"El maestro de esgrima" - читать интересную книгу автора (Pérez-Reverte Arturo)Capítulo III Tiempo incierto sobre falso ataqueMedia hora antes contempló por sexta vez su imagen en el espejo, obteniendo una impresión satisfactoria. Pocos de sus conocidos ofrecían semejante aspecto a su edad. De lejos se le habría tomado por un joven, debido a la delgadez y agilidad de movimientos, conservados por el ejercicio continuo de la profesión. Se había rasurado a conciencia con su vieja navaja inglesa de mango de marfil, y recortado más cuidadosamente que de costumbre el fino bigote gris. El pelo blanco, algo rizado en la nuca y las sienes, estaba peinado hacia atrás con sumo esmero; la raya, alta y a la izquierda, era tan impecable como si hubiera sido trazada con ayuda de una regla. Se encontraba de buen ánimo, ilusionado como un cadete que, estrenando uniforme, acudiese a su primera cita. Lejos de incomodarle aquella casi olvidada sensación, se recreaba en ella, complacido. Cogió su único frasco de agua de colonia y dejó caer unas gotas en las manos, palmeándose después suavemente las mejillas con el discreto aroma. Las arrugas que rodeaban sus ojos grises se acentuaron en una íntima sonrisa. Por descontado, nada equívoco esperaba de la cita. Jaime Astarloa era demasiado consciente de la situación como para albergar estúpidos ensueños. Sin embargo, no se le escapaba que todo aquello encerraba un especial atractivo. Que por primera vez en su vida tuviese por cliente a una mujer, y que ésta fuese precisamente Adela de Otero, daba a la situación un singular matiz que en su fuero interno calificaba de estético, aunque sin saber muy bien por qué. El hecho de que su nuevo cliente perteneciera al sexo opuesto, era algo que ya tenía asumido; dominada la inicial resistencia, rechazados los prejuicios hasta un rincón en el que apenas se les oía protestar débilmente, su lugar era ocupado ahora por la grata sensación de que algo nuevo estaba ocurriendo en su hasta entonces monótona existencia. Y el maestro de esgrima se abandonaba, complacido, a lo que se le antojaba un otoñal e inofensivo escarceo, un sutil juego de sentimientos recién recobrados, en donde él sería único protagonista consciente. A las cinco menos cuarto hizo una última inspección de la casa. En el estudio que servia de salón recibidor todo se hallaba en orden. La portera, que limpiaba las habitaciones tres veces por semana, había bruñido cuidadosamente los espejos de la galería de esgrima, donde las pesadas cortinas y los postigos entornados creaban un grato ambiente de dorada penumbra. A las cinco menos diez se miró por última vez en un espejo y rectificó con un par de apresurados toques lo que le pareció algún descuido en su indumentaria. Vestía como de costumbre cuando trabajaba en casa: camisa, calzón ceñido de esgrima, medias y escarpines de piel muy flexible; todo ello de inmaculada blancura. Para la ocasión se había puesto una casaca azul oscura de paño inglés, pasada de moda y algo gastada por el uso, pero cómoda y ligera, que él sabía le daba un aire de negligente elegancia. En torno al cuello se cruzó un fino pañuelo de seda blanca. Cuando el pequeño reloj de pared estaba a punto de dar las cinco campanadas, fue a sentarse en el sofá del estudio, cruzó las piernas y abrió distraídamente un libro que había sobre la mesita contigua, una ajada edición en cuarto del Memorial de Santa Helena. Pasó dos o tres páginas sin prestar atención a lo que leía y miró las manecillas del reloj: las cinco y siete minutos. Divagó unos instantes sobre la impuntualidad femenina y después lo asaltó el temor de que ella se hubiera vuelto atrás. Empezaba a inquietarse cuando llamaron a la puerta. Los ojos violeta lo miraban con irónica animación. – Buenas tardes, maestro. – Buenas tardes, señora de Otero. Ella se volvió hacia la doncella que aguardaba en el descansillo de la escalera. Don Jaime reconoció a la chica morena que le había abierto la puerta en el piso de la calle Riaño. – Está bien, Lucia. Pasa a buscarme dentro de una hora. La sirvienta entregó a su ama un pequeño bolso de viaje y, tras hacer una inclinación, bajó a la calle. Adela de Otero se quitó el largo alfiler con que sujetaba el sombrero y puso éste y la sombrilla en las manos solícitas de don Jaime. Después anduvo unos pasos por el estudio, deteniéndose como la otra vez ante el retrato de la pared. – Era un hombre guapo -repitió, como el día anterior. El maestro de esgrima había cavilado mucho sobre el recibimiento que debía dispensar a la dama, inclinándose finalmente por una actitud estrictamente profesional. Carraspeó, dando a entender que Adela de Otero no estaba allí para glosar las facciones de sus antepasados, y con un gesto que procuró fuese frío y cortés a un tiempo la invitó a pasar a la galería sin más dilación. Ella lo miró un instante con divertida sorpresa y después movió lenta y afirmativamente la cabeza, como alumna obediente. La pequeña cicatriz en la comisura derecha mantenía en su boca aquella enigmática sonrisa que tanto inquietaba a don Jaime. Llegados a la galería, descorrió el maestro una de las cortinas para dejar entrar la luz que llegó a raudales, multiplicada por los grandes espejos. Los rayos de sol incidieron sobre la joven, enmarcándola a contraluz en un halo dorado. Ella miró a su alrededor, visiblemente complacida por el ambiente de aquella estancia, mientras sobre la muselina de su vestido centelleaba una piedra de color violeta. Pensó el maestro que Adela de Otero siempre llevaba algo que hiciera juego con sus ojos, a