"La torre vigía" - читать интересную книгу автора (Matute Ana María)

IX. Hombres errantes

Cuando me hallé, al fin, bajo el cielo de la noche, un viento suave me llegó. Lo bebí con sed, y pensé que el mío era un cansancio demasiado grande, y antiguo, para albergarse en una vida tan corta. Luego parecióme que el viento desprendía de mi piel, y alejaba de mi ánimo, la repugnancia, el terror y el hastío que me provocaba la proximidad de aquellos con quienes me tocó compartir la existencia. Como lanza de luz, o fuego, abrióse paso un rayo en la oscuridad que anegaba mi conciencia, y en él se abatió todo vestigio de sumisión, o desaliento. Me pareció entonces que sólo allí, bajo el cielo de la reciente primavera, donde el día comenzaba a dorarse lentamente, otra luz pugnaba por estallar dentro de mí; que alguna noche se alejaba o moría. Y me dejé invadir, irremediablemente, por un desconocido sol. Se me antojó, entonces, que mi naturaleza luchaba por renacer de sí misma, igual que una nuez joven empuja y revienta la vieja cáscara, hasta asomar su verde piel al mundo.

En aquel momento brilló un punto del cielo.

Levanté los ojos, para ver de dónde provenía tan poderoso sol, y distinguí un resplandor poco frecuente sobre las almenas de la torre vigía. Aunque muchas veces miré hacia aquella torre, nunca la vi de tal modo encendida. La sangre afluyó a mis venas, con la misma fuerza con que el fuego de sol embiste las aguas contra el hielo invernal. Y sentí un aliento y bienestar tan renovados, como no recordaba haber sentido, ni en las solitarias galopadas de mi infancia.

Lo cierto es que la torre parecía emanar de sí misma la luz, en lugar de recibirla. Guiado por un extraño, pero indudable mandato, avancé hacia ella, busqué su entrada y comencé a subir los retorcidos escalones. Tenía la certeza de que en lo alto clamaba una llamada, invocándome. Al tiempo que ascendía, oí más claramente y con más seguridad este requerimiento, y todo mi ser respondía y aceptaba la invisible súplica o, acaso, exigencia, pues no podía especificar su naturaleza. Y a cada peldaño que ganaba, me sentía enviado, sin posible elusión, a mi verdadero destino.

Cuando llegué a lo más alto, y me asomé por sobre las almenas, el resplandor del amanecer me cegó. Hube de cubrirme los ojos, y, al liberarlos de nuevo, descubrí al vigía frente a mí, mirándome. Esperándome, desde no sabía qué clase de mundo, ni qué clase de tiempo.

Era casi tan joven como yo, aunque los costurones que cruzaban su rostro lo desfiguraban hasta el punto de fingir una falsa decrepitud. Pero en cambio, sus ojos eran tan brillantes y vivaces, que me asaltó la duda de haberlos conocido antes, aunque no sabía dónde, ni cuándo. Y tan familiar me resultaba aquella mirada, que estuve a punto de recordar su nombre, edad y aun vida (cosas que, en verdad, desconocía totalmente).

Él no debía experimentar iguales o parecidas sensaciones; por contra, mostrábase visiblemente amedrentado. Retirándose hacia un rincón de la torre -donde se amontonaban cuernos, bocinas y una cornamusa-, murmuró:

– ¿Por qué has subido hasta aquí, joven caballero?

– ¡No soy caballero! -respondí, con violencia que me sorprendió a mí mismo. Pues noté en mis palabras un odio del todo innecesario, ya que a nadie en particular iba dirigido. Procuré dominar la rudeza de mi tono, y añadí-: Tú me esperabas. Sé que, de algún modo, estabas aguardándome, puesto que he oído tu llamada.

– ¿Cómo es posible que te esperase? -murmuró, lleno de recelo.

El puesto de vigía solía encomendarse a la gente de más baja y mísera condición; y la verdad es que a tal lugar no solían llegar, sin motivo fundado, los jóvenes nobles, ni gente alguna.

– Lo sabías -repetí aferrándome con extraño desespero a mis palabras-. Tú sabías que, un día u otro, yo vendría aquí…

– Yo no sé nada -negó-. Sólo vigilo, sólo espío lo que ocurre, o lo que pudiera ocurrir, en la lejanía… Soy un hombre alerta, y nada más.

Pero al decir estas cosas, tan punzante me pareció la mirada de sus ojos, que parecía atravesar el aire, el confín de la tierra y la piel del cielo. Pues eran iguales a dos flechas disparadas por el tiempo y el mundo, hacia otro tiempo y otro mundo para mí indescifrables.

