"Relatos De Poder" - читать интересную книгу автора (Castaneda Carlos)EL SECRETO DE LOS SERES LUMINOSOSDon Genaro me deleitó durante horas con algunas instrucciones absurdas para manejar mi mundo cotidiano. Don Juan dijo que yo debía tener mucho cuidado y seriedad con las recomendaciones de don Genaro, pues aunque eran chistosas no eran un chiste. A eso del mediodía, don Genaro se puso en pie y sin decir palabra se metió al matorral. Yo iba también a levantarme, pero don Juan me retuvo gentilmente y, en tono solemne, anunció que don Genaro iba a hacer otra prueba conmigo. – ¿Qué se trae? -pregunté-. ¿Qué me va a hacer? Don Juan me aseguró que no necesitaba preocuparme. – Te acercas a una encrucijada -dijo-. Cierta encrucijada a la que todo guerrero llega. Tuve la idea de que hablaba de mi muerte. Pareció anticipar mi pregunta y me hizo seña de callar. – No vamos a discutir este asunto -dijo-. Basta decir que la encrucijada a la cual me refiero es la explicación de los brujos. Genaro cree que ya estás listo para recibirla. – ¿Cuándo me la va usted a dar? – No sé cuándo. Tú eres el que la va a recibir; por lo tanto, depende de ti. Tú decidirás cuándo. – ¿Qué tal ahora mismo? – Decidir no significa escoger un momento arbitrario -dijo-. Decidir significa que has puesto tu espíritu en orden impecable, y que has hecho todo lo posible por ser digno del conocimiento y el poder. "Pero hoy debes resolverle a Genaro una adivinanza que te va a altar Se nos ha adelantado y nos va a esperar por ahí en el matorral. Nadie sabe el sitio donde estará, ni la hora específica de ir a verlo. Si eres capaz de determinar la hora correcta para salir de la casa, también podrás llegar al sitio donde está." Dije a don Juan que no imaginaba a nadie capaz de resolver tal acertijo. – ¿Cómo puede el hecho de salir de la casa a fina hora especifica, guiarme a donde está don Genaro? -pregunté. Don Juan sonrió y se puso a tararear una melodía. Parecía disfrutar mi agitación. – Ése es et problema que Genaro te ha puesto -dijo-. Si tienes bastante poder personal, decidirás con certeza absoluta la hora justa para salir de la casa. Cómo te guiará el salir a la hora precisa es algo que nadie sabe. Y sin embargo, si tienes poder suficiente, tú mismo atestiguarás que, es así. – ¿Pero cómo voy a ser guiado, don Juan? – Nadie sabe eso tampoco. – Yo creo que don Genaro me está tomando el pelo. – Entonces ten cuidado -dijo-. Si Genaro te toma el pelo, lo más probable es que te lo arranque. Don Juan rió de su propio chiste. No pude secundarlo. Mi temor al peligro inherente en las manipulaciones de don Genaro era demasiado real. – ¿Puede usted darme alguna pista? -pregunté. – ¡No hay pistas! -dijo, cortante. – ¿Por qué quiere hacer esto don Genaro? – Quiere probarte -repuso-. Digamos que le importa mucho saber si ya estás listo para recibir la explicación de los brujos. Si resuelves la adivinanza, querrá decir que has juntado suficiente poder personal y estás listo. Pero si lo echas a perder, será porque no tienes poder suficiente, y en ese caso la explicación de los brujos no tendría sentido para ti. Yo pienso que deberíamos darte la explicación sin cuidarnos de que la entiendas o no; ésa es mi idea. Genaro es un guerrero más conservador; quiere las cosas en el orden debido y no cederá hasta pensar que estás listo. – ¿Por qué usted no me habla por su cuenta de la explicación de los brujos? – Porque Genaro debe ser quien te ayude. – ¿Por qué es así, don Juan? – Genaro no quiere que te diga por qué -dijo-. Todavía no. – ¿Me perjudicaría conocer la explicación de los brujos? -pregunté. – Yo creo que no. – Entonces, don Juan, dígamela, por favor. – ¡No le hagas! Genaro tiene ideas precisas sobre este asunto, y debemos observarlas y respetarlas. Hizo un gesto imperativo para callarme. Tras una pausa larga y desesperante, aventuré una pregunta: – ¿Pero cómo puedo resolver esta adivinanza, don Juan? – De veras no lo sé, por eso no puedo aconsejarte -dijo-. Genaro es muy eficaz. Planeó la adivinanza nada más para ti. Puesto que lo está haciendo para beneficiarte, él está entonado sólo contigo; por lo tanto, sólo tú puedes escoger la hora justa para salir de la casa. Él mismo te llamará y te guiará por me dio de su llamada. – ¿Cómo será su llamada? – Eso yo no lo sé. Su llamada es para ti, no para mí. Te topará directamente en tu "Genaro siente la necesidad de asegurarse de que el poder personal que has juntado hasta hoy en día es lo suficiente para convertir tu "Voluntad" era otro concepto que don Juan había delineado con gran cuidado, pero sin aclararlo. Yo había entendido a través de sus explicaciones que la "voluntad" era una fuerza emanada de la región umbilical a través de una abertura invisible debajo del ombligo, abertura a la cual llamaba "boquete". Se alegaba que sólo los brujos