"Zigzag" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)11El domingo, después de la última ponencia de la mañana, Víctor volvió a buscarla para almorzar. Elisa aceptó, entre otras cosas porque le interesaba charlar con él. Había ocurrido algo extraño. Ric Valente no se había presentado en el congreso aquella mañana. Tampoco Blanes. Esa doble ausencia le provocaba desazón. Era cierto que la jornada del domingo estaba dedicada a física experimental, lo cual quedaba fuera del interés directo de Blanes, pero Elisa no podía evitar pensar que la desaparición del creador de la «teoría de la secuoya» y la de Valente Sharpe estaban relacionadas. Sin embargo, aún no quería plantearse a sí misma las sospechas que abrigaba. Encontraron una mesa en el extremo de la abarrotada cafetería y se dedicaron a comer en silencio. Mientras Elisa se preguntaba cómo sacar el tema, Víctor se limpió la mayonesa de la barbilla y luego dijo: – Blanes ha llamado a Ric esta mañana y lo ha elegido para Zurich. Ella descubrió de repente que no podía tragar el trozo que había mordido. – Ya -murmuró. – Ric me telefoneó para decírmelo… Dijo que no pensaba venir hoy al congreso porque tenía que reunirse con Blanes. Elisa asentía estúpidamente, amordazada por aquella bola seca de pan que su boca parecía incapaz de enviar como debía a la garganta. Pidió disculpas a Víctor, se levantó, entró en el baño y se deshizo en el retrete de aquella pelota de corcho. Después de refrescarse la cara en el lavabo lo pensó mejor. Bueno, ¿no era lo que esperabas? ¿Qué te pasa ahora? Ya se había planteado durante largas horas de insomnio aquella posibilidad, y de sobra sabía que se trataba de la más probable. A fin de cuentas, Ric Valente había sido el niño mimado de Blanes desde el principio. Se secó con la toalla de papel, regresó a la mesa y se sentó frente a Víctor. – Me alegro por él -dijo. Y supuso que, en verdad, así era. Se alegraba de todo lo ocurrido, ahora que la competición había terminado por fin. La «teoría de la secuoya» seguía llamando a su puerta, aún tentadora dentro de su enorme belleza matemática, pero pronto se marcharía y la dejaría en paz. En el horizonte destellaban otras posibilidades, como las becas para el Instituto de Tecnología de Massachussets y para Berkeley, que había solicitado por si lo de Zurich se torcía. Estaba segura de que terminaría haciendo su tesis con uno de los mejores físicos del mundo. Tenía ambiciones, y sabía que iba a satisfacerlas. Blanes era único, pero no el – Yo también me alegro… -carraspeó Víctor-. Es decir, no del todo. De lo suyo, sí, pero… no de ti. O sea… – No me importa, de verdad. Blanes y su secuoya no son el fin del mundo. Se sentía mejor después del mal trago. Siempre había intentado adaptarse a las nuevas situaciones, y aquélla no iba a ser una excepción. Ya que iba a disponer de algún tiempo de verdadero descanso, decidió que reorganizaría su vida. Hasta podía llamar a su «espía» particular, Javier Maldonado, y devolverle la invitación a cenar al tiempo que le preguntaba algunas de las cosas que habían quedado en el tintero desde que Valente le habló. Entonces recordó la apuesta. Bien, estaba casi segura de que Valente la olvidaría. ¿Y si no era así? ¿Y si decidía continuar con el juego hasta el final? Pensó en esa posibilidad y notó que se ponía muy nerviosa. Desde luego, no iba a faltar a su palabra: haría todo lo que él le dijera, pero también suponía -esperaba- que él a su vez no intentaría propasarse. Ella cedería esperando que él hiciera igual. Estaba casi segura de que lo que a Valente le interesaba, por encima de cualquier cosa, era humillarla, y si ella accedía con naturalidad a sus demandas el juego perdería para él toda la diversión. De pronto se sintió incómoda con el teléfono metido en el bolsillo de los pantalones. Era como tener la mano de Valente apoyada sobre su muslo. Lo sacó