"La torre vigía" - читать интересную книгу автора (Matute Ana María)

II. El jinete solitario

A partir del día en que el Barón Mohl, elevó su condición, los hombres de mi familia se entregaron de lleno al servicio y arte de la guerra. Abandonaron toda preocupación e interés en manos de sus sirvientes, campesinos y siervos. Y a cambio, recibieron título, tierras en propiedad y derecho a su herencia.

Según tales usos, mi padre me encaramó al caballo apenas tuve edad suficiente para sostenerme en él con cierto aplomo. Y puede decirse que, desde ese punto y hora, aquel animal constituyó mi único maestro, amigo y bien en este mundo. Como la vida de mi padre -así como su ineptitud para lo que no fuese la satisfacción de sus apetitos- se prolongó de forma en verdad inusual, cuando yo nací ya había dilapidado la casi totalidad de su fortuna. Mis hermanos se llevaron los últimos, aunque modestos, esplendores de aquella casa, y a mí no me correspondió ni un mísero alón de su oca vespertina.

Egoísta y enajenado por los achaques y los años, varado en vicios del todo insulsos por mal gozados -tal como suele depararlos la senilidad-, el autor de mis días poco o nada se ocupó de mí; de mi valor y suerte dependían, tan sólo, mi futuro y aun vida presente. En cuanto a mi madre, apenas me apartaron de su tutela -como si considerara, en aquel punto y hora, vencida su penosa deuda materna y única razón que hasta el momento debió mantenerla en tan desabridas compañías-, pidió permiso a su marido para retirarse a la vida de oración y recogimiento. Mi padre consideró con excelente ánimo tal decisión. Incluso la bendijo y despidió con rara dulzura, recomendándole que orase por la salvación de su alma, la de sus hijos, y la de todos aquellos que, a su buen juicio, hubieran menester tan pías dedicaciones. Una vez prometido esto, mi madre tomó sus ruecas y en compañía de algunas buenas mujeres, unas cuantas ovejas y un saco de simientes, partió a una cercana ermita en ruinas, otrora incendiada y saqueada por las hordas ecuestres. Allí, dedicóse a restaurar su nuevo habitáculo, vistieron todas sayal, cortaron sus cabellos y comenzaron a desbrozar y cultivar el abandonado huerto. Con el producto de éste, la lana, leche y compañía de las ovejas, subsistían, entre viento y balidos. Probablemente dedicadas, aparte esos afanes, a la penitencia y salvación tanto de las almas ajenas como de la propia. Pero también, sin duda alguna, a vivir a su antojo, cosa que dudo mucho tuvieran antes ocasión de practicar.

Una vez apartado de su tutela, cumplidos ya mis siete años, apenas vi a mi madre. Sólo algunas tardes, la divisé de lejos. Caminaba hacia las dunas, en unión de sus compañeras, seguramente me reconocía, porque solía hacerme señas, agitando el brazo en el aire.

Yo también sabía que era ella, por su mano, que no se parecía a la mano de ninguna otra mujer: con ella me había abofeteado.

Los campesinos cuidaban y aun regalaban a sus hijos niños; les vestían con telas de colores vivos tejidas por sus madres. Pero esto ocurría hasta que llegaban a una edad en que la niñez es sólo un sueño. Entonces, despojábanles bruscamente de todo mimo, les arrojaban cara a la tierra y desde ese momento arrastraban una vida tan poco envidiable como la suya propia.

Contrariamente, apenas separados del halda materna, los jóvenes nobles debíamos efectuar bajos menesteres, afrontar duras pruebas y aun solventar crueles circunstancias. Una vez crecidos, se nos destinaba, en cambio, al más alto puesto de la comunidad humana. Así, tal y como oí repetidas veces -a mi madre, y a todos los que me rodeaban-, aleccionados en la escuela de virtud y severidad de la infancia, podríamos afrontar, una vez en posesión de honores y privilegios, el rigor y equidad de juicio que exigía nuestra alcurnia.

Huelga decir que apenas asomé tras el muro de mi primera edad, a humo de paja me sonaron estas cosas. Según me mostraba con gran evidencia cuanto me rodeaba, el noble varón, una vez asida con ambas manos -y lo más fuertemente posible- su codiciada situación en el mundo, más bien semejaba que las antiguas sobriedades no tuvieran otro objeto, llegado su fin, que desquitarse con gran regodeo de cuantos pesares reportaran tan adustas enseñanzas. Sólo bastaba contemplar a mi padre para reafirmarme en tal idea. No obstante, debo señalar (en descargo a la desconfianza que a tal respecto animó mis tiernos años) que, en nuestros desérticos parajes, no tuve mayormente ocasión de comprobar cómo puede llegar a comportarse un verdadero caballero.

Aún no tenía cumplidos ocho años, cuando hube de pasar, sin mayor transición, desde la alcoba de mi madre al puesto más bajo de la servidumbre. Y como el torreón de mi padre se desmoronaba a trechos, y la desidia y la incuria se paseaban a su antojo por las estancias, no tuve, desde aquel día, ni lecho fijo, ni aun alimento seguro que me nutriese convenientemente. Como era de tan voraz naturaleza como mi padre y mis hermanos, mucho sufrimiento hallé en estas cosas, a pesar de que mi madre jamás me distinguió con arrumacos de ninguna especie.