los que sabia sacar indudable partido. – Es fascinante -dijo ella, con genuina admiración. Don Jaime miró a su vez los espejos, las viejas espadas y el suelo de tarima, y se encogió de hombros. – Sólo es una galería de esgrima -protestó, ocultamente halagado. Ella negó con la cabeza; contemplaba su propia imagen en los espejos. – No, es algo más. Con esta luz y las antiguas panoplias en las paredes, esas viejas cortinas y todo lo demás -sus ojos se detuvieron demasiado tiempo en los del maestro de armas, que desvió la mirada con cierto pudor-. Debe de ser un placer trabajar aquí, don Jaime. Todo es tan… – ¿Prehistórico? Ella frunció los labios, sin apreciar la broma. – No se trata de eso -su voz levemente ronca buscaba el término apropiado-. Quiero decir que es… Decadente -repitió la palabra como si le produjese un especial placer-. Decadente en el sentido bello del término, como una flor que se marchita en un vaso; como un buen grabado antiguo. Cuando lo conocí a usted, pensé que su casa tenía que ser algo así. Jaime Astarloa movió los pies, inquieto. La proximidad de la joven, su aplomo que casi rozaba el descaro, aquella vitalidad que parecía desprenderse de su atractiva figura, producían en él una turbación extraña. Decidió no dejarse arrastrar por el hechizo, así que quiso situar la conversación en el terna que los ocupaba. Para lograrlo manifestó en voz alta la esperanza de que ella hubiese llevado ropa apropiada. Adela de Otero lo tranquilizó mostrándole su pequeño bolso de viaje. – ¿Dónde puedo cambiarme? Don Jaime creyó descubrir un escondido matiz de provocación en su voz; pero descartó el pensamiento, molesto consigo mismo. Tal vez empezaba a sentirse atraído en exceso por el juego, se dijo, disponiéndose mentalmente a rechazar con el máximo rigor cualquier indicio de senil desvarío por su parte. Con absoluta gravedad le indicó a la joven la puerta de una pequeña habitación apropiada para tal menester, mientras se mostraba repentinamente muy interesado en comprobar la solidez sospechosa de una de las tablas que formaban la tarima del suelo. Cuando ella pasó por su lado camino del vestidor, la miró de soslayo y creyó percibir una tenue sonrisa, obligándose de inmediato a pensar que se trataba tan sólo de la pequeña cicatriz, que tan engañoso gesto imprimía en su boca. Ella entornó la puerta tras de sí, dejándola entreabierta apenas dos pulgadas. Don Jaime tragó saliva, intentando mantener su mente en blanco. La pequeña rendija atraía como un imán su mirada. Mantuvo los ojos clavados en la punta de los zapatos, luchando contra aquel turbio magnetismo. Escuchó crujir de enaguas, y durante un segundo cruzó por su mente la imagen de una piel morena en la cálida penumbra. Alejó de inmediato aquella visión, sintiéndose despreciable. «¡Por el amor de Dios! -su pensamiento brotó en forma de súplica, aunque no estaba muy seguro de ante quién la formulaba-. ¡Se trata de una dama!» Entonces dio dos pasos hacia una de las ventanas, levantó el rostro y logró llenarse la mente de sol. Adela de Otero había cambiado su vestido de muselina por una falda de amazona color castaño, ligera y sin adorno alguno, lo bastante corta para no estorbar los movimientos del pie y suficientemente larga para que sólo unas pulgadas de tobillo, cubiertas por medias blancas, quedasen al descubierto. Se había calzado unos escarpines de esgrima, sin tacón, que daban a sus movimientos la gracia que sólo era posible encontrar en los pasos de una bailarina de ballet. Completaba su indumentaria una blusa blanca de hilo, cerrada por detrás hasta el cuello redondo sin encajes, lo bastante ceñida al busto para poner de relieve sus formas, que al viejo profesor se le antojaron de inquietante morbidez. Al caminar, el calzado bajo imprimía en su cuerpo una suave cadencia de belleza animal, aunando cierta masculinidad que don Jaime ya había percibido en ella con una ligereza de movimientos flexible y firme al mismo tiempo. Sin zapatos de tacón, pensó el maestro de armas, aquella joven se movía como una gata. Los ojos violeta lo miraron con atención, acechando el efecto. Don Jaime procuró mantenerse impenetrable. – ¿Cuál es su florete preferido? -preguntó entornando los párpados, deslumbrado por la luz que parecía abrazarla voluptuosamente-. ¿Francés, español o italiano? – Francés. Me gusta sentir libertad en los dedos. El maestro rindió un leve homenaje con satisfecha inclinación de cabeza. También prefería el florete de tipo francés, desprovisto de gavilanes, con la empuñadura libre hasta la guarnición. Se acercó a una de las panoplias de la pared y estudió pensativo las armas allí dispuestas. Calculando la altura de la joven y la longitud de sus brazos, escogió el florete apropiado, una excelente pieza con hoja de Toledo, flexible como un junco. Adela de Otero recibió el arma, contemplándola con suma atención; cerró la mano derecha en torno a la empuñadura, sopesó apreciativamente el florete y después, volviéndose hacia la pared, probó contra ella la hoja, presionándola para que se curvase hasta que la punta quedó a unas veinte pulgadas de la guarnición. Complacida por la calidad del acero, miró a don Jaime; sus dedos acariciaban el metal bien templado con la inequívoca admiración de quien sabía reconocer la calidad de una pieza como aquella. Jaime Astarloa le ofreció un peto acolchado y, solícito, ayudó a la joven a enfundarse la prenda protectora, sujetándole los corchetes a la espalda. Al hacerlo, rozó involuntariamente con la punta de los dedos la fina tela de la blusa, mientras llegaba