y revisó posibles llamadas perdidas: no tenía ninguna. Entonces lo dejó sobre la mesa con el gesto de un jugador que apuesta el resto a un solo número. Al levantar la vista percibió la alarma en los ojos de Víctor, que parecía conocer todos y cada uno de los pensamientos que habían cruzado por su cabeza. – Creo que ayer me pasé de la raya -dijo Víctor-. No debí hablarte así… Seguro que me entendiste mal. Yo… no deseaba asustarte. – No me asustaste -repuso ella sonriendo. – Pues me alegra que me lo digas. -Pero la mueca que contrajo su expresión parecía manifestar lo contrario-. Estuve todo el día pensando que había sido un exagerado. A fin de cuentas, Ric no es el diablo… – No se me había ocurrido ni de lejos tal comparación. Pero haces bien en aclararlo, porque Satanás podría ofenderse. Algo en la réplica de ella hizo mucha gracia a Víctor. Al verle reír, Elisa también rió. Luego bajó la vista hacia su sándwich casi intacto y el teléfono móvil al lado, como expectante. Agregó: – Lo que no entiendo es que os hicierais amigos. Sois tan distintos… – En aquella época éramos niños. De niño haces muchas cosas que después consideras de otra manera. – Supongo que tienes razón. Y de repente Víctor empezó a hablar. Su monólogo era como una tormenta: las frases parecían truenos que demoraban en brotar de sus labios, pero los pensamientos que las impulsaban semejaban descargas de violentos relámpagos dentro de él. Elisa lo escuchó con atención, ya que, por primera vez desde que lo conocía, Víctor no hablaba sobre teólogos ni física. Contemplaba abstraído un punto en el aire mientras su voz iba desgranando algún tipo de historia. Habló, como siempre, del pasado. De aquello que ha ocurrido y aún sigue ocurriendo, como alguna vez el abuelo de Elisa le había explicado a ella. De las cosas que fueron y, por lo mismo, siguen siendo. Habló de lo único que hablamos cuando nos ponemos a hacerlo de verdad, porque es imposible hablar con detenimiento de otra cosa que no sean los recuerdos. Mientras lo escuchaba, la cafetería, el congreso y sus inquietudes profesionales se disolvieron para Elisa y solo existió la voz de Víctor y la historia que contaba. Varios años después supo que su abuelo había tenido razón al afirmar, en cierta ocasión: El tiempo es extraño, en efecto. Se lleva las cosas hacia un lugar remoto al que no podemos acceder, pero desde allí éstas siguen obrando su mágico efecto sobre nosotros. Víctor volvía a ser niño, y ella casi podía verlos a ambos: dos chavales solitarios que compartían similares inteligencias y, quizá, gustos semejantes, dominados por la curiosidad y el deseo de saber, pero también por las aficiones que otros chicos de su edad no se atrevían a llevar a cabo. Sin embargo, ellos sí, y por eso eran diferentes. Ric era el jefe, el que sabía lo que debía hacerse, y Víctor -Vicky- aceptaba en silencio, quizá temeroso de lo que pudiera pasar si se negaba, o quizá deseoso de ser igual. El principal atractivo de Ric, había explicado Víctor, era precisamente su principal defecto: la inmensa soledad en la que vivía. Abandonado por sus padres, educado por un tío que cada vez se mostraba más indiferente y remoto, Ric carecía de reglas, de normas de conducta, y le resultaba imposible pensar en algo que no fuese él. Todo el mundo que le rodeaba era como un teatro cuyo único fin parecía ser complacerle. Víctor se convirtió en un espectador asiduo de ese teatro, pero al madurar dejó de asistir a sus fantásticas funciones. – Ric era distinto de cualquier persona normal: tenía mucha imaginación pero a la vez los pies bien apoyados en la tierra. No se hacía ilusiones. Si quería conseguir cosas, se dedicaba a ello con todas sus fuerzas, sin importarle nada ni nadie… Al principio su forma de ser me gustaba. Supongo que es lo que sucede con todos los chicos cuando conocen a alguien así. En aquella época, el mundo de