Solía armar mi yacija en la parte más oscura y fría de la torre, sobre las mazmorras, por ser éste el único lugar despreciado por los demás. En el invierno, oía correr el agua bajo las piedras, y el frío y la humedad me tenían en continua tiritona. Pero esto era lo mejor de que disponía, ya que cualquier otro lugar hallábase, por lo general, ocupado y defendido a mamporro limpio por los guerreros-vagabundos aduladores de mi padre. Y suerte tuve -o tal vez la fiereza de mi porte les contuvo- que no me echaran a patadas, también, de tan inhóspito cobijo. De forma que, más de una vez, hube de refugiar mi sueño bajo las escaleras de la torre: allí donde se amontonaban los mendigos y gentes de camino que llegaban a nuestra casa en busca de amparo nocturno. Mas todo lo que entonces perdí en holgura y bienestar, lo gané en experiencia, conocimiento y aun maravilla del comportamiento y proceder humanos. Pues lo que allí vi y oí, no fueron lecciones a desestimar.

Debo advertir, empero, que mi situación era tan precaria en gracia a la casi total imbecilidad en que por aquel entonces cayó mi padre. Hallábase tan oscurecido su entendimiento, que sólo en ocasiones importantes -como algunas fechas decisivas en mi vida- un rayo de luz se abría paso entre el sebo y turbulencias que, por lo común, sofocaban su mente. En estas ocasiones, llegó a dar órdenes oportunas sobre el rumbo que debía tomar mi vida. Y mucho se lo agradezco.

Puede decirse que desde el día en que inicié mi aprendizaje de hombre, tuve por almohada la silla de mi montura, y el polvo o el galope de mi caballo como únicos compañeros.

Aquel caballo significó mucho para mí, y le recordaré siempre con una emoción muy especial. Le llamé Krim, y el caso es que este nombre es el mismo con el que distingue mi memoria al maestro de armas que me diera mi padre (y del que antes hablé). Nombrándoles a ambos por igual no acierto a descifrar cuál de ellos dio al otro su nombre: tan escasos eran los modelos en que se apoyaba mi imaginación.

Cierta noche, durante las libaciones que solían prolongarse mucho tras la cena, mi padre llegó en ellas a un punto en que, ora se exaltaban sus sentimientos patriarcales, ora una aguda nostalgia hacia tiempos mejores reblandecía su natural aún belicoso. En medio de estas fluctuaciones, dio un puñetazo sobre la mesa que lanzó al aire huesos y vino y encabritóse en el apasionado deseo de que alguno de sus truhanes capturase un caballo estepario para mí, pues según manifestó (sin falta de razón), esto sería lo único que podría darme, verdaderamente digno de mi alcurnia, en este mundo.

Aquel arruinado vestigio de antañas fierezas que yo distingo como Krim-Guerrero, escuchó con especial interés tales deseos y lamentaciones. Ya entonces solía instruirme en los inicios del arte de atacar y defenderme. Aunque yermas sus antañas robusteces, creo que con sus ejemplos y argucias había conseguido de mi aprendizaje resultados harto estimables. Unido a un natural temor, inspirábame mi maestro de armas una fascinación desusada: tanto cuando me narraba descabelladas empresas y feroces combates, en los que, por descontado, la figura más heroica y descollante era la suya, como cuando le veía montar de un salto sobre su montura, y así, dando alaridos, desaparecer hacia las dunas en patética carga contra la arena. Del centro de su cráneo (por lo demás totalmente pelado) brotaba un mechón que él anudaba con tirilla de cuero; y, en el curso de tales galopadas, la requemada coleta flotaba al viento: ajado banderín, superviviente de una tan injusta como heroica derrota. Aún resuenan sus alaridos en las grutas de mis recuerdos, del mismo modo en que aún puedo ver, a veces, el jinete resplandeciente de la gloria. Pues, en tales ocasiones, lo vi galopar, como otro sol, por el cielo de mi infancia.

Aullidos muy parecidos empleaba Krim-Guerrero, como único lenguaje, en el curso de nuestras lecciones. Él colocó por vez primera en mi ansioso puño infantil el pomo de la espada con que mis hermanos, a edad semejante, aprendieron a lanzar tajos al viento. Krim-Guerrero alzaba su brazo corto, recubierto de montoncitos de carne resbaladiza y maltrecha, que otrora significarían espléndida musculatura (si habían de creerse, como creía yo, las muchas victorias en airosas escaramuzas que, por descontado, protagonizaba). Emitiendo oscuros bramidos lograba estimular, de no helarme la sangre y paralizar mis movimientos, tanto el ingenio como la fiereza del auténtico guerrero en su discípulo. Nunca oí de sus labios otra clase de explicaciones ni cómo debe empuñarse o no empuñarse un arma. A fuer de lacónica, he de admitir que aquella particular manera de instruirme revistió gran eficacia. No existe mejor maestro, en trances semejantes, que el ansia de salvar no digo ya el pellejo, sino siquiera una oreja.

Tras la noche en que mi padre mostrárase tan generoso, al menos en cuanto a deseos hacia mi persona, Krim-Guerrero pareció sumido en un continuo rumiar. Acaso pasaron meses sin que manifestara sus intenciones ni nombrara para nada aquella cuestión. Pero yo notaba que la llevaba grabada en la sesera. Pasaron, pues, muchos días de esta guisa, hurtando mi pequeño, aunque robusto cuerpo a sus tajos, bajo el imperativo de sus gritos o el restallante silbido de aquel látigo que siempre llevaba a la cintura y con el que, ora rozaba mi mejilla, ora mis orejas, o cualquier punto mayormente desprevenido de mi persona. Y puedo asegurar que antes aprendí a escamotear mi cuerpo a las manifestaciones de violencia ajenas, que a ejercitar las propias hacia mis semejantes. En breve, aprendí a montar y desmontar de un salto, a cabalgar con o sin aparejo, a esquivar la punta de la lanza o los vergajazos, amén de escabullirme a puntapiés, llegados tanto por parte de mi maestro como de la tropa de glorias asoladas que se amparaban en la senectud de mi padre. Y mucho debo agradecer a aquellas jornadas la aguda disposición que siempre me distinguió en saber evitar lo que se llama el paso a mejor vida.