hasta él un suave perfume de agua de rosas. Concluyó su tarea con cierta precipitación, turbado por la proximidad de aquel hermoso cuello que se inclinaba hacia adelante, cuya epidermis mate se ofrecía con tibia desnudez bajo el cabello recogido por el pasador de nácar. Al enganchar el último corchete, el maestro de esgrima comprobó con desolación que sus dedos temblaban; para disimularlo, ocupó inmediatamente las manos en desabrocharse los botones de la casaca, e hizo un comentario banal sobre la utilidad del peto en los asaltos. Adela de Otero, que se estaba poniendo los guantes de piel, le dirigió una mirada de extrañeza por aquel acceso de gratuita locuacidad. – ¿Nunca usa usted peto, maestro? Jaime Astarloa torció el bigote con una sonrisa tolerante. – A veces -respondió; y quitándose la casaca y el pañuelo, fue hasta la panoplia y cogió un florete francés con empuñadura de sección cuadrada, ligeramente inclinada en cuarta. Con él bajo el brazo fue a situarse frente a la joven que aguardaba sobre la tarima, erguida y con la punta de su arma apoyada en el suelo, junto a los pies que había colocado en ángulo recto, el talón del derecho frente al tobillo del izquierdo, en posición impecable, dispuesta a ponerse en guardia. Don Jaime la estudió unos instantes sin ver, muy a su pesar, la menor incorrección en su porte. Así que hizo un gesto de aprobación, se puso los guantes y señaló las caretas protectoras que había alineadas sobre un estante. Ella movió la cabeza con desdén. – Creo que debe cubrirse el rostro, señora de Otero. Ya sabe usted que la esgrima… – Tal vez más tarde. – Eso es correr un riesgo inútil -insistió don Jaime, admirado por la sangre fría de su nueva cliente. Sin duda, ella sabía que un botonazo inoportuno, demasiado alto, podía causarle en la cara una desgracia irreparable. Adela de Otero pareció adivinarle el pensamiento; sonrió, o quizás lo hizo la pequeña cicatriz. – Me encomiendo a su destreza, maestro, para no quedar desfigurada. – Su confianza me honra, señora mía. Pero me sentiría más tranquilo si… Los ojos de la joven tenían ahora irisaciones doradas y brillaban de forma extraña. – El primer asalto a cara descubierta -parecía que introducir un factor de riesgo suplementario tuviese para ella un atractivo especial-. Le prometo que sólo por esta vez. El maestro de armas no salía de su asombro; aquella joven era testaruda como un diablo. Y condenadamente orgullosa. – Señora, declino toda responsabilidad. Deploraría… – Por favor. Suspiró don Jaime. La primera escaramuza estaba irremediablemente perdida. Era hora de pasar a los floretes. -No se hable más. Saludaron ambos, preparándose para el asalto. Adela de Otero se cubrió con absoluta corrección; sostenía el florete con firmeza desprovista de exceso, el dedo pulgar sobre la empuñadura, apretados anular y meñique, manteniendo la guarnición a la altura del pecho y la punta algo más alta que el puño. Se afirmaba con plena ortodoxia, a la italiana, ofreciendo al maestro de esgrima tan sólo su perfil derecho, florete, brazo, hombro, cadera y pie en la misma línea, ligeramente flexionadas las rodillas, con el brazo izquierdo levantado y la mano caída con aparente negligencia sobre la muñeca. Admiró don Jaime la graciosa estampa que ofrecía la joven, dispuesta a la acometida como un felino a punto de saltar. Tenla los ojos entornados, brillantes como si la fiebre ardiese tras ellos; la mandíbula, apretada. Los labios, habitualmente hermosos a pesar de la marca en su comisura derecha, estaban ahora reducidos a una fina línea. Todo el cuerpo parecía en tensión, como un resorte a punto de ser disparado; y el viejo maestro de armas, percibiéndolo en una sola mirada profesional, comprendió desconcertado que, para Adela de Otero, aquello significaba bastante más que un mero pasatiempo de caprichosa excentricidad. Habla bastado poner un arma en su mano para que la hermosa joven se convirtiera en agresivo adversario. Y, habituado a conocer la condición humana por aquel tipo de actitudes, Jaime Astarloa intuyó que la misteriosa mujer encerraba algún secreto fascinante. Por eso, cuando tendió el florete y se puso a su vez en guardia frente a ella, el maestro de esgrima lo hizo con la misma calculada precaución que adoptaría enfrentado a un adversario a punta desnuda. Presentía que un peligro acechaba en alguna parte; que el juego distaba de ser una diversión inocente. Y su viejo instinto profesional jamás lo engañaba. Apenas cruzaron los floretes, comprendió que Adela de Otero había gozado de las enseñanzas de un excelente maestro de armas. Hizo don Jaime un par de fintas sin otro objeto que tantear las reacciones de su contrincante, comprobando que ésta respondía con serenidad, manteniendo la distancia y atenta a la defensa, consciente de que el adversario era hombre extraordinariamente ducho en la lid. Al anciano profesor solía bastarle con observar las posiciones adoptadas por un tirador y tantear la firmeza de su acero para catalogarlo en el acto; y aquella joven, sin duda, sabía batirse. Actuaba con una curiosa combinación de agresiva serenidad; estaba pronta a lanzarse a fondo, pero era lo bastante fría como para no subestimar a un temible adversario, por más que éste le ofreciese de continuo aparentes ocasiones para intentar lanzarle una estocada decisiva. Por ello Adela de Otero se mantenía prudentemente en cuarta, procurando apoyar su defensa en el tercio superior del acero, pronta a evadirse cuando el maestro cambiaba de táctica y la estrechaba demasiado. Como los esgrimistas avezados, no