"Zigzag" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

5

– Éste no será un curso bonito -dijo David Blanes-. No hablaremos de cosas maravillosas ni muy extraordinarias. No ofreceremos respuestas. Quien busque respuestas, que se marche a la iglesia o al colegio. -Tímidas risas-. Lo que vamos a ver aquí es la realidad, y la realidad carece de respuestas y no es maravillosa.

Se detuvo bruscamente al llegar al fondo de la clase. Se habrá percatado de que no puede atravesar la pared, pensó Elisa. Dejó de mirarle cuando dio media vuelta, pero no se perdía una sola de sus palabras.

– Antes de empezar, quiero aclararles algo.

De dos zancadas, Blanes se acercó al proyector de diapositivas y lo encendió. En la pantalla aparecieron tres letras y un número.

– Ahí tienen E=mc², probablemente la ecuación más célebre de la física de todos los tiempos, la energía relativista de una partícula en reposo.

Hizo pasar la imagen. Apareció una foto en blanco y negro de un niño oriental con todo el lado izquierdo del cuerpo desollado. Se vislumbraban los dientes a través del destrozo de la mejilla.

Hubo comentarios en voz baja. Alguien murmuró: «Dios». Elisa no podía moverse: contemplaba estremecida la horrible imagen.

– Esto -dijo Blanes con calma- también es E=mc², como saben en todas las universidades japonesas.

Apagó el proyector y se encaró con la clase.

– Podría haberles mostrado una de las ecuaciones de Maxwell y la luz eléctrica de un quirófano donde se está curando a una persona, o la ecuación de onda de Schrödinger y el teléfono móvil gracias al cual acude un médico que salva la vida de un niño agonizante. Pero me he decidido por el ejemplo de Hiroshima, que es menos optimista.

Cuando los murmullos se extinguieron, Blanes prosiguió:

– Sé lo que opinan acerca de nuestra profesión muchos físicos, no solo contemporáneos, y no solo malos: Schrödinger, Jeans, Eddington, Bohr, opinaban igual. Creían que solo nos ocupamos de símbolos. «Sombras», decía Schrödinger. Piensan que las ecuaciones diferenciales no son la realidad. Oyendo a algunos colegas parece que la física teórica consiste en jugar a hacer casitas con piezas de plástico. Esta absurda idea se ha hecho célebre, y hoy la gente considera que los físicos teóricos somos poco menos que soñadores encerrados en una torre de marfil. Creen que nuestros juegos, nuestras casitas, nada tienen que ver con sus problemas cotidianos, sus aficiones, sus preocupaciones o el bienestar de los suyos. Pero voy a decirles a ustedes algo, y quiero que lo tomen como la regla fundamental de este curso. A partir de ahora me dedicaré a llenar la pizarra de ecuaciones. Empezaré por esa esquina y terminaré por ésta, y les aseguro que aprovecharé bien el espacio porque tengo la letra pequeña. -Hubo risas, pero Blanes seguía serio-. Y cuando termine, quiero que hagan el siguiente ejercicio: quiero que miren esos números, todos esos números y letras griegas de la pizarra, y se repitan a sí mismos: «Son la realidad, son la realidad…» -Elisa tragó saliva. Blanes añadió-: Las ecuaciones de la física son la clave de nuestra felicidad, nuestro terror, nuestra vida y nuestra muerte. No lo olviden. Nunca.

De un salto subió a la tarima, quitó la pantalla, cogió una tiza y empezó a escribir números en la esquina de la pizarra, como había anunciado. No volvió a referirse durante el resto de la clase a nada que no fueran las complejas abstracciones del álgebra no conmutativa y la topología avanzada.


David Blanes tenía cuarenta y tres años, era alto y parecía hallarse en buena forma. Su pelo gris empezaba a escasear, pero sus entradas resultaban interesantes. Elisa se había fijado, además, en otros detalles que no aparecían tan claros en las muchas fotos que había visto sobre él: aquella forma de entornar los párpados cuando miraba fijamente; la piel de las mejillas, con cicatrices de un acné juvenil; la nariz, que abultaba de perfil de un modo casi cómico… A su modo, Blanes resultaba atractivo, pero solo «a su modo», como tantos otros que no son famosos por ser atractivos. Vestía una ridícula indumentaria de explorador, con chaleco de camuflaje, pantalones bombachos y botas. Su tono de voz era ronco y suave, impropio de su complexión, pero transmitía cierto poder, cierto deseo de inquietar. Quizá, dedujo ella, era su forma de defenderse.

