"Canta La Hierba" - читать интересную книгу автора (Lessing Doris)Capítulo primeroEl periódico no decía mucho. Gentes de todo el país debieron leer la noticia y su titular sensacionalista sintiendo un arrebato de cólera y algo parecido a la satisfacción, como si vieran confirmado un convencimiento, como si se tratara de algo que ya era de esperar. Esto es lo que sienten los blancos cuando los nativos roban, asesinan o violan. Y luego debieron volver la página. Pero los habitantes del «distrito», los que conocían a los Turner, ya fuera de vista o por haber chismorreado acerca de ellos durante largos años, no volvieron la página con tanta rapidez. Muchos debieron recortar el párrafo para guardarlo entre cartas viejas o entre las páginas de un libro, conservándolo quizá como un presagio o una advertencia y mirando el trozo de papel amarillento con semblantes inexpresivos y enigmáticos. Porque no discutieron el asesinato; aquello fue lo más extraordinario del caso. Dio la impresión de que un sexto sentido les había dicho todo cuanto había que saber, aunque las tres personas que estaban en posición de explicar los hechos no abrieron la boca. El asesinato no se comentó, sencillamente. «Mal asunto», observaría alguno, mientras los rostros de quienes le rodeaban asumían aquella expresión reservada y cauta. «Muy malo», se limitaría a responder alguien y allí acababa todo. Era como si existiera el tácito acuerdo de no dar al caso Turner una publicidad indebida haciendo comentarios acerca de él. Sin embargo, el distrito era una zona agrícola y las aisladas familias de blancos se veían muy de tarde en tarde y estaban hambrientas de establecer contacto con los de su misma clase, de charlar, discutir e intercambiar chismes, de hablar todos a la vez para aprovechar al máximo una hora de compañía antes de volver a sus granjas, donde sólo veían sus propias caras y las de sus criados negros durante interminables semanas. Normalmente aquel asesinato habría sido tema de discusión durante meses enteros; todos habrían estado agradecidos de tener algo que comentar. Un forastero habría pensado tal vez que el emprendedor Charlie Slatter había recorrido todas las granjas del distrito conminando al silencio a sus ocupantes; pero aquello era algo que nunca se le habría ocurrido. Los pasos que dio (y no cometió ningún error) obedecieron al instinto y no a un plan deliberado. Lo más interesante de todo el asunto fue aquella conspiración de silencio. Todos se comportaron como una bandada de pájaros que se comunican -o al menos tal es la impresión que dan- por medio de una especie de telepatía. Mucho antes de que el asesinato les distinguiera, la gente hablaba de los Turner con la voz dura e indiferente reservada para los inadaptados, los proscritos y los exiliados por voluntad propia. Los Turner no gozaban de ninguna simpatía, aunque pocos de sus vecinos les conocían y ni siquiera les habían visto de lejos. ¿Por qué resultaban antipáticos? Porque «se mantenían apartados», esto era todo. Nunca se les veía en los bailes, fiestas o concursos hípicos del distrito. La impresión general era de que tenían algo de que avergonzarse; no estaba bien encerrarse de aquel modo, era una bofetada para todos los demás. ¿Qué razón tenían para ser tan estirados? ¡Ninguna, desde luego! ¡Sólo había que ver cómo vivían! Su casa minúscula podía pasar como vivienda temporal, pero no como un hogar permanente. Incluso algunos nativos (aunque no muchos, gracias al cielo) poseían casas similares; y debía causarles una mala impresión ver a personas blancas viviendo en aquellas condiciones. Entonces alguien usó la frase «blancos pobres», que causó una gran desazón. No existían marcadas diferencias económicas en aquellos días (aún no había llegado la era de los magnates del tabaco), pero sí una clara división racial. La pequeña comunidad de sudafricanos blancos vivía su propia vida y los británicos hacían caso omiso de ellos. Los «blancos pobres» eran sudafricanos, nunca británicos. Pero la persona que llamó a los Turner blancos pobres persistió tercamente en su actitud. ¿Cuál era la diferencia? ¿Qué era un blanco pobre? Se trataba de un estilo de vida, de una cuestión de categorías. Lo único que faltaba a los Turner para ser blancos pobres era una caterva de hijos. Aunque los argumentos eran irrefutables, nadie quería pensar en ellos como blancos pobres. Hacerlo habría equivalido a rebajar al propio bando. Después de todo, los Turner eran británicos. Así pues, el distrito trataba a los Turner de acuerdo con aquel Cuanto más se piensa en aquel caso, más extraordinario resulta. No el asesinato en sí, sino el modo general de enfocarlo, la compasión hacia Dick Turner y la sutil pero fiera indignación contra Mary, como si fuera algo desagradable e impuro que mereciera ser asesinado. Pero nadie formuló ninguna pregunta. Por ejemplo, muchos debieron preguntarse quién era aquel «enviado especial». Alguien del distrito encargado de cubrir la noticia, porque el párrafo no estaba redactado en lenguaje periodístico. Pero, ¿quién? Marston, el ayudante, era una bofetada para todos los demás. ¿Qué razón tenían para ser tan estirados? ¡Ninguna, desde luego! ¡Sólo había que ver cómo vivían! Su casa minúscula podía pasar como vivienda temporal, pero no como un hogar permanente. Incluso algunos nativos (aunque no muchos, gracias al cielo) poseían casas similares; y debía causarles una mala impresión ver a personas blancas viviendo en aquellas condiciones. Entonces alguien usó la frase «blancos pobres», que causó una gran desazón. No existían marcadas diferencias económicas en aquellos días (aún no había llegado la era de los magnates del tabaco), pero sí una clara división racial. La pequeña comunidad