Y de esta forma entendí -pues nada ni nadie hubiera logrado arrancarme tal seguridad- que aquello que estaba sucediéndome desde que levanté los ojos a la torre no era extraordinario ni maravilloso; no pertenecía al mundo de leyendas o historias de criaturas no humanas que tantas noches de invierno, junto a mi amada señora, oí narrar; sino que obedecía a una fuerza absolutamente natural, aunque superior al común entendimiento humano. No se producía en mí, pues, hechizo, alucinación o fruto de veneno alguno. Lo que me había empujado hasta aquellas almenas, y me retenía junto a ellas, pertenecía a un orden de hechos que sucedían, y al mismo tiempo habían sucedido, y aún seguirían sucediendo, sin principio ni fin visibles. Pues inscritas estaban en una materia, o tiempo, que nada tenía de diabólico o de irreal, sino que provenían de mi tiempo y materia misma. Aunque en un grado distinto al que, hasta el momento, pude alcanzar. De forma que hubieran podido tomarse por sueños, o visiones, y no lo eran. Y comprendí que jamás había estado tan lúcido, y despierto, mi entendimiento.


***

Nada más hablamos el vigía y yo, en nuestro primer encuentro. Pero desde aquel día, apenas me liberaba -con el sueño del Barón- de mi servidumbre, subía a la torre. Solía ocurrir esto, apenas anunciado el amanecer. Y, con toda la fuerza y esperanza que cabían en mi ser, ascendía los desgastados escalones, tan estrechos que a cada revuelta mi cuerpo chocaba contra los muros. Aquella esperanza -aún sin acertar qué cosa esperaba- fluía entonces, tan ardientemente, y llenaba de tal modo mi espíritu que, sin poder descifrar en qué se sustentaba, ni a qué obedecía, ni por qué razón había llegado a poseerme de tal forma, me advertía de que allí, en lo más alto de la torre, encontraría un día el destino que confusamente añoraba, y aún perseguía; puesto que lo entendía, ya, como la máxima realización de una humana existencia.

Una vez en lo alto de la torre, me sentía liberado de toda la angustia, recelo y aun mezquindad en que me sabía atrapado de día en día. Y así fue avanzando, y ensanchándose, el débil diálogo comenzado entre el vigía y yo. Un lazo cada vez más fuerte nos unía; y llegó a ser tal nuestro entendimiento, que muy pocas palabras nos bastaban para llegar a un común interés en nuestra plática. En verdad, estábamos ligados por invisible dogal, que nos amarraba uno al otro, en indisoluble ligadura; una enlazada memoria, aún no entendida por mí ni por él, nos envolvía. Y sabíamos que, algún día, nos revelaría el estado más alto de la naturaleza a que pertenecíamos.

Hablábamos de todas las cosas que atisbaba desde su puesto. Y con frecuencia solía anunciarme cierto Gran Combate, mas este combate no llegaba. Todas las cosas que alcanzaban sus ojos desde la altura, iba yo ordenándolas, lenta y pacientemente -aunque no las viera-, en mi conocimiento, y grabándolas en mi memoria. Pero caía a menudo en pantanos de oscuridad, que mucho me turbaban, y en los que me sentía resbalar, y hundir, sin asidero posible.

Cierta madrugada, me anunció, exaltado:

– ¡Te veo llegar, joven señor! Avanzas por la otra orilla del Gran Río, y galopas sobre la pradera. Mas también veo merodear, cerca de ti, un perro lleno de furia, que lanza dentelladas a tu paso… Es el terror, y acecha tu cabalgadura; y tú tienes miedo.

Estas palabras hubieran despertado mi ira (y tal vez me habrían impulsado a matar a quien las dijera). Pero él ya era del todo diferente a los demás hombres, para mí. Puesto que todo lo que veía semejaba a mis ojos y entendimiento las piezas que faltaban al disperso tablero de mis dudas, y de mi vida toda. Y, muy a menudo, llegué incluso a creer que su voz partía de mí mismo, y no de sus labios.

En lugar del orgullo ultrajado, me abatió entonces una gran tristeza; y le confesé que, verdaderamente, desde el día en que nací, tenía miedo. Aunque no sabía por qué, ni de qué: si de la vida o de la muerte, del mundo vivo o del fin de ese mismo mundo, que, acaso, aborrecía.

Los ojos del vigía parecieron confundirse en la borrosa luz del horizonte. Noté su gran esfuerzo por distinguir algo; hasta que al fin volvió a hablar:

– ¡El fin del mundo!… Veo al miedo empequeñecido, y sin poder alguno. Pues el fin del mundo que yo distingo no es para ti el triunfo de la muerte, ni el de la oscuridad. Ni tampoco es el triunfo de la luz…

Estas palabras me llenaron de desasosiego. Lo zarandeé con violencia, pues en las ocasiones que oteaba la lejanía, parecía inmerso en una atmósfera distinta; más allá de las palabras, de mi presencia, y aun de sí mismo. Y llegué a pensar que en esas ocasiones una fuerza inhumana lo mantenía pegado a las almenas, la mitad del cuerpo doblado sobre el vacío; e imaginé que, si el peso le venciera, navegaría por los ríos del amanecer, y llegaría a desaparecer de mi vida para siempre.

