"Artorius" - читать интересную книгу автора (Vidal César)

III

El Buen Libro narra la historia de un rey sabio llamado Salomón. Al parecer, el monarca en cuestión no sólo era un hombre que poseía ingentes conocimientos. No. En realidad, es que no existía persona tan sabia como él. De hecho, hasta Jerusalén llegaban gentes de todo el orbe deseosas de poder hablar con Salomón o, al menos, de asistir a alguna manifestación de su inmensa sapiencia. Así fue durante años hasta que su corazón quedó prendido por las ligaduras poderosas del amor. En sí, un acontecimiento de ese tipo no es malo, pero las esposas -porque fueron varias- que compartieron el lecho con él eran paganas. Adoraban imágenes de piedra y madera, y no al único Dios verdadero, y pusieron empeño -mucho o poco, no lo sé- en arrastrar a Salomón a rendir también culto a sus falsedades. Lo acabaron consiguiendo y así, el hombre más sabio se transformó en un verdadero necio. Cuando yo nací, las tierras de Britannia atravesaban por una situación muy similar.

Unas cuatro décadas antes de mi nacimiento, el emperador de Roma había decidido no enviar más refuerzos a Britannia. Aquella decisión fue una desgracia, pero aún peor resultó que escotos y pictos comenzaran a rebasar los restos del muro que había levantado el emperador Adriano y a asolar todas las tierras. Y como las desdichas nunca vienen solas, en cuanto que corrió la voz de que los invasores del norte no tenían el menor problema en saquear, matar y violar, comenzaron a llegar a las costas de Britannia otros barbari que procedían del lugar donde nace el sol. Sin embargo, a pesar de que el emperador había dejado de preocuparse de nosotros, los britanni no perdieron la esperanza de que Roma siguiera haciéndose presente como había acontecido en el pasado. Continuaron así manteniendo sus castra, sus tribunales y su lengua. Incluso el ejército siguió siendo un ejército romano aunque no pudiera contar con refuerzos procedentes del otro lado del Oceanus Britannicus. Como jefe de aquellas fuerzas, los britanni decidieron elegir en calidad de Regíssímus Britanniarum a un descendiente de romanos llamado Constantino e incluso le buscaron una esposa procedente de una familia romana. Dios bendijo aquella unión y a la pareja regia le nacieron hijos a los que dieron los nombres de Constante y Aurelius Ambrosius. Constantino captó inmediatamente que Constante no tenía el temple suficiente para convertirse en su sucesor y decidió convertirlo en clérigo. Lo envió así a la iglesia de Anfíbalo, en Wintonia, con la esperanza de que se convirtiera en monje. Dado que Aurelius Ambrosius era un niño, encomendó su educación al arzobispo Wetelino. Este clérigo se había ocupado de la formación de la esposa de Constantino y por ello éste confiaba en que sabría formar sobradamente al niño como sucesor ideal. Difícilmente, hubiera podido ser más sensato el plan… pero la sensatez no garantiza -por desgracia- el éxito.

Constantino llevaba desempeñando el cargo de Regissimus Britanniarum más de una década cuando hasta su puesto de mando llegó un picto con el propósito de hablar con él. Nunca ha quedado establecido lo que deseaba realmente ni lo que dijo al Regissimus para que éste se reuniera en secreto con él. Sé que algunos dicen que lo consiguió alegando que los barbari del norte estaban dispuestos a concluir la paz con los britanni. No he conseguido comprobarlo, pero si ése fue el caso, desde luego, mintió a Constantino. De hecho, lo condujo a un bosque donde, supuestamente, se hallarían a salvo de miradas indiscretas y oídos curiosos, y allí, en la espesura, lo acuchilló hasta que el alma se le salió por la boca.

