles de color pastel y conservaba sus modales tímidos e ingenuos. Si la hubieran dejado tranquila, habría continuado divirtiéndose a su modo hasta que un día la gente se hubiera dado cuenta de que se había convertido imperceptiblemente en una de esas mujeres que envejecen sin pasar por la madurez: un poco marchita, un poco sarcástica, resistente, sentimental, bondadosa y atraída por la religión y los perros pequeños. Habrían sido buenos con ella, porque «se había perdido lo mejor de la vida». Pero hay muchas personas que no quieren lo mejor, personas para las cuales lo mejor ha estado emponzoñado desde el principio. Cuando Mary pensaba en el «hogar», recordaba una caja de madera sacudida por el paso de los trenes; cuando pensaba en el matrimonio, recordaba a su padre llegando a casa ebrio, con los ojos inyectados en sangre; cuando pensaba en los niños, veía el rostro de su madre en el funeral de los suyos… angustiado, pero seco y duro como una roca. A Mary le gustaban los hijos de los demás pero temblaba ante la idea de tener hijos propios. Era sentimental en las bodas, pero le repugnaba profundamente el sexo; había habido poca intimidad en su casa y ocurrido cosas que prefería no recordar; hacía muchos años que había puesto todo su empeño en olvidarlas. Lo cierto era que a veces sentía una inquietud, una vaga insatisfacción que durante unos días agriaba el placer de sus actividades. Por ejemplo, al acostarse tranquilamente después de ver una película, le asaltaba -el pensamiento: «¡Ya ha pasado otro día!» Y entonces el tiempo parecía contraerse y haber transcurrido un período brevísimo desde que abandonara la escuela y viniera a la ciudad a ganarse la vida; y sentía un poco de pánico, como si se hubiera derrumbado bajo sus pies una columna invisible. Pero como era una persona sensata y estaba firmemente en contra de la morbosidad de pensar en uno mismo, se metía en la cama y apagaba las luces. Tal vez se preguntaba, antes de conciliar el sueño: «¿Es esto todo? ¿Será esto todo lo que podré recordar cuando sea vieja?» Pero por la mañana ya lo había olvidado y pasaban los días y volvía a sentirse feliz. Porque no sabía lo que quería. Algo más grande, pensaba con vaguedad, otra clase de vida. Pero aquel estado de ánimo no duraba mucho. Estaba demasiado satisfecha con su trabajo, en el que se sentía eficiente y capaz; con sus amigas, en las que confiaba; con su vida en el Club, que era agradable y gregaria como la vida en una gigantesca y alegre pajarera y donde siempre reinaba la excitación de los compromisos y bodas de otras personas; y con sus amigos, que la trataban como una buena compañera, sin rastro de aquella estupidez del sexo. Pero todas las mujeres acaban siendo conscientes, tarde o temprano, de la impalpable pero potente presión para que se casen y Mary, que no era en absoluto sensible al ambiente o a las insinuaciones de los demás, la sufrió un día de improviso y del modo más desagradable. Se hallaba en casa de una amiga casada, sentada en la veranda, de espaldas a una habitación iluminada. Estaba sola y oía voces hablando en voz baja y de repente, captó su propio nombre. Se levantó para entrar y que la vieran; fue típico de ella pensar en seguida en lo desagradable que sería para sus amigas saber que las había escuchado. Pero volvió a sentarse y esperó el momento oportuno para fingir que acababa de llegar del jardín. Y oyó la siguiente conversación, con el rostro encendido y las manos sudorosas: – Ya no tiene quince años; ¡es ridículo! Alguien tendría que hablarle de sus vestidos. – ¿Qué edad tiene? – Debe andar por los treinta y pico. Hace mucho tiempo que circula. Empezó a trabajar mucho antes que yo y de eso han pasado ya más de doce años. – ¿Por qué no se casa? Debe haber tenido muchas oportunidades. Se oyó una risita ahogada. – No lo creo. Mi marido salió una temporada con ella y cree que no se casará nunca. No está hecha para eso, en absoluto. Debe tener algo que no funciona. – ¿Tú crees? – De todos