– El fin del mundo es el triunfo de los hombres: una victoria más brillante que ninguna luz conocida. Y esa victoria alcanza al universo entero, y forma parte de una inmensa esfera, que jamás empieza, y jamás termina. Hay ahí más luz que toda la luz de esta parte del mundo. Y en el centro estás tú, con las tinieblas bajo los pies, y sin muerte: pues eres la imagen contraria del mundo.

En aquel momento se alzó el sol: rojo e iracundo, como una salvaje protesta. Rompió la bruma del amanecer, se apoderó de la tierra, despertó hombres, animales, levantó el brillo del Gran Río, y deshojó el rocío de la noche. De nuevo se perfilaron los árboles, las sombras de la lejana selva, las distantes praderas.

A su vez, el vigía regresó al mundo habitual y conocido. Con gesto cansino fue a tenderse, cara al cielo, en su rincón junto a la cornamusa. Y ésta, antojóseme, a la furia del sol, una víscera sangrienta, ferozmente sarcástica, como una arrancada, palpitante entraña; y me devolvió la furia del guerrero, y la inane crueldad de la muerte.

– ¿Qué significa lo que me has dicho? -me exasperé-. ¿Acaso, si tanto lo deseo, no moriré…?

– ¡Yo no sé nada! -repitió, como tantas otras veces-. No sé nada… Sólo digo lo que veo. Acaso tú, algún día, llegues a entenderlo.

– Quisiera ser un hombre alerta -gemí con desaliento-. ¡Un hombre como tú!

Pero él volvió a repetirme que yo poseía el don de ver muchas más cosas que él, de suerte que, si me esforzaba debidamente, distinguiría cada vez más cosas, y llegaría a ser cien mil veces más agudo, alerta y poderoso que ninguno. Pues, así como él veía, sin entender, yo desentrañaría lo que mis ojos alcanzaran, y todo mi ser se desplegaría, y multiplicaría, y esparciría, en una naturaleza completa.


***

Alguna vez, el muchacho vigía me habló de una tierra, para mí desconocida, donde supuse que él había nacido. Contó que allí librábanse grandes combates, entre caballos blancos y caballos negros. Y, mientras unos dioses protegían a los blancos, otros amparaban a los negros. Escuchando estas cosas, me sumía de nuevo en el viejo vértigo de la sombra negra y de la luz blanca: mi propio combate sin solución.

Otro día, me dijo que había errado por muchos caminos, y conoció muchas clases de hombres; hasta que el Barón Mohl lo tomó a su servicio. Pero antes, participó en varias luchas contra los pueblos ecuestres de la estepa: aquellos que bajaban desde sus altas planicies y asolaban valles, despojaban e incendiaban monasterios, pasaban a cuchillo los habitantes de las villas y aldeas. A estos pueblos a caballo debía sus horribles cicatrices; desde sus altas tierras calcinadas, llenaban el aire con sus gritos de guerra; en tanto otros guerreros, navegantes blancos y sin rumbo conocido, descendían desde Septentrión, por los largos cursos del agua. Acechábanse unos a otros: los jinetes blancos, los jinetes negros, y los navegantes de cabello tan rubio como yo. Al fin, desencadenábase una misma tormenta, una vasta lucha donde las aguas desbordaban, y hundíanse las naves con ojos de animal de oro. Los navegantes, sin su apoyo, ascendían por las orillas, y rastreaban entre los abedules, robaban los caballos y mataban a los jinetes: a los blancos y a los negros. Pero antes, unos y otros se agredían sin reposo; y aquella guerra parecía, en verdad, una guerra sin fin. Él mismo había luchado al lado de los unos, o de los otros, como buen mercenario. "Según venía el viento, por sobre las dunas, elegía una u otra furia", explicaba, mirando hacia la cornamusa. "Según traía el olor de la sangre, desde la orilla opuesta del Río, pues esa orilla (fuera cual fuera) era entonces mi enemiga". Y así vagó de una orilla a la otra hasta el día en que halló la torre vigía, en aquel castillo donde el Barón Mohl lo había tomado a su servicio y convertido en espía de la remota luz del alba, al acecho de sus enemigos.

Tras contarme estas cosas, el muchacho vigía parecía muy fatigado.

– He sido mendigo salteador, guerrero a sueldo… -decía-. Y también aprendiz de alquimista. Pero, aunque entonces no lo supiera, la verdad es que siempre estuve aquí.

Señaló las almenas, que en aquel momento se encendían.

– Alcancé este lugar, y nada ni nadie me obligará a descender de él. Sólo espero a aquél capaz de reemplazarme, y continuarme… Porque, para mi mal, llegué a esta torre cuando estaba ya muy fatigado, herido y manchado por la tierra. Mi fuego se ha diezmado en incontables cenizas, y no soy capaz de sobrevivirme.