Los britanni contamos con virtudes, pero no se puede negar que, en ocasiones, nos comportamos de manera profundamente estúpida. Aquella muerte debería haber unido a todos frente a tan cruel amenaza. Sucedió exactamente lo contrario. Los más poderosos decidieron apoderarse de la voluntad de Aurelius Ambrosius que todavía era un niño, deseosos de empinarse sobre el puesto ahora vacante de Regissimus. Y mientras rivalizaban entre sí, uno de los notables más grises, Vortegirn, el jefe de los gewiseos, decidió viajar a Wintonia.

En apariencia, Vortegirn sólo pretendía comunicar al monje Constante la muerte de su padre el Regissimus y los otros notables se sintieron muy contentos al contemplar cómo se alejaba y les dejaba, en apariencia, el camino despejado hacia el poder. Sin embargo, Vortegirn era mucho más astuto que ellos. Tras manifestar sus condolencias a Constante, comenzó a decirle que nadie como él podría suceder a su padre: -«¿Quién posee tu instrucción? No será ese arrapiezo de tu hermano…», se cuenta que le dijo- e incluso le convenció de que podría abandonar perfectamente el estado monástico para asumir el mando.

Si el obispo Wetelino hubiera vivido, seguramente se hubiera opuesto a toda aquella farsa, pero, muerto él, ninguno de los obispos tuvo el valor suficiente para impedirla. No estaban a favor de ella. No la apoyaban. Jamás la hubieran respaldado. Manifestaron incluso que no respaldarían al monje Constante como nuevo Regissimus. Pero lo cierto es que cuando Vortegirn llegó a Londinium y proclamó como tal a Constante, no se enfrentaron con aquella terrible maldad. Se cumplió así uno de los principios elementales que explican no el mal -que se origina en nuestra naturaleza pecaminosa, como todo el mundo sabe- pero sí su avance. Los que sabían distinguir el bien del mal, no se tomaron la molestia -o no tuvieron arrestos suficientes- de enfrentarse frontalmente con él. Como Vortegirn era más valiente y, desde luego, mucho más audaz, no dudó en apoyar a Constante y así el joven llegó a ser algo que nunca debió: Regissimus Britanniarum.

Se convirtió en Regissimus… sí, en Regissimus se convirtió, pero no rigió. Lo cierto es que Vortegirn apenas tardó en tener las riendas del poder de Britannia en sus manos. A fin de cuentas -como había sabido ver el fallecido Constantino- Constante carecía de cualidades para gobernar y los años pasados en el monasterio no habían contribuido precisamente a otorgárselas. Debo reconocer que Vortegirn supo actuar con notable astucia. No se le pasó por la cabeza proclamarse Regissimus, usurpar el cargo o asesinar a Constante. No, ni mucho menos. Se limitó, por el contrario, a ir dando pasos que le aseguraron un absoluto dominio. Primero, logró -sin dificultad alguna- que se le concediera la custodia de los caudales del gobierno. Luego consiguió el mando de las distintas guarniciones alegando que existían rumores de nuevas invasiones bárbaras. Finalmente, convenció a Constante de que formara un cuerpo de seguridad compuesto por hombres que no eran britanni alegando que así se habían comportado los emperadores de Roma durante los siglos anteriores. Así fue como nació la guardia picta del Regissimus Britanniarum y así fue también como se abrió el camino que conduciría a su perdición.

Los pictos, como era de esperar, no se consideraban britanni, ni tampoco deseaban que Roma volviera sus ojos hacia la isla. Por lo tanto, la única lealtad que cabía esperar de ellos era la que se adquiere con un pago continuado de oro. Pero Constante no lo sabía y aunque lo hubiera sabido, no habría podido evitarlo porque los tesoros estaban bajo el control de Vortegirn. Al fin y a la postre, una noche, los pictos irrumpieron en su dormitorio y Constante tuvo el mismo fin que su desdichado padre.