Ric era el sexo. Pero desde un punto de vista siempre cínico. Las chicas, todas las chicas, para él, eran inferiores. De niño jugaba a cambiar las caras de las modelos de revistas eróticas, de las que coleccionaba un montón, y poner en su lugar fotos de compañeras de colegio… Eso podía hacerte reír al principio, pero luego te hartaba. Lo que menos soportaba yo era esa manera que tenía de tratar a las chicas… Para él eran como objetos, cosas con las que obtener placer. Nunca le vi amar a ninguna, solo las utilizaba… Le gustaba hacerles fotos, filmarlas sin ropa, en el cuarto de baño… A veces les daba dinero, pero otras lo hacía sin que ellas lo supieran, con cámaras ocultas. Se detuvo para mirar a Elisa como buscando algún tipo de expresión que le hiciera interrumpir su relato. Pero ella le invitó a proseguir con un gesto. – Por si fuera poco, disponía de dinero y de sitio para hacer cosas. Los veranos los pasábamos en una casa que la familia de Ric tiene en las afueras de un pueblo andaluz llamado Ollero… A veces íbamos allí con amigas. Estábamos solos, nos creíamos los reyes del universo. Ric solía hacer allí fotos picantes a sus amiguitas. Entonces, un día, ocurrió algo. -Sonrió y se ajustó las gafas en la nariz-. A mí me gustaba una chica, y, creía que a ella también le gustaba yo… Se llamaba Kelly. Era inglesa y estudiaba en nuestro colegio… Kelly Graham… -Permaneció un instante como saboreando aquel nombre-. Ric la invitó a su casa de campo, pero a mí eso no me mosqueó. Yo estaba totalmente seguro de que él sabía que con Kelly no se podía jugar. Sin embargo, una mañana… los descubrí… a Ric y a ella… -Miró a Elisa de hito en hito mientras asentía con la cabeza-. Bueno, soy de esos que solo se enfadan una vez cada diez años, pero… pero… – Pero cuando se enfadan, se nota -le ayudó Elisa. – Sí… Los puse verdes. Bah, fue cosa de chiquillos, ahora lo sé: teníamos apenas diez u once años; pero lo cierto es que verlos… verlos besándose y tocándose fue para mí muy… muy chocante. Bueno, discutimos y Ric me empujó. Estábamos fuera de la casa, sobre unas rocas, junto a un río. Me caí y me di un golpe en la cabeza… Fue una suerte que hubiese un señor por allí que había ido a pescar. Me recogió y me llevó a un hospital. No fue nada grave: unos cuantos puntos, tan solo, creo que todavía tengo la cicatriz… Pero lo que te quiero contar es esto: pasé algunas horas inconsciente, y cuando me desperté esa noche… allí estaba Ric, pidiéndome perdón. Mis padres me contaron que no se había movido en todo ese tiempo de mi lado. En todo ese tiempo… -repitió con los ojos húmedos-. Cuando desperté se echó a llorar y me pidió perdón. Creo que hay que tener amigos cuando somos niños para conocer de verdad lo que es la amistad… Ese día fui más amigo de él que nunca. ¿Comprendes? Me preguntaste qué nos unía… Ahora creo que eran cosas como ésa las que nos unían. Hubo un silencio. Víctor respiró hondo. – Le perdoné, por supuesto. De hecho, pensé que nuestra amistad jamás terminaría. Luego todo pasó. Nos hicimos mayores y tomamos rumbos distintos. No dejamos de hablarnos, pero fue peor: pusimos barreras entre nosotros. De todas formas, él siempre trató de llevarme a su terreno. Me contaba que seguía invitando a chicas a Ollero. Las filmaba a escondidas, a veces mientras les hacía el amor. Luego les enseñaba las películas y… y las chantajeaba. «¿Quieres que tus padres o tus amigos vean esto?», les decía. Y las obligaba a posar de nuevo para él… -Tras una pausa, añadió-: Oh, nunca se metió en líos con la policía, claro. Era muy cuidadoso, y ellas, al final, decidían callarse… – ¿Tú viste eso alguna vez? -preguntó Elisa-. Lo de los chantajes, me refiero. – No, pero él me lo contaba. – Seguro que estaba presumiendo. Víctor la observó como si se hallara frente a alguien a quien admirara mucho, pero que acabara de decepcionarle en algo concreto y