– Nadie puede sobrevivirse -murmuré, ganado por su desaliento.

Él movió la cabeza, con aquel gesto que nunca supe si era negación o renuncia:

– Aquel alquimista a quien serví no buscaba, en verdad, la fórmula del oro, sino la continuidad de la vida. Algo que permita al hombre reemplazarse a sí mismo, y conseguir su verdadero ser. Aquel viejo decía a menudo que quien alcance esto (si llegaba algún día a existir) no vivirá apartado de los otros hombres, ni amurallado, ni oculto. Sino que, por el contrario, se prodigará como la lluvia. Pero, joven caballero, no escuches estas necias memorias, pues mi viejo alquimista no dio con el secreto, ni obtuvo esa fórmula. Aunque, a menudo, creyó rozarla con los dedos…

Una indignación pueril, por injusta, me exaltó:

– ¿Cómo sabes que no lo consiguió, estúpido mendigo…?

– Yo no sé nada… -volvió a decir, replegándose, como un tímido caracol-. Sólo te cuento lo que estos ojos vieron.

Bruscamente se levantó y, acechando el horizonte, comenzó a hablar de aquel modo que parecía una continuación de mis pensamientos:

– ¡Distingo una vida diferente a la conocida por ti, o por mí, o por hombre alguno…! La veo dispersarse y reproducirse en mil formas nuevas: es una vida anterior y posterior a la vida de los hombres, pero sin desprenderse de los hombres… El Gran Río se filtra por todos los cauces y agujeros de la tierra, salta, se adelgaza, y se desborda, pero no se detiene jamás.

Una pareja de buitres cruzó sobre nuestras cabezas. Las horcas estaban emplazadas bajo las almenas de la torre vigía, y por eso aquellas aves nos rondaban de continuo. El batir de sus alas -pese a ser un rumor harto conocido- pareció estremecer, en esta ocasión, al vigía. Regresó al rincón donde, junto a los cuernos de llamada, dormía, comía y vivía, igual que otra ave.

En aquel momento, le reconocí.

– ¿Por qué te fuiste aquella madrugada, sin decirme nada? -le reproché, con una gran tristeza-. Yo te di parte de mi caza, y era cuanto poseía. Tú prometiste combatir a mi lado…

Pero el vigía movió de un lado a otro la cabeza, como si no comprendiera mis palabras, las negara, o las rechazara.

Y, en aquel momento, estrechándome en círculo invisible, noté unas pisadas a mi alrededor, y supe que me rodeaba un silencioso testigo del tiempo aún no llegado a mí; aquel tiempo que a menudo acechaba, o amenazaba mi existencia: sucedido y futuro a la vez.

– Aguza tus ojos, te lo ruego -murmuré, levantándole del suelo; y mi voz sonó tan baja, que apenas si yo mismo la oí-. Te lo ruego, otea hacia lo más remoto de que seas capaz, y dime si distingues mi verdadero tiempo.

– Yo no veo el tiempo -negó tristemente-. Sólo de tarde en tarde llego a descubrir, muy lejos, la memoria de lo que aún ha de suceder.

"Yo conozco esa memoria", me dije, y me pareció que mi corazón golpeaba las paredes de su encierro, con mucha más violencia que durante la pelea.

– Estoy oyendo pasos, vigía -advertí-. Alguien da vueltas, cada vez más estrechamente, a mi alrededor, pero yo no puedo verlo… ¿Sabes tú quién es…?

– Unicamente veo una sombra que intenta apoderarse de otra sombra, y que en verdad es la misma, como si la sombra blanca y la sombra negra penetrasen la una en la otra, y al fin llegaran a confundirse: y así acabará tan larga guerra…

Entonces me miró, como si el miedo, como flecha artera e invisible, le hubiera alcanzado de pleno. El sol gritó en el cielo: un largo clamor rojo y ultrajado inundó de sangre nuestros ojos, y hubimos de cerrarlos.

Había llegado la hora de abandonar la torre, pues a tal hora, debía prender el fuego para calentar el baño de Mohl (que era hombre muy pulcro y atildado).

Cuando descendía los escalones, oí la voz del vigía advirtiéndome que me mantuviese alerta, que no desfalleciera, ni durmiera, ni olvidara, pues sólo así…

Pero yo había alcanzado el último y más bajo de los escalones, y no pude oír más.

Días más tarde, hallé al vigía absorto en el cielo. Aún respiraba agitadamente, cuando le oí decir:

– ¡Ahora, por fin, verás el Gran Combate! Inténtalo con todas tus fuerzas, joven caballero, inténtalo…

Me precipité junto a él, a su lado, y oteé el firmamento. La noche palidecía ya, delgadamente, en los confines de la tierra y el cielo. Una inmensa voluntad de ver afilaba mis ojos y mi mente. Jamás, ni en la más dura pelea, puse tanto empeño en conseguir algo; de tal modo, que podía oír crecer la hierba en las praderas, y el rumor de los ocultos manantiales; pero nada veía.