Lo que Elisa le había contado a Javier Maldonado la tarde anterior era cierto al cien por cien, y ahora lo comprobaba: el carácter de Blanes era «especial», más que el de otros grandes de su profesión. Pero también era cierto que se había enfrentado a mucha más incomprensión e injusticia que otros. En primer lugar, era español, lo cual constituía para un físico con ambiciones (ella lo sabía perfectamente, como el resto de sus compañeros) una curiosa excepción y una seria desventaja, no debido a ninguna clase de discriminación sino a la triste situación de dicha ciencia en España. Los escasos logros de los físicos hispanos habían tenido lugar fuera de su país.

Por otra parte, Blanes había triunfado. Y eso era todavía menos perdonable que su nacionalidad.

Su éxito se debía a ciertas apretadas ecuaciones escritas en una sola cara de folio: la ciencia está hecha de regalos así, breves y eternos. Las había escrito en 1987, mientras trabajaba en Zurich con su maestro Albert Grossmann y su colaborador Sergio Marini. Se publicaron en 1988 en la prestigiosa Annalen der Physik (la misma revista que más de ochenta años atrás había acogido el artículo de Albert Einstein sobre la relatividad) y catapultaron a su autor a una fama casi absurda: esa clase de extraña celebridad que, en muy contadas ocasiones, adquieren los científicos. Y ello a pesar de que el artículo, que demostraba la existencia de las «cuerdas de tiempo», era de una complejidad tal que pocos especialistas podían comprenderlo del todo, y pese a que, aunque resultaba impecable desde el punto de vista matemático, las pruebas experimentales podían tardar décadas en obtenerse.

Sea como fuere, los físicos europeos y norteamericanos celebraron su hallazgo con asombro, y este asombro trascendió a los medios de prensa. Los periódicos españoles no se hicieron excesivo eco al principio («Un físico español descubre por qué el tiempo se mueve en una sola dirección», o «El tiempo es como un árbol secuoya, según un físico español», fueron los titulares más frecuentes), pero la popularidad de Blanes en España se debió a la reelaboración que la noticia experimentó en medios menos serios, que declararon sin ambages cosas como: «España se sitúa a la cabeza de la física del siglo XX con la teoría de David Blanes», «El profesor Blanes afirma que el viaje en el tiempo es científicamente posible», «España podría ser el primer país del mundo en construir una máquina del tiempo», etc. Nada de esto era verdad, pero funcionó bien entre el público. Varias revistas empezaron a mostrar en sus portadas, junto a mujeres desnudas, el nombre de Blanes asociado a los misterios del tiempo. Una publicación de género esotérico vendió cientos de miles de ejemplares de un monográfico navideño en cuya cubierta se leía: «¿Viajó Jesús por el tiempo?», y abajo, en letras más pequeñas: «La teoría de David Blanes desconcierta al Vaticano».

Blanes ya no estaba en Europa para alegrarse (u ofenderse): había sido poco menos que «teletransportado» a Estados Unidos. Dio conferencias y trabajó en el Caltech, el prestigioso Instituto Tecnológico de California, y, como si siguiese los pasos de Einstein, en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, donde cerebros como el suyo podían pasear por jardines silenciosos y contaban con tiempo para pensar y papel y lápiz para escribir. Pero en 1993, cuando el congreso norteamericano votó en contra de continuar con la fabricación del Supercolisionador Superconductor de Waxahachie, Texas, que habría sido el acelerador de partículas más grande y potente del mundo, la dulce luna de miel de Blanes con Estados Unidos terminó de repente por decisión irrevocable del primero. Se hicieron ligeramente notorias sus declaraciones ante varios medios de prensa norteamericanos en los días previos a su regreso a Europa: «El gobierno de este país ha preferido invertir en armas antes que en desarrollo científico. Estados Unidos me recuerda a España: es un sitio habitado por gente muy capaz, pero dirigido por políticos hediondos. No solo ineficaces -subrayó-, sino hediondos». Como en su crítica había equiparado ambos países y gobiernos, aquellas declaraciones dejaron a todos insatisfechos e interesaron a muy pocos.