modos, ha perdido mucho. El otro día la vi por la calle y apenas la reconocí. ¡De verdad! Con todos esos juegos, tiene la piel como pergamino y está demasiado flaca. – Pero es una buena chica. – Que no despertará ninguna pasión, te lo aseguro. – Sería una buena esposa para el hombre apropiado. Mary es una persona fiel. – Debería casarse con alguien mucho mayor que ella; le convendría un cincuentón… Ya verás, uno de estos días se casará con un hombre que podría ser su padre. – ¡Quién sabe! Otra risita ahogada, sin mala intención, pero que sonó cruel y maliciosa en los oídos de Mary. Estaba aturdida y horrorizada, y sobre todo profundamente dolida de que sus amigas hablaran así de ella a sus espaldas. Era tan ingenua, se olvidaba hasta tal punto de sí misma en sus relaciones con los demás, que nunca habría imaginado que la gente pudiera hacer aquella clase de comentarios sobre ella. ¡Y qué comentarios! Permaneció donde estaba, llena de angustia, retorciéndose las manos. Luego se sobrepuso y volvió a la habitación para reunirse con sus traidoras amigas, que la saludaron con cordialidad, como si un momento antes no le hubieran clavado un cuchillo en el corazón y dado al traste con su equilibrio emocional; ¡no podía reconocerse a sí misma en la descripción que habían hecho de ella! Aquel pequeño incidente, al parecer tan poco importante y que no habría causado ningún efecto en una persona que tuviera una idea, aunque fuese mínima, de la clase de mundo en que vivía, conmocionó a Mary. Ella, que no había tenido nunca tiempo de pensar en sí misma, empezó a pasar horas enteras encerrada en su habitación, preguntándose: «¿Por qué dijeron aquellas cosas? ¿Qué me ocurre? ¿A qué se referían al decir que no estoy Mientras repasaba las palabras oídas por casualidad, se le ocurrieron maneras de mejorar su imagen. Se quitó la cinta del pelo, de mala gana, porque pensaba que la favorecía una aureola de rizos enmarcando su rostro largo y delgado, y se compró trajes sastre con los que se sentía a disgusto, porque consideraba más apropiados para ella los vestidos vaporosos y las faldas infantiles. Y por primera vez-en su vida se sintió incómoda con los hombres. Al desvanecerse un pequeño fondo de desprecio hacia ellos, del que no era consciente y que la había protegido del sexo con la misma efectividad que si hubiera sido realmente fea, perdió el equilibrio. Y empezó a buscar a alguien con quien casarse. No se lo formuló con estas palabras pero, al fin y al cabo, era un ser eminentemente sociable, aunque nunca había pensado en la «sociedad» como abstracción; y si sus amigas pensaban que debía casarse, tal vez les asistía un poco de razón. Si hubiese aprendido alguna vez a expresar sus sentimientos, quizá se lo habría planteado de aquel modo. Y el primer hombre al que permitió acercarse a ella era un viudo de cincuenta y cinco años con hijos ya mayores, porque con él se sentía segura… porque no asociaba ardores y abrazos con un caballero de mediana edad cuya actitud hacia ella era casi paternal. Él sabía perfectamente lo que quería: una compañera agradable, una madre para sus hijos y alguien que le llevara la casa. Descubrió que Mary era una buena amiga y bondadosa con los niños. En realidad, nada podía ser más apropiado; puesto que al parecer tenía que casarse, aquélla era la clase de matrimonio que más le convenía. Pero las cosas se torcieron. Él sobrevaloró la experiencia de ella; tenía la impresión de que una mujer independiente desde hacía tanto tiempo sabría lo que quería y comprendería lo que él podía ofrecerle. Se estableció entre ambos una relación que fue diáfana para los dos hasta que él la pidió en matrimonio, fue aceptado y empezó a hacerle el amor. Entonces la dominó una violenta repugnancia y echó a correr; estaban en la cómoda sala de estar de él y, cuando empezó a besarla, salió corriendo de la casa ya de noche y no dejó de correr por las calles hasta que llegó al club. Allí se tiró sobre la cama, deshecha en llanto. Los