"Las ratas" - читать интересную книгу автора (Bianco José)IX Esa noche, después de comer, le pedí a Cecilia que cantase un aria de Tuve la sensación de estar tocando en el vestíbulo, frente a su retrato, y no pude reprimir un movimiento de sorpresa cuando lo vi levantarse, aproximarse a Cecilia, felicitarla. Todos la felicitaron. Cecilia cantó el aria de nuevo. Su pequeño triunfo la había llenado de optimismo. Mi padre repitió una frase de un personaje de Anatole France: «Juan Jacobo Rousseau, que demostró algún talento, sobre todo en música». Mi madre preguntó si ya no se representaban las óperas de Rousseau. – – Me gustarla oírla entera. – Yo la he oído interpretar por un grupo de aficionados -dijo Isabel-. Es un intermedio muy corto. Núñez explicó que la famosa – Hace una serie de consideraciones sobre el idioma francés, demostrando que no le permite a la música tener melodía ni compás. Es un análisis lleno de retórica, por momentos bastante gracioso. – ¡Pero absurdo! -exclamó mi padre. – E Mientras yo estaba sentado al piano, sin tocar, Julio, de pie, conversaba con Cecilia. Yo no ignoraba que Julio era aficionado a la música, aunque en casa todos creyeran lo contrario, pero ahora no sacrificaba el trabajo nocturno o el descanso a Lo miré fijamente. La emoción, la gratitud, el temor, la delicadeza, los más variados sentimientos debieron de leerse en mi rostro, pero Julio (en todo diferente de esos personajes de Balzac que descifran desde la platea, a través de la rápida mirada que les llega desde un palco, el más inesperado y especioso mensaje) continuó conversando con Cecilia, al parecer francamente seducido. No tomaba en cuenta mi expresión. Sin embargo, Julio detestaba la mentira basándose en razones morales y estéticas. Debo añadir que vinculaba el arte a la moral y alguna vez, hablando de música, me explicó el motivo por el cual nos conmueve la belleza. La belleza (desarrolló largamente esta idea) es el signo exterior e invisible de una interior e invisible verdad. De pronto creí comprender: en la disyuntiva de oponerse a mis deseos o a su íntimo sentir, tironeado entre el amor fraternal y el amor a la verdad, Julio había llegado a crearse una verdad ficticia. En ese momento expresaba lo que creía sentir. ¡Estaba mintiéndose a sí mismo! A este proceso concurría el don casi mágico de Julio para leer en el corazón de los hombres y discernir los motivos secretos de sus actos, que hacía extensivo, con inexplicable humildad, a la pobre Cecilia. Pensaba que Cecilia se daría cuenta inmediata de que su entusiasmo por ella era fingido y, para engañarla, no le quedaba otro remedio que engañarse. Recordé su desprecio por el histrionismo. La necesidad de que el artista sea testigo impasible de sus sentimientos -me dijo otra vez- es una paradoja de comediante, apenas eficaz a la equívoca luz de las candilejas. En fin, con ese desprendimiento que va unido a la verdadera riqueza espiritual y que les permite a ciertas naturalezas privilegiadas, al ejercer una constante entrega de sí mismas, no ahogarse en su propia abundancia, mantenerse a flote, sobrevivir, Julio no se contentaba con amoldar su conducta a mis deseos: mis deseos eran sus deseos. Yo – ¡Pobre! -decía Cecilia-. Debe sufrir mucho. – Poco a poco empieza a mover las patas, recobra la vista, al final se cura. – ¿Cómo puede curarlo el mismo veneno? – Depende de la dosis. Se le administra por inyección subcutánea o por vía bucal, mezclado a la dieta. – ¿Y cómo dijo usted que se llamaba el veneno? – Aconitina. – Los hombres ¿tienen las mismas reacciones? – Casi las mismas. – ¡Qué interesante! Me gustaría visitar ese instituto. – Puedo llevarla el día que quiera. Yo trabajo en el instituto todas las tardes. |
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