de sudafricanos blancos vivía su propia vida y los británicos hacían caso omiso de ellos. Los «blancos pobres» eran sudafricanos, nunca británicos. Pero la persona que llamó a los Turner blancos pobres persistió tercamente en su actitud. ¿Cuál era la diferencia? ¿Qué era un blanco pobre? Se trataba de un estilo de vida, de una cuestión de categorías. Lo único que faltaba á los Turner para ser blancos pobres era una caterva de hijos. Aunque los argumentos eran irrefutables, nadie quería pensar en ellos como blancos pobres. Hacerlo habría equivalido a rebajar al propio bando. Después de todo, los Turner eran británicos. Así pues, el distrito trataba a los Turner de acuerdo con aquel Cuanto más se piensa en aquel caso, más extraordinario resulta. No el asesinato en sí, sino el modo general de enfocarlo, la compasión hacia Dick Turner y la sutil pero fiera indignación contra Mary, como si fuera algo desagradable e impuro que mereciera ser asesinado. Pero nadie formuló ninguna pregunta. Por ejemplo, muchos debieron preguntarse quién era aquel «enviado especial». Alguien del distrito encargado de cubrir la noticia, porque el párrafo no estaba redactado en lenguaje periodístico. Pero, ¿quién? Marston, el ayudante, abandonó el distrito inmediatamente después del asesinato. Denham, el policía, podía haber escrito al periódico a título personal, pero no era probable. Quedaba Charlie Slatter, que sabía más cosas de los Turner que cualquier otra persona y que se encontraba allí el día del asesinato. Podía decirse que controlaba prácticamente la conducción del caso, con precedencia incluso sobre el propio sargento. Y todos creían que así debía ser. ¿A quién podía concernir más que a los agricultores blancos el hecho de que una mujer necia se dejara asesinar por un nativo por razones que la gente podía imaginar, pero de las que jamás, jamás haría mención? Estaban en juego su subsistencia, sus esposas y familias, su modo de vida. Pero resulta peculiar para un forastero que Slatter fuese autorizado a hacerse cargo del asunto, a encargarse de que todo fuera olvidado con un mínimo de comentarios. Porque no podía haberlo planeado: sencillamente, no dispuso de tiempo. Por ejemplo, cuando los peones de Dick Turner le dieron la noticia, ¿por qué se sentó a escribir una nota al sargento a la estación de policía? No usó el teléfono. Cualquiera que haya vivido en el campo sabe lo que es un teléfono no automático; uno levanta el auricular después de haber girado la manivela el número de veces requerido y en seguida, clic, clic, clic, puede oír levantarse los auriculares de todo el distrito y sonidos ahogados como una respiración, un susurro, una tos reprimida. Slatter vivía a ocho kilómetros de los Turner. Los peones le avisaron a él en cuanto descubrieron el cadáver. Y aunque era un asunto urgente, no usó el teléfono, sino que envió una carta personal a Denham por medio de un mensajero nativo que fue en bicicleta a la estación de policía, situada a casi dieciocho kilómetros. El sargento mandó inmediatamente a la granja de los Turner a media docena de policías nativos para que averiguasen lo que pudieran. En cuanto a él, se dirigió primero a ver a Slatter porque la redacción de la carta había excitado su curiosidad. Por esta razón llegó tarde al escenario del crimen. Los policías nativos no tuvieron que ir muy lejos para encontrar al homicida. Después de registrar la casa, echar una ojeada al cadáver y dispersarse por la ladera de la pequeña colina sobre la que se levantaba la granja, vieron a Moses salir de un pisoteado hormiguero delante mismo de sus narices. Se les acercó y dijo (con estas u otras palabras similares): «Aquí estoy.» Le pusieron las esposas y volvieron a la casa a esperar la llegada de los coches policiales. Desde allí vieron aparecer a Dick Turner entre los arbustos próximos a la casa, seguido por dos perros que gemían. Estaba fuera de sí, hablaba de modo incoherente y entraba y salía de los arbustos con las manos llenas de tierra y hojarasca. Le dejaron en paz, pero sin perderle de vista, porque era un hombre blanco, aunque estuviera loco, y los negros, aun siendo policías, no ponen las manos encima de carne blanca. Lo que sí preguntaron algunos, sin interesarse demasiado, fue por qué se había entregado el asesino. No existían muchas posibilidades de fuga, pero podría haberlo conseguido. Podría haber corrido hasta las montañas y vivido allí oculto una temporada. O escapado a territorio portugués. Sin embargo, el Comisionado Nativo del Distrito manifestó durante una reunión social que el hecho era perfectamente comprensible. Quienquiera que supiese algo sobre la historia del país o hubiese leído las memorias o cartas de los viejos misioneros y exploradores, conocería un poco la sociedad gobernada por Lobengula. Las leyes eran estrictas: todo el mundo sabía lo que podía o no podía hacer. Cuando alquien hacía algo imperdonable, como tocar a una de las mujeres del Rey, se sometía con total fatalismo al castigo, que solía consistir en el empalamiento sobre un hormiguero o una hoguera, o algo igualmente desagradable. «He obrado mal y lo sé -decía-. Por lo tanto, he de ser castigado.» La tradición era afrontar el castigo y no cabía duda de que había algo hermoso en ello. A los comisionados nativos, que tienen que estudiar lenguas, costumbres y otras cosas, se les perdonan las observaciones de esta índole, aunque ningún acto de los nativos debe calificarse de «hermoso». (No obstante, la moda cambia: a veces es permisible ensalzar los viejos hábitos, siempre que se mencione lo depravados que se han vuelto últimamente los nativos.) Así pues, este aspecto de la cuestión fue desestimado, aunque no sea el menos interesante, porque Moses podía no