Tras zanjar así su periplo estadounidense, Blanes regresó a Zurich, donde vivió en silencio y soledad (sus únicos amigos eran Grossmann y Marini; sus únicas mujeres, su madre y su hermana: Elisa admiraba esa vida monástica) mientras su teoría sufría los embates de las reacciones a largo plazo. Curiosamente, una de las comunidades científicas que más encarnizadamente la rechazó fue la española: se alzaron voces doctas desde varias universidades indicando que la «teoría de la secuoya», como en aquella época ya empezaba a denominarse (en referencia a que las cuerdas de tiempo se arrollaban en las partículas de luz como los círculos del tronco de esos árboles alrededor del centro), era bonita pero improductiva. Quizá debido a que Blanes era madrileño, las críticas de Madrid tardaron más, pero, quizá debido a la misma razón, cuando llegaron fueron peores: un célebre catedrático de la Complutense calificó la teoría de «pirulí fantástico sin base real alguna». En el extranjero su suerte no corrió mejor fortuna, aunque especialistas en teoría de cuerdas como Edward Witten, de Princeton, y Cumrun Vafa, de Harvard, seguían afirmando que podría tratarse de una revolución intelectual comparable a la ocasionada por la propia teoría de cuerdas. Stephen Hawking, desde su pequeña silla de ruedas de Cambridge, fue uno de los pocos que se manifestó discretamente a favor de Blanes y contribuyó a la divulgación de sus ideas. Cuando le preguntaban sobre el tema, el célebre físico solía contestar con una de sus típicas ironías, pronunciada con la inflexible y fría tonalidad de su sintetizador de voz: «Aunque muchos quieren cortarla, la secuoya del profesor Blanes sigue dándonos sombra».

Blanes era el único que no decía nada. Su extraño silencio duró casi diez años, durante los cuales dirigió el laboratorio cuya jefatura había dejado vacante su amigo y mentor Albert Grossmann, ya jubilado. Debido a su gran belleza matemática y a sus fantásticas posibilidades, la «teoría de la secuoya» no dejó de interesar a los científicos pero tampoco pudo ser probada. Pasó a ese estado de «ya veremos» con que la ciencia gusta de introducir ciertas ideas en el congelador de la historia. Blanes se negaba a hablar en público sobre ella, y muchos pensaron que se avergonzaba de sus errores. Entonces, a finales de 2004 se anunció aquel curso, el primero que Blanes daría en el mundo sobre su «secuoya». Había elegido, precisamente, España, y, precisamente, Madrid. El centro privado Alighieri se haría cargo de los costes y aceptaba las raras exigencias del científico: que se realizara en julio de 2005, que se impartiera en castellano y que se adjudicaran veinte plazas por riguroso orden de selección tras la realización de un examen internacional sobre teoría de cuerdas, geometría no conmutativa y topología. En principio solo se aceptarían posgraduados, pero los estudiantes que terminaran la carrera el mismo año de la prueba podrían examinarse con una recomendación escrita por sus profesores de física teórica. De esa forma, alumnos como Elisa se habían presentado.

¿Por qué Blanes había esperado tanto para dar aquellas primeras lecciones sobre su teoría? ¿Y por qué darlas precisamente en ese momento? Elisa lo ignoraba, pero tampoco le importaba mucho no saberlo. Lo cierto era que se sentía muy dichosa aquel primer día, en ese curso tan soñado y único.

Sin embargo, al término de la clase había cambiado drásticamente de opinión.


Fue de las primeras en marcharse. Cerró los libros y la carpeta con un sonoro golpe y escapó del aula sin intentar siquiera guardar los apuntes en la mochila.

Mientras descendía por la calle en pendiente hacia la parada del autocar oyó la voz:

– Perdona… ¿Te llevo a algún sitio?

Estaba tan ofuscada que ni siquiera había percibido el coche junto a ella. Dentro asomaba, como un extraño galápago, la cabeza de Víctor «Lennon» Lopera.

– Gracias, voy lejos -dijo Elisa sin ganas.

– ¿Adónde?

– Claudio Coello.

– Pues… te llevo, si quieres. Yo… voy al centro.

No le apetecía charlar con aquel tipo, pero luego pensó que eso la distraería.

Entró en el sucio coche, atiborrado de papeles y libros, con olor a tapicería vieja. Lopera conducía con cautelosa lentitud, tal como hablaba. Sin embargo, parecía muy complacido de tener a Elisa como acompañante, y empezó a animarse. Como sucede con todos los Grandes Tímidos, su charla, de repente, se hizo desproporcionada.

– ¿Qué te ha parecido eso que ha dicho al principio sobre la realidad? «Las ecuaciones son la realidad»… Bueno, si él lo dice… No sé, yo creo que es un reduccionismo positivista muy exagerado… Está rechazando la posibilidad de verdades reveladas o intuitivas, que forman la base, por ejemplo, de las creencias religiosas o el sentido común… Y eso es un error… Hombre, imagino que lo dice porque es ateo… Pero, sinceramente, no creo que la fe religiosa sea incompatible con las pruebas científicas… Se hallan a distinto nivel, como afirmaba Einstein. No puedes… -Se detuvo en un cruce y esperó a que la carretera se vaciara para proseguir con la marcha y el monólogo-. No puedes convertir tus experiencias metafísicas en reacciones químicas. Eso sería absurdo… Heisenberg decía…

Elisa dejó de oírlo y se limitó a mirar la carretera y gruñir de vez en cuando. Pero de repente Lopera susurró:

– Yo también lo he notado. Cómo te trataba, quiero decir.