sentimientos del caballero no se turbaron ante aquella clase de ñoñez, que un hombre más joven, Físicamente enamorado de ella, podría haber encontrado encantadora. A la mañana siguiente, se horrorizó de su conducta. Vaya modo de comportarse; ella, que siempre era dueña de sí misma y nada temía más que las escenas y la ambigüedad. Se disculpó ante él, pero allí terminó todo. Y entonces quedó desconcertada, sin saber lo que le convenía. Tenía la impresión de que había huido de él porque era «un viejo»; así catalogó el asunto en su imaginación. Se estremeció y evitó en lo sucesivo a los hombres mayores de treinta años. Ella misma sobrepasaba ya aquella edad, pero a pesar de todo seguía considerándose una chica joven. Y todo el tiempo, inconscientemente, sin confesárselo a sí misma, buscaba un marido. Durante aquellos pocos meses anteriores a su matrimonio, la gente habló de ella de una forma que la habría apenado, si lo hubiera sabido. Parece cruel que Mary, cuya caridad para con los fracasos y escándalos ajenos era resultado de una aversión innata por las cosas personales como el amor y la pasión, estuviera condenada toda su vida a ser objeto de la maledicencia. Pero así era y aquella vez no fue una excepción. La historia escandalosa y bastante ridicula de aquella noche en que huyó de su anciano amante recorrió el amplio círculo de sus amistades, aunque es imposible saber quién fue el primero en enterarse. El caso es que cuando la gente la oyó, todos movieron la cabeza y rieron como si confirmara algo que sabían desde hacía mucho tiempo. ¡Una mujer de treinta años portándose de aquel modo! Rieron con bastante malicia; en esta época del sexo científico, nada se antoja más ridículo que la torpeza sexual. No la perdonaron; se rieron, pensando que en cierto modo le estaba bien empleado. La encontraban muy cambiada, aburrida y más fea; el cutis se le había ajado, como si estuviera a punto de caer enferma; era evidente que sufría una crisis nerviosa, lo cual no era de extrañar a su edad y con la vida que llevaba; buscaba a un hombre y no podía conseguirlo. Además, sus modales eran tan extraños últimamente… Así hablaban de ella sus conocidos. Es terrible destruir la imagen que una persona tiene de sí misma en aras de la verdad o cualquier otra abstracción. ¿Cómo saber si será A la edad de treinta años, aquella mujer que había recibido una «buena» educación pública, llevado una vida cómoda, divirtiéndose de un modo civilizado, y tenido acceso a todos los conocimientos de su época (aunque sólo leía novelas malas), sabía tan poco sobre sí misma que había perdido el equilibrio porque un par de mujeres chismosas habían dicho que debería casarse. Entonces conoció a Dick Turner. Podría haber sido cualquier otro. O, mejor dicho, tenía que ser el primer hombre que la tratara como si fuese única y maravillosa. Lo necesitaba con urgencia, necesitaba recuperar su sentimiento de superioridad sobre los hombres que, en el fondo, había sido lo que realmente la había ayudado a vivir durante todos aquellos años. Se conocieron por casualidad en un cine. Él había ido a pasar el día desde su granja; iba muy raramente a la ciudad, sólo cuando tenía que comprar artículos que no encontraba en la tienda local, lo que sucedía una o dos veces al año. En aquella ocasión encontró a un hombre a quien no veía desde hacía años y que le convenció para que se quedara en la ciudad y fuera al cine. Casi le divirtió acceder; todo parecía muy ajeno a su estilo de vida. Su camioneta, llena a rebosar de sacos de grano y dos gradas, estaba aparcada frente al cine, donde estorbaba y se veía muy fuera de lugar; y Mary miró hacia atrás a aquellos objetos poco familiares y sonrió. No pudo por menos de sonreír al verlos; amaba la ciudad, se sentía segura en ella y asociaba el campo con su infancia a causa de las pequeñas aldeas donde había vivido, rodeadas de kilómetros y kilómetros de vacío… kilómetros y kilómetros de veld. A Dick Turner le desagradaba la ciudad. Cuando