miraba las hojas de los floretes, sino directamente a los ojos de su adversario. Marcó don Jaime una media estocada en tercia, lo que suponía un falso ataque antes de tirar en cuarta; más que nada, para probar la reacción de la joven, pues todavía no deseaba tocarla con el botón del arma. Para su sorpresa, Adela de Otero se mantuvo firme, y el maestro vio relampaguear la punta del florete enemigo a escasas pulgadas de su estómago cuando ella lanzó con inesperada rapidez una estocada baja en segunda, al mismo tiempo que de sus labios crispados brotaba un ronco grito de pelea. Se zafó el maestro, no sin cierto apuro, furioso consigo mismo por haberse descuidado de aquel modo. La joven se rehízo, retrocedió dos pasos y avanzó después uno, de nuevo en cuarta, apretados los labios y mirando a los ojos de su oponente entre sus párpados entornados, en actitud de absoluta concentración. – Excelente -murmuró don Jaime en voz lo suficientemente alta para que ella pudiera oírlo, pero la joven no exteriorizó satisfacción alguna por el elogio. Tenía una leve arruga vertical entre las cejas y una gota de sudor le corría por la mejilla desde el nacimiento del cabello, en la sien. La falda no parecía estorbar gran cosa sus movimientos; empuñaba el florete con el brazo ligeramente flexionado, pendiente del menor gesto de Jaime Astarloa. Pensó éste que en tal actitud estaba menos bella; su atractivo se mantenía, pero ahora estribaba en aquella tensión que parecía a punto de hacer vibrar su cuerpo. Tenía algo de varonil, sí. Pero también de oscuro y salvaje. Adela de Otero no se desplazaba lateralmente sino que mantenía la línea al frente y hacia atrás, guardando el compás recto que tanto alababan los puristas y que el propio don Jaime recomendaba a sus alumnos. Avanzó el maestro tres pasos, a lo que respondió ella retrocediendo otros tres. Tiró él una estocada en tercia, y la joven opuso una impecable contraparada de cuarta, describiendo un pequeño círculo con su florete en torno al acero enemigo, que resultó desviado al concluir la maniobra. Admiró silenciosamente el maestro la limpia ejecución de aquella defensa, considerada principal entre las paradas principales; quien poseía su secreto era dueño del más alto requisito de la esgrima. Esperó a que Adela de Otero se lanzase inmediatamente en cuarta, cosa que hizo, neutralizó el ataque y tiró contra ella una estocada sobre el brazo, que hubiera tocado el blanco si él no la hubiese detenido voluntariamente a poco más de una pulgada del objetivo. La joven advirtió la maniobra, retrocedió un paso sin bajar el florete y lo miró con ojos que ardían de furia. – No le pago para que juegue conmigo como con uno de sus principiantes, don Jaime -su voz temblaba de ira mal contenida-. Si debe tocar, hágalo. Balbució el maestro una disculpa, estupefacto por tan airada reacción. Ella se limitó a fruncir de nuevo el ceño con obstinada concentración, y se lanzó de improviso a fondo con tanta violencia que el maestro apenas tuvo tiempo de oponer su florete en cuarta, aunque la fuerza del ataque lo obligó a retroceder. Tiró en cuarta para mantener distancia, pero ella prosiguió su ataque, enganchando, tirando y avanzando con inaudita rapidez, mientras marcaba cada movimiento con un ronco grito. Menos desconcertado por el tipo de ataque que por el apasionado tesón que la joven ponía en él, fue retrocediendo don Jaime mientras contemplaba, como hipnotizado, la terrible expresión que contraía las facciones de su oponente. Rompió distancia y ella siguió avanzando. Rompió otra vez, oponiendo en cuarta, pero Adela de Otero avanzó de nuevo, enganchando y tirando en quinta. Volvió a retroceder el maestro y esta vez enganchó ella en quinta y tiró en segunda. «Ya está bien», pensó don Jaime, resuelto a terminar con aquella absurda situación. Pero todavía la joven enganchó en tercia y tiró en cuarta fuera del brazo antes de que él se rehiciera por completo. Se zafó a duras penas de aquel embrollo y, afirmándose, esperó a que ella presentase el florete de llano para desarmarla con un golpe seco y firme sobre la hoja. Casi en el mismo movimiento, levantó la punta abotonada y la detuvo frente a la garganta de Adela de Otero. Rodó el arma por el suelo mientras ella daba un salto atrás, mirando la amenazadora punta del florete del maestro como si hubiese estado a punto de picarle una serpiente. Se midieron con los ojos, en largo silencio. Para su extrañeza, el maestro de esgrima advirtió que la joven ya no parecía furiosa. La cólera que había crispado sus facciones durante el asalto daba paso a una sonrisa en la que aleteaba un matiz de ironía. Advirtió que estaba satisfecha de haberle hecho pasar un mal rato, y aquello le hizo sentirse irritado. – ¿Qué pretendía con eso?