haber sido un matabele. Estaba en Mashonaland; aunque ya se sabe que los nativos deambulan por toda África. Podía proceder de cualquier parte: territorio portugués, Nyasalandia, Unión Sudafricana. Y ha pasado mucho tiempo desde los días del gran rey Lobengula. Pero es bien sabido que los comisionados nativos tienden a pensar en términos del pasado. Pues bien, después de enviar la carta a la estación de policía, Slatter se dirigió a la granja de los Turner conduciendo a gran velocidad su lujoso coche americano por las infames carreteras de la región. ¿Quién era Charlie Slatter? Fue él quien desde el principio hasta el fin de la tragedia personificó a la Sociedad para los Turner. Interviene en el relato en media docena de ocasiones; sin él, las cosas no habrían ocurrido tal como ocurrieron, aunque tarde o temprano, de un modo o de otro, los Turner habrían sido igualmente víctimas de la fatalidad. Slatter había trabajado como dependiente en una tienda de comestibles londinense. Le gustaba decir a sus hijos que, de no haber sido por su energía y carácter emprendedor, ellos correrían aún por los suburbios vestidos con harapos. Conservaba en perfecto estado el acento vulgar de los barrios bajos, incluso después de haber vivido veinte años en África. Un día se le ocurrió una idea: hacer dinero. Y lo hizo. Hizo mucho dinero. Era un hombre tosco, brutal, despiadado y a la vez bondadoso, a su manera y según sus propios impulsos, que no podía evitar hacerse rico. Había cultivado la tierra como si diese vueltas a la manivela de una máquina que expulsara billetes de una libra por el otro lado. Fue duro con su esposa, haciéndole soportar penalidades innecesarias al principio; fue duro con sus hijos hasta que hizo dinero, cuando les dio todo lo que quisieron; y sobre todo fue duro con los peones. Éstos, las gallinas que ponían los huevos de oro, se hallaban todavía en aquel estado en que no conocían otro modo de vivir que produciendo oro para otras personas. Ahora ya se han despabilado, o están empezando a hacerlo. Pero Slatter creía en cultivar la tierra con el látigo, que pendía sobre la puerta de su casa como una divisa: «No te importará matar en caso necesario.» Una vez mató a un nativo en un arrebato de cólera y fue condenado a pagar una multa de treinta libras. Desde entonces reprimió su ira. Los látigos están muy bien para los Slatter de este mundo, pero no tanto para los que carecen de su seguridad en sí mismos. Fue él quien dijo a Dick Turner, hacía ya mucho tiempo, cuando éste empezó a. cultivar la tierra, que debía comprar un látigo antes que un arado o una grada, y aquel látigo, como pronto veremos, no sirvió de nada a los Turner. Slatter era un hombre bajo, macizo, de brazos gruesos y constitución fuerte. Tenía el rostro ancho y velludo y la expresión astuta, vigilante, un poco taimada. Su mata de cabellos rubios le confería cierto parecido con un presidiario; pero las apariencias le tenían sin cuidado. Sus pequeños ojos azules apenas se veían porque se había acostumbrado a entornarlos después de tantos años bajo el sol de Sudáfrica. Mientras conducía inclinado sobre el volante, casi abrazado a él en su determinación de llegar cuanto antes a casa de los Turner, sus ojos no eran más que rendijas azules en un rostro crispado. Se preguntaba por qué Marston, el ayudante, que al fin y al cabo era empleado suyo, no había acudido a él con la noticia del asesinato o al menos enviado una nota. ¿Dónde estaría? Su cabaña se hallaba a sólo doscientos metros de la casa. ¿Y si se había acobardado y desaparecido? Charlie pensó que podía esperarse cualquier cosa de aquel determinado tipo de joven inglés. Sentía un desprecio innato hacia los ingleses de expresión blanda y voz no menos blanda, pero no por ello dejaban de fascinarle sus modales y educación. Sus propios hijos, ahora ya mayores, eran caballeros. Le había costado mucho dinero lograr que lo fueran; pero aun así les despreciaba, aunque también estaba orgulloso de ellos. Este conflicto se manifestaba en su actitud hacia Marston: dura e indiferente, pero respetuosa en el fondo. De momento, sólo sentía irritación. A medio camino notó que el coche se tambaleaba y, profiriendo maldiciones, lo detuvo. Era un pinchazo; no, dos pinchazos. El fango rojo de la carretera contenía fragmentos de vidrio. Su irritación se expresó en un pensamiento apenas consciente: «¡Muy propio de Turner tener cristales en sus caminos!» Pero Turner era ahora necesariamente objeto de una piedad apasionada y protectora y la irritación se concentró en Marston, el ayudante que, según Slatter, podía haber impedido de algún modo aquel crimen. ¿Para qué se le pagaba? ¿Por qué se le había empleado? Pero Slatter era un hombre justo, a su manera y en lo que concernía a su propia raza. Se contuvo y dedicó toda su atención a reparar una rueda y cambiar la otra, trabajando sobre el barro rojizo de la carretera. Tardó tres cuartos de hora y cuando terminó y hubo lanzado hacia los arbustos los trozos de cristal verde del fango, el sudor empapaba su rostro y sus cabellos. Cuando por fin llegó a la casa vio, al acercarse entre los matorrales, seis relucientes bicicletas que estaban apoyadas contra las paredes. Y frente a la casa, bajo los árboles, a seis policías nativos y entre ellos Moses, con las manos esposadas delante de él. El sol centelleaba en las esposas, en las bicicletas y en el húmedo y abundante follaje. Era una mañana bochornosa y agobiante. En el cielo había un tumulto de nubes descoloridas que ondeaban como una colada sucia. Los charcos del suelo pálido reflejaban el resplandor del cielo. Charlie se acercó a los policías, que le saludaron. Llevaban fez y su uniforme, tan parecido a un disfraz, aunque este último