iba desde el veld que conocía tan bien, a través de aquellos feos y dilatados suburbios que parecían salidos de los catálogos de nuevas urbanizaciones; casas pequeñas y feas construidas de cualquier modo en el veld, sin ninguna relación con la marrón y dura tierra africana y el cielo azul y abovedado, casitas cómodas adecuadas para países pequeños y cómodos; y después desembocaba en la parte comercial de la ciudad, con sus tiendas llenas de prendas de vestir para mujeres elegantes y exóticos alimentos de importación, se sentía molesto, confuso y enfurecido. Padecía claustrofobia. Quería echar a correr… huir o destrozarlo todo, así que volvía lo antes posible a su granja, donde se encontraba a gusto. Pero hay miles de personas en África que podrían ser trasladadas de su suburbio y depositadas en una ciudad.del otro confín del mundo sin que apenas notaran la diferencia. El suburbio es tan invencible y fatal como las fábricas y ni siquiera la hermosa Sudáfrica, cuya tierra parece profanada por los remilgados suburbios que reptan por su superficie como una enfermedad, ha podido salvarse de ellos. Cuando Dick Turner los veía y pensaba en el modo de vivir de sus habitantes y en cómo la cauta mente suburbana estaba arruinando a Y sobre todo, detestaba el cine. Cuando en aquella ocasión se encontró en la sala, se preguntó qué le habría impulsado a quedarse. No podía fijar la vista en la pantalla. Las mujeres de piernas largas y caras maquilladas le aburrían y el argumento no tenía sentido. Además, hacía calor y el aire estaba viciado. Al cabo de un rato prescindió por completo de la pantalla y contempló a los espectadores. Delante, alrededor y detrás de él, hileras y más hileras de gente que miraba con fijeza hacia la pantalla, apartándose unos de otros, centenares de personas que habían abandonado sus cuerpos y vivían las experiencias de aquellos estúpidos actores que hacían muecas. Se sentía muy inquieto. Se removió en el asiento, encendió un cigarrillo y miró hacia las cortinas de terciopelo oscuro que ocultaban las salidas. Y entonces, al dirigir la mirada hacia su misma hilera, vio un rayo de luz procedente del techo que iluminaba la curva de una mejilla y una cabellera rubia y resplandeciente. El rostro parecía flotar, anhelante, mirando hacia arriba, cruzado por reflejos dorados y rojizos bajo el extraño rayo verdoso. Dio un codazo a su amigo y preguntó: «¿Quién es?» «Mary», fue el gruñido que siguió a una breve ojeada. Pero «Mary» no dijo mucho a Dick. Permaneció vuelto hacia el bello rostro flotante y la cabellera suelta y, cuando terminó la sesión, la buscó, atolondrado, entre el gentío apiñado en la puerta. Pero no pudo verla. Supuso vagamente que debía de haberse ido con alguien. Tenía que llevar a una chica a su casa a la que apenas dirigió una mirada. Vestía de un modo que se le antojó ridículo y los tacones altos sobre los que se tambaleaba al cruzar la calle a su lado le daban ganas de reír. Una vez dentro de la camioneta, la chica miró por encima del hombro hacia la repleta parte trasera y preguntó con voz rápida y afectada: – ¿Qué son esas cosas tan raras que llevas ahí? – ¿No has visto nunca una grada? -preguntó él a su vez. La dejó sin lamentarlo ante la casa donde vivía, un gran edificio lleno de luces y bullicio, y la olvidó inmediatamente. En cambio, soñó con la chica del rostro levantado y la melena de cabellos sueltos y resplandecientes. Era un lujo soñar con una mujer, porque se había prohibido a sí mismo semejantes pasatiempos. Había empezado a cultivar la tierra hacía cinco años y aún no sacaba beneficios. Estaba en deuda con el Banco Agrícola y fuertemente hipotecado porque no tenía ningún capital cuando empezó. Había renunciado a beber, a fumar, a todo lo que no fuera estrictamente necesario. Trabajaba como sólo puede trabajar un hombre poseído por una visión, desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde, comiendo en los campos, todo él concentrado en la granja. Su sueño era