… En un asalto a punta desnuda, una cosa así podía haberle costado la vida, señora mía. La esgrima no es un juego. Ella echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada de inmensa alegría, como chiquilla que hubiese llevado a cabo una magnífica travesura. Sus mejillas estaban rojas por el esfuerzo realizado y había minúsculas gotitas de transpiración sobre su labio superior. También sus pestañas parecían húmedas, y por la mente de don Jaime cruzó la idea -de inmediato alejada- de que esa debía de ser su expresión después de hacer el amor. – No se enfade conmigo, maestro -la voz y el semblante habían, en efecto, cambiado por completo; estaban ahora llenos de dulzura, confiriéndole un meloso encanto, una cálida belleza. La respiración todavía entrecortada agitaba su pecho bajo el peto de esgrima-. Sólo pretendía demostrarle que no hay razón para que se muestre paternal. Cuando tengo un florete en la mano, detesto los miramientos que suelen dedicarse a una mujer. Como ha podido comprobar, soy muy capaz de dar buenas estocadas -añadió con tono en que el maestro creyó percibir un remoto eco de amenaza-. Y una estocada es una estocada… venga de quien venga. Jaime Astarloa no tuvo más remedio que inclinarse ante el argumento: – En tal caso, señora, soy yo quien ruega acepte mis disculpas. Ella saludó a su vez con extremada gracia. – Las acepto, maestro -el cabello recogido en la nuca se le había descompuesto un poco, y un negro mechón le caía sobre los hombros; levantó los brazos y volvió a sujetarlo con el pasador de nácar-. ¿Podemos continuar? Asintió don Jaime, recogiendo el florete del suelo y entregándoselo. Estaba admirado del temple de aquella joven; durante el asalto, el botón metálico que protegía la punta de su arma le había rozado peligrosamente el rostro, varias veces, sin que ella se mostrase temerosa o preocupada en ningún momento. Ahora deberíamos usar las caretas -dijo él. Y Adela de Otero se mostró de acuerdo. Ambos se calaron las máscaras protectoras, y se pusieron en guardia. Lamentó don Jaime que la rejilla metálica velase casi por completo las facciones de la joven. Podía percibir, sin embargo, el brillo de sus ojos y la blanca línea de los dientes cuando ella dejaba de apretar los labios y respiraba hondo durante un instante para después tirarse a fondo. Esta vez, el ejercicio transcurrió sin incidentes; la joven se batía con absoluta serenidad, marcando los tiempos de forma impecable, con gran precisión de movimientos. Aunque en ninguna ocasión logró tocar a su oponente, éste hubo de recurrir a toda su ciencia para esquivar un par de estocadas que, sin duda, habrían alcanzado su objetivo contra alguien menos diestro que él. Mientras el metálico crepitar de los floretes llenaba la galería, pensó el viejo profesor que Adela de Otero estaba a la altura de cualquiera de los más dignos esgrimistas que conocía. Por su parte, aún sin ceñirse a los deseos de la joven, Jaime Astarloa se habría visto obligado finalmente a encarar en serio los asaltos. En dos ocasiones estuvo forzado a tocar a su oponente para no ser tocado. En total, Adela de Otero encajó aquella tarde cinco botonazos sobre el peto; lo que no era demasiado, habida cuenta de la calidad de su veterano adversario. Cuando el reloj dio las seis campanadas se detuvieron ambos, sofocados por el calor y el esfuerzo. Ella se quitó la careta, enjugándose el sudor con una toalla que don Jaime puso a su disposición. Después lo miró con ojos interrogantes, aguardando el veredicto. El maestro sonreía. Jamás lo hubiera imaginado -confesó con franqueza, y la joven entornó satisfecha los párpados, como una gata al recibir una caricia-. ¿Hace mucho tiempo que practica la esgrima? – Desde los dieciocho años -don Jaime intentó calcular mentalmente su edad a partir de aquel dato, y ella adivinó su intención-. Ahora tengo veintisiete. El maestro hizo un gesto de galante sorpresa, dando a entender que la había creído más joven. – Me tiene sin cuidado -dijo ella-. Siempre he considerado una estupidez ir ocultando la edad, o pretender aparentar menos años de los que se tienen. Renegar de la edad es renegar de la propia vida. – Sabia filosofía. – Sólo sensatez, maestro. Sólo sensatez. – No es ésa una cualidad muy femenina -sonrió él. – Le sorprendería saber la cantidad de cualidades femeninas de las que carezco. Llamaron a la puerta, y Adela de Otero hizo un mohín de disgusto. – Debe de ser Lucía. Le dije que viniese a recogerme pasada una hora. Don Jaime se disculpó y acudió a abrir. Era, en efecto, la doncella. Cuando volvió a la galería, la joven ya estaba cambiándose en el vestidor. Había vuelto a dejar la puerta entornada. Devolvió el maestro los floretes a sus panoplias y recogió las caretas del suelo. Cuando Adela de Otero apareció de nuevo, vestía otra vez de muselina y se cepillaba el cabello mientras sostenía el pasador de nácar entre los dientes. Tenía el pelo largo, bastante más abajo de los hombros, muy negro y cuidado. – ¿Cuándo me enseñará su estocada? Jaime Astarloa hubo de reconocer que aquella mujer tenía derecho a aprender el golpe de los doscientos escudos. – Pasado mañana a la misma hora -dijo-. Mis servicios incluyen aprender a tirar la estocada y también cómo pararla. Con su experiencia, bastarán dos o tres lecciones para que la domine por completo. Ella pareció satisfecha. – Creo que me gustará practicar con usted, don Jaime -dijo en tono desenvuelto, como de espontánea confidencia-. Supone un placer batirse con alguien tan… encantadora-mente clásico. Es evidente que pertenece a la antigua escuela de esgrima francesa: cuerpo derecho, pierna tendida y tirarse a fondo sólo cuando es preciso. Ya no se encuentran muchos tiradores de su estilo. – Por desgracia, señora mía. Por desgracia. – He observado también -añadió ella- que posee usted una cualidad especial en un esgrimista… Eso que los expertos llaman… ¿Cómo se dice? Sentiment du fer. ¿No es cierto? Según parece, sólo lo poseen los tiradores de talento. Hizo don Jaime un vago gesto afirmativo, quitándole importancia al asunto; aunque en el fondo estaba halagado por la perspicacia de la joven. – No es sino fruto de un largo trabajo -respondió-. Esa cualidad consiste en una especie de sexto sentido, que permite prolongar hasta la punta del arma la sensibilidad táctil de los dedos que sostienen el florete… Es