cultivaban la "voluntad". Les llegaba envuelta en el misterio y les daba la capacidad de realizar prodigios extraordinarios. Comenté a don Juan que no había posibilidad de que algo tan vago pudiera ser una unidad funcional en mi vida. – Allí es donde te equivocas -dijo-. La – ¿No puede acaso don Genaro, siendo brujo, saber, sin ponerme a prueba, si estoy listo o no? -pregunté. – Por supuesto que puede -dijo-. Pero ese conocimiento no te será de valor ni consecuencia alguna, porque nada tiene que ver contigo. Tú, y no Genaro, eres el que está aprendiendo; y por lo tanto, tú mismo debes reclamar el conocimiento como poder. A Genaro no le interesa un comino saber que él sabe, pero sí le interesa saber que tú sabes. Tú debes descubrir si tu Experimenté una aprensión abrumadora. – ¿Es necesario todo esto? -pregunté. – Esto es lo que Genaro pide, y esto es lo que se debe obedecer -dijo en tono firme pero amistoso. – ¿Pero qué tiene don Genaro que ver conmigo? – Puede que a lo mejor hoy lo sepas -dijo sonriendo. Imploré a don Juan sacarme de esa situación intolerable y explicar toda la misteriosa conversación. Riendo, me dio palmadas en el pecho e hizo un chiste sobre un levantador de pesas mexicano que tenía enormes músculos pectorales pero no podía hacer trabajos físicos pesados porque tenía la espalda débil. – Cuida esos músculos -dijo-. No deben ser nada más para lucir. – Mis músculos no tienen nada que ver con lo que estaba usted diciendo -respondí, belicoso. – Cómo no -dijo-. El cuerpo tiene que estar perfecto antes de que la Don Juan había desviado una vez más la dirección de mis averiguaciones. Me sentí inquieto y frustrado. Me levanté y fui a la cocina a beber agua. Don Juan me siguió y sugirió que practicase el rebuzno que don Genaro me había enseñado. Fuimos a un lado de la casa; me senté en una pila de leña y me di a reproducirlo. Don Juan hizo algunas correcciones y me dio instrucciones sobre mi respiración: el resultado fue una relajación física completa. Regresamos a la ramada y tomamos asiento nuevamente. Le dije que a veces me irritaba conmigo mismo por ser tan indefenso. – No hay nada malo en sentirse indefenso -dijo-. Todos nosotros nos sentimos así. Acuérdate que hemos pasado una eternidad como niños indefensos. Como ya te lo he dicho, en estos momentos eres como un niño que no puede salirse solo de la cuna, y mucho menos actuar por su cuenta. Genaro te saca de tu cuna, pues digamos, levantándote de los sobacos. Un niño quiere actuar y, como no puede, se queja. No hay nada malo en eso; pero darse por entero a lamentos y protestas es otro asunto. Me exigió conservar la calma; sugirió que le hiciera preguntas un rato, mientras pasaba a un mejor estado mental. Durante un momento perdí el hilo y no supe qué preguntar. Don Juan desenrolló un petate y me indicó sentarme en él. Luego llenó de agua un guaje grande y lo puso en una red portadora. Parecía prepararse para un viaje. Volvió a sentarse y, con un movimiento de cejas, me instó a iniciar el interrogatorio. Le pedí que me hablara más de la polilla. Me escudriñó con una larga mirada y chasqueó la lengua. – Eso era un aliado -dijo-. Tú lo sabes. – ¿Pero qué es en realidad un aliado, don Juan? – No hay manera de saber lo que es exactamente un aliado, así como no hay tampoco manera de saber lo que es exactamente un árbol. – Un árbol es un organismo viviente -dije. – Eso no me dice mucho -respondió-. Yo también puedo decir que un aliado es una fuerza, una tensión. Eso ya te lo he dicho, pero eso no dice mucho sobre un aliado. "Igual que en el caso de un árbol, el único modo de saber lo que es un aliado es experimentándolo. Por años enteros he luchado por prepararte para el interesantísimo encuentro con un aliado. A lo mejor no te has dado ni cuenta, pero te demoraste años preparándote para presentarte con el árbol. Presentarte con el aliado no es distinto. Un maestro debe familiarizar a su discípulo poco a poco con el aliado, pedazo por pedazo. En el curso de los años, has guardado una gran cantidad de conocimiento al respecto y ahora eres capaz de armar todo ese conocimiento para vivir al aliado del mismo modo en que vives al árbol." – No tengo idea de estar haciendo eso, don Juan. – Tu razón no se da cuenta, porque para empezar no acepta la posibilidad del aliado. Por fortuna, no es la razón lo que arma al aliado. Es el cuerpo. Tú has percibido al aliado en muchos estados y en muchas ocasiones. Cada una de esas percepciones fue guardada en tu cuerpo. La suma de todos esos pedazos es el aliado. Yo no conozco otra manera de describirlo. Dije no concebir que mi cuerpo actuara por sí solo, como una entidad separada de la razón. – No hay separación, pero hemos hecho una -dijo-. Nuestra razón es mezquina y siempre anda luchando al cuerpo. Esto, desde luego, es sólo un decir, pero el triunfo