casarse y tener hijos, pero no podía pedir a una mujer que compartiera semejante vida. Antes tenía que saldar su deuda, construir una casa, ser capaz de ofrecer algún pequeño lujo. Después de sacrificarse durante años, parte de su sueño era mimar a su futura esposa. Sabía con exactitud qué clase de casa construiría: no uno de aquellos insensatos edificios, parecidos a bloques, plantados encima de la tierra. Quería una casa con techumbre de paja, grande, con amplias verandas abiertas a la brisa. Incluso había elegido los hormigueros que cavaría para hacer los ladrillos y marcado las partes de la granja donde la hierba crecía más alta, hasta rebasar la estatura de un hombre, para cubrir el techo. Sin embargo, a veces tenía la impresión de que estaba muy lejos de conseguir-lo que ansiaba. Le perseguía la mala suerte. Sabía que los granjeros de los alrededores le llamaban «Jonás». Si había sequía, a él le tocaba la peor parte, y si llovía a cántaros, su granja se inundaba más que ninguna otra. Si decidía cultivar algodón, éste bajaba súbitamente de precio, y si había una plaga de langostas, sabía, con una especie de airado, pero resuelto fatalismo, que irían directamente hacia su mejor campo de maíz. Su sueño había perdido grandiosidad en los últimos tiempos. Estaba solo, necesitaba una esposa y, sobre todo, hijos; y si las cosas continuaban como hasta entonces, pasarían años antes de que pudiera tenerlos. Empezó a pensar en pagar Cuando se detuvo ante el gran edificio, lo reconoció, pero no relacionó a la chica que había acompañado a su casa aquella noche con la chica del cine. Ni siquiera la reconoció cuando bajó al vestíbulo y se quedó parada, buscándole. Vio a una chica alta y delgada, de ojos evasivos, profundamente azules, que parecían afligidos. Llevaba el pelo ondulado, muy pegado a la cabeza, y vestía pantalones. Las mujeres que iban con pantalones no le parecían nada femeninas; en aquello era muy anticuado. Entonces ella inquirió: «¿Me busca a mí?», muy perpleja y tímida y al instante él recordó aquella voz tonta preguntándole sobre las gradas y la miró con expresión incrédula. Estaba tan desilusionado que empezó a tartamudear y a mover los pies. Entonces pensó que no podía permanecer allí para siempre, mirándola con fijeza, y la invitó a dar un paseo en coche. No fue una velada agradable. Él estaba enfadado consigo mismo por su desengaño y debilidad; ella se sentía halagada pero no dejaba de preguntarse por qué la habría invitado, ya que apenas le dirigió la palabra mientras conducía sin rumbo por la ciudad con ella sentada a su lado. Él quería encontrar a la chica de sus sueños y lo consiguió antes de llevarla de vuelta a su casa. La miró de soslayo cada vez que pasaron por delante de un farol y comprendió que un juego de luces había creado algo hermoso y extraño en una chica corriente y no muy atractiva. Y entonces empezó a gustarle, porque era esencial para él amar a alguien; no se había dado cuenta de lo solo que estaba. Cuando la dejó aquella noche, fue con pesar, y le dijo que volvería pronto. De regreso en la granja, reanudó con ahínco el trabajo. Si no tenía cuidado, aquello terminaría en boda y no podía permitirse aquel lujo. Así pues, todo había terminado. La olvidaría y no volvería a pensar en aquel asunto. Además, ¿qué sabía de ella? ¡Nada en absoluto! Sólo que parecía una chica «muy mimada», desde luego no de la clase apta para compartir la vida dura de un granjero. Así discutía consigo mismo, trabajando con más afán que nunca y pensando a veces: «Después de todo, si este año obtengo una buena cosecha, siempre estoy a tiempo de volver a visitarla.» Se acostumbró a caminar diecisiete kilómetros diarios por el veld, con la escopeta al hombro, una vez terminado el trabajo, con el propósito de agotarse. Acabó exhausto, adelgazó y llegó a parecer un visionario. Luchó consigo mismo durante dos meses, hasta que un día se sorprendió preparándose para ir en coche a la ciudad, como si lo tuviera decidido desde hacía tiempo y todas sus exhortaciones y la disciplina que se había impuesto no fueran más que una pantalla para ocultarse a sí mismo sus verdaderas intenciones. Mientras se vestía, silbaba una tonadilla, aunque en tono apagado, y en su rostro se dibujaba una sonrisa de desaliento. En cuanto a Mary, aquellos dos meses fueron una larga pesadilla. Había hecho el viaje desde su granja después de conocerla durante cinco minutos y luego, tras dedicarle una velada, no se había animado a volver. Sus amigas tenían razón, le faltaba algo o, si no le faltaba, no le funcionaba bien.