Lentamente, el relato del vigía fue vertiéndose como una lluvia plateada, hasta que mi cuerpo pareció al fin liberarse de su peso, y distinguí, en lugar de aquel frío amanecer, el sol más pleno. En el silencio del mediodía, avanzaron tres jóvenes guerreros: los vi acercarse, cada vez más nítidos, tanto que a punto estuve de reconocer su rostro.

Luego, bruscamente, el mundo se cerró sobre mí, y me anegué en la hondura de la más vasta soledad. En tal vacío, crecía mi angustia; el miedo antiguo iba filtrándose, con viscosa humedad, por todos los poros de mi piel. Y era un miedo que parecía brotado del silencio o de la ausencia de mí mismo. Me dije que estaba perdido en el silencio de la tierra toda, de todos los muertos y de todos los dioses olvidados. Como luciérnagas nocturnas abríanse paso, hacia mí, los ojos del dragón amarillo, y los del exhausto animal que adoraba, junto a las reliquias de San Arlón, mi padre.

Suavemente, tal como la noche se desprende del día, se alejaron el terror y las tinieblas. Y sentí que la vida renacía de nuevo, con fuerza superior a toda la habida hasta el momento. Y volví a pesar sobre la tierra.

Un gran apego a la vida alejó la angustia de mi soledad: nunca había experimentado la posesión de mi propia vida hasta tal punto, y me juré que, a través de esta posesión, alcanzaría un día la máxima posibilidad de mi existencia. Y me dije que, acaso, todos los hombres -como todos los pueblos- traían al nacer esta imagen de sí mismos, aunque no supieran defenderla, como estaba dispuesto a defenderla yo. Semejante voluntad ya no me abandonó, y bajé de allí con renovado tesón en mis propósitos. Pues albergaba tan encrespada capacidad de poder, que hubiera abatido un ejército, dispuesto a arrebatármela. Convertido, por propia decisión, en vigía perenne de mí mismo, me sentí múltiple peldaño de una vida limitada, libre y poderosa; desligada de toda cobardía. Y en tanto descendía los escalones de la torre, pensé que el mundo de allá abajo creía avanzar, y crecer, cuando en realidad permanecía atrapado en la maraña de sus dudas, odios y aun amor. Y supe que el mundo estaba enfermo de amor y de odio, de bien y de mal; de forma que ambos caminos se entrecruzaban y confundían, sin reposo ni esperanza. "Nunca más viviré en el terror", me juré. "Ni en el temor de mí mismo, ni en el de los dioses que olvidé, que conozco o que no conozco; ni en el de las pasiones que se marchitan al acecho de imposibles paraísos". Existía en mi vida, y en la vida toda, algo más que dolor y que placer, que alegría y llanto, que dudas, aseveraciones o negación, que crueldad y amor. Pues -me dije- estas cosas flameaban unos necios banderines, y conducían a los hombres al saqueo, a la injusticia y a la muerte, aunque fueran a esta lucha con lágrimas de dolor, o con espíritu intachable. El mundo no era un grito de guerra, ni se debía alcanzar la vida a través de la violencia, la rapiña o el engaño, como siempre habían visto mis ojos, y enseñado todos los hombres; no podía ya sustentarse sobre el espectro del honor, o de la gloria, ni en repartos de bienes o de lágrimas, cual mísera mercadería. Salía de una profunda oscuridad, donde sólo a trechos brillaba un centelleo, rápidamente sofocado en nuevas tinieblas. Deseaba, con todas mis fuerzas, desprenderme de la piel de una existencia semejante, donde por igual se agitaban invasores e invadidos, vejando la historia de los hombres. Y regresó a mí la violencia de una tarde de vendimia, y comprendí el mensaje, o el pacto, de un viejo odre, mordido por las ratas y los perros (aquel cuero que despedazaban los muchachos, para fabricar caretas donde ocultar el rostro a la muerte, o a las intolerables desapariciones que nos afligen, humillan y envejecen). Y comprendí entonces que hasta aquel momento había crecido ciego, sordo y mudo, y me vi errante, en un páramo de soledad e ignorancia absolutas. "Nunca he vivido", pensé. "Sólo atrapé, al alcance de mi torpe mano, aquí y allá, jirones de una vida inmediata; sólo ecos, o fantasmas, de un grotesco y atroz banquete, del que apenas si he recogido las migajas".

Como todos los hombres conocidos, me vi sañudamente obstinado en el encierro de todas la criaturas, en guaridas, cabañas, fortalezas, torreones. "Hombres encerrados, hombres levantando muros", me dije. Veía a la humanidad recluida en sus ciudades, villas, pueblos, cercando hasta sus deseos y pensamientos; tal y como cercaban el trigo con espinos, y los rediles con estacas aguzadas; erizados de lanzas, ovillados caracoles, temerosos de alcanzar su libertad. Para mí, había muerto el mundo de los guerreros y de los alquimistas, de los vagabundos, de los ogros, de los navegantes y de los dioses; mi vida ya era una parte de las infinitas formas de un tiempo sin límites, ni murallas, ni cercos espinosos. Yo era una gota, y a un tiempo alcanzaba la totalidad, de la gran luz: lluvia incesante, de alguna poderosa especie a la que, sin duda alguna, llegaría a integrarme.