de un hombre de conocimiento es que ha rejuntado a los dos. Como tú no eres hombre de conocimiento, tu cuerpo hace ahora cosas que tu razón no puede comprender. El aliado es una de esas cosas. No estabas loco, ni tampoco soñabas cuando percibiste al aliado aquella noche, aquí mismo. Le pedí que me explicara más acerca de la pava rosa idea, que él y don Genaro me implantaron, de que el aliado era una entidad que me estaba esperando al filo de un pequeño valle encajonado en las montañas del norte de México. Me hablan dicho que tarde o temprano yo tenía que cumplir esa cita con el aliado y luchar con él. – esas son maneras de hablar de misterios para los cuales no hay palabras -dijo don Juan-. Genaro y yo dijimos que al borde de esa planicie te esperaba el aliado. Eso era cierto, pero no tiene el sentido que tú quieres darle. El aliado te espera, seguro, pero no al borde de ninguna planicie. Está aquí mismo, o allí, o en cualquier otro sitio. El aliado te espera, igual que la muerte te espera, en todas partes y en ninguna en particular. – ¿Por qué me espera el aliado a mí? – Por la misma razón que la muerte te espera -dijo-, porque naciste. No hay posibilidad de explicar en este momento lo que eso significa. Primero debes vivir al aliado. Debes percibirlo en toda su fuerza, y acaso entonces la explicación de los brujos pueda darte luz. Por ahora has tenido poder suficiente para aclarar por lo menos un punto: que el aliado es una polilla. "Hace unos años, tú y yo fuimos a las montañas y tú te encontraste con algo. Yo no tenía manera de aclararte lo que estaba ocurriendo: viste una sombra extraña volando de un lado a otro frente al fuego. Tú mismo dijiste que parecía una polilla; y aunque ni sabias lo que estabas diciendo, estabas absolutamente en lo cierto: la sombra era una polilla. Luego, en otra ocasión, y de nuevo frente a un fuego, algo casi te mata del susto después de que te dormiste frente a una hoguera. Te había advertido que no te durmieras, pero no me hiciste caso; eso te dejó a merced del aliado y la polilla te pisó la nuca. Por qué sobreviviste será siempre un misterio para mí. Tú lo supiste entonces, y yo tampoco te lo dije, pero va te había dado por muerto. Esa noche anduviste a ciegas. "De allí en adelante, cada vez que hemos andado en las montañas o en el desierto, aunque no lo hayas notado, la polilla siempre nos ha seguido. Si tomamos todo esto en cuenta, podemos decir que para ti el aliado es una polilla. Pero no puedo decir que sea realmente una polilla como son todas las polillas que conocemos. Llamar polilla al aliado es, nuevamente, sólo una manera de decir las cosas, una manera de hacer entender esa inmensidad que está allí afuera." – ¿Para usted también es una polilla el aliado? -pregunté. – No. La manera que uno entiende al aliado es asunto personal -dijo. Mencioné que habíamos vuelto al punto de partida; no me había dicho lo que en realidad era un aliado. – No hay necesidad de confundirse -dijo-. La confusión es un sentimiento en el que uno se mete, pero también uno puede salirse de él. En este momento no hay modo de dar aclaraciones. A lo mejor hoy, más tarde, podremos considerar en detalle estos asuntos: depende de ti. O más bien, depende de tu poder personal. Rehusó decir una palabra más. Me preocupé mucho con el temor dé fallar en la prueba. Don Juan me llevó atrás de su casa y me hizo sentarme en un petate al borde de una zanja de riego. El agua se movía tan despacio que casi parecía estancada. Me ordenó estarme quieto, cesar mi diálogo interno y mirar el agua. Dijo haber descubierto, años antes, que yo tenía cierta afinidad con las masas de agua, un sentimiento de lo más conveniente para las empresas en que me hallaba envuelto. Argüí que yo no tenía particular afición a las masas acuáticas, pero tampoco me disgustaban. Dije que precisamente por eso el agua era benéfica para mí: me es indiferente. En situaciones tensas que requerían esfuerzo máximo, el agua no podía atraparme, pero tampoco rechazarme. Se sentó un poco atrás de mí, a mi derecha, y me aconsejó dejarme ir sin miedo, porque él estaba allí para ayudarme si había necesidad. Tuve un momento de temor. Lo miré, esperando otras instrucciones. Tomó mi cabeza y la volvió hacia el agua, ordenándome proceder. Yo no tenía idea de qué debía hacer, de modo que simplemente me relajé. Al mirar el agua, percibí los juncos en la otra orilla. Inconscientemente, posé en ellos mis ojos sin enfocar. La corriente despaciosa los hacía vibrar. El agua tenía el color de la tierra del desierto. Las ondulaciones en torno a los juncos me parecieron surcos o grietas sobre una superficie lisa. En cierto instante los juncos se agigantaron, el agua era una planicie ocre pulida, y luego, en cuestión de segundos, me quedé profundamente dormido, o acaso entré en un estado perceptual