pensamiento no se le ocurrió a Charlie, que prefería a los nativos o bien debidamente vestidos, de acuerdo con su condición, o en taparrabos. No soportaba al nativo a medio civilizar. Los policías, seleccionados por su físico, eran un magnífico puñado de hombres, pero resultaban eclipsados por Moses, un gigante robusto, negro como linóleo pulido y vestido con una camisa y pantalones cortos, ambos mojados y manchados de barro. Charlie se plantó delante del asesino y le miró a la cara. El hombre le miró a su vez, impasible e indiferente. La expresión del rostro de Charlie era curiosa: reflejaba una especie de triunfo, un cauto deseo de venganza y miedo. ¿Por qué miedo? ¿De Moses, que estaba prácticamente colgado? Pero se sentía inquieto, confuso. Entonces recobró el dominio de sí mismo con un respingo, se volvió y vio a Dick Turner a pocos pasos de distancia, cubierto de lodo. – ¡Turner! -exclamó con acento perentorio. Se interrumpió al ver su semblante; Dick no parecía reconocerle. Le cogió del brazo y le condujo hacia su coche. En aquellos" momentos ignoraba que estaba completamente loco; de haberlo sabido, su indignación habría sido mayor. Después de aposentar a Dick en el asiento trasero del coche, volvió a la casa. En la sala se hallaba Marston, con las manos en los bolsillos, en una posición de aparente tranquilidad. Pero el rostro estaba pálido y tenso. – ¿Dónde se encontraba usted? -le espetó Charlie con voz acusadora. – Normalmente, el señor Turner me despierta -respondió con calma el muchacho-. Esta mañana he dormido hasta tarde. Al llegar a la casa he visto a la señora Turner en la veranda. Después han llegado los policías. Le esperaba a usted. Pero tenía miedo; en su voz sonaba el miedo a la muerte, no el que controlaba los actos de Charlie; él no había estado en el país el tiempo suficiente para comprender el temor especial de Charlie. Slatter gruñó; jamás hablaba si no era necesario. Miró a Marston largo rato y con curiosidad, como tratando de dilucidar por qué los peones de la granja no habían llamado a un hombre que dormía a pocos metros de allí, yendo en cambio instintivamente a avisarle a él. Pero ahora no miró a Marston con desprecio o desagrado, sino más bien como a un futuro socio que aún ha de probar su valía. Dio media vuelta y entró en el dormitorio. Mary Turner era una forma rígida bajo una sábana blanca llena de manchas. De un extremo de la sábana sobresalía una maraña de cabellos pálidos como la paja y del otro, un pie torcido y amarillento. Entonces ocurrió algo muy curioso. El odio y el desprecio que habría sido lógico esperar de él cuando miraba al asesino, desfiguraron sus facciones en aquel momento, mientras contemplaba a Mary. Frunció el ceño y, durante unos segundos, sus labios se torcieron, descubriendo los dientes en un rictus malévolo. Estaba de espaldas a Marston, quien se habría asombrado al verle. Luego, con un movimiento brusco y violento, se volvió y abandonó la habitación, precediendo al ayudante. – Yacía en la veranda -explicó Marston-. La he levantado y llevado a la cama. -Tembló al recordar el contacto con el cuerpo frío-. He pensado que no podía dejarla tirada allí. -Titubeó y añadió, contrayendo los músculos de la cara, cuya piel palideció-: Los perros la lamían. Charlie asintió con la cabeza, lanzándole una mirada penetrante. Parecía indiferente a la posición en que había sido hallada, pero al mismo tiempo aprobaba el dominio de sí mismo de que hiciera gala el ayudante al realizar tan desagradable tarea. – Había sangre por todas partes. La he limpiado'… Después se me ha ocurrido que debía haberlo dejado todo tal como estaba para la policía. – Da lo mismo -dijo Charlie con acento distraído. Se sentó en una de las toscas sillas de madera de la sala y permaneció absorto, emitiendo un tenue silbido. Marston se quedó junto a la ventana, esperando la llegada del coche policial. De vez en cuando, Charlie echaba una rápida ojeada a su alrededor y se humedecía los labios con la lengua. Luego volvía a silbar por lo bajo. Al final, puso nervioso a Marston. Inopinadamente, con cautela y casi en tono de advertencia, Charlie preguntó: – ¿Qué sabe Marston advirtió el énfasis puesto sobre el – No sé qué decirle. Nada, en realidad. Es todo tan difícil… -Vaciló, dirigiendo a Charlie una mirada implorante. Aquella súplica muda irritó a Charlie porque venía de un hombre, pero también le complació; le gustó que el muchacho se confiara a él. Conocía muy bien el tipo, venían muchos desde Inglaterra para aprender agricultura. Solían proceder de una escuela pública, muy ingleses, pero extremadamente adaptables. A juicio de Charlie, aquella capacidad de adaptación les redimía. Era extraño ver lo deprisa que se acostumbraban. Al principio eran tímidos, aunque altivos y retraídos al mismo tiempo; y aprendían los nuevos hábitos con gran sensibilidad, cohibidos, pero con una sutil perfección. Cuando los colonos viejos dicen: «Hay que comprender el país», lo que quieren decir es: «Debe usted acostumbrarse a nuestras ideas sobre los nativos.» En realidad, vienen a decir: «Aprenda nuestras ideas o largúese; no le necesitamos.» La mayoría de aquellos jóvenes habían crecido con vagas ideas sobre la igualdad. Durante la primera semana les escandalizaba el trato dispensado a los nativos y se indignaban cien veces al día por la indiferencia con que se les interpelaba, como si fueran cabezas de ganado; o por un golpe o una mirada. Llegaban dispuestos a tratarles como seres humanos. Pero no podían rebelarse contra la sociedad a la que se habían incorporado y no tardaban en cambiar. Adquirir su maldad era difícil, por supuesto, pero no se-guían considerándolo «maldad» durante mucho tiempo y, al fin y al cabo, ¿con qué