Sintió que sus mejillas ardían y de nuevo le entraron ganas de llorar al recordarlo.

Blanes había hecho unas cuantas preguntas en clase, pero había elegido para contestarlas a alguien situado a dos puestos de distancia a su derecha, que levantaba la mano a la vez que ella.

Valente Sharpe.

En un momento dado sucedió algo. Blanes hizo una pregunta y solo ella alzó la mano. Sin embargo, en vez de cederle la palabra, el científico había animado a los demás a responder: «Vamos, ¿qué pasa con ustedes, señores? ¿Tienen miedo de perder su título de licenciados si se equivocan?». Pasaron unos cuantos, densos segundos, y Blanes apuntó de nuevo al mismo sitio. Elisa volvió a oír aquella voz tersa, tranquila, casi divertida, con ligero acento extranjero: «A esa escala no existe una geometría válida debido al fenómeno de espuma cuántica». «Muy bien, señor Valente.»

Valente Sharpe.

Cinco años seguidos siendo la mejor de su promoción habían exacerbado el afán de competitividad de Elisa hasta extremos salvajes. No se podía ser el primero en el mundo científico sin el terrible esfuerzo depredador de eliminar a los rivales sistemáticamente. Por esa razón, el absurdo desprecio de Blanes era para ella una tortura insufrible. No quería mostrar su orgullo herido delante de un compañero, pero había llegado ya al límite de sus fuerzas.

– Me ha dado la impresión de que ni siquiera me ve -masculló tragándose las lágrimas.

– Yo creo… que te ve demasiado -repuso Lopera.

Ella lo miró.

– Digo que… -intentó explicarse él-. Creo que… te ha visto y ha pensado: «Una chica tan… tan… no puede ser, a la vez muy…» Es decir, se trata de un prejuicio machista. Quizá ignora que eres tú quien quedaste primera en la prueba. No sabe cómo te llamas. Piensa que Elisa Robledo es… Vamos, que no puede ser como tú.

– ¿Cómo soy yo? -No quería hacerle aquella pregunta, pero ya no le importaba ser cruel.

– Supongo que no es incompatible… -dijo Lopera sin responder, como hablando consigo mismo-. Aunque genéticamente es raro… La belleza y la inteligencia, quiero decir… Casi nunca van unidas. Si bien hay excepciones… Richard Feynman era muy guapo, ¿no? Eso dicen. Y Ric también es… a su manera, ¿verdad? Un poco… ¿no?

– ¿Ric?

– Ric Valente, mi amigo. Lo llamo así desde que lo conozco. ¿No te acuerdas que te lo señalé ayer, en la fiesta? Ric Valente…

La sola mención de aquel nombre había bastado para que Elisa apretara los dientes. Valente Sharpe, Valente Sharpe… En su cerebro aquellos apellidos adoptaban un sonido mecánico, como de hoja de sierra eléctrica haciendo trizas su orgullo. Valente Sharpe, Valente Sharpe…

– Él también es un poco las dos cosas: atractivo y listo,; como tú -prosiguió Lopera, ajeno, al parecer, a las emociones de ella-. Pero, además, sabe… sabe cómo meterse en un bolsillo a la gente, ¿no te has dado cuenta? Es un encantador de serpientes con los profesores… Bueno, con todo el mundo. -Su garganta emitió un gorgoteo a modo de risa (Elisa oiría la risa de Víctor en más de una ocasión durante los años posteriores, y llegaría a agradarle mucho, pero en aquel momento le repugnó)-. Con las chicas también. Sí, sí, también… Uy, vaya que sí.

– Hablas de él como si no fueras su amigo.

– ¿Como si no fuera…? -Casi pudo escuchar los zumbidos del disco duro de Lopera al procesar aquel banal comentario-. Claro que soy… O sea, fuimos… Nos conocimos en el colegio, luego hicimos la carrera juntos. Lo que ocurre es que Ric consiguió una de esas «superbecas» y se marchó a Oxford, el tío, al departamento de Roger Penrose, y dejamos de vernos… Tiene la intención de regresar a Inglaterra cuando termine lo de Blanes… si es que Blanes no se lo lleva de vuelta a Zurich, claro.

La sonrisa de los carnosos labios de Lopera al decir aquella última frase desagradó a Elisa. Sus más negros pensamientos regresaron: se sintió completamente abatida, casi exánime. Blanes elegirá a Valente Sharpe, por supuesto.