En éstas o parecidas tareas iba interesándome, cuando una tarde Krim-Guerrero me ordenó montar a la grupa de su montura. Se había levantado un gran viento y aun antes de que mi maestro, con su grito sonámbulo, hincara talones en los ijares de su caballo, ya el viento -portador de una seca y dura lluvia, procedente de las dunas- agitó furiosamente su mechón en el despoblado centro de su cabeza. Balanceó el brazo lleno de bandullones como la vaina reventona de una legumbre seca, su mohosa lanza cargó contra la nada y arrancamos a galope hacia la estepa. Aferrado con brazos y piernas a su cuerpo, clavado a la grupa del caballo, bebiendo hasta la asfixia la arena y el rancio olor a sebo y cuero mugriento que despedía su persona, me sentí izado del suelo por una fuerza superior y desconocida. Me inundó entonces un goce tan áspero como sólo proporcionan, a veces, el miedo y la esperanza mezclados.

No sé por cuánto tiempo aún atacamos al viento, ni cuántos gritos oí. Y, con ellos, cuántas sombras de jinetes, negras y transparentes a la vez, cruzaron por el cielo de nuestra inmensa carga. veía a aquellos guerreros, eso sí, con claridad muy lúcida, alzando la cabeza, hincada la barbilla en la espalda de mi maestro, entrecerrando los párpados para que no los cegase la arena de las dunas. Los veía y oía gritar sobre mi cabeza. Rígido de pavor sentía las pezuñas de sus caballos rozándonos la frente, puesto que todo, sus gritos, lanzas, ferocidad y hermosura, eran sustancias brotadas de otro muy vasto lamento que adiviné desparramado, y reiterado sin tregua en el gran eco del mundo.

Cuando el viento cesó, la última arena bajó en seca llovizna. Desaparecieron enemigos y glorias, tal y como desaparece en el polvo toda huella de pasos. Frenando su montura, Krim-Guerrero y yo a su grupa avanzamos en un blando trote, estremecidos de silencio y soledad absolutos. La estepa se ofrecía a mis ojos y a mi oído como un sordo retumbar de cuero golpeado: las chatas muelas de piedra que alzábanse aquí y allá entre matorrales se me antojaban redobles visibles de algún acechante timbal de guerra. O acaso el remedo de antiguos galopes. A despecho de la desaparición de los guerreros celestes, creí seguir oyéndolos, aunque los sabía arrebatados al vacío de una inmensa derrota, tan inútil ya como la gloria.

Tras un pequeño montículo, apareció entonces el que fue luego mi muy amado Krim-Caballo. Era negro, con larga crin, y alzaba su belfo, enloquecido por la ausencia del que fuera su jinete y a quien sin duda perdió. Krim-Guerrero me tomó entonces como a un fardo y me arrojó al suelo. Apenas me incorporé, apartando mechones de mis ojos, intentando restañar la sangre de mis rodillas, mordiéndome los labios para no gritar, vi cómo Krim-Guerrero avanzaba despacio, con suavidad jamás sospechada en tan adusta y mísera criatura. Rodeó así al asustado Krim-Caballo y vuelta a vuelta lo estrechaba cautamente en círculos para cortar la espantada que, de rato en rato, alzaba los remos del animal en un pavor casi humano. Olvidé entonces el dolor de mis magulladuras y me replegué al acecho. Y mientras Krim-Guerrero mantenía a Krim-Caballo en su cerco sagaz y suave de serpiente, a ambos los apretaba y rodeaba, en trote suave y vigilante, el propio caballo de Krim-Guerrero, como una movediza, atenta y circular fortaleza viva, que a la vez protegiera a su amo y evitara la huida de su presa. Al fin, mi maestro saltó sobre el joven caballo estepario, e inicióse una furia redonda, retorcida, gimiente, confundidos entre nubes amarillas, gritos y relinchos. El cuerpo de Krim-Caballo parecía flexible como un junco. Le vi sacudir el aire, igual que un látigo. Alzados los remos delanteros, giraba sobre las patas traseras, confundida crin y desesperación, el espanto diluido ya en los gritos de Krim-Guerrero. Lanzóse al fin estepa adelante, portando a su lomo, pegado como un caracol a su concha, a su domador. Y el caballo de mi maestro los seguía en un trote jubiloso, la crin al viento. Creí entonces que los tres desaparecerían para siempre, acaso, en el cielo de la gloria pasada, aquel cuya única huella recuperaban, a veces, los que fueron valientes, alucinados o vencidos.

Pero regresaron. Volvió el polvo y luego, bruscamente, el viento. Entonces Krim-Caballo enloqueció totalmente. Giró una y mil veces sobre sí mismo, igual que una exasperada noria, y la estepa celeste se pobló nuevamente de huellas errantes y ecos sin rumbo. Cien mil guerreros inundaron y oscurecieron el cielo. Gritando, descendieron a presenciar la derrota del joven animal. Hasta que al fin, en galope apresado por un eco de viejas batallas, refrenado en remotos recuerdos, regresaron al vasto paraíso del olvido.