que carecía de paralelo. Lo que más se acercaría a describirlo sería decir que me dormí y tuve un sueño portentoso. Sentí que podía seguir en él indefinidamente si así lo deseaba, pero deliberadamente le puse fin entrando en un diálogo interno consciente. Abrí los ojos. Yacía en el petate. Don Juan estaba a unos metros. Mi sueño había sido de tal magnificencia que empecé a contárselo. Me hizo seña de callar. Con una larga vara, señaló dos sombras que unas ramas secas de matorral proyectaban sobre el suelo. La punta de su vara siguió el perímetro de una de las sombras -como si la estuviera dibujando; luego saltó a la otra e hizo lo mismo con ella. Las sombras tenían unos treinta centímetros de largo y unos tres de ancho; distaban entre sí doce o quince. El movimiento de la vara me hizo desenfocar los ojos y me hallé mirando, a lo bizco, cuatro sombras largas; de repente las dos de enmedio se juntaron en una y crearon una extraordinaria percepción de profundidad. Había cierta inexplicable redondez y volumen en la sombra así formada. Era casi un tubo transparente, una barra redonda de alguna sustancia desconocida. Sabía que tenía los ojos cruzados, y sin embargo parecía enfocar un solo sitio; la imagen era allí clara como el cristal. Pude mover los ojos sin disiparla. Continué observando, pero sin bajar la guardia. Experimentaba una curiosa compulsión de soltarme y sumergirme en la escena. Algo en lo que observaba parecía jalarme; pero algo dentro de mí salió a la superficie e inicié un diálogo semiconsciente; casi en el acto tomé conciencia de mi entorno en el mundo de la vida cotidiana. Don Juan me observaba. Parecía intrigado. Le pregunté si pasaba algo. No respondió. Me ayudó a sentarme. Sólo entonces advertí que yo había estado de espaldas, mirando el cielo, y que, don Juan había estado inclinado casi sobre mi rostro. Mi primer impulso fue decirle que había visto las sombras en el piso mientras miraba el cielo, pero me puso la mano en la boca. Estuvimos un rato en silencio. Yo no tenía pensamientos. Experimentaba una exquisita sensación de paz, y luego, abruptamente, tuve un impulso irrefrenable de pararme e ir al chaparral en busca de don Genaro. Hice un intento de hablar a don Juan: él sacó la barbilla y torció los labios en un mandato mudo de callar. Traté de evaluar mi predicamento en forma racional; sin embargo, disfrutaba tanto mi silencio que no quería molestarme con consideraciones lógicas. Tras una pausa momentánea, sentí de nuevo el deseo imperioso de adentrarme en el matorral. Seguí una vereda. Don Juan iba a la zaga, como si yo fuera el guía. Caminamos cosa de una hora. Logré permanecer sin pensamientos. Luego llegamos a un cerro. Don Genaro estaba allí, sentado cerca de la cima de un farallón. Me saludó efusivamente, a gritos, pues se hallaba a unos quince metros del suelo. Don Juan me hizo tomar asiento y se sentó junto a mí. Don Genaro explicó que yo había hallado el sitio donde me esperaba porque él me guió con un sonido que hizo. Apenas pronunció esas palabras, me di cuenta de que en verdad había estado oyendo un sonido peculiar que creí ser zumbido en mis oídos; había parecido más bien un asunto interno, una condición corporal, un sentimiento de sonido que por indeterminado escapaba a la evaluación y la interpretación conscientes. Creí que don Genaro tenía un pequeño instrumento en la mano izquierda. Desde el lugar donde me hallaba, no lo distinguía claramente. Parecía un birimbao; con él producía un sonido suave y extraño que era prácticamente indiscernible. Siguió tocándolo un momento, como dándome tiempo para enterarme por completo de lo que me había dicho. Luego me mostró la mano izquierda. Estaba vacía; no tenía en ella ningún instrumento. Yo había tenido la impresión de que tocaba algo por la forma en que se llevó la mano a la boca; de hecho, producía el sonido con los labios y con el borde de la mano izquierda, entre el pulgar y el índice. Me volví hacia don Juan para explicarle que me habían engañado los movimientos de don Genaro. Él hizo un ademán rápido y me dijo que no hablara y que prestase mucha atención a lo que don Genaro hacía. Me volvía mirar a don Genaro, pero ya no estaba allí. Pensé que había descendido. Esperé unos momentos a que emergiera entre las matas. La roca donde había estado era una formación peculiar, algo así como un gran reborde en la cara del farallón. No le quité la vista de encima más que algunos segundos. Si hubiera ascendido, lo habría visto antes de que llegara a la cima del farallón, y si hubiera bajado también hubiera sido visible desde donde me hallaba. Pregunté a don Juan dónde estaba don Genaro. Repuso que seguía de pie en el reborde. Hasta donde yo podía juzgar, no había nadie allí, pero don Juan insistió una y otra vez en que don Genaro seguía en la roca. No parecía bromear. Sus