Por supuesto, hubo gente que vio detrás de aquel crimen la mano de Vortegirn y sus sospechas no quedaron apaciguadas porque ordenara la ejecución de los pictos que habían asesinado a Constante. Sin embargo, a pesar de todo, no existía maniera de demostrar que hubiera impulsado la muerte y tampoco nadie se atrevió a impedir que ocupara el cargo ahora libre. A decir verdad, ¿quién lo hubiera hecho si sus manos aferraban la bolsa y la espada? y, aunque alguien hubiera decidido acusarlo ¿quién hubiera escuchado? Seguíamos siendo Roma, pero nuestros tribunales, nuestros recaudadores de impuestos, nuestros milites eran britanni en su casi totalidad, y no teníamos a quien apelar para que nos librara de comportamientos que podían derivar hacia el despotismo. Con muy buen criterio, los ayos de Aurelius Ambrosius, que seguía siendo un niño, huyeron con él a Armórica, donde Budicio, su señor, le proporcionó refugio.

Seguramente, Vortegirn esperaba un disfrute plácido del poder, pero las circunstancias se sucedieron de manera bien diferente. De entrada, los pictos no se sintieron muy felices al saber que sus compatriotas habían recibido la muerte a manos de los britanni y comenzaron a realizar incursiones en la frontera en las que, como mínimo, arrasaban todo lo que hallaban a su paso. Vortegirn intentó, por supuesto, poner coto a aquellos desastres, pero no lo consiguió. Más bien fue llegando a la conclusión de Tac sus huestes podían ser útiles para ayudarle a intimidar a los britanni, pero no para proteger al país de los ataques barbari. Por si fuera poco, veía cómo pasaban los años y no sólo no le llegaba noticia alguna de la muerte de Aurelius Ambrosius, sino que por añadidura era consciente de que iba creciendo y, en cualquier momento, podría regresar, quizá incluso con el respaldo del propio emperador de Roma, para intentar arrebatarle el poder. Así, a la desazón que le causaban las noticias que le llegaban por el día se sumó la imposibilidad de conciliar el sueño por la noche. Y entonces, como si tanta amargura no resultara bastante, llegaron a Cantia tres navíos repletos de barbari mandados por dos hermanos que se llamaban Horsa y Hengist.

Vortegirn se hallaba en Dorobernia cuando tuvo lugar el desembarco y, con el miedo en el alma, se encaminó hacia el lugar donde se encontraban los invasores. Ni Horsa ni Hengist ocultaron que eran paganos y que creían en Wotan, un dios falso similar al Mercurio de los antiguos romanos. Sin embargo, Vortegirn no pensó en expulsarlos de Britannia, sino que incluso concibió la idea de utilizar a los recién llegados contra los pictos y contra un posible retorno de las legiones romanas. Conscientes de que eran afortunados, Horsa y Hengist se sumaron al ejército del Regissimus y cruzaron el río Humber. Las crónicas afirman que la batalla fue encarnizada y que, al final, tras mucho esfuerzo, los pictos fueron derrotados y no tuvieron otro remedio que retirarse. La verdad es que los barbari se percataron de que los enemigos que les salían al paso eran demasiado poderosos y optaron por regresar a sus hogares para disfrutar de los expolios que habían ocasionado. El origen de las leyendas floridas sobre la terrible batalla se originó en Vortegirn. A esas alturas, ya estaba demasiado vinculado a los invasores que procedían del otro lado del mar y ahora se veía obligado a entregarles para que no sometieran a los britanni a nuevas exacciones. Para cubrir que sólo. era un cobarde que en lugar de combatir a los invasores había decidido apaciguarlos, difundió la historia de que habían sido unos aliados valiosísimos frente a un enemigo peligroso. Ninguno de los dos extremos era cierto, pero ¿quién se hubiera atrevido a desmentir al déspota?