– Hace cuatro años que no nos veíamos… -continuó Lopera-. No sé, quizá lo noto algo cambiado… Más… Más seguro de sí mismo. Es un genio, hay que admitirlo, un genio al cubo, hijo y nieto de genios: su padre es crip… criptógrafo y trabaja en Washington, en no sé qué centro de seguridad nacional… Su madre es norteamericana y enseña matemáticas en Baltimore… Estuvo nominada el año pasado a la medalla Fields. -A su pesar, Elisa se impresionó. La medalla Fields era una especie de premio Nobel de matemáticas y distinguía anualmente en Estados Unidos a los mejores del mundo en esa especialidad. Se preguntó qué sentiría ella si tuviera una madre nominada a la medalla Fields. En aquel momento lo único que sentía era rabia-. Están divorciados. Y el hermano de su madre…

– ¿Es premio Nobel de Química? -interrumpió Elisa sintiéndose mezquina-. ¿O quizá fue Niels Bohr?

Lopera volvió a emitir aquel misterioso ruido que tenía que ser una risa.

– No: es técnico programador de Microsoft en California… Lo que quería decir es que Ric ha aprendido de todos ellos. Es una esponja, ¿sabes? Cuando crees que no te escucha, está analizando todo lo que haces o dices… Es una máquina. ¿A qué altura de Claudio Coello te dejo?

Elisa le dijo que no era preciso que la llevara hasta su casa pero Lopera insistía. Detenidos en el atasco del mediodía madrileño, acabaron pronto con la pequeña discusión y tuvieron tiempo de sobra hasta para el silencio. Elisa vio sobre la guantera del coche, bajo unas carpetas de bordes arrugados, un par de libros. Leyó el título de uno: Juegos y acertijos matemáticos. El otro, voluminoso: Física y fe. La verdad científica y la religiosa.

Cuando enfilaban Claudio Coello, Lopera rompió su mutismo para decir:

– Menudo mosqueo se llevó Ric cuando vio que le habías superado en la prueba de admisión al curso. -Y volvió a soltar su ruido-risa.

– ¿En serio?

– Ya lo creo, es un mal perdedor. Muy mal perdedor. -Y de repente Lopera cambió de expresión: fue como si hubiese pensado algo nuevo, algo que no había considerado hasta ese instante-. Ten cuidado -agregó.

– ¿Con qué?

– Con Ric. Ten mucho cuidado.

– ¿Por qué? ¿Puede influir en el jurado de la medalla Fields para que no me la concedan?

Lopera pasó por alto la ironía.

– No, es que no le gusta perder. -Detuvo el coche-. ¿Éste es tu portal?

– Sí, gracias. Oye, ¿por qué dices que tenga cuidado? ¿Qué puede hacerme?

Él no la miraba. Miraba al frente, como si siguiera conduciendo.

– Nada. Solo quería decir que… se sorprendió de que quedaras la primera.

– ¿Porque soy chica? -preguntó ella con gélida furia-. ¿Por eso?

Víctor parecía avergonzado.

– Quizá. No está acostumbrado a… Bueno, a quedar segundo. -Elisa se mordió la lengua para no replicar. Yo tampoco, pensó-. Pero no te preocupes -añadió él como tratando de animarla, o de cambiar de tema-. Estoy seguro de que Blanes sabrá apreciarte… Es demasiado bueno para no apreciar lo bueno.

Aquella frase la ablandó algo, y se reconcilió con Lopera. Cuando entró en el portal pensó que quizá había sido algo ruda con él y se volvió para despedirse, pero Lopera se había ido ya. Permaneció quieta un instante más, ensimismada.

La escena le había hecho recordar el suceso de la noche anterior con Javier Maldonado. Casi como un acto reflejo, echó un vistazo a la calle, pero no vio a nadie que la espiara. Tampoco descubrió a ningún individuo de pelo y bigote canosos. Albert Einstein, claro. En realidad, Einstein es el abuelo de Valente, y anoche me estaba espiando.

Sonrió y se dirigió al ascensor. Dedujo que se había tratado de una casualidad. Las casualidades podían darse: las matemáticas, incluso, les concedían probabilidades. Dos hombres con cierto parecido físico que, durante la misma noche, se quedan mirándola. ¿Por qué no? Solo un paranoico le daría vueltas en la cabeza a eso.

Mientras subía en el ascensor recordó la extraña advertencia de Víctor Lopera.

Ten cuidado con Ric.

Qué absurdo. Pero si Valente no se fijaba en ella. Aquel primer día de clase ni siquiera la había mirado una sola vez.