Krim-Caballo respiraba como un moribundo, era la imagen misma de la derrota, abatido bajo el látigo y los gritos de Krim-Guerrero. Caliente animal, nuevamente perdido, se estremecía.

Así obtuve mi primer caballo. Lo portamos a casa ya de noche y mi padre admitió que, aunque demasiado joven, era un ejemplar muy estimable.

A partir de aquel día, me nació un nuevo sentimiento hacia mi maestro: algo que hoy tengo como mi primer acercamiento hacia los hombres, pues en él se mezclaban por igual admiración, curiosidad y pavor.

Mas, como inexorablemente vino sucediéndome a lo largo del tiempo, aquella criatura, como todas las que me despertaron algún afecto, desapareció de mi vida. Y no sólo de mi vida. Al día siguiente de este lance, Krim-Guerrero abandonó nuestros parajes. Y aunque mi padre envió gente en su busca -más que de ningún otro, placíale escuchar sus hazañas y victorias contra el turco-, nadie lo vio más, ni pudo saberse de él.

El herrero que prendió la hoguera de las brujas forjó la espada que algún día, cuando fuese armado caballero, luciría al cinto. Y también el escudo, la daga y el puñal. Pero hube de continuar adiestrándome yo solo, sin maestro, en el oficio de dar muerte y evitar recibirla.

En puridad, debí efectuar este primer aprendizaje en casa de cualquier noble vecino, como lo hicieran mis hermanos, antes de partir al castillo de Mohl. Pero nadie se ocupó de esto y mucho fue ya lo que me enseñó el desaparecido Krim-Guerrero y lo que aprendí yo por mi cuenta.

Una vez más se reafirmó la legitimidad de mi origen, pues me mostré tan adusto, salvaje y feroz como al decir de las gentes fuera mi padre. Y como eran, sin duda, mis poco afables hermanos. De forma que mi violenta naturaleza tuvo sobrado campo de expansión, y tan duros forjáronse mis nervios como el látigo de mi desaparecido maestro. Algunas veces me caí del caballo y en cierta ocasión permanecí inconsciente varias horas (sólo a baldazos de agua lograron reanimarme). Pero muy pronto me reponía de éstos y otros golpes, al tiempo que mi cuerpo crecía y se embravecía y mi espíritu se nublaba y espesaba.

Lentamente fui desprendiéndome de mis atisbos y visiones infantiles, de mis precoces presagios y vagas esperanzas. Y llegó un día en que sólo pensé en la lanza y la fuerza. Y llegué a creer que en el mundo sólo existía una ley, y que ésta la dictaban los guerreros. E imaginaba que el mundo era un grito de guerra.

A menudo soñaba con una gran pradera de hierba alta y muy verde, mecida por un viento de sangre. La veía sembrada de cadáveres enemigos y lograba distinguir, hincados en sus cuerpos, trozos de lanza rota, enseña al viento. Pues de continuo oía referir iguales o parecidas cosas a la exprimida pero no lacónica ni moderada soldadesca que rodeaba, cada vez más nutridamente, la apática enajenación paterna.

Semejantes despojos, espectros de una desaparecida fiereza (y tal vez gallardía), tristes héroes de desecho, se acurrucaban junto a su mesa y aun se ovillaban a los pies de su lecho. Encendían mi fantasía con el relato de batallas, conquistas y muerte, aunque ninguno supo hacerlo como Krim-Guerrero. Y sus largas y a veces horrendas cicatrices y sus cuerpos a menudo mutilados se me antojaban la más embriagadora y espléndida muestra de la gloria. Ansiaba vivamente que se produjera algún asalto a nuestra casa, soñaba que algún vecino, seducido por la caduca placidez de mi padre, se sintiera tentado por tan escasa resistencia y le acuciara el afán de despojarle de cuanto aún conservaba. Pues así, me decía soñadoramente, forzado por las circunstancias, podría tomar parte en el combate.

Pero ese ataque no se produjo. En los días de mi infancia guerrera gozamos afortunadamente de una extraña paz, solamente muy de tarde en tarde turbada por escaramuzas y rencillas en la linde de unas tierras sin demarcación demasiado precisa.

Mi padre hallábase por entonces prácticamente devastado. La progresiva rigidez y entumecimiento de sus miembros habíanle convertido, casi, en un inválido. Y si alguna vez quería ir de aquí para allá debía ser portado a hombros. De semejante guisa erraba por la hacienda, en tanto molía a bastonazos a quienes gozaban el privilegio de ser sus bestias de carga. Sin idea precisa recorría el recinto de la torre o incluso sus estancias, con lo que la ascensión por los estrechos y resbaladizos escalones daba lugar a incidentes desafortunados que le ofrecían excelentes ocasiones para esparcir leñazos a diestra y siniestra. Aunque también apaleaba a sus portadores sin ton ni son. Unas veces para indicarles de tan sucinta como ruda forma el lugar donde deseaba dirigirse, otras porque así le venía en gana. Si se presentaba buen tiempo, más de un día se hizo conducir hasta las viñas, y allí frente a los sarmientos y racimos reía y lloraba como un niño de pecho, emitiendo alaridos tan desprovistos de luz espiritual que hubiera conmovido, caso de hacerse acreedor a tales sentimientos, a quien lo mirara.