Me prometí que jamás volvería a participar en una vida que no era mi vida; que no me mezclaría y confundiría a una raza que subsiste y trepa a fuerza de golpes, artimañas, renuncias, desesperación, odio, amor y muerte. "No moriré, no envejeceré jamás…", me repetía, en un júbilo casi doloroso. "Nunca harán de mí un odre mordido, sacrificado a la incuria del espíritu, humillado por la estupidez, calcinado por el terror".


***

Día a día, el Barón Mohl fue abandonándose a la bebida; de forma que la moderación de que tenía fama (y fue cierta) se resquebrajó.

Cada vez se embriagaba con más frecuencia, y cada vez con menos compostura. En compañía de caballeros y gentes de armas, menudearon los festines nocturnos, rodeado de pajes, escuderos, y algún jovencito o jovencita a los que hacía objeto de sus mezcladas y volubles burlas y ternuras. Todas estas cosas, menudearon de tal forma, que una suerte de locura llegó a sacudir de parte a parte el castillo. Y así, podía adivinarse por doquier creciente exaltación, como encendida brasa. Menudearon las riñas, y los duelos a muerte; y los torneos se volvieron de día en día más sangrientos, y aun torvos, entre los jóvenes caballeros. De forma que, a veces, podía olerse la sangre en el mismo aire que respirábamos.

Este olor despertaba otros escondidos apetitos; y así, a ejemplo de Mohl, los soldados se emborrachaban, y reñían entre sí con frecuencia. Y los castigos más crueles caían sobre ellos. Hasta que llegó un momento en que por doquier parecían ensancharse, hasta en el mismo cielo, oscuras manchas rojas… de vino, o de sangre. Sentía sobre mí la mirada amenazadora, cada vez más intensa, de mis tres hermanos. Veía las sombras de sus caballos por doquier. Pero como el Barón me tenía siempre a su lado, me liberaba de sus golpes. Y cuando no estaba a su lado, y me refugiaba en la torre, sabía que allí jamás los encontraría.

Lo cierto es que no tenían ocasión de cumplir en mí la venganza prometida. Mas, aunque no fuese así -y me asombraba de mi propia seguridad-, no sentía miedo de ellos. Pues toda brizna de temor había sido aventada de mi vida.

En varias ocasiones, los restos vencidos de Lazsko penetraron en las tierras de Mohl, y allí sembraron su cotidiana muerte. Los hombres de Mohl respondían de igual forma; y, vivíamos encerrados en un círculo de traiciones y de violencia, de cuyo centro igualmente manaba violencia y sangre. Y, no obstante, yo permanecía apartado de todo, y día tras día me ganaba la certidumbre de vivir lejos de allí, de contemplarlos a todos desde una altura o una región cada vez más desentendida de cuantos vivían conmigo. Ya que, al fin, ni su júbilo, ni su dolor, llegaban siquiera a rozarme.

Una noche en que Mohl estaba más embriagado que de costumbre, me dijo:

– Hijo mío -últimamente solía nombrarme así a menudo, aunque ya semejante tratamiento no me sorprendía, ni afectaba-, cuando seas armado caballero te enviaré a mi mejor fortaleza; mas no a la frontera esteparia y mísera, ni a las lindes del que fue dominio de Lazsko, ese maltrecho puñado de tierra que ya sus antiguos vecinos se disputan como perros… Nunca enviaré a semejante lugar al mejor de mis soldados, al más querido de mis hijos. Te enviaré, por contra, al norte, allí donde sólo me detuvo el antiguo respeto hacia la selva. Hacia el norte se extiende, o navega, acaso, nuestra verdadera patria. ¡Un día la encontraremos!…

Quedó un rato como sumido en un sueño, a medias tierno y perverso, hasta continuar:

– En la tierra norte crecerás, poderoso Señor de la Guerra, Príncipe de la Guerra, Angel de la Guerra… Mas no por generosidad mía, ni de nadie, sino por tus grandes méritos.