ojos eran fijos y fieros. Dijo en tono cortante que mis sentidos no eran la avenida correcta para apreciar lo que don Genaro hacía. Me ordenó parar mi diálogo interno. Pugné un momento y empecé a cerrar los ojos: Don Juan se lanzó hacia mí y me sacudió por los hombros. Susurró que yo debía mantener la vista en el reborde. Me sentía soñoliento y oía las palabras de don Juan como si llegasen de muy lejos. Automáticamente miré el reborde. Don Genaro estaba allí de nuevo. Eso no me interesaba. Noté, a media conciencia, que me resultaba muy difícil respirar, pero antes de que pudiese pensar algo al respecto, don Genaro saltó a tierra. Eso tampoco captó mi interés. Se acercó y me ayudó a levantarme, sosteniéndome el brazo; don Juan me asió el otro. Entre los dos me levantaron. Luego, sólo don Genaro me ayudaba a caminar. Me susurró al oído algo que no entendí, y de pronto sentí que había jalado mi cuerpo de alguna manera extraña; me agarró, por así decirlo, de la piel del estómago, y me subió al reborde, o quizás a otra roca. Yo podría haber jurado que era el reborde; sin embargo, la fugacidad de la imagen me impidió evaluarla en detalle. Luego sentí que algo en mí desfallecía y caí hacia atrás. Tuve una leve sensación de angustia, o acaso incomodidad física. Lo siguiente que supe fue que don Juan me hablaba. No le entendía. Concentré mi atención en sus labios. Tenía la sensación de que experimentaba un sueño; yo trataba de romper desde adentro una tela membranosa que me envolvía, mientras don Juan hacía por rasgarla desde afuera. Por fin se reventó; las palabras de don Juan se hicieron audibles, y su significado nítido. Me ordenaba salir por mí mismo a la superficie. Luché desesperadamente por cobrar sobriedad; no tuve éxito. Me pregunté, en un plano bien consciente, por qué pasaba tantos apuros. Pugné por hablar conmigo mismo. Don Juan parecía al tanto de mi dificultad. Me instó a un mayor esfuerzo. Algo allá afuera me impedía establecer mi diálogo interno habitual. Era como si una fuerza extraña me volviera soñoliento e indiferente. Le opuse resistencia hasta quedarme sin aliento. Oí a don Juan hablarme. Mi cuerpo se contrajo involuntariamente por la tensión. Me sentía trabado en mortal combate con algo que me impedía respirar. No temía; antes bien, una furia incontrolable me dominaba. Mi ira llegaba a tal extremo que gruñía y gritaba como una bestia. Luego, una convulsión se apoderó de mi cuerpo; recibí una sacudida que me paró de inmediato. Nuevamente pude respirar en forma normal, y entonces me di cuenta de que don Juan había vaciado un guaje de agua en mi estómago y mi cuello, empapándome. Me ayudó a sentarme. Don Genaro estaba en el reborde. Me llamó por mi nombre y saltó a tierra. Lo vi desplomarse desde una altura de quince metros o algo así, y experimenté una sensación insoportable en torno a la región umbilical; he sentido lo mismo en sueños de caída. Don Genaro se acercó y me preguntó, sonriendo, si me había gustado su salto. Traté sin éxito de responder. Don Genaro volvió a gritar mi nombre. – ¡Carlitos! ¡Fíjate! -dijo. Agitó los brazos a los lados cuatro o cinco veces, como para ganar impulso, y luego desapareció de un salto, o eso creí. Tal vez hizo otra cosa para la cual yo carecía de descripción. Estaba a menos de dos metros de distancia, y de pronto se desvaneció como chupado por una fuerza incontrolable. Me sentía ajeno, fatigado. Tenía un sentimiento de indiferencia y no quería pensar ni hablar conmigo mismo. No sentía miedo, sino una tristeza inexplicable. Tenía ganas de llorar. Don Juan me dio varios coscorrones y rió como si todo lo ocurrido fuera un chiste. Me exigió hablar conmigo mismo porque en esa hora se necesitaba desesperadamente el diálogo interno. Oí que me ordenaba: – ¡Habla! ¡Habla! Tuve un espasmo involuntario en los músculos labiales. Mi boca se movió sin sonido. Recordé a don Genaro moviendo la boca en forma similar cuando estaba payaseando, y quise haber podido decir, como él: "Mi boca no quiere hablar." Traté de pronunciar las palabras y mis labios se contrajeron dolorosamente. Don Juan parecía a punto de desmembrarse de risa. Su regocijo era contagioso y reí a mi vez. Finalmente, me ayudó a ponerme en pie. Le pregunté si don Genaro iba a regresar. Dijo que Genaro ya se había hartado de mí por ese día. – Casi te sale bien -dijo don Juan. Estábamos sentados cerca de la estufa de tierra, donde ardía un fuego. Él había insistido en que yo comiera. Yo no tenía hambre ni cansancio. Una melancolía insólita me saturaba; me sentía distante de todos los eventos del día. Don Juan me dio mi cuaderno. Hice un intento supremo por recapturar mi estado habitual. Anoté algunos comentarios. Poco a poco, entré de nuevo en mis viejos patrones. Fue como si un velo se alzara; de pronto me vi de nuevo envuelto en mi actitud