ideas habían llegado hasta allí? Con ideas abstractas sobre la decencia y la buena voluntad, aquello era todo; un puñado de ideas abstractas. En la práctica, el contacto con los nativos se reducía, a la relación entre amo y criado. Nunca se les conocía en el contexto de sus vidas, como seres humanos. Unos meses más tarde, aquellos sensibles y decentes muchachos se habían endurecido para adaptarse al país árido, áspero y requemado por el sol al que habían venido a instalarse; habían adquirido una nueva personalidad más en concordancia con sus miembros fortalecidos y tostados por el sol y con sus cuerpos curtidos. Si Tony Marston hubiera llegado al país unos meses antes, todo habría sido más fácil, o así lo creía Charlie. Por esto dirigía al muchacho una mirada especulativa, no condenatoria, sino sólo cauta y alerta. – ¿A qué se refiere al decir que es todo tan difícil? -inquirió. Tony Marston se removió, incómodo, como si no conociera la respuesta. Y en realidad no sabía qué pensar; las semanas pasadas en casa de los Turner, con su ambiente de tragedia, no le habían ayudado a superar su confusión. Los dos criterios -el que había traído consigo y el que estaba adoptando- seguían siendo conflictivos. Y en la voz de Charlie había una aspereza, una nota de advertencia, que le desorientaba. ¿Contra qué pretendía advertirle? Era lo bastante inteligente para saber que se intentaba ponerle en guardia. En esto difería de Charlie, que actuaba por instinto e ignoraba que su voz constituyera una amenaza. Era todo tan insólito. ¿Dónde estaba la policía? ¿Qué derecho asistía a Charlie, que era un vecino, para ser avisado antes que él, que era prácticamente un miembro de la familia? ¿Por qué había asumido Charlie el mando de la situación? Sus ideas sobre lo procedente estaban confundidas pero no así sus ideas sobre el crimen, que, sin embargo, no podía expresar de buenas a primeras, sin preámbulo. Pensándolo bien, el asesinato era bastante lógico; si recordaba los últimos días, veía que debía ocurrir algo parecido, casi podía decir que había estado esperando alguna clase de violencia o un suceso desagradable. La ira, la violencia, la muerte parecían naturales en aquel vasto y áspero país… Había reflexionado mucho desde que entrara tranquilamente en la casa aquella mañana, preguntándose por qué todos se levantaban tan tarde y encontrando a Mary Turner asesinada en la veranda y a los agentes de policía fuera, custodiando al criado; y a Dick Turner murmurando en voz baja y pisando los charcos, loco, pero al parecer inofensivo. Lo que no había comprendido hasta entonces, lo comprendía ahora y estaba dispuesto a hablar de ello. Pero le desconcertaba la actitud que adoptaba Charlie; no acababa de entender su significado. – Verá -explicó-, cuando llegué sabía muy poco acerca de este país. Con ironía risueña, pero brutal, Charlie replicó: – Gracias por la información. -Y añadió en seguida-: ¿Tienes idea de por qué este negro ha asesinado a la señora Turner? – Bueno, sí, tengo una ligera idea. – Pues será mejor que dejemos opinar al sargento, cuando venga. Fue un desplante para hacerle callar. Tony guardó silencio, airado y aturdido a la vez. Cuando llegó el sargento, observó al homicida, vio a Dick sentado en el coche de Slatter y entró en la casa. – He estado en su casa, Slatter -dijo, saludando a Tony y dirigiéndole una mirada penetrante. Entonces entró en el dormitorio y sus reacciones fueron las mismas de Charlie: de venganza hacia el asesino, de emocionada piedad hacia Dick y de amarga y desdeñosa cólera hacia Mary; hacía muchos años que el sargento Denham vivía en el país. Esta vez Tony vio la expresión del rostro y se sobresaltó. Los semblantes de los dos hombres mientras contemplaban el cadáver le inspiraron inquietud, incluso miedo. En cuanto a él, sentía cierto malestar, pero no mucho; más que nada le agitaba la piedad, por saber lo que sabía. El malestar era el que habría sentido ante cualquier irregularidad social, sólo el malestar producido por el fracaso de la imaginación. Pero aquel horror profundo e instintivo le asombraba. Los tres volvieron en silencio a la sala. Charlie Slatter y el sargento Denham se colocaron de lado como dos jueces, dando la impresión de que adoptaban deliberadamente esta actitud. Tony se detuvo delante de ellos, dueño de sí mismo pero sintiéndose invadido por un absurdo sentimiento de culpabilidad, sólo a causa del talante de los dos hombres, en cuyos rostros sutiles y reservados era incapaz de leer nada. – Mal asunto -comentó con brevedad el sargento Denham. Nadie contestó. Abrió un cuaderno de notas, ajustó la goma sobre una página y mantuvo el lápiz en el aire. – Unas preguntas, si no le importa -dijo. Tony asintió. – ¿Cuánto tiempo hace que está aquí? – Alrededor de tres semanas. – ¿Viviendo en esta casa? – No, en una cabana del sendero. – ¿Vino a hacerse cargo del lugar mientras ellos estaban fuera? – Sí, durante seis meses. – ¿Y luego? – Luego me proponía ir a una plantación de tabaco. – ¿Cuándo se ha enterado de lo sucedido? – No me han llamado. Me he despertado y encontrado a la señora Turner. La voz de Tony indicaba que ahora estaba a la defensiva. Consideraba un agravio, incluso un insulto no haber sido prevenido; y sobre todo porque aquellos dos hombres parecían encontrar normal y natural que se prescindiera de él de aquel modo, como si su reciente llegada al país le descalificase para cualquier responsabilidad. Y le molestaba ser interrogado; no tenían derecho a hacerlo. Empezaba a dominarle la cólera, aunque sabía muy bien que ellos no eran conscientes del agravio implícito en su actitud y que sería mucho mejor para él tratar de comprender el verdadero significado de aquella escena que preocuparse