Por primera y última vez en la vida, me ordenó que brindase con él. Él mismo llenó mi copa, enlazó nuestros brazos y, de semejante guisa, bebimos juntos, mirándonos a los ojos. De forma que, nuevamente, comprobé el raro y casi transparente gris de sus pupilas -que todos (como yo en un tiempo) tenían por la más honda negrura-. Luego bajó los párpados, y miró hacia un lugar que se hundía muchas y muchas distancias bajo tierra. Como en busca de los muertos o los desaparecidos o los ya olvidados afectos de su vida. Y había de nuevo tal sombra bajo sus cejas casi rubias, que en verdad asombraba su contraste. Entonces cerca de mi oído, murmuró:

– Sólo te pido una cosa: cuando estés allí, nutre y cuida bien mi caza. Pues en aquel lugar abunda el ciervo y el jabalí, y sobre ellos cabalgan las voces de oro que avisan el rumbo de las flechas. Son los dioses que persiguen, acechan, y dan muerte, junto a los manantiales, a los incautos cazadores; pues les atraviesan el corazón con su puñal de hueso labrado. Sí, hijo mío, aunque no lo vi con estos ojos, sino con otros insomnes, y aferrados a una reconstruida memoria que mucho turba mi ánimo… -se rió, casi suavemente, y añadió en voz muy alta, de forma que todos le oyeran-: Y deja que los cerdos coman las bellotas.

Dicho lo cual, miró con dura sorna a mis hermanos: o mejor, al lugar donde se sentaban. Pues sus ojos poseían la rara facultad de atravesar los cuerpos que no se dignaba apreciar. Como cuando su mirada se prendía (con oculto dolor) tras las verdes ventanas de su cámara.

Los puños de mis hermanos se aferraron al pomo de sus espadas; y los nudillos de la vellosa mano del mayor palidecieron hasta parecer blancos.

El Barón ordenó que llenase nuevamente su copa. Volvió a beber -esta vez solo- y prosiguió:

– Allí donde te envío, verás muchos caballos, libres y abandonados. Déjalos, no los apreses: son últimos vestigios de un pueblo que olvidó o asesinó a su rey… ¡Déjalos vivir, hijo mío!

Y, cosa en verdad insospechada, sus manos temblaron, al murmurar, como para sí:

– Hombres errantes, tristeza errante… ¿hacia dónde rodó el trueno de vuestra marchita cólera…? ¿Qué arrastráis, con tan insaciable descontento…?

Tanto vino había ingerido aquella noche, que su copa, por vez primera -al menos a mis ojos-, cayó de sus manos; y, acto seguido, su cabeza chocó violentamente contra la mesa, como si el invisible y silencioso verdugo que rondaba su vida, le hubiera abatido bajo un filo más atroz y poderoso que el del hacha. Ya no quedaba -pensé- un resto, tan siquiera, de la compostura y moderación que otrora me habían maravillado.

Me apercibí entonces de que mis hermanos habían abandonado la estancia. Sólo quedaban algunos caballeros, totalmente ebrios y desmoronados sobre sus asientos. Huí de allí, buscando una salida contraria a aquella donde, según imaginé, estarían acechándome mis hermanos. Y con mayor ansia que nunca, corrí hacia la torre vigía, acuciado por una súbita pregunta, cuya respuesta -eso esperaba, al menos- podría desvelarme el verdadero sentido de mi vida.


***

El muchacho de la torre estaba dormido, junto a la cornamusa. Lo alcé del suelo, lo zarandeé, presa de urgente sed y violencia; volví su rostro al cielo, y le ordené que escudriñara el horizonte de las brumas, de la noche o del día, allí donde se abriera el país de sus visiones. Luego, le supliqué que, con toda su agudeza de hombre alerta, lograra distinguir a los caballos blancos y a los caballos negros, que alcanzara el momento justo en que su ataque lograra vencer, o aniquilar, cualquiera de las dos fuerzas, o, tal vez, ambas. "El fin del mundo es el triunfo de los hombres… Tú eres la imagen contraria del mundo", oía, en torno a mí.

Estuvo mucho rato apoyado en las almenas, silencioso, espiando hacia quién sabe qué signos, o qué rostros, o qué huellas de galopes. Al fin empezó a hablar, con el enajenado tono que solía emplear en sus visiones:

– Veo grupos de hombres que vagan por las planicies… Diezmados ejércitos, pueblos vencidos, reyes que perdieron su dominio… Señores sin ejército ni vasallos, expulsados de algún paraíso que creyeron su reino… Veo criaturas de la estepa, jamás saciada su sed de las praderas. Otros hombres descienden, dando gritos, por los barrancos, hombres batalladores e insatisfechos, pueblos inestables y temerosos… jinetes solitarios, sobre caballos negros, a rastras de un odio o una nostalgia blancos. Y unos y otros disputan, como perros, los jirones de un desangrado y muy viejo animal, que aún respira, pues su estertor hace temblar las ramas de las selvas y estremece la profundidad del mar: es la antigua y destrozada imagen de la gloria -tal como puedan haberla imaginado un niño, o un pueblo-. Mas al fin llegan los negros jinetes a invadir la pradera y los guerreros blancos salen a su encuentro; pero, unos y otros, atacan y defienden una desaparición. Y distingo sobre sus cabezas, en el vasto archipiélago de las estrellas, el naufragio celeste de cien dragones de oro; y esa batalla se repite, y continúa, en la sangre de todos los amaneceres, de todas las furias solares; se repite y se reanuda sin posible fin; porque la muerte rebrota de la muerte, y la vida ha desaparecido, desde ya muy remotas batallas. Y el dios que preside la larga mesa de los Señores de la Guerra bebe lluvia y ceniza continua en su copa oxidada; y en cada uno y todos los amaneceres, se oye el grito negro de su espada; y el eco devuelve el grito de todas las guerras; y nada puede ya interrumpir la innumerable e infinita libación del dios de ojos azules y dientes teñidos en sangre, pues su antigua patria, el mar, horrorizado de ellos, huye hacia desconocidas playas.