Naturalmente, Hengist captó fácilmente la debilidad de Vortegirn y semejante circunstancia no le inspiró compasión. Por el contrario, azuzó su codicia y le dio la seguridad de que podría obtener lo que deseara del Regissimus Britanniarum. Así, obtuvo de Vortegirn permiso para traer a más hombres de una tierra lejana llamada Sajonia y cuando aquellos recién llegados aparecieron en las costas, Hengist volvió a dirigirse al Regissimus. Ahora le pidió tierras y castillos para los sajones y Vortegirn comprendió que su situación era mucho peor que cuando Hengist y su hermano habían llegado a las costas de Britannia. Le dijo entonces que el hecho de que fueran paganos y extranjeros le impedía concederles esas mercedes.

Hengist fingió apenarse enormemente, pero no tardó en decir con el gesto más humilde que se conformaría con que le diera el terreno que se pudiera abarcar con una correa. Si Vortegirn hubiera conocido a mi admirado poeta Virgilio -al que, desgraciadamente, temo que no me encontraré en el cielo- se hubiera opuesto a la propuesta del astuto sajón. Sin embargo, no sólo desconocía la Eneida sino que además se dejó engañar por aquella súplica que le pareció modesta. Fue un grave error. Hengist echó mano de una piel de toro y practicó en ella el corte más fino hasta convertirla en una delgada y larguísima correa. Con aquella tira rodeó un lugar escarpado y rocoso, en el que erigió un castillo. Aquel lugar recibió el nombre de Castrum Corrigiae o campamento de la correa, una denominación ciertamamente adecuada. Todo lo anterior -la llegada de los extranjeros, la concesión de mercedes, su ulterior crecimiento- constituía de por sí una desgracia no escasa, pero sólo se trataba del preámbulo de la mayor desdicha.

Entre los recién llegados desde Sajonia, se encontraba una mujer llamada Ronwen que era hija de Hengist. El pagano comprendió que si aquella muchacha se hacía con el corazón de Vortegirn, pronto toda Britannia quedaría sometida de manera que se esforzó para lograr que se produjera semejante eventualidad. Un día, cuando Vortegirn celebraba un banquete, apareció Ronwen con una copa de oro en las manos. Caminó entre los presentes arrancando de todos los rostros miradas de admiración y deseo, y, finalmente, llegó a la altura del Regissimus. Entonces, se hincó de hinojos ante él y le dijo:

– Lauerd king, wasseil.

Vortegirn desconocía la lengua de los sajones y, seguramente, no tenía el menor deseo de aprenderla, pero la visión de la mujer ya había causado su efecto en lo más profundo de su corazón y se apresuró a ordenar a su intérprete que le tradujera aquellas palabras. El hombre se apresuró a decir a Vortegirn que la muchacha le había llamado «señor rey» y que había brindado a su salud. Lo que correspondía hacer ahora era responder pronunciando la palabra «Drincheil».

Vortegirn se sintió muy halagado, en parte, porque en lo más profundo de su corazón ansiaba convertirse en un rex, como los que tenían los barbari, totalmente independiente de Roma y situado por encima de un Regissimus por muy autónoma que pudiera ser su conducta. Por añadidura, la mujer le agradaba hasta el último palmo de su ser. Así que no dudó un instante en seguir el consejo del traductor. Pronunció la palabra sajona, ordenó a Ronwen que bebiese y luego, tras tomar la copa de sus manos, la besó y bebió a su vez. Por supuesto, Vortegirn no lo sabía, pero con su comportamiento acababa de inaugurar una costumbre que todavía existe entre nosotros, la de que alguien grite «Wasseil» para invitar a beber y otro le obedezca después de decir «Drincheil». Ya es bastante malo que se consuman bebidas fermentadas como lo hacían aquellos sajones, pero peor es lo que sucedió a continuación. La voluntad de Vortegirn quedó domeñada como sólo pudiera haberlo conseguido una fuerza demoníaca y antes de que acabara la cena suplicó -sí, suplicó- de Hengist que le otorgara la mano de su hija.