un instinto especial que advierte de las intenciones del adversario y permite, a veces, prever sus movimientos una pequeña fracción de tiempo antes de que se produzcan. – También me gustaría aprender eso -dijo la joven. – Imposible. Eso ya es sólo cuestión de práctica. No hay en ello ningún secreto; nada que pueda adquirirse con dinero. Para tenerlo, es necesaria toda una vida. Una vida como la mía. Ella pareció recordar algo. – Respecto a sus honorarios -dijo- quisiera saber si prefiere usted metálico o una orden de pago contra cualquier sociedad bancaria. El Banco de Italia, por ejemplo. Una vez aprendida la estocada, tengo interés en seguir tirando con usted durante algún tiempo. El maestro protestó cortésmente. Habida cuenta de las circunstancias, suponía un placer ofrecerle sus servicios a la señora sin compensación alguna, etcétera. Así que resultaba improcedente hablar de dinero. Ella lo miró con frialdad y puso en su conocimiento que utilizaba los servicios profesionales de un maestro de esgrima, y como tal habían de ser abonados. Después, dando por zanjado el asunto, se recogió el cabello sobre la nuca con un movimiento tan rápido como preciso, sujetándolo con el pasador. Jaime Astarloa se puso la casaca y acompañó a su nueva cliente hasta el estudio. La doncella aguardaba en la escalera, pero Adela de Otero no parecía tener prisa en marcharse. Pidió un vaso de agua y se demoró un rato observando con descarada curiosidad los títulos de los libros alineados en los estantes. – Daría mi mejor florete por saber quién fue su maestro de esgrima, señora de Otero. – ¿Y cuál es su mejor florete? -preguntó ella sin volver la cabeza, mientras pasaba delicadamente un dedo por el lomo de unas Memorias de Talleyrand. – Una hoja milanesa, forjada por D'Arcadi. La joven frunció los labios como valorando, divertida, la cuestión. – La oferta es tentadora, pero la rechazo. Si una mujer quiere conservar algo de su atractivo, es preciso que se rodee de un poquito de misterio. Limitémonos a considerar que el mío era un buen maestro. – Lo he podido observar. Y usted resultó aventajada alumna. – Gracias. – Es la pura verdad. De todas formas, si me permite aventurar un juicio, me atreverla a jurar que era italiano. Algunos de sus movimientos son característicos de tan honorable escuela. Adela de Otero se llevó dulcemente un dedo a los labios. – Hablaremos de eso otro día, maestro -dijo en voz baja, con el tono de quien comparte un secreto. Miró a su alrededor e indicó el sofá con un gesto-. ¿Puedo sentarme? -Se lo ruego. Se dejó caer sobre la gastada piel color tabaco con suave crujido de faldas. Jaime Astarloa permaneció en pie, sintiéndose vagamente incómodo. -¿Dónde se inició usted en la esgrima, maestro? El viejo profesor la miró, socarrón. – Me encanta su desparpajo, señora mía. Se niega a ilustrarme sobre su joven vida, y acto seguido me interroga a mí… Eso no es justo. Ella le dedicó una seductora sonrisa. – Nunca se es lo bastante injusta con los hombres, don Jaime. -Ésa es una respuesta cruel. -Y sincera. El maestro de esgrima miró pensativo a la joven. – Doña Adela -dijo al cabo de un instante, repentinamente serio, con una sencillez tan abrumadora que situaba sus palabras muy lejos de cualquier cortés fanfarronada-. Daría cualquier cosa por enviarle una tarjeta y mis padrinos al hombre que puso en sus labios tan amarga reflexión. Ella lo miró, divertida al principio y gratamente sorprendida después, cuando pareció comprender que su interlocutor no bromeaba. Estuvo a punto de decir algo y se detuvo con los labios entreabiertos, complacida, como saboreando lo que acababa de escuchar. – Ése es -dijo al cabo de un momento- el más galante requiebro que he oído en mi vida. Jaime Astarloa se apoyó en el respaldo de un sillón. Tenla fruncido el ceño y reflexionaba, algo azorado. Lo cierto es que no había sido su intención parecer galante, limitándose a comentar en voz alta un sentimiento. Ahora temía haberse expresado de forma ridícula. A sus años. Ella se dio cuenta del embarazo y, acudiendo en su ayuda, volvió con naturalidad al tema inicial de la conversación. – Iba a contarme cómo se inició en la esgrima, maestro. Sonrió don Jaime, agradecido, mientras imitaba con resignación el gesto de bajar la guardia. – Cuando estaba en el Ejército. Ella lo miró con renovado interés. -¿Fue usted militar? – Sí. Durante un breve período de mi vida. – Debió de lucir una apuesta figura con uniforme. Todavía la tiene. – Señora, le ruego que no tienda lazos a mi vanidad. Los viejos somos muy sensibles a ese tipo de cosas, especialmente cuando provienen de una linda joven, cuyo esposo, sin duda… Dejó las palabras en el aire y permaneció al acecho, sin resultado. Adela de Otero se limitó a mirarlo como si aguardase a que concluyera la frase. Al cabo de un momento sacó un abanico del bolso y lo sostuvo entre los dedos, sin abrirlo. Cuando habló, la expresión de sus ojos se había endurecido. – ¿Le parezco una linda joven? El maestro de armas titubeó, confuso. – Claro que sí -dijo después de un instante, con la mayor sencillez de que fue capaz. -¿Es así como me definiría ante sus amigos, en el casino? ¿Una linda joven? Se enderezó Jaime Astarloa como si hubiera recibido un insulto. – Señora de Otero: creo mi deber comunicarle que ni frecuento el casino, ni tengo amigos. Y considero oportuno añadir que, en el improbable caso de que se diesen ambas circunstancias, jamás cometería la bajeza de pronunciar allí el nombre de una dama. Ella lo miró largamente, como si calculase la sinceridad