trascendental. – No lo entiendes… No eres capaz de entender la forma en que Ric las trataba… – Víctor, Ric Valente podrá ser un pervertido, pero en el fondo es un majadero sin importancia. Me consta. – ¿Crees que podrías no obedecerle? -preguntó él de repente, con dureza. Toda su lentitud de lenguaje se había esfumado por completo-. ¿Crees que, si aceptaras entrar en su juego, ibas a poder evitar hacer cualquier – Lo que creo es que tú sigues admirándole por encima de todo -se hartó ella-. Valente es un idiota que no ha recibido un solo guantazo de sus padres en toda su vida, y tú te figuras que es un sádico sin escrúpulos capaz de la peor aberración. No sé, quizá te guste pensar que lo es… -De inmediato supo que había dicho algo indebido. Víctor la miraba con inmensa seriedad. – No -dijo-. En eso te equivocas. No me gusta en absoluto – Lo que quería decir… Una música electrónica los interrumpió. Casi asustada, Elisa cogió el móvil de la mesa y examinó la pantalla: la llamada era de procedencia desconocida. Por un instante recordó a Valente hablándole el día anterior, con su mirada acuosa resbalando sobre ella a través de su flequillo. Alzó la vista titubeando y miró a Víctor, que parecía decirle, con sus enormes ojos de perro callejero acorralado: «No contestes». Justo fue esa debilidad, ese miedo íntimo que advirtió en él, lo que acabó por decidirla. Deseaba demostrarles a Ric Valente Sharpe y Víctor Lopera que ella estaba hecha de otra pasta. Nada ni nadie iba a atemorizarla. Al menos, eso era lo que creía en aquella feliz época. – Sí -contestó con voz firme, esperando oír cualquier cosa. Pero lo que oyó la dejó completamente paralizada. Cuando colgó, se quedó mirando a Víctor con cara de tonta. Su madre, cosa excepcional, canceló todas las citas en La mayor alegría la recibió cuando vio a Víctor. Fue el único compañero que acudió a despedirla. No la besó, pero palmeó su espalda. – Te felicito -dijo él-, aunque aún no comprendo cómo lo conseguiste… – Ni yo -admitió Elisa. – Pero era lógico. Que os eligiera a los dos, quiero decir: fuisteis los mejores del curso… Ella sentía un nudo en la garganta. Su felicidad no tenía ni una sola nube: ni siquiera pensaba en Valente, a quien, sin duda, encontraría en Zurich. A fin de cuentas, ninguno de los dos había ganado la apuesta. Estaban empatados, como siempre. Faltaba más de media hora para que el avión despegara, pero ella quería esperar en la puerta de embarque. En un momento dado, frente al escáner de control de pasajeros, madre e hija se miraron en silencio, como decidiendo cuál de las dos daría el siguiente paso. De repente Elisa tendió los brazos y rodeó el perfumado y elegante cuerpo. No quería llorar, pero mientras lo pensaba las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Tomada por sorpresa, Marta Morandé la besó en la frente. Un contacto leve, frío, discreto. – Que seas muy feliz y que todo te vaya bien, hija. Elisa agitó la mano y pasó el bolso a través del escáner. – Llama y escribe, no te olvides -le decía su madre. – Mucha, mucha suerte-repetía Víctor. Incluso cuando ella dejó de oírlo le pareció, por el movimiento de sus labios, que seguía diciendo lo mismo. A partir de ese instante las caras de Víctor y de su madre quedaron atrás. Por la ventanilla del avión contempló Madrid desde la altura y se le antojó que aquello significaba un nuevo capítulo en la historia de su vida. Sonrió y cerró los ojos, gozando de la sensación. Años después llegaría a pensar que, de haber sospechado lo que le aguardaba tras ese viaje, no habría tomado aquel avión, ni respondido la llamada del móvil ese domingo. De haberlo siquiera imaginado, habría regresado a casa y se habría encerrado en la habitación tras clavar puertas y ventanas, permaneciendo oculta para siempre. Pero en aquel momento lo ignoraba todo. |
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