La pretensión de Vortegirn constituía un gravísimo pecado. Aunque era malvado, nunca había renunciado a su fe cristiana ni tampoco perdido la oportunidad de volverse de sus malos caminos. Ahora, sin embargo, se zambulló totalmente en el abismo tenebroso de la perdición. No le importó la idea de casarse con una pagana aun a sabiendas de que quien se une con una mujer se convierte en un solo cuerpo con ella y a través de los abrazos ambas almas se comunican de una manera que no podemos explicar, pero que resulta innegable. Hengist comprendió de sobra lo que podía conseguir con aquel enlace y no dudó ni un instante en acceder al deseo -no era otra cosa- de Vortegirn. Aquella misma noche se celebró el matrimonio y el Regissimus pudo gozar del cuerpo de la hermosa pagana. Sin duda, quedó satisfecho porque, aunque no abandonó la iglesia, inclinó su corazón a las prácticas de su esposa. En tan sólo unas semanas, las imágenes que adoraban los barbari se multiplicaron por la tierra de los britanni y comenzaron a aparecer por la corte personas que se jactaban de adivinar el porvenir recurriendo a ritos expresamente prohibidos en el Libro Santo.

Por supuesto, los britanni debían haber protestado ante aquellos abusos y defendido su fe cristiana. No lo hicieron. Tenían temor de que se les acusara de fanáticos, de carentes de comprensión, de falta de hospitalidad, y en apenas unos años -muy pocos- vieron cómo aquellos recién llegados se apoderaban, poco a poco, de sus calles y de sus campos. A decir verdad, se trataba únicamente del principio. De hecho, Vortegirn no sólo consintió que los sajones siguieran expoliando Britannia síno que cuando su hijo Vortimer intentó enfrentarse con ellos no dudó en permitir que Ronwen, su esposa sajona, lo envenenara. Pero el apoyo que recibía de los extranjeros y las pasiones que despertaba su cónyuge en todo su ser no trajeron la paz al corazón del rey. Por el contrario, cada vez se sentía más desdichado e incluso se despertaba por las noches aullando como si fuera una fiera herida o como si un demonio cruel lo poseyera. Concibió entonces la idea de erigir una torre en la que pudiera encerrarse totalmente seguro, en la que dispusiera de protección total, en la que lograra recuperar un sosiego que había escapado de su vida desde antes de la muerte de aquel monje que se había llamado Constante y que un día había dado el equivocado paso de convertirse en Regissimus.

Como si en ello le fuera la vida, Vortegirn reunió a los artesanos más competentes, seleccionó personalmente los mejores materiales y se dispuso a emprender aquel proyecto atrevido y cargado de asustada soberbia. Sin embargo, a pesar de su empeño, el Regissimus no logró levantar la torre y entonces, por razones que nunca hubiera podido yo imaginar, pensó en mí.


Quid domini faciant, audent cum talia fures… el texto de esta Bucólica de mi apreciado Virgilio resulta difícil de contradecir. Si los subordinados cometen iniquidades, ¿qué no se atreverán a hacer sus amos? Sé que el déspota, por regla general, se excusa diciendo que no sabía nada de las tropelías cometidas por los que se hallan a sus órdenes. Quizá sea así en algún caso, pero la experiencia me dice que, por regla general, las órdenes parten de él y que los esbirros se comportan de manera intolerablemente vil porque saben que eso mismo es lo que agradará sobremanera a su superior. Cuando el jefe de un municipio es corrupto y arranca los árboles por docenas en lugar de plantarlos, cuando el soldado roba a manos llenas, cuando el juez no esclarece la realidad sino que parece complacerse en cubrirla con velos sucesivos, cuando los escribas no registran la verdad sino que urden mentiras… ah, cuando todo eso sucede, es que hay un déspota colocado en las alturas. No sólo eso. Es que además podemos temer de él las peores vilezas porque más fuerte, porque cuenta con mucho más poder que los que se someten a él y porque no impide lo que sucede ante sus ojos. Sí, cuando los «entes subordinados se comportan mal, podemos dar por seguro que el que está por encima de todos -salvo de Dios- es un ser inicuo.