familiar de interés y desconcierto. – ¡Qué bueno! -dijo don Juan, dándome palmaditas en la cabeza-. Te he dicho que el verdadero arte de un guerrero consiste en equilibrar el terror y la maravilla. Don Juan estaba de un humor insólito. Se veía casi nervioso, angustiado. Parecía dispuesto a hablar por iniciativa propia. Creí que me preparaba para la explicación de los brujos, y yo mismo me llené de ansiedad. Sus ojos tenían un brillo extraño que yo sólo había visto unas cuantas veces antes. Al decirle lo que pensaba de su extraña actitud, él respondió que se sentía dichoso en mi nombre; que, como guerrero podía regocijarme en los triunfos de sus semejantes, si eran triunfos del espíritu. Desdichadamente, agregó, yo no me hallaba todavía listo para la explicación de los brujos, pese a haber resuelto la adivinanza de don Genaro. Su argumento era que, cuando me vació encima el guaje de agua, yo había estado al borde de la muerte, y que toda mi hazaña se vio cancelada por mi incapacidad de rechazar la última embestida de don Genaro. – El poder de Genaro era como la marea y así te cubrió -dijo. – ¿Quería hacerme daño don Genaro? -pregunté. – No -repuso-. Genaro quiere ayudarte. Pero al poder sólo se lo puede enfrentar con poder. Te estaba probando y fallaste. – Pero resolví su adivinanza, ¿o no? – Lo hiciste muy bien -dijo-. Tan bien que Genaro te creyó capaz de una hazaña completa de guerrero. Y eso también casi te sale. Pero lo que te tiró al suelo esta vez no fue tu vicio de hacerte el chamaquito. – ¿Qué fue entonces? – Eres demasiado impaciente y violento; en vez de dejarte ir y seguir a Genaro te pusiste a pelear con él. No puedes ganarle; es más fuerte que tú. A continuación, don Juan cambió el tema y me ofreció consejo y sugerencias acerca de mis relaciones personales con la gente. Sus observaciones eran la contraparte seria de lo que don Genaro me había dicho antes en broma. Estaba locuaz, y sin ruegos por mi parte comenzó a explicar lo que había ocurrido en las dos últimas ocasiones que estuve allí. – Como sabes -dijo-, la clave de la brujería es el diálogo interno; ésa es la llave que abre todo. Cuando un guerrero aprende a pararlo, todo se hace posible; se logran los planes más descabellados. La entrada a todas las experiencias extrañas y pavorosas que has tenido últimamente fue el hecho de que pudiste dejar de hablar contigo mismo. Has atestiguado, en sobriedad completa, al aliado, al doble de Genaro, al soñador y al soñado, y hoy estuviste a punto de toparte con la totalidad de ti mismo; ésa era la hazaña de guerrero que Genaro esperaba de ti. Todo esto ha sido posible por la cantidad de poder personal que has juntado. Empezó la vez pasada que estuviste aquí; yo vislumbré entonces una señal muy propicia. Cuando llegaste, oí al aliado merodeando; primero oí sus pasos y luego vi que la polilla te miraba bajar de tu coche. El aliado estaba inmóvil, observándote. Eso fue para mí la mejor de las señales. Si el aliado se hubiera movido o si se hubiera agitado como si tu presencia lo disgustara, como siempre lo ha hecho, el curso de los eventos habría sido distinto. Muchas veces he visto al aliado en un estado de enojo contigo, pero esta vez la señal era buena y supe que el aliado te aguardaba para darte algún conocimiento. Ésa fue la razón por la que yo dije que tenías una cita con el conocimiento, una cita con una polilla, concertada hace mucho tiempo. Por razones inconcebibles para nosotros, el aliado escogió la forma de una polilla para manifestarse ante ti. – Pero usted me ha dicho muchas veces que el aliado carecía de forma, y que uno sólo podía juzgar sus efectos -dije. – Cierto -dijo él-. Pero el aliado es una polilla para los espectadores relacionados contigo: Genaro y yo. Para ti, el aliado es sólo un efecto, una sensación en tu cuerpo, o un sonido, o el polvo dorado del conocimiento. Sigue, sin embargo, siendo un hecho que, al escoger la forma de una polilla, el aliado nos dice, a Genaro y a mí, algo de gran importancia. Las polillas son las portadoras del conocimiento, y las ayudantes y amigas de los brujos. Debido a que el aliado escogió ser eso contigo, es que Genaro te da tanta importancia. "La noche esa que te encontraste con la polilla, como yo anticipaba, fue para ti una verdadera cita con el conocimiento. Aprendiste su llamado, sentiste el polvo de oro de sus alas, pero, sobre todo, esa noche, por primera vez, te diste cuenta de que veías y tu cuerpo aprendió que somos seres luminosos. Todavía no has tasado correctamente ese evento monumental en tu vida. Genaro te demostró, con tremenda fuerza y claridad, que somos un sentir; lo que llamamos nuestro cuerpo es un manojo de fibras luminosas que se dan cuenta. "Anoche estabas de nuevo bajo el buen amparo del aliado. Vino a mirarte cuando llegaste y así supe que debería llamar