Con preferencia elegía para la tarea de portarlo a hombros a sirvientes jorobados, debido a que así atinaba mejor en sus espaldas con el bastón pues la creciente hinchazón de su vientre y la torpeza de sus miembros le hacían cada vez más difícil alzar el brazo y acertar el mamporro. No disminuía, en cambio, su voraz apetito. Añadió a la oca nocturna una gran variedad de frutas y hortalizas, queso y vino en abundancia. Todo lo engullía con el ansia de un hombre que hubiera ayunado durante largos años, mientras la grasa chorreaba por su barba y entre sus dedos gordezuelos. Como veía muy poco, todas las noches ordenaba prender diez o más antorchas en la estancia donde se reunía a comer con sus compañías predilectas; truhanes y pillos de variopinta especie hallaron en aquella larga y estrecha mesa de roble buen lugar a sus apetitos y remiendos. Vociferaban, codo con codo, y se embriagaban hasta muy entrada el alba. Pero rara vez yo tenía, a expresa voluntad de mi padre, un lugar en tan abundantes colaciones. Y no por maldad o dureza de corazón, sino porque casi nunca me recordaba. Sólo muy de tarde en tarde me requirió para, al punto, ignorarme de nuevo, en aquella mesa donde tan abigarradamente se mezclaban arabescadas historias de lances muy heroicos, la carne del asado, la obscenidad de relatos llamados de amor, y la cada vez más espaciada ternura paterna. Mi alimento no era igual al suyo. Como el más niño, mi brazo era también el más corto y, cuando intentaba alcanzar una tajada, otras manos más duchas en la rapiña, el engaño y el botín se me adelantaban. De forma que sólo alguna hortaliza, o gachas, llegaban con relativa seguridad a mis hambrientas fauces. Más de una vez, oprimido y empujado por los cuerpos que se apiñaban en aquellos bancos, rodé bajo la mesa donde ya que no en otra carne más suculenta clavé mis colmillos en las ajadas pantorrillas, otrora firmes, de aquellos desdichados. Con lo que, por parte de los elegidos por mi voracidad y furia, híceme acreedor a parecidas correspondencias y agasajos.

Y sin embargo no creo que ninguno de aquellos hombres, incluido mi padre, me tuviera mala voluntad. Antes bien, por algún que otro indicio que ahora puedo ir espigando -marchito haz de una recolección ya muerta-, tengo para mí que alguno de aquellos obtusos desterrados de la gloria mostró hacia mi persona más ternura que las mujeres, mi madre a la cabeza, encargadas de atender (a todas luces con más recato) los primeros días de mi infancia.

En ocasiones mi padre se sumía en una especie de ensueño, casi terrorífico de puro enajenado. Y antes de acabar su ágape, pedía que lo llevaran al lecho, sollozando sin motivo presumible. Yo solía precipitarme entonces sobre los huesos esparcidos fuera y dentro de su plato. Tal era mi hambre que defendía de los perros aquellos despojos con mi pequeña daga en ristre. Y de tal forma crujían mis dientes que si algún apetito ajeno osó amenazar mi bocado salió mal parado de ellos. Trituraba los huesos entre los colmillos, como la rueda del molino el grano, y extraía de su interior una sustancia sabrosa y sangrante, que sorbía con fruición, e incluso llegaba a emborracharme, como si de vino se tratase. En estas ocasiones de áspero deleite y ansia, al tiempo que tronchaba los tiernos huesos sentía que me nacía una suerte de odio errante y sin objeto preciso. No sabía aún que era a mi padre -y a todo ser viviente, acaso- a quien tan oscuramente aborrecía. Estaba muy lejos de suponerlo porque, en verdad, era aún muy inocente criatura.

Había días en que una lujuria vana y estólida se apoderaba de los otrora violentos apetitos carnales de mi padre. Enviaba entonces a su destartalada tropa a la busca y captura de alguna descuidada o inocente habitante de los contornos. Una vez ésta hallábase, de grado, por fuerza, o apáticamente sumisa en su presencia, sentábala sobre la mesa (como si de otra oca se tratase) con toda su pandilla en torno. Fijaba en ella sus ojos, que iban tornándose gelatinosos hasta semejar iban a derretirse sobre sus mejillas. Luego prorrumpía en risas tan infantiles e inocuas como cuando le llevaban ante los racimos. Pellizcaba con sus deditos rechonchos de uñas negras ora aquí, ora allá la carne de la mujer. Y caía finalmente en una furia inane que, por lo común, degeneraba en llanto. Entonces mandaba devolver a la mujer a su casa, recomendándole mucha honestidad y recato: "Pues -solía decir, entre suspiros- los lobos acechan a las tiernas ovejas donde menos se espera". Tras lo cual solía reclamar urgentemente que le preparasen la comida, pues esto era ya lo que en verdad alcanzaba a saborear mejor, o bien se entregaba con aplicación al vino, cosa que nunca olvidó ni despreció. Una vez consumidos tan sólidos como fieles placeres, retirábase a lomos de sus jorobados. De tal guisa transportado le veía alejarse escaleras arriba: nalgudo, quejicoso, derrumbado en grasa. Y ofrecía a mis ojos el espectáculo de la más cruel destrucción y derrota que caben en humana naturaleza.