por la propia dignidad. – ¿Comía con los Turner? – Sí. – Aparte de las comidas, ¿venía a la casa… socialmente, por decirlo de algún modo? – No, casi nunca. He estado muy ocupado aprendiendo mi trabajo. – ¿Se lleva bien con Turner? – Sí, creo que sí. Quiero decir que no es fácil conocerle. Estaba absorto en su trabajo y era evidente que le disgustaba mucho abandonar el lugar. – Sí, pobre diablo, era un mal trago para él. La voz sonó de repente tierna, casi sentimental, llena de piedad, aunque el sargento dio a las palabras un tono brusco y luego cerró con fuerza los labios, como para presentar al mundo una expresión ecuánime. Tony estaba desconcertado: las reacciones inesperadas de aquellos hombres le confundían. No sentía nada de lo que sentían ellos; era un extraño en aquella tragedia, y tanto el sargento como Charlie Slatter parecían sentirse personalmente implicados, porque ambos habían adoptado de manera inconsciente posturas de abatida dignidad, como abrumados por el terrible peso que representaba el pobre Dick Turner y sus sufrimientos. Sin embargo, era Charlie quien había echado literalmente a Dick de su granja; y en entrevistas previas, a las que Tony había asistido, no había dado ninguna muestra de aquella piedad sentimental. Hubo una larga pausa. El sargento cerró el cuaderno, pero aún no había terminado. Miraba de soslayo a Tony, sin saber cómo formular la siguiente pregunta. O así lo creyó Tony, convencido de que habían llegado al momento crucial de todo aquel asunto. El rostro de Charlie, atento, un poco taimado, un poco temeroso, lo proclamaba. – ¿Ha visto algo fuera de lo corriente mientras ha estado aquí? -inquirió el sargento con una voz sin inflexiones. – Sí, en efecto -profirió Tony, resuelto de improviso a no dejarse avasallar. Porque sabía que le estaban avasallando, aunque le separara de los dos hombres un abismo de experiencia y conocimientos. Le miraron con el ceño fruncido e intercambiaron una rápida ojeada, que desviaron en seguida, como temiendo indicar una conspiración… – ¿Qué ha visto? Espero que se dé cuenta de lo… desagradable… de este caso… -La última frase fue una súplica involuntaria. – No cabe duda de que un asesinato es siempre desagradable -observó secamente Tony. – Cuando haya estado en el país el tiempo suficiente, comprenderá que no nos gusta que los negros vayan por ahí asesinando a mujeres blancas. Tony tenía atragantada la frase «Cuando haya estado en el país…» La había oído tan a menudo que le atacaba los nervios. También le encolerizaba. Y le hacía sentir inexperto. Le habría gustado soltar la verdad con una declaración abrumadora e irrefutable; pero la verdad no era así. Nunca lo era. El hecho que él conocía, o adivinaba, acerca de Mary, el hecho que aquellos dos hombres estaban conspirando por ocultar, podía formularse con bastante sencillez. Pero lo importante, lo que realmente hacía al caso, o al menos así lo creía él, era comprender el marco, las circunstancias, los caracteres de Dick y Mary, la pauta de sus vidas. Y aquello no era tan fácil de exponer. Había llegado a la verdad siguiendo muchos vericuetos y habría que explicarla sin omitir ninguno. Y su emoción dominante, que era una piedad impersonal hacia Mary, Dick y el nativo, una piedad mezclada con rabia contra las circunstancias, le impedía saber con claridad por donde debía empezar. – Escuche -dijo-, le diré lo que sé desde el principio, pero me temo que será un poco largo… – ¿Quiere decir que sabe por qué han asesinado a la señora Turner? -La pregunta equivalió a un corte astuto y rápido. – No, no es eso exactamente. Sólo que puedo desarrollar una teoría. -La elección de las palabras fue muy desafortunada. – No necesitamos teorías, necesitamos hechos. Y, en cualquier caso, debe usted pensar en Dick Turner. Todo esto es muy desagradable para él. Hay que pensar en el pobre diablo. Otra vez lo mismo: el ruego totalmente ilógico que por lo visto no era ilógico para aquellos dos hombres. ¡El asunto no podía ser más ridículo! Tony empezó a perder los estribos. – ¿Quiere o no quiere saber lo que tengo que decir? -preguntó con irritación. – Adelante. Pero recuerde que no quiero oír fantasías. Quiero hechos. ¿Ha visto algo Tony se echó a reír. Los dos hombres le miraron, estupefactos. – Sabe tan bien como yo que este caso no se puede explicar con tanta facilidad. Usted lo sabe. Es algo que no se puede decir en dos palabras, blanco o negro. No había nada que replicar a esto; nadie habló. Como si no hubiera oído las últimas palabras, el sargento Denham preguntó por fin, con el ceño muy fruncido: – Por ejemplo, ¿cómo trataba a su criado la señora Turner? ¿Maltrataba a los peones? El exasperado Tony, que buscaba a ciegas un asidero en aquel torbellino de emoción y lealtades medio comprendidas, se agarró a la pregunta como un modo cualquiera de iniciar su relato. – Sí, creo que le maltrataba. Aunque, por otra parte… – Le reñía, ¿eh? Bueno, las mujeres suelen hacerlo en este país, ¿verdad, Slatter? -La voz era desenvuelta, íntima, informal-. Mi vieja me vuelve loco… debe ser culpa de este país. No tienen idea de cómo tratar a los negros. – Hay que ser hombre para tratar con ellos -intervino Charlie-. Los negros no comprenden a las mujeres que dan órdenes; ellos mantienen a las suyas en el lugar que les corresponde. Rió y el sargento hizo lo propio. Se volvieron a mirarse, incluyendo a Tony, llenos de un alivio manifiesto. La tensión había remitido; el peligro había pasado; una vez más habían esquivado a Tony y, al parecer, daban la entrevista por concluida. El muchacho apenas podía creerlo. – Pero, escuche… -empezó, y se detuvo a media frase. Los dos hombres le miraron con semblantes graves e irritados. ¡Y el aviso era inconfundible! Se