a Genaro para que te explicara el misterio del soñador y el soñado. Tú creíste entonces, como siempre lo haces, que yo te engañaba, pero Genaro no estaba escondido entre las matas, como pensaste. Vino por ti, aunque tu razón se niegue a creerlo." Esa parte de las elucidaciones de don Juan fue, en verdad, la más difícil de aceptar en su valor evidente. Yo no podía admitirla. Dije que don Genaro había sido real y de este mundo. – Todo cuanto has atestiguado hasta ahora ha sido real y de este mundo -dijo don Juan-. No hay otro mundo. Lo que te hace tropezar es una peculiar insistencia por parte tuya, y esa peculiaridad no se te va a curar con explicaciones. De manera que, hoy, Genaro se dirigió directamente a tu cuerpo. Un examen cuidadoso de lo que hiciste hoy te revelará que tu cuerpo supo juntar las cosas en una forma digna de alabanza. De algún modo, te moderaste y no te diste a tus visiones junto a la zanja. Mantuviste un control muy raro y un dominio de ti mismo como debe ser para un guerrero; no creías nada, y sin embargo actuaste con eficacia y pudiste así seguir el llamado de Genaro. Lo encontraste sin más ni más y sin que yo te ayudara en nada. "Cuando llegamos a la roca, estabas llenito de poder y viste a Genaro parado donde otros brujos han estado parados, por razones similares. Se acercó a ti después de que saltó al suelo. Él era todo poder. De haber procedido como antes, junto a la zanja, lo habrías visto como es en realidad, un ser luminoso. En vez de eso te asustaste, sobre todo cuando Genaro te hizo saltar. Ese salto debería haber bastado para transportarte más allá de tus limites. Pero no tuviste fuerza y volviste a caer en el mundo de tu razón. Entonces, claro, te trabaste en combate mortal contigo mismo. Algo en ti, tu Quedamos callados algunos minutos. Esperé que él hablara. Por fin pregunté: – ¿Me hizo don Genaro saltar hasta la cima de la roca? – No tomes ese salto en el sentido en que entiendes un salto -dijo-. Una vez más, ésta es sólo una manera de decir las cosas. Mientras pienses que eres un cuerpo sólido, no podrás concebir de qué cosa hablo. Derramó entonces cenizas en el piso, junto a la linterna, cubriendo una zona cuadrangular de medio metro por fiado, y trazó con los dedos un diagrama que tenía ocho puntos interconectados por medio de líneas. Era una figura geométrica. Había dibujado una semejante años atrás, al tratar de explicarme que no era ilusión el observar la misma hoja cayendo cuatro veces del mismo árbol. El diagrama en las cenizas tenía dos epicentros; don Juan llamó a uno "la razón", y al otro "la voluntad". "Razón se conectaba directamente con un punto que él llamó "el habla". A través de "el habla", "la razón" se relacionaba indirectamente con otros tres puntos, "el sentir", "el soñar" y "el ver". El otro epicentro, "la voluntad", se conectaba directamente con "el sentir" "el soñar" y "el ver", pero sólo en forma indirecta con "la razón" y "el habla". Comenté que el diagrama era distinto del que copié años antes. – La forma de afuera no tiene importancia -dijo-. Estos puntos representan a un ser humano y puedes dibujarlos como se te dé la gana. – ¿Representan el cuerpo de un ser humano? -pregunté. – No lo llames el cuerpo -dijo-. Ésos son ocho puntos en las fibras de un ser luminoso. Un brujo dice, como puedes ver en este dibujo, que el ser humano es, primero que nada, – ¿Qué son los otros dos puntos, don Juan? Se me quedó mirando y sonrió. – Ahora eres ya mucho más fuerte que la primera vez que hablamos de este diagrama -dijo-. Pero todavía no eres lo bastante fuerte para conocer todos los ocho puntos. Genaro te hablará algún día de los otros dos. – ¿Tiene todo el mundo esos ocho puntos, o sólo los brujos? – Podríamos decir que cada uno de nosotros trae al mundo ocho puntos. Dos de ellos, Me mostró sobre el diagrama que, en esencia, todos los puntos podían conectarse indirectamente. Volví a preguntar acerca de los dos misteriosos puntos restantes. Me enseñó que solo estaban conectados a "la voluntad": se hallaban aparte de "el sentir", "el soñar" y "el ver", y mucho más lejos de "el habla" y "la razón”. Señaló con el dedo cómo estaban aislados de los demás, y el uno del otro. – Estos dos puntos jamás se someten al Pregunté si los ocho puntos correspondían a zonas, o a ciertos órganos, del ser humano. – Pues sí -repuso con sequedad y borró el diagrama. Me tocó la cabeza y dijo que ése era el centro de "la razón” y "el habla". La punta de mi esternón era él centro de "el sentir". La zona debajo del ombligo era "la voluntad". "El soñar" estaba en el lado derecho, contra las costillas. "El ver" en el izquierdo. Dijo que a veces, en algunos guerreros, "el ver" y "el sonar" estaban del lado derecho. – ¿Dónde están los otros dos puntos? -pregunté. Me dio una respuesta sumamente obscena y lanzó la