A pesar de lo poco regalado y aun calamitoso de mi existencia, lo cierto es que crecí duro y templado como una lanza. Siempre fui delgado -cómo no serlo, forzado a tanta privación y recelo-, pero tenía músculos más duros, castigados y flexibles que el cuero curtido. Y eran tan ágiles mis piernas y tan certeros mis golpes como sólo espabila en este mundo un continuo hurtar el cuerpo a las más imprevisibles trampas y descalabros. Al igual que mis hermanos crecí rápidamente y fui, en toda edad, más alto que la mayoría. De suerte que siempre creyéronme de más años a los que en realidad contaba. A los once seguramente parecía de catorce y así me ocurrió toda la vida. Cuando cumplí el undécimo, algunas muchachas y aun mujeres maduras empezaron a mirarme a hurtadillas, de forma harto turbadora. En estas ocasiones reverdecía en mí la curiosidad que, en mi primera infancia, sentí por mi aspecto, ferozmente descrito por mí madre.

De nuevo fui a mirarme en el agua y me hallé -como entonces- tan sucio, desgarrado y raposuno que pocas ganas tuve de repetir la experiencia.

De manera que mucho me desconcertó el significado de aquellas femeninas miradas. Siempre fui muy feo: cara de zorro, nariz aplastada, y tan rubio el pelo que a todos causaba extrañeza, pues, al sol, parecía blanco. Y este detalle inquietaba a quien lo observaba, ya que yo era un muchacho y no un anciano.

Mi padre solía peinarse al estilo de nuestros abuelos: todo para la frente y la nuca rapada. Era, como yo, feo por naturaleza. Y en verdad, a mi parecer, esa forma de distribuir su cabello llegaba a ponerlo horroroso. Sin embargo él cuidó mucho siempre ese detalle ya que no otros. En cuanto a mí, ni tan someros cuidados presté a mi cabeza, juzgando tal vez mejor dejar las cosas como estaban y no empeorarlas. Como mi pelo era en verdad abundante y crecía a su aire en hirsutos mechones, llegué a lucir en lo alto de mi persona una suerte de crin, o penacho, como el que ondean los caballos (pero sin la nobleza de estos animales). Y como no lo desenredaba nunca, abandoné cualquier tentación de darles una inclinación más humana.

El sol y el viento de las planicies oscurecieron mi rostro. Y en tal contraste relucían mis ojos, con tan poca amistad o simple continencia que, por más que los tuviese azules (el azul, según oí, es color estimado en los ojos, al menos por las gentes de mi tierra), más me hubiera valido ser tuerto con tal de ofrecer, aun a través de un solo ojo, mirada más serena o regular. Pude apreciar que, aunque muy robusto, mi cuerpo era esbelto. Y largas, derechas y muy firmes tenía las piernas, sin aquellos mal repartidos bultos que a juzgar por lo que a diario contemplé en los que me rodeaban, durante largo tiempo creí eran atributos corrientes, o relleno natural, en toda pantorrilla que se precie de humana. Cuando descubrí que precisamente mi cuerpo y piernas desprovistos de bandullones eran el blanco de miradas desazonantes, mucho me sorprendí y maravillé de la femenina naturaleza.

Algo me animó este descubrimiento, pues hasta entonces me tuve por muy abominable criatura. Y desde ese punto y hora, en alguna ocasión hurté el peine de largas púas que mi padre guardaba en el cofre, e intenté dar a mi aspecto una apariencia más usual. Pero hallé fijos en mí los ojos amarillos de la misteriosa cabra, tan coléricamente desdeñosos, que huí avergonzado y bullendo en el deseo de reunir suficiente coraje para algún día hundir mi puñal entre sus lacias ubres. Valor que no hallé nunca.

Pero todas estas cosas se confundían en mi entendimiento y tenía una idea muy embrollada de cuanto me ocurría o, tan siquiera, de lo que ocurría a mi alrededor.

Llegó así un tiempo en que, con cierta frecuencia, me sentí preso de un oscuro deseo: llegar a entablar, si no amistad -palabra cuyo significado ignoraba-, al menos conversación con alguien que no fuera la soldadesca, los mendigos, los pillos o mi buen caballo. El fraile, como los campesinos, me huía. Y aun le vi más de una vez santiguarse a hurtadillas cuando me cruzaba en su camino, como si mi persona se tratara del mismo demonio. A falta de lo que tan confusamente deseaba, busqué, en su lugar, la soledad más extrema.

Galopaba solitario y solía adentrarme en los bosques y aun rozar los límites de la estepa, allí donde Krim-Guerrero capturó a Krim-Caballo. Comencé a aficionarme a la caza y esto me produjo una de las escasas satisfacciones o alegrías de aquel tiempo. Cada vez se afinaban más mi instinto y puntería, de suerte que iban en aumento las piezas cobradas. Y por fin pude comer carne, e incluso saciarme de ella. Pues llegué a manejar el arco y las flechas con tanto acierto y habilidad (en ello siempre me distinguí) como puede proporcionar el hambre.

Incluso a veces me sobró comida. En tales casos la asaba y escondía, para devorarla en momentos más precarios. Pero llevado por aquel anhelo indeciso que me hacía aflorar o, al menos, llegar a hablar algún día con una criatura que no formara parte de los desechos habituales, en una o dos ocasiones me aproximé a un grupo de muchachos con la pieza aún sangrando en la mano. De lejos, antes los había observado: elegía uno y una vez a su lado, intentaba ofrecerle parte de mi caza, decirle, en suma, que deseaba compartir aquella suculencia con algún ser que tuviera mi edad y hablara mi lengua. Pero imagino que no atiné con las palabras precisas, pues apenas me veían salían huyendo, aterrorizados. Así tuve constancia de que todos me temían y, viendo cómo rechazaban neciamente mi oferta, sentía una cólera tan dolorosa que parecía rasgarme de la cabeza a los pies. Entonces saltaba sobre mi caballo y perseguía con saña al elegido, hasta derribarlo y golpearlo ciegamente. Tanto, que una vez mi vista se nubló bajo los golpes que yo mismo descargaba y comprobé, con estupor, que esta fugaz ceguera era debida a súbitas e incomprensibles lágrimas.