Bruscamente se interrumpió. Y aunque le supliqué que no se detuviera, que se esforzara en desentrañar más y más visiones, él seguía en silencio. Desesperado, intuí que me hallaba al borde de la gran prueba, que estaba a punto de conseguir ver, por fin, el Gran Combate.

El vigía rompió entonces su silencio:

– Esa conquista no llegará jamás. Ya han muerto todos los hombres, pero los caballos continúan agrediéndose entre sí. Veo, confundidas, las crines blancas y las crines negras; la sangre corre por sus belfos, cuellos, ijares y flancos; y agonizan, en cruel e inútil empeño, sin dominar a la muerte, puesto que la muerte es su más fructífera semilla.

Entonces, llegó a mí la voz del Barón Mohl aun a través de los labios del vigía:

– Hombres errantes, hombres errantes, ¿hasta cuándo…?

Decayó la tensión que mantenía al muchacho de la torre en su alucinante estado; y con él, cesaron sus reveladoras visiones. Como un vulgar siervo, se dejó caer en su rincón habitual, cansino y resignado. Me senté a su lado, estreché sus manos y busqué sus ojos, para comunicarle algún calor de la exaltación que me dominaba. Le dije que ya no deseaba apartarme ni de su lado ni de aquel lugar, hasta lograr entender, o descifrar, el enigma de aquel eterno duelo. Afirmé que estaba dispuesto a no bajar de la torre, a permanecer para siempre en su rincón, compartiendo su vida, hasta lograr ser como era él.

Al oír mis últimas palabras, pareció abandonar su apatía.

– ¡No harás tal cosa! -se escandalizó, más que temió-. Me llena de temor oírte…

– ¿Por qué siempre ese miedo? -grité, con súbita ira.

Pero mi grito, más que hacia su persona, iba hacia la tierra, el aire, el agua y el fuego: un grito que se arrojaba contra los bosques, las estepas, las criaturas todas, contra el inmenso y lejano mar del mundo, contra aquella desconocida frontera septentrional donde -según había dispuesto mi señor- sería yo, un día, el verdadero Angel de la Guerra; y al tiempo, sabía que no existió jamás un Angel implicado en ese empeño, y que tales sueños o esperanzas, provocaban la sonrisa de aquellos dioses que avisaban de la muerte a los jabalíes, con su larga llamada de oro.

Miré hacia la luz naciente, donde la bruma se posaba, como toda amenaza de sangre, traidora y dulcemente.

– Ya no hay miedo -repetí, una y mil veces.

Y luego, intenté explicar al vigía que estaba dispuesto a rasgar el mundo en dos mitades, y que de esta división renacería yo, criatura de mí mismo. Y me oí, con más desesperación que convencimiento:

– Y viviré, viviré, viviré…

Entonces, el vagabundo-vigía me quitó la daga de entre las manos; pues, sin saber cómo, la tenía asida y alzada contra el amanecer. Descubrí tal pánico en su mirada, que creí asomarme a una sima sin fondo. Y sentí, en mi rostro, el húmedo relente de una desconocida noche.

– Ten mucho cuidado -me advirtió, con la despaciosa y sabia cautela que, a despecho de mostrarse tan ignorante en las demás cuestiones, transpiran los siervos ante hombre o fuerza capaz de destruirles-. No debe torcerse el fluir de los ríos, ni el discurso del humano acontecer… No intentes, joven caballero, desviar el cauce de tu vida, por brillante que imagines este esfuerzo… Baja de nuevo al mundo de los guerreros, de las víctimas y de los verdugos; vuelve junto a tu señor, que tanto te ama; y recuerda que todavía no han visto tus ojos el Gran Combate.

Comprendí que sus palabras encerraban mucha verdad. Y, al tiempo que decaía y se templaba mi impaciencia, me dije que, por cierto, mis ojos no habían logrado alcanzar tan anhelada visión, ni en la luz del amanecer, ni en la fría complicidad de las estrellas. Tan sólo, en el curso de cierto misterioso mediodía -de todo punto inexplicable, puesto que estalló su esplendor apenas alboreada la más tierna luz-, llegué a divisar, en las abrasadas estepas celestes, tres jóvenes guerreros que se parecían demasiado a mis hermanos.