trataba del aviso que se da al novato que está a punto de traicionarse Charlie observó, volviéndose hacia el sargento: – Será mejor sacarla de aquí. Hace demasiado calor para esperar más. – Sí -asintió el policía, alejándose para dar las órdenes pertinentes. Tony se dio cuenta más tarde de que aquella observación brutalmente prosaica fue la única referencia directa a la pobre Mary Turner. Sin embargo, ¿por qué referirse a ella? Aunque se trataba de una conversación cordial entre el granjero que había sido su vecino más próximo, el policía durante cuyas rondas había invitado a su casa y el ayudante qué había vivido allí varias semanas. No era una ocasión formal: Tony se lo dijo a sí mismo una y otra vez. Más adelante el caso pasaría a un tribunal de justicia, donde sería tratado debidamente. – El juicio será sólo una formalidad, desde luego -dijo el sargento, como si pensara en voz alta, con una mirada a Tony. Se hallaba junto al coche policial, viendo cómo el agente nativo levantaba el cuerpo de Mary Turner, que habían envuelto en una manta, para depositarlo en el asiento trasero. Estaba rígida; un brazo estirado chocó horriblemente contra la estrecha portezuela; fue difícil meterla dentro del vehículo. Por fin lo lograron y cerraron la puerta. Y entonces se presentó otro problema: no podían colocar a Moses, el asesino, en el mismo coche; no se podía poner a un negro al lado de una mujer blanca,- aunque estuviera muerta y él la hubiera matado. Sólo quedaba el coche de Charlie, y el loco, Dick Turner, estaba sentado en el asiento trasero, con la mirada fija. Todos parecían sentir que Moses, tras haber cómetido un asesinato, merecía ser llevado en coche; pero no había otra solución, tendría que ir andando hasta la estación de policía, escoltado por los agentes en bicicleta. Una vez ultimados todos estos detalles, se produjo una pausa. Permanecieron junto a los coches, en el momento de separarse, contemplando la casa de ladrillos rojos y tejado brillante por el calor, los espesos y envolventes chaparrales y el grupo de negros iniciando bajo los árboles su larga caminata. Moses, impasible, se dejaba conducir sin realizar ningún movimiento voluntario. Su rostro carecía totalmente de expresión; parecía tener los ojos fijos en el sol. ¿Pensaría quizá que le quedaba poco tiempo para verlo? Imposible afirmarlo. ¿Arrepentimiento? No daba ninguna señal de él. ¿Miedo? No se advertía ninguno. Los tres hombres miraban al asesino absortos en sus propios pensamientos, especulando, ceñudos, pero sin considerarle importante ahora. No, no tenía importancia: era el eterno negro que roba, viola y mata si se – ¿Y qué hacemos con él? -preguntó Charlie, indicando a Dick Turner con el pulgar. Quería decir: ¿qué papel hará en el juicio? – Tengo la impresión de que no servirá de mucho -opinó el sargento quien, después de todo, tenía mucha experiencia en muertes, crímenes y locuras. No, lo importante para ellos era Mary Turner, que había dejado en mal lugar a su bando; pero, como estaba muerta, ni siquiera ella constituía un problema. Lo único todavía pendiente de solución era la necesidad de guardar las apariencias. El sargento Denham entendía de esto; formaba parte de su trabajo, aunque no apareciera en el reglamento, y estaba bastante implícito en el espíritu del país, el espíritu del que él estaba impregnado. Charlie Slatter entendía de esto, nadie mejor que él. Seguían el uno al lado del otro; como movidos por el mismo impulso, el mismo temor, la misma pesadumbre, permanecieron juntos hasta el último momento, antes de abandonar el lugar, dirigiendo a Tony la última advertencia silenciosa, mirándole con gravedad. Y Tony empezó a comprender. Ahora sabía, por lo menos, que lo que se había dirimido en aquella habitación que acababan de abandonar no tenía nada que ver con el asesinato como tal. El asesinato en sí no era nada. La lucha que se había librado con unas breves palabras -o, mejor, en los silencios entre las palabras- no tenía nada que ver con el significado superficial de la escena. Lo comprendería mucho mejor al cabo de unos meses, cuando se hubiera «acostumbrado al país». Y entonces procuraría olvidar aquella revelación, porque vivir con la segregación racial en todos sus matices e implicaciones significa cerrar la mente a muchas cosas, si quiere uno seguir siendo un miembro aceptado de la sociedad. Pero en el intervalo habría algunos breves momentos en que vería las cosas con claridad y comprendería que en la actitud de Charlie Slatter y del sargento la «civilización blanca» luchaba en defensa propia, una «civilización blanca» que jamás, jamás admitirá que una persona blanca, y en particular, una mujer blanca pueda mantener una relación humana, ya sea para bien o para mal, con una persona negra. Porque una vez ha hecho esta admisión, se desmorona y nada puede salvarla. Por esto no puede de ninguna manera permitirse fallos como el de los Turner. A causa de aquellos pocos momentos lúcidos y Así pues, Tony no dijo nada y el coche policial desapareció entre los árboles. Charlie Slatter lo siguió en su vehículo con Dick Turner. Tony se quedó en el claro, ante la casa vacía. Entró con lentitud, obsesionado por una imagen nítida que persistía en su mente tras los sucesos de la mañana y que se le antojaba la clave de todo el asunto: la mirada en el rostro del sargento y de Slatter mientras contemplaban el cuerpo: aquella mirada casi histérica de temor y odio. Se sentó, llevándose las manos a la cabeza, que le dolía mucho; en seguida volvió a levantarse y fue a buscar a un estante polvoriento de la cocina un frasco de farmacia marcado con un marbete que decía «Coñac». Lo apuró de un trago y sintió debilidad en los muslos y rodillas, causada