Estos arrebatos acrecentaron aún más mi fama de violento y despiadado, cuando en verdad sí era violento, pero no despiadado, como tampoco piadoso, pues no había tenido ocasión de practicar ninguna de estas cosas, ni hallado objeto que me inspirara tales sentimientos. Herido por un gran rencor, en esas ocasiones me traspasaba un dolor muy grande, hasta sentirlo en mi carne como el filo de una espada.

Un día en que permanecía oculto tras unos árboles, oí decir a unas mujeres que yo era tan desalmado como mis hermanos. Semejante opinión me dejó confundido: yo no era desalmado, pensé, más bien acaso carecía de alma. O ésta yacía tan acurrucada y falta de sustento, que poco le faltaba para expirar de inanición. Aquella revelación me hizo reflexionar, aunque lenta y pesadamente, sobre el hecho de que yo poseía, después de todo, un alma, como otro cualquiera. Y esta idea me dio que rumiar largamente. Pero tenía una idea tan vaga del alma humana, como de sus cualidades, o su simple objeto. Varias veces la emprendí a golpes con algún siervo, mendigo, o cualquiera que hallara propicio a tal contingencia. Y creo que, en ocasiones, sin mediar verdadero motivo para tales explosiones de mi temperamento, sin duda iracundo. Me digo ahora si sería aquélla la única forma que atiné a mi alcance para comunicarme con mis semejantes.

De todos modos en aquel tiempo no maté a nadie. Quiero decir, a criatura de mi especie. Y en cuanto a los animales, tan sólo abatía aquellos que podían nutrirme pues tenía suficiente pundonor o acaso conciencia de que la violencia, incluso la ira -y sabía que mucha albergaba dentro de mí-, no eran fuerzas que debían prodigarse sin objeto preciso ni provecho. Me decía que estas cosas sólo podrían ocurrírseles a criaturas de muy roma sesera, filas en las que no creía militar.

Así la caza llenó gran parte de aquel tiempo en mi vida. Y gracias a ella pude gustar una clase de alimento que de otra forma no habría catado sino muy raramente. Aprendí a deshollar los animales y a curtir su piel. Y con ella yo mismo apedazaba mi atuendo y mi calzado.

Seguramente por entonces mi madre murió, o ya había muerto. No puedo decirlo con exactitud. Sólo sé, porque conozco el lugar de su tumba, que un día las mujeres que la acompañaban la enterraron.

Sucedió en ese tiempo algo que conmovió profundamente mi vida: alguien aceptó el ofrecimiento de compartir la caza abatida por mí. No fue un siervo, ni un criado, ni siquiera un soldado, sino un mendigo. Ocurrió el hecho de la siguiente forma: hallábase apenas iniciada la estación en que más propicia se presenta la caza del jabalí y, por primera vez, pensé en cobrar una de estas grandes y en verdad temibles piezas. Hasta aquel momento se me hacía dura la empresa y no desdeño la posibilidad de que contribuyera a ello el haber oído desde muy niño innumerables historias que narraban siervos y villanos y aun algún soldado. Decían que el jabalí no debiera tocarse y aún menos matarse. Picado de curiosidad presté atención a estas creencias y al fin un poco por un lado, otro poco por otro, llegué a entender que esta prohibición nacía de un miedo más oscuro que el de la propia muerte. El jabalí -y especialmente el de pelaje de oro- era mitad sagrado, mitad criatura infernal. Pero, en todo caso, tratábase de una criatura sobrenatural, solía acompañar por bosques y praderas a la esencia, fuerza o quizá dios -sin duda ya muerto, o al menos enterrado por la fe de Roma- proveedor de la fecundidad. Descubrí más tarde, en las medio quemadas inscripciones o signos que cubrían ciertas estacas hincadas en los huertos, el contorno más o menos reconocible de un jabalí. Y en ocasiones llegué a vislumbrar, pendiente del cuello de algún campesino, el colmillo de uno de estos animales.

Pero aunque estas cosas despertaron en mi ánimo un cierto malestar, tiempo después deseché estos recelos. Fui en busca de mi presa con verdadera emoción y liberado de esta clase de suspicacias.

El día que alcancé a uno de estos animales, quedé casi enajenado en una suerte de íntimo y jubiloso placer, que me tuvo largo rato inmóvil, contemplando la fiera. Era en realidad un cachorro, mas, precisamente, de pelo dorado. En su último estertor emitió un sordo bramido, por entre los colmillos brotó un río diminuto y rojo que me exaltó hasta gemir, a mi vez. Fue un día importante para mí. Deshollé y vacié de sus entrañas al animal, tendí a secar su piel y al fin arrojé a un pequeño declive la cabeza y el verla rodar me produjo una desagradable sensación. Luego de cuartearlo, asé una pierna y saboreé su carne. Era en extremo sabroso, aunque durísimo.

Tras satisfacer la voracidad de mi naturaleza, quedé ahíto y amodorrado a la par por la emoción que tal hecho me producía. Contemplé con oscura melancolía lo que quedaba: por mucho que lo aderezase -y no era muy hábil, ni disponía de lo adecuado para tales menesteres-, tanta carne sobraba que comprendí se pudriría y apestaría mucho antes de poder dar cabal cuenta de ella. Amargas experiencias y mi orgullo me impedían acudir a una de las sirvientas o villanas en demanda de que lo curasen y salaran, como a veces les vi hacer con otros animales. Así que lo envolví en un trozo de cuero, lo escondí entre las piedras donde solía ocultar restos de otras presas y anduve melancólico, muy desazonado y ahíto, de un lado para otro.