-.Pero se obstinó en recordarle, pese al hecho de repetirse a sí misma que era una inútil, una fracasada, un ser ridículo a quien nadie quería. Dejó de salir por las noches para quedarse en su habitación esperando que fuera a buscarla. Pasaba sola horas y horas, con la mente en blanco a fuerza de sentirse desgraciada; y por las noches soñaba que luchaba por cruzar un desierto de arena o subía escaleras que se derrumbaban cuando llegaba arriba, haciéndola resbalar de nuevo hasta abajo. Por las mañanas se despertaba cansada y deprimida, incapaz de afrontar la jornada de trabajo. Su jefe, acostumbrado a su invariable eficiencia, le dijo que se tomara unas vacaciones y no volviera hasta que se sintiera mejor. Salió de la oficina con la sensación de que la habían echado (aunque el jefe no pudo ser más comprensivo con su agotamiento) y permaneció todo el día en el club. Si se iba de vacaciones, Dick no la encontraría. Y sin embargo, ¿qué era Dick para ella, en realidad? Nada; apenas le conocía. Era un hombre flaco, requemado por el sol, de voz lenta y ojos profundos, que había aparecido en su vida por casualidad; aquello era todo lo que podía decir de él. No obstante, daba la impresión de que estaba enfermando por su causa. Toda su inquietud, todos sus vagos sentimientos de inferioridad se centraban en él, y cuando se preguntó, consternada, por qué tenía que ser él y no cualquier otro de los hombres que conocía, no obtuvo una respuesta satisfactoria. Semanas después de que renunciara a toda esperanza y hubiese acudido al médico para que le recetara algo porque «se sentía cansada» y le habían dicho que se fuera en seguida de vacaciones si quería evitar un derrumbamiento total; cuando ya había llegado a tal estado de abatimiento, que le era imposible salir con ninguno de sus antiguos amigos, obsesionada como estaba con la idea de que su amistad era un pretexto para disimular las habladurías maliciosas y una verdadera antipatía hacia ella, volvieron a reclamar una noche su presencia en el vestíbulo. No pensaba en Dick. Cuando le vio, necesitó todo su autodominio para saludarle con calma; si hubiera demostrado su emoción, tal vez él habría renunciado a ella. A aquellas alturas ya había logrado convencerse a sí mismo de que era una persona práctica, adaptable y serena que sólo necesitaría unas pocas semanas en la granja para ser como él quería que fuese. Unas lágrimas histéricas le habrían escandalizado, destrozado su visión de ella. Fue a una Mary maternal y en apariencia tranquila a la que hizo su proposición de matrimonio. Cuando ella le aceptó, se mostró enamoradísimo, humilde y agradecido. Se casaron por dispensa especial dos semanas después. El deseo de Mary de casarse lo más deprisa posible le sorprendió; la veía como una mujer ocupada y popular, con un lugar seguro en la vida social de la ciudad y pensaba que necesitaría cierto tiempo para arreglar sus asuntos; aquella idea de ella formaba parte de la atracción que ejercía sobre él. Pero, en realidad, una boda rápida favorecía sus planes. Detestaba la idea de esperar en la ciudad mientras una mujer se preocupaba de trapos y damas de honor. No hubo luna de miel. Explicó que era demasiado pobre para permitirse aquel lujo, aunque si ella insistía, trataría de complacerla. Ella no insistió. Consideró un gran alivio escapar de una luna de miel. |
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