de sus palabras. – De todas formas -añadió don Jaime- hace un momento usted ha calificado de apuesta mi figura, y no me ofendí. Tampoco le pregunté si me definiría así entre sus amigas, a la hora del té. La joven rió de buena gana, y Jaime Astarloa terminó por hacer lo mismo. El abanico se deslizó hasta la alfombra, y se apresuró a recogerlo el maestro de esgrima. Lo devolvió, todavía con una rodilla en el suelo, y en aquel momento sus rostros quedaron a sólo unas pulgadas de distancia uno del otro. – Ni tengo amigas ni tomo el té -dijo ella, y don Jaime contempló a placer los ojos violeta, que nunca antes había visto tan de cerca-. ¿Tuvo usted amigos alguna vez? Quiero decir amigos de verdad, gente en cuyas manos hubiera confiado su vida… Se incorporó despacio. Responder a aquella pregunta no exigía ningún esfuerzo de la memoria. – Una vez; pero no se trataba exactamente de amistad. Tuve el honor de pasar varios años junto al maestro Lucien de Montespan. Él me enseñó cuanto sé. Adela de Otero repitió el nombre en voz baja; era evidente que le resultaba desconocido. Sonrió Jaime Astarloa. – Por supuesto, usted es demasiado joven… -miró un momento al vacío y luego a ella-. Era el mejor. Nadie, en su tiempo, logró superarlo -meditó un momento su propia afirmación-. Absolutamente nadie. – ¿Ejerció usted en Francia? – Sí. Once años como maestro de armas. Regresé a España mediado el siglo, en mil ochocientos cincuenta. Los ojos de color violeta lo miraron con fijeza, como si su propietaria experimentase cierta mórbida satisfacción sacando a la luz las nostalgias del viejo maestro de esgrima. – Tal vez añoraba su país. Sé lo que es eso. Jaime Astarloa tardó en responder. Se daba perfecta cuenta de que aquella joven lo estaba forzando a hablar de sí mismo, hábito al que no se inclinaba demasiado su naturaleza. Sin embargo, de Adela de Otero emanaba una extraña atracción que lo invitaba, dulce y peligrosamente, a confiarse cada vez más. – Algo de ello hubo, sí-dijo al fin, rindiéndose a la magia de su interlocutora-. Pero en realidad se trataba de algo más… complejo. En cierto modo podría definirse como una fuga. – ¿Fuga? No parece usted de los que huyen. Sonrió inquieto don Jaime. Sentía aflorar tibiamente los recuerdos, y eso era más de lo que deseaba concederle a Adela de Otero. – Hablaba en sentido figurado -pareció recapacitar-. Bueno, quizás no tanto. Después de todo, es posible que se tratase de una fuga en regla. Ella se mordió el labio inferior, interesada. – Tiene que contarme eso, maestro. – Quizás más adelante, señora mía. Es posible que más adelante… En realidad, no es una historia que me haga feliz rememorar -se detuvo, como si acabase de recordar algo-. Y se equivoca usted cuando dice que no parezco de los que huyen; todos huimos alguna vez. Incluso yo. Adela de Otero se quedó pensativa, con los labios entreabiertos, observando a don Jaime de forma que parecía tomarle medida. Después cruzó las manos sobre el regazo y lo miró con simpatía. – Tal vez me la cuente algún día. Me refiero a su historia -hizo una pausa para observar el visible embarazo del maestro de esgrima-. No comprendo cómo alguien de su fama… No es mi intención ofenderlo… Tengo entendido que conoció tiempos mejores. Jaime Astarloa se irguió con altivez. Quizás, como la joven acababa de decir, no había tenido intención de ofenderlo. Pero se sentía ofendido. – Nuestro arte cae en desuso, señora -respondió, picado su amor propio-. Los lances de honor con arma blanca se hacen raros, pues la pistola es de más fácil manejo y no requiere una disciplina tan rigurosa. Por otra parte, la esgrima se ha convertido en un pasatiempo frívolo -saboreó con desprecio sus propias palabras-. Ahora la llaman sport… ¡Cómo si se tratase de hacer gimnasia en camiseta! Ella abrió el abanico cuyo país, decorado a mano, punteaban las manchas blancas de estilizados almendros en flor. – Usted, por supuesto, se niega a considerar de ese modo la cuestión… – Por supuesto. Enseño un arte, y lo hago tal y como lo aprendí: con seriedad y respeto. Yo soy un clásico. La joven hizo chasquear las varillas de nácar y movió la cabeza con aire ausente. Tal vez por su mente desfilaban imágenes que sólo ella podía ver, e interpretar. – Usted nació tarde, don Jaime -dijo al fin, con voz neutra-… O no murió en el momento oportuno. La miró, sin ocultar su sorpresa. – Es curioso que diga eso. – ¿EI qué? – Lo de morir en el momento oportuno -el maestro de esgrima hizo un gesto evasivo, como si se disculpara por seguir vivo. El giro de la conversación parecía divertirle, pero era evidente que no bromeaba-. En este siglo y a partir de cierta edad, morir como es debido se hace cada vez más difícil. – Me encantaría saber a qué llama usted, maestro, morir como es debido. – No creo que lo entendiese. – ¿Está seguro? – No, no lo estoy. Puede que lo entendiese, pero me da lo mismo. No se trata de cosas que puedan contarse a… -¿A una mujer? -A una mujer. Adela de Otero cerró el abanico y lo levantó despacio, hasta rozarse con él la cicatriz de la boca. – Usted debe de ser un hombre muy solo, don Jaime. El maestro de armas miró con fijeza a la joven. Ya no había diversión en sus ojos grises; el brillo se había vuelto opaco. – Lo soy -su voz sonó cansada-. Pero no hago a nadie responsable. En realidad se trata de una especie de fascinación; un estado de gracia egoísta, íntimo, que sólo se obtiene montando guardia en los viejos caminos olvidados por los que nadie transita… ¿Le parezco un viejo absurdo? Ella negó con la cabeza. Sus ojos eran ahora