Aquella noche tomé la silla de mi caballo, donde acostumbraba apoyar la cabeza, y fui a dormir bajo la escalera de la torre. Pues había llegado a ser más agradable para mí este lugar que la dura yacija amañada sobre las mazmorras. Allí, fingiéndome dormido o no -según mi buen sentido aconsejase-, podía ver y oír cosas que despertaban mi curiosidad o mi interés, ya que, a medida que el tiempo pasaba, todo intento de hablar con alguien solía ofrecérseme más arduo, si no imposible.

En tal ocasión habíase cobijado allí un mendigo, cuyo rostro se ocultaba casi enteramente bajo un capuchón. Sus pies descalzos sobresalían bajo el sayal roto, acurrucado en su rincón, como animal en su guarida. Pero al tenderme a su lado levantó la cabeza y al deslizarse algo la capucha vislumbré un rostro de muchacho, donde brillaban alerta y cautelosamente sus ojos claros. No sé aún cuál fue el verdadero impulso que me instó a sacudir su brazo y decirle que, si tenía hambre, yo podría satisfacerla. Quedóse unos instantes en silencio, como sorprendido (o así me lo pareció). Su rostro era oscuro y huesudo, con evidentes huellas de no haberse regalado en placer alguno, por nimio que fuera.

– ¿Qué me pides, a cambio? -dijo al fin. Con tal rudeza, que más que hablar parecía morder.

– Nada -negué, casi incrédulo ante el hecho de que no me rechazara-. Sólo quiero partir mi caza contigo. Hay suficiente para los dos.

Sin aguardar más, me levanté y tirando de su sayal le indiqué que me siguiera. Lo llevé entonces al escondite donde guardaba los restos de mis provisiones. Y así comimos juntos. Él lo hizo con voracidad equiparable a la mía y luego le di a beber vino del que hurtaba en las bodegas de mi padre y que allí ocultaba. Comiendo y bebiendo, permanecimos mucho rato, sin hablar más.

Cuando quedamos ahítos, nos apoyamos en el muro. Respirábamos con fruición, mirando hacia la noche. Yo quería decirle (o acaso preguntarle) alguna cosa; mas no hallaba las palabras precisas. Y esta comprobación me producía un insano y malaventurado resentimiento. Fue él quien habló primero, tan brusca e inesperadamente como antes lo hiciera bajo la escalera. Y dijo algo que en verdad me pareció extraño:

– Si eres hijo del señor de esta hacienda, algún día serás un hombre poderoso.

Tragué saliva -mucho me costaba hablar- antes de responderle que, ciertamente, así lo esperaba; pues, farfullé, cuando mi padre muriese yo sería dueño y señor de todo el lugar. Esto era mentira y mientras lo decía tenía clara conciencia de que mis hermanos no opinaban de tan sencilla manera sobre tal cuestión y disposiciones. Pero no sabía qué otra cosa manifestar, ya que aquéllas o parecidas ideas jamás rozaron antes mi pensamiento.

– En tal caso -murmuró el joven vagabundo, con expresión soñadora-, cuando seas un alto y poderoso caballero, llámame. Acudiré sin falta y pelearé a tu lado contra quien dispongas y cuando dispongas.

Dicho esto, poco había ya que comunicarse, así que enterramos los bien mondados huesos y tornamos bajo las escaleras. Me dormí profundamente, presa de un extraño cansancio, como si estuviera muy fatigado tras librar una penosa lucha; pero mi cansancio no residía en brazos y piernas ni en lugar alguno de mi cuerpo, sino que yacía dentro de mi ser, espumoso y ligero como vino y casi diría que placentero.

Cuando empezaba a amanecer desperté, agitado por una inquietud muy grande. Quería decirle al mendigo que permaneciera allí, en nuestra tierra. Pues si quería ser mi escudero, difícilmente podría cumplir tan buen deseo si, llegado el momento, yo no podía hallarlo. Con gran asombro primero y una ira sorda y muy encendida luego, comprobé que su lugar bajo la escalera estaba vacío. Mi incipiente y único amigo había desaparecido sin dejar rastro. Y se había llevado, en cambio, mi puñal.

Tal furia me invadió, que estuve tentado de saltar sobre Krim-Caballo e ir en su busca, para matarle. Nadie, jamás, me había dirigido palabras semejantes a las suyas y por ello se me antojaba totalmente intolerable su marcha, que tenía como huida. Mas, casi de inmediato, la furia se derrumbó en una suerte de agonía, tan inusitada y desconocida, que permanecí largo rato anonadado, sin pensar en nada, ni sentir otra cosa que mi propia miseria.

Fue la primera tristeza de mi vida. A través de ella pareció abrirse paso una rendija de luz que llegó a iluminar la espesura de mi entendimiento. Empezó a dorarse la niebla de mi memoria, hasta recuperar un tiempo de vendimia en que caí al suelo, como fulminado, y perdí el habla, víctima de alguna vasta e inalcanzable predestinación.

Durante todo el día siguiente creí ver galopando, ante mis ojos, a mi propia tristeza. Parecía un torpe e inexperto corcel que por vez primera había perdido su jinete y no sabía hacia dónde dirigir sus pasos.