carcajada. – Qué vivo eres -dijo-. Crees que soy un viejo cabrón que anda medio dormido, ¿verdad? Le expliqué que mis preguntas creaban su propio impulso. – No andes tan de prisa -dijo-. Ya lo sabrás a su debido tiempo, y después que lo sepas estarás por tu cuenta, tú solo. – ¿Quiere usted decir que ya no volveré a verlo, don Juan? – Nunca jamás -dijo-. Genaro y yo seremos entonces lo que siempre hemos sido, polvo en el camino. Sentí una sacudida en la boca del estómago. – ¿Qué dice usted, don Juan? – Digo que todos somos seres sin principio ni fin, luminosos y sin límites. Tú, Genaro y yo estamos pegados, unidos por un propósito que no es decisión nuestra. – ¿De qué propósito habla usted? – El de aprender el camino del guerrero. No puedes salirte de él, pero nosotros tampoco. Mientras nuestra misión esté pendiente, nos encontrarás a mí o a Genaro, pero una vez cumplida, volarás libremente y nadie sabe a dónde te llevará la fuerza de tu vida. – ¿Que hace en esto don Genaro? – Ese tema no está aún en tu esfera -dijo-. Hoy debo clavar el clavo que Genaro puso, el hecho, de que somos seres luminosos. Somos perceptores. Nos damos cuenta; no somos objetos; no tenemos solidez. No tenemos límites. El mundo de los objetos y la solidez es una manera de hacer nuestro paso por la tierra más conveniente. Es sólo una descripción creada para ayudarnos. Nosotros, o mejor dicho nuestra "En este momento, por ejemplo, estás enredado en liberarte de los ganchos de la Dos Juan chasqueó la lengua. Dibujó cuidadosamente otro diagrama en las cenizas y lo cubrió con su sombrero sin darme tiempo a copiarlo. – Somos perceptores -prosiguió-. Pero el mundo que percibimos es una ilusión. Fue creado por una descripción que nos dijeron desde el momento en que nacimos. "Nosotros, los seres luminosos, nacemos con dos anillos de poder, pero sólo usamos uno para crear el mundo. Ese anillo, que se engancha al muy poco tiempo que nacemos, es la "Así pues, en esencia, el mundo que tu "El secreto de los seres luminosos es que tienen otro anillo de poder que nunca se usa, la "Lo que quiero sugerirte a estas alturas es que, de ahora en adelante, te esfuerces por percibir si lo que sostiene la descripción es tu "A lo mejor la próxima vez que vengas tendrás lo bastante. De todos modos, espera hasta que sientas, como sentiste hoy junto a la zanja, que una voz interna te dice que lo hagas. Si vienes con cualquier otro espíritu, será una pérdida de tiempo y un peligro para ti." Observé que, de esperar aquella voz interna, nunca volvería a verlos. – Vieras lo bien que puede uno actuar cuando tiene la espalda contra el paredón -dijo. Se puso en pie y recogió un atado de leña. Puso algunas varas secas en la estufa de tierra. Las llamas lanzaban un resplandor amarillento sobre el piso. Apagó la linterna y se acuclilló frente a su sombrero, que cubría el dibujo en las cenizas. Me ordenó estar en calma, cesar mi diálogo interno, y mantener los ojos en el sombrero. Me esforcé unos momentos y luego tuve la sensación de flotar, de caer desde un acantilado. Era como si nada me soportase, como si no me hallara sentado ni tuviese cuerpo. Don Juan levantó el sombrero. Debajo había espirales de ceniza. Las observé sin pensar. Sentí moverse las espirales. Las sentí en el estómago. Las cenizas parecieron apilarse. Luego, algo las agitó y esponjó, y de pronto don Genaro estaba sentado frente a mí. La imagen me forzó instantáneamente a reanudar el diálogo interno. Pensé que me había dormido. Empecé a respirar en boqueadas cortas y quise abrir los ojos, pero estaban abiertos. Oí a don Juan decirme que me parara y me moviera. Me levanté de un salto y corrí a la ramada. Don Juan y don Genaro me siguieron. Don Juan trajo la linterna. Yo no podía recuperar el aliento. Traté de calmarme como antes, trotando sin avanzar mientras miraba al oeste. Alcé los brazos y comencé a respirar. Don Juan vino a mi lado y dijo que esos movimientos sólo se hacían en el crepúsculo. Don Genaro gritó que para mí era el crepúsculo y ambos soltaron la risa. Don Genaro corrió al borde del matorral y luego regresó de un rebote a la ramada, como si una liga gigantesca lo hubiera hecho volver. Repitió los mismos movimientos tres o cuatro veces, y luego se me acercó. Don Juan me miraba con fijeza, riendo risitas de niño. Cruzaron una mirada furtiva. Don Juan dijo a don Genaro, en voz alta, que mi razón era peligrosa, y que podía matarme si no le daban la razón. – ¡Por Dios santo! -exclamó don Genaro con voz rugiente-. ¡Dale la razón a su razón! Dieron de saltos riendo, como dos niños. Don Juan me hizo sentar bajo la linterna y me dio mi cuaderno. – Hoy si que te estábamos tomando el pelo -dijo en tono conciliador-. No tengas miedo. Genaro estaba escondido ahí debajo de mi sombrero. |
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