dulces. – No. Simplemente estoy aterrada ante su falta de sentido práctico. Jaime Astarloa hizo una mueca. – Una de las muchas virtudes que me precio de no poseer, señora, es el sentido práctico de la vida. Sin duda ya se habrá dado cuenta… Mas no tengo la pretensión de hacerle creer que haya en ello un móvil moral. Limitémonos, se lo ruego, a considerar el asunto como una cuestión de pura estética. – De la estética no se come, maestro -murmuró ella con gesto burlón, como si la inspirasen pensamientos que se guardaba de expresar en voz alta-. Le aseguro que de eso entiendo bastante. Don Jaime se miró la punta de los escarpines sonriendo con timidez; su expresión era la de un muchacho que confesara un desliz. – Si usted, por desgracia, entiende bastante de ello, crea que lo lamento -dijo en voz baja-. En lo que a mí respecta, déjeme decirle que, al menos, eso me permite mirarme francamente a la cara cuando me afeito ante el espejo cada mañana. Y eso, señora mía, es más de lo que pueden afirmar muchos de los hombres que conozco. Empezaban a encenderse las primeras farolas, iluminando a trechos las calles con su luz de gas. Provistos de largas pértigas, los empleados municipales realizaban la tarea sin apresurarse demasiado, haciendo de vez en cuando alto en una taberna para saciar la sed. Todavía quedaba hacia el palacio de Oriente un rastro de claridad, sobre la que se recortaba la silueta de los tejados próximos al Teatro Real. Las ventanas, abiertas a la tibia brisa del crepúsculo, se iluminaban con la luz oscilante de los quinqués de petróleo. Jaime Astarloa murmuró un «buenas noches» al pasar junto a un grupo de vecinos que charlaban en la esquina de la calle Bordadores, sentados a la fresca sobre sillas de enea. Por la mañana había tenido lugar en las cercanías de la Plaza Mayor una algarada de estudiantes; poca cosa, a decir de sus contertulios del café Progreso, que le habían informado del incidente. Según don Lucas, un grupo de alborotadores que gritaba «Prim, Libertad, abajo los Borbones» había sido disuelto de forma contundente por las fuerzas del orden. Por supuesto, la versión de Agapito Cárceles difería mucho de la proporcionada -inflexión desdeñosa y suspiro libertario- por el señor Rioseco, acostumbrado a buscar alborotadores donde sólo habla patriotas sedientos de justicia. Las fuerzas represivas, único sostén en que se apoyaba la vacilante monarquía de la Señora -retintín y mueca maliciosa- y su nefasta camarilla, habían, una vez más, aplastado a golpes y sablazos la sagrada causa, etcétera. El caso es que, según pudo comprobar don Jaime, alguna pareja de guardias civiles a caballo rondaba todavía por las proximidades, sombras de mal agüero bajo los acharolados tricornios. Al llegar frente a Palacio, el maestro de esgrima observó a los alabarderos que montaban guardia, y fue a acodarse en la balaustrada que daba sobre los jardines. La Casa de Campo era una gran mancha oscura, en cuyo horizonte la noche comprimía la última débil línea de claridad azulada. Aquí y allá, como don Jaime, algunos paseantes permanecían inmóviles, contemplando el últicho estertor del día que se apagaba en aquel instante con plácida mansedumbre. Sin saber exactamente por qué, el maestro de esgrima se sentía derivar hacia la melancolía. Por su carácter, más inclinado a recrearse en el pasado que a considerar el presente, al viejo profesor le gustaba acariciar a solas sus particulares nostalgias; pero esto solía ocurrir sin estridencias, de un modo que no le causaba amargura alguna sino que, por el contrario, lo instalaba en un estado de placentera ensoñación que podría definirse como agridulce. Se recreaba en ello de forma consciente, y cuando por azar resolvía dar forma concreta a sus divagaciones, solía resumirlas como su escaso equipaje personal, la única riqueza que había sido capaz de atesorar en su vida, que bajaría con él a la tumba, extinguiéndose a la par que su espíritu. Se encerraba en ella todo un universo, una vida de sensaciones y recuerdos cuidadosamente conservados. Sobre aquello fiaba Jaime Astarloa para conservar lo que él definía como serenidad: la paz del alma, el único atisbo de sabiduría a que la imperfección humana podía aspirar. La vida entera ante sus ojos, mansa, ancha y ya definitiva; tan poco sujeta a incertidumbres como un río en el curso final hacia su desembocadura. Y, sin embargo, había bastado la aparición casual de unos ojos violeta para que la fragilidad de aquella paz interior se manifestara en toda su inquietante naturaleza. Quedaba por averiguar si podía paliarse el desastre considerando que, al fin y al cabo, lejos su espíritu de pasiones que en otro tiempo se habrían manifestado en el acto, sólo encontraba ahora en su interior una sensación de ternura otoñal, velada de suave tristeza. «¿Eso es todo?»… se preguntaba a medio camino entre el alivio y la decepción mientras, apoyado en la balaustrada, se recreaba con el espectáculo de las sombras que triunfaban en el horizonte. «¿Eso es todo cuanto puedo ya esperar de mis sentimientos?»… Sonrió pensando en sí mismo, en su propia imagen, en su vigor ya en declive; en su espíritu, que aunque también viejo y cansado, de tal formase rebelaba contra la indolencia impuesta por la lenta degeneración de su organismo. Y en aquella sensación que lo embargaba, tentándolo con su dulce riesgo, el maestro de esgrima supo reconocer el débil canto del cisne, proferido, a modo de postrera y patética rebeldía, por su espíritu todavía orgulloso. |
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