también por la repugnancia que le inspiraba aquella casa pequeña y fea que parecía contener entre sus paredes, e incluso en los ladrillos y cemento, los miedos y el horror del asesinato. Sintió de repente que no soportaría permanecer en ella ni un momento más. Miró la agrietada hojalata del techo, combada por el sol, el barato mobiliario de tapizado desteñido, el polvoriento suelo de ladrillo cubierto con viejas pieles de animales, y se preguntó cómo habían soportado aquellos dos, Mary y Dick Turner, vivir en un lugar semejante año tras año durante tanto tiempo. ¡Si incluso la cabana de techo de paja donde vivía él en la parte trasera era mejor que esto! ¿Por qué continuaron de aquel modo, sin revestir siquiera los techos? Sólo el calor del lugar ya era suficiente para volverle a uno loco. Y entonces, con la cabeza un poco confusa (el calor hizo que el coñac le causara efecto en seguida), se preguntó cómo había empezado todo aquello, cuándo se había iniciado la tragedia. Porque a pesar de Slatter y del sargento, seguía creyendo tercamente que las causas del asesinato tenían que buscarse muy atrás y que eran ellas lo más importante. ¿Qué clase de mujer había sido Mary Turner antes de llegar a aquella granja y de que el calor, la soledad y la pobreza le hicieran perder lentamente el equilibrio? Y el propio Dick Turner… ¿cómo era antes? Y el indígena… pero aquí sus pensamientos se atascaron por falta de conocimientos. No podía ni empezar a imaginar cómo era la mente de un nativo. Pasándose la mano por la frente, intentó con desesperación, y por última vez, conseguir una visión de conjunto que aislara al asesinato de las confusiones y perplejidades de la mañana y lo convirtiera tal vez en un símbolo o una advertencia. Pero fracasó en su empeño. Hacía demasiado calor. Todavía estaba exasperado por la actitud de los dos hombres. La cabeza le daba vueltas. La temperatura de la habitación debía superar los treinta y ocho grados, pensó lleno de cólera, levantándose de la silla y sintiendo que las piernas le fallaban. ¡Y sólo había bebido, como máximo, dos cucharadas de coñac! «Maldito país -pensó, crispado por la ira-. ¿Por qué ha de sucederme esto a mí, por qué he de verme complicado en un maldito y retorcido asunto como éste cuando no he hecho más que llegar? ¡Nadie puede esperar de mí que encima haga el papel de juez, jurado y Dios misericordioso!» Se tambaleó hasta la veranda, donde la noche anterior se había cometido el crimen. Sobre el ladrillo se veía una mancha rojiza y un charco de agua de lluvia estaba teñido de rosa. Los mismos perros grandes y sucios lamían los bordes del agua y se alejaron encogidos cuando Tony les gritó. Se apoyó contra la pared, con la vista perdida en los empapados verdes y, marrones del veld y en las colinas, afiladas y azules después de la lluvia, que había caído a raudales durante media noche. Se dio cuenta, a medida que el sonido le iba penetrando, que las cigarras chillaban a su alrededor; había estado demasiado absorto para oírlas. Era un chillido continuo e insistente que procedía de cada matorral y de cada árbol y que castigaba sus nervios. «Me marcho de aquí -dijo de repente-, me marcho para no volver. Viajaré al otro extremo del país. Me lavo las manos de todo esto. Que los Slatter y los Denham hagan lo que quieran. ¿Qué puede importarme a mí?» Aquella mañana hizo el equipaje y fue a casa de los Slatter para decir a Charlie que no se quedaba. Charlie pareció indiferente, casi aliviado; ya se le había ocurrido pensar que no necesitaba a un administrador ahora que Dick no regresaría más a la granja. A partir de entonces la granja de Turner se convirtió en pasto para el ganado de Charlie. Lo invadieron todo, incluso la colina donde se levantaba la casa, que permaneció vacía hasta que se derrumbó. Tony volvió a la ciudad, donde erró una temporada por los bares y hoteles en busca de un trabajo que le conviniera. Pero su adaptabilidad y despreocupación iniciales habían desaparecido. Ahora era exigente. Visitó varias granjas, pero ninguna le gustó; la agricultura había perdido su atractivo para él. En el juicio, que fue como el sargento Denham había profetizado, una mera formalidad, declaró lo que se esperaba de él. Se insinuó que el nativo había asesinado a Mary Turner en plena borrachera, ávido de dinero y joyas. Una vez terminado el juicio, Tony vagó sin rumbo hasta que agotó el dinero. El asesinato y aquellas pocas semanas con los Turner le habían afectado más de lo que suponía. Pero como no tenía dinero, tuvo que pensar en algo para ganarse la vida. Conoció a un hombre de Rhodesia del Norte que le habló de las minas de cobre y los elevadísimos salarios. Aquello sonó fantástico a los oídos de Tony, que tomó el próximo tren con dirección al cinturón del cobre, resuelto a ganar algún dinero y empezar un negocio por su cuenta. Pero los salarios, una vez allí, no le parecieron tan espléndidos como desde lejos. El costo de la vida era muy alto y, además, todo el mundo bebía mucho… Pronto dejó el trabajo subterráneo y se convirtió en una especie de supervisor. Y así, al final, acabó en una oficina desempeñando un empleo burocrático, que era de lo que había huido al venir a África. Pero no estaba tan mal, en realidad. Había que tomar las cosas como venían, la vida no es nunca tal como uno la desea… Esto era lo que se decía a sí mismo cuando estaba deprimido y recordaba sus antiguas ambiciones. Para la gente del «distrito», que de oídas lo sabía todo acerca de él, era el muchacho llegado de Inglaterra que no había tenido agallas para soportar más que unas cuantas semanas el cultivo